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domingo, 29 de abril de 2012


Domingo IV de Pascua (B): Jesús, el buen Pastor, nos guía hacia la felicidad completa y nos da la Eucaristía y su vida como camino para seguirle.

Domingo IV de Pascua (B): Jesús, el buen Pastor, nos guía hacia la felicidad completa y nos da la Eucaristía y su vida como camino para seguirle.

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 4, 8-12: En aquellos días, Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: -Jefes del pueblo y senadores, escuchadme: porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre. Pues quede bien claro, a vosotros y a todo Israel, que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.

Salmo 117,1 y 8-9. 21-23. 26 y 28cd y 29: R/. La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular

Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Mejor es refugiarse en el Señor / que fiarse de los hombres; / mejor es refugiarse en el Señor, / que fiarse de los jefes.

Te doy gracias, porque me escuchaste / y fuiste mi salvación. / La piedra que desecharon los arquitectos, / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho; / ha sido un milagro patente.

Bendito el que viene en nombre del Señor, / os bendecimos desde la casa del Señor. / Tú eres mi Dios, te doy gracias. / Dios mío, yo te ensalzo. / Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Juan 3,1-2: Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 10,11-18: En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: -Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre.

Comentario: 1. Hch 4, 8-12: Después de la milagrosa curación del tullido que pedía limosna en las puertas del templo de Jerusalén (lectura del pasado domingo), Pedro tomó la palabra y anunció el evangelio de la resurrección de Jesús a una multitud asombrada por lo que había visto. Y, como es natural, pronto acudió la policía. El autor nos habla concretamente del "jefe de la guardia del templo". Este era, después del sumo sacerdote, el de mayor autoridad. Estaba encargado de la organización del culto y de mantener el orden dentro del ámbito sagrado, para lo cual contaba con un cuerpo policial integrado por levitas. Acudió, pues, el mismo jefe en persona, probablemente un hijo de Anás, que se llamaba Jonatán y que era también miembro del Sanedrín. Le acompañaban un grupo de saduceos, los cuales constituían el partido aristócrata sacerdotal y que, a diferencia de los fariseos, negaban la resurrección de los muertos. Por esta razón, porque además se trataba del asunto de Jesús de Nazaret, al que ellos habían ajusticiado y por motivos de orden público, el jefe de la guardia detuvo a los apóstoles Pedro y Juan como causantes del tumulto. Al día siguiente se reuniría el sanedrín (tribunal supremo) para interrogar a los detenidos (Hech 4, 1-8). Y se cumplió de esta manera lo que había dicho Jesús: que serían perseguidos por causa de su nombre (Mt 10, 17-25; 24, 9; Jn 15, 20.; 17,14; etc.). Pedro da testimonio por vez primera ante los tribunales, que es donde suelen acabar siempre los testigos de Jesús. No olvidemos que "mártir" significa lo mismo que "testigo". Pedro responde con valor y con suma claridad. Se convierte en acusador, reclama la audiencia del tribunal y presenta las pruebas de su denuncia: Ahí está uno que ha sido curado en nombre de Jesús, a quien vosotros habéis crucificado y el mismo Dios ha resucitado. Jesús es lo que da solidez y unidad al pueblo de Dios, lo más funcional y lo más hermoso del edificio. Pedro hace alusión con estas palabras al salmo 118 (v. 22) que el mismo Jesús había interpretado en relación a su propia persona y misión salvadora (Mc 12,10; Mt 21,42; cf. 1 Pe 2, 4 y 7). Jesús es el único que puede salvar: pero este Jesús, que se hizo solidario con todos los pobres y oprimidos de la tierra, fue considerado como algo despreciable por los que pretendían estar al servicio del bien común y de la salud pública. Y lo mismo que entonces, sucede ahora, y peor que entonces; pues muchos que toman el nombre de Jesús para restaurar o defender una pretendida civilización cristiana, se olvidan de Jesús y de su causa y desechan a los pobres como si fueran un "ripio"; pero Jesús se ha identificado con los pobres, y en éstos está la salvación del mundo. Ellos son hoy la piedra angular (“Eucaristía 1988”).

2. Este Salmo 117 encuentra reflejados los misterios redentores de la vida de Cristo, que lo cantó al finalizar la Ultima Cena. Con los sentimientos que se contienen en él, nuestro Salvador se encaminó hacia la vía dolorosa que le introduciría en la gloria del día eterno. Pero ya con anterioridad, Jesús había revelado el significado mesiánico de este salmo refiriéndose a él en una acalorada discusión sostenida con los sacerdotes y fariseos que rehusaban admitir en su Persona al Mesías enviado por Dios. Comienza dando gracias “al Señor porque es bueno”: "Nada más grande -comenta san Agustín- que esta pequeña alabanza: porque es bueno. Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su Divinidad, pensaba que Él era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios."

Jesús es piedra angular de una nueva construcción. Los versículos describen la obra salvífica maravillosa de Dios mediante un proverbio: la liberación de la muerte ha sido tan extraordinaria como si una piedra, desechada como inservible por los canteros, se convirtiera en piedra clave para la edificación. Así de cerca estuvimos de la muerte; así de seguros estamos consolidados en la vida. La Iglesia utiliza este salmo con particular frecuencia y eficacia en el Tiempo Pascual durante el cual conmemora la Resurrección de Cristo. Celebramos el día de la Creación, pero, sobre todo, el Domingo de la Resurrección, cuando la humanidad, perdida por el pecado, es hallada de nuevo en el paraíso de la gracia. Este es el día en el que la diestra del Señor se revela como verdaderamente excelsa y poderosa, exaltando a Cristo de la muerte a la gloria. A partir de Él, la piedra desechada por los arquitectos es colocada sobre la tierra como piedra angular, porque sobre ella se podrá levantar la construcción de la nueva humanidad, que se alza hasta formar una sola ciudad santa en la que Dios habita con los hombres.

Dirá S. Jerónimo: “¡Pobres judíos! Esta piedra, prometida por Isaías, para ser puesta como fundamento de Sión, vosotros no la reconocisteis en el Hijo de Dios. Desechada por vosotros, ha llegado a ser la piedra angular que ha reunido en una sola grey a la primera Iglesia, formada por judíos y gentiles. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente: ¡nosotros -que éramos los sin-Ley, sin-Alianza- somos adoptados como hijos de Dios! Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo." Y añade: “el Señor es bueno, eterna es su misericordia. ¡Quién de nosotros, al meditar en lo que la Iglesia celebra exultante en este salmo -la Pasión, Resurrección y Ascensión del Señor- no prorrumpirá en aclamaciones, como hicieron los niños que agitaban los ramos de palmas delante del Señor: Bendito el que viene en nombre del Señor! (v. 26)." También S. Agustín comenta al respecto: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: ¿Qué otra cosa podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo. Pero no proclamaremos estas alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que nos unirá a Él, quien gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo amor. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: el texto comienza y concluye con estas palabras; son el primer versículo y el último del salmo porque de todo lo que hemos venido narrando desde el principio hasta el fin, no hay cosa que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y un eterno «Aleluya»." "«Dicimus 'alleluia' ut solamen viatici», dice san Agustín (Nosotros decimos 'Alleluia' como consuelo de nuestro peregrinar, como nuestro viático). Y san Jerónimo afirma que, durante los primeros siglos, ese grito se había hecho tan habitual en Palestina que quienes araban los campos y trabajaban, gritaban de tanto en tanto: ¡Alleluia! Y aquellos que conducían las barcas, cuando se aproximaban, decían: ¡Alleluia! Es decir, que este grito, que surgía en medio de las acciones profanas, era una especie de jaculatoria. Pero ¡qué bella jaculatoria ésta, tan breve como expresiva, tan querida de la espiritualidad cristiana y que tanto resuena en la Liturgia de la Iglesia! ¡Cómo deberíamos hacerla nuestra, a modo de recuerdo pascual!" (Cardenal Montini; cf. Félix Arocena).

Así comentaba Juan Pablo II: “Una hermosa antífona abre y cierra el texto: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (vv. 1 y 29). La palabra "misericordia" traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de Dios para con su pueblo aliado y amigo.” Es un salmo que habla de Cristo: “Para expresar la dura prueba que ha superado y la glorificación que ha tenido como consecuencia, se compara a sí mismo a la "piedra que desecharon los arquitectos", transformada luego en "la piedra angular" (v. 22). Cristo utilizará precisamente esta imagen y este versículo, al final de la parábola de los viñadores homicidas, para anunciar su pasión y su glorificación (cf. Mt 21, 42). Aplicándose el salmo a sí mismo, Cristo abre el camino a una interpretación cristiana de este himno de confianza y de acción de gracias al Señor por su hesed, es decir, por su fidelidad amorosa, que se refleja en todo el salmo (cf. Sal 117,1.2.3.4.29). Los símbolos adoptados por los Padres de la Iglesia son dos. Ante todo, el de "puerta de la justicia", que san Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, comentaba así: "Siendo muchas las puertas que están abiertas, esta es la puerta de la justicia, a saber: la que se abre en Cristo. Bienaventurados todos los que por ella entraren y enderezaren sus pasos en santidad y justicia, cumpliendo todas las cosas sin perturbación". El otro símbolo, unido al anterior, es precisamente el de la piedra. En nuestra meditación sobre este punto nos dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición sobre el evangelio según san Lucas, comentando la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo, recuerda que "Cristo es la piedra" y que "también a su discípulo, Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que también él sea Pedro, para que de la piedra le venga la solidez de la perseverancia, la firmeza de la fe". San Ambrosio introduce entonces la exhortación: "Esfuérzate por ser tú también piedra. Pero para ello no busques fuera de ti, sino en tu interior, la piedra. Tu piedra son tus acciones; tu piedra es tu pensamiento. Sobre esta piedra se construye tu casa, para que no sea zarandeada por ninguna tempestad de los espíritus del mal. Si eres piedra, estarás dentro de la Iglesia, porque la Iglesia está asentada sobre piedra. Si estás dentro de la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán contra ti"”.

3. 1 Jn 3, 1-2: Los bautizados somos llamados "hijos de Dios"; pero esto no es un título sin contenido real alguno. Es un hecho por parte de Dios, que nos da la nueva vida; es un deber para nosotros, que nos obliga a vivir de otra manera. Nacidos de Dios (Jn 1, 12s.; 3, 5) por obra del Espíritu (Jn 3, 6), somos extraños al “mundo” del que habla Juan: son los hombres que se oponen a Dios con su incredulidad, con su ateísmo práctico (2,15-17). El que no ama a Dios y le reconoce como tal no puede amar y reconocer a los hijos de Dios. Y a la inversa. Pero no se ha manifestado lo que somos. La realidad de los hijos de Dios es una realidad escondida ante nuestros ojos y no sólo ante los ojos del mundo; pues no tenemos aún plena conciencia de lo que somos y las dificultades de la vida presente encubren la grandeza y la dignidad insospechada de los hijos de Dios. Algún día se verá, lo veremos con claridad. Entonces aparecerá lo que ya ahora se está gestando en nosotros no sin dolor. El pleno conocimiento de Dios coincidirá con el pleno conocimiento de los hijos de Dios. Cuando llegue ese día, el día en que veamos a Dios cara a cara, sabremos lo que somos y seremos semejantes a Dios, nuestro Padre. Dios nos alzará a la altura de sus ojos para que nos veamos y reconozcamos en ellos. Y se manifestará que Dios es amor y que los que aman han nacido de Dios (“Eucaristía 1988”). San Agustín comenta –como veremos luego en el Evangelio del buen pastor- que ya tenemos la prenda de lo que luego seremos, en la Eucaristía.

4. Jn 10, 11-18: Benedicto XVI hace una exposición brillante de la imagen del buen pastor que engloba varios elementos, uniéndolos como él suele: “La imagen del pastor, con la cual Jesús explica su misión tanto en los sinópticos como en el Evangelio de Juan, cuenta con una larga historia precedente. En el antiguo Oriente, tanto en las inscripciones de los reyes sumerios como en el ámbito asirio y babilónico, el rey se considera como el pastor establecido por Dios; el «apacentar» es una imagen de su tarea de gobierno. La preocupación por los débiles es, a partir de esta imagen, uno de los cometidos del soberano justo. Así, se podría decir que, desde sus orígenes, la imagen de Cristo buen pastor es un evangelio de Cristo rey, que deja traslucir la realeza de Cristo.

Los precedentes inmediatos de la exposición en figuras de Jesús se encuentran naturalmente en el Antiguo Testamento, en el que Dios mismo aparece como el pastor de Israel. Esta imagen ha marcado profundamente la piedad de Israel y, sobre todo en los tiempos de calamidad, se ha convertido en un mensaje de consuelo y confianza. Esta piedad confiada tiene tal vez su expresión más bella en el Salmo 23: El Señor es mi pastor. «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo.» (v. 4). La imagen de Dios pastor se desarrolla más en los capítulos 34-37 de Ezequiel, cuya visión, recuperada con detalle en el presente, se retoma en las parábolas sobre los pastores de los sinópticos y en el sermón de Juan sobre el pastor, como profecía de la actuación de Jesús. Ante los pastores egoístas que Ezequiel encuentra en su tiempo y a los que recrimina, el profeta anuncia la promesa de que Dios mismo buscará a sus ovejas y cuidará de ellas. «Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países, las traeré a la tierra... Yo mismo apacentaré a mis ovejas, yo mismo las haré sestear... Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré» (34, 13.15-16).

