lunes, 5 de abril de 2010

Día 35º. MARTES QUINTO (23 de Marzo): Dios se revela en Jesús, que en la Cruz nos salva, hemos de mirarle y creer en Él para recibir la Vida plena

Por el camino del Mar Rojo, el pueblo perdió la paciencia y comenzó a
hablar contra Dios y contra Moisés: "¿Por qué nos hicieron salir de
Egipto para hacernos morir en el desierto? ¡Aquí no hay pan ni agua, y
ya estamos hartos de esta comida miserable!". Entonces vino una plaga
de serpientes venenosas, que mordieron a la gente, y así murieron
muchos israelitas. El pueblo acudió a Moisés y le dijo: "Hemos pecado
hablando contra el Señor y contra ti. Intercede delante del Señor,
para que aleje de nosotros esas serpientes". Moisés intercedió por el
pueblo, y el Señor le dijo: "Fabrica una serpiente abrasadora y
colócala sobre un asta. Y todo el que haya sido mordido, al mirarla,
quedará curado". Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre
un asta. Y cuando alguien era mordido por una serpiente, miraba hacia
la serpiente de bronce y quedaba curado.
El pueblo de Israel realiza la experiencia de la dificultad de vivir
la fe, de confiar en la promesa de Dios. Su rebelión le muestra cómo
fuera de Dios no hay salvación (Misa dominical). En el evangelio de
hoy, Jesús dice que «debe ser levantado del suelo» y que será entonces
un signo de salvación... La cruz. La serpiente de bronce era un
anuncio de ese signo de salvación. A lo largo de toda la Biblia, el
desierto es el lugar de la tentación y de las pruebas. La gran prueba
es la de dudar de Dios mismo. Ese estado de duda en nuestras
relaciones con Dios suele aparecer cuando nos sentimos excesivamente
aplastados por el peso de nuestras preocupaciones. Y esto sucede, en
verdad, también a los cristianos más generosos y a los apóstoles más
ardientes. Con mayor razón esto puede explicar en parte el ateísmo y
la incredulidad: ¡con el desánimo a cuestas, se acusa a Dios! Como
Moisés, rezamos por nuestros contemporáneos que prescinden de Dios:
¡Ten piedad, Señor! ¡Alivia la carga que pesa sobre ellos!
Llegan las "serpientes venenosas". La serpiente ha sido siempre
símbolo de espanto. Animal sinuoso y deslizante, difícil de atrapar,
que ataca siempre por sorpresa y cuya mordedura es venenosa: el veneno
que inyecta en la sangre no guarda proporción con su herida
aparentemente benigna. Se está tentado de atribuirlo a una potencia
maléfica, casi mágica. Fue serpiente la que tentó a Eva, y hay mujeres
que tienen sus pesadillas con imágenes de serpientes (supongo que a
causa de haberlas visto por el campo). Los antiguos interpretaban como
un castigo del cielo las desgracias naturales que les sobrevenían, y
de ahí que vean el mal en la serpiente: -"Hemos pecado contra el Señor
y contra ti. Intercede ante el Señor para que aparte de nosotros las
serpientes". También nosotros queremos ser conscientes de nuestros
pecados, ver claro; pero que la evidencia de nuestra culpa no nos deje
sucumbir en el desaliento (Noel Quesson). En el Evangelio vemos que
aquella figura era estandarte a imagen de Cristo en la Cruz: Él sí que
nos cura y nos salva, cuando volvemos la mirada hacia Él, sobre todo
cuando es elevado a la cruz en su Pascua. Jesús, el Salvador.
"Señor, escucha mi oración y llegue a Ti mi clamor; no me ocultes tu
rostro en el momento del peligro; inclina hacia mí tu oído, respóndeme
pronto, cuando te invoco", reza un pobre gravemente enfermo, pero que
no ha perdido la confianza de ser salvado de su enfermedad, pues
conoce las frecuentes visitas de Dios a su pueblo. Por profundo que
sea nuestro abatimiento, alcemos nuestros ojos a Dios, como Israel los
levantó al signo que le presentaba Moisés y contemplemos a Jesucristo,
nuestra salvación, en la Cruz. El Señor nos librará, aunque por
nuestros pecados nos sintamos condenados a muerte: «Señor, escucha mi
oración, que mi grito llegue hasta Ti, no me escondas tu rostro el
día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí, cuando te invoco,
escúchame en seguida... Que el Señor ha mirado desde su excelso
santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los
gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte». Es un
clamor hacia la ternura de Dios, para que se haga presente en sus
cuidados: "porque Él se inclinó desde su alto Santuario y miró a la
tierra desde el cielo, para escuchar el lamento de los cautivos y
librar a los condenados a muerte", y nos prepara "una morada… segura".
