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martes, 6 de marzo de 2012

Cuaresma 2ª semana, miércoles: anuncio de la Pasión de Jesús, que con su amor y humildad es nuestro ejemplo, del camino a seguir.

Libro de Jeremías 18,18-20: Ellos dijeron: "¡Vengan, tramemos un plan contra Jeremías, porque no le faltará la instrucción al sacerdote, ni el consejo al sabio, ni la palabra al profeta! Vengan, inventemos algún cargo contra él, y no prestemos atención a sus palabras". ¡Préstame atención, Señor, y oye la voz de los que me acusan! ¿Acaso se devuelve mal por bien para que me hayan cavado una fosa? Recuerda que yo me presenté delante de ti para hablar en favor de ellos, para apartar de ellos tu furor.

Salmo 31,5-6.14-16: Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi refugio. Yo pongo mi vida en tus manos: tú me rescatarás, Señor, Dios fiel. Oigo los rumores de la gente y amenazas por todas partes, mientras se confabulan contra mí y traman quitarme la vida. Pero yo confío en ti, Señor, y te digo: "Tú eres mi Dios, mi destino está en tus manos". Líbrame del poder de mis enemigos y de aquellos que me persiguen.

Texto del Evangelio (Mt 20,17-28): En aquel tiempo, cuando Jesús iba subiendo a Jerusalén, tomó aparte a los Doce, y les dijo por el camino: «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, para burlarse de Él, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará».
Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró como para pedirle algo. Él le dijo: «¿Qué quieres?». Dícele ella: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu Reino». Replicó Jesús: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?». Dícenle: «Sí, podemos». Díceles: «Mi copa, sí la beberéis; pero sentarse a mi derecha o mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre».
Al oír esto los otros diez, se indignaron contra los dos hermanos. Mas Jesús los llamó y dijo: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».

