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martes, 28 de febrero de 2012

Cuaresma, I semana, miércoles: no hemos de pedir signos mágicos a Dios, tampoco nos quiere dar el éxito como signo, sino Él mismo, éste es el signo y

Cuaresma, I semana, miércoles: no hemos de pedir signos mágicos a Dios, tampoco nos quiere dar el éxito como signo, sino Él mismo, éste es el signo y con Él tenemos todo lo demás, para verlo así necesitamos conversión

Primera lectura: Jonás 3,1-10 (ver también domingo 3-B): En aquel tiempo, por segunda vez el Señor se dirigió a Jonás y le dijo: - Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré.
Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla. Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: "Dentro de cuarenta días Nínive será destruida".
Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal. También el rey de Nínive, al enterarse, se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de sayal y se sentó en el suelo. Luego mandó pregonar en Nínive este bando: "Por orden del rey y sus ministros, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado, ni pasten ni beban agua. Que se vistan de sayal, clamen a Dios con fuerza y que todos se conviertan de su mala conducta y de sus violentas acciones. Quizás Dios se retracte, se arrepienta y se calme el ardor de su ira, de suerte que no perezcamos".
'Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con que los había amenazado.

Salmo 50,3-4.12-13.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! / ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! / Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. / No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu. / Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas: / mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.

Texto del Evangelio (Lc 11,29-32; ver también lunes de la semana 28): En aquel tiempo, habiéndose reunido la gente, comenzó a decir: «Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará: porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás».