Queremos acercarnos con esperanza hacia esta morada, viviendo donde
estamos, sabiendo que hasta ahí se "agacha" el Señor, y ahí lo podemos
encontrar, podemos hacer nuestros "refugios", figura de la Ciudad de
Dios y encontrar al divino huésped: "Te amo, te abrazo, estoy
orgulloso de ti. Me alegra vivir en ti, enseñarte a visitantes, dar tu
nombre junto al mío al dar la dirección donde vivo, unir así tu nombre
al mío en sacramento topográfico de matrimonio residencial. Tú eres mi
ciudad, y yo soy tu ciudadano. Nos queremos". Todo puede ser ocasión
de encuentro con Dios: "Tus avenidas son sagradas, tus cruces son
benditas, tus casas están ungidas con la presencia del hombre, hijo de
Dios. Tú eres un templo en tu totalidad, y consagras con el sello del
hombre que trabaja los paisajes vírgenes del planeta tierra.
Por ti rezo, ciudad querida, por tu belleza y por tu gloria; rezo a
ese Dios cuyo templo eres y cuya majestad reflejas, para que repare
los destrozos causados en ti por la insensatez del hombre y los
estragos del tiempo y te haga resplandecer con la perfección final que
yo sueño para ti y que Él, como Dueño y Señor tuyo, quiere también
para ti… Mi propia vida parece a veces desmoronarse, y entonces me
acojo a ti, me escondo en ti, me uno a ti. Cuando sufro, me acuerdo de
tus sufrimientos; y cuando las sombras de la vida se me alargan,
pienso en las sombras de tus ruinas. Y entonces pienso también en tus
cimientos, firmes y permanentes desde tiempos antiguos; y en la
permanencia de tu historia encuentro la fe que necesito para continuar
mi vida.
Ciudad moderna de huelgas y disturbios, de explosiones de bombas y
sirenas de policía. Sufro contigo y vivo contigo, con la esperanza de
que nuestro sufrimiento traerá redención y llegaré a cantar libremente
en ti las alabanzas del Señor que te hizo a ti y me hizo a mí" (Carlos
Vallés), que nos ha hecho para ser felices en el paraíso que ya
tocamos con los dedos cuando nos elevamos de puntillas y alargamos las
manos con la esperanza.
Estamos leyendo de cuando Jesús sube a Jerusalén para la fiesta de las
Tiendas y las controversias con los judíos de Jerusalén que culminarán
en el intento de apedrear a Jesús. La fiesta de las Chozas era para
los judíos la fiesta por excelencia de la esperanza mesiánica. En ella
la autoproclamación de Yahvé tenía una fuerza y centralidad sin igual,
y la celebración venía a subrayar esta presencia poderosa de Yahvé en
el templo con el majestuoso «Yo soy» de la liturgia. Jesús, en medio
de este contexto, se autoproclama «Yo soy», pero ellos no ven... La
revelación no puede ser más clara. Y en estas palabras majestuosas,
que quieren responder a la pregunta explícita: «¿Tú quién eres?», se
da precisamente la razón fundamental del escándalo y del rechazo
judío: lo quieren apedrear. El fragmento de hoy acaba diciendo:
«muchos del pueblo creyeron en Él» (Oriol Tuñi): Dios está aquí, en mi
historia. Jesús es "el sitio" de la presencia divina, el lugar en que
el hombre puede encontrar a Dios en el mundo. Esta revelación se hará
plena con el Espíritu Santo, fruto de la Cruz: "Cuando levantéis al
Hijo del hombre sabréis que Yo soy". Una exaltación por su
abajamiento, como veremos próximamente (según Fil 2). Con esta
conexión establecida entre la cruz y la afirmación "Yo soy" queda
definitivamente claro dónde hay que buscar y encontrar el lugar de la
presencia salvadora de Dios: en Cristo crucificado.