Comentario: 1. Jer 18, 18-20: “Señor, hazme caso, oye cómo me acusan. ¿Es que se paga el bien con el mal?” Jeremías sufriente es una figura de Cristo, que precisamente en el evangelio de hoy anuncia su Pasión. Jeremías es un poeta, un alma sensible, que sufre como tantos de hoy por causa de la verdad, de la justicia: “Te ruego, Señor, por todos los perseguidos, criticados, desestimados a causa de lo que hacen o de lo que dicen. -«Venid, le heriremos a lenguaradas». Temible poder el de la lengua: puede destruir a un hombre. Calumnia, maledicencia... Su daño es mucho peor que un puñetazo o un tajo de espada. La herida es a veces muy profunda. Ocasión para mí de preguntarme si presto atención a lo que digo y cómo lo digo. ¿Hay quizá personas a las que daña el tono de mis palabras? Pero Tú, Señor, escúchame, y oye lo que dicen mis adversarios” (Noel Quesson). (El Salmo es como una glosa de todo esto).
Jeremías fue una figura impresionante de la pasión de Jesús. Tuvo que hablar en nombre de Dios en tiempos difíciles, inmediatamente antes del destierro final. No le hicieron caso. Le persiguieron. En el primer párrafo hablan los que conspiran contra el profeta. Les estorba. Como estorban siempre los verdaderos profetas, los que dicen, no lo que halaga los oídos de sus oyentes, sino lo que les parece en conciencia que es la voluntad de Dios. «No haremos caso de sus oráculos». Irónicamente dicen estos «judíos malvados» que, aunque eliminen a un profeta como Jeremías, no les faltarán ni sacerdotes ni sabios ni profetas que sí digan lo que a ellos les agrada. Son los falsos profetas, que siempre han hecho carrera. En el siguiente párrafo es el profeta el que se queja ante Dios de esta persecución y le pide su ayuda. Se siente indefenso, «me acusan, han cavado una fosa para mí». La súplica continúa en el salmo: «sácame de la red que me han tendido, oigo el cuchicheo de la gente, se conjuran contra mí y traman quitarme la vida... pero yo confío en ti, sálvame, Señor». Y eso que Jeremías había intercedido ante Dios a favor del pueblo que ahora le vuelve la espalda. Lo que pasa con Jeremías es un exacto anuncio de lo que en el NT harán con Jesús sus enemigos, acusándole y acosándole hasta eliminarlo. Pero Él murió pidiendo a Dios que perdonara a sus verdugos. Jeremías es también el prototipo de tantos inocentes que padecen injustamente por el testimonio que dan, y de tantos profetas que en todos los tiempos han padecido persecución y muerte por sus incómodas denuncias.
Dicen que mientras Sócrates meditaba, un discípulo se acercó diciéndole: "Maestro, quiero contarle algo, un amigo suyo habló de usted con malevolencia". El inmortal filósofo ateniense lo interrumpe preguntando: “¿Ya hiciste pasar por las tres cribas lo que me vas a contar? La primera de ellas es la verdad: ¿ya examinaste si lo que quieres decirme es verdadero en todos sus puntos?” El sorprendido discípulo contestó: "No, lo he oído decir a unos vecinos". Sócrates replicó: "-al menos habrás hecho pasar por la criba de la bondad; lo que me quieres contar ¿Es bueno por lo menos?” El discípulo dijo "No, en realidad es todo lo contrario". -“Ahhh... -interrumpió Sócrates-. Entonces, vamos a la tercera criba: ¿Es necesario que me cuentes eso?” -"Para ser sincero no, necesario no es", dijo el intrigante. Entonces Sócrates le respondió: "-Si no es verdadero, ni bueno, ni necesario... no merece ser conocido por nadie, sepultémoslo en el olvido". ¡Cuánto daño, por esparcir maledicencias! ¡Cuántos sufrimientos se podrían evitar callando, o pensando un poco, antes de dejar ir aquello en un momento cargado de emotividad! Hay personas que primero hablan, envalentonadas por el alcohol o el afán de quedar bien, por “el climax” del momento, y por la hinchazón de gloria de un momento pierden amigos por haber tocado su honra. Recordemos que somos dueños de nuestro silencio, y esclavos de nuestras palabras.
El clamor del profeta («Tú, Señor, escúchame») es anuncio del desahogo de Jesús en la Cruz, y su petición por sus verdugos: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Es un buen momento para unirnos a la vida y sufrimientos de todos los que padecen... que de algún modo son imagen de los sufrimientos de Cristo, quien está con ellos padeciendo. San Agustín dice: «La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gloria de Dios el corazón de los fieles, si por ellos el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por mano de los hombres, que Él mismo había creado? Grande es lo que el Señor nos promete para el futuro, pero es mucho mayor aún aquello que celebramos recordando lo que ha hecho por nosotros».
No es sencillo aceptar las consecuencias del cumplimiento fiel de nuestra acción profética. No sólo hemos de denunciar al pueblo sus delitos; también hemos de proponer caminos de salvación. Tal vez quienes se sientan afectados en sus intereses, cargados de maldades y de injusticias, traten de acabar con nosotros. Sin embargo, no por eso nos vamos a quedar mudos. El Señor nos enseña que hay que orar por nuestros enemigos, por los que nos persiguen y maldicen. Jeremías, efectivamente, le dice al Señor: Recuerda cómo he insistido ante ti, intercediendo en su favor, para apartar de ellos tu cólera. Y aun cuando más adelante le pida al Señor que les castigue por haber cerrado su corazón y no querer volver a Él, persiguiendo a su enviado, nos está advirtiendo el profeta que hemos de aprovechar la oportunidad que Dios nos da, antes de que sea demasiado tarde y nos sea imposible volver atrás. Seamos nosotros los primeros en abrir nuestro corazón a Dios. Dejemos nuestros caminos de maldad. Reconozcamos con humildad nuestros pecados y volvamos al Señor, rico en misericordia para con nosotros.
2. Sal 30,5-6.14.15-16: Si Dios está de nuestra parte, ¿quién se atreverá a ponerse en contra nuestra? Sin embargo, por causa del Señor nos persiguen y traman quitarnos la vida. Dios no nos abandonará a la muerte, pues aun cuando tengamos que pasar por ella, la última palabra la tendrá siempre la vida, pues el Señor nos llama a vivir eternamente con Él. No podemos buscar la muerte como testimonio supremo de nuestra fe, pues de hacerlo así estaríamos actuando más buscando nuestra propia gloria que la gloria de Dios, o estaríamos indicando que somos víctimas de alguna enfermedad psicológica. Quienes damos testimonio de Cristo lo hacemos con la valentía que nos viene del Espíritu Santo, aceptando con amor todos los riesgos que se nos vengan encima por nuestra fidelidad en el seguimiento del Señor. Confiemos nuestra vida en manos de Dios y Él nos llevará consigo a la Gloria que les espera a los que viven siéndole fieles. “Sálvame, Señor, por tu misericordia”. Precisamente el Evangelio proclama el anuncio de la muerte de Jesús (en total son 9 los anuncios: Mt 16, 21-23; 17, 22-23; 20, 17-23; Mc 8, 31-33; 9, 30-32; 10, 32-34; Lc 9, 22, 44-45; 18, 31-33). Se habla en ellos del tercer día, y “existe una importante gradación en los tres anuncios de la muerte próxima de Cristo. En los dos primeros, en efecto, habla todavía como un rabino que describe la suerte del Hijo del hombre; en el tercero, por el contrario, ya no es el rabino el que habla, sino un hombre fiel que sabe cuál es su deber y que se adentra resueltamente por el camino ineludible ("he aquí que subimos...", v. 18) que le conduce a la muerte reservada a los profetas y a los sembradores de inquietudes”.
Pero “Jesús no anuncia tan sólo su muerte, sino también su resurrección. Este anuncio es sorprendente”. Is 55 habla de sufrir (entregado, agobiado...), pero “no hay nada en el Antiguo Testamento que permita pensar en una resurrección del Mesías. Apenas si se admitía en algunos medios la noción de una resurrección general (2 Mac 7, 9-29; Dan 12, 2), y cuando los apóstoles se vieron más adelante en precisión de justificar la resurrección partiendo del Antiguo Testamento no encontraron más que textos acomodables, como Sal 15/16 (Act 2,22-32; 13,34-35). No nos imaginamos ver a Jesús proclamar estas confidencias, y contemplar los pensamientos que pasan por su mente: ¿cómo el "amo del cielo y de la tierra" pasa por esto?; ¿por qué? y ¿para qué? Y oímos aquel "no hay más grande amor que el de dar la vida por aquellos que se ama". Y aquel otro "Yo he venido para que tengan vida, y en abundancia." Y también: "He aquí la sangre de la alianza para el perdón de los pecados.” Y aun: "El buen pastor da su vida por sus ovejas." Una vida nueva surge de la muerte. Tenemos ya el valor escondido y misterioso del sufrimiento, del sacrificio, lo que en el fondo ha de explicar una religión, el límite al que no alcanza la filosofía...
¿Podéis beber "mi copa"?, nos dice hoy también Jesús. Cuando sufro, ¿soy consciente de acercar mis labios a la misma copa que Jesús?
3. Mt 20, 17-28: “El que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor”. Mateo cuenta que la madre de Santiago y Juan pide para sus hijos los puestos de honor. –“Subiendo Jesús hacia Jerusalén, tomó aparte a los doce”. La Cuaresma es también una "subida hacia Jerusalén". Un camino hacia la cruz. Jesús tiene que decir un secreto, que no puede confiar más que a los más íntimos. Los toma "aparte". El Hijo del hombre ha de ser entregado, condenado, escarnecido, azotado, crucificado... Jesús sabe, detalladamente, lo que le espera. Decidido, tranquilo, libre, sube hacia Jerusalén. Trato de imaginarme estas palabras, estas confidencias saliendo de tu propia boca. Trato de contemplar los pensamientos que pasan por tu mente, Señor, al expresar estas cosas. Si Tú, Señor, "amo del cielo y de la tierra", has pasado por todo ello, ayúdame a comprender un poco ¿por qué? y ¿para qué? "No hay más grande amor que el de dar la vida por aquellos que se ama… Yo he venido para que tengan vida, y en abundancia… He aquí la sangre de la alianza para el perdón de los pecados… El buen pastor da su vida por sus ovejas." –“Y resucitará al tercer día”. Una vida nueva surge de la muerte. Valor escondido y misterioso del sufrimiento, del sacrificio. ¿Creo yo realmente en el misterio pascual? ¿Qué luz me aporta este misterio, frente a mis infortunios, a mis pecados, frente a los problemas del mundo y de la Iglesia? El hombre "escarnecido"... esto continúa en el día de hoy. ¿Estoy convencido de que en ello se prepara una "resurrección"? ¿Qué es lo que cambia?
-“La madre de los hijos de Zebedeo se acercó y pidió a Jesús: "Que mis dos hijos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu reino". "No sabéis lo que pedís"...” Es verdad, Señor, no lo sabemos. "¡Servir!" -“¿Podéis beber la copa que Yo beberé?” Simbolismo bíblico. La "copa" amarga que se traga toda de golpe a pesar del mal sabor, es el símbolo de la prueba, de la adversidad. (Salmo 75, 9; Is 51, 17; Jr 25, 15) Esta madre, efectivamente, no sabía lo que pedía. Estar con Jesús, a su derecha y a su izquierda, es hacerse "esclavo" como Él, es "servir" a los demás, es "dar su vida en rescate o redención de otros". Este es el sentido que Tú, Jesús, das a tu pasión... y a la misa... y a nuestra vida de cada día. A esta luz quiero revisar, detenidamente, mi vida cotidiana”(Noel Quesson).
“No es de extrañar que los otros diez apóstoles reaccionaran disgustados: pero es porque ellos también querían lo mismo, y esos dos se les habían adelantado.
Los criterios de aquellos apóstoles eran exactamente los criterios de este mundo: el poder, el prestigio, el éxito humano. Mientras que los de Cristo son la entrega de sí mismo, ser servidores de los demás, no precisamente buscando los puestos de honor.
En nuestro camino de preparación para la Pascua se nos propone hoy un modelo soberano: Cristo Jesús, que camina decididamente en el cumplimiento de su misión. Va camino de la cruz y de la muerte, el camino de la solidaridad y de la salvación de todos.
«No he venido a ser servido, sino a dar mi vida por los demás». Es el camino de todos los que le imitan... millones de cristianos han seguido el camino de su Maestro hasta la cruz y la vida resucitada. No nos suele gustar el camino de la subida a la cruz. A Jeremías también le hubiera sido mucho más cómodo renunciar a su fuego interior de profeta y callarse, para volver a su pueblo a divertirse con sus amigos. A Jesús le hubiera ido mucho mejor, humanamente, si no hubiera denunciado con tanta claridad a las clases dirigentes de su tiempo. Él es el auténtico Siervo de Yahvé. Comenta San Agustín: «Cosa grande es el conocimiento de Cristo crucificado. ¡Cuántas cosas encierra en su interior ese tesoro! ¡Cristo crucificado! Tal es el tesoro escondido de la sabiduría y de la ciencia. No os engañéis, pues, bajo el pretexto de la sabiduría. Juntaos ante la envoltura y orad para que se os desenvuelva. / ¡Necio filósofo de este mundo! Eso que buscas es nada... ¿De qué aprovecha que tengas sed, si desprecias la fuente?... ¿Y cuál es su precepto sino que creamos en Él y nos amemos mutuamente? ¿Creer en quién? En Cristo crucificado. Este es su mandato: que creamos en Cristo crucificado... Pero donde está la humildad, está también la majestad; donde la debilidad, allí el poder; donde la muerte, allí también la vida. Si quieres llegar a la segunda parte, no desprecies la primera».
Los Apóstoles no han puesto ningún límite a su Señor; tampoco nosotros lo hemos puesto. Por eso, cuando pedimos algo en nuestra oración debemos estar dispuestos a aceptar, por encima de todo, la Voluntad de Dios; también cuando no coincida con nuestros deseos. Quiere que le pidamos lo que necesitamos y deseemos pero, sobre todo, que conformemos nuestra voluntad con la suya. Él nos dará siempre lo mejor. El Señor nos invita a una profunda amistad y a compartir un destino común a todos los que queremos seguirle. Para participar en su resurrección gloriosa es necesario compartir con Él la Cruz, y nos pregunta como preguntó a los Apóstoles: ¿Podéis beber el cáliz (2), -el cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre- que yo voy a beber? ¡Possumus! ¡Podemos, sí, estamos dispuestos! Contestamos como los Apóstoles. Hoy nos preguntamos en la oración si hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nuestro amor propio.
No existe vida cristiana sin mortificación. El Señor hizo del dolor un medio de redención; con su dolor nos ha redimido. La mortificación y la vida de penitencia, a la que nos llama la Cuaresma, tienen como motivo principal la corredención, participar del mismo cáliz del Señor. La voluntaria mortificación es medio de purificación y desagravio, necesario para poder tratar al Señor en la oración e indispensable para la eficacia apostólica. Este espíritu de penitencia y de mortificación lo manifestamos en nuestra vida corriente en el quehacer de cada día, sin esperar ocasiones extraordinarias: cumplimiento de nuestro horario, compaginar nuestras obligaciones con Dios, con los demás y con nosotros mismos, tratar con caridad a los demás empezando por los nuestros, soportar con buen humor las mil contrariedades de la jornada, corregir cuando tenemos una misión de gobierno, renunciar a nuestros propios proyectos...
El servicio de Cristo a la humanidad va encaminado a la salvación. Nuestra actitud ha de ser servir a Dios y a los demás con visión sobrenatural, especialmente en lo referente a la salvación, pero también en todas las ocasiones que se presentan cada día. Servir a los demás requiere mortificación y presencia de Dios, y olvido de uno mismo. No nos importe servir y ayudar mucho a quienes están a nuestro lado, aunque no recibamos ningún pago ni recompensa. Nuestra Madre, que sirvió a su hijo y a San José, nos ayudará a darnos sin medida ni cálculo. (F. Fernández Carvajal)
A un cristiano le puede parecer que, en medio de este mundo, es mejor contemporizar y seguir las mismas consignas que todos, en busca del bienestar personal. Pero el camino de la Pascua es camino de vida nueva, de renuncia al mal, de imitación de un Cristo que se entrega totalmente, que nos enseña a no buscar los primeros puestos, sino a ser los servidores de los demás, cosa que en este mundo parece ridícula.
Aquellos discípulos de Jesús que en esta ocasión no habían entendido nada, entre ellos Pedro, madurarán después y no sólo darán valiente testimonio de Jesús a pesar de las persecuciones y las cárceles, sino que todos morirán mártires, entregando su vida por el Maestro.
¿Nos está ayudando la Cuaresma de este año en el camino de imitación de Jesús, en su camino a la cruz? ¿O todavía pensamos con mentalidad humana, persiguiendo los éxitos fáciles y el «ser servidos», saliéndonos siempre con la nuestra, sin renunciar nunca a nada de lo que nos apetece? ¿Organizamos nuestra vida según nuestros gustos o según lo que Dios nos está pidiendo?” (J. Aldazábal). «Señor, guarda a tu familia en el camino del bien que le señalaste» (oración). «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida, tú tienes palabras de vida eterna» (aclamación); «Señor, líbranos de las ataduras del pecado» (ofrendas), y concretamente la del orgullo, pues –como el Concilio Vaticano II ha afirmado- «el hombre adquiere su plenitud a través del servicio y la entrega a los demás». Es ese perder la vida, que realmente es cuando la estamos encontrando, como decía la Madre Teresa de Calcuta parafraseando las palabras de Jesús: “El hombre que no vive para servir no sirve para vivir”. Mt. 20, 17-28. Jesús llegará a su Glorificación, y se sentará como Rey del universo; pero no irá por los caminos, ni por los criterios de este mundo, sino por los caminos del servicio y por los criterios del amor misericordioso. El Rey Siervo, el que da su vida para que nosotros tengamos vida, se encamina presuroso hacia Jerusalén, pues está llegando su hora. Cuando nosotros nazcamos de su costado herido como hijos de Dios, Él no se acordará más de sus dolores por el gozo de habernos purificado, y habernos unido a Él como hijos en el Hijo. ¿Alguien quiere reinar con Él? ¿Alguien quiere ser tan importante como Él? No hay más que tomar la propia cruz de cada día y emprender nuestro camino tras las huellas de Cristo, para que donde Él está estemos también nosotros. En esta Eucaristía nos reunimos para unir íntimamente nuestra vida al Señor. Él nos ha convocado no para castigarnos, sino para perdonar nuestras culpas. Aun cuando nos encontramos con Aquel que crucificamos con nuestras maldades, sin embargo Él nos reúne en el amor para que, liberados de la carga de nuestros pecados, entremos en comunión de vida con Él. Dios nos sienta a su mesa con la misma importancia y dignidad que tiene su Hijo único en su presencia. Ojalá y también nosotros bebamos el cáliz del Señor, no sólo porque recibamos la Eucaristía, sino porque hagamos nuestra su misma suerte, es decir, el cáliz que Él bebió. Y en ese cáliz no están sólo nuestros sufrimientos, sino también el anuncio del Evangelio hecho con toda lealtad no sólo desde las palabras, tal vez muy elocuentes, sino desde la vida misma. Nuestro camino hacia la Gloria tendrá que pasar, necesariamente, por la cruz de cada día. No podemos vivir nuestra existencia diaria de un modo inútil. Aun los actos más pequeños y aparentemente insignificantes deben contribuir para que el anuncio del Evangelio llegue a todos. Seamos los primeros en abrir nuestro corazón a la oportunidad que Dios nos ofrece de perdonarnos nuestros pecados, y de convertirnos en testigos suyos. Tal vez en algunos momentos la llamada de Dios se nos convierta en algo doloroso, y quienes lo anuncian nos parezcan molestos. Mas no por eso podemos levantarnos en contra de ellos para apagar su voz. El Señor quiere sanar en nosotros las heridas que dejó el pecado. Nos quiere no como rezanderos, sino como personas comprometidas con Él para vivir con mayor rectitud buscando el bien de todos. Si queremos ser importantes, tal vez no ante los hombres pero sí ante Dios, convirtámonos en servidores fieles del Evangelio que se nos ha confiado. Sepamos que, si por dar testimonio de la verdad vamos a ser perseguidos, o vamos a entregar nuestra vida por Cristo, el Señor nos librará, finalmente, de la muerte para hacernos partícipes de su vida eternamente. Roguémosle a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda, en este tiempo especial de gracia, la firme decisión de encaminarnos hacia un auténtico encuentro con Él para vivir, ya desde ahora, comprometidos con su Evangelio y poder, al final, gozar de su presencia eternamente. Amén. (www.homiliacatolica.com. Muchos textos están tomados de www.mercaba.org. Llucià Pou, 2009).