Ante las murmuraciones de los fariseos y de los escribas porque Jesús compartía mesa con los pecadores, el Señor relata la parábola de las noventa y nueve ovejas que están en el redil, mientras una anda descarriada, y a la que el pastor sale a buscar, para después llevarla a hombros todo contento y devolverla al redil. Con esta parábola Jesús les dice a sus adversarios: ¿no habéis leído la palabra de Dios en Ezequiel? Yo sólo hago lo que Dios como verdadero pastor ha anunciado: buscaré las ovejas perdidas, traeré al redil a las descarriadas.

En un momento tardío de las profecías veterotestamentarias se produce un nuevo giro sorprendente y profundo en la representación de la imagen del pastor, que lleva directamente al misterio de Jesucristo. Mateo nos narra que Jesús, de camino hacia el monte de los Olivos después de la Ultima Cena, predice a sus discípulos que pronto iba a ocurrir lo que estaba anunciado en Zacarías 13, 7: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31). En efecto, aparece aquí, en Zacarías, la visión de un pastor «que, según el designio de Dios, sufre la muerte, dando inicio al último gran cambio de rumbo de la historia» (Jeremías).

Esta sorprendente visión del pastor asesinado, que a través de la muerte se convierte en salvador, está estrechamente unida a otra imagen del Libro de Zacarías: «Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron; harán llanto como llanto por el hijo único... Aquel día será grande el duelo de Jerusalén, como el luto de Hadad-Rimón en el valle de Megido... Aquel día manará una fuente para que en ella puedan lavar su pecado y su impureza la dinastía de David y los habitantes de Jerusalén» (12,10.11; 13,1). Hadad-Rimón era una de las divinidades de la vegetación, muerta y resucitada... Su muerte, a la que le seguía luego la resurrección, se celebraba con lamentos rituales desenfrenados; para quienes participaban —el profeta y sus lectores forman parte también de este grupo—, estos ritos se convertían en la imagen primordial por excelencia del luto y del lamento. Para Zacarías, Hadad-Rimón es una de las vanas divinidades que Israel despreciaba, que desenmascara como un sueño mítico. A pesar de todo, esta divinidad se convierte a través del rito del lamento en la misteriosa prefiguración de Alguien que existe verdaderamente.

Se aprecia una relación interna con el siervo de Dios del Deutero-Isaías. Los últimos profetas de Israel vislumbran, sin poder explicar mejor la figura, al Redentor que sufre y muere, al pastor que se convierte en cordero. Karl Elliger comenta al respecto: «Pero por otro lado su mirada [de Zacarías] se dirige con gran seguridad a una nueva lejanía y gira en torno a la figura del que ha sido traspasado con una lanza en la cruz en la cima del Gólgota, pero sin distinguir claramente la figura del Cristo, aunque con la mención de Hadad-Rimón se haga una alusión también al misterio de la Resurrección, aunque se trate sólo de una alusión... sobre todo sin ver claramente la relación verdadera entre la cruz y la fuente contra todo pecado e impureza». Mientras que en Mateo, al comienzo de la historia de la pasión, Jesús cita a Zacarías 13, 7 —la imagen del pastor asesinado—, Juan cierra el relato de la crucifixión del Señor con una referencia a Zacarías 12, 10: «Mirarán al que atravesaron» (19,37). Ahora ya está claro: el asesinado y el salvador es Jesucristo, el Crucificado.

Juan relaciona todo esto con la visión de Zacarías de la fuente que limpia los pecados y las impurezas: del costado abierto de Jesús brotó sangre y agua (cf. Jn 19,34). El mismo Jesús, el que fue traspasado en la cruz, es la fuente de la purificación y de la salvación para todo el mundo. Juan lo relaciona además con la imagen del cordero pascual, cuya sangre tiene una fuerza purificadora: «No le quebrantarán un hueso» (Jn 19, 36; cf. Ex 12, 46). Así se cierra al final el círculo enlazando con el comienzo del Evangelio, cuando el Bautista, al ver a Jesús, dice: «Éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (1, 29). La imagen del cordero, que en el Apocalipsis resulta determinante aunque de un modo diferente, recorre así todo el Evangelio e interpreta a fondo también el sermón sobre el pastor, cuyo punto central es precisamente la entrega de la vida por parte de Jesús.

Sorprendentemente, el discurso del pastor no comienza con la afirmación «Yo soy el buen pastor» sino con otra imagen: «Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas» (Jn 10,7). Jesús había dicho antes: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas» (10, ls). Este paso tal vez se puede entender sólo en el sentido de que Jesús da aquí la pauta para los pastores de su rebaño tras su ascensión al Padre. Se comprueba que alguien es un buen pastor cuando entra a través de Jesús, entendido como la puerta. De este modo, Jesús sigue siendo, en sustancia, el pastor: el rebaño le «pertenece» sólo a Él.

Cómo se realiza concretamente este entrar a través de Jesús como puerta nos lo muestra el apéndice del Evangelio en el capítulo 21, cuando se confía a Pedro la misma tarea de pastor que pertenece a Jesús. Tres veces dice el Señor a Pedro: «Apacienta mis corderos» (respectivamente «mis ovejas»: 21,15-17). Pedro es designado claramente pastor de las ovejas de Jesús, investido del oficio pastoral propio de Jesús. Sin embargo, para poder desempeñarlo debe entrar por la «puerta». A este entrar —o mejor dicho, ese dejarle entrar por la puerta (cf 10,3)— se refiere la pregunta repetida tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Ahí está lo más personal de la llamada: se dirige a Simón por su nombre propio, «Simón», y se menciona su origen. Se le pregunta por el amor que le hace ser una sola cosa con Jesús. Así llega a las ovejas «a través de Jesús»; no las considera suyas —de Simón Pedro—, sino como el «rebaño» de Jesús. Puesto que llega a ellas por la «puerta» que es Jesús, como llega unido a Jesús en el amor, las ovejas escuchan su voz, la voz de Jesús mismo; no siguen a Simón, sino a Jesús, por el cual y a través del cual llega a ellas, de forma que, en su guía, es Jesús mismo quien guía.

Toda esta escena acaba con las palabras de Jesús a Pedro: «Sígueme» (21,19). El episodio nos hace pensar en la escena que sigue a la primera confesión de Pedro, en la que éste había intentado apartar al Señor del camino de la cruz, a lo que el Señor respondió: «Detrás de mí», exhortando después a todos a cargar con la cruz y a «seguirlo» (cf Mc 8,33s) También el discípulo que ahora precede a los otros como pastor debe «seguir» a Jesús. Ello comporta —como el Señor anuncia a Pedro tras confiarle el oficio pastoral— la aceptación de la cruz, la disposición a dar la propia vida. Precisamente así se hacen concretas las palabras: «Yo soy la puerta». De este modo Jesús mismo sigue siendo el pastor.

Volvamos al sermón sobre el pastor del capítulo 10. Sólo en el segundo párrafo aparece la afirmación: «Yo soy el buen pastor» (10,11). Toda la carga histórica de la imagen del pastor se recoge aquí, purificada y llevada a su pleno significado. Destacan sobre todo cuatro elementos fundamentales. El ladrón viene «para robar, matar y hacer estragos» (10,10). Ve las ovejas como algo de su propiedad, que posee y aprovecha para sí. Sólo le importa él mismo, todo existe sólo para él. Al contrario, el verdadero pastor no quita la vida, sino que la da: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (10,10).

Esta es la gran promesa de Jesús: dar vida en abundancia. Todo hombre desea la vida en abundancia. Pero, ¿qué es, en qué consiste la vida? ¿Dónde la encontramos? ¿Cuándo y cómo tenemos «vida en abundancia»? ¿Es cuando vivimos como el hijo pródigo, derrochando toda la dote de Dios? ¿Cuando vivimos como el ladrón y el salteador, tomando todo para nosotros? Jesús promete que mostrará a las ovejas los «pastos», aquello de lo que viven, que las conducirá realmente a las fuentes de la vida. Podemos escuchar aquí como un eco las palabras del Salmo 23: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas... preparas una mesa ante mí... tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida.» (2.5s). Resuenan más directas las palabras del pastor en Ezequiel: «Las apacentaré en pastizales escogidos, tendrán su dehesa en lo alto de los montes de Israel.» (34, 14).

Ahora bien, ¿qué significa todo esto? Ya sabemos de qué viven las ovejas, pero, ¿de qué vive el hombre? Los Padres han visto en los montes altos de Israel y en los pastizales de sus camperas, donde hay sombra y agua, una imagen de las alturas de la Sagrada Escritura, del alimento que da la vida, que es la palabra de Dios. Y aunque éste no sea el sentido histórico del texto, en el fondo lo han visto adecuadamente y, sobre todo, han entendido correctamente a Jesús. El hombre vive de la verdad y de ser amado, de ser amado por la Verdad. Necesita a Dios, al Dios que se le acerca y que le muestra el sentido de su vida, indicándole así el camino de la vida. Ciertamente, el hombre necesita pan, necesita el alimento del cuerpo, pero en lo más profundo necesita sobre todo la Palabra, el Amor, a Dios mismo. Quien le da todo esto, le da «vida en abundancia». Y así libera también las fuerzas mediante las cuales el hombre puede plasmar sensatamente la tierra, encontrando para sí y para los demás los bienes que sólo podemos tener en la reciprocidad.

En este sentido, hay una relación interna entre el sermón sobre el pan del capítulo 6 y el del pastor: siempre se trata de aquello de lo que vive el hombre. Filón, el gran filósofo judío contemporáneo de Jesús, dijo que Dios, el verdadero pastor de su pueblo, había establecido como pastor a su «hijo primogénito», al Logos. El sermón sobre el pastor en Juan no está en relación directa con la idea de Jesús como Logos; y sin embargo —precisamente en el contexto del Evangelio de Juan— es éste su sentido: que Jesús, como palabra de Dios hecha carne, no es sólo el pastor, sino también el alimento, el verdadero «pasto»; nos da la vida entregándose a sí mismo, a Él, que es la Vida (cf. 1,4; 3,36; 11,25).

Con esto hemos llegado al segundo motivo del sermón sobre el pastor, en el que aparece el nuevo elemento que lleva más allá de Filón, no mediante nuevas ideas, sino por un acontecimiento nuevo: la encarnación y la pasión del Hijo. «El buen pastor da la vida por las ovejas» (10,11). Igual que el sermón sobre el pan no se queda en una referencia a la palabra, sino que se refiere a la Palabra que se ha hecho carne y don «para la vida del mundo» (6,51), así, en el sermón sobre el pastor es central la entrega de la vida por las «ovejas». La cruz es el punto central del sermón sobre el pastor, y no como un acto de violencia que encuentra desprevenido a Jesús y se le inflige desde fuera, sino como una entrega libre por parte de Él mismo: «Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente» (10,17s). Aquí se explica lo que ocurre en la institución de la Eucaristía: Jesús transforma el acto de violencia externa de la crucifixión en un acto de entrega voluntaria de sí mismo por los demás. Jesús no entrega algo, sino que se entrega a sí mismo. Así, Él da la vida. Tendremos que volver de nuevo sobre este tema y profundizar más en él cuando hablemos de la Eucaristía y del acontecimiento de la Pascua.

Un tercer motivo esencial del sermón sobre el pastor es el conocimiento mutuo entre el pastor y el rebaño: «Él va llamando a sus ovejas por el nombre y las saca fuera... y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz» (10,3s). «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10,14s). En estos versículos saltan a la vista dos interrelaciones que debemos examinar para entender lo que significa ese «conocer». En primer lugar, conocimiento y pertenencia están entrelazados. El pastor conoce a las ovejas porque éstas le pertenecen, y ellas lo conocen precisamente porque son suyas. Conocer y pertenecer (en el texto griego, ser «propio de»: ta ídiá) son básicamente lo mismo. El verdadero pastor no «posee» las ovejas como un objeto cualquiera que se usa y se consume; ellas le «pertenecen» precisamente en ese conocerse mutuamente, y ese «conocimiento» es una aceptación interior. Indica una pertenencia interior, que es mucho más profunda que la posesión de las cosas.

Lo veremos claramente con un ejemplo tomado de nuestra vida. Ninguna persona «pertenece» a otra del mismo modo que le puede pertenecer un objeto. Los hijos no son «propiedad» de los padres; los esposos no son «propiedad» uno del otro. Pero se «pertenecen» de un modo mucho más profundo de lo que pueda pertenecer a uno, por ejemplo, un trozo de madera, un terreno o cualquier otra cosa llamada «propiedad». Los hijos «pertenecen» a los padres y son a la vez criaturas libres de Dios, cada uno con su vocación, con su novedad y su singularidad ante Dios. No se pertenecen como una posesión, sino en la responsabilidad. Se pertenecen precisamente por el hecho de que aceptan la libertad del otro y se sostienen el uno al otro en el conocerse y amarse; son libres y al mismo tiempo una sola cosa para siempre en esta comunión.