Comentario: 1. Jon 3,1-10. El profeta Jonás -el único personaje judío que aparece en este libro- no es precisamente un modelo de creyente ni de profeta. Si por fin va a predicar a Nínive es porque se ve obligado, porque él bien había querido escaparse de su misión. Nínive era una ciudad considerada frívola, pecadora, y Jonás teme un estrepitoso fracaso en su misión. Además, se enfada cuando ve que Dios, compadecido, no va a castigar a los ninivitas. Mal profeta. No hace falta que consideremos como histórico este libro de Jonás. Es un apólogo a modo de parábola, una historia edificante con una intención clara: mostrar cómo los paganos -en este caso nada menos que Nínive, con todos sus habitantes, desde el rey hasta el ganado- hacen caso de la predicación de un profeta y se convierten, mientras que Israel, el pueblo elegido, a pesar de tantos profetas que se van sucediendo de parte de Dios, no les hace caso. Jonás anunció que «dentro de cuarenta días Nínive será arrasada». San Clemente Romano decía: «Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo. / Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser de no ser del pueblo elegido. De la penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. / Y el mismo Señor de todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís: `Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.
A nosotros se nos está diciendo que «dentro de cuarenta días será Pascua», la gran ocasión de sumarnos a la gracia de ese Cristo que a través de la muerte entra en una nueva existencia. ¿De veras podremos celebrar Pascua con él? ¿de veras nos creemos la oración del salmo de hoy: «oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»? La Cuaresma es la convocatoria a la renovación: «has establecido generosamente este tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos, de modo que, libres de todo afecto desordenado, vivamos las realidades temporales como primicias de las realidades eternas» (prefacio II de Cuaresma). «Los que esperan en ti no quedan defraudados» (entrada). «Que se alegren los que se acogen a ti con júbilo eterno» (comunión; J. Aldazábal).
El Evangelio de este día es ocasión para una excelente exposición de los signos de la fe. Los judíos se sitúan en el plano más externo: necesitan milagros maravillosos para tener fe y convertirse. Cristo penetra en el corazón del problema cuando proclama que la fe descansa únicamente sobre la confianza puesta en la persona del enviado. La comunidad cristiana ha necesitado más aún: no hay fe fuera del misterio de muerte y de resurrección del enviado.
El hombre moderno no corre el peligro de exagerar en el sentido de los judíos: el milagro físico le molesta y cree más fácilmente a pesar de los milagros que a causa de ellos. Cierta creencia en el milagro podría inducir a pensar que Dios no está más que en lo que supera al hombre, mientras que Dios está también en el hombre y en sus obras.
Además, el milagro físico no tiene verdadera significación más que si es expresión de la personalidad de quien lo realiza y si interpela a la persona del testigo. Por eso la mayoría de los milagros de Cristo son curaciones, signos de su función mesiánica y de su bondad (Mt 8, 17; 11, 1-6), incluso de sus relaciones con el Padre (el tema de los "signos" en el Evangelio de San Juan). Y por eso también la mayoría de los milagros solicitan la conversión interior y la fe; la solicitan, pero no la dan: se necesita ya de antemano la acción del Espíritu en el corazón para que éste acepte, como solicitante y no como juez, el signo propuesto por Dios.
No obstante, cabe extrañarse de que Dios, y tras Él Cristo, no facilite en absoluto las cosas a los fariseos y a los ateos de hoy dándoles el signo que esperan. ¿Por qué no escribe bien legible su nombre en el cielo para que la duda resulte imposible? Al contrario, se dirá: cuanto más evoluciona la humanidad hacia el progreso y la secularización, más se "desacraliza" y más parece que le son negados los signos de Dios.
Si Dios actuase de esa forma, ya no sería el Dios que ha escogido convertirse en servidor de los hombres para merecer su amor y su confianza gratuita. Sería una marca de publicidad a la que nadie podría resistir; quebrantaría probablemente todas las resistencias humanas... ¿Pero seguiría siendo testigo de la libertad e iría en busca de un amor libre y confiado? Realmente no hay otros signos que el de Jesús porque Dios ha escogido no violentar al hombre, sino ganar su amor muriendo por él. Y precisamente porque es el Dios del amor, no da otro signo que el que se cumple en Jesucristo.
El verdadero creyente, sin menospreciar el papel eventual del milagro, no pide ya signos exteriores porque en la persona misma de Cristo Hombre-Dios descubre la presencia discreta de Dios y su intervención. El verdadero milagro es de orden moral: es esa condición humana de Jesús, asumida en fidelidad, en obediencia y amor absolutos y totalmente irradiada de la presencia divina hasta el punto que, en la misma muerte, Dios ha estado presente a su Hijo para resucitarle. En este signo de Jonás culminan precisamente todos los milagros del Evangelio, llamadas a la conversión y a la apertura a la salvación de Dios; signos de su presencia espiritual en el combate contra el pecado y la muerte (Maertens-Frisque).
La presencia de Jesús en el mundo obliga a los hombres a tomar partido por él o contra él (cf. 11. 23). Muchos hombres piden signos, prodigios. Con ello pretenden excusarse de tomar decisión en su favor. Así les parece poder continuar viviendo tranquilos, sin comprometerse, sin decidir, sin creer. Jesús rechaza esta petición de signos (cf. Jn 4. 48; 1Co 1. 22). Y se ofrece a sí mismo como señal única, suficiente, definitiva. Él y su Palabra. Él y su vida. Él, que es mayor que todos los reyes, superior a todos los profetas, basta para mover al hombre a adherirse a Él, a creer en Él. Buscar otros signos es una actitud perversa, es no querer convertirse, es encerrarse en sí mismo (cf. Jn 6. 30-31). De la decisión tomada frente a Jesús, frente a su persona y a su mensaje, depende la salvación de los hombres (“Comentarios bíblicos”, tomado de mercaba.org).
Jesús habla de convertirse, cambiar de vida, hacer penitencia. La gente quiere otra cosa… Jesús comenzó a decirles: "Esta generación es una generación mala; reclama un "signo". “La palabra "generación" es siempre empleada por Jesús en modo peyorativo. Es una alusión típica a un momento de la Historia del pueblo de Israel, la primera "generación", la del desierto, la de los cuarenta años primeros... la que ha pasado su tiempo reclamando "signos de Dios. "Cuarenta años esta generación me ha disgustado... estas gentes no han conocido mis caminos... y no obstante veían mis acciones..." (Salmo, 95, 9-10) También en tiempos de Jesús, y en los nuestros... se seguía pidiendo a Dios que se mostrara, que manifestara su poder.
¡Si Dios escribiera su nombre en el cielo! ¡Si Dios aplastara a los malos! ¡Si bajase de la cruz y se enfrentase con los que le injuriaban! ¡Si movilizase, de hecho, a "doce legiones de ángeles" para no ser arrestado por un escuadrón de soldados romanos! En fin, ¿por qué Dios no se manifiesta a los ateos... para que sea imposible seguir dudando?
-Y no les será dada otra señal que la de Jonás. Si Dios pusiera un "signo en el cielo", dejaría de ser Aquel que ha escogido ser. Aplastaría. Nadie podría resistirle... Ahora bien, Dios ha elegido ser el "servidor", el que ama a los hombres, y que espera discretamente su respuesta confiada y libre. Dios no quiere forzar la mano. Las postraciones de los esclavos no le dicen nada.
-Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación. Sí, las gentes de Nínive no tuvieron grandes cosas como signos.¡Jonás no hizo ningún milagro sensacional! Simplemente pronunció su mensaje e invitó a la "conversión".
¿Realmente me afecta la "invitación" a cambiar de vida que el Hijo del hombre me transmite y que la Iglesia me repite en ese tiempo cuaresmal? -Los ninivitas se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán, porque hicieron penitencia a la predicación de Jonás y hay aquí más que Jonás. Hicieron penitencia... sin otro signo que la predicación del profeta. Yo conozco bien la conversión y el cambio que Dios espera de mí. ¿Qué es lo que yo voy a hacer durante toda esta cuaresma? -La reina del Mediodía se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará, porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón y hay aquí algo más que Salomón. Los habitantes de Nínive: la gran ciudad pagana... La Reina de Saba: princesa pagana... He aquí a los que Jesús pone como ejemplo. Ellos se esforzaron. Y nosotros, hemos recibido mucho más que ellos. Hemos oído a Jesús, tenemos los sacramentos a nuestra disposición, tenemos sus divinas Palabras. Señor, dame un corazón nuevo. Señor, otórgame la valentía necesaria para esos cambios que debo llevar a cabo. Repíteme, Señor, la urgencia de esta conversión. El Juicio se acerca. Mañana puede ser demasiado tarde. ¿Estaré yo también "condenado" con esta generación mala que pedía signos?” (Noel Quesson).
Dios nos llama a todos a participar de su vida. Él a nadie creó para la condenación. Él no se recrea en la muerte de los suyos, sino que, al amarnos, nos envió a su propio Hijo para que, mediante su muerte, fueran perdonados nuestros pecados; y mediante su gloriosa resurrección tuviéramos nueva vida. Quien da su sí inicial a Cristo deja a un lado sus caminos equivocados y recibe el Bautismo, que es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Sin embargo sabemos que la concupiscencia permanece en nosotros, a fin de que nos sirva de prueba en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Por eso afirmamos que la Iglesia recibe en su propio seno a los pecadores y que, siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este tiempo de la Cuaresma, tiempo especial de gracia que el Señor nos concede, debe ayudarnos a reflexionar sobre la fidelidad a nuestro compromiso bautismal, pues nuestra unión a Cristo por la fe no puede quedarse en una vana palabrería. Pero, puesto que somos frágiles, acudamos al Señor para que sea Él quien nos fortalezca, de tal forma que no nosotros, sino la gracia de Dios con nosotros lleve a buen término la obra de salvación, que Dios mismo ha iniciado en nosotros.
2. –Una vez más utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados. Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal... Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf. Joel). Dios quiere la penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de la virtud de caridad.
A lo largo de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta San Agustín: «Jonás anunció no la misericordia, sino la ira, que era inminente... Solamente amenazó con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó. Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente, parece haber dicho algo que fue falso; pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta. Nínive, en efecto, fue derruida. / Prestad atención a lo que era Nínive y ved que fue derruida. ¿Qué era Nínive? Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de antes”. ¿Cómo nos envía Dios señales? Dios nos las envía fundamentalmente a través de nuestra conciencia. Una conciencia que tiene que estar buscando constantemente a Dios; una conciencia que no tiene que detenerse jamás a pesar de las barreras de las murallas que hay en la propia alma. Lo contrario de la perversión es la conversión. Si nuestra alma está constantemente convirtiéndose a Dios, así encuentre un su vida mil defectos, mil problemas, mil reticencias, mil miedos, encontrará al Señor. Es lo mismo que les ocurrió a los habitantes de Nínive. Es la frase final, con la cual el rey de Nínive termina su mandato: “Quizá Dios se arrepienta y nos perdone, aplaque el incendio de su ira y así no moriremos”. Aunque halla murallas, dificultades; aunque seamos nosotros mismos los primeros que nos sintamos como obstáculo al regreso de Dios N. S., no olvidemos que Él siempre está en el camino de la conversión. Él siempre está ahí, dispuesto a darnos la mano, a tendernos la posibilidad de regresar a Él.
Dios, a pesar de la infidelidad manifestada en el pecado de los hombres y del castigo que merece, mantiene su amor por mil generaciones. Dios revela que es rico en misericordia llegando hasta dar su propio Hijo para que nosotros seamos perdonados. Él es nuestro Padre; y nos ama sin dar marcha atrás en su amor por nosotros. Nosotros no podemos vivir indiferentes ante ese amor que Dios nos tiene. Con humildad hemos de volver a Él, que constantemente nos llama a la conversión, pues tanto con las palabras como con las obras de su Hijo Jesús, nos ha manifestado que es un Padre rico en misericordia para con todos. Que este tiempo especial de gracia nos lleve a confesar con humildad ante Él nuestros pecados para obtener su misericordia y la reconciliación con su Iglesia. Si volvemos al Señor Él nos perdonará todas nuestras faltas; sin embargo también nos enviará diciendo: Ve primero a reconciliarte con tu hermano. Dios no sólo nos quiere unidos a Él, sino también unidos nosotros como hermanos guiados por el amor fraterno. Por eso no sólo le hemos de pedir a Dios que nos perdone nuestros pecados, sino también que cree en nosotros un corazón nuevo y un espíritu nuevo capaz de alabar su Nombre y de hacer, en adelante, el bien a todos, pues todos somos hijos del mismo Dios y Padre.
¿Por qué descorazonarnos, cuando en nuestro camino de conversión encontramos algo que se nos hace tremendamente difícil de superar? ¿Somos más grandes nosotros que la Misericordia de Dios? ¿Es más milagroso el hecho de que una mujer vaya a escuchar a Salomón, o el que una ciudad completa, se convierta ante la voz de una profeta, que la Resurrección del Hijo de Dios? En esta Cuaresma tenemos que ir viendo hasta qué punto estamos aceptando las señales de Dios N. S. nos da. Viendo cómo Dios me habla, que detrás de ese cómo Dios me habla, a veces gozo, con penas, a veces con un quebranto tremendo de corazón y a veces con una grandísima alegría en el alma. Estas señales de Dios, tienen detrás un sello que es la Resurrección de Cristo y si nosotros las aceptamos, no simplemente vamos a estar aceptando a un Dios que pasa por nuestra vida, sino que vamos a estar aceptando la garantía con la cual, Dios N. S. pasa por nuestra vida. Hagamos de nuestra existencia, de nuestro camino, de nuestro encuentro con Dios, un constante aceptar el modo en el que Dios me ha hablado, aunque yo no lo entienda. “Aunque este muy lejos Salomón”. Abramos nuestros ojos, abramos nuestro corazón, nuestra vida a las señales de Dios y permitamos que el Señor vaya señalando, indicando por dónde nos quiere llevar. Si algún día no sabemos por dónde nos está llevando, que solamente nos preocupe el no perder de vista las señales de Dios. No importa por dónde nos lleve, eso es problema de Él. Nuestro autentico problema, es no perder de vista las señales de Dios, porque por donde Él nos lleve, tendremos siempre la certeza de que nos está llevando por el camino siempre correcto, por el que nosotros necesitamos ir. Que ésta sea nuestra oración y el más profundo fruto de esta Cuaresma: ser tan auténticos con nosotros mismos, que seamos capaces de ver la autenticidad con la que Dios nos habla. Que nunca la autenticidad de Dios, choque con la inautenticidad de nuestra vida. Que la autenticidad con la que Él se manifiesta en nuestra existencia, a través de sus señales, encuentre siempre como eco el corazón abierto, dispuesto, auténtico, que recibe todas las señales que el Señor le da.
Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas (Salmo 24, 6), leemos en la Antífona de la Misa. La Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en el sacerdote: encuentro siempre único y distinto. Allí nos acoge, nos cura, nos limpia, nos fortalece. Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia. Somos como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Debemos sentir deseos de encontrarnos con el Señor lo antes posible para descargar en Él el dolor por nuestros pecados. Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina. Así acudimos a la Confesión: a pedir absolución de nuestras culpas como una limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre dispuesto al perdón. La confesión debe ser concisa, concreta, clara y completa. Confesión concisa, de no muchas palabras: las precisas, sin adornos. Confesión concreta, sin divagaciones: pecados y circunstancias. Confesión clara, para que nos entiendan, poniendo de manifiesto nuestra miseria con modestia y delicadeza. Confesión completa, íntegra, sin dejar de decir nada por falsa vergüenza. La Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. Cada vez que la recibimos con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia, fuerzas para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar, y para no reincidir en las faltas cometidas. La Confesión sincera deja en el alma una gran paz y una gran alegría. “Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡Qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
3. La reina de Sabá vino desde muy lejos, atraída por la fama de sabio del rey Salomón. Los habitantes de Nínive hicieron caso a la primera a la voz del profeta Jonás y se convirtieron. Jesús se queja de sus contemporáneos porque no han sabido reconocer en él al enviado de Dios. Se cumple lo que dice san Juan en su evangelio: «vino a los suyos y los suyos no le reconocieron». Los habitantes de Nínive y la reina de Sabá tendrán razón en echar en cara a los judíos su poca fe. Ellos, con muchas menos ocasiones, aprovecharon la llamada de Dios. Nosotros, que estamos mucho más cerca que la reina de Sabá, que escuchamos la palabra de uno mucho más sabio que Salomón y mucho más profeta que Jonás, ¿le hacemos caso? ¿nos hemos puesto ya en camino de conversión? Los que somos «buenos», o nos tenemos por tales, corremos el riesgo de quedarnos demasiado tranquilos y de no sentirnos motivados por la llamada de la Cuaresma: tal vez no estamos convencidos de que somos pecadores y de que necesitamos convertirnos. Hoy hace una semana que iniciamos la Cuaresma con el rito de la ceniza. ¿Hemos entrado en serio en este camino de preparación a la Pascua? ¿está cambiando algo en nuestras vidas? Conversión significa cambio de mentalidad («metánoia»). ¿Estamos realizando en esta Cuaresma aquellos cambios que más necesita cada uno de nosotros? La palabra de Dios nos está señalando caminos concretos: un poco más de control de nosotros mismos (ayuno), mayor apertura a Dios (oración) y al prójimo (caridad). ¿Tendrá Jesús motivos para quejarse de nosotros, como lo hizo de los judíos de su tiempo por su obstinación y corazón duro? «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia, transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras» (colecta).
«Aquí hay algo más que Salomón; y aquí hay algo más que Jonás»: Hoy, el Evangelio nos invita a centrar nuestra esperanza en Jesús mismo. Justamente, Juan Pablo II ha escrito que «no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ‘¡Yo estoy con vosotros!’». Dios —que es Padre— no nos ha abandonado: «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura» (Juan Pablo II). Nos encontramos empezando la Cuaresma: no dejemos pasar de largo la oportunidad que nos brinda la Iglesia: «Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación» (2Cor 6,2). Después de contemplar en la Pasión el rostro sufriente de Nuestro Señor Jesucristo, ¿todavía pediremos más señales de su amor? «A aquel que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Más aún: «El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rom 8,32). ¿Todavía pretendemos más señales? En el rostro ensangrentado de Cristo «hay algo más que Salomón (...); aquí hay algo más que Jonás» (Lc 11,31-32). Este rostro sufriente de la hora extrema, de la hora de la Cruz —ha escrito el Papa— es «misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración». En efecto, «para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado» (Juan Pablo II). ¿Queremos más señales? «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5): he aquí la gran señal. Contemplémoslo desde el silencio del “desierto” de la oración: «Lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo [rezar], ahora ha de ejecutarlo con más solicitud y con más devoción: así cumpliremos la institución apostólica de los cuarenta días» (San León Magno, papa).
En Jesús se unen el antiguo y el nuevo testamento, pero también se une hoy el sentido unitario de la Biblia. Jonás es el profeta que nos muestra cómo ir más allá de nuestras miserias, para cumplir el plan que Dios tiene para con nosotros. “Esta generación pide un signo”, nos dice Jesús. Queremos el signo del éxito, de ver que la cosa funciona, en la historia y en nuestra vida. Cuando no hay cielo, se trabaja por una promesa terrenal. Así mientras no está más que difuminada la resurrección (hasta el libro de Job, o más tarde los Macabeos) los salmos nos muestran los frutos de una vida moral: tener vacas y una vida abundante en familia, amigos, etc. Es decir, el pago ya en esta vida. Esto, a mi entender, pasa a la moral protestante en aquello de que la abundancia y el éxito es signo de predestinación, y fomenta la competitividad y quizá el capitalismo. Pero esto ha pasado a Estados Unidos, donde domina esta moral de que la abundancia es signo de ser el elegido. Hoy con manifestaciones de estar “en el sitio oportuno en el momento oportuno”, o aquella otra expresión de que “unos nacen estrella y otros estrellados”. Es la moral del hombre que se ha hecho a sí mismo, en la que se ve por los resultados la rectitud del corazón. Muchas veces hay que romper las normas, ir contra todos, incluso usar medios incorrectos, pero al final hay “suerte” y se ve que ha valido la pena. Es aquello de que “el fin justifica los medios”, y en el fondo revive el sentimiento vétero-testamentario del éxito como pago para una vida correcta. Es una pena que acostumbra a poner el nombre de Dios en acciones violentas como “justicia infinita” y cosas por el estilo, o usa la muerte de inocentes como las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki como “mal menor”, en una línea que se ha desarrollado recientemente con los “efectos colaterales”, pero que en la raíz no se distingue de los atentados terroristas que ha obtenido como respuesta.
Seguiremos ahora el comentario que hizo Ratzinger sobre estas lecturas (cf. “El camino pascual”). Los judíos piden un signo a Jesús, una prueba palpable, experimentable. Es “la exigencia de una demostración física, de un signo que elimine toda duda, oculta en el fondo el rechazo de la fe, un negarse a rebasar los límites de la seguridad trivial de lo cotidiano y, por ello, encierra también el rechazo del amor, pues el amor exige, por su misma esencia, un acto de fe, un acto de entrega de sí mismo”. Este error de la certeza que hoy se busca tiene raíces modernistas, un rebrote actual de aquello, con manifestaciones como “la miopía de un corazón demasiado centrado en la búsqueda del poder físico, de la posesión, del tener”.
“«Esta generación pide un signo». También nosotros esperamos la demostración, el signo del éxito, tanto en la historia universal como en nuestra vida personal. Y nos preguntamos hasta qué punto el cristianismo ha transformado realmente el mundo, hasta qué punto ha creado este signo del pan y de la seguridad, al que se refería el diablo en el desierto”. Es el argumento de Marx: el cristianismo ha tenido tiempo suficiente para demostrar sus principios y dar pruebas de su éxito creando el paraíso en la tierra, y que después de tanto tiempo habría llegado la hora de emprender la tarea echando mano de otros principios. Este argumento “impresiona a no pocos cristianos; son muchos los que piensan que, al menos, es necesario estrenar un cristianismo de nuevo cuño, un cristianismo que renuncie al lujo de la interioridad, de la vida espiritual. Pero es justamente así como impiden la verdadera transformación del mundo, que no puede surgir más que de un corazón nuevo, de un corazón vigilante, de un corazón abierto a la verdad y al amor; es decir, de un corazón liberado y verdaderamente libre.
La raíz de esta equivocada exigencia de un signo no es otra que el egoísmo, un corazón impuro, que únicamente espera de Dios el éxito personal, la ayuda necesaria para absolutizar el propio yo. Esta forma de religiosidad representa el rechazo fundamental de la conversión. ¡Cuántas veces nos hacemos también nosotros esclavos del signo del éxito! ¡Cuántas veces pedimos un signo y nos cerramos a la conversión!”
3. Jesús no rechaza todo signo, sino el malo que pide «esta generación». Él ofrece su signo: «Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación» (Lc 11,30). “Jesús mismo, la persona de Jesús, en su palabra y en su entera personalidad, es signo para todas las generaciones. Esta respuesta de San Lucas me parece muy profunda; no deberíamos cansarnos de meditarla. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8s). Queremos ver y, de este modo, estar seguros. Jesús responde: «Sí, podéis ver». El Padre se ha hecho visible en el Hijo. Ver a Jesús; ésta es la respuesta. Nosotros recibimos el signo, la realidad que se demuestra a sí misma. Porque, ¿no es un signo extraordinario esta presencia de Jesús en todas las generaciones, esta fuerza de su persona que atrae aun a los paganos, a los no cristianos, a los ateos? Ver a Jesús, aprender a verlo”. Los Ejercicios espirituales, como las prácticas de piedad, ofrecen la ocasión de ver a Jesús. “Contemplémoslo en su palabra inagotable; contemplémosle en sus misterios, como dispone San Ignacio en el libro de los Ejercicios: en los misterios del nacimiento, en el misterio de la vida oculta, en los misterios de la vida pública, en el misterio pascual, en los sacramentos, en la historia de la Iglesia. El rosario y el viacrucis no son otra cosa que una guía que el corazón de la Iglesia ha descubierto para aprender a ver a Jesús y llegar así a responder de la misma forma que las gentes de Nínive: con la penitencia, con la conversión. El rosario y el viacrucis constituyen desde hace siglos la gran escuela donde aprendemos a ver a Jesús. Estos días nos invitan a entrar de nuevo en esta escuela, en comunión con los fieles que nos han precedido en un pasado de siglos”.
También se puede considerar otro tema: “los habitantes de Nínive creyeron en el anuncio del judío Jonás e hicieron penitencia. La conversión de los ninivitas me parece un hecho muy sorprendente. ¿Cómo llegaron a creer? Y ésta es la única respuesta que encuentro: al escuchar la predicación de Jonás, se vieron obligados a reconocer que al menos la parte manifiesta de aquel anuncio era sencillamente verdadera: la perversión de la ciudad era grave. Y así alcanzaron a entender que también la otra parte era verdadera: la perversión destruye una ciudad. En consecuencia, comprendieron que la conversión era la única vía posible para salvar la ciudad. La verdad manifiesta venía a confirmar la autenticidad del anuncio, pero el reconocimiento de esa verdad exigía la actitud sincera de los oyentes. Un segundo elemento que apoyó sin duda la credibilidad de Jonás fue el desinterés personal del mensajero: venía de muy lejos para cumplir una misión que lo exponía al escarnio y, ciertamente, no se hallaba en condiciones de prometer ninguna ganancia personal. La tradición rabínica añade otro elemento: Jonás quedó marcado por los tres días y las tres noches que pasó en el corazón de la tierra, en «lo profundo de los infiernos» (Jon 2,3). Eran visibles en él las huellas de la experiencia de la muerte, y estas huellas daban autoridad a sus palabras.
Aquí nos salen al paso algunas preguntas. ¿Creeríamos nosotros, creerían nuestras ciudades si viniese un nuevo Jonás? También hoy busca Dios mensajeros de la penitencia para las grandes ciudades, las Nínives modernas. ¿Tenemos nosotros el valor, la fe profunda y la credibilidad que nos harían capaces de tocar los corazones y de abrir las puertas a la conversión?” Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12). Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros fuente de vida eterna».
Jonás fue un signo para los Ninivitas de la misericordia que Dios tiene a todos, sin distinción. Jesús es la Divina Misericordia encarnada. En Él Dios nos ha manifestado su rostro amoroso, misericordioso y cercano a todos. Ojalá y nosotros nos acerquemos a Él con gran fe y amor, no sólo para escuchar sus palabras llenas de Sabiduría, mediante las cuales nos revela a Dios como Padre nuestro, lleno de amor y de misericordia para con todos. Sino que esa Palabra de Dios anide en lo más profundo de nuestro corazón, de tal forma que, amoldando a ella nuestra vida, nos manifestemos como verdaderos hijos de Dios. El Señor dirige a nosotros su Palabra salvadora, invitándonos a una sincera conversión. Confrontando nuestra vida con su Palabra nos damos cuenta que muchas veces no hemos caminado como hijos de Dios. Pues aun cuando lo hemos buscado, tal vez sólo lo hemos hecho con el interés de recibir sus beneficios y sus dones. El Señor nos quiere no sólo junto a Él; no sólo como siervos que hacen en todo su voluntad; Dios nos quiere como hijos suyos, que demuestren con sus obras que en verdad su Vida y su Espíritu están en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para buscar sinceramente a Dios y para vivir totalmente comprometidos con Él como hijos fieles suyos. El Señor nos reúne en esta Eucaristía para hacernos conocer su voluntad. No vengamos sólo a rezarle para exponerle nuestras angustias y esperanzas. Vengamos porque en verdad queremos entrar en comunión de vida con Él. Dios conoce que somos frágiles, y que muchas veces el pecado pudo haber dominado nuestra vida. Pero el Señor, mediante su Misterio Pascual, está dispuesto a perdonarnos, si con humildad confesamos ante Él nuestros pecados y recibimos, por medio de sus ministros consagrados, el perdón de nuestras culpas. Dios no nos quiere convertidos en unos malvados y destructores. Nuestro Dios quiere que nosotros sus hijos seamos santos como Él es Santo. Para esto Él entregó su vida por nosotros. Ese es el amor que nos tiene hasta el extremo. Hagamos nuestro ese amor de Dios y acojámonos a su divina misericordia para que su salvación llegue a su perfección en nosotros. El Señor, rico en misericordia para con nosotros, quiere que también nosotros seamos misericordiosos para con los demás. Si hemos buscado al Señor para llenarnos de su amor, para recibir su perdón y para aceptar en nosotros el don de su Espíritu Santo, es para que nosotros seamos portadores de su amor, de su misericordia y de su Espíritu para todos los hombres. Por eso la Iglesia de Cristo, unida fielmente a su Señor, es un signo del amor de Dios para todos. A ella corresponde hablar no con la sabiduría de los hombres, sino con la Sabiduría de Dios para que todos le conozcan y le amen. A ella le corresponde invitar constantemente a todos a la conversión para que se unan a Él por medio de la fe y del bautismo, o retornen a Él si, a causa del pecado, vagaron lejos del Señor como ovejas sin pastor. Seamos, por tanto, esa Iglesia de Cristo comprometida en el testimonio del amor que Dios infundió en nosotros. Alejémonos de todo aquello que pudiera estorbar la llegada del Reino a nosotros. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor para que, por medio nuestro, Dios siga realizando su obra de salvación en el mundo y su historia. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tener un corazón renovado en Cristo, de tal forma que en verdad seamos un signo de su amor para todos y podamos, así, ser un lenguaje creíble del Señor no sólo con nuestras palabras, sino con una vida íntegra amoldada a las enseñanzas de Cristo y a la inspiración del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou,2009).

lunes, 27 de febrero de 2012

Cuaresma I semana, martes: la oración transforma el alma como tierra fértil para acoger la semilla divina.