domingo, 30 de octubre de 2011

Domingo 31, ciclo A: como niños en manos de su padre, estamos en manos de Dios nuestro Padre. Pero para esto hace falta humildad y amor: “El que se en

Domingo 31, ciclo A: como niños en manos de su padre, estamos en manos de Dios nuestro Padre. Pero para esto hace falta humildad y amor: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
1. Lectura del Profeta Malaquías 1,14b-2, 2b. 8-10.
Yo soy el Rey soberano, dice el Señor de los ejércitos; / mi nombre es temido entre las naciones. // Y ahora os toca a vosotros, sacerdotes: / Si no obedecéis y no os proponéis / dar la gloria a mi nombre, / -dice el Señor de los ejércitos- / os enviaré mi maldición.
Os apartasteis del camino, / habéis hecho tropezar a muchos en la Ley, / habéis invalidado mi alianza con Leví / -dice el Señor de los ejércitos.
Pues yo os haré despreciables / y viles ante el pueblo, / por no haber guardado mis caminos / y porque os fijáis en las personas / al aplicar la ley.
¿No tenemos todos un solo Padre? / ¿No nos creó el mismo Señor? / ¿Por qué, pues, el hombre / despoja a su prójimo / profanando la alianza de nuestros padres?
2. Sal 130, 1. 2. 3: Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor.
Señor, mi corazón no es ambicioso, / ni mis ojos altaneros; / no pretendo grandezas / que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos, / como un niño en brazos de su madre. / Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor. / Espere Israel en el Señor, ahora y por siempre.
3. Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 2,7b-9.13.
Hermanos: Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos.
Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor.
Recordad, si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios.
También, por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a Dios porque al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes.
4. Lectura del santo Evangelio según San Mateo 23,1-12.
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos diciendo: -En la cátedra de Moisés se han asentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.
Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros; pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencia por la calle y que la gente los llame «maestro».
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro padre, el del cielo.
No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, Cristo.
El primero entre vosotros será vuestro servidor.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Comentario: Yo tengo la impresión de que demasiado frecuentemente nosotros obligamos a los otros a caminar inclinados. Casi aplastados bajo el peso de lo que esperamos de ellos. Todos esperamos algo del prójimo. Todos nos sentimos con derecho a estar descontentos de los hermanos, porque traicionan nuestras legítimas esperanzas. Y, por parte nuestra, no esperamos nunca nada de nosotros mismos. ¡Pretendemos tan poco de nosotros mismos! (...). Por eso la vida se convierte en ímproba tarea para muchos en la comunidad. Los pesos no están equitativamente distribuidos. Hay quien lleva el peso y quien... lo distribuye. Quien ordena y quien curva la espalda. La mayor parte de las personas deben cargarse con el fardo de NUESTRAS pretensiones y NUESTRAS exigencias (Alessandro Pronzato).
1. Ml 1. 14b-2. 2b/8-18. Después de la reconstrucción del Templo de Jerusalén (a. 516; Esd 5. 6) y la restauración del culto, Malaquías censura de nuevo la corrupción religiosa. La reforma había durado muy poco. El profeta critica en primer lugar el comportamiento de los fieles que ofrecen menos de lo que prometen (1. 14a). Seguidamente, alza su voz contra los sacerdotes. Ellos habían sido objeto de una bendición especial de Dios (Dt 33. 11; cf. Ex 32. 29) y a ellos les había sido confiada la misión de bendecir al pueblo (Nm 6. 22). Pero ahora, todos sus privilegios se convierten en motivo especial de maldición divina, de la que sólo podrán escapar si corrigen su conducta negligente.
v. 8:Pues esta generación de sacerdotes vive en desacuerdo con la Ley de Dios y descuida su enseñanza al pueblo. Su pereza es la causa de que el pueblo desconozca la Ley y se aparte del camino recto, de la religión agradable a Dios. De esta manera invalidan con su conducta la alianza especial que hizo el Señor con la tribu de Leví, la tribu sacerdotal.
v. 9:Si los sacerdotes desprecian la Ley de Dios y no cumplen con su deber de enseñarla al pueblo (cf. Ex 24. 7; Dt 33. 10; Ez 44. 33), merecen ser igualmente despreciados por el pueblo. El comportamiento de los sacerdotes se manifiesta también en la arbitrariedad que practican al aplicar la Ley y en la aceptación de personas.
v. 10:Yahvé es el Creador (Is 43. 1 y 15) y Padre (Ex 4. 22; Jr 31. 20) de Israel. Pues es el autor de la Alianza en el Sinaí, por la que Israel llegó a ser como una comunidad sociológica y religiosa cuyos miembros deben tratarse como hermanos. La fidelidad a Dios es el fundamento del respeto y el amor entre los israelitas. La explotación del hombre por el hombre, la arbitrariedad y la injusticia, es una profanación de la Alianza y lleva consigo el desprestigio de quienes debieran respetarla en primer lugar: los sacerdotes (Eucaristía 1978/51).
2. Salmo 36,3,20. Juan Pablo II nos habló de cómo Jesucristo "se despojó de sí mismo": “Aquí tenéis al hombre (Jn 19, 5). Hemos recordado en la catequesis anterior estas palabras que pronunció Pilato al presentar a Jesús a los sumos sacerdotes y a los guardias, después de haberlo hecho flagelar y antes de pronunciar la condena definitiva a la muerte de cruz. Jesús, llagado, coronado de espinas, vestido con un manto de púrpura, escarnecido y abofeteado por los soldados, cercano ya a la muerte, es el emblema de la humanidad sufriente.
"Aquí tenéis al hombre". Esta expresión encierra en cierto sentido toda la verdad sobre Cristo verdadero hombre: sobre Aquél que se ha hecho "en todo semejante a nosotros excepto en el pecado"; sobre Aquél que "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (cf. Gaudium et spes, 22). Lo llamaron "amigo de publicanos y pecadores". Y justamente como víctima por el pecado se hace solidario con todos, incluso con los "pecadores", hasta la muerte de cruz. Pero precisamente en esta condición de víctima, a la que Jesús está reducido, resalta un último aspecto de su humanidad, que debe ser aceptado y meditado profundamente a la luz del misterio de su "despojamiento" (Kenosis). Según San Pablo, Él, "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 6-8).
El texto paulino de la Carta a los Filipenses nos introduce en el misterio de la "Kenosis" de Cristo. Para expresar esto misterio, el Apóstol utiliza primero la palabra "se despojó", y ésta se refiere sobre todo a la realidad de la Encarnación: "la Palabra se hizo carne" (Jn 1, 14). ¡Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios! La verdad sobre Cristo-hombre debe considerarse siempre en relación a Dios-Hijo. Precisamente esta referencia permanente la señala el texto de Pablo. "Se despojó de sí mismo" no significa en ningún modo que cesó de ser Dios: ¡sería un absurdo! Por el contrario significa, como se expresa de modo perspicaz el Apóstol, que "no retuvo ávidamente el ser "igual a Dios", sino que "siendo de condición divina" ("in forma Dei") —como verdadero Dios-Hijo—, Él asumió una naturaleza humana privada de gloria, sometida al sufrimiento y a la muerte, en la cual poder vivir la obediencia al Padre hasta el extremo sacrificio.
En este contexto, el hacerse semejante a los hombres comportó una renuncia voluntaria, que se extendió incluso a los "privilegios" que Él habría podido gozar como hombre. Efectivamente, asumió "la condición de siervo". No quiso pertenecer a las categorías de los poderosos, quiso ser como el que sirve: pues, "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mc 10, 45).
De hecho, vemos en los Evangelios que la vida terrena de Cristo estuvo marcada desde el comienzo con el sello de la pobreza. Esto se pone de relieve ya en la narración del nacimiento, cuando el Evangelista Lucas hace notar que "no tenían sitio (María y José) en el alojamiento" y que Jesús fue dado a luz en un establo y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 7). Por Mateo sabemos que ya en los primeros meses de su vida experimentó la suerte del prófugo (cf. Mt 2, 13-15). La vida escondida en Nazaret se desarrolló en condiciones extremadamente modestas, las de una familia cuyo jefe era un carpintero (cf. Mt 13, 55), y en el mismo oficio trabajaba Jesús con su padre putativo (cf. Mc 6, 3). Cuando comenzó su enseñanza, una extrema pobreza siguió acompañándolo, como atestigua de algún modo Él mismo refiriéndose a la precariedad de sus condiciones de vida, impuestas por su ministerio de evangelización. "Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Lc 9, 58).
La misión mesiánica de Jesús encontró desde el principio objeciones e incomprensiones, a pesar de los "signos" que realizaba. Estaba bajo observación y era perseguido por los que ejercían el poder y tenían influencia sobre el pueblo. Por último, fue acusado, condenado y crucificado: la más infamante de todas las clases de penas de muerte, que se aplicaba sólo en los casos de crímenes de extrema gravedad especialmente, a los que no eran ciudadanos romanos y a los esclavos. También por esto se puede decir con el Apóstol que Cristo asumió, literalmente, la "condición de siervo" (Fil 2, 7).
Con este "despojamiento de sí mismo", que caracteriza profundamente la verdad sobre Cristo verdadero hombre, podemos decir que se restablece la verdad del hombre universal: se restablece y se "repara". Efectivamente, cuando leemos que el Hijo "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios", no podemos dejar de percibir en estas palabras una alusión a la primera y originaria tentación a la que el hombre y la mujer cedieron "en el principio": "seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (Gén 3, 5). El hombre había caído en la tentación para ser "igual a Dios", aunque era sólo una criatura. Aquél que es Dios-Hijo, "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios" y al hacerse hombre "se despojó de sí mismo", rehabilitando con esta opción a todo hombre, por pobre y despojado que sea en su dignidad originaria.
Pero para expresar este misterio de la "Kenosis" de Cristo, San Pablo utiliza también otra palabra: "se humilló a sí mismo". Esta palabra la inserta él en el contexto de la realidad de la redención. Efectivamente, escribe que Jesucristo "se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 8). Aquí se describe la "Kenosis" de Cristo en su dimensión definitiva. Desde el punto de vista humano es la dimensión del despojamiento mediante la pasión y la muerte infamante. Desde el punto de vista divino es la redención que realiza el amor misericordioso del Padre por medio del Hijo que obedeció voluntariamente por amor al Padre y a los hombres a los que tenía que salvar. En ese momento se produjo un nuevo comienzo de la gloria de Dios en la historia del hombre: la gloria de Cristo, su Hijo hecho hombre. En efecto, el texto paulino dice: "Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre" (Fil 2, 9).
He aquí cómo comenta San Atanasio este texto de la Carta a los Filipenses: "Esta expresión le exaltó, no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo: en efecto, este último ha sido y será siempre igual a Dios. Por el contrario, quiere indicar la exaltación de la naturaleza humana. Por tanto estas palabras no fueron pronunciadas sino después de la Encarnación del Verbo para que apareciese claro que términos como humillado y exaltado se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es humilde es susceptible de ser ensalzado" (Atanasio, Adversus Arianos Oratio I, 41). Aquí añadiremos solamente que toda la naturaleza humana —toda la humanidad— humillada en la condición penosa a la que la redujo el pecado, halla en la exaltación de Cristo-hombre la fuente de su nueva gloria.
No podemos terminar sin hacer una última alusión al hecho de que Jesús ordinariamente habló de sí mismo como del "Hijo del hombre" (por ejemplo Mc 2, 10. 28; 14, 67; Mt 8, 20; 16, 27; 24, 27; Lc 9, 22; 11, 30; Jn 1, 51; 8, 28; 13, 31, etc.). Esta expresión, según la sensibilidad del lenguaje común de entonces, podía indicar también que Él es verdadero hombre como todos los demás seres humanos y, sin duda, contiene la referencia a su real humanidad.
Sin embargo el significado estrictamente bíblico, también en este caso, se debe establecer teniendo en cuenta el contexto histórico resultante de la tradición de Israel, expresada e influenciada por la profecía de Daniel que da origen a esa formulación de un concepto mesiánico (cf. Dn 7, 13-14). "Hijo del hombre" en este contexto no significa sólo un hombre común perteneciente al género humano, sino que se refiere a un personaje que recibirá de Dios una dominación universal y que transciende cada uno de los tiempos históricos, en la era escatológica.
En la boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas la fórmula está por tanto cargada de un sentido pleno que abarca lo divino y lo humano, cielo y tierra, historia y escatología, como el mismo Jesús nos hace comprender cuando, testimoniando ante Caifás que era Hijo de Dios, predice con fuerza: "a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo" (Mt 26, 64). En el Hijo del hombre está por consiguiente inmanente el poder y la gloria de Dios. Nos hallamos nuevamente ante el único Hombre-Dios, verdadero Hombre y verdadero Dios. La catequesis nos lleva continuamente a Él para que creamos y, creyendo, oremos y adoremos.
3. 1 Ts 2. 7b-9/13: Su predicación quedaba así a salvo de toda sospecha de lucro. Pablo acepta de buen grado las fatigas de un trabajo necesario para subsistir sin ser gravoso a los tesalonicenses.
Durante su estancia en Tesalónica, Pablo recibió por dos veces ayuda de la comunidad cristiana de Filipos (Flp 4. 16); si aquí no hace mención de este asunto, es para que no creyeran que les echaba en cara ninguna desatención por su parte.
v. 13: La conducta del Apóstol y sus colaboradores contribuyó sin duda alguna a que su predicación fuera aceptada en Tesalónica como Palabra de Dios y no como simple palabra humana (cf. Ga 6. 6; 2 Co 12. 13). Pablo da gracias a Dios por la fe de los tesalonicenses (Eucaristía 1978/51).
Es interesante que el primer escrito que se nos conserva del Apóstol lo personal tenga tanta importancia. Naturalmente es personal integrado en lo apostólico, pero las dos cosas a la vez. Es importante tener en cuenta esta faceta para no hacer de la actividad apostólica algo deshumanizado. Destaca aquí la ternura de Pablo hacia esta comunidad, una de las primeras fundadas por él en suelo europeo. Y ternura que no le impide actividad práctica para no ser gravoso a nadie.
En esta primera sección (2, 7b-9) de la lectura es importante notar los rasgos del apóstol Pablo en su relación con su comunidad: relación personal, no profesional, cariño individualizado a las personas, deseos de no gravar a nadie con su vida apostólica, sino trabajo personal para evitarlo. Apóstol, pues, humano y serio.