De este modo, tampoco las «ovejas», que justamente son personas creadas por Dios, imágenes de Dios, pertenecen al pastor como objetos; en cambio, es así como se apropian de ellas el ladrón o el salteador. Ésta es precisamente la diferencia entre el propietario, el verdadero pastor y el ladrón: para el ladrón, para los ideólogos y dictadores, las personas son sólo cosas que se poseen. Pero para el verdadero pastor, por el contrario, son seres libres en vista de alcanzar la verdad y el amor; el pastor se muestra como su propietario precisamente por el hecho de que las conoce y las ama, quiere que vivan en la libertad de la verdad. Le pertenecen mediante la unidad del «conocerse», en la comunión de la Verdad, que es Él mismo. Precisamente por eso no se aprovecha de ellas, sino que entrega su vida por ellas. Del mismo modo que van unidos Logos y encarnación, Logos y pasión, también conocerse y entregarse son en el fondo una misma cosa.

Escuchemos de nuevo la frase decisiva: «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10,14s). En esta frase hay una segunda interrelación que debemos tener en cuenta. El conocimiento mutuo entre el Padre y el Hijo se entrecruza con el conocimiento mutuo entre el pastor y las ovejas. El conocimiento que une a Jesús con los suyos se encuentra dentro de su unión cognoscitiva con el Padre. Los suyos están entretejidos en el diálogo trinitario; volveremos a tratar esto al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús. Entonces podremos comprender cómo la Iglesia y la Trinidad están enlazadas entre sí. La compenetración de estos dos niveles del conocer resulta de suma importancia para entender la naturaleza del «conocimiento» de la que habla el Evangelio de Juan.

Trasladando esto a nuestra experiencia vital, podemos decir: sólo en Dios y a través de Dios se conoce verdaderamente al hombre. Un conocer que reduzca al hombre a la dimensión empírica y tangible no llega a lo más profundo de su ser. El hombre sólo se conoce a sí mismo cuando aprende a conocerse a partir de Dios, y sólo conoce al otro cuando ve en él el misterio de Dios. Para el pastor al servicio de Jesús eso significa que no debe sujetar a los hombres a él mismo, a su pequeño yo. El conocimiento recíproco que le une a las «ovejas» que le han sido confiadas debe tender a introducirse juntos en Dios y dirigirse hacia Él; debe ser, por tanto, un encontrarse en la comunión del conocimiento y del amor de Dios. El pastor al servicio de Jesús debe llevar siempre más allá de sí mismo para que el otro encuentre toda su libertad; y por ello, él mismo debe ir también siempre más allá de sí mismo hacia la unión con Jesús y con el Dios trinitario.

El Yo propio de Jesús está siempre abierto al Padre, en íntima comunión con Él; nunca está solo, sino que existe en el recibirse y en el donarse de nuevo al Padre. «Mi doctrina no es mía», su Yo es el Yo sumido en la Trinidad. Quien lo conoce, «ve» al Padre, entra en esa su comunión con el Padre. Precisamente esta superación dialógica que hay en el encuentro con Jesús nos muestra de nuevo al verdadero pastor, que no se apodera de nosotros, sino que nos conduce a la libertad de nuestro ser, adentrándonos en la comunión con Dios y dando Él mismo su propia vida.

Llegamos al último gran tema del sermón sobre el pastor: el tema de la unidad. Aparece con gran relieve en la profecía de Ezequiel. «Recibí esta palabra del Señor: "hijo de hombre, toma una vara y escribe en ella 'Judá' y su pueblo; toma luego otra vara y escribe 'José', vara de Efraín, y su pueblo. Empálmalas después de modo que formen en tu mano una sola vara". Esto dice el Señor: "Voy a recoger a los israelitas de las naciones a las que se marcharon, voy a congregarlos de todas partes... Los haré un solo pueblo en mi tierra, en los montes de Israel... No volverán ya a ser dos naciones ni volverán a desmembrarse en dos reinos"» (Ez 37,15-17.21s). El pastor Dios reúne de nuevo en un solo pueblo al Israel dividido y disperso.

El sermón de Jesús sobre el pastor retoma esta visión, pero ampliando de un modo decisivo el alcance de la promesa: «Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (10,16). La misión de Jesús como pastor no sólo tiene que ver con las ovejas dispersas de la casa de Israel, sino que tiende, en general, «a reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (11,52). Por tanto, la promesa de un solo pastor y un solo rebaño dice lo mismo que aparece en Mateo, en el envío misionero del Resucitado: «Haced discípulos de todos los pueblos» (28,19); y que además se reitera otra vez en los Hechos de los Apóstoles como palabra del Resucitado: «Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo» (1,8).

Aquí se nos muestra con claridad la razón interna de esta misión universal: hay un solo pastor. El Logos, que se ha hecho hombre en Jesús, es el pastor de todos los hombres, pues todos han sido creados mediante aquel único Verbo; aunque estén dispersos, todos son uno a partir de Él y en vista de Él. La humanidad, más allá de su dispersión, puede alcanzar la unidad a partir del Pastor verdadero, del Logos, que se ha hecho hombre para entregar su vida y dar, así, vida en abundancia (10,10).

La figura del pastor se convirtió muy pronto —está documentado ya desde el siglo III— en una imagen característica del cristianismo primitivo. Existía ya la figura bucólica del pastor que carga con la oveja y que, en la ajetreada sociedad urbana, representaba y era estimada como el sueño de una vida tranquila. Pero el cristianismo interpretó enseguida la figura de un modo nuevo basándose en la Escritura; sobre todo a la luz del Salmo 23: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por días sin término». En Cristo reconocieron al buen pastor que guía a través de los valles oscuros de la vida; el pastor que ha atravesado personalmente el tenebroso valle de la muerte; el pastor que conoce incluso el camino que atraviesa la noche de la muerte, y que no me abandona ni siquiera en esta última soledad, sacándome de ese valle hacia los verdes pastos de la vida, al «lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Clemente de Alejandría describió esta confianza en la guía del pastor en unos versos que dejan ver algo de esa esperanza y seguridad de la Iglesia primitiva, que frecuentemente sufría y era perseguida: «Guía, pastor santo, a tus ovejas espirituales: guía, rey, a tus hijos incontaminados. Las huellas de Cristo son el camino hacia el cielo».

Pero, naturalmente, a los cristianos también les recordaba la parábola tanto del pastor que sale en busca de la oveja perdida, la carga sobre sus hombros y la trae de vuelta a casa, como el sermón sobre el pastor del Evangelio de Juan. Para los Padres estos dos elementos confluyen uno en el otro: el pastor que sale a buscar a la oveja perdida es el mismo Verbo eterno, y la oveja que carga sobre sus hombros y lleva de vuelta a casa con todo su amor es la humanidad, la naturaleza humana que Él ha asumido. En su encarnación y en su cruz conduce a la oveja perdida —la humanidad— a casa, y me lleva también a mí. El Logos que se ha hecho hombre es el verdadero «portador de la oveja», el Pastor que nos sigue por las zarzas y los desiertos de nuestra vida. Llevados en sus hombros llegamos a casa. Ha dado la vida por nosotros. Él mismo es la vida”.

En Cristo Buen Pastor, Dios nos ha manifestado su Amor sin medida en el árbol de la Cruz. Por eso canta la Liturgia: “Oh Cruz fiel!, árbol noble, / vigoroso más que el roble; / ningún bosque germinó / tales hojas, flor y frutos” (Himno de Viernes Santo). “El precio que Cristo pagó por nuestro rescate fue su propia vida. Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!" (Pregón pascual). De este modo nos ama y salva el Señor, por eso nos dice S. Pablo: "Habéis sido comprados a gran precio" (1 Co 6,20). Así, todo hombre puede afirmar: "El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20). Con el deseo de perpetuar ese momento Jesucristo nos dejó el Santo Sacrificio de la Misa. El Concilio Vaticano II dice: "Cada vez que se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, por el que se inmoló Cristo nuestra Pascua, se realiza la obra de nuestra redención" (Const. Lumen gentium, n. 3). Por tanto, ¡con qué disposiciones hemos de asistir a la Santa Misa!, y con qué devoción participar en ella, conscientes de que nos encontramos nuevamente ante el misterio de la Cruz! Pero no contento con esto, Jesucristo se nos entrega como alimento en la Eucaristía, Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, para reconfortarnos en nuestro andar terreno y como prenda de la vida eterna. Es el mismo que nació, vivió, murió y resucitó en Palestina. Recibir al Señor en la Comunión es algo todavía más grande si cabe. "Humildad de Jesús: en Belén, en Nazareth, en el Calvario... -Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazareth, y que en la Cruz. Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa!" (Camino, n. 533). Jesucristo venció la muerte y resucitó a una vida gloriosa para nunca más morir. De ahí la alegría de la Pascua, que se prolonga durante cincuenta días. "Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (...): en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía" (J. Escrivá). De ahí que nuestra fe nos lleve a estar siempre alegres, siempre contentos, porque en Jesucristo está el triunfo verdadero, la vida que vale verdaderamente la pena ser vivida, que es la unión con Dios. Así citaba a san Luis María Grignion de Monfort Juan Pablo II, como “una admirable página… que proclama la fe cristológica de la Iglesia: Jesucristo es el alfa y la omega, ‘el principio y el fin’ de todo… Él es el único maestro que debe instruirnos, el único Señor del que dependemos, la única cabeza a la que debemos estar unidos, el único modelo al que debemos asemejarnos, el único médico que nos debe curar, el único pastor que nos debe alimentar, el único camino que debemos seguir, la única verdad que debemos creer, la única vida que debe vivificarnos, lo único que nos debe bastar en todo… todo fiel que no esté unido a Cristo como el sarmiento a la vid, se cae, se seca y sólo sirve para ser arrojado al fuego. En cambio, si estamos en Jesucristo y Jesucristo está en nosotros, no debemos temer ninguna condena. Ni los ángeles del cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni ninguna otra criatura podrán producirnos mal alguno, porque no podrán separarnos jamás del amor de Dios, en Jesucristo. Todo lo podemos por Cristo, con Cristo y en Cristo; podemos dar todo honor y toda gloria al Padre, en la unidad del Espíritu Santo; podemos alcanzar la perfección y ser perfume de vida eterna para el prójimo” (Catequesis del Credo, 4.2.1998).

jueves, 26 de abril de 2012

VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA: la vida de Jesús se nos transmite por la fe y la Eucaristía, y esta experiencia de Vida podemos comunicarla a

1ª Lectura Hechos 9,1-20: 1 Saulo, por su parte, respirando aún amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote 2 y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, con el fin de que si encontraba algunos que siguieran este camino, hombres o mujeres, pudiera llevarlos presos a Jerusalén. 3 En el camino, cerca ya de Damasco, de repente le envolvió un resplandor del cielo; 4 cayó a tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». 5 Él preguntó: «¿Quién eres, Señor?». Y Él: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. 6 Levántate y entra en la ciudad; allí te dirán lo que debes hacer». 7 Los que lo acompañaban se quedaron atónitos, oyendo la voz, pero sin ver a nadie. 8 Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada; lo llevaron de la mano a Damasco, 9 donde estuvo tres días sin ver y sin comer ni beber. 10 Había en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor llamó en una visión: «¡Ananías!». Y él respondió: «Aquí estoy, Señor». 11 El Señor le dijo: «Vete rápidamente a la casa de Judas, en la calle Recta, y pregunta por un tal Saulo de Tarso, que está allí en oración 12 y ha tenido una visión: un hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos para devolverle la vista». 13 Ananías respondió: «Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y decir todo el mal que ha hecho a tus fieles en Jerusalén. 14 Y está aquí con plenos poderes de los sumos sacerdotes para prender a todos los que te invocan». 15 El Señor le dijo: «Anda, que éste es un instrumento que he elegido yo para llevar mi nombre a los paganos, a los reyes y a los israelitas. 16 Yo le mostraré cuánto debe padecer por mí». 17 Ananías partió inmediatamente y entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: «Saulo, hermano mío, vengo de parte de Jesús, el Señor, el que se te apareció en el camino por el que venías, para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo». 18 En el acto se le cayeron de los ojos como escamas, y recobró la vista; se levantó y fue bautizado. 19 Comió y recobró fuerzas. Y se quedó unos días con los discípulos que había en Damasco. 20 Y en seguida se puso a predicar en las sinagogas proclamando que Jesús es el Hijo de Dios.

Salmo Responsorial 117,1-2: 1 ¡Aleluya! Alabad al Señor, todos los pueblos, aclamadlo, todas las naciones, 2 pues su amor por nosotros es muy grande y su lealtad dura por siempre.

Evangelio Jn 6,52-59 (también Jn 6, 51-59 se lee en el DOMINGO 20B): 52 Los judíos discutían entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». 53 Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. 54 El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. 55 Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. 56 El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. 57 Como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así el que me come vivirá por mí. 58 Éste es el pan que ha bajado del cielo; no como el que comieron los padres, y murieron. El que come este pan vivirá eternamente». 59 Dijo todo esto enseñando en la sinagoga de Cafarnaum.