Cuaresma I semana, martes: la oración transforma el alma como tierra fértil para acoger la semilla divina.

Texto de la primera lectura (Libro de Isaías 55,10-11): Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé.

Salmo 34,4-7,16-19: 4 Engrandeced conmigo a Yahveh, ensalcemos su nombre todos juntos. 5 He buscado a Yahveh, y me ha respondido: me ha librado de todos mis temores. 6 Los que miran hacia él, refulgirán: no habrá sonrojo en su semblante. 7 Cuando el pobre grita, Yahveh oye, y le salva de todas sus angustias. 16 Los ojos de Yahveh sobre los justos, y sus oídos hacia su clamor, 17 el rostro de Yahveh contra los malhechores, para raer de la tierra su memoria. 18 Cuando gritan aquéllos, Yahveh oye, y los libra de todas sus angustias; 19 Yahveh está cerca de los que tienen roto el corazón. él salva a los espíritus hundidos.

Texto del Evangelio (Mt 6,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
»Vosotros, pues, orad así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».

Comentario: «La oración, el coloquio con Dios, es el bien más alto, porque constituye (...) una unión con Él» (San Juan Crisóstomo). Es el primer medio que la cuaresma sugiere con el silencio del desierto, silencio creador, que supone una unión con Dios que –mediante este sacrificio- lleva a la caridad. Éste recorrido muestra el modelo del cristiano y de la Iglesia, María, lo pone de manifiesto la lectura que hace Ratzinger de los textos de Isaías y Mateo.
1. Son comparaciones expresivas para hablar de la eficacia de la palabra de Dios, que realiza lo que anuncia (la salvación). Esta Palabra divina profetiza la Palabra encarnada: “no volerá a mí vacía y estéril, dice, son que prosperará en todas las cosas, se nutrirá hasta saciarse con las buenas acciones de auquellos que, obedeciéndola, ejecutarán sus enseñanzas. Ciertamente suele decirse que una palabra ha sido cumplida cuando se traduce a la práctica, o sea, que mientras no se cumpla con obras, permanece estéril, macilenta y en cierto modo famélica. Pero oye con qué alimento dice que nutre: mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4,34; cf. Biblia de Navarra)”. Sigamos unas palabras de Ratzinger, en “El camino pascual”: “En los textos litúrgicos de este día se encierra el misterio de la Madre de Dios, misterio que está íntimamente vinculado con el de la encarnación del Hijo”. Isaías proclama: «La palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía» (Is 55, 11). “En tiempos del profeta Isaías no era ésta una afirmación a todas luces evidente, sino que más bien venía a contradecir lo que podía esperarse de la situación que entonces se vivía. Porque este pasaje pertenece en realidad a la narración de la pasión de Israel, donde se lee que las llamadas que Dios dirige a su pueblo fracasan una y otra vez y que su palabra queda invariablemente infructuosa. Es cierto que Dios aparece sentado sobre el trono de la historia, pero no como vencedor. Todo había acontecido en signos: el paso del Mar Rojo, el despuntar de la época de los reyes, el retorno a la patria desde el exilio; y ahora todo se desvanece. La semilla de Dios en el mundo no parece dar resultados. Por esta razón, el oráculo, aunque envuelto en oscuridades, es un estímulo para todos aquellos que, a pesar de los pesares, continúan creyendo en el poder de Dios, convencidos de que el mundo no es solamente roca en la que la semilla no puede echar raíces, y seguros de que la tierra no será para siempre corteza endurecida en la que las aves picotean los granos que sobre ella han caído (cf. Mc 4, 19)”.
Isaías, profeta del consuelo, canta cuanto hay de bello y de hermoso en el mundo para devolver la ilusión y la esperanza (cf. “Palabra de Dios”, ed. Claret, Barcelona). El profeta tiene la profunda seguridad de que el Señor está presente en los sufrimientos de su pueblo y que un día les ha de devolver su alegría y su patria. Esta convicción del profeta arranca de la palabra del Señor, que da la fuerza invencible sobre la que se asienta la esperanza. Isaías la compara a la lluvia y a la nieve en la primera lectura de hoy. Debemos creer firmemente en la fuerza salvadora de la palabra de Dios. “El profeta conoce bien la eficacia callada y profunda del agua y de la nieve. Empapar, fecundar, hacer germinar y dar semilla y pan. La palabra de Dios no se queda en las nubes, sino que encaja en lo más profundo del ser humano. En su Hijo ha venido a encarnarse. Dios ha tomado en serio la palabra que juró a Abrahám, Isaac y Jacob. No es Dios de momias ni de muertos. A nosotros, los hijos de la promesa, nos dio su Palabra hecha carne y hueso, como testamento definitivo de su amor. Aquí radica toda la fuerza salvadora de nuestra fe.
Creer no es crear ni inventar. Creer es fiarse. Fiarse de Dios y de su Palabra y apostar por él con seguridad convencida.
Creer no es tampoco empeñarse en saber. No eres tú quien tiene que saber. Creer quiere decir simplemente saber que Dios lo sabe, aun cuando tú estés a oscuras, y que te ama, aun cuando tú no lo sientas.
Todos estamos necesitando entre tantos discursos, conferencias y planificaciones una vuelta a la simplicidad. Tenemos que volver a pensar que nuestra fuerza está en la Palabra de Dios.
Decir, hasta cansarnos, que Dios está comprometido con nosotros en su Hijo y que su palabra no es como la nuestra ni como la palabra de ninguno de los hombres. Muchos son los cristianos que creen en la acción, en la dinámica, en las planificaciones. El profeta Isaías cree en la fuerza de la palabra de Dios que no volverá a El sin haber cumplido su encargo. Su encargo es de crear de la nada un pueblo nuevo.
Esta palabra de Dios se muestra cada día, viva, activa, eficaz. La Eucaristía se realiza por el poder de esta misma palabra de Dios”, como dice la oración sobre las ofrendas: "transforma en sacramento de vida eterna el pan y el vino que has creado para sustento temporal del hombre" (martes de la primera semana de Cuaresma). Dejemos actuar a la palabra que santifica el pan y el vino, que también va a tener fuerza para santificarnos a nosotros y alcanzar una divinización.
La tierra ya no será desolada, sino fértil porque acogerá esta simiente divina. Es la promesa de Jesucristo, gracias al cual la palabra de Dios ha penetrado verdaderamente en la tierra y se ha hecho pan para todos nosotros: semilla que fructifica por los siglos, respuesta fecunda en la que el pensamiento de Dios arraiga en este mundo de una manera vital. “En pocos lugares se hallará una vinculación tan clara e íntima del misterio de Cristo al misterio de María como en la perspectiva que nos abre esta promesa: porque cuando se dice que la palabra o, mejor, la semilla fructifica, se quiere dar a entender que ésta no cae sobre la tierra para posarse en ella como si de paja se tratara, sino que penetra profundamente en el suelo para absorber su sustancia y transformarla en sí misma. Asimilando de este modo la tierra, produce algo realmente nuevo, transustanciando la misma tierra en fruto. El grano de trigo no permanece solo; se apropia el misterio materno de la tierra: a Cristo le pertenece María, tierra santa de la Iglesia, como con toda propiedad la llaman los Padres. Esto es justamente lo que el misterio de María significa: que la palabra de Dios no quedó vacía y limitada a sí misma, sino que asumió lo otro, la tierra; en la «tierra» de la Madre, la palabra se hace hombre, y ahora, amasada con la tierra de la humanidad entera, puede de nuevo volver a Dios.
2. El salmista ha experimentado la grandeza del Señor en el pueblo de Israel (v.4) y su propia persona y en todas sus tribulaciones y da testimonio de ello. Desde la fe cristiana se aprecia con más profundidad la acción de Dios en el interior del hombre (v.5-7). Como un maestro de sabiduría, el salmista instruye para que a uno le vaya bien (cf. Pr 1,8) y esto lo recoge 1 Pedro cuando exhorta a hablar bien de los demás sin devolver nunca mal por mal (3,8-12), es la manera de actuar de quienes buscan la paz (v. 15) y a los que Jesús llama bienaventurados (Mt 5,9).
3. En el evangelio de hoy, Jesús nos recomienda la oración y nos enseña una plegaria: el «Padrenuestro». Podemos hablar con Dios como padre, “papá”, con una confianza, santa osadía, de la que hablaremos más en otras ocasiones. Nos anima Jesús a tratar a Dios como padre, como Él lo trata. Se pone de manifiesto la imagen hermosa de Isaías: la lluvia, la nieve... la palabra es la bendición verdadera para la tierra, para nuestra alma. Los semitas se imaginaban la bóveda celeste, como una bóveda sólida, muy alta... con una gran reserva de agua encima, agua que Dios distribuía sobre la tierra para vivificarla… la tierra ávida «bebe» esa lluvia divina, los dones que nos vienen del cielo y que vivifican, y dan fruto: la hierba que se endereza y las flores que aparecen: la primavera también en nuestra alma, que se abre a la eclosión de la vida. La admiración nos lleva a la contemplación de Dios, en una rosa, en la lluvia, en un edelwais:
Vamos más allá, queremos oír a Jesús, ver la bondad del Padre «que hace salir el sol sobre todos los hombres, que viste de esplendor los lirios del campo, que no da un escorpión, sino pan...» Dios pensaba en el hombre, al inventar la lluvia y la nieve, y pensaba en el "sembrador" y en el «pan» y en "aquel que come el pan". Veamos una lectura de esta oración: “Padre nuestro, que estás en el cielo, / sólo tu eres santo, / tu estás por encima de todo, / eres ternura y misericordia. / ¡Bendito sea tu nombre!
¡No abandones la obra de tus manos, / hazte reconocer por lo que eres, / que venga tu Reino, / que los hombres descubran tu presencia, / pues tú eres el Dios fiel!
¡Danos hoy el pan de la vida, / tu palabra y tu Hijo, / tu gracia y tu luz, / para el camino de este día!
¡Bendito seas, / tú que has cancelado toda nuestras deudas / salvándonos por Jesucristo: / también hoy perdónanos, / como nosotros perdonamos / a todos los que nos ofenden, / en la paz de tu gracia!
¡Padre, / no nos sometas a la gran prueba, / guárdanos en la fe y la esperanza / pues nunca renegaremos de tu nombre y tu palabra!
¡Líbranos del Adversario, / pues tú eres nuestro Dios, el único, / Dios santo, Padre de ternura!” (“Dios cada día…” de Sal Terrae).
Es tan bonito ver que no es un “dios” al que rendimos homenaje y pedimos a cambio cosas, sino un “padre” al que amamos y que espera de nosotros correspondencia a su amor. La palabra "abba" expresa esa confianza extrema en la lengua hebrea, la que los niños usan al echarse en brazos de su padre: algo así como "¡papaíto querido!" Jesús no nos habla de las concepciones filosóficas, sobre el Ser supremo, el santo es nuestro padre (cf. Noel Quesson).
Sigamos con el comentario de Ratzinger: El Evangelio nos habla de la oración, de cómo ha de ser nuestra plegaria, de su verdadero contenido, de cómo debemos comportarnos y de la interioridad auténtica; completa lo dicho en la primera lectura: “puede decirse que en el Evangelio se nos explica cómo le es posible al hombre convertirse en terreno fértil para la palabra de Dios. Puede llegar a serlo preparando aquellos elementos gracias a los cuales una vida crece y madura. Alcanza este objetivo viviendo él mismo de tales elementos; es decir, dejándose impregnar por la palabra y, de esta manera, transformándose a sí mismo en palabra; sumergiendo su vida en la oración o, lo que es igual, en el misterio de Dios”.
De ahí que este pasaje esté en “perfecta armonía con la introducción al misterio mariano que Lucas nos ofrece cuando, en diferentes lugares, dice de María que «guardaba» la palabra en su corazón (2,19; 2,51; cf. 1,19). María ha reunido en sí misma las corrientes diversas de Israel; ha llevado en sí, entregada a la oración, el sufrimiento y la grandeza de aquella historia para convertirla en tierra fértil para el Dios vivo. Orar, como nos dice el Evangelio, es mucho más que hablar sin reflexión, que desatarse en palabras”. María es la que mejor está abierta a la semilla divina, a la escucha de la Palabra, y la que mejor la pone en práctica, porque ésta vivifica en su corazón. Esto es la oración: “Hacerse campo para la palabra quiere decir hacerse tierra que se deja absorber por la semilla, que se deja asimilar por ella, renunciando a sí misma para hacerla germinar. Con su maternidad, María ha vertido en esa semilla su propia sustancia, cuerpo y alma, a fin de que una nueva vida pudiera ver la luz. Las palabras sobre la espada que le atravesará el alma (Lc 2,35) encierran un significado mucho más alto y profundo: María se entrega por completo, se hace tierra, se deja utilizar y consumir, para ser transformada en aquel que tiene necesidad de nosotros para hacerse fruto de la tierra”.
En la colecta de hoy se nos invita a hacernos deseo ardiente de Dios. Orar no es más que transformarse en deseo inflamado del Señor. “Esta oración se cumple en María: diría que ella es como un cáliz de deseo, en el que la vida se hace oración y la oración vida. San Juan, en su Evangelio, sugiere maravillosamente esta transformación al no llamar nunca a María por su nombre. Se refiere a ella únicamente como a la madre de Jesús. En cierto sentido, María se despojó de cuanto en ella había de personal, para ponerse por entero a disposición del Hijo, y haciéndolo así, alcanzó la realización plena de su personalidad.
Pienso que esta vinculación entre el misterio de Cristo y el misterio de María, vinculación que las lecturas ofrecen hoy a nuestra consideración, reviste gran importancia en una época de activismo como la nuestra, que alcanza su nota más aguda en el ámbito de la cultura occidental. Esta es la razón de que en nuestro modo de pensar sigamos ateniéndonos únicamente al principio del varón: hacer, producir, planificar el mundo y, en cualquier caso, resconstruirlo desde uno mismo, sin deber nada a nadie, confiando tan sólo en los propios recursos”. Es un error separar a Cristo de la Madre, la teología y para la fe necesitan a María para llegar a Jesús. “Por esta misma razón, esta manera de pensar referida a la Iglesia parte de un punto de vista equivocado. Con frecuencia, la consideramos casi como un producto técnico que ha de programarse con perspicacia y que nos esforzamos por realizar con un derroche enorme de energías”. Es lo que decía San Luis M. Grignion de Montfort a propósito de unas palabras del profeta Ageo (1,6): "Sembráis mucho y encerráis poco". Si el hacer pasa por encima de todo, haciéndose autónomo, entonces no llegarán nunca a existir aquellas cosas que no dependen del hacer, sino que son simplemente cosas vivas que quieren madurar».
“Debemos liberarnos de esta visión unilateral propia del activismo de Occidente, para que la Iglesia no se vea rebajada a la categoría de mero producto de nuestro hacer y de nuestra capacidad organizativa. La Iglesia no es obra de nuestras manos, sino semilla viviente que quiere desarrollarse y alcanzar su madurez. Por esta razón, tiene necesidad del misterio mariano; más aún, ella misma es misterio de María. Únicamente será fecunda si se somete a este signo, es decir, si se hace tierra santa para la palabra. Hemos de aceptar el símbolo de la tierra fértil; tenemos que hacernos de nuevo hombres que esperan, recogidos en lo más íntimo de su ser; personas que, en la profundidad de la oración, del anhelo y de la fe, dejan que tenga lugar el crecimiento” (Joseph Ratzinger).

domingo, 26 de febrero de 2012

Cuaresma, 1 semana. Lunes: necesitamos convertirnos, para crear una cultura del amor, y además en el amor seremos juzgados

Cuaresma, 1 semana. Lunes: necesitamos convertirnos, para crear una cultura del amor, y además en el amor seremos juzgados

Libro del Levítico 19,1-2.11-18 (= DOMINGO 07ª). El Señor dijo a Moisés: Habla en estos términos a toda la comunidad de Israel: Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo. Ustedes no robarán, no mentirán ni se engañarán unos a otros. No jurarán en falso por mi Nombre, porque profanarían el nombre de su Dios. Yo soy el Señor. No oprimirás a tu prójimo ni lo despojarás; y no retendrás hasta la mañana siguiente el salario del jornalero. No insultarás a un ciego, sino que temerás a tu Dios. Yo soy el Señor. No cometerás ninguna injusticia en los juicios. No favorecerás arbitrariamente al pobre ni te mostrarás complaciente con el rico: juzgarás a tu prójimo con justicia. No difamarás a tus compatriotas, ni pondrás en peligro la vida de tu prójimo. Yo soy el señor. No odiarás a tu hermano en tu corazón: deberás reprenderlo convenientemente, para no cargar con un pecado a causa de él. No serás vengativo con tus compatriotas ni les guardarás rencor. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor.