En el v. 13 un recuerdo de que su actividad no es puramente humana, sino también inspirada por Dios. Conciencia de no ser simple deseo de Pablo de Tarso, sino de estar movido por el Espíritu. Y eso no simplemente porque él lo diga así, sino porque los tesalonicenses lo han aceptado de ese modo.
Es un ejemplo para el apóstol actual. No avergonzarse de lo humano en el ministerio, de los sentimientos personales. Ni tampoco del trabajo. Se puede vivir del altar, pero también se puede vivir de otro modo y ser más libres (Federico Pastor).
4. Evangelio: El discípulo de Jesús -porque es consciente de su debilidad y de la única y total soberanía de Dios y de su enviado JC- ha de evitar las grandes tentaciones que el Maestro denuncia en los fariseos: decir y no hacer; ser maestros insoportables de los demás, con ostentación; buscar el ser servidos en lugar de servir.
Este pasaje sirve de preámbulo a las maldiciones de los escribas y de los fariseos (Mt 23, 12-32). Jesús presenta a sus adversarios ya desde el primer versículo: ocupan indebidamente la cátedra de Moisés, ya que la ley preveía que la enseñanza y la interpretación de la Palabra de Dios sería reservada solo a los sacerdotes (Dt 17, 8-12); 31, 9-10; Miq 3, 11: Mal 2, 7-10). Al usurpar esa función, los escribas han introducido un profundo y grave cambio en la religión, han sustituido la fe en la Palabra por un método intelectualista y la obediencia al designio de Dios por el juridicismo y la casuística. Al maldecir a los escribas, Cristo rechaza una religión tan humana.
El colmo es que los escribas hipócritas usurpan el lugar de Dios atribuyéndose un poder que no merecen (vv. 8-10; cf. Mt 15, 3-14). En lugar de conducir el corazón de cada cual al encuentro personal con Dios, en el plano íntimo de la decisión y de la libertad, hacen que toda la atención recaiga sobre los argumentos, las conclusiones y los reglamentos demasiado humanos para que puedan ser signos de Dios.
La hipocresía denunciada por Jesús continúa siendo una tentación a todo lo largo de la historia de la Iglesia.
Tentación sutil que se encuentra en los sacerdotes con relación a los laicos, pero sobre todo en los bautizados con relación a los demás hombres. El Evangelio de este día puede ayudarnos a superarla.
Lo importante es que la Iglesia no se tome nunca como la realidad definitiva. La Iglesia es el anuncio de un Reino futuro, pero no es todavía este Reino. Por tanto, no puede situarse en el centro de su predicación porque a donde el mundo debe tender no es hacia ella, sino hacia el Reino. Con esta condición, la Iglesia no cargará a sus fieles con pesos insoportables, sino que estará en tensión hacia un futuro que hay que realizar. La Iglesia debe huir de toda vanidad, y sus responsables evitarán recurrir a los medios con que los hombres intentan espontáneamente llegar al poder: intrigas diplomáticas, influencias políticas, títulos honoríficos, etc.
La Iglesia debe saber en todo momento que está hecha para servir. Una Iglesia que olvida su propio pecado se hace automáticamente dura de corazón, imbuida de su propia justicia, anunciadora de infelicidad y de catástrofe; ya no merece ni la misericordia de Dios ni la confianza de los hombres y pueden aplicársele al pie de la letra las maldiciones dirigidas contra los escribas orgullosos. La Iglesia sabe, por el contrario, que la frontera del bien y del mal pasa por el corazón de cada uno de sus miembros, que su fe es crepuscular y que, de todas maneras, el perdón de Dios es lo único que mantiene su existencia (Maertens-Frisque).
“De acuerdo con la palabra del Señor, en la Iglesia tenemos dos clases de hombres: buenos y malos. ¿Qué dicen los buenos cuando predican?: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 4,16). ¿Qué dice la Escritura de los buenos?: Sed ejemplo para los fieles (1 Tim 4,12). Esto me esfuerzo por ser; qué sea en realidad, lo sabe aquel ante quien gimo.
Respecto a los malos se dijo otra cosa: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos; haced lo que dicen, pero no lo que hacen” (Mi 23,2.3). Estás viendo cómo en la cátedra de Moisés, de la que es sucesora la cátedra de Cristo, se sientan también malos; y, sin embargo, enseñando el bien, no perjudican a los oyentes. ¿Por qué abandonaste la cátedra por la presencia de los malos? Vuelve a la paz, regresa a la concordia, que no te molesta. Si enseño el bien y obro el bien, imítame; si por el contrario, no cumplo lo que enseño, tienes el consejo del Señor: haz lo que enseño, mas no lo que yo hago; en todo caso, nunca abandones la cátedra católica.
He aquí que en el nombre del Señor, he de marcharme, y ellos han de seguir hablando. ¿Se acabará alguna vez? Ya de entrada, desentendeos de mi defensa personal. Nada les digáis al respecto; respondedles más bien, hermanos, sobre lo referente al punto que nos separa: «El obispo Agustín está dentro de la Iglesia católica, lleva su propia carga, y de ella ha de dar cuenta a Dios. Sé que está entre los buenos; si es malo, él lo sabrá; y aunque sea bueno, no tengo en él mi esperanza. Esto he aprendido ante todo en la Iglesia católica: a no poner mi esperanza en hombre alguno. Es muy comprensible que vosotros, que habéis puesto vuestra esperanza en los hombres, dirijáis vuestros reproches al hombre». Si me acusan a mí, despreciad también vosotros tales acusaciones. Conozco el lugar que ocupo en vuestro corazón, porque conozco el que ocupáis vosotros en el mío. No luchéis contra ellos por causa mía. Pasad de todo lo que os digan sobre mí, no sea que esforzándoos en defender mi causa, abandonéis la vuestra.
Tal es su obrar astuto: no queriendo y temiendo que hablemos de la causa que representan, nos ponen ante nosotros otras cosas para apartarnos de ello; de esta forma, mientras nos defendemos nosotros, dejamos de acusarles a ellos. En verdad, tú me llamas malo; yo puedo añadir innumerables cosas más; quita eso de en medio, deja mi caso personal, céntrate en el asunto de fondo, mira por la causa de la Iglesia, considera dónde estás. Recibe hambriento la verdad te venga de donde te venga, no sea que jamás llegue el pan a tu mano, por pasar el tiempo reprochando, lleno de fastidio y calumniando al recipiente que lo contiene.Lluciá Pou

domingo, 25 de septiembre de 2011

Tiempo ordinario XXVI, Domingo (A): la misericordia divina se vuelca en nuestros corazones, para que nos convirtamos con humildad y vayamos por el cam

Tiempo ordinario XXVI, Domingo (A): la misericordia divina se vuelca en nuestros corazones, para que nos convirtamos con humildad y vayamos por el camino de los mandamientos

Lectura del Profeta Ezequiel 18,25-28. Esto dice el Señor: Comentáis: “no es justo el proceder del Señor”. Escuchad, casa de Israel: ¿es injusto mi proceder?; ¿o no es vuestro proceder el que es injusto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo, y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá.