-Con esta pregunta "¿Quién eres tú?" los enemigos de Jesús declaran
que no han entendido la afirmación de Jesús acerca de su origen, ni
tampoco su afirmación "Yo soy". A esta pregunta no hay respuesta por
parte de Jesús. Es una opción de fe, no se puede forzar la libertad.
"Cuando levantéis al Hijo del hombre sabréis que Yo soy y que no hago
nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado": la
cruz es el lugar en que se ha revelado al mundo de manera más plena y
más aplastante el amor entrañable de Dios (cf Jn 3,14-16). "Y como
Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser
levantado el Hijo del hombre... Porque tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca,
sino que tenga vida eterna" (Jn 19, 37): "Y se cumplió la Escritura:
'Mirarán al que traspasaron'": para ser salvado hay que "mirar" -con
el corazón- a Cristo levantado en la cruz.
"Y cuando levantéis al Hijo del hombre sabréis también que Yo no hago
nada por mi cuenta". Jesús mediante su muerte en la cruz proclama su
obediencia a la voluntad del Padre. Y esa palabra tan fácil de decir
"nada hago por mi cuenta" define exactamente la conducta de Jesús y en
su muerte se confirma y se realiza de una manera perfecta, es la
máxima realización de la voluntad divina, una oración existencial: "El
que me envió está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago
siempre lo que le agrada". Jesús está máximamente acompañado, el Padre
" no me ha dejado solo", es decir, que la soledad de las palabras de
Jesús en la cruz (Mt 27, 46) "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
según los sinópticos, queda completado, para cortar los errores de
interpretación, por esa verdad que explica S. Juan: el Padre no ha
abandonado a su Hijo ni siquiera al ser izado en la cruz y la razón
está en que "yo hago siempre lo que le agrada", es decir, cumplo
siempre su voluntad. San Germán de Constantinopla contempla así esta
obediencia de Cristo: «A raíz de que Cristo se humilló a sí mismo y se
hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (cf. Flp 2,8), la Cruz
viene a ser el leño de obediencia, ilumina la mente, fortalece el
corazón y nos hace participar del fruto de la vida perdurable. El
fruto de la obediencia hace desaparecer el fruto de la desobediencia.
El fruto pecaminoso ocasionaba estar alejado de Dios, permanecer
lejos del árbol de la vida y hallarse sometido a la sentencia
condenatoria que dice: "volverá a la tierra de donde fuiste formado"
(Gén 3,19). El fruto de la obediencia, en cambio, proporciona
familiaridad con Dios, dando cumplimiento a estas palabras de Cristo:
Cuando yo sea levantado en alto atraeré a todos a Mí (Jn 12,32). Esta
promesa es verdad muy apetecible».
Jesús me enseña a estar pendiente del amor a Dios, a los demás. Así no
me sentiré nunca solo, sino en compañía de Jesús: «Señor, escucha mi
oración: no me escondas tu rostro» (salmo), «perdona nuestras faltas y
guía Tú mismo nuestro corazón vacilante» (ofrendas). San León Magno
dice: «¡Oh admirable poder de la Cruz!... En ella se encuentra el
tribunal del Señor, el juicio del mundo, el poder del Crucificado.
Atrajiste a todos hacia Ti, Señor, a fin de que el culto de todas las
naciones del orbe celebrara mediante un sacramento pleno y manifiesto,
lo que realizaban en el templo de Judea como sombra y figura... Porque
tu Cruz es fuente de toda bendición, el origen de toda gracia; por
ella, los creyentes reciben de la debilidad, la fuerza; del oprobio,
la gloria; y de la muerte, la vida».
El paraíso tenía en el centro el árbol de la vida, y el nuevo paraíso
que nos muestra ese "Dios presencia" es a través de la cruz, árbol de
la vida por la que entramos en la Vida plena, como apunta San Teodoro
Estudita: «La Cruz no encierra en sí mezcla del bien y del mal como el
árbol del Edén, sino que toda ella es hermosa y agradable, tanto para
la vista cuanto para el gusto. Se trata, en efecto, del leño que
engendra la vida, no la muerte; que da luz, no tinieblas; que
introduce en el Edén, no que hace salir de él...».