Salmo 19,8-10.15. La ley del Señor es perfecta, reconforta el alma; el testimonio del Señor es verdadero, da sabiduría al simple. / Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón; los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos. / La palabra del Señor es pura, permanece para siempre; los juicios del Señor son la verdad, enteramente justos. / ¡Ojalá sean de tu agrado las palabras de mi boca, y lleguen hasta ti mis pensamientos, Señor, mi Roca y mi redentor!

Evangelio (Mt 25, 31-46 = DOMINGO 34ª): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme”. Entonces los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?” Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.
Entonces dirá también a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis”. Entonces dirán también éstos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?” Y él entonces les responderá: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo”. E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna».

Comentario: 1. En el libro del Levítico, Moisés le presenta al pueblo de Israel un código de santidad, para que pueda estar a la altura de Dios, que es el todo Santo. Hay mandamientos que se refieren a Dios: no jurar en falso. Pero sobre todo se insiste en la caridad y la justicia con los demás. La enumeración es larga y afecta a aspectos de la vida que siguen teniendo vigencia también hoy: no robar, no engañar, no oprimir, no cometer injusticias en los juicios comprando a los jueces, no odiar, no guardar rencor. Hay dos detalles concretos muy significativos: no maldecir al sordo (aprovechando que no puede oir) y no poner tropiezos ante el ciego (que no puede ver). La consigna final es bien positiva: «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Todo ello tiene una motivación: «yo soy el Señor». Dios quiere que seamos santos como él, que le honremos más con las obras que con los cantos y las palabras.
En el Evangelio hoy se nos recuerda que, en el último día seremos juzgados sobre el «amor». «Lo que no habéis hecho a uno de esos más pequeños y humildes que son hermanos míos, lo habéis negado a mí». Esta era ya la enseñanza del Levítico, libro del Antiguo Testamento. “Sed santos, porque Yo el Señor, vuestro Dios, soy Santo”: La selección de reglas morales que meditaremos empieza con esta solemne advertencia. Entre el hombre y Dios hay un cierto lazo. Dios no se desinteresa de la conducta del hombre. Jesús dirá: «sed perfectos como vuestro Padre es perfecto». De ese modo, Tú, Señor, te comprometes al servicio del desarrollo integral del hombre: Pones todo el peso de tu autoridad, todo tu señorío, toda su santidad, en la balanza... a fin de que las relaciones entre los hombres sean relaciones satisfactorias y justas.
“No hurtaréis... No mentiréis... No explotarás a tu prójimo... No cometerás injusticia.. No calumniarás... No habrá odio en tu corazón... No te vengarás... No guardarás rencor”... No hay que leer a la ligera esas palabras. No hay que decir en seguida «Vamos, ¿por quién me tomas? ¡Eso no me concierne!» Se trata de examinar, más allá de las palabras, el estilo de mis relaciones con todas las personas que trato. «Robo». «Mentira». «Explotación»... Debo detenerme en cada una de esas palabras y preguntarme ¿cuál es mi forma, la mía, de incurrir en un «robo o hurto», en una «mentira», en una «explotación», etc.
“Yo soy el Señor”. Este refrán viene repetido cuatro veces en el conjunto de esas reglas morales: Dios se hace el garante, el guardián, el Juez, de la calidad de nuestras relaciones humanas... el hecho que un hombre explote a otro hombre, no le deja indiferente, le encoleriza. Señor, ten piedad de nosotros.
“No explotarás a tu prójimo. No retendrás el salario del obrero hasta la mañana siguiente. No maldecirás a un sordo, ni pondrás un obstáculo delante de un ciego, sino que temerás a tu Dios: Yo soy el Señor”. Dios, en particular se obstina en tomar partido por los humildes y los débiles... en ponerse del lado de los pobres. La Iglesia pide a los católicos que presten particular atención «a las injusticias sin voz» a todos esos pobres que no llegan a ser oídos, ni a poder quejarse. ¿Nos sorprende oír esas reivindicaciones de «justicia social» en la misma boca de Dios? ¿Qué hacemos para oírlas, para tomar parte en ellas, con Dios?
“Amarás al prójimo como a ti mismo: Yo soy el Señor”: Estas palabras son la cima de todo ese pasaje. Después de los preceptos negativos, tenemos ese mandamiento que lo resume todo, y que abre nuevas exigencias. Porque, después de todo, uno puede sentirse exento, libre cuando «no ha hecho eso... o aquello». No he matado, ni he robado. Pero ¿se ha amado jamás suficientemente? Ayúdame, Señor, a amar, a amar sin cesar, a amar a todos... (Noel Quesson). Y para ello, el amor a Dios, como dice Casiano: «Este debe ser nuestro principal objetivo y el designio constante de nuestro corazón; que nuestra alma esté continuamente unida a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aparte de esto, por grande que pueda parecernos, ha de tener en nosotros un lugar secundario, por el último de todos. Incluso hemos de considerarlo como un daño positivo». Y San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones 1,1).
2. Sal. 18. «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida»… –El Señor quiere que no sólo estemos atentos a su ley, sino que la contemplemos y hagamos de ella nuestro alimento cotidiano, nuestra delicia. Por ese camino alcanzaremos la santidad. Para esto nos resulta utilísimo meditar con el Salmo 18: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío». El salmo nos hace profundizar en esta clave: «tus palabras, Señor, son espíritu y vida... los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón».
La Ley del Señor es perfecta, pues no ha sido promulgada por personas humanas, sino por el mismo Dios para mostrarnos el camino que nos conduzca a Él. Efectivamente, los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohiben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo y prescriben lo que le es esencial. Esa Ley ha cumplido su misión llevándonos hasta Cristo, plenitud de la Ley, pues Él se ha convertido en el único Camino que nos conduce al Padre. Así, mediante la Sangre de Cristo se sella, entre Dios y la humanidad, la nueva y definitiva alianza: Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos en Cristo Jesús. La Ley constituye, pues, la primera etapa en el camino del Reino. Dios así, nos invita a la conversión y a la fe en Él mediante un camino de amor fiel, cargando nuestra propia cruz, tras las huellas de Cristo, pasando por la muerte para llegar a la Gloria, que Dios ha reservado para los que le vivan fieles. Por eso vivamos en todo fieles a la voluntad de Dios; busquemos al Señor y hagamos de Él nuestro refugio y salvación, hasta que Él sea todo en nosotros.
3. Hoy se nos recuerda el juicio final, «cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles» (Mt 25,31), y nos remarca que dar de comer, beber, vestir... resultan obras de amor para un cristiano, cuando al hacerlas se sabe ver en ellas al mismo Cristo. Este pasaje está narrado en forma de parábola. En un lenguaje pastoril, propio de aquel tiempo, nos describe el criterio que Jesús vino a establecer, en nombre de Dios su Padre, como guía para nuestra vida y juicio para nuestra conciencia. Una vez más, Jesús establece el amor y la preocupación por el hermano necesitado, como norma suprema de conducta. Los requisitos para acceder a la vida eterna pasan necesariamente por la participación en el proyecto de humanización que Dios nos propone. Y ese proyecto, ese camino de humanización consiste -como mostró Jesús en su palabra y en sus hechos- en la entrega de la propia vida en favor de los hermanos, especialmente -claro está- de los que más lo necesitan y de los que son víctimas de la injusticia. La parábola, en toda su solemnidad y pretensión de universalidad (el «juicio de las naciones») trata de expresar un principio también solemne y universal: el camino de la salvación pasa obligadamente por el hermano necesitado… Lo que realmente plantea la parábola es que la vida del «más allá», está en el camino del «más acá». Ese camino es precisamente el hermano, el hermano que tiene hambre, que tiene sed, que anda desnudo, o está preso, o enfermo... Esta letanía que la parábola ofrece, lógicamente, ha de ser alargada a la situación de cada momento histórico: ¿cuáles son hoy las formas modernas de pasar hambre, tener sed, estar desnudo...? ¿cuáles son hoy las enfermedades modernas y las prisiones nuevas que dejan al ser humano más postrado? Pues todas esas hay que entenderlas incluidas en la parábola de Mateo. Sólo entrando en comunión con el empobrecido, atendiéndolo cada vez que sea necesario y evitando toda injusticia, se tiene acceso a la «salvación», que empieza a construirse en esta vida. La vida cristiana requerirá entonces un serio compromiso que nos lleve a elaborar y a ejecutar proyectos que estén en concordancia con la comunión que pide Jesús para con el oprimido. La calidad humana de la gente que vaya a ejecutar tales programas será premiada de acuerdo al compromiso que establezcan con el hermano (Servicio Bíblico Latinoamericano).
Esta página casi final del evangelio de Mateo es sorprendente. Jesús mismo pone en labios de los protagonistas de su parábola, tanto buenos como malos, unas palabras de extrañeza: ¿cómo han hecho esto con Jesús, si no le han visto?: ¿cuándo te vimos enfermo y fuimos a verte? ¿cuándo te vimos con hambre y no te asistimos? Resulta que Cristo estaba durante todo el tiempo en la persona de nuestros hermanos: el mismo Jesús que en el día final será el pastor que divide a las ovejas de las cabras y el juez que evalúa nuestra actuación. No habla aquí de ir a Misa y cumplir preceptos (aunque son los sacramentos fuentes de una vida moral santa…). Para la caridad que debemos tener hacia el prójimo Jesús da este motivo: él mismo se identifica con las personas que encontramos en nuestro camino. Hacemos o dejamos de hacer con él lo que hacemos o dejamos de hacer con los que nos rodean. Es una de las páginas más incómodas de todo el evangelio. Una página que se entiende demasiado. Y nosotros ya no podremos poner cara de extrañados o aducir que no lo sabíamos: ya nos lo ha avisado él. Desde los primeros compases del camino cuaresmal, se nos pone delante el compromiso del amor fraterno como la mejor preparación para participar de la Pascua de Cristo. Es un programa exigente. Tenemos que amar a nuestro prójimo: a nuestros familiares, a los que trabajan con nosotros, a los miembros de nuestra comunidad religiosa o parroquial, sobre todo a los más pobres y necesitados. Si la la lectura nos ponía una medida fuerte -amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos-, el evangelio nos lo motiva de un modo todavía más serio: «cada vez que lo hicisteis con ellos, conmigo lo hicisteis; cada vez que no lo hicisteis con uno de ellos, tampoco lo hicisteis conmigo». Tenemos que ir viendo a Jesús mismo en la persona del prójimo. Si la primera lectura urgía a no cometer injusticias o a no hacer mal al prójimo, la segunda va más allá: no se trata de no dañar, sino de hacer el bien. Ahora serán los pecados de omisión los que cuenten. El examen no será sobre si hemos robado, sino sobre si hemos visitado y atendido al enfermo. Se trata de un nivel de exigencia bastante mayor. Se nos decía: no odies. Ahora se nos dice: ayuda al que pasa hambre. Alguien ha dicho que tener un enfermo en casa es como tener el sagrario: pero entonces debe haber muchos «sagrarios abandonados». En la Eucaristía, con los ojos de la fe, no nos cuesta mucho descubrir a Cristo presente en el sacramento del pan y del vino. Nos cuesta más descubrirle fuera de misa, en el sacramento del hermano. Pues sobre esto va a versar la pregunta del examen final. Al Cristo a quien hemos escuchado y recibido en la misa, es al mismo a quien debemos servir en las personas con las que nos encontramos durante el día. Será la manera de preparar la Pascua de este año: «anhelar año tras año la solemnidad de la Pascua, dedicados con mayor entrega a la alabanza divina y al amor fraterno» (prefacio I de Cuaresma). Será también la manera de prepararnos a sacar buena nota en ese examen final. «Al atardecer de la vida, como lo expresó san Juan de la Cruz, seremos juzgadosí sobre el amor»: si hemos dado de comer, si hemos visitado al que estaba solo. Al final resultará que eso era lo único importante (J. Aldazábal). Entrada: «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia» (Sal 122,2-3). Colecta: «Conviértenos a Ti, Dios salvador nuestro; ilumínanos con la luz de tu palabra, para que la celebración de esta Cuaresma produzca en nosotros sus mejores frutos». Y la Comunión: «Os aseguro, dice el Señor, que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,40.34). Comenta San Agustín: «Recordad, hermanos, lo que ha de decir a los que están a la derecha. No les dirá: “hiciste esta o aquella obra grande”, sino: “tuve hambre y me disteis de comer”; a los que están a la izquierda no les dirá: “hicisteis ésta o aquélla obra mala”, sino: “tuve hambre y no me disteis de comer.” Los primeros, por su limosna irán a la vida eterna; los segundos por su esterilidad, al fuego eterno, Elegid ahora el estar a la derecha o a la izquierda… Nadie tema dar a los pobres; no piense nadie que quien recibe es aquél cuya mano ve. Quien recibe es el que te mandó dar. Y no decimos esto porque así nos parece por conjetura humana; escúchale a Él que te aconseja y te da seguridad en la Escritura. Tuve hambre y me diste de comer... San Hipólito de Roma (hacia 235) presbítero y mártir pone en boca de Dios: “Venid, vosotros que habéis amado a los pobres y a los extranjeros. Venid, vosotros que habéis permanecido fieles a mi amor, porque yo soy el amor. Venid, vosotros los pacíficos porque yo soy la paz. Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo (Mt 25,34). No habéis rendido homenaje a la riqueza sino que habéis dado limosna a los pobres. Habéis sostenido a los huérfanos, ayudado a las viudas, habéis dado de beber a los que tenían sed y de comer a los que tenían hambre. Habéis acogido a los extranjeros, vestido al que estaba desnudo, habéis visitado al enfermo, consolado a los presos, acompañado a los ciegos. Habéis guardado intacto el sello de la fe y os habéis reunido con la comunidad en las iglesias. Habéis escuchado mis Escrituras deseando mi Palabra. Habéis observado mi ley día y noche (Sal 1,2) y habéis participado en mis sufrimientos como soldados valientes para encontrar gracia ante mí, vuestro rey del cielo. “Venid, tomad en pose sión el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.” He aquí que mi reino está preparado y mi cielo está abierto. He aquí que mi inmortalidad se manifiesta en toda su belleza”.
Las primeras palabras de la oración de la Misa de hoy dicen: “Converte nos, Deus, salutaris noster” –convíertenos, Señor, nuestra salvación. Se corresponden con las que inician la cuaresma: “arrepentíos”. Pero en modo distinto: pasa del imperativo a la petición, es un “dame fuerzas, Señor, para convertirme”. ¿Qué es convertirse? En la práctica, seguir a Jesús, acompañarle, caminar tras sus pasos, pero el que nos convierte es Dios, es dejar de auto-realizarnos de modo orgulloso y aceptar la dependencia con Dios de la que viene la auténtica libertad, lo demás es ilusión y engaño, decía Ratzinger: “básicamente existen tan sólo dos opciones fundamentales: por una parte, la autorrealización, en la cual trata el hombre de crearse a sí mismo para adueñarse por completo de su ser y hacerse con la totalidad de la vida exclusivamente para sí y desde sí mismo; y por otra, la opción de la fe y del amor”, pero “no podemos realizarnos por nosotros mismos; sólo si ‘perdemos’ la vida podemos ganarla. Estas opciones corresponden al contenido de las palabras ‘tener’ y ‘ser’. La autorrealización quiere tener la vida, todas las posibilidades, alegrías y bellezas de la vida, pues considera la vida como una posesión que ha de defender contra los demás”, en cambio es el amor lo que de veras nos hace ser. Como vimos ayer, “podemos también decir que la alternativa entre autorrealización y amor corresponde a la alternativa de las tentaciones de Jesús: la alternativa entre el poder terreno y la cruz, entre una redención fundada en el bienestar y una redención que se abre y se confía a la infinitud del amor divino”. Hoy el hombre se siente adulto para estar “libre” de Dios, “se siente capaz de edificar por sí mismo un mundo libre, verdaderamente humano. Pero hoy vislumbramos ya adónde conduce esta creatividad emancipada de Dios, y así comenzamos a redescubrir la sabiduría de la cruz”. Convertirse es todo esto: no buscar el éxito, la propia imagen, aceptar la cruz. Desear la fe, esperanza y amor antes que el placer, la supremacía del yo y las posesiones. “El éxito, el prestigio, la tranquilidad y la comodidad son los falsos dioses que más impiden la verdad y el verdadero progreso en la vida persona y social”, cuando aceptamos la primacía de la verdad y nos hacemos “cooperadores de la verdad” (3 Jn 8), estamos creando la cultura del amor.
Una historia puede ilustrar la cuestión. Cuentan que un importante señor gritó al director de su empresa, porque estaba enfadado en ese momento. El director llegó a su casa y gritó a su esposa, acusándola de que estaba gastando demasiado, porque había un abundante almuerzo en la mesa. Su esposa gritó a la empleada porque rompió un plato. La empleada dio una patada al perro porque la hizo tropezar. El perro salió corriendo y mordió a una señora que pasaba por la acera, porque le cerraba el paso. Esa señora fue al hospital para ponerse la vacuna y que le curaran la herida, y gritó al joven médico, porque le dolió la vacuna al ser aplicada. El joven médico llegó a su casa y gritó a su madre, porque la comida no era de su agrado. Su madre, tolerante y un manantial de amor y perdón, acarició sus cabellos diciéndole: - "Hijo querido, prometo que mañana haré tu comida favorita. Tú trabajas mucho, estás cansado y precisas una buena noche de sueño. Voy a cambiar las sábanas de tu cama por otras bien limpias y perfumadas, para que puedas descansar en paz. Mañana te sentirás mejor". Bendijo a su hijo y abandonó la habitación, dejándolo solo con sus pensamientos... En ese momento, se interrumpió el círculo del odio, porque chocó con la tolerancia, la dulzura, el perdón y el amor. Si tú eres de los que ingresaron en un círculo del odio, acuérdate que puedes romperlo con tolerancia, dulzura, perdón y amor. No caigamos en el círculo del odio pensando que es imposible encontrar amor: la manera más rápida de recibir amor es darlo, hay más alegría en dar que en recibir. El amor lo perdemos cuando lo queremos para nosotros, es como el fuego que cuando lo extendemos nos acaricia con su calor; el amor tiene alas y no hay que encadenarlo. El amor es el don más preciado que Dios nos ha regalado, y que nos da la oportunidad de regalar. Además, cuanto más se da más nos queda porque se agranda nuestro corazón al amar, ahí está el secreto del amor. De nada tiene necesidad este mundo como del amor. Leía hace poco algo que nos viene muy bien para permanecer en el círculo del amor, y no caer en el del odio: -el amor alienta, el odio abate; -el amor sonríe, el odio gruñe; -el amor atrae, el odio rechaza; -el amor confía, el odio sospecha;-el amor enternece, el odio enardece; -el amor canta, el odio espanta; -el amor tranquiliza, el odio altera; -el amor guarda silencio, el odio vocifera; -el amor edifica, el odio destruye; -el amor siembra, el odio arranca; -el amor espera, el odio desespera; -el amor consuela, el odio exaspera; -el amor suaviza, el odio irrita; -el amor aclara, el odio confunde; -el amor perdona, el odio intriga; -el amor vivifica, el odio mata; -el amor es dulce; el odio es amargo; -el amor es pacífico; el odio es explosivo; -el amor es veraz, el odio es mentiroso; -el amor es luminoso, el odio es tenebroso; -el amor es humilde, el odio es altanero; -el amor es sumiso, el odio es jactancioso; -el amor es manso, el odio es belicoso; -el amor es espiritual, el odio es carnal.-El amor es sublime, el odio es triste. -El amor todo lo puede... -No hay dificultad por muy grande que sea, que el amor no lo supere. -No hay enfermedad por muy grave que sea, que el amor no la sane. -No hay puerta por muy cerrada que esté, que el amor no la abra. -No hay distancias por extremas que sean, que el amor no las acorte tendiendo puentes sobre ellas. -No hay muro por muy alto que sea, que el amor no lo derrumbe. -No hay pecado por muy grave que sea, que el amor no lo redima. -No importa cuan serio sea un problema, cuan desesperada una situación, cuan grande un error, el amor tiene poder para superar todo esto. Quien es capaz de experimentar realmente el amor, puede ser la persona más feliz y más poderosa del mundo. Amar... Siempre... En cada acto, en cada pensamiento, en cada día que amanece, en cada noche que llega, hacer de la vida siempre una canción de amor...
Dice san Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar a Dios como Dios quiere ser amado y deja tu propia condición». Postcomunión: «Concédenos experimentar, Señor Dios nuestro, al recibir tu Eucaristía, alivio para el alma y para el cuerpo; y así, restaurada en Cristo la integridad de la persona, podremos gloriarnos de la plenitud de tu salvación».
El Evangelio de hoy nos marca una pauta: en los demás está Jesús presente. «En nuestra época, especialmente urge la obligación de hacernos prójimo de cualquier hombre que sea y de servirlos con afecto, ya se trate de un anciano abandonado por todos, o de un niño nacido de ilegítima unión que se ve expuesto a pagar sin razón el pecado que él no ha cometido, o del hambriento que apela a nuestra conciencia trayéndonos a la memoria las palabras del Señor: “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40)» (Gaudium et spes).
Cristo vive en los cristianos, y le da un sentido más profundo a las relaciones humanas, ver a Jesús en los demás da una orientación a todo nuestro actuar: “el corazón del progreso es el progreso del amor. Y el corazón del amor es la cruz, el perderse con Jesús” (Ratzinger). Hoy en Roma se revive la “statio” (la estación, una sucesión de iglesias romanas en las que se reparten las celebraciones cuaresmales) en San Pedro “in Vinculis”, iglesia construida al lado de un tribunal romano; ahí se guardan las cadenas de Pedro en la cárcel. Sugiere también esto los dos aspectos de ese amor que encadena, y que establece un juicio muy diverso de los humanos, pues aquí sólo manda el amor: «Jesucristo ha de venir al fin del mundo, para juzgar a vivos y muertos, y para dar a cada uno según sus obras, tanto a los reprobados como a los elegidos (...) para recibir según sus obras, buenas o malas: aquellos con el diablo castigo eterno, y éstos con Cristo gloria eterna».
Sólo a la luz del juicio final, cuando el Reino de Dios llegue a su plenitud, entenderemos el camino que hayamos recorrido, tal vez en medio de persecuciones y muerte, tras las huellas del Redentor. Entonces aparecerá, de un modo desnudo, la verdad de todo hombre en la medida de Dios. Entonces conoceremos a Aquel que es el Amor y la Misericordia. Entonces sabremos si en verdad caminamos por este mundo como hijos suyos. Entonces seremos acogidos o rechazados conforme al trato que hayamos dado a los pequeños, con los que se identificó Jesús. Por eso, mientras caminamos por este mundo, Dios nos concede este tiempo favorable de su gracia para que reflexionemos con toda lealtad acerca de nuestra vida de fe. No podemos vivir esta cuaresma sólo como un tiempo de una conversión aparente. Si no caminamos hacia nuestra propia Pascua, hacia nuestra renovación interior, hacia la muerte a nuestro pecado y hacia la resurrección a una vida renovada en Cristo, habremos perdido el tiempo. Dios quiere que su Iglesia inicie, ya desde ahora, la realización de su Reino mediante la renovación de sus miembros, a través de los cuales se manifieste, a la medida de la Gracia recibida, el amor misericordioso del mismo Dios a favor de todos. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir nuestra fe en Cristo con un compromiso total, de manera que no sólo lo amemos interiormente, sino que lo amemos preocupándonos de hacer el bien a todos, especialmente a los pobres, a los pecadores y a los desprotegidos, para poder, así, ser dignos de ser recibidos, como hijos amados, en las moradas eternas. Amén (www.homiliacatolica.com; que como muchos otros textos los tomo de mercaba.org).