SALMO RESPONSORIAL 24,4bc-5. 6-7. 8-9. R/. Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna.
Señor, enséñame tus caminos, / instrúyeme, en tus sendas, / haz que camine con lealtad; / enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, / y todo el día te estoy esperando.
Recuerda, Señor, que tu ternura / y tu misericordia son eternas; / no te acuerdes de los pecados / ni de las maldades de mi juventud; / acuérdate de mí con misericordia, / por tu bondad, Señor.
El Señor es bueno y es recto / y enseña el camino a los pecadores; / hace caminar a los humildes con rectitud, / enseña su camino a los humildes.

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses 2,1-11 (El texto entre [ ] puede omitirse por razones pastorales). Hermanos: Si queréis darme el consuelo de Cristo / y aliviarme con vuestro amor, / si nos une el mismo Espíritu, / y tenéis entrañas compasivas, / dadme esta gran alegría: / manteneos unánimes y concordes / con un mismo amor y un mismo sentir.
No obréis por envidia ni por ostentación, / dejaos guiar por la humildad / y considerad siempre superiores a los demás. / No os encerréis en vuestros intereses, / sino buscad todos el interés de los demás. / Tened entre vosotros los sentimientos propios / de una vida en Cristo Jesús.
[El, a pesar de su condición divina, / no hizo alarde de su categoría de Dios; / al contrario, se despojó de su rango / y tomó la condición de esclavo, / pasando por uno de tantos. / Y así, actuando como un hombre cualquiera, / se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, / y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo / y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre», / de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble / -en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo- / y toda lengua proclame: / «¡Jesucristo es Señor!» / para gloria de Dios Padre.]