Comentario: 1. a) La conversión de Pablo es un acontecimiento muy recordado en el Nuevo Testamento (Hch 9,1-20; 22,6.21; Gl 1,11-17; 1 Cor 15,3-8); impresiona que el perseguidor pase a ser el apóstol más audaz: ¡Señor, transfórmanos! ¡Señor, mira los países perseguidos! ¡Señor, cambia nuestros corazones! Señor, ayúdanos a ver cómo tu designio puede ir progresando misteriosamente en todas las situaciones aparentemente opuestas al evangelio.

-“Yendo de camino y cerca ya de Damasco, de repente le rodeó la claridad de una luz venida del cielo”; la capital de Siria estaba a 230-250 km de distancia. Hay una persecución, como hoy, quizá por ideas equivocadas, por miserias y resentimientos… En nuestro camino, podemos ir contra Jesús, sin verle: “son también nuestras miserias las que ahora nos impiden contemplar al Señor, y nos presentan opaca y contrahecha su figura. Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos se nublan, necesitamos ir a la luz. Y Cristo ha dicho: ego sum lux mundi! (Jn 8,12), yo soy la luz del mundo. Y añade: el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida” (S. Josemaría Escrivá).

Cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Decía uno: “De muchacho oí predicar que para convertirse el hombre necesita ‘agere contra’, luchar contra sus propias tendencias, ir contra corriente de su alma, cambiarse como un guante al que se da la vuelta. Así si eras impetuoso tenías que volverte apocado; si tímido, en atrevido; si impulsivo, en sereno… Pensando, no encontraba respuesta ¿es posible que si Dios me quería rápido, me haya creado lento? ¿por qué no empezó por ahí?” Es verdad, más que cambiar hemos de aceptarnos como somos. La felicidad no está en cambiar. Dice una historia: “Durante años fui un neurótico (aquí cada uno puede poner sus defectos: impuntual, desordenado, caótico…). Era un ser angustiado, deprimido y egoísta. Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara. No dejaban de recordarme lo neurótico que yo era. Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos, y deseaba cambiar, pero no acababa de conseguirlo por mucho que lo intentara. Lo peor era que en mi familia tampoco dejaban de recordarme lo neurótico que yo estaba. Y también insistían en la necesidad de que yo cambiara. También con ellos estaba de acuerdo, y no podía sentirme ofendido. De manera que me sentía impotente y como atrapado. Pero un día me dijo un amigo: «No cambies. Sigue siendo tal como eres. En realidad no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte». Aquellas palabras sonaron en mis oídos como música: «No cambies. No cambies. No cambies... Te quiero...». Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh, maravilla!, cambié. Ahora sé que en realidad no podía cambiar hasta encontrar a alguien que me quisiera, prescindiendo de que cambiara o dejara de cambiar”. El cambio de vida comienza por ese aceptarse a uno mismo y a los demás, respetar su libertad y no perseguir a nadie para que cambie…

Ya vimos cuando el pueblo de Israel va por el desierto y llegan las “serpientes venenosas”, símbolos de espanto: animal sinuoso y deslizante, difícil de atrapar, que ataca siempre por sorpresa y cuya mordedura es venenosa, de potencia maléfica, casi mágica. En este mundo, podemos ser felices y tocar el paraíso con los dedos cuando nos elevamos de puntillas y alargamos las manos con la esperanza, y para ello hay que esquivar el hechizo de esas serpientes del amor desordenado a las cosas que hace envidiar y odiar a las personas, cuando el amor es sólo para las personas. Y, como consecuencia, la falta de amor a uno mismo, querer ser de otra manera, ansiar salir de cómo somos. El paraíso tiene en el centro el árbol de la vida, al que no podemos llegar por la técnica y el poder: la sabiduría de la vida auténtica se consigue de otro modo, por el amor, como cuenta también otra historia sobre “el secreto para ser feliz”.

Hace muchísimos años, vivió en la India un sabio de quien se decía guardaba en un cofre encantado un gran secreto que lo hacía el hombre más feliz del mundo. Muchos reyes, envidiosos, le ofrecían poder y dinero, y hasta intentaron robarlo para obtener el cofre, pero todo era en vano. Cuanto más lo intentaban, más infelices eran, pues la envidia no los dejaba vivir. Así pasaban los años. Un día llegó ante el sabio un niño y le dijo: “Señor, al igual que tú, también quiero ser inmensamente feliz. ¿Por qué no me enseñas qué debo hacer para conseguirlo?” El sabio, al ver la sencillez y la pureza del niño, le dijo: “A ti te enseñaré el secreto para ser feliz. Ven conmigo y presta mucha atención: En realidad son dos cofres en donde guardo el secreto para ser feliz y estos son mi mente y mi corazón y, el gran secreto no es otro que una serie de pasos que debes seguir a lo largo de la vida: El primero es saber ver a Dios en todas las cosas, amarlo y darle gracias por todo lo que tienes y lo que te pasa. El segundo, es que debes quererte a ti mismo, y todos los días al levantarte y al acostarte debes afirmar: Yo soy importante, yo valgo, soy capaz, soy inteligente, soy cariñoso, espero mucho de mí, no hay obstáculo que no pueda vencer. El tercer paso es que debes poner en práctica todo lo que dices que eres, es decir, si piensas que eres inteligente, actúa inteligentemente; si piensas que eres capaz, haz lo que te propones; si piensas que eres cariñoso, expresa tu cariño; si piensas que no hay obstáculos que no puedas vencer, entonces proponte metas en tu vida y lucha por ellas hasta lograrlas: se llama motivación. El cuarto, es que no debes envidiar a nadie por lo que tiene o por lo que es, ellos alcanzaron su meta, logra tú las tuyas. El quinto, es que no debes albergar en tu corazón rencor hacia nadie; ese sentimiento no te dejará ser feliz; deja que las leyes de Dios hagan justicia, y tú... Perdona y olvida. El sexto es que no debes tomar las cosas que no te pertenecen, recuerda que de acuerdo a las leyes de la naturaleza, mañana te quitarán algo de más valor. El séptimo, es que no debes maltratar a nadie; todos los seres del mundo tenemos derecho a que se nos respete y se nos quiera. Y por ultimo, levántate siempre con una sonrisa en los labios, observa a tu alrededor y descubre en todas las cosas el lado bueno y bonito; piensa en lo afortunado que eres al tener todo lo que tienes; ayuda a los demás, sin pensar que vas a recibir nada a cambio; mira a las personas y descubre en ellas sus cualidades.

Volvemos a Saulo. Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto; oían la voz, pero no veían a nadie… Saulo está a punto de sufrir una transformación, y tendrá que pasar por la soledad que pasó Jesús en la Pasión.

La verdad no está en ser “perfecto” mirándose sólo a sí mismo. Pasarse la vida luchando ‘contra’ los propios defectos, es tiempo perdido. ‘Cuando deje de ser egoísta, podré empezar a amar’, así no empezaré a amar nunca. Si me digo: ‘voy a empezar a amar…’ entonces el amor irá pulverizando el egoísmo que me corroe. No es que tengamos muchos defectos; en realidad practicamos pocas virtudes, y así el horno interior está apagado. Y, claro, en un alma semivacía pronto empieza a multiplicarse la hojarasca.

-“Cayó en tierra y oyó una voz que le decía: "Saulo, Saulo, ¿por qué «me» persigues?"” Todos buscan a Jesús, se preguntan: ¿Qué hago con la vida?; ¿de donde vengo…? ¿A donde voy? ¿Me salvaré? Cristo revela el hombre al hombre y le manifiesta la grandeza de su vocación (Gaudium et spes), en su caminar terreno decían de él: “porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos”; y resucitado también. La humanidad de Cristo sigue viva, y funda la iglesia, por eso entiende Pablo que perseguir a los cristianos es perseguir a Jesús, que Jesús está presente en los cristianos, en la Iglesia: estar en ella es estar con Jesús, en ella encontramos a Jesús. Quienes desprecian la Iglesia como Saulo reciben estas palabras: “yo soy Jesús, a quien tú persigues”. “No dice –S. Beda- ¿por qué persigues a mis miembros? Sino ¿por qué me persigues? Porque Él todavía padece afrentas en su Cuerpo, que es la iglesia”, perseguir a la Iglesia es perseguir a Jesús. Llevamos la gente a Jesús cuando les invitamos a una charla de formación, a visitar el Sagrario, a rezar el Rosario o asistir a un retiro, a rezar (hablar con Dios): por la piedad, Dios dice de cada uno (imagen de su Hijo): “este es mi hijo amado, escuchadle”. Toda persona lleva dentro inquietudes, como la cierva que tiene sed se pregunta: ¿por dónde voy a beber? Como las ovejas que van a buen pasto… y necesitan un pastor, el buen pastor es el Papa, buen pastor son los fieles a Jesús.

Saulo creía perseguir a discípulos, hombres y mujeres. Encuentra a «Jesús». Es sorprendido por Cristo viviente, resucitado, presente en sus discípulos. «Lo que hiciereis al más pequeño de los míos, había dicho, me lo habréis hecho a mí.» Pablo encuentra a Jesús, en esos hombres y esas mujeres a quienes está persiguiendo: "¿por qué «me» persigues?" Desde el primer día de su encuentro con Jesús, se encuentra con el Cuerpo total de Jesús: los cristianos son el Cuerpo de Cristo, como dirá más tarde a los Romanos (12,5) «Vosotros sois el Cuerpo de Cristo... miembros de su Cuerpo...». Al comer el «Cuerpo de Cristo» en la eucaristía, los cristianos pasan a ser «cuerpo de Cristo». Gran responsabilidad la nuestra: en nosotros hacemos visible a Cristo, somos el cuerpo de Cristo... Ayúdame, Señor, a sacar las consecuencias concretas de este descubrimiento.

-“¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero, levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer”. Allí pasó tres días sin ver, sin comer y sin beber… Bernardino Herrando dice: “La conversión es mucho más que un arrepentimiento o un clara conciencia de un mal hecho. La conversión es emprender un nuevo camino bajo la misericordia de Dios. Y sin dejar de ser uno mismo. Convertirse no es haber sido impetuoso y ser ahora una malva. Es ser ahora impetuoso bajo la misericordia de Dios. Por fortuna, San Pablo se convirtió de verdad; es decir, siguió siendo él mismo. Cambió de camino, pero no de alma”. A San Pablo un día Dios le tiró (los pintores lo ponen cayendo del caballo) y le explicó que toda esa violencia era agua desbocada. Pero no le convirtió en un muchachito bueno, dulce y pacífico. No le cambió el alma de fuego por otra de mantequilla. Su amor a la ley judaica se transmutó por unas ansias por la Ley de Cristo. Efectivamente, había cambiado de camino, pero no de alma. Este es el cambio que Dios espera del hombre: que luchemos por el espíritu, como hasta ahora hemos peleado por dominar; que nos empeñemos en ayudar a los demás, como deseábamos que todos nos sirvieran. No que echemos agua al moscatel de nuestro espíritu, sino que se convierta en vino que conforte y no emborrache. A veces parece que esto quita libertad, que ata. “¡Cadenas de Jesús! Cadenas, que voluntariamente se dejó Él poner, atadme, hacedme sufrir con mi Señor, para que este cuerpo de muerte se humille... Porque -no hay término medio- o le aniquilo o me envilece. Más vale ser esclavo de mi Dios que esclavo de mi carne” (san Josemaría).

La resurreción es, como dice Bessiere, “un fuego que corre por la sangre de nuestra humanidad. Un fuego que nada ni nadie puede apagar”. Salvo nuestra propia mediocridad y aburrimiento. Los resucitados son los que tienen un “plus” de vida que les sale por los ojos y se convierte enseguida en algo contagioso. Algo que demuestra que el espíritu es más fuerte que el cuerpo.

Ahora entra en escena el bueno de Ananías, que recibe el encargo de ir a curar a Saulo: «Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los muchos males que ha causado a tus santos en Jerusalén y que está aquí con poderes de los sumos sacerdotes para apresar a todos los que invocan tu nombre.» El Señor le contestó: «Vete, pues éste me es un instrumento de elección que lleve mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre.»

Decía uno: “Yo conozco mucha gente que sin ir a médicos especialistas viven resucitados: una ciega que reparte alegría en un hospital de cancerosos; un pianista ciego que toca para asilos de ancianos; jóvenes que gastan el tiempo que no tienen en despertar minusválidos…” Pues eso: Dedícate a repartir resurrección… basta con chapuzarse en el río de tus propias esperanzas para salir de él chorreando amor a los demás.

“Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer”… es la llamada al apostolado, como decía Pablo VI: “el apostolado es… una voz interior inquietante y tranquilizante a un tiempo, una voz dulce e imperiosa, una voz molesta y a la vez amorosa, una voz que, coincidiendo con circunstancias imprevistas y con grandes acontecimientos, se convierte en un determinado momento en atrayente, determinante, casi reveladora de nuestra vida y nuestro destino, incluso profética y casi victoriosa, que al fin hace huir toda incertidumbre, toda timidez y todo temor y simplifica –hasta hacerla fácil, deseable y feliz- la respuesta de nuestro ser, en la expresión de esa sílaba que desvela el supremo secreto del amor: sí, sí, Señor, dime lo que tengo que hacer y lo intentaré, lo haré. Como san Pablo, derribado a las puertas de Damasco: ¿Qué quieres que haga?