sábado, 25 de febrero de 2012

Domingo I de Cuaresma, ciclo B: Jesús se somete a las tentaciones para bajar a nuestra miseria y con su misericordia ayudarnos para llegar al paraíso


Domingo I de Cuaresma, ciclo B: Jesús se somete a las tentaciones para bajar a nuestra miseria y con su misericordia ayudarnos para llegar al paraíso celestial

Lectura del libro del Génesis 9,8-15. Dios dijo a Noé y a sus hijos: -Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañaron, aves, ganado y fieras, con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra. Hago un pacto con vosotros: El diluvio no volverá a destruir la vida ni habrá otro diluvio que devaste la tierra.Y Dios añadió: -Esta es la señal del pacto que hago con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las edades: Pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra. Cuando traiga nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco y recordaré mi pacto con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no volverá a destruir los vivientes.

Salmo 24,4bc-5ab.6-7bc.8-9: R/. Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad, para los que guardan tu alianza.
Señor, enséñame tus caminos, / instrúyeme en tus sendas, / haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. // Recuerda, Señor, que tu ternura / y tu misericordia son eternas. / Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.
El Señor es bueno, es recto, / y enseña el camino a los pecadores; / hace caminar a los humildes con rectitud, / enseña su camino a los humildes.

De la primera carta del Apóstol San Pedro 3,18-22. Queridos hermanos: Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios. Como era hombre, lo mataron; pero como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida. Con este Espíritu fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba en tiempos de Noé, mientras se construía el arca, en la que unos pocos -ocho personas- se salvaron cruzando las aguas. Aquello fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Cristo Jesús Señor nuestro, que está a la derecha de Dios.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 1,12-15. En aquel tiempo el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: -Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia.