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 21,28-32. En aquel tiempo dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: -¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: «Hijo, ve hoy a trabajar en la viña.» El le contestó: -«No quiero.» Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. El le contestó: -«Voy, señor.» Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?
Contestaron: -El primero.
Jesús les dijo: -Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas lo creyeron. Y aun después de ver esto vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis.
Comentario: La oración colecta nos da la nota y el movimiento de las lecturas de hoy: “oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia, derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo”.
1. Ez 18.25-28. El año 597 fueron deportados a Babilonia la clase alta de Jerusalén, como el rey Joaquín y toda su familia, además de nobles y artesanos y todos los hombres aptos para la guerra; con ellos también el profeta Ezequiel. Se instalaron en juderías junto al río Eufrates. Tuvieron que soportar las burlas de los babilonios que interpretaban la destrucción de Jerusalén (año 586) como una victoria de sus dioses sobre Yahvé (36.20). Allí aprendieron a meditar sobre los castigos de que eran objeto y a cantar su dolor con salmos llenos de añoranza por la patria abandonada. Ezequiel, cuyo nombre significa "Dios fuerte", tomó la palabra para corregir esos lamentos y comentarios de los cautivos que se quejan de su suerte y de la justicia de Dios. Pues, según una opinión generalizada y antigua (Ex 20. 5), Dios castigaba en los hijos el pecado de los padres: no es cierto que Dios castigue por los pecados ajenos, pues dice el Dt: "No morirán los padres por culpa de los hijos, ni los hijos por culpa de los padres. Cada cual morirá por su pecado" (24. 16). Ez interpreta la ley en el mismo sentido que el Dt. Pero si Dios es justo cuando castiga al culpable, lo es en abundancia cuando da ocasión para la penitencia y perdona al pecador arrepentido. Porque Dios no busca la muerte del pecador, y lo que quiere es que se convierta y viva (v. 32). Y en cualquier caso Dios respeta la libertad del hombre, mientras advierte a los justos para que no caigan y da a los pecadores la oportunidad de convertirse y salvar sus vidas. La vida que aquí se promete a los justos y a los que se arrepienten no es aún la vida eterna, sino una larga vida en la tierra y prosperidad temporal. Con todo, esta promesa es ya un punto de partida para llegar al conocimiento de la vida eterna y de una mejor justicia. Pues vemos que no siempre los justos llevan en este mundo la mejor parte (“Eucaristía 1987”).
Sigue este domingo en sus lecturas hablándonos del mérito y de la gracia: debemos despojarnos de una mentalidad basada en los méritos contraídos. Decían: "Los padres comieron agraces y los hijos tuvieron dentera". Sin anular el principio de responsabilidad colectiva (que liga solidariamente a los miembros de la comunidad entre sí y con sus antepasados), Ezequiel desarrolla el principio de la responsabilidad personal, que supone un avance revolucionario en la teología. Este principio reza así: "Os juzgaré a cada uno según su proceder" (18.30). El hombre siempre será dueño de su destino, por eso podrá escoger entre el bien y el mal, entre la muerte y la vida, pero todo depende de él. Así es posible romper la cadena del pasado, ya que el Señor no quiere la muerte de nadie. Sin embargo, para obtener la vida no bastan los actos aislados, es necesaria una actitud firme y decidida (vv. 26-28). El principio de responsabilidad individual supone un avance enorme. En teoría, todos estamos de acuerdo, pero la praxis es harina de otro costal. "Por un perro que maté, mataperros me llamaron"; por el desacierto de unos miembros de un partido político, de una institución cualquiera, de un..., emitimos juicios categóricos y rotundos contra ese partido, esa institución, esa... Porque unos miembros comieron agraces, queremos que la dentera la padezcan todos. ¡Un poco de seriedad y de consecuencia con los propios principios! Moral de actitud más que de hechos aislados es otra de las enseñanzas que sacamos de este texto de Ez. Así debemos despojarnos de una mentalidad religiosa basada en los méritos contraídos; la religión no es ninguna caja de ahorros (A. Gil Modrego). Cada uno debe dar su respuesta última a Dios él solo. Cada cual debe situarse ante Dios tal cual es (dirán las otras lecturas). El profeta ha experimentado el fracaso. Ahora ve que lo que debe hacer es simplemente aceptar agradecido el don de poder cumplir la alianza, cumplir los "preceptos y mandatos", o la "práctica de la justicia y el derecho". La responsabilidad del hombre ante su propia conducta es sobre todo abrirse al don de Dios que de tal manera es envolvente y maravilloso que quien lo recibe no tiene más remedio que "sentir pena" de sí mismo, ya que no puede hacer valer ningún mérito propio. Sin embargo, se le exigirá esta actitud de conversión porque él mismo, y no otro, es el que ha pecado (“Eucaristía 1978”).
La religión ha calado poco en la verdad cuando provoca en la gente lamentos como: "¡Si Dios fuera justo -suele decirse-, no permitiría que sucedieran estas cosas!". Corresponde a Ezequiel el mérito de haber orientado al hombre hacia sus responsabilidades y su libertad, no sin antes haberles invitado a superar una prueba. Es un hecho sobradamente comprobado que sólo a través de experiencias dramáticas, de la angustia y de la inquietud, es como los hombres llegan a conocer, de un modo progresivo, el valor auténtico de su libertad. Este descubrimiento de los valores que entran en juego en la consecución y ejercicio de la libertad no vale de una vez para siempre; es preciso actualizarlo continuamente si queremos escapar al fatalismo o al infantilismo (Maertens-Frisque). Pero Dios nos da fuerzas para arrostrar las dificultades del camino de la vida: en el transcurrir de los días vamos haciendo acopio de energías en nuestro mundo interior, que justo cuando las necesitamos en un momento de dificultad las tenemos a disposición: mirando atrás notamos un entrenamiento que nos ha preparado para afrontar un ciclo traumático, como lo fue para el pueblo de Israel después del arraigo en la tierra y en la cultura el momento de desarraigo que supone el exilio. Esto pasa de algún modo a todos, y lo vemos cuando oímos a la gente decir que se ha dejado el corazón a trozos por donde ha pasado, especialmente en las personas que ha querido, y que después de la separación –la que sea- "ya no será como antes”, se encuentran con imposibilidad de poner el corazón en las personas, porque está herido... aunque no es verdad, esas impresiones son siempre pasajeras, después de la aclimatación uno se va haciendo a esos nuevos cometidos...
2. Dios es presentado como el que indica el camino justo a seguir: “Hace caminar a los humildes con rectitud, / enseña su camino a los humildes”. Incluso quien se ha equivocado no es abandonado a sí mismo: “El Señor es bueno y es recto, / y enseña el camino a los pecadores” (v. 8). El salmista en su oración se hace atrevido. Llega a sugerir al Señor lo que debe olvidar “No te acuerdes de los pecados / ni de las maldades de mi juventud” (v. 7). Y también lo que debe recordar: “Recuerda, Señor, que tu ternura / y tu misericordia son eternas” (v. 6; cf. Alessandro Pronzato).
No me falles, Señor: «En ti confío; no sea yo confundido»… He dicho a otros que tú eres el que nunca fallas. ¿Qué dirán si ven ahora que me has fallado a mí? He proclamado con plena confianza: ¡Jesús nunca decepciona! ¿Y me vas a decepcionar a mí ahora? Eso hará callar a mi lengua y suprimirá mi testimonio. Pondrá a prueba mi fe y hará daño a mis amigos. Retrasará tu Reino en mí y en los que me rodean. No permitas que eso suceda, Señor. Ya sé que mis pecados se meten de por medio y lo estropean todo. Por eso ruego: «No te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. Por el honor de tu nombre, Señor, perdona mis culpas, que son muchas». No te fijes en mis maldades, sino en la confianza que siento en ti. Sobre esa confianza he basado toda mi vida. Por esa confianza puedo hablar y obrar y vivir. La confianza de que tú nunca me has de fallar. Esa es mi fe y mi jactancia. Tú no le fallas a nadie. Tú no permitirás que yo quede avergonzado. Tú no me decepcionarás. Los que esperan en ti no quedan defraudados (Carlos G. Vallés).
3. Flp 2. 1-11. Pablo está en la cárcel, probablemente en Éfeso, por Cristo: esto le da especial su autoridad para pedir a los miembros de la comunidad de Filipos que den a su vez testimonio cristiano. ¿Qué tipo de testimonio? El de la concordia y el amor. El egoísmo, la envidia y la presunción habían empezado a causar estragos en la comunidad; ésta se estaba convirtiendo en un antisigno escandaloso. En estas circunstancias, Pablo pide a los cristianos de Filipos que tengan la grandeza de ánimo suficiente para superar el propio interés y abrirse con sencillez a los demás. Al pedir esto, Pablo no se basa en una simple pedagogía humana, sino en un caso concreto: el de Cristo Jesús, que, siendo Dios, se hace hombre. Se trata de un paso incomprensible, indecible; pero que Dios lo emprendió porque quería estar abierto al hombre. Buscar el interés de los demás llevó a Cristo a despojarse de su rango. Esta dinámica existencial de Cristo Jesús señala al cristiano la pauta de su propia dinámica (Dabar 1978).
Es la kenosis: por el camino del despojo Jesús se ha engregado y ha dado fruto. Si nosotros nos despojamos de opiniones, de dar el brazo a torcer podemos acercarnos a los sentimientos de este Dios que se hace hombre, o el hecho de que la encarnación ha sido el máximo vaciarse de un hombre, como recordaba el P. Cantalamessa en su predicación. En el profeta Isaías leemos estas palabras del Señor: "Será doblegado el orgullo del mortal, será humillada la arrogancia del hombre; sólo el Señor será ensalzado aquel día" (Is 2,17). "Aquel día" es el día del cumplimiento mesiánico, el día en que Cristo proclamó desde la cruz que "todo está cumplido" (Jn 19,30). Aquel día, en una palabra, ¡es este día! ¿Y cómo doblegó Dios el orgullo de los hombres? ¿Atemorizándolos? ¿Mostrándoles su tremenda grandeza y su poder? ¿Aniquilándolos? No, lo ha doblegado anonadándose él: "Cristo Jesús, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó a sí mismo" (Flp 2,6-8). Humiliavit semetipsurn: ¡se humilló a sí mismo, no a los hombres! Doblegó el orgullo y la arrogancia humana desde dentro, no desde fuera. ¡Y hasta qué punto se humilló! María, la madre de Jesús, cargó, junto con él, con "el oprobio de la cruz" (Hb 13,13). Los demás, san Pablo incluido, conocieron "la fuerza de la cruz" (cf 1 Co 1,18), ella conoció también su debilidad; los demás conocieron la teología de la cruz, ella la realidad de la cruz. La cruz es el sepulcro en el que se abisma todo el orgullo humano. Dios le dice como al mar: "Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí cesará la arrogancia de tus olas" (Jb 38,11). En la roca del Calvario van a romper todas las olas del orgullo humano, y no pueden pasar más allá. El muro que Dios ha levantado contra él es demasiado alto, y el abismo que ha excavado ante él demasiado profundo. "Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo, quedando así destruida nuestra condición de pecadores" (Rm 6,6). Nuestra condición orgullosa, ya que éste —el orgullo— es el pecado por excelencia, el pecado que anida detrás de todo pecado. "Cargado con nuestros pecados subió al leño" (1 P 2,24). Cargado con nuestro orgullo.
¿Y qué parte nos toca a nosotros en todo esto? ¿Cuál es el "evangelio", es decir la buena noticia? Que Jesús se humilló también por mí, en mi lugar. "Si uno murió por todos, todos murieron" (2 Co 5,14): si uno se rebajó por todos, todos se rebajaron con él. En la cruz Cristo es el nuevo Adán que obedece por todos. Es el fundador de una estirpe, el principio de una humanidad nueva. Actúa en nombre de todos y en beneficio de todos. Si "por la obediencia de uno todos se convirtieron en justos" (Rm 5,19), por la humillación de uno todos se convirtieron en humildes. La soberbia, al igual que la desobediencia, ya no nos pertenece. Es cosa del viejo Adán. Es vetustez, es muerte. Lo nuevo es la humildad. Y ésta rebosa de esperanza, porque abre las puertas a una existencia nueva, basada en el don, en el amor, en la solidaridad, en vez de basarse en la competitividad, en la ambición y en el engaño mutuo. "Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado" (2 Co 5,17). Y una de esas maravillosas novedades es la humildad.
¿Qué significa, entonces, celebrar el misterio de la cruz "en espíritu y en verdad"? ¿Qué significa, aplicado a los ritos que estamos celebrando, el antiguo axioma: "Considerad lo que hacéis, imitad lo que celebráis…? Significa: ¡haced realidad en vuestro interior lo que representáis, llevad a la práctica lo que conmemoráis! Como se hace en los pueblos con el fuego que anuncia y purifica, deberíamos en espíritu echar en la gran hoguera de la pasión de Cristo nuestra carga de orgullo, de vanidad, de autosuficiencia, de presunción, de arrogancia. Debemos imitar lo que hacen los elegidos en el cielo, en su liturgia de adoración del Cordero, sobre la que se modela la nuestra aquí en la tierra. Tenemos que "clavar en la cruz todos los movimientos de la soberbia" (San Agustín). No debemos tener miedo a humillamos, a abdicar de nuestra dignidad de hombres, o a caer por ello en estados morbosos de ánimo. A comienzos de nuestro siglo, alguien atacaba al cristianismo acusándolo de haber introducido en el mundo lo que él llamaba el "morbo" de la humildad (F. Nietzsche). Pero ahora es la propia filosofía la que nos dice que la existencia humana "auténtica" sólo es la que reconoce la propia "nulidad" radical (M. Heidegger). La soberbia es un camino que lleva a la desesperación, ya que equivale a no aceptarnos como somos sino buscar desesperadamente ser lo que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, nunca podremos ser, es decir independientes, autónomos, sin nadie por encima de nosotros a quien debamos darle gracias por lo que somos (Kierkegaard. A la misma conclusión ha llegado, por otro camino, la moderna psicología de lo profundo. Uno de sus máximos exponentes, C. G. Jung, ha observado algo sorprendente: todos los pacientes de cierta edad que se habían dirigido a él sufrían —dice— de algo que podía definirse como falta de humildad, y no se curaban hasta que no adquirían una actitud de respeto y de humildad ante una realidad más grande que ellos, o sea una actitud religiosa). El orgullo es una máscara que nos impide ser verdaderos hombres, antes incluso que creyentes. Ser humildes es humano. Las palabras homo y humilitas provienen las dos de humus, que quiere decir tierra, suelo. Todo lo que en el hombre no es humildad es mentira. "Si alguno se figura ser algo, cuando no es nada, él mismo se engaña" (Ga 6,3).