La raíz del apostolado se hunde en esta profundidad: el apostolado es vocación, es elección, es encuentro interior con Cristo, es abandono de la propia y personal autonomía a su voluntad, a su invisible presencia; es una cierta sustitución de nuestro pobre corazón inquieto, voluble y a veces infiel pero ávido de amor, por el suyo, por el corazón de Cristo que comienza a latir en la criatura que ha elegido. Entonces se desarrolla el segundo acto del drama psicológico del apostolado: la necesidad de expandirse, la necesidad de hacer, la necesidad de dar, la necesidad de hablar, la necesidad de transmitir a los demás el propio tesoro, el propio fuego (…). El apostolado se convierte en expansión continua de un alma, en exuberancia de una personalidad poseída de Cristo y animada por su Espíritu; se convierte en la necesidad de correr, de trabajar, de intentar todo lo posible para la difusión del Reino de Dios, para la salvación de los otros, de todos”.

Tomó alimento y recobró las fuerzas. Estuvo algunos días con los discípulos de Damasco, y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él era el Hijo de Dios.

Todo comenzó con aquel encuentro luminoso. Esta es una de las maneras de afirmar el «hecho» de la resurrección. En aquel día, Jesús es para Pablo un ser vivo. Ese diálogo de hoy lo seguirá cada día a lo largo de toda su vida, en una oración incesante. «¿Quién eres? -Yo soy Jesús.» Todas las epístolas de san Pablo serán fruto de ese diálogo. Desde ahora, Pablo y Jesús vivirán juntos, como dos compañeros, uno «visible» que hace el trabajo y toma la palabra... el otro «invisible» que anima el trabajo desde el interior, que sugiere la palabra... Pablo, lugarteniente de Cristo, teniendo-el-lugar de Cristo, otro Cristo.

-“Este hombre es el instrumento que he elegido para que lleve mi nombre ante las naciones, los reyes y los hijos de Israel”. Señor, haz de mí también un instrumento de tu salvación, de tu alegría (Noel Quesson).

b) Pablo es modelo. Hoy los jóvenes se preguntan: “¿Qué personaje admiro? ¿Quién es mi mujer/hombre impacto? ¿Con qué fotos forro la carpeta del colegio? Saulo corría, pero fuera del camino, como aquel hombre en trineo que iba hacia el norte sobre el hielo, sin saber que estaba en un iceberg, y que se dirigía hacia el sur en realidad, perdido en medio del océano: cuanto más corre, más lejos está. Jesús nos interpela también a nosotros: ¿por qué me persigues? Ananías ayudó en ese camino nuevo… "En materia de religión hay dos tipos de personas dignas de elogio: los que han encontrado a Dios y a éstos hay que suponerlos plenamente felices, y los que lo buscan ardorosa y sinceramente. En cambio, hay tres tipos de hombres a los que hay que censurar y condenar sin ambages: primero, los que tienen un prejuicio, es decir, creen saber lo que no saben; luego, los que teniendo conciencia de no saber, buscan de tal manera que no pueden encontrar; y finalmente los que ni piensan saber ni quieren buscar" (S. Agustín).

El Señor llamó en una visión a «Ananías.» Caso parecido al de Pedro (Hch 10,1) cuando en Cesarea había un hombre, llamado Cornelio, centurión de la cohorte Itálica, piadoso y temeroso de Dios, como toda su familia, daba muchas limosnas al pueblo y continuamente oraba a Dios. Vio claramente en visión, hacia la hora nona del día, que el Ángel de Dios entraba en su casa y le decía: «Cornelio.» Él le miró fijamente y lleno de espanto dijo: «¿Qué pasa, señor?» Le respondió: “Tus oraciones y tus limosnas han subido como memorial ante la presencia de Dios. Ahora envía hombres a Joppe (hoy Jaffa, que forma el núcleo antiguo de Tel-Aviv) y haz venir a un tal Simón, a quien llaman Pedro. Este se hospeda en casa de un tal Simón, curtidor, que tiene la casa junto al mar…”

El Señor es tan fino y delicado que nunca nos manifestará sus deseos directamente. Prefiere nuestra libertad a sus preferencias. Tanto en lo humano, como en lo sobrenatural, necesitamos una ayuda, quizá un “entrenador” o director espiritual. Sólo se vive una vez, y hay que aprovechar los “cartuchos” de cada día de la existencia, no echarlos a perder, vivir con sensatez, en un clima de confianza. La Lituania comunista estaba plagada de caras desconfiadas, con el alma repleta de cicatrices por seguir a tantos líderes que les han engañado. Necesitamos en la vida un clima de confianza, desde el cielo viene la voz de Dios y por la confianza se nos concreta: Oración, ayuda de esa confianza personal… "Saulo, ¿por qué me persigues?" (Hch 9,04). «¿Desde dónde grita? Desde el cielo. Luego está arriba, ¿Por qué me persigues? Luego está abajo» (San Agustín). A la cabeza y al cuerpo, al Señor glorificado y a la comunidad de los creyentes, que forman juntos el Cristo uno.

2. –Por eso lo mejor que podemos hacer es cantar con el Salmo 117/116: «Alabad al Señor todas las naciones, celebradlo todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad permanece por siempre». Glorifiquemos a Dios y démosle gracias, pues Él ha hecho que su salvación no se quede como privilegio de una raza o de un sólo pueblo, sino que llegue a todas las naciones, de todos los tiempos, lugares y culturas. Efectivamente Dios quiere que todos los hombres se salven. Y aquel pueblo que era considerado un olivo silvestre ha sido injertado en el olivo verdadero, en Cristo Jesús, pues la salvación, conforme al plan previsto y sancionado por Dios, nos ha llegado por medio de los judíos. Así, por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro, todo aquel que lo acepte en su propia vida podrá convertirse en una oblación pura y en una continua alabanza del Nombre de Dios, nuestro Padre. Dios, en Adán, prometió enviarnos un salvador. Y en Adán no estaba simbolizado un pueblo, sino la humanidad entera. Y Dios ha cumplido sus promesas, dando así a conocer su amor por nosotros y que su fidelidad es eterna. Aprovechemos la oportunidad de ser renovados en Cristo, pues no tendremos ya otro nombre en el cual podamos alcanzar el perdón de los pecados y la salvación eterna.

3. a) -Discutían entre sí los judíos: "¿Cómo puede este darnos a comer su carne? Ellos lo interpretan de la manera más realista; y les choca.

-Jesús dijo entonces: "Sí, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros." Lejos de atenuar el choque, Jesús repite lo que ya ha dicho; lo enlaza explícitamente con el "sacrificio del caIvario"... "el pan que yo daré, es mi carne... que habré dado antes en la Pasión, para la vida del mundo". La alusión a la "sangre", en el pensamiento de Jesús, remite también a la cruz y a la muerte que da la vida. No olvidemos que cuando San Juan puso por escrito este discurso había estado celebrando la eucaristía durante más de 60 años. ¿Cómo podría admitirse que sus lectores de entonces no hubiesen aplicado inmediatamente estas frases a la eucaristía: cuerpo entregado y sangre vertida? Por otra parte, si Jesús no hubiese nunca hablado así, ¿cómo los apóstoles, la tarde de la Cena, hubiesen podido comprender algo de lo que Jesús estaba haciendo? La institución de la eucaristía, la tarde del jueves santo, hubiera sido ininteligible para los Doce, si Jesús no les hubiera jamás preparado anteriormente.

-“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día. En efecto, mi carne es la verdadera comida, y mi sangre es la verdadera bebida… Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre..."

El discurso de Jesús ha sido intenso, y nos invita a pensar si nuestra celebración de la Eucaristía produce en nosotros esos efectos que Él anunciaba en Cafarnaum. Lo de «tener vida» puede ser una frase hecha que no significa gran cosa si la entendemos en la esfera meramente teórica. ¿Se nota que, a medida que celebramos la Eucaristía y en ella participamos de la Carne y Sangre de Cristo, estamos más fuertes en nuestro camino de fe, en nuestra lucha contra el mal? ¿o seguimos débiles, enfermos, apáticos? Lo que dice Jesús: «el que me come permanece en mí y yo en él», ¿es verdad para nosotros sólo durante el momento de la comunión o también a lo largo de la jornada? Después de la comunión -en esos breves pero intensos momentos de silencio y oración personal- le podemos pedir al Señor, a quien hemos recibido como alimento, que en verdad nos dé su vida, su salud, su fortaleza, y que nos la dé para toda la jornada. Porque la necesitamos para vivir como seguidores suyos día tras día (J. Aldazábal): «El Señor crucificado resucitó de entre los muertos y nos rescató. Aleluya» (Comunión).

c) Àngel Caldas: “Hoy, Jesús hace tres afirmaciones capitales, como son: que se ha de comer la carne del Hijo del hombre y beber su sangre; que si no se comulga no se puede tener vida; y que esta vida es la vida eterna y es la condición para la resurrección (cf. Jn 6,53.58). No hay nada en el Evangelio tan claro, tan rotundo y tan definitivo como estas afirmaciones de Jesús. No siempre los católicos estamos a la altura de lo que merece la Eucaristía: a veces se pretende “vivir” sin las condiciones de vida señaladas por Jesús y, sin embargo, como ha escrito Juan Pablo II, «la Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones». “Comer para vivir”: comer la carne del Hijo del hombre para vivir como el Hijo del hombre. Este comer se llama “comunión”. Es un “comer”, y decimos “comer” para que quede clara la necesidad de la asimilación, de la identificación con Jesús. Se comulga para mantener la unión: para pensar como Él, para hablar como Él, para amar como Él. A los cristianos nos hacía falta la encíclica eucarística de Juan Pablo II, La Iglesia vive de la Eucaristía. Es una encíclica apasionada: es “fuego” porque la Eucaristía es ardiente. «Vivamente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15), decía Jesús al atardecer del Jueves Santo. Hemos de recuperar el fervor eucarístico. Ninguna otra religión tiene una iniciativa semejante. Es Dios que baja hasta el corazón del hombre para establecer ahí una relación misteriosa de amor. Y desde ahí se construye la Iglesia y se toma parte en el dinamismo apostólico y eclesial de la Eucaristía. Estamos tocando la entraña misma del misterio, como Tomás, que palpaba las heridas de Cristo resucitado. Los cristianos tendremos que revisar nuestra fidelidad al hecho eucarístico, tal como Cristo lo ha revelado y la Iglesia nos lo propone. Y tenemos que volver a vivir la “ternura” hacia la Eucaristía: genuflexiones pausadas y bien hechas, incremento del número de comuniones espirituales... Y, a partir de la Eucaristía, los hombres nos aparecerán sagrados, tal como son. Y les serviremos con una renovada ternura”.

d) Apéndice, especialmente para sacerdotes; es un largo comentario, pero estos días estoy pensando que lo propio de la persona, de su espiritualidad, es lo sublime: sólo la belleza es divina (porque de ahí surge todo crecimiento espiritual, en el entender, sentirse amado y amar, y vivir la libertad en una apertura a la esperanza); perseguimos la sublimidad, como opuesto a lo muerto, lo banal: queremos optar por la vida y la tenemos en la Vida, y como la experiencia que sigue es universal pongo el nombre de su autor al final, pues puede ser también de cada uno: “Comienzo por la pregunta que me han planteado muchas veces: ¿por qué celebrar la eucaristía cada día? ¿No es suficiente el encuentro dominical en el que se reúne toda la comunidad cristiana? ¿Y por qué celebrar la Misa estando solo o ante «dos gatos»? ¿No se vacía así del sentido comunitario que tiene la celebración de la muerte y la resurrección de Jesús? Quisiera responder a estas preguntas no sólo a partir de mis convicciones teológicas (que, por otra parte, son las de la Iglesia, explicitadas, en especial, desde el principio del segundo milenio), sino bajo la luz de la experiencia espiritual… que son un testimonio luminoso y convincente. Voy pronto al grano: ¿por qué somos sacerdotes? ¿Quién nos ha impulsado a dar nuestra vida por este ministerio del Evangelio de la reconciliación, la eucaristía y la caridad? Hay sólo una respuesta posible: Jesús. Somos sacerdotes porque así lo ha querido Él, porque para ello nos ha llamado y nos ha amado, y aún sigue queriéndonos y amándonos por ello, Él que es siempre fiel en el amor. El sentido de nuestra vida, la razón verdadera de nuestra vocación, no consiste en algo, aunque fuera lo más hermoso del mundo, sino en Alguien: y ese Alguien es Él, Cristo el Señor. Somos sacerdotes porque un día Él nos alcanzó (cada cual sabe cómo: en la palabra de un testigo, en un gesto de caridad que nos ha tocado el corazón, en el silencio de un camino de escucha y oración, tal vez en el dolor de una vida que de repente nos pareció desperdiciada sin Él...).