Comentario: 1. Gn 9,8-15: Para el viejo narrador de esta historia la tierra corrompida y llena de crímenes (6,9ss.) evocaba una fuerza caótica, destructora de la "obra muy buena" de la creación (1,31). El pecado acabó con aquel mundo paradisíaco de Gn 1, y además provocó el diluvio (6. 5-9.17) como castigo divino para aniquilar el desorden y violencia humana. Gn 9,1-17 inaugura una segunda etapa en la historia de la humanidad. Es cierto que la violencia empieza a reinar en esta etapa: los animales temen al hombre y le sirven de alimento (cf. por antítesis Gn 1), y a pesar de esta maldad humana, la primera palabra de Dios en esta etapa de la historia es de bendición (9,1-7) y de alianza (9,8-17). El Señor continúa bendiciendo a su imagen, el hombre (9,1-7) para que pueda propagarse al igual que en la primera creación (vv. 1/7; 1,28). Por voluntad divina el hombre dominará a los animales, los matará para subsistir (v. 3) pero Dios sigue siendo el soberano absoluto que impone límites al instinto sanguinario humano: "al hombre le pediré cuentas de la sangre de su hermano" (vv. 4-6;1,27). En estos vv. Dios establece con la humanidad una alianza que regule las relaciones entre criatura y creador (vv. 8-17). El arco es la garantía visible de dicho pacto. Los dobles de este pasaje indican la existencia de dos versiones de un mismo hecho. Por primera vez en la Biblia suena la palabra Alianza. Las diversas Alianzas con Noé, Abrahám y Moisés, cada uno con signo diverso, marcan la sucesión de las épocas del mundo en su relación con Dios. El arco (en sí es un término guerrero puesto en manos del Señor: Ha 3,9) ya no se usará para la guerra sino que Dios lo cuelga de las nubes con fines pacíficos. En el futuro, la misericordia divina prevalecerá sobre su justicia en sus relaciones con la humanidad. Así la historia del hombre puede continuar. Nuestro mundo tampoco vive aquel estado paradisíaco de Gn 1. El caos de la violencia, de la muerte, del hambre, de la guerra... ¿provocarán también el final de nuestro mundo? Este es el miedo y la angustia de los hombres del siglo XX. En medio de tanta oscuridad deben resonar de nuevo estas palabras: "...el diluvio no volverá a destruir la vida...". Dios no quiere que el hombre pase su vida bajo el terror de amenazas apocalípticas. El hombre debe vivir con la esperanza en un Dios que no quiere la destrucción del mundo. Dios quiere establecer un reino de paz en el mundo. Por eso el arco, símbolo de la guerra, se cuelga en el firmamento como símbolo de paz. Misión de todo hombre será buscar esta paz porque tenemos derecho a ella; ser fiel al pacto divino consistirá en luchar, sin descanso, por implantar esta paz y exigir a los gobernantes nuestro derecho a la misma. Todo hombre debe luchar contra todas las fuerzas que intentan destruir nuestro planeta: guerras, terrorismo, armamento. Queremos un arco que no lance flechas, exigimos que los misiles, sin cabezas nucleares, adornen nuestros parques, y que las estaciones en las galaxias puedan convertirse en los nuevos parques de atracciones de los niños del s. XXI. Así podrán cumplirse las palabras de Is 11,6ss.: "...habitará el lobo con el cordero..., la vaca pastará con el oso..." (A. Gil Modrego).
El signo de la alianza no es un mito acerca del origen del arco iris, sino una reflexión simbólica y poética acerca de la naturaleza. El arco iris, formado por los rayos del sol que atraviesan la bóveda celeste durante la lluvia, anuncia a los hombres el fin de la tormenta o la borrasca (símbolo de la ira divina) y la reaparición del sol (imagen de la misericordia de Dios). Todo esto son signos simbólicos del pacto de paz por parte de Dios de cara a toda la creación viviente: "Tras la tormenta, todo se serena, el aire es más limpio y transparente. Se respira hondo y huele a tierra nueva. Parece como si todo comenzase otra vez. Como si nada hubiera ocurrido. Dios perdona, Dios bendice, y el alma siente una paz alegre y reposada" (“Eucaristía 1991”).
A propósito de este pasaje que cita tipos de justos salvados, Orígenes inserta un comentario rabínico: «Yo escuché hace tiempo a un judío explicar este pasaje y decir que ellos estaban citados por haber conocido los tres tiempos: dichosos, infelices, dichosos... Ve a Noé antes del diluvio, cuando el mundo está intacto. Mírale salvado en el arca, cuando el mundo entero naufraga. Mírale salir después del diluvio, convertido en cierto modo en creador de un nuevo universo». Filón exponía la misma idea bajo una forma distinta. Es como un eco de la tradición judía: «Dios juzgó a Noé digno de ser fin y principio de nuestra raza; fin (en griego: telos) de las cosas anteriores al diluvio; principio (en griego: arché) de las posteriores». De este modo, Noé es el «telos-arché», la «bisagra» de dos universos. En ello es figura del Mesías, «telos-arché» por antonomasia (L. Huschen).
2. Salmo 24: el amor, la misericordia y la gracia divina resaltan en el salmo. Pide al Señor ser instruido en sus caminos, pues es Él quien lleva al hombre a la salvación (4.5) y se le pide perdón en virtud de su misericordia (6-7). Pecadores y humildes están en paralelismo; humilde es el que reconoce su pecado ante Dios. Las palabras se cumplen en la venida de Jesús, pues “todas las sendas del Señor son misericordia y verdad. ¿Qué caminos les enseñará sino la misericodia, con la cual se aplaca, y la verdad, con la que es insobornable? Ejerce la una en unos, condonando el pecado, y la otra en otros, juzgando los méritos. Y por eso todos los caminos del Señor son las dos venidas del Hijo de Dios: la una de misericordia, la otra de juicio. Por tanto, se acerca al Señor, siguiendo sus caminos, el que viéndose librado, sin merecimiento alguno propio, depone la soberbia y, en adelante, evita la severidad del que lo escudriña todo porque ha experimentado la clemencia del que vino en su ayuda” (S. Agustín). Es la contemplación de la bondad de Dios (comentario Biblia de Navarra).
3. 1 P 3, 18-22: Acaba de decir el autor que "es preferible padecer por obrar el bien, si ésta es la voluntad de Dios, que por obrar el mal" (v. 17). Verdad que ilustra seguidamente con el ejemplo de Jesús, que ha de inspirar siempre la conducta de los fieles.
Porque JC, siendo inocente, murió por los pecadores. De paso dice también que JC murió una sola vez y una vez para siempre; es decir, que su muerte fue de tal manera suficiente para reconciliarnos con Dios que ya no tuvo necesidad de morir otra vez (cf. Hb 7. 27; 9. 26-28). Si los hombres son incapaces de realizar de una vez por todas una acción verdaderamente significativa y de valor eterno, Jesús ofreció en muerte un sacrificio de perenne actualidad y de valor infinito.
v. 18b: Jc era hombre y por eso lo mataron; pero en él habitaba la plenitud del Espíritu que da la vida y por eso resucitó (Rm 1. 4).
vv.19-20: Este versículo es, sin duda uno de los más oscuros de todo el NT; pero sea lo que fuere de su interpretación exacta, parece cierto que aquí se afirma la eficacia salvadora universal de la muerte y la resurrección de Xto; que éste es el verdadero sentido del "descenso a los infiernos" (cf. Rm 10. 7; Ef 4. 8-10). Muriendo por los pecadores, Jesús desciende hasta el corazón del mundo, hasta las raíces, y lo renueva todo desde los cimientos. Así Xto se constituye como un nuevo principio universal que beneficia incluso a los que ya fueron y a los que serán.
vv. 21-22: La mirada retrospectiva hasta los días de Noé para mostrarnos de alguna manera la extensión universal de la gracia de Cristo, le sirve al autor de pretexto para hablarnos del bautismo cristiano; pues de la misma manera que Noé fue salvado de la muerte, emergiendo con su arca sobre las aguas, así somos nosotros salvados por el bautismo, en el que nacemos a la nueva vida. El bautismo es el símbolo eficaz que nos enrola en la muerte y resurrección de Cristo. Por esta participación en la muerte de Xto somos recreados, regenerados y adquirimos una conciencia pura. Lo cual no sucede sin la fe, sin la interpelación a Dios (“Eucaristía 1985”).
Este texto es un esquemático símbolo de fe (cf 1 Cor 15,3ss): Cristo sufre, recibe vida por el Espíritu, proclama la victoria, llega al cielo y está sentado a la derecha de Dios: la exaltación de Cristo a través de la humillación. Una de las afirmaciones más unánimes de todo el Nuevo Testamento es que Cristo, siendo inocente, muere por los pecadores, y su muerte tiene un valor soteriológico (1, 18 s; 2, 24 s.). El sufrimiento del inocente nos acarrea la vida ya que nos ha abierto el camino hacia Dios (Rom. 5, 2; Ef 2, 18...). La Iglesia testifica la exaltación de Jesús a la diestra del Padre (v. 24).
Incuestionablemente este texto es muy difícil, uno de los más oscuros de la Escritura, según decía ya Belarmino. En el v. 19 se encuentra la palabra griega «kérussein», que es generalmente traducida por «predicar»; valdría mejor traducirla por «hacer una proclamación», ya que se trata de la «proclamación que Cristo hace de su victoria en su bajada a los infiernos» (J. Danielou). ¿Cómo concebir en los infiernos esta predicación de Jesús a los destinatarios de quienes habla San Pedro, a los contemporáneos de Noé en particular? «Entre los justos a quienes Jesús fue a visitar en los infiernos, junto a los patriarcas, los profetas y los israelitas fieles toda su vida a la ley recibida de Moisés, se encontraban los hombres que habían sido grandes pecadores, los que no habían querido convertirse a la hora de la muerte bajo el efecto terrorífico de las catástrofes, como la del diluvio en tiempo de Noé. Después de su muerte, ellos habían experimentado las purificaciones necesarias; ahora también ellos estaban preparados para escuchar la «predicación» de la Buena Nueva: su próxima entrada en el cielo» (P. Challon). Y Belarmino, preguntándose por qué Pedro no habla de todos los pecadores, responde: «Cristo en los infiernos predicó a todos los espíritus bien dispuestos; si son citados expresamente los que fueron incrédulos en tiempo de Noé, ello se debe a que, con relación a ellos, la duda de su salvación era mucho más grande». En el v. 21 se dice literalmente que el bautismo es el «anticipo» del diluvio, es decir, la realidad figurada por él. San Pedro establece una relación directa entre la salvación operada por el diluvio y la salvación realizada en el bautismo. Cada uno de nosotros es introducido, mediante su bautismo, en el tiempo del juicio y de la salvación inaugurados por Cristo. El paralelismo entre el diluvio y el bautismo es un tema predilecto de los Padres de la Iglesia. También ellos conceden una especial significación a la paloma que interviene al final del diluvio. También se encuentra, efectivamente, una paloma en el momento del bautismo del Señor cuando el Espíritu de Dios toma plena posesión del Mesías en el principio de su ministerio. La paloma del diluvio lleva un ramo de olivo, símbolo de paz, de esa paz que es obra del Espíritu; en cuanto al olivo, es de él de donde se extrae el óleo, el óleo de las unciones. Muchos de los detalles del relato del diluvio orientan también hacia las realidades de la vida cristiana. Así se explica la abundante utilización que del diluvio hacen los Padres y la explicación que dan de todos sus detalles.
San Pedro advierte que el diluvio acredita la significación salvífica de la cifra ocho; es la misma significación que aparece en la forma octogonal de todos los antiguos baptisterios, aquellos que fueron construidos en los tiempos en que nuestros padres gustaban de plasmar la doctrina en la arquitectura de sus iglesias (por ejemplo: Aix-en-Provence, Florencia, Pisa, San Juan de Letrán...). «La cifra ocho significa el octavo día, que es aquel en el que Cristo resucitó, puesto que es el día siguiente al sábado, y del cual el domingo cristiano era el sacramento perpetuo. Según esto, el cristiano entra en la Iglesia precisamente por el bautismo administrado el domingo de Pascua, que es el octavo día por excelencia. Así encontramos con mucha frecuencia el simbólico bautismo-ogdoade (F. J. Dolger ha demostrado que la forma octogonal de los baptisterios estaba en relación con este simbolismo). Por todo ello la Carta de San Pedro toma la imagen de la «octava» de Noé. «El octavo día representa la resurrección de Cristo, que tuvo lugar el día siguiente al sábado; representa al bautismo que es el comienzo de una época nueva y el primer día de la nueva semana; él es, finalmente, la figura del octavo día eterno, que sucederá al tiempo total del mundo. El día del Señor, octavo y primero, inscribe en la liturgia cristiana de la semana este simbolismo que aparece como uno de los más importantes de la Escritura, en tanto que él se relaciona con las instituciones más santas... El está asociado al tema «thelos-arché» (fin-principio) en un texto litúrgico del siglo III: «Tú que hiciste venir sobre el mundo el gran diluvio por causa de la multitud de los impíos, y que salvaste al gran Noé, con ocho personas en el arca, como fin («thelos») de las cosas pasadas y principio («arché») de las futuras (Brightmann). San Ireneo dice: «Ellos afirman que la economía del arca en el diluvio, en la cual se salvaron ocho hombres, significa claramente la octava saludable». Y san Agustín: «Si Noé forma el número ocho con su familia es porque la esperanza de nuestra resurrección se manifestó en Cristo, que resucitó de entre los muertos el octavo día, es decir, el primer día después del séptimo que era el sábado; día que era el tercero después de su pasión, pero que vino a ser, al mismo tiempo, el octavo y el primero en el número de los días que forman la sucesión de los tiempos… El descanso del séptimo día se confunde con la Resurrección del octavo día; este es el sublime y profundo misterio que se realiza en el sacramento de nuestra regeneración, es decir, en el bautismo».
En el Antiguo Testamento, la circuncisión tenía una eficacia mucho menor que la de los sacramentos; sin embargo, bajo ciertos aspectos, ella representaba un papel comparable al del bautismo: incorporación al pueblo de Dios, remisión de los pecados por razón de la Alianza y de la fe, de las cuales ella es el signo, ruptura con el mal por la vida. Es significativo que la circuncisión fuese administrada el octavo día. Así explicaba san Justino: «El precepto de la circuncisión, que ordena circuncidar sin excepción a todos los niños el octavo día, era el tipo de la circuncisión verdadera que nos circuncida del error, de la maldad, por medio de Aquel que resucitó de entre los muertos el primer día de la semana, Jesucristo nuestro Señor: porque el primer día de la semana, siendo el primero de todos los días, contando de nuevo después de él todos los días de la semana, es llamado el octavo sin dejar por ello de ser el primero» (L. Huschen).
Algunos santos del Antiguo Testamento, juntamente con Jonás, experimentaron esta «bajada a la fosa»: José a la cisterna (Gn 37,6-24); Daniel a la fosa de los leones (Dan 14,28- 42); Jeremías a la cisterna (Jr 38). El descendimiento a la fosa representa, material y simbólicamente, el descendimiento a la nada, al trasfondo de la pobreza humana. Ahora bien, cada vez que un pobre de Dios desciende a esta fosa es para ser liberado: la fosa de la muerte viene a ser, de este modo la primera etapa de la renovación de la vida y la condición esencial de la salvación de Dios. Cristo desciende a los infiernos: esto equivale a afirmar que El repara a su costa la miseria humana en lo que tiene de más profundo, pero he ahí también lo que significa la vida nueva y la liberación que el Padre otorga a los suyos, sumergidos en la fosa. La cosmogonía judía distinguía, en el conjunto de la creación tres mundos bien distintos y sin ninguna relación entre sí: el cielo, o mundo de «arriba»; la tierra, o mundo de los hombres; las «aguas inferiores», o mundo de los muertos. Cada uno tenía sus límites infranqueables. Cristo, mediante su muerte y su resurrección, trastorna por completo estos compartimientos de la creación. En verdad, El aparece como el nuevo creador que une los cielos, la tierra y los abismos en un solo mundo animado por El. El rompe, en efecto, las fronteras que separaban tierras y abismos, e inmediatamente después de su retorno de los infiernos, El reunió el cielo y la tierra mediante su ascensión. Los primeros cristianos, en nombre de esta revolución cósmica, que solamente el Creador podía realizar, y en el orgullo de la recobrada unidad del mundo, compusieron el himno de la unidad en torno al nombre de Cristo, según nos relata San Pablo (3) en la Carta a los Filipenses (2,10-11; L. Huschen). El descenso a los infiernos como término profundo del caminar del Mesías y su rebote sobre este fondo hacia la altura de los cielos en la Gloria constituyen las afirmaciones esenciales de la predicación apostólica (la kerigmática). Santo Tomás afirma que Cristo debía tomar sobre sí todos los estados del castigo proveniente del pecado. «De la misma manera que El murió para librarnos de la muerte, así también descendió a los infiernos para librarnos del infierno… De la misma manera que el cuerpo de Cristo, estando todo él localmente bajo la tierra, no conoció la corrupción que es el destino común de todos los demás cuerpos, así también el alma de Cristo descendió localmente a los infiernos no para soportar allí un castigo, sino más bien para librar a los demás del castigo».
«Cristo descendió a los infiernos. Su estado de «viviente» en cuanto al Espíritu (I Pe. III, 18) no le permitió permanecer allí. El anuncia su victoria de «viviente» sobre la muerte, y comunica su vida a los que son dignos de recibirla. Como primicias de los que duermen (Col. I, 18), El resucita de entre los muertos, sale el primero de la estancia tenebrosa que El vino a inundar de luz, y arrastra en su seguimiento a los que conmovió. A algunos de éstos les permite ascender a la ciudad santa (Mt. XXVII, 52-53: «Se abrieron los monumentos y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de El, vinieron a la ciudad santa y se aparecieron a muchos»), reforzando así con su testimonio el de Cristo que se aparecía El mismo glorioso y resucitado» (L. Heuschen).