Hoy vemos mensajes cargados de orgullo... Hay incluso quien cree poder ir "más allá" que Jesucristo y declara abierta una nueva era —"a New Age"—, basada no en la encarnación sino en una constelación, Acuario; no en la conjunción de la divinidad con la humanidad, sino en la conjunción de los planetas. Cada año se fundan nuevas religiones y nuevas sectas y se anuncian nuevos caminos de salvación, como si el camino revelado por Dios y cimentado en Cristo ya no les bastase a los hombres que se han vuelto sabios y adultos, como si fuese un camino demasiado humilde para ellos. ¿Y qué es esto, sino orgullo y presunción? "¡Insensatos gálatas! -decía san Pablo—. ¿Quién os ha embrujado? ¡Y pensar que ante vuestros ojos presentamos la figura de Jesucristo en la cruz!" (Ga 3,1). Insensatos cristianos, ¿quién os ha embrujado hasta el punto de hacer que os pasaseis tan pronto a otro evangelio? Todos andamos locos por llamar la atención. Si pudiésemos representarnos visualmente a toda la humanidad tal como aparece a los ojos de Dios, veríamos el espectáculo de una inmensa muchedumbre de personas que se ponen de puntillas, que intentan sobresalir unas sobre otras, aplastando quizás a los que tienen a su lado, y gritando todas ellas: "¡Miradme, también yo estoy en el mundo!"
¿Humo, vanidad? La verdad es que toda esta soberbia es humo que la muerte disipa día tras día como el viento. "Vanidad de vanidades", hemos recordado con el Qohelet en las lecturas de esta semana. Ni un solo gramo de ella atravesará con nosotros el umbral de la eternidad, y, si lo atraviesa, será para convertirse inmediatamente en cargo de acusación y de tormento. Pero sus efectos son terribles. Se parece al hongo atómico que se eleva amenazador contra el cielo, como un puño cerrado, pero que luego vuelve a caer sobre la tierra sembrando destrucción y muerte a su alrededor.
¿Cuántas guerras del pasado y del presente no dependen más que del orgullo? Y el sufrimiento de los pobres ¿no depende también, en gran medida, del orgullo de determinados gobernantes que quieren ser poderosos y estar seguros en sus tronos, y para ello tener el ejército más fuerte y las armas más terribles, y que invierten en ellas los recursos que deberían servir para mejorar las condiciones de vida, a veces espantosas, de sus gentes? Pero incluso al nivel de la convivencia humana de cada día, en el seno de las familias y de las instituciones, ¡cuántos sufrimientos nos causamos unos a otros con nuestro orgullo y cuántas lágrimas arranca!...
Para tener un corazón quebrantado y humillado, hay que pasar por la experiencia de quien ha sido pillado infraganti, como aquella mujer del Evangelio que fue sorprendida en flagrante adulterio, que se estaba allí, callada y con los ojos bajos, esperando la sentencia (cf Jn 8,3ss). Nosotros somos ladrones de la gloria de Dios cogidos infraganti. Pues bien, si en vez de huir a otra parte con el pensamiento, o de enfadarnos diciendo: "Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?", bajamos la mirada, nos golpeamos el pecho y decimos desde lo más hondo del corazón, como el publicano: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador" (Le 18,13), entonces empezará a producirse también en nosotros el milagro de un corazón quebrantado y humillado. Y también nosotros, como aquella mujer, experimentaremos la alegría del perdón. Tendremos un corazón nuevo.
Las muchedumbres que asistieron a la muerte de Cristo "se volvieron a sus casas dándose golpes de pecho" (cf Le 23,48). ¡Qué hermoso sería que pudiésemos imitarlas! ¡Qué hermoso sería que se repitiese hoy también, aquí entre nosotros, el espectáculo de aquellas tres mil personas que, el día de Pentecostés, sintieron que se les "traspasaba el corazón" y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: "¿Qué tenemos que hacer, hermanos?" (cf Hch 2,37)! Eso sí que sería verdaderamente "imitar lo que celebramos". Un corazón quebrantado y humillado es un "sacrificio" agradable a Dios (cf Sal 51,19)… Un corazón contrito es el paraíso de Dios en la tierra, la casa en la que a él le gusta poner su morada y revelar sus secretos. No tenemos perspectiva, visión de conjunto, para saber si un hecho histórico es más o menos bueno. Pero con un corazón humano que se humilla y se convierte, no sucede eso. Para Dios, eso es lo más importante que puede ocurrir sobre la faz de la tierra, una absoluta novedad…
La humildad de Cristo, además de estar hecha de servicio, está hecha de obediencia. "Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte" (Flp 2,8). Humildad y obediencia aparecen aquí casi como una misma cosa. En la cruz Jesús es humilde porque no opone ninguna resistencia a la voluntad del Padre. "Devolvió a Dios su poder", realizó el gran "misterio de la religión". El orgullo se quiebra con la sumisión y la obediencia a Dios y a las autoridades que Dios ha constituido…
En la cruz Jesús no sólo reveló y practicó la humildad; también la creó. La verdadera humildad, la humildad cristiana, consiste desde entonces en participar del estado de ánimo de Cristo en la cruz. "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Flp 2,5); los mismos, no unos parecidos. Aparte de esto, fácilmente pueden tomarse por humildad muchas otras cosas que no son más que cualidades naturales, o timidez, o ganas de quedar bien, o simple sentido común e inteligencia, cuando no son una forma refinada de orgullo.
4. En el evangelio de hoy y en el de los dos próximos domingos vamos a leer tres parábolas de Jesús dirigidas todas ellas "a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo". Tienen en común el hecho de que Jesús se ve rechazado por los notables del pueblo, aquellos que deberían haberlo aceptado desde el principio. En estas notas al evangelio de hoy vamos a fijarnos en primer lugar en la parábola y luego en sus aplicaciones. De entrada Jesús invita a sus interlocutores a juzgar lo que va a proponerles ("¿qué os parece?") y la interpelación se repite de nuevo al final ("¿Quién de los dos...?"). Los dos hijos tipifican los dos grandes grupos en que se dividía el pueblo de Israel: los "justos"y los "pecadores", pero ambos son considerados como hijos y son objeto del amor del Padre, al tiempo que tienen también necesidad de perdón. La parábola describe sus actitudes contrarias. En primer lugar la del que es considerado pecador: su respuesta cortante ("no quiero"), que muestra la desobediencia al deber más importante para con los padres, hace que los oyentes de Jesús lo caractericen como tal; pero éste es capaz de arrepentirse y hacer la voluntad de su padre. La segunda actitud -el segundo hijo caracteriza a aquellos que se creen "justos"- sería la de los que dicen y no hacen; los que en el momento decisivo no obedecen. Toda la fuerza de la parábola está en el hacer o el dejar de hacer, que es lo que en definitiva cuenta ante Dios.
Las palabras de Jesús ("os aseguro...") se dirigen a los notables del pueblo diciéndoles que ellos son los que dicen y no hacen, que externamente son piadosos pero que en realidad no cumplen la voluntad de Dios. En cambio, "los publicanos y las prostitutas", considerados como personas cuya conversión era imposible a causa de su clase de vida, sustituyen a los primeros en el camino hacia el Reino.
A esta primera aplicación de la parábola se añade otra, aplicando el hecho de que los pecadores aceptan la predicación del Reino y los justos la rechacen a una situación histórica muy concreta e importante: la predicación de Juan Bautista. Los que creyeron en él y manifestaron con hechos concretos su conversión -como el primer hijo- se encuentran ahora dispuestos para aceptar a Jesús. Los que no se tomaron seriamente al Bautista van experimentando un endurecimiento que les impide convertirse incluso después "de ver esto", es decir, el cambio que con ocasión del Bautista y sobre todo de Jesús, experimentan los considerados pecadores (J. Roca).
¿Cumplimos la voluntad de Dios? Como en la parábola de Jesús puede ocurrir hoy en la Iglesia. Puede suceder que unos tengan las buenas palabras y otros las buenas obras, que unos tengan los rezos y otros el amor al prójimo, que unos digan «Señor, Señor» y otros cumplan la voluntad del Padre. Hay un peligro que acecha a los mejores, a los que se esfuerzan lo mismo que los fariseos: creerse tan al lado de Dios que no se piensa ya en convertirse, en cambiar. Para las prostitutas su no a Dios era tan grande que no vacilaron al ver que podían decirle sí inmediatamente. Nosotros, ¡el primer hijo!, vamos acumulando los «amén»... y no nos movemos.
En el cristianismo lo más importante son los hechos, los hechos de vida, las demostraciones prácticas de que creemos en un Dios Padre y amor, los testimonios vivos de que confiamos tanto en Dios que no tenemos miedo a nada ni a nadie, la fraternidad vivida día a día, junto a cada hombre y su necesidad concreta, su dolor personal, su necesidad específica. Así, ante Dios, ni cuenta el estar repitiendo todo el día "Señor, Señor" (Mt 7,21), sino cumplir su voluntad, una voluntad que no es difícil de conocer, pues su Palabra es clara y constante en repetirnos que quiere derecho y justicia, que quiere amor y fraternidad, que quiere paz y unidad entre los hombres, que quiere que vivamos con dignidad y que alcancemos un día, junto a Él, la plenitud de la vida. "Tú que sigues a Cristo y lo imitas, tú que vives en la Palabra de Dios..., no es un lugar donde hay que buscar el santuario, sino en los actos, en la vida, en las costumbres... Si son según Dios, poco importa que estés en casa o en la calle, poco importa incluso que te encuentres en el teatro; si sirves al Verbo de Dios, estás en el Santuario, no te quepa duda alguna" (Orígenes: L. Gracieta).
Paul Ricouer ha llamado a Freud, Marx y Nietzsche, los tres maestros de la sospecha. Entre las cosas que estos tres profetas del tiempo moderno han encontrado sospechosas en la historia y el hombre está, sin duda, la religión. ¿Sospechosa de qué? Para Freud, sospechosa de ser un sueño, una ilusión y hasta una neurosis. Para Marx, sospechosa de ser alienación, opio y aliada de la explotación. Y para Nietzsche, sospechosa de ir contra las fuerzas auténticas y genuinas de la vida, de esta vida, que es la única que hay, prometiendo a los hombres un cielo y otra vida que no existe. Estos autores han tenido y tienen mucha influencia en el pensamiento moderno y es, por lo tanto, lógico que sus seguidores piensen que la religión se ha hecho sospechosa. También hay quien piensa que la religión y, sobre todo, las iglesias, son sospechosas de buscar el poder, de ir contra el pueblo, de callarse y no decir la verdad con frecuencia, de intentar domesticar al hombre en nombre de Dios. Existe por ahí un tipo de hombre religioso ciertamente sospechoso. Prudente, cauto, sumiso, domesticado, miedoso, egoísta. De buenas palabras y modales, pero de pocos hechos. Como el segundo tipo de la parábola. Ciertamente, la religiosidad de muchas personas es sospechosa. Sospechosa de usar buenas palabras, pero de no pasar a las obras. Sospechosa de encubrir la pereza y el conformismo con la obediencia y la sumisión. Sospechosa de callarse la verdad y de no fomentar la personalidad y creatividad del hombre. Sospechosa de usar paños calientes cuando lo que hace falta es el bisturí y la operación quirúrgica. Sospechosa de estar en el fondo con los que mandan y al sol que más calienta. Sospechosa de confundir el Reino de Dios con la diplomacia y la política. En una palabra, sospechosa de haberse convertido en el hijo segundo de la parábola. Estos tipos domesticados y sumisos encajan bien y hasta hacen carrera fácilmente en las instituciones religiosas. En cambio, el hijo primero de la parábola tiene más dificultades. Se le considera un mal hablado, un rebelde, alguien que mete cizaña en la buena marcha del común, porque no dice sí a todo y desde el primer momento, sin rechistar. Su actitud crítica es molesta para los que mandan. Prefieren la de su hermano, aunque no haga nada, a quien con frecuencia ponen como ejemplo. Desde luego que Jesús no piensa como muchos hombres de institución. Y si de algo parece sospechoso Jesús, es de apoyar al rebelde y de estar en guardia de los que detentan el poder y se quedan en las buenas palabras. No, Jesús no es sospechoso, ni tampoco lo puede ser una fe auténticamente cristiana. Y si no tenemos inconveniente en admitir que cierta religiosidad en nuestros días se ha vuelto sospechosa, mal que conviene arrancar de raíz, también hay que decir que los modernos maestros de la sospecha han ido más allá de la cuenta, hasta la negación y el ataque, lo cual les hace a ellos mismos sospechosos (Dabar 1978).
Para obedecer hay que escuchar. Hay gente que es incapaz de escuchar nada. Nada que no sea ella misma. Se cuenta de una escritora que iba paseando por la calle que se encuentra con una amiga. Se saludan y empiezan a hablar. Durante más de media hora la escritora le habla de sí misma, sin parar ni un momento. De pronto se para y le dice a su amiga: —Bueno, ya hemos hablado bastante de mí. Ahora hablemos de ti. A ver, tú ¿qué opinas de mí?... Para escuchar hay que salir de los límites del egoísmo y entrar en comunión con los demás. La Virgen ha sido la persona que ha tenido el oído más fino: a Ella le pedimos nuestra conversión (forodemeditaciones.blogspot.com).