A Él que nos llamaba le dijimos que sí: y desde entonces en nosotros se encendió una llama de amor vivo, que con su gracia nunca se ha apagado. Una llama que nos hace arder por Él, nos hace desearlo, querer lo que Él quiere para nosotros. No creo estar exagerando, ni usando palabras demasiado aladas. En realidad, no hubiéramos podido ser sacerdotes, y serlo, a pesar de todo, en la fidelidad, si no hubiéramos recibido de Él, si Él no hubiera vivido en nosotros, si Él no nos hiciera siempre enamorarnos de Él. Este amor nos ha impulsado a todas las obras que hemos hecho por los demás: desde la simple y mera acogida del corazón, hasta la escucha perseverante y paciente de los demás y el esfuerzo de transmitirles el sentido y la belleza de la vida vivida por Dios y su Evangelio, hasta las obras de caridad y el compromiso por la justicia, compartiendo en especial la angustia del pobre y tratando de ser la voz de quien no tiene voz. Por supuesto, siempre nos parece poco lo que hemos podido hacer: pero lo cierto es que, si hemos hecho algo verdadero y bello por los demás, lo hemos hecho porque Jesús nos ha brindado la posibilidad de hacerlo, Él es quien se nos ha donado y nos ha vuelto capaces de gestos gratuitos que nosotros solo no hubiéramos podido siquiera pensar o soñar.

Este prólogo (que no es más que el testimonio humilde de nuestra vida de llamados y amados por Cristo) me ayuda a explicar la razón por la que considero justo y necesario celebrar cada día la eucaristía: no se trata de un precepto, sino de una real necesidad, no sólo emotiva (es más, pues a veces la emotividad parece quedar totalmente de lado), sino profunda e ineludible. Es la necesidad de colmar mi vida cada día con Su persona: es Jesús quien nos ha dicho que cada día tiene bastante con su mal (cfr. Mt 6,34), es decir, cada día es lo suficientemente largo como para sostener la lucha por conservar la fe. Cada día el sol se levanta para nosotros y cada día nuestro corazón, sediento de amor, necesita que el sol del Amado lo alcance y vuelva a calentarlo: si Él es nuestra vida, su sentido y su belleza, no podemos dejar de encontrarlo allí, donde Él, vivo y verdadero, se ofrece por nosotros. ¿Qué diríamos de un enamorado que, pudiendo hacerlo, no sintiera la necesidad de encontrar hasta todos los días a la persona amada? Y si así es para el amor humano, que a menudo es tan frágil y voluble, ¿cómo podría ser distinto para el amor que no desilusiona ni traiciona, el amor que hace vivir en el tiempo y por la eternidad, el amor de Dios en Cristo Jesús, nuestra vida?

Es ésta la razón por la que tenemos la necesidad de encontrarlo cada día y siempre nuevamente: y, ¿dónde podríamos encontrarlo sino allí en donde Él nos ha prometido y garantizado el don de Su presencia? «Éste es mi cuerpo, éste es el cáliz de la nueva y eterna alianza, derramado por vosotros y por todos para remisión de los pecados». Sí, todos los días tenemos necesidad de Ti, Jesús: y si el domingo Te encontramos en la fiesta del día primero y último, el día octavo de Tu resurrección y de la nueva vida que Tú das a Tu Iglesia y al mundo, la gracia que Tú nos ofreces, con generosidad infinita, de poder celebrar cada día el memorial de Tu pascua, nos llena de alegría y paz. Verdaderamente, no estamos solos en el camino de nuestro ministerio: Tú eres quien llega siempre hasta nosotros con Tu Palabra de vida; Tú eres quien nos visita en los hermanos y hermanas que envías en nuestro camino; Tú eres el que nos pide amor en el pobre y en todo el que tiene necesidad del amor, que nos llamas a brindar; Tú eres, en la cima de todo esto y como fuente viva de este río de vida y amor, quien se hace presente en la eucaristía, para que podamos alimentarnos de Ti, vivir de Ti, amarte, hoy y para la eternidad.

Pues, ¿por qué celebrar la eucaristía cada día y hacer lo posible para que nunca falte? ¿Por qué celebrarla cuando junto conmigo, el celebrante, la viven sólo la Virgen Madre María, los ángeles y los santos y algún que otro fiel (y, a veces, sucede que ni siquiera él o ella)? Para encontrarte a Ti, Jesús, amor que a todo confieres sentido y todo lo transformas, único amor que nos hace capaces de gracia y perdón. Celebrar cada día significa volver a pedirte siempre, en la novedad del tiempo, que todos puedan conocerte y amarte de la manera en que sólo Tú puedes capacitar a cada uno. Celebrar cada día quiere decir ser conscientes de que, así como cada día tenemos necesidad del pan para vivir, también cada día tenemos necesidad de Ti para vivir la vida que no se acaba: en este doble sentido le decimos al Padre, por nosotros y por nuestros hermanos, las palabras que Tú nos enseñaste: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Celebrar cada día es encontrarte, Señor Jesús, para que nos alcances y transformes cada vez más con Tu belleza que libera y salva, para que seamos, a pesar de nosotros mismos, un reflejo pobre y enamorado de Ti, el Pastor hermoso. Claro está que todo esto puede convertirse en una costumbre: por eso es necesario vigilar para que el encuentro con Cristo sea nuevo y verdadero cada día. Sin embargo, también la costumbre, si es signo de fidelidad, es algo verdadero y bello. Al encontrarte, podemos decir verdaderamente que celebramos para los demás y con ellos, aunque no estén visiblemente presentes, porque en Ti encontramos al pueblo que nos has confiado, a Ti confiamos su amor y su dolor, aunque muchos nunca lo sepan. Éste es el misterio de intercesión al que nos has llamado, de oración por los demás y en su lugar, también por quienes no hemos conocido ni conoceremos nunca, esa oración que sólo podemos vivir verdaderamente unidos a Ti, en Ti y por Ti, porque Tú eres el Sacerdote de la nueva y eterna alianza, entregado por la vida, la alegría y la belleza de cada una de tus criaturas.

Sí, porque Tú, Señor Jesucristo, no eres sólo verdad y bondad: eres la belleza, la belleza que salva. Eres el pastor hermoso que nos guía por los prados de la vida, donde tu belleza no tiene ocaso. Celebrando cada día, esperamos volvernos también nosotros un poco más verdaderos, mejores, más hermosos, en Ti que en tu Iglesia llegas hasta nosotros como el único bien, la bondad perfecta, la belleza que todo lo transfigura. No es temerario pensar que en el fondo del corazón de cada presbítero, siervo de la reconciliación, testigo del evangelio, unido a Ti, Cabeza del Cuerpo eclesial, exista la misma necesidad. Es, pues, verdaderamente una gracia el que podamos encontrarnos todos cada día en el altar de la vida: cada uno de nosotros llevará a los demás, y todos a cada uno, y, al mismo tiempo, Cristo nos llevará a nosotros, llevará nuestra cruz y también la de los que nos han sido confiados, nos dará Su vida de Resucitado, que ha vencido el pecado y la muerte para vencerlos en nosotros y en nuestros compañeros de camino, en el tiempo y por la eternidad. Verdaderamente —como afirma Juan Pablo II concluyendo su encíclica— «en el humilde signo del pan y el vino, transustanciados en su cuerpo y sangre, Cristo camina con nosotros, es nuestra fuerza y nuestro viático, convirtiéndonos en testigos de la esperanza para todos. Si, ante este Misterio, la razón siente sus límites, el corazón iluminado por la gracia del Espíritu Santo intuye plenamente qué actitud tomar, sumergiéndose en la adoración y en un amor sin límites. Hagamos nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino, sumo teólogo y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que también nuestra alma se abra en la esperanza a la contemplación de la meta hacia la que aspira el cuerpo, pues está sediento de gozo y paz: “Bone pastor, panis vere, Iesu, nostri miserere...”. “Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, ten piedad de nosotros: aliméntanos y defiéndenos, condúcenos a los bienes eternos en la tierra de los vivos. Tú que todo lo sabes y puedes, que nos alimentas en la tierra, guía a tus hermanos al banquete del cielo en el gozo de tus santos. Amén”» (Ecclesia de Eucharistia, n° 62)” (Bruno Forte).

miércoles, 25 de abril de 2012

JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA: Jesús, pan de Vida, nos enseña el sentido del sufrimiento, y nos estimula a preocuparnos de los demás

JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA: Jesús, pan de Vida, nos enseña el sentido del sufrimiento, y nos estimula a preocuparnos de los demás

1ª Lectura, He 8,26-40: 26 El ángel del Señor dijo a Felipe: «Ponte en marcha hacia el sur, por el camino que va de Jerusalén a Gaza a través del desierto». 27 Y se puso en marcha. En esto un etíope eunuco, ministro de Candaces, reina de Etiopía, administrador de todos sus bienes, que había venido a Jerusalén, 28 regresaba y, sentado en su carro, leía al profeta Isaías. 29 El Espíritu dijo a Felipe: «Avanza y acércate a ese carro». 30 Felipe corrió, oyó que leía al profeta Isaías y dijo: «¿Entiendes lo que estás leyendo?». 31 Él respondió: «¿Cómo lo voy a entender si alguien no me lo explica?». Y rogó a Felipe que subiera y se sentara con él. 32 El pasaje de la Escritura que leía era éste: “Como cordero llevado al matadero, como ante sus esquiladores una oveja muda y sin abrir la boca. 33 Por ser pobre, no le hicieron justicia. Nadie podrá hablar de su descendencia, pues fue arrancado de la tierra de los vivos”. 34 El eunuco dijo a Felipe: «Por favor, ¿de quién dice esto el profeta? ¿De él o de otro?». 35 Felipe tomó la palabra y, comenzando por este pasaje de la Escritura, le anunció la buena nueva de Jesús. 36 Continuaron su camino y llegaron a un lugar donde había agua; el eunuco dijo: «Mira, aquí hay agua; ¿qué impide que me bautice?». 38 Y mandó detener el carro. Bajaron los dos al agua, Felipe y el eunuco, y lo bautizó. 39 Al salir del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe. El eunuco ya no lo vio más, y continuó su camino muy contento. 40 Felipe se encontró con que estaba en Azoto, y fue evangelizando todas las ciudades hasta llegar a Cesarea.

Salmo Responsorial 66/65,8-9.16-17.20: 8 Pueblos, bendecid a nuestro Dios, proclamad a plena voz sus alabanzas; 9 Él nos conserva la vida y no permite que tropiecen nuestros pies. 16 Fieles del Señor, venid a escuchar, os contaré lo que Él hizo por mí. 17 Mi boca lo llamó y mi lengua lo ensalzó. 20 Bendito sea Dios, que no ha rechazado mi plegaria ni me ha retirado su misericordia.

Evangelio: Jn 6,44-51 (igual que el domingo 19 del tiempo ordinario (B))

44 Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae, y yo lo resucitaré en el último día. 45 Está escrito en los profetas: Todos serán enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y acepta su enseñanza viene a mí. 46 Esto no quiere decir que alguien haya visto al Padre. Sólo ha visto al Padre el que procede de Dios. 47 Os aseguro que el que cree tiene vida eterna. 48 Yo soy el pan de la vida. 49 Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. 50 Éste es el pan que baja del cielo; el que come de él no muere». 51 «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».

Comentario: 1. a) Hoy meditaremos sobre un nuevo avance del evangelio que se encamina ya hacia los "confines de la tierra" según la promesa. El diácono Felipe convertirá a un etíope, un alto funcionario de la reina de Etiopía. Etiopía es el reino de Nubia, entonces su capital era Meroe, y se extendía al sur de Egipto más allá de Asuán (actualmente parte del Sudán), y Candace no era una persona real sino la dinastía de las reinas (entonces el país era gobernado por mujeres, todo esto según Eusebio de Cesarea). Eunuco era en general un empleado de la corte (quizá ministro del tesoro), no sabemos si era judío de raza, de religión o “temeroso de Dios”. “Y he ahí que dentro de unos días, cuando llegue a casa, habrá un primer cristiano en el Sudán actual, al sur del Nilo, en pleno corazón de África, sólo algunos meses después de la resurrección de Jesús... será promesa de la evangelización de éste y de otros continentes. Dejémonos embargar por la alegría y el dinamismo interior de los Hechos de los Apóstoles... ¡un dinamismo pascual!

-«Levántate y marcha hacia el mediodía, por el camino que baja de Jerusalén a Gaza.» Por el camino que va de Jerusalén a Emaús... El evangelio está en los caminos y no en el Templo. ¡A Jesús se le encuentra por las carreteras! Por la vía que va de París a Marsella... Por la que va de Alejandría a Addis-abeba... Por la calle que va de «mi» casa a la casa de los demás. El etíope volvía a su casa, muy sencillamente, hacia el sur.

-El espíritu dijo a Felipe: «Acércate, y alcanza ese carruaje...» Por el camino dos vehículos se encuentran o se cruzan. Los dos conductores se hablan. El etíope está leyendo la Biblia. Y hay un pasaje que no entiende. Lee, en el profeta Isaías, el poema del Siervo -que hemos meditado durante la semana santa-. Y se sorprende de que el «justo» sea conducido al matadero como un cordero mudo, de que la vida del "justo" sea humillada y de que se termine en el fracaso. El sufrimiento... la muerte de los inocentes... ¡Es también nuestra pregunta! La injusticia, la opresión...¡es la pregunta de todos los hombres! A Dios no se le encuentra cerrando los ojos ante las verdaderas preguntas de los hombres. No se logra hacer que los hombres encuentren a Dios, si uno cierra los ojos ante las verdaderas preguntas humanas que nuestros hermanos se formulan.