Sus brazos abiertos, extendidos entre el cielo y la tierra, trazan el
signo indeleble de su amistad con nosotros los hombres. Al verle así,
alzado ante nuestra mirada pecadora, sabremos que Él es (cf. Jn 8,28),
y entonces, como aquellos judíos que le escuchaban, también nosotros
creeremos en Él. "Sólo la amistad de quien está familiarizado con la
Cruz puede proporcionarnos la connaturalidad para adentrarnos en el
Corazón del Redentor... Que nuestra mirada a la Cruz, mirada sosegada
y contemplativa, sea una pregunta al Crucificado, en que sin ruido de
palabras le digamos: «¿Quién eres tú?» (Jn 8,25). Él nos contestará
que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), la Vid a la que sin
estar unidos nosotros, pobres sarmientos, no podemos dar fruto, porque
sólo Él tiene palabras de vida eterna. Y así, si no creemos que Él es,
moriremos por nuestros pecados. Viviremos, sin embargo, y viviremos ya
en esta tierra vida de cielo si aprendemos de Él la gozosa certidumbre
de que el Padre está con nosotros, no nos deja solos. Así imitaremos
al Hijo en hacer siempre lo que al Padre le agrada" (Josep Maria
Manresa).
Acabamos con propósitos de mirar a Cristo, de vida de piedad: buscar
la fortaleza en el trato de amistad con Jesús, a través de la oración,
de la presencia de Dios a lo largo de la jornada y en la visita al
Santísimo Sacramento. El Señor quiere a los cristianos corrientes
metidos en la entraña de la sociedad, laboriosos en sus tareas, en un
trabajo que de ordinario ocupará de la mañana a la noche, pues Dios
está ahí, Jesús espera que no nos olvidemos de Él mientras trabajamos,
procuremos mantener su presencia a lo largo de la jornada, con
recordatorios, esas "industrias humanas": jaculatorias, actos de amor
y desagravio, comuniones espirituales, miradas a la imagen de Nuestra
Señora; cosas sencillas, pero de gran eficacia. Si perseveramos,
llegaremos a estar en la presencia de Dios como algo normal y natural.
Aunque siempre tendremos que poner lucha y empeño. Muchas veces vemos
al Señor que se dirigía a su Padre Dios con una oración corta,
amorosa, como una jaculatoria. Nosotros también podemos decirlas desde
el fondo de nuestra alma, y que responden a necesidades o situaciones
concretas por las que estamos pasando. Santa Teresa recuerda la huella
que dejó en su vida una jaculatoria: "¡Para siempre, siempre,
siempre!" Son impresionantes las palabras que evocan esa presencia,
que pronunciaron aquellos discípulos de Emaús: "Quédate con nosotros,
Señor, porque se hace de noche" (Lucas 24, 29), sin Ti, Señor, la vida
es noche, todo es oscuridad cuando Tú no estás. La Virgen María nos
dará ese camino seguro: "bendito es el fruto de tu vientre, Jesús"
(Francisco Fernández Carvajal).
¿Puedo ayudarte en algo, Dios mío? En una obra del escritor brasileño
Pedro Bloch encuentro un diálogo con un niño que me deja literalmente
conmovido.
- ¿Rezas a Dios? - pregunta Bloch.
- Sí, cada noche - contesta el niño.
- ¿Y qué le pides?
- Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo.
Y ahora soy yo quien me pregunto a mí mismo qué sentirá Dios al oír a
este chiquillo que no va a Él, como la mayoría de los mayores,
pidiéndole dinero, salud, amor o abrumándole de quejas, de protestas
por lo mal que marcha el mundo, y que en cambio, lo que hace es
simplemente ofrecerse a echarle una mano, si es que la necesita para
algo (José Pedro Manglano).
Que muchos días le reces así a Dios. Coméntale a Dios con tus palabras
algo de lo que has leído. Después termina con la oración final.

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