4. Mc 1, 12-15 (par.: Mt 4,1-11, Lc 4,1-13). El mismo Espíritu que descendió sobre Jesús en el bautismo, es el que lo conduce al desierto para que sea tentado (Mt 4. 1). Marcos no se entretiene en darnos a conocer un número preciso de tentaciones y de victorias de Jesús en el desierto, pues entiende que se trata del comienzo de una lucha, de lo que se ocupará a lo largo de todo su evangelio. En efecto, la expulsión de los demonios, tan frecuente en su relato, no es otra cosa que la constante demostración de que Jesús es, frente a satanás, "el más fuerte" (3. 27). Por lo demás, las tentaciones en el desierto, tal como las relatan los otros sinópticos, no son otra cosa que una composición literaria para expresar de una vez la lucha decisiva de Jesús contra los poderes del mal. En este pasaje de Mc hay un contraste muy marcado: Jesús durante estos cuarenta días es tentado por satanás; pero vive pacíficamente entre alimañas y servido por los ángeles. Es posible que se refleje aquí, antes de comenzar la vida pública, aquella situación originaria del éxodo, en el que, durante cuarenta años, Israel fue sometido a todas las tentaciones y a la vez fue objeto de los beneficios de Dios. Por otra parte, la pacificación de las fieras viene a ser el restablecimiento de un orden paradisíaco (Gn 2,19s) que Isaías había anunciado como una señal mesiánica (Is 11,6-9; 65,25). Además, el servicio de los ángeles significa el trato familiar que mantiene con el Padre el que ha sido llamado y es en verdad su "Hijo amado". Todo ello indica que va a comenzar una nueva creación y que en Jesús va a ponerse en marcha el nuevo pueblo de Dios. Unos meses más tarde, al comenzar el verano del año 28 y después de ser apresado Juan Bautista, comienza la predicación de Jesús en Galilea. Y así, reducido al silencio el último de los profetas, Jesús, que es la misma Palabra, se alza en medio del pueblo anunciando la Buena Noticia. También ahora, en el principio, está la Palabra. El contenido del mensaje de Jesús se expresa programáticamente en estas palabras: Pasó el tiempo de la espera, se acerca el reinado de Dios; los que deseen participar de los bienes del reino, han de convertirse y creer la Buena Noticia. El advenimiento del reinado de Dios pone al hombre ante la decisión, pues ha de cambiar de mente y de corazón; que esto es hacer penitencia. Sin embargo se trata de un anuncio gozoso, de una buena noticia. La respuesta del hombre ha de ser un cambio gozoso, una salida al encuentro de Dios, que viene en JC, a liberarnos (“Eucaristía 1985”).
Marcos no presenta a Jesús en el desierto en una situación de peligro y de ayuno, sino todo lo contrario: vive en paz con los animales del desierto pues con él ha empezado el tiempo mesiánico, y recibe el alimento providencialmente de los ángeles. Existe un cierto paralelismo con Adán: en una misma situación paradisíaca, Adán cae en la tentación, mientras Jesús triunfa. El hombre del principio y el hombre definitivo (J. Naspleda).
Marcos construye el relato de las tentaciones de Jesús en torno a tres elementos, que sitúa uno al lado del otro sin una vinculación aparente: el Espíritu "empuja" a Jesús al desierto; Jesús permanece cuarenta días en el desierto tentado por Satanás; vivía entre los animales salvajes y los ángeles le servían. El desierto puede significar soledad y encuentro con Dios, pero también el sitio donde reside el mal (este segundo sentido forma parte de la mentalidad judía en tiempos de Jesús); en el evangelio de Marcos el desierto es el lugar de la oración solitaria (1, 35), del refugio que aísla de la gente (1, 45), del descanso (6, 31-32), de la multiplicación de los panes (6, 35). También la expresión "cuarenta días" está llena de evocaciones bíblicas: "cuarenta" es un número simbólico para indicar el tiempo de la opresión y el tiempo del camino hacia la salvación: los cuarenta días del diluvio (Gén 7, 12), los cuarenta años de Israel por el desierto (Sal 95, 10), los cuarenta días de Moisés en el Sinaí (Ex 34, 28; Mt 9, 18), los cuarenta años de dominio de los filisteos sobre Israel (Jdt 13, 1), los cuarenta días de la marcha de Elías por el desierto (1 Re 19, 8). "Tentado por Satanás": según Marcos la tentación no tiene lugar al final de los cuarenta días (como resulta en Mateo y en Lucas), sino que parece acompañar a Jesús a lo largo de todos ellos. El verbo "tentar" (peirazein) indica, en sentido religioso, la forma con que el hombre pone a prueba al hombre, para medir su valor: el ejemplo que acude enseguida a la memoria es el de Abraham (Gén 22). Hay otras tres ocasiones en que se usa el verbo "tentar" en el evangelio de Marcos (8, 11; 10, 2; 12, 15): en todos estos casos se trata de los fariseos que ponen a prueba a Jesús en alguno de los temas de su predicación, o le piden un signo mesiánico. La discusión es siempre la misma: ¿es bueno el camino mesiánico que ha emprendido Jesús? "Vivía entre los animales salvajes y los ángeles le servían": para algunos la presencia de los animales subraya la soledad y las molestias del desierto, mientras que para otros (quizás más acertadamente) evoca un tema paradisíaco, la vuelta a la paz entre el hombre y los animales, tal como soñaba Isaías (11, 6-9) y como se pensaba de Adán en el Edén (Gén 2, 9). También el servicio de los ángeles es probablemente un símbolo de la comunión que se ha restaurado entre el hombre y Dios. Pero el análisis de cada uno de los elementos del relato no basta para poner de manifiesto el sentido profundo del episodio (Bruno Maggioni).
Desde el momento del Bautismo, dice Ratzinger, “Jesús queda investido de esa misión. Los tres Evangelios sinópticos nos cuentan, para sorpresa nuestra, que la primera disposición del Espíritu lo lleva al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1). La acción está precedida por el recogimiento, y este recogimiento es necesariamente también una lucha interior por la misión, una lucha contra sus desviaciones, que se presentan con la apariencia de ser su verdadero cumplimiento. Es un descenso a los peligros que amenazan al hombre, porque sólo así se puede levantar al hombre que ha caído. Jesús tiene que entrar en el drama de la existencia humana —esto forma parte del núcleo de su misión—, recorrerla hasta el fondo, para encontrar así a «la oveja descarriada», cargarla sobre sus hombros y devolverla al redil.
El descenso de Jesús «a los infiernos» del que habla el Credo (el Símbolo de los Apóstoles) no sólo se realiza en su muerte y tras su muerte, sino que siempre forma parte de su camino: debe recoger toda la historia desde sus comienzos —desde «Adán»—, recorrerla y sufrirla hasta el fondo, para poder transformarla. La Carta a los Hebreos, sobre todo, destaca con insistencia que la misión de Jesús, su solidaridad con todos nosotros prefigurada en el bautismo, implica también exponerse a los peligros y amenazas que comporta el ser hombre: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él había pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (2,17s). «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (4,15). Así pues, el relato de las tentaciones guarda una estrecha relación con el relato del bautismo, en el que Jesús se hace solidario con los pecadores. Junto a eso, aparece la lucha del monte de los Olivos, otra gran lucha interior de Jesús por su misión. Pero las «tentaciones» acompañan todo el camino de Jesús, y el relato de las mismas aparece así —igual que el bautismo— como una anticipación en la que se condensa la lucha de todo su recorrido.
En su breve relato de las tentaciones, Marcos (cf. 1,13) pone de relieve un paralelismo con Adán, con la aceptación sufrida del drama humano como tal: Jesús «vivía entre fieras salvajes, y los ángeles le servían». El desierto —imagen opuesta al Edén— se convierte en lugar de la reconciliación y de la salvación; las fieras salvajes, que representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas como en el Paraíso. Se restablece la paz que Isaías anuncia para los tiempos del Mesías: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito» (11,6). Donde el pecado es vencido, donde se restablece la armonía del hombre con Dios, se produce la reconciliación de la creación; la creación desgarrada vuelve a ser un lugar de paz, como dirá Pablo, que habla de los gemidos de la creación que, «expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19).
Los oasis de la creación que surgen, por ejemplo, en torno a los monasterios benedictinos de Occidente, ¿no son acaso una anticipación de esta reconciliación de la creación que viene de los hijos de Dios?; mientras que por el contrario, Chernóbil, por poner un caso, ¿no es una expresión estremecedora de la creación sumida en la oscuridad de Dios? Marcos concluye su breve relato de las tentaciones con una frase que se puede interpretar como una alusión al Salmo 91, lis: «y los ángeles le servían». La frase se encuentra también al final del relato más extenso de las tentaciones que hace Mateo, y sólo allí resulta completamente comprensible, gracias a que se engloba en un contexto más amplio.
Mateo y Lucas hablan de tres tentaciones de Jesús en las que se refleja su lucha interior por cumplir su misión, pero al mismo tiempo surge la pregunta sobre qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida humana. Aquí aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras.
Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor: abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo. Además, se presenta con la pretensión del verdadero realismo. Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita.
La cuestión es Dios: ¿es verdad o no que El es el real, la realidad misma? ¿Es El mismo el Bueno, o debemos inventar nosotros mismos lo que es bueno? La cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada de la existencia humana. ¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús. Las tres tentaciones son idénticas en Mateo y Lucas, sólo varía el orden. Sigamos el orden que nos ofrece Mateo por la coherencia en el grado ascendente con que está construida.
Jesús, «después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al final sintió hambre» (Mt 4,2). En tiempos de Jesús, el número 40 era ya rico de simbolismos en Israel. En primer lugar, nos recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto, que fueron tanto los años de su tentación como los años de una especial cercanía de Dios. También nos hace pensar en los cuarenta días que Moisés pasó en el monte Sinaí, antes de que pudiera recibir la palabra de Dios, las Tablas sagradas de la Alianza. Se puede recordar, además, el relato rabínico según el cual Abraham, en el camino hacia el monte Horeb, donde debía sacrificar a su hijo, no comió ni bebió durante cuarenta días y cuarenta noches, alimentándose de la mirada y las palabras del ángel que le acompañaba.
Los Padres, jugando un poco a ensanchar la simbología numérica, han visto también en el 40 el número cósmico, el número de este mundo en absoluto: los cuatro confines de la tierra engloban el todo, y diez es el número de los mandamientos. El número cósmico multiplicado por el número de los mandamientos se convierte en una expresión simbólica de la historia de este mundo. Jesús recorre de nuevo, por así decirlo, el éxodo de Israel, y así, también los errores y desórdenes de toda la historia. Los cuarenta días de ayuno abrazan el drama de la historia que Jesús asume en sí y lleva consigo hasta el fondo.
«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4, 3). Así dice la primera tentación: «Si eres Hijo de Dios...»; volveremos a escuchar estas palabras a los que se burlaban de Jesús al pie de la cruz: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 40). El Libro de la Sabiduría había previsto ya esta situación: «Si es justo, Hijo de Dios, lo auxiliará.» (2, 18). Aquí se superponen la burla y la tentación: para ser creíble, Cristo debe dar una prueba de lo que dice ser. Esta petición de pruebas acompaña a Jesús durante toda su vida, a lo largo de la cual se le echa en cara repetidas veces que no dé pruebas suficientes de sí; que no haga el gran milagro que, acabando con toda ambigüedad u oposición, deje indiscutiblemente claro para cualquiera qué es o no es.
Y esta petición se la dirigimos también nosotros a Dios, a Cristo y a su Iglesia a lo largo de la historia: si existes, Dios, tienes que mostrarte. Debes despejar las nubes que te ocultan y darnos la claridad que nos corresponde. Si tú, Cristo, eres realmente el Hijo y no uno de tantos iluminados que han aparecido continuamente en la historia, debes demostrarlo con mayor claridad de lo que lo haces. Y, así, tienes que dar a tu Iglesia, si debe ser realmente la tuya, un grado de evidencia distinto del que en realidad posee.
Volveremos sobre este punto cuando hablemos de la segunda tentación, de la que constituye su auténtico núcleo. La prueba de la existencia de Dios que el tentador propone en la primera tentación consiste en convertir las piedras del desierto en pan. En principio se trata del hambre de Jesús mismo; así lo ve Lucas: «Díle a esta piedra que se convierta en pan» (Lc 4, 3). Pero Mateo interpreta la tentación de un modo más amplio, tal como se le presentó ya en la vida terrena de Jesús y, después, se le proponía y propone constantemente a lo largo de toda la historia.
¿Qué es más trágico, qué se opone más a la fe en un Dios bueno y a la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? El primer criterio para identificar al redentor ante el mundo y por el mundo, ¿no debe ser que le dé pan y acabe con el hambre de todos? Cuando el pueblo de Israel vagaba por el desierto, Dios lo alimentó con el pan del cielo, el maná.
Se creía poder reconocer en eso una imagen del tiempo mesiánico: ¿no debería y debe el salvador del mundo demostrar su identidad dando de comer a todos? ¿No es el problema de la alimentación del mundo y, más general, los problemas sociales, el primero y más auténtico criterio con el cual debe confrontarse la redención? ¿Puede llamarse redentor alguien que no responde a este criterio? El marxismo ha hecho precisamente de este ideal —muy comprensiblemente— el centro de su promesa de salvación: habría hecho que toda hambre fuera saciada y que «el desierto se convirtiera en pan».
«Si eres Hijo de Dios...»: ¡qué desafío! ¿No se deberá decir lo mismo a la Iglesia? Si quieres ser la Iglesia de Dios, preocúpate ante todo del pan para el mundo, lo demás viene después. Resulta difícil responder a este reto, precisamente porque el grito de los hambrientos nos interpela y nos debe calar muy hondo en los oídos y en el alma. La respuesta de Jesús no se puede entender sólo a la luz del relato de las tentaciones. El tema del pan aparece en todo el Evangelio y hay que verlo en toda su amplitud.
Hay otros dos grandes relatos relacionados con el pan en la vida de Jesús. Uno es la multiplicación de los panes para los miles de personas que habían seguido al Señor en un lugar desértico. ¿Por qué se hace en ese momento lo que antes se había rechazado como tentación? La gente había llegado para escuchar la palabra de Dios y, para ello, habían dejado todo lo demás. Y así, como personas que han abierto su corazón a Dios y a los demás en reciprocidad, pueden recibir el pan del modo adecuado. Este milagro de los panes supone tres elementos: le precede la búsqueda de Dios, de su palabra, de una recta orientación de toda la vida. Además, el pan se pide a Dios. Y, por último, un elemento fundamental del milagro es la mutua disposición a compartir. Escuchar a Dios se convierte en vivir con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les concede la prioridad debida.
Este segundo relato sobre el pan remite anticipadamente a un tercer relato y es su preparación: la Ultima Cena, que se convierte en la Eucaristía de la Iglesia y el milagro permanente de Jesús sobre el pan. Jesús mismo se ha convertido en grano de trigo que, muriendo, da mucho fruto (cf. Jn 12,24). El mismo se ha hecho pan para nosotros, y esta multiplicación del pan durará inagotablemente hasta el fin de los tiempos. De este modo entendemos ahora las palabras de Jesús, que toma del Antiguo Testamento (cf. Dt 8,3), para rechazar al tentador: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Hay una frase al respecto del jesuíta alemán Alfred Delp, ejecutado por los nacionalsocialistas: «El pan es importante, la libertad es más importante, pero lo más importante de todo es la fidelidad constante y la adoración jamás traicionada».
Cuando no se respeta esta jerarquía de los bienes, sino que se invierte, ya no hay justicia, ya no hay preocupación por el hombre que sufre, sino que se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes. No sólo lo demuestra el fracaso de la experiencia marxista.
Las ayudas de Occidente a los países en vías de desarrollo, basadas en principios puramente técnico-materiales, que no sólo han dejado de lado a Dios, sino que, además, han apartado a los hombres de Él con su orgullo del sabelotodo, han hecho del Tercer Mundo el Tercer Mundo en sentido actual. Estas ayudas han dejado de lado las estructuras religiosas, morales y sociales existentes y han introducido su mentalidad tecnicista en el vacío. Creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan. Está en juego la primacía de Dios. Se trata de reconocerlo como realidad, una realidad sin la cual ninguna otra cosa puede ser buena. No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios. Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la Bondad misma, el Bien.