jueves, 8 de septiembre de 2011

Viernes de la 23ª semana. La sinceridad de Pablo nos anima a mirar nuestro corazón y así poder guiar a los demás, desde la humildad.

Viernes de la 23ª semana. La sinceridad de Pablo nos anima a mirar nuestro corazón y así poder guiar a los demás, desde la humildad.

Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1,1-2.12-14. Pablo, apóstol de Cristo Jesús por disposición de Dios, nuestro salvador, y de Jesucristo, nuestra esperanza, a Timoteo, verdadero hijo en la fe. Te deseo la gracia, la misericordia y la paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro. Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mi, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía. El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús.

Salmo 15,1-2a y 5.7-8.11. R. Tú, Señor, eres el lote de mi heredad.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: «Tú eres ¡ni bien.» El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano.
Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.

Santo evangelio según san Lucas 6,39-42. En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: -« ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, sí bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.»

Comentario: 1.- 1Tm 1,1-2.12-14. Durante ocho días (lo que queda de esta semana y toda la siguiente) leeremos la primera Carta de Pablo a su discípulo Timoteo, a quien dedica siempre palabras muy afectuosas. Timoteo había nacido en Listra de Licaonia (cf. Hch 16), de padre griego y madre judía. Fue uno de los compañeros más fieles de Pablo en sus viajes y luego nombrado responsable de la comunidad cristiana de Efeso. Las dos cartas de Pablo a Timoteo y la dirigida a Tito (responsable de la comunidad de Creta) se llaman "cartas pastorales".
La primera página es un afectuoso saludo de Pablo a Timoteo, "verdadero hijo en la fe", a quien desea la gracia y la paz de Dios y de Cristo Jesús. Pero en seguida pasa a una especie de una confesión general, llena de humildad y gratitud para con Dios, recordando su vocación para apóstol. Pablo agradece a Dios que le haya llamado a ser ministro en la comunidad, a pesar de su pasado nada recomendable.
Es interesante que Pablo, una autoridad en la Iglesia, reconozca humildemente los fallos de su "prehistoria" y que recuerde que había sido "blasfemo", "perseguidor" y "violento". Las vidas de santos suelen estar llenas de virtudes y milagros, y pocas veces se atreven sus autores a recordar sus sombras, como hace aquí Pablo de sí mismo. La humildad en la presencia de Dios nos hace a todos también más amables en la presencia del prójimo. Nos relativiza a nosotros mismos, nos hace recordar nuestros fallos, y así estamos más dispuestos a ser tolerantes con los de los demás. Aunque nosotros tal vez no hayamos sido "blasfemos, perseguidores y violentos", seguro que tenemos muchas cosas que agradecer a Dios, y podemos decir: "se fió de mí, me confió este ministerio, derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano". Tenemos que reconocer que "Dios tuvo compasión de mí". Si él usó de misericordia para con nosotros, eso nos prepara para una actitud mucho más abierta y humilde para con los demás. Porque nos recuerda que no somos lo que somos por méritos propios, sino por la bondad de Dios. Las epístolas a Timoteo y a Tito, llamadas epístolas pastorales, tienen un carácter distinto al resto de las epístolas de san Pablo. Las preocupaciones y el estilo son diferentes. Un discípulo próximo a san Pablo pudo haber intervenido en la redacción. O bien Pablo mismo al final de su vida pudo encontrarse en una fase verdaderamente nueva de la evolución de las comunidades cristianas: en aquel tiempo, como hoy, ocurrían cambios rápidos. El caso es que Pablo insiste más sobre las estructuras jerárquicas y la refutación de los errores, para salvaguardar la unidad de la fe y su tradición auténtica a las generaciones futuras.
-A Timoteo, verdadero hijo mío en la fe, te deseo... De hecho era Pablo quien había convertido a Timoteo, pagano de Listra en Liconia, de padre griego y madre judía (Hch 16,1). Era Pablo también quien le había confiado un ministerio al imponerle las manos (1 Timoteo 4,14). Timoteo estaba con Pablo cuando escribió siete de sus cartas (1 Ts 1,1; 1 Ts 1,1; 2 Co 1,1; Rm 16,21; Flp 1,1; Col 1,1; Flm l). Y sobre todo Pablo confió misiones importantes a su discípulo preferido, al que llama aquí «su hijo en la fe» (1 Ts 3,2-6; 1 Co 4,17.). Nos agrada pensar que Pablo tuvo, también, amigos que le permanecieron fieles, cuando tantos otros le abandonaban (2 Tm 1,10-16).
-Te deseo... gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro. Pablo no deja de tener presente al Padre de Jesús. Todo deseo salido de sus labios o de su pluma ¡viene "de parte" de Dios! Doy gracias a aquel que me da la fuerza, a Cristo Jesús. Decididamente, a Pablo le acompañan siempre esos sentimientos: la alegría, el agradecimiento. ¡Si también fuese eso verdad para nosotros!
-Ya que me consideró digno de confianza al encargarme del ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pablo se acuerda de su propia conversión: viene de muy lejos... Era perseguidor, ferozmente opuesto al cristianismo. Ahora bien lo que emociona a Pablo no son los esfuerzos que pudo haber hecho para cambiar de rumbo, sino la «confianza que Dios le ha manifestado».
-Cristo me perdonó, porque obré por ignorancia, porque no tenía fe. Pablo propone como «buena nueva» su propia experiencia: ¡soy un pecador perdonado! ¡He experimentado la misericordia de Dios ! Sé lo que el Amor de Dios es. Tratad de saberlo también vosotros. Y Pablo llegará a decir: soy un incrédulo que ha pasado a ser creyente. No tenía fe, estaba en la ignorancia. De ese modo, para nosotros también nuestras preguntas y nuestras dudas sobre la fe pueden llegar a ser una misteriosa comunión con los no-creyentes que nos ayude a encontrar las palabras oportunas para una verdadera comunicación.
-Pero la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y el amor en Cristo Jesús. Es una de las grandes y constantes afirmaciones de san Pablo: la primacía de la gracia, la gratuidad del don de Dios... la justificación por la fe y no por las obras... la salvación considerada como una obra de amor divino. Señor Jesús, ¡sé de veras el más fuerte! en mi vida de cada día, en mis combates cotidianos (Noel Quesson).
Tanto la carta a Tito como las dirigidas a Timoteo son llamadas «pastorales». Se hace difícil hallar un título mejor. Con él quiere indicarse que Pablo, en la segunda y definitiva cautividad (h. el año 67), se dirige no sólo a los jefes jerárquicos de Creta y Efeso, que son allí sus delegados personales y plenipotenciarios, sino también a las respectivas comunidades..., y por ellas a toda la Iglesia universal. Esto explica por qué Pablo, a pesar de ser tan bien conocido y amado por Timoteo, empieza presentando sus credenciales de apóstol (v 1). Esta presentación oficial no impide que Pablo demuestre a continuación su afecto paternal por Timoteo. Muchos y variados son los adjetivos afectuosos que Pablo dedica a Timoteo, fruto de su apostolado en Listra y de su fiel colaboración. No existen dos iguales: «mi hijo muy amado y cristiano fiel» (1 Cor 4,17), «a ningún otro tengo tan unido a mí» (Flp 2,20), "amado hijo" (2 Tim 1,2) Ahora le llama «hijo legítimo en la fe» (1 Tim 1,2). Es como una madre que siempre halla nuevas gracias en su hijo. El celibato de Pablo no esterilizó su corazón. Después de darles algunas directrices sobre la enseñanza de la fe (1,3-11), Pablo recuerda ante el discípulo (=hijo espiritual) la prehistoria de su propio apostolado. En ella aparecen las persecuciones, los insultos y las blasfemias de Pablo. Es lógico que en ella Pablo se confiese pecador..., pero lo más admirable es el tiempo en que el verbo está redactado, un presente: «Yo soy el primero (pecador)» (1,15). Pablo no se detiene aquí. No quiere darnos lecciones de humildad. Generosamente piensa en los que le seguirán a él y a Timoteo. No quiere que admiremos su comportamiento ni sus virtudes, sino la manifestación de la misericordia de Dios en él. (Ciertamente distinto de la hiperbólica y alienante descripción de méritos y milagros en tantas biografías de santos). La misericordia de Dios conmigo, nos dice Pablo, es una simple muestra de lo que hará también con vosotros: «Dios tuvo misericordia de mí, para que Cristo Jesús mostrase en mí el primero hasta dónde llega su paciencia, proponiendo un ejemplo típico a los que en el futuro creyesen en él para obtener la vida eterna» (16; E. Cortés).
A Timoteo, cristiano de origen judeo pagano; muy amigo y compañero de viaje del Apóstol de los gentiles y ahora al frente de una comunidad cristiana, Pablo le escribe una carta llena de afecto llamándole su verdadero hijo en la fe. Lo invita a la fidelidad y Pablo mismo, desde su experiencia personal de la misericordia divina, invita a Timoteo a vivir en la fe, en la gracia, en la misericordia y en la paz, que provienen de Dios. A pesar de nuestras miserias pasadas, Dios jamás nos abandonará. Él quiere, no sólo que todos los hombres se salven, sino que se conviertan en testigos suyos, sabiendo que quien en verdad ha experimentado el amor de Dios podrá convertirse en un fidedigno testigo que, con la fuerza del Espíritu Santo, podrá ayudar a los demás a ir por el mismo camino que ya han andado sus propios pies. Seamos, pues, portadores del amor de Dios, proclamando ante los demás lo misericordioso que ha sido el Señor para con cada uno de nosotros.
2. El salmo expresa sentimientos de alegría y confianza en Dios, como poniéndolos en labios de Pablo: "yo digo al Señor: tu eres mi bien... tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré".
Juan Pablo II comenta: “Tenemos la oportunidad de meditar en un salmo de intensa fuerza espiritual, después de escucharlo y transformarlo en oración. A pesar de las dificultades del texto, que el original hebreo pone de manifiesto sobre todo en los primeros versículos, el salmo 15 es un cántico luminoso, con espíritu místico, como sugiere ya la profesión de fe puesta al inicio: "Mi Señor eres tú; no hay dicha para mí fuera de ti" (v. 2). Así pues, Dios es considerado como el único bien…
El salmo 15 desarrolla dos temas, expresados mediante tres símbolos. Ante todo, el símbolo de la "heredad", término que domina los versículos 5-6. En efecto, se habla de "lote de mi heredad, copa, suerte". Estas palabras se usaban para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora bien, sabemos que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El salmista declara precisamente: "El señor es el lote de mi heredad. (...) Me encanta mi heredad" (Sal 15,5-6). Así pues, da la impresión de que es un sacerdote que proclama la alegría de estar totalmente consagrado al servicio de Dios. San Agustín comenta: "El salmista no dice: "Oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?", sino que dice: "Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo". (...) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar".
El segundo tema es el de la comunión perfecta y continua con el Señor. El salmista manifiesta su firme esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual ya no es posible en la muerte (cf. Sal 6,6; 87,6). Con todo, sus expresiones no ponen ningún límite a esta preservación; más aún, pueden entenderse en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios. Son dos los símbolos que usa el orante. Ante todo, se evoca el cuerpo: los exégetas nos dicen que en el original hebreo (cf. Sal 15,7-10) se habla de "riñones", símbolo de las pasiones y de la interioridad más profunda; de "diestra", signo de fuerza; de "corazón", sede de la conciencia; incluso, de "hígado", que expresa la emotividad; de "carne", que indica la existencia frágil del hombre; y, por último, de "soplo de vida". Por consiguiente, se trata de la representación de "todo el ser" de la persona, que no es absorbido y aniquilado en la corrupción del sepulcro (cf. v. 10), sino que se mantiene en la vida plena y feliz con Dios.
El