A veces la vida nos deja tristes y desconcertados, con una visión pesimista de la condición humana. Hay presiones, surge un sentimiento de insatisfacción, nos falta aire... "Tengo pena de la vida, siento lastima de mis lagrimas, mis ojos están secos de tanto llorar, mi alma está resentida de tantos golpes, mi corazón lleno de cicatrices de tantas puñaladas, mi vida es un libro con palabras cubiertas de pena, escucho mi voz y sólo son lamentos, tengo pena de esta vida resignada, tengo pena de mi cuerpo cansado, de este corazón marchito, tengo pena de la sequedad de sueños, tengo pena de mi falta de amor…, tengo pena por no poder soñar, tengo pena de lo que soy"… Así se leía en Internet, es la sensación que tiene alguien que sufre.

Me acordaba de la historia de una chica joven, que desconsolada cuenta a su madre lo mal que le va todo: “-los estudios, un desastre; con el marido, la cosa no va bien, el examen de conducir suspendido”… Su madre, de pronto, le dice: "-vamos a hacer un pastel". La hija, desconcertada por esta salida ilógica, le ayuda entre sollozos. La madre le pone delante harina, y le dice: "-come". Ella contesta asombrada: "-¡si es incomible!" Luego le pone unos huevos, y vuelve a decirle: "-come", y la hija: "-¡si ya sabes que los huevos crudos me dan asco!" Y luego un limón, y otros ingredientes…, y la hija que insiste en que eran cosas muy malas para comer. La madre lo revuelve todo bien amasado, luego lo pasa por el horno, y queda un pastel que dice “cómeme” de sabroso que está. La madre le dice a su hija la moraleja: "-Tantas cosas de la vida son impotables, no nos gustan, son malas. Decimos: ¡vaya pastel! Y muchas veces nos preguntamos por qué Dios permite que pasemos por momentos y circunstancias tan malos, y trabaja estos ingredientes malos, los revuelve bien, de la misma manera que hemos hecho ahora... dejando que Él amase todo esto, bien cocinado, saldrá un pastel pero no malo sino delicioso… Solamente hemos de confiar en Él, y llegará el momento en el que ¡las cosas malas que nos pasan se convertirán en algo maravilloso! Lo mejor siempre está por llegar.

El tiempo nos da muchas respuestas, vemos que el dolor ennoblece a las personas y las sensibiliza, las hace solidarias, al punto de olvidar su propio dolor y conmoverse por el ajeno... Aprendemos a valorar las cosas importantes que están cercanas, y no desear lo que está lejano… El silencio de Dios ante tanto mal es un silencio que habla en todas las páginas de la Escritura Santa, de la fe de la Iglesia, que habla en Jesús colgado en la Cruz, que sufre callando, que sintió “eso” en su vida, y murió para con su dolor dar sentido al nuestro. Este Dios vivo nos deja rastros a su paso por la historia, como los montañeros que dejan marcas en el camino por donde pasan, hay unos mensajes que nos llegan como en una botella a la playa, en medio del mar de dolor, mensajes que se pueden oír en cierta forma, cuando tenemos el oído y corazón preparado. Son pistas que nos hablan de confiar, de amar, de que ante nosotros se abren dos puertas, la del absurdo (el sin-sentido) y la del misterio (la fe): abandonarnos en las manos de Dios es el camino que da paz, aunque no está exento de dolor, pero éste adquiere un sentido.

Y sobre todo es Jesús en la Cruz que en tres horas de agonía nos muestra un libro abierto, hasta exclamar aquel “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Él, sin perder la conciencia de que aquello acabaría en la muerte, cuando se siente abandonado incluso por Dios, se abandona totalmente en los brazos de Dios, y se produce el milagro: pudo proclamar aquel grito desgarrador por el que decretó que “todo está consumado”; así, con la entrega de su vida la muerte ha sido vencida, ya no es una puerta a la desesperación sino hacia el amor del cielo, la agonía se convirtió en victoria y podemos unirnos, por el sufrimiento, al suyo y a su Vida. Es ya un canto a la esperanza, a la resurrección, pues el dolor no se convierte en el ladrón que nos roba los placeres que hay en la vida, sino un camino que nos habla de que la muerte es la puerta abierta para el gozo sin fin que es el cielo. Jesús nos salva en la Pascua, pero sobretodo demuestra su amor en el sufrimiento llevado hasta la muerte, que es lo que tiene mérito: resucitar no tiene tanto mérito como dar la vida, esto sí cuesta, y es lo que hace Jesús por nosotros, para darnos la Vida.

b) Señor, que estemos atentos a las preguntas de nuestros hermanos.

-“Felipe tomó entonces la palabra, y, partiendo de ese texto bíblico, le anunció la Buena Nueva de Jesús”. La humillación de Jesús, su fracaso aparente, sólo son un pasaje. La finalidad de la vida de Jesús no ha sido la "matanza" del calvario, sino la alegría de Pascua. La finalidad de la vida del hombre no es el sufrimiento y la muerte a perpetuidad, ni la opresión y la injusticia para siempre...¡es la vida a perpetuidad, es la vida eterna, es la vida resucitada! «¡Era necesario que Cristo sufriera para entrar en su gloria!»

-“Aquí hay agua, ¿qué impide que yo sea bautizado?” Este es el último punto de la andadura catecumenal, la marcha de toda iniciación cristiana, el ritmo del descubrimiento de Dios: 1. Una pregunta formulada por los acontecimientos, por la vida, por una lectura, por un encuentro... 2. Una respuesta hallada en la Palabra de Dios comentada por la Iglesia, y que da un «sentido» nuevo a la existencia... 3. La terminación del encuentro con Dios en un rito, signo sacramental, que explicita el «don que Dios hace al hombre»... La vida eterna, la salvación.

-“Y el Etiope siguió gozoso su camino”. Jesucristo está presente en todos nuestros caminos, pero está «velado». Está en todas nuestras casas, en todos nuestros ambientes de trabajo... ¡portador de alegría! (Noel Quesson).

c) El diácono Felipe -siempre guiado por Dios, que lleva la iniciativa- nos da una espléndida lección de pedagogía en la evangelización: ayudar a las personas, a partir de su curiosidad, de sus deseos, de sus cualidades, a que encuentren la plenitud de todo ello en Cristo Jesús y le acepten en su vida. Cada una de las personas que encontramos tiene su particular AT, su formación, su sensibilidad, sus dones, sus ansias, sus miedos. Nosotros tendríamos que ser el diácono Felipe que sube a su carroza, les acompaña en su camino y les ayuda a descubrir a Cristo. Como el mismo Jesús, que también se hizo compañero de camino de los de Emaús y con paciencia les iluminó para que entendieran los planes de Dios. Los deseos humanos, leídos desde Cristo. Muchos siguen buscando y preguntando dónde está el Mesías y el Salvador: ¿en las sectas? ¿en las religiones orientales? ¿en los mil medios de huida de la vida hacia mundos utópicos? ¿Quién les anuncia a estas personas, jóvenes o mayores, que la respuesta está en Cristo Jesús? De un encuentro y un diálogo con nosotros, ¿suelen marchar las personas con una chispa de fe y con alegría interior? (J. Aldazábal). La alegría del recién bautizado es lógica por las muchas gracias que confiere el bautismo, como dice San Juan Crisóstomo: «Los nuevos bautizados son libres, santos, justos, hijos de Dios, herederos del cielo, hermanos y coherederos de Cristo, miembros de su Cuerpo, templos de Dios, instrumentos del Espíritu Santo... Los que ayer estaban cautivos son hoy hombres libres y ciudadanos de la Iglesia. Los que ayer estaban en la vergüenza del pecado se encuentran ahora en la seguridad de la justicia; y no sólo libres sino santos». Y San León Magno: «El sacramento de la regeneración nos ha hecho partícipes de estos admirables misterios, por cuanto el mismo Espíritu, por cuya virtud fue Cristo engendrado, ha hecho que también nosotros volvamos a nacer con un nuevo nacimiento espiritual». Es un tiempo de recordar, al ver el cirio pascual, los compromisos del bautismo, que es un don que requiere respuesta personal: don de ser hijos de Dios, de la familia que Jesús comenzó y continúa con su Espíritu (del Hijo y del Padre) y que comenzó en nosotros una vida nueva, como una semilla que germina, como una luz que nace y hemos de mantener encendida y que se haga fuego que se extienda con su alegría de hijos de Dios.

2. Sal. 65. La salvación del pueblo es el tema de estos versos, lo libra de los desastres de una derrota que había sufrido como prueba (vv. 8-12; quizá se refiere a las campañas asirias: cf. 2 R 18-19 o al destierro), pero el pueblo sigue subsistiendo en paz (cf. Is 40,1-2) y da testimonio de que Dios le ha escuchado (vv. 16-20). Aquí tenemos presente no sólo lo que Dios hizo por Israel, sino lo que hace por su pueblo que es la Iglesia, la mantiene en pie a pesar de las pruebas que ha sufrido a lo largo de la historia. Cualquier cristiano, al recitar el salmo, puede sentirse elegido por Dios para ser “alabanza de su gloria” (Ef 1,12.14; cf. Biblia de Navarra). Quien ha recibido los beneficios de Dios; quien ha sido perdonado de sus pecados, aun cuando estos hayan sido demasiado graves; quien ha sido hecho hijo de Dios participando de su misma Vida y de su mismo Espíritu, no puede quedarse mudo ante un mundo dominado por todos aquello males de los cuales uno ha sido librado, de un modo totalmente gratuito, por la bondad y misericordia de Dios. Aquel mandato de Cristo al antes endemoniado: “Ve a los tuyos, a los de tu casa, y cuéntales lo misericordioso que ha sido Dios para contigo”, debe también ser cumplido por nosotros, que hemos sido objeto de su amor y de su misericordia. Alabemos al Señor agradecidos por todo lo que de Él hemos recibido; y proclamemos ante el mundo entero lo que Él hizo por nosotros, pues, siendo pecadores, nos envió a su propio Hijo, el cual entregó su vida para que fuésemos perdonados y hechos hijos de Dios. Así vemos cómo Dios ha cumplido sus promesas de salvación para con cada uno de nosotros. Dejemos que su salvación se haga realidad en nosotros, pues Él nos ama sin medida y sin distinción de personas. Entonces, no sólo nuestras palabras, sino nuestra vida misma, se convertirá en un anuncio eficaz de la Buena Nueva de salvación que Dios quiere que llegue a todos y hasta el último rincón de la tierra, como decimos en la Entrada de hoy: «Cantemos al Señor; sublime es su victoria. Mi fuerza y mi poder es el Señor. Él fue mi salvación. Aleluya» (Ex 15,1-2).

3. Enlaza muy bien el don de la fe del etíope con este Evangelio sobre el don de ir a Cristo, que Dios concede con su gracia a quien se dispone, que mueve el corazón, lo convierte a Dios, abre los ojos del alma y da la suavidad para aceptar y creer la verdad (cf. Dei Verbum 5).

a) -Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no le trae. En los profetas está escrito: "Serán todos enseñados por Dios mismo" (cf. Is 54,13; Jer 31,33ss. Donde los profetas se refieren a la futura Alianza que quedará sellada con la sangre del Mesías, y que Dios escribirá en los corazones: Is 53,10-12; Jer 31,31-34). Aquí en un contexto no eucarístico Jesús habla de esta Nueva Alianza, Eterna. “Todo el que escucha las enseñanzas del Padre, viene a mí”. He aquí un pensamiento muy sutil. Sin entrar en ninguna controversia, Jesús afirma buenamente: -el papel de la "gracia", iniciativa divina... -el papel de la "libertad", correspondencia humana... "Todos serán instruidos por Dios". ¡Es la acción de Dios! "Todo el que escucha al Padre". ¡Aquí está la parte del hombre! Ambas acciones son necesarias.

-"Nadie puede venir a mí si el Padre no le trae". Jesús pone de relieve la necesidad absoluta de la gracia: es necesaria una iluminación interna de Dios para comprender las cosas de Dios, para venir hacia Cristo, para tener la Fe. Pero, a esta iluminación divina, dada a todos, el hombre puede siempre resistir: sólo aquellos que consienten en "escuchar" al Padre vienen a Jesús. Es el gran misterio de la responsabilidad libre del hombre. Señor, ¿te escucho yo?, ¿te respondo?, ¿me dejo instruir y atraer?

-“Nadie ha visto al Padre, sino Aquel que viene de Dios. Ese ha visto al Padre” (cf. Jn 1,18), y Jesús dirá más tarde a Tomás “el que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9), porque Él es “el camino, la verdad y la vida”, y nadie va al Padre sino por Él (Jn 14,6; cf. Jn 1,1-18; Dei Verbum 4); pretende aportarnos algo más que una ideología; Él es la irrupción en la historia humana de una Persona divina; Él afirma "venir de Dios"... Él afirma "ser el único que ha visto a Dios"... Por Jesús, estamos introducidos verdaderamente en el dominio de Dios, en el conocimiento de Dios... y ¡le veremos, y viviremos con Él!