Naturalmente, se puede preguntar por qué Dios no ha creado un mundo en el que su presencia fuera más evidente; por qué Cristo no ha dejado un rastro más brillante de su presencia, que impresionara a cualquiera de manera irresistible. Éste es el misterio de Dios y del hombre que no podemos penetrar. Vivimos en este mundo, en el que Dios no tiene la evidencia de lo palpable, y sólo se le puede buscar y encontrar con el impulso del corazón, a través del «éxodo» de «Egipto». En este mundo hemos de oponernos a las ilusiones de falsas filosofías y reconocer que no sólo vivimos de pan, sino ante todo de la obediencia a la palabra de Dios. Y sólo donde se vive esta obediencia nacen y crecen esos sentimientos que permiten proporcionar también pan para todos.
Pasemos a la segunda tentación de Jesús, cuyo significado ejemplar es el más difícil de entender en ciertos aspectos. Hay que considerar la tentación como una especie de visión, pero que entraña una realidad, una especial amenaza para el hombre Jesús y su misión. En primer lugar, hay algo llamativo. El diablo cita la Sagrada Escritura para hacer caer a Jesús en la trampa. Cita el Salmo 91, lis, que habla de la protección que Dios ofrece al hombre fiel: «Porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra». Estas palabras tienen un peso aún mayor por el hecho de que son pronunciadas en la Ciudad Santa, en el lugar sagrado. De hecho, el Salmo citado está relacionado con el templo; quien lo recita espera protección en el templo, pues la morada de Dios debe ser un lugar de especial protección divina. ¿Dónde va a sentirse más seguro el creyente que en el recinto sagrado del templo?. El diablo muestra ser un gran conocedor de las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud; todo el diálogo de la segunda tentación aparece formalmente como un debate entre dos expertos de las Escrituras: el diablo se presenta como teólogo, añade Joachim Gnilka. Vladimir Soloviev toma este motivo en su Breve relato del Anticristo: el Anticristo recibe el doctorado honoris causa en teología por la Universidad de Tubinga; es un gran experto en la Biblia. Soloviev expresa drásticamente con este relato su escepticismo frente a un cierto tipo de erudición exegética de su época. No se trata de un no a la interpretación científica de la Biblia como tal, sino de una advertencia sumamente útil y necesaria ante sus posibles extravíos. La interpretación de la Biblia puede convertirse, de hecho, en un instrumento del Anticristo. No lo dice solamente Soloviev, es lo que afirma implícitamente el relato mismo de la tentación. A partir de resultados aparentes de la exégesis científica se han escrito los peores y más destructivos libros de la figura de Jesús, que desmantelan la fe.
Hoy en día se somete la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y, que, por tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. Entonces la Biblia ya no habla de Dios, del Dios vivo, sino que hablamos sólo nosotros mismos y decidimos lo que Dios puede hacer y lo que nosotros queremos o debemos hacer. Y el Anticristo nos dice entonces, con gran erudición, que una exégesis que lee la Biblia en la perspectiva de la fe en el Dios vivo y, al hacerlo, le escucha, es fundamentalismo; sólo su exégesis, la exégesis considerada auténticamente científica, en la que Dios mismo no dice nada ni tiene nada que decir, está a la altura de los tiempos.
El debate teológico entre Jesús y el diablo es una disputa válida en todos los tiempos y versa sobre la correcta interpretación bíblica, cuya cuestión hermenéutica fundamental es la pregunta por la imagen de Dios. El debate acerca de la interpretación es, al fin y al cabo, un debate sobre quién es Dios. Esta discusión sobre la imagen de Dios en que consiste la disputa sobre la interpretación correcta de la Escritura se decide de un modo concreto en la imagen de Cristo: Él, que se ha quedado sin poder mundano, ¿es realmente el Hijo del Dios vivo?
Así, el interrogante sobre la estructura del curioso diálogo escriturístico entre Cristo y el tentador lleva directamente al centro de la cuestión del contenido. ¿De qué se trata? Se ha relacionado esta tentación con la máxima del panem et circenses: después del pan hay que ofrecer algo sensacional. Dado que, evidentemente, al hombre no le basta la mera satisfacción del hambre corporal, quien no quiere dejar entrar a Dios en el mundo y en los hombres tiene que ofrecer el placer de emociones excitantes cuya intensidad suplante y acalle la conmoción religiosa. Pero no se habla de esto en este pasaje, puesto que, al parecer, en la tentación no se presupone la existencia de espectadores.
El punto fundamental de la cuestión aparece en la respuesta de Jesús, que de nuevo está tomada del Deuteronomio (6, 16): «¡No tentaréis al Señor, vuestro Dios!». En el Deuteronomio, esto alude a las vicisitudes de Israel que corría peligro de morir de sed en el desierto. Se llega a la rebelión contra Moisés, que se convierte en una rebelión contra Dios. Dios tiene que demostrar que es Dios. Esta rebelión contra Dios se describe en la Biblia de la siguiente manera: «Tentaron al Señor diciendo: "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?"» (Ex 17, 7). Se trata, por tanto, de lo que hemos indicado antes: Dios debe someterse a una prueba. Es «probado» del mismo modo que se prueba una mercancía. Debe someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para llegar a una certeza. Si no proporciona la protección prometida en el Salmo 91, entonces no es Dios. Ha desmentido su palabra y, haciendo así, se ha desmentido a sí mismo.
Nos encontramos de lleno ante el gran interrogante de cómo se puede conocer a Dios y cómo se puede desconocerlo, de cómo el hombre puede relacionarse con Dios y cómo puede perderlo. La arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios. Pues, de entrada, presupone ya que nosotros negamos a Dios en cuanto Dios, pues nos ponemos por encima de El. Porque dejamos de lado toda dimensión del amor, de la escucha interior, y sólo reconocemos como real lo que se puede experimentar, lo que podemos tener en nuestras manos. Quien piensa de este modo se convierte a sí mismo en Dios y, con ello, no sólo degrada a Dios, sino también al mundo y a sí mismo.
Esta escena sobre el pináculo del templo hace dirigir la mirada también hacia la cruz. Cristo no se arroja desde el pináculo del templo. No salta al abismo. No tienta a Dios. Pero ha descendido al abismo de la muerte, a la noche del abandono, al desamparo propio de los indefensos. Se ha atrevido a dar este salto como acto del amor de Dios por los hombres. Y por eso sabía que, saltando, sólo podía caer en las manos bondadosas del Padre. Así se revela el verdadero sentido del Salmo 91, el derecho a esa confianza última e ilimitada de la que allí se habla: quien sigue la voluntad de Dios sabe que en todos los horrores que le ocurran nunca perderá una última protección. Sabe que el fundamento del mundo es el amor y que, por ello, incluso cuando ningún hombre pueda o quiera ayudarle, él puede seguir adelante poniendo su confianza en Aquel que le ama. Pero esta confianza a la que la Escritura nos autoriza y a la que nos invita el Señor, el Resucitado, es algo completamente diverso del desafío aventurero de quien quiere convertir a Dios en nuestro siervo.
Llegamos a la tercera y última tentación, al punto culminante de todo el relato. El diablo conduce al Señor en una visión a un monte alto. Lc muestra todos los reinos de la tierra y su esplendor, y le ofrece dominar sobre el mundo. ¿No es justamente ésta la misión del Mesías? ¿No debe ser El precisamente el rey del mundo que reúne toda la tierra en un gran reino de paz y bienestar? Al igual que en la tentación del pan, hay otras dos notables escenas equivalentes en la vida de Jesús: la multiplicación de los panes y la Última Cena; lo mismo ocurre también aquí.
El Señor resucitado reúne a los suyos «en el monte» (cf. Mt 28, 16) y dice: «Se me ha dado pleno poner en el cielo y en la tierra» (28, 18). Aquí hay dos aspectos nuevos y diferentes: el Señor tiene poder en el cielo y en la tierra. Y sólo quien tiene todo este poder posee el auténtico poder, el poder salvador. Sin el cielo, el poder terreno queda siempre ambiguo y frágil. Sólo el poder que se pone bajo el criterio y el juicio del cielo, es decir, de Dios, puede ser un poder para el bien. Y sólo el poder que está bajo la bendición de Dios puede ser digno de confianza.
A ello se añade otro aspecto: Jesús tiene este poder en cuanto resucitado, es decir: este poder presupone la cruz, presupone su muerte. Presupone el otro monte, el Gólgota, donde murió clavado en la cruz, escarnecido por los hombres y abandonado por los suyos. El reino de Cristo es distinto de los reinos de la tierra y de su esplendor, que Satanás le muestra. Este esplendor, como indica la palabra griega doxa, es apariencia que se disipa. El reino de Cristo no tiene este tipo de esplendor. Crece a través de la humildad de la predicación en aquellos que aceptan ser sus discípulos, que son bautizados en el nombre del Dios trino y cumplen sus mandamientos (cf. Mt 28, 19s).
Pero volvamos a la tentación. Su auténtico contenido se hace visible cuando constatamos cómo va adoptando siempre nueva forma a lo largo de la historia. El imperio cristiano intentó muy pronto convertir la fe en un factor político de unificación imperial. El reino de Cristo debía, pues, tomar la forma de un reino político y de su esplendor. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para que el reino de Jesús no pueda ser identificado con ninguna estructura política, hay que librarla en todos los siglos. En efecto, la fusión entre fe y poder político siempre tiene un precio: la fe se pone al servicio del poder y debe doblegarse a sus criterios.
La alternativa que aquí se plantea adquiere una forma provocadora en el relato de la pasión del Señor. En el punto culminante del proceso, Pilato plantea la elección entre Jesús y Barrabás. Uno de los dos será liberado. Pero, ¿quién era Barrabás? Normalmente pensamos sólo en las palabras del Evangelio de Juan: «Barrabás era un bandido» (18, 40). Pero la palabra griega que corresponde a «bandido» podía tener un significado específico en la situación política de entonces en Palestina. Quería decir algo así como «combatiente de la resistencia». Barrabás había participado en un levantamiento (cf. Mt 15, 7) y —en ese contexto— había sido acusado además de asesinato (cf. Lc 23, 19.25). Cuando Mateo dice que Barrabás era un «preso famoso», demuestra que fue uno de los más destacados combatientes de la resistencia, probablemente el verdadero líder de ese levantamiento (cf. 27, 16).
En otras palabras, Barrabás era una figura mesiánica. La elección entre Jesús y Barrabás no es casual: dos figuras mesiánicas, dos formas de mesianismo frente a frente. Ello resulta más evidente si consideramos que «Bar-Abbas» significa «hijo del padre»: una denominación típicamente mesiánica, el nombre religioso de un destacado líder del movimiento mesiánico. La última gran guerra mesiánica de los judíos en el año 132 fue acaudillada por Bar-Kokebá, «hijo de la estrella». Es la misma composición nominal; representa la misma intención.
Orígenes nos presenta otro detalle interesante: en muchos manuscritos de los Evangelios hasta el siglo III el hombre en cuestión se llamaba «Jesús Barrabás», Jesús hijo del padre. Se manifiesta como una especie de doble de Jesús, que reivindica la misma misión, pero de una manera muy diferente. Así, la elección se establece entre un Mesías que acaudilla una lucha, que promete libertad y su propio reino, y este misterioso Jesús que anuncia la negación de sí mismo como camino hacia la vida. ¿Cabe sorprenderse de que las masas prefirieran a Barrabás? (para más detalles, cf. Vittorio Messori, Pati sotto Ponzio Pilato?, Turín, 1992, pp. 52-62).
Si hoy nosotros tuviéramos que elegir, ¿tendría alguna oportunidad Jesús de Nazaret, el Hijo de María, el Hijo del Padre? ¿Conocemos a Jesús realmente? ¿Lo comprendemos? ¿No debemos tal vez esforzarnos por conocerlo de un modo renovado tanto ayer como hoy? El tentador no es tan burdo como para proponernos directamente adorar al diablo. Sólo nos propone decidirnos por lo racional, preferir un mundo planificado y organizado, en el que Dios puede ocupar un lugar, pero como asunto privado, sin interferir en nuestros propósitos esenciales. Soloviev atribuye un libro al Anticristo, El camino abierto para la paz y el bienestar del mundo, que se convierte, por así decirlo, en la nueva Biblia y que tiene como contenido esencial la adoración del bienestar y la planificación racional.
Por tanto, la tercera tentación de Jesús resulta ser la tentación fundamental, se refiere a la pregunta sobre qué debe hacer un salvador del mundo. Esta se plantea durante todo el transcurso de la vida de Jesús. Aparece abiertamente de nuevo en uno de los momentos decisivos de su camino. Pedro había pronunciado en nombre de los discípulos su confesión de fe en Jesús Mesías-Cristo, el Hijo del Dios vivo, y con ello formula esa fe en la que se basa la Iglesia y que crea la nueva comunidad de fe fundada en Cristo. Pero precisamente en este momento crucial, en el que frente a la «opinión de la gente» se manifiesta el conocimiento diferenciador y decisivo de Jesús, y comienza así a formarse su nueva familia, he aquí que se presenta el tentador, el peligro de ponerlo todo al revés. El Señor explica inmediatamente que el concepto de Mesías debe entenderse desde la totalidad del mensaje profético: no significa poder mundano, sino la cruz y la nueva comunidad completamente diversa que nace de la cruz.
Pero Pedro no lo había entendido en estos términos: «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparle: "¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte"». Sólo leyendo estas palabras sobre el trasfondo el relato de las tentaciones, como su reaparición en el momento decisivo, entenderemos la respuesta increíblemente dura de Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mt 16, 22s).
Pero, ¿no decimos una y otra vez a Jesús que su mensaje lleva a contradecir las opiniones predominantes, y así corre el peligro del fracaso, el sufrimiento, la persecución? El imperio cristiano o el papado mundano ya no son hoy una tentación, pero interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación. Ésta se encubre hoy tras la pregunta: ¿Qué ha traído Jesús, si no ha conseguido un mundo mejor? ¿No debe ser éste acaso el contenido de la esperanza mesiánica?
En el Antiguo Testamento se sobreponen aún dos líneas de esperanza: la esperanza de que llegue un mundo salvado, en el que el lobo y el cordero estén juntos (cf. Is 11, 6), en el que los pueblos del mundo se pongan en marcha hacia el monte de Sión y para el cual valga la profecía: «Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas» (Is2,4; Mi 4,3). Pero junto a esta esperanza, también se encuentra la perspectiva del siervo de Dios que sufre, de un Mesías que salva mediante el desprecio y el sufrimiento. Durante todo su camino y de nuevo en sus conversaciones después de la Pascua, Jesús tuvo que mostrar a sus discípulos que Moisés y los Profetas hablaban de Él, el privado de poder exterior, el que sufre, el crucificado, el resucitado; tuvo que mostrar que precisamente así se cumplían las promesas. «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!» (Lc 24,25), dijo el Señor a los discípulos de Emaús, y lo mismo debe repetirnos continuamente también a nosotros a lo largo de los siglos, pues también pensamos siempre que, si quería ser el Mesías, debería haber traído la edad de oro.
Pero Jesús nos dice también lo que objetó a Satanás, lo que dijo a Pedro y lo que explicó de nuevo a los discípulos de Emaús: ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno asegura la salvación de la humanidad en absoluto. El reino humano permanece humano, y el que afirme que puede edificar el mundo según el engaño de Satanás, hace caer el mundo en sus manos.
Aquí surge la gran pregunta que nos acompañará a lo largo de todo este libro: ¿qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído?
La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios. Aquel Dios cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco, desde Abraham hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los Profetas; el Dios que sólo había mostrado su rostro en Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos; ese Dios, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios verdadero, Él lo ha traído a los pueblos de la tierra.
Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace pensar que esto es poco. Sí, el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero. La causa de Dios parece estar siempre como en agonía. Sin embargo, se demuestra siempre como lo que verdaderamente permanece y salva. Los reinos de la tierra, que Satanás puso en su momento ante el Señor, se han ido derrumbando todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha desaparecido ni desaparecerá.
En la lucha contra Satanás ha vencido Jesús: frente a la divinización fraudulenta del poder y del bienestar, frente a la promesa mentirosa de un futuro que, a través del poder y la economía, garantiza todo a todos, Él contrapone la naturaleza divina de Dios, Dios como auténtico bien del hombre. Frente a la invitación a adorar el poder, el Señor pronuncia unas palabras del Deuteronomio, el mismo libro que había citado también el diablo: «Al Señor tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto» (Mt 4, 10; cf. Dt 6, 13). El precepto fundamental de Israel es también el principal precepto para los cristianos: adorar sólo a Dios. Al hablar del Sermón de la Montaña veremos que precisamente este sí incondicional a la primera tabla del Decálogo encierra también el sí a la segunda tabla: el respeto al hombre, el amor al prójimo. Como Marcos, también Mateo concluye el relato de las tentaciones con las palabras: «Y se acercaron los ángeles y le servían» (Mt 4,11; Mc 1,13). Ahora se cumple el Salmo 91, 11: los ángeles le sirven; se ha revelado como Hijo y por eso se abre el cielo sobre El, el nuevo Jacob, el tronco fundador de un Israel que se ha hecho universal (cf. Jn 1,51; Gn 28, 12).