lunes, 5 de abril de 2010

MIÉRCOLES SANTO: poner nuestro corazón en los sentimientos de Jesús, para que estemos con Él y no le traicionemos.

Isaías habla de Jesús y de en medio de sus sufrimientos piensa en los
demás: "que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de
aliento". Busca siempre hacer lo que el Padre quiere: "El Señor abrió
mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los
que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no
retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene
en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro
como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado".
Este tercer canto del Siervo (el cuarto y último, más largo y
dramático, lo escuchamos el Viernes Santo) sigue la descripción
poética de la misión del Siervo, pero con una carga cada vez más
fuerte de oposición y contradicciones. La misión que le encomienda
Dios es dramática, y está lleno el hijo de confianza en la ayuda de
Dios. Estos días veremos que la «humillación» va unida a la
«exaltación». Jesús sabía que su muerte sería una victoria, y por eso
dirá san Pablo que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el
Cielo, en la tierra, en el abismo; porque el Señor se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte, y una muerte de Cruz; por eso
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Filiopenses
2,10.8.11). Y rezamos hoy en la Colecta: «Oh Dios, que para librarnos
del poder del enemigo quisiste que tu Hijo muriese en la Cruz;
concédenos alcanzar la gracia de la Resurrección». Es el motivo de su
muerte, nuestra liberación, como insiste la Antífona para la
comunión: «El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino
para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20,28).
El Salmo sigue con esta misión de amor de Jesús al Padre: "por Ti he
soportado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro; me convertí en un
extraño para mis hermanos, fui un extranjero para los hijos de mi
madre: porque el celo de tu Casa me devora, y caen sobre mí los
ultrajes de los que te agravian… Así alabaré con cantos el nombre de
Dios, y proclamaré su grandeza dando gracias". Insiste tanto en el
dolor como en la confianza: «por Ti he aguantado afrentas... en mi
comida me echaron hiel. Señor, que tu bondad me escuche en el día de
tu favor... miradlo, los humildes, y alegraos, que el Señor escucha a
sus pobres». Es el intenso sufrimiento de un justo perseguido a causa
de su celo por Dios. Nosotros sabemos que ese justo es precisamente
Jesucristo y, en su debida proporción, también la Iglesia. Tendremos
que sufrir injurias y vergüenzas, y ser considerados como personas
extrañas. Esto jamás debe desanimarnos en el testimonio de fe que
hemos de dar, pues en el anuncio del Evangelio debemos recordar
aquellas palabras de Jesús: "En el mundo tendrán tribulaciones; pero
¡ánimo! yo he vencido al mundo".
En la historia de la humanidad no ha sucedido nada más grande, de
mayor valor. Nos disponemos a vivir con devoción, con amor, los días
más importantes para nuestra fe y seguir a Cristo, salvador del
hombre. La Semana santa nos lleva a meditar en el sentido de la cruz,
en la que alcanza su culmen la revelación del amor misericordioso de
Dios… Nos ha salvado su infinita misericordia. Para sacarnos del
pecado y del miedo, de la tristeza y la oscuridad. ¿Cómo no darle
gracias? La historia está iluminada y dirigida por la fiesta del
perdón: Dios, rico en misericordia, ha derramado sobre todo ser humano
su infinita bondad por medio del sacrificio de Cristo. ¿Cómo
manifestar de modo adecuado nuestro agradecimiento? Nos reconocemos
pecadores y confesamos nuestra ingratitud, nuestra infidelidad y
nuestra indiferencia ante su amor. Necesitamos su perdón, que nos
purifique y sostenga en el esfuerzo de conversión interior y de
constante renovación del espíritu. «Misericordia, Dios mío, por tu
bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi
delito; limpia mi pecado» (Salmo 50,3-4). Estas palabras, que nos han
acompañando durante la cuaresma, ahora las ponemos ante Cristo que
está para ser crucificado. ¿Cómo no arrepentirnos de nuestros pecados
y convertirnos al amor?, ¿cómo no reparar concretamente los males
causados a los demás y restituir los bienes conseguidos de modo
ilícito? El perdón exige gestos concretos: el arrepentimiento sólo es
verdadero y eficaz cuando se traduce en obras concretas de conversión
y justa reparación.
El Evangelio nos habla otra vez de Judas Iscariote, que "fue donde los
sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo
entregaré?». Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese
momento andaba buscando una oportunidad para entregarle.
El primer día de los Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le
dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el
cordero de Pascua?». Él les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y
decidle: 'El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a
celebrar la Pascua con mis discípulos'». Los discípulos hicieron lo
que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua.
Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo:
«Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará». Muy entristecidos,
se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?». Él
respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me
entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay
de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a
ese hombre no haber nacido!». Entonces preguntó Judas, el que iba a
entregarle: «¿Soy yo acaso, Rabbí?». Dícele: «Sí, tú lo has dicho»".
«Por tu fidelidad, ayúdame, Señor». Así nos invita a orar la liturgia
de este Miércoles santo, ya preparados para la Misa que mañana por la
mañana se celebra, la Misa crismal, en todas las catedrales con el
obispo y sus sacerdotes. Hoy leemos la traición según Mateo, ya que
ayer habíamos escuchado el relato de Juan. Precisamente cuando Jesús
quiere celebrar la Pascua de despedida de los suyos, como signo
entrañable de amistad y comunión, uno de ellos ya ha concertado la
traición y las treinta monedas (el precio de un esclavo, según Exodo
21,32). Hoy –como ayer- muchos se avergüenzan de Jesús, en
determinados ambientes: ¿Estamos dispuestos a recibir los insultos que
nos pueden venir de este mundo ajeno al evangelio?, ¿o sólo buscamos
consuelo y premio en nuestro seguimiento de Cristo? Una auténtica
devoción a la Humanidad de Jesús nos ha de ayudar a vivir intensamente
con los sentimientos, pero al servicio del amor auténtico, como vemos
hoy en la santa cena, donde se acrisolan los afectos con el dolor. San
Andrés de Creta dice: «El cenáculo adornado con tapices te albergó a
Ti y a tus comensales, y allí celebraste la Pascua y realizaste los
misterios, porque en ese lugar te habían preparado la Pascua los
discípulos por Ti enviados. El que todo lo sabe dijo a los apóstoles:
Id a casa de tal persona. Dichoso el que por la fe puede recibir al
Señor, preparando su corazón a modo de cenáculo y disponiendo con
devoción la cena... Estando, oh Señor, a la mesa con tus discípulos,
expresaste místicamente tu santa muerte, por la cual los que veneramos
tus sagrados padecimientos somos liberados de la corrupción. El que
escribió en el Sinaí las tablas de la ley comió la pascua antigua, la
de la sombra y figuras, y se hizo a Sí mismo Pascua y mística hostia
viviente...» Y ahí, en ese ambiente de intimidad y entrega, sufre
Jesús la traición. A lo largo del tiempo, la historia de Judas se
repite. Es el misterioso y desconcertante proceder de la condición
humana. "Cuando el amor hacia el Señor se entibia, entonces la
voluntad cede a otros reclamos, donde la voluptuosidad parece
ofrecernos platos más sabrosos pero, en realidad, condimentados por
degradantes e inquietantes venenos. Dada nuestra nativa fragilidad, no
hay que permitir que disminuya el fuego del fervor que, si no
sensible, por lo menos mental, nos une con Aquel que nos ha amado
hasta ofrecer su vida por nosotros" (Raimondo Sorgia).
¿Acaso soy yo, Señor, el que te entrega? ¿Lo amamos o vivimos
traicionándolo y sólo queriendo aprovecharnos de Él, conforme a
nuestros intereses, muchas veces por desgracia, mezquinos? No importa
si en el examen vemos pecado, lo importante es abrirnos a la gracia
del Señor, celebrar la Pascua (paso de la oscuridad a la luz, de la
muerte a la vida). Hay muchas maneras de dirigirse a Dios. Una de
ellas es, por supuesto, desde el sentimiento. Sin embargo, los
sentimientos son un instrumento de doble filo. Por un lado, muestran
algo realmente humano de la persona que los emplea. Pero, por otro
lado, existe el peligro de que nos esclavicen, es decir, tienen una
facilidad para el bien cuando están a favor, y falta de discernimiento
y enfermedad para la voluntad, cuando se absolutiza un aspecto de la
realidad, con su complicidad: "¿Qué estáis dispuestos a darme, si os
lo entrego?" El ejemplo de Judas, es el de estar arrebatado por
sentimientos de envidia y avaricia. Es capaz de entregar a Aquel que
sólo le ha demostrado amor y compasión, simplemente porque se ha
dejado dominar por un aspecto: la codicia. Se ha convertido en esclavo
de sus pasiones, dejando a un lado la verdad, para caer en la mentira
de lo aparente y superficial… hasta el punto de llevar a su "amigo" a
la traición y la muerte. ¡Qué pena, que los sentimientos, que son para
llevarnos con facilidad a algo auténticamente bueno, no se eduquen y
acaben en traiciones! ¡Qué importante, adquirir una auténtica
educación del corazón, participar de los sentimientos de Jesús para
que los nuestros sean de amor! "¿Dónde podrá encontrarse ni siquiera
el símbolo de un amor semejante? Así amó Dios al mundo que le dio a su
Hijo Unigénito. Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte
por mí. Un aspecto fundamental de la vida espiritual es tomar en serio
esta realidad; Dios y yo; no la turba... yo. Dios me ama a mí, muere
por mí, viene a mí... Un hombre, yo, soy el centro del amor divino. Lo
que hace por mí, lo hace con infinito amor personal. Si en una familia
la madre ama a cada uno de sus hijos como si fuese el único, y aunque
sean diez los hermanos si uno enferma la madre enferma porque es su
hijo; en forma mucho más perfecta todavía Dios me ama a mí, y todo lo
que hace lo hace por mí... Si yo llegara a tomar en serio esta
realidad. ¡Jesús muere por mí! ¡Qué arranques de amor sacaría de mi
pobre alma, el comprender algo siquiera de lo que Cristo ha hecho por
mí! ¡Mi vida sería entonces entera para Él! Si Él dio su vida por mí,
dé yo mi vida por Él... y dándola como Él" (San Alberto Hurtado S.J.)