-“El que cree en mí tiene la vida eterna. Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, a fin de que quien comiere de él, no muera. Yo soy el pan vivo, que ha descendido del cielo. Quien comiere de este pan, vivirá eternamente”. Sacramento de nuestra fe, el núcleo de la fe está ahora anunciando Jesús en esta parte del discurso. El primer libro de la Biblia, el Génesis, afirma que Dios había hecho al hombre para la inmortalidad, pues estaba en un "jardín donde había el árbol de la vida". Siguiendo con lo que ayer veíamos, el último libro, el Apocalipsis, afirma que Dios volverá a dar esta inmortalidad: "Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el jardín de Dios" (Ap 2, 7. 17). Ahora bien, Jesús afirma aquí que esta inmortalidad nos está ya devuelta por la Fe, y por la Eucaristía... "Quien come de ese pan no morirá jamás": «El maná era signo de este pan, como lo era también el altar del Señor. Ambas cosas eran signos sacramentales: como signos son distintos, más en la realidad hay identidad... Pan vivo, porque desciende del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era sombra, éste la verdad... ¡Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad y qué vínculo de la caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que tenga participación de su vida...» (San Agustín). Se podría objetar: pero, ¡los que comen el pan eucarístico mueren como todo el mundo! Pues bien, Jesús afirma que el alimento eucarístico, recibido en la Fe pone al fiel en posición, ya desde ahora -en el presente- de una vida eterna a la cual la muerte física no la afecta en absoluto: «Cosa grande, ciertamente, y de digna veneración, que lloviera sobre los judíos maná del cielo. Pero, presta atención. ¿Qué es más: el maná del cielo o el Cuerpo de Cristo? Ciertamente que el Cuerpo de Cristo, que es el Creador del cielo. Además, el que comió el maná, murió; pero el que comiere el Cuerpo recibirá el perdón de sus pecados y no morirá para siempre. Luego, no en vano dices tú “Amén”, confesando ya en espíritu que recibes el Cuerpo de Cristo... Lo que confiesa la lengua, sosténgalo el afecto» (San Ambrosio).

Más que un dogma, más que una moral, más que una ideología, más que un comportamiento humano generoso... el cristianismo es esto: ¡la divinización del hombre! El gozo y la acción de gracias -eucaristía en griego- deberían ser el estado normal de los cristianos. La grande, la gozosa, la "buena nueva" -evangelio en griego-, hela aquí: Dios nos da ¡su vida eterna!

-“El pan que Yo daré es mi carne, para la vida del mundo”. Es sobre todo a partir de este párrafo, que el conjunto de los comentaristas ven en este discurso de Jesús una orientación más explícitamente eucarística: "el pan que Yo daré es mi carne... (Noel Quesson).

b) El discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaum sigue adelante, progresando hacia su plenitud. La idea principal sigue siendo también hoy la de la fe en Jesús, como condición para la vida. La frase que la resume mejor es el v. 47: «os lo aseguro, el que cree tiene vida eterna». Ahora bien, a los verbos que encontrábamos ayer-«ver», «venir» y «creer»- hoy se añade uno nuevo: «nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no le atrae». La fe es un don de Dios, al que se responde con la decisión personal. Dentro de este discurso sobre la fe en Jesús hay una objeción de los oyentes -que no se lee en la selección de la Misa- que refleja bien cuál era la intención de Jesús. Murmuraban y se preguntaban: «¿cómo puede decir que ha bajado del cielo?» (v. 42). Lo que escandalizaba a muchos era que Jesús, cuyo origen y padres creían conocer, se presentara como el enviado de Dios, y que hubiera que creer en Él para tener vida. Al final de la lectura de hoy parece que cambia el discurso. Ha empezado a sonar el verbo «comer». La nueva repetición: «yo soy el pan vivo» tiene ahora otro desarrollo: «el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Donde Jesús entregó su carne por la vida del mundo fue sobre todo en la cruz. Pero las palabras que siguen, y que leeremos mañana, apuntan también claramente a la Eucaristía, donde celebramos y participamos sacramentalmente de su entrega en la cruz.

Nosotros, cuando celebramos la Eucaristía, acogiendo la Palabra y participando del Cuerpo y Sangre de Cristo, tenemos la suerte de que sí «vemos, venimos y creemos» en Él, le reconocemos, y además sabemos que la fe que tenemos es un don de Dios, que es Él que nos atrae. Tenemos motivos para alegrarnos y sentir que estamos en el camino de la vida: que ya tenemos vida en nosotros, porque nos la comunica el mismo Cristo Jesús con su Palabra y con su Eucaristía. La vida que consiguió para nosotros cuando entregó su carne en la cruz por la salvación de todos y de la que quiso que en la Eucaristía pudiéramos participar al celebrar el memorial de la cruz. Creemos en Jesús y le recibimos sacramentalmente: ¿de veras esto nos está ayudando a vivir la jornada más alegres, más fuertes, más llenos de vida? Porque la finalidad de todo es vivir con Él, como Él, en unión con Él (J. Aldazábal), como pedimos en la Colecta: «Dios Todopoderoso y eterno, que en estos días de Pascua nos has revelado claramente tu amor y nos has permitido conocerlo con más profundidad; concede a quienes has librado de las tinieblas del error adherirse con firmeza a las enseñanzas de tu verdad», y también pedimos que seamos testimonios de la Verdad, como se dice en el Ofertorio: «¡Oh Dios! que por el admirable trueque de este sacrificio nos haces partícipes de tu divinidad; concédenos que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos». Es un vivir “para” los demás: «Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. Aleluya» (2 Cor 5,15, ant. de comunión). Y en la Postcomunión: «Ven Señor en ayuda de tu pueblo y, ya que nos has iniciado en los misterios de tu reino, haz que abandonemos nuestra antigua vida de pecado y vivamos, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna».

“Hoy cantamos al Señor de quien nos viene la gloria y el triunfo. El Resucitado se presenta a su Iglesia con aquel «Yo soy el que soy» que lo identifica como fuente de salvación: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,48). En acción de gracias, la comunidad reunida en torno al Viviente lo conoce amorosamente y acepta la instrucción de Dios, reconocida ahora como la enseñanza del Padre. Cristo, inmortal y glorioso, vuelve a recordarnos que el Padre es el auténtico protagonista de todo. Los que le escuchan y creen viven en comunión con el que viene de Dios, con el único que le ha visto y, así, la fe es comienzo de la vida eterna. El pan vivo es Jesús. No es un alimento que asimilemos a nosotros, sino que nos asimila. Él nos hace tener hambre de Dios, sed de escuchar su Palabra que es gozo y alegría del corazón. La Eucaristía es anticipación de la gloria celestial: «Partimos un mismo pan, que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, para vivir por siempre en Jesucristo» (San Ignacio de Antioquía). La comunión con la carne del Cristo resucitado nos ha de acostumbrar a todo aquello que baja del cielo, es decir, a pedir, a recibir y asumir nuestra verdadera condición: estamos hechos para Dios y sólo Él sacia plenamente nuestro espíritu. Pero este pan vivo no sólo nos hará vivir un día más allá de la muerte física, sino que nos es dado ahora «por la vida del mundo» (Jn 6,51). El designio del Padre, que no nos ha creado para morir, está ligado a la fe y al amor. Quiere una respuesta actual, libre y personal, a su iniciativa. Cada vez que comemos de este pan, ¡adentrémonos en el Amor mismo! Ya no vivimos para nosotros mismos, ya no vivimos en el error. El mundo todavía es precioso porque hay quien continúa amándolo hasta el extremo, porque hay un Sacrificio del cual se benefician hasta los que lo ignoran” (Pere Montagut). La Consagración en la Santa Misa ha sido y es la piedra de toque de la fe cristiana. Por la transubstanciación, “convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, no queda ya nada de pan y de vino, sino las solas especies: Bajo ellas Cristo entero está presente en su realidad física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en su lugar” (Pablo VI). En la Sagrada Comunión se nos entrega el mismo Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre; misteriosamente escondido, pero deseoso de comunicarnos la vida divina. Su Divinidad actúa en nuestra alma, mediante su Humanidad gloriosa, con una intensidad mayor que cuando estuvo aquí en la tierra. Oculto bajo las especies sacramentales, Jesús nos espera, y le decimos: Tú eres nuestro Redentor, la razón de nuestro vivir. La Comunión sustenta la vida del alma de modo semejante a como el alimento corporal sustenta al cuerpo: mantiene al cristiano en gracia de Dios librando el alma de la tibieza, y ayuda a evitar el pecado mortal y a luchar contra el venial. La Sagrada Eucaristía también aumenta la vida sobrenatural, la hace crecer y desarrollarse, y deleita a quien comulga bien dispuesto. Nada se puede comparar a la alegría de la cercanía de Jesús, presente en nosotros. Jesús nos espera cada día (Francisco Fernández Carvajal - Tere Correa de Valdés Chabre).

c) Ya en el desierto Dios había alimentado al pueblo con el maná (Ex 16). Y el profeta Eliseo había alimentado a cien hombres con veinte panes de cebada que alguien le había llevado de regalo, y también en aquella ocasión había sobrado pan (2Re 4,42-44). Ahora Jesús, el profeta por excelencia, el mediador de la nueva alianza alimenta al pueblo hambriento en el desierto. En el naciente siglo XXI de las telecomunicaciones, la globalización y el mercado mundial, todavía hay millones y millones de seres humanos hambrientos. Millones de niños siguen muriendo de la enfermedad más elemental que podamos sufrir: el hambre, la desnutrición. El milagro de Jesús es una protesta por nuestra falta de solidaridad. Con lo que desperdiciamos en vanidades, en comidas superfluas que después nos hacen daño: golosinas, helados, exquisiteces, con eso nada más podríamos alimentar a nuestros hermanos necesitados. Con lo que los países desarrollados gastan en producir armas, la humanidad podría solucionar el problema del hambre en el mundo. Pero nosotros no somos como Jesús, no somos capaces de compadecernos, ni de invitar fraternalmente a la solidaridad. La gente agradecida reconoce que Jesús es “el profeta que tenía que venir al mundo” (Dt 18,15), el nuevo Moisés, y quieren hacerlo rey, porque Él sí se compadece de sus sufrimientos y los alivia, no como los reyes de este mundo que solo han explotado al pobre pueblo. Pero Jesús sabe que su reino no es de este mundo, ha despreciado el poder universal que le ofrecía el tentador, sabe que su misión es hacer la voluntad del Padre, por eso se retira, solo, a la montaña.

Jesús no sólo se conforma con anunciar el Evangelio; también se preocupa, lleno de compasión, por el bienestar de quienes le siguen con fidelidad. Multiplica para ellos el pan. Pero en esta acción en que Dios se muestra misericordioso para con los suyos, quiere que los suyos pongan lo que poseen al servicio de los demás. La medida de lo que se ofrece manifiesta el grado de amor que se tiene hacia los demás. Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos. Y la vida pueden ser dos moneditas de muy poco valor, o pueden ser cinco panes y dos pescados. Puesta nuestra vida en manos de Dios Él nos bendecirá y hará que de nuestro interior brote un río de vida eterna para todos. Esto es obra de Dios y no del hombre. En nuestra entrega, en nuestro servicio a los demás no busquemos nuestra propia gloria, sino sólo la gloria de Dios. Huyamos de quienes quieran centrar su vida en nosotros y no en Cristo, el cual es el único camino de salvación para todos los hombres.

Y la Pascua de Cristo se convierte para nosotros en un Memorial con el que somos abundantemente saciados, colmados en nuestras esperanzas de plenitud y de eternidad. El Señor se ha hecho alimento para la humanidad entera de todos los tiempos y lugares. Dejémonos saciar por Él. Busquémoslo no como a Aquel que colma nuestras esperanzas temporales y pasajeras. Él, antes que nada, quiere que su vida esté en nosotros para que, junto con Él, seamos hechos hijos de Dios y herederos de la gloria que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre. Por eso, además de venir a alabar y adorar al Señor, vengamos con el corazón dispuesto a escuchar su Palabra para vivir conforme a sus enseñanzas y para hacer que toda nuestra vida, guiada por el Espíritu Santo, se convierta en alimento de vida para todos, de tal forma que les ayudemos a levantar su esperanza y a fortalecerse en su camino hasta que logren su perfección en Dios junto con nosotros.

Si nos encontramos con Cristo y en verdad nos alimentamos de Él entonces su vida está ya en nosotros. A partir de nuestra unión a Cristo debemos abrir los ojos ante el hambre que padecen muchos hermanos nuestros. No podemos guardar lo nuestro mientras haya millones de seres humanos que continúan siendo víctimas del hambre, de la desnudez, de la injusticia, de la falta de paz, de la enfermedad, de la persecución injusta, de la explotación como si fueran bestias o esclavos. Quienes creemos en Cristo hemos de poner no sólo lo nuestro, sino nuestra vida misma al servicio de quienes viven desprotegidos y angustiados, y que esperan una mano que se les tienda para ayudarles. Ojalá y no seamos nosotros mismos quienes se conviertan en destructores de la vida de los demás.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de sabernos amar como hermanos, no sólo con buenas palabras y deseos, sino con un amor que nos lleve a compartir lo nuestro con quienes nada tienen. Entonces Dios nos verá como a sus hijos amados, a quienes invitará a participar de su Banquete eterno. Amén (www.homiliacatolica.com).