En algunos lugares de América, las imágenes de Cristo crucificado
muestran una llaga profunda en la mejilla izquierda del Señor. Y
cuentan que esa llaga representa el beso de Judas. ¡Tan grande es el
dolor que nuestros pecados causan a Jesús! Digámosle que deseamos
serle fieles: que no queremos venderle -como Judas- por treinta
monedas, por una pequeñez, que eso son todos los pecados: la soberbia,
la envidia, la impureza, el odio, el resentimiento... Cuando una
tentación amenace arrojarnos por el suelo, pensemos que no vale la
pena cambiar la felicidad de los hijos de Dios, que eso somos, por un
placer que se acaba enseguida y deja el regusto amargo de la derrota y
de la infidelidad… Vamos a pedir al Señor que no le traicionemos más;
que sepamos rechazar, con su gracia, las tentaciones que el demonio
nos presenta, engañándonos. Hemos de decir que no, decididamente, a
todo lo que nos aparte de Dios. Así no se repetirá en nuestra vida la
desgraciada historia de Judas.
Y si nos sentimos débiles, ¡corramos al Santo Sacramento de la
Penitencia! Allí nos espera el Señor, como el padre de la parábola del
hijo pródigo, para darnos un abrazo y ofrecernos su amistad.
Continuamente sale a nuestro encuentro, aunque hayamos caído bajo, muy
bajo. ¡Siempre es tiempo de volver a Dios! No reaccionemos con
desánimo, ni con pesimismo. No pensemos: ¿qué voy a hacer yo, si soy
un cúmulo de miserias? ¡Más grande es la misericordia de Dios! ¿Qué
voy a hacer yo, si caigo una vez y otra por mi debilidad? ¡Mayor es el
poder de Dios, para levantarnos de nuestras caídas!
Grandes fueron los pecados de Judas y de Pedro. Los dos traicionaron
al Maestro: uno entregándole en manos de los perseguidores, otro
renegando de Él por tres veces. Y, sin embargo, ¡qué distinta reacción
tuvo cada uno! Para los dos guardaba el Señor torrentes de
misericordia. Pedro se arrepintió, lloró su pecado, pidió perdón, y
fue confirmado por Cristo en la fe y en el amor; con el tiempo,
llegaría a dar su vida por Nuestro Señor. Judas, en cambio, no confió
en la misericordia de Cristo. Hasta el último momento tuvo abiertas
las puertas del perdón de Dios, pero no quiso entrar por ellas
mediante la penitencia.
En su primera encíclica, Juan Pablo II habla del derecho de Cristo a
encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida
del alma, que es el momento de la conversión y del perdón. ¡No
privemos a Jesús de ese derecho! ¡No quitemos a Dios Padre la alegría
de darnos el abrazo de bienvenida! ¡No contristemos al Espíritu Santo,
que desea devolver a las almas la vida sobrenatural!
Pidamos a Santa María, Esperanza de los cristianos, que no permita que
nos desanimemos ante nuestras equivocaciones y pecados, quizá
repetidos. Que nos alcance de su Hijo la gracia de la conversión, el
deseo eficaz de acudir -humildes y contritos- a la Confesión,
sacramento de la misericordia divina, comenzando y recomenzando
siempre que sea preciso (Javier Echevarría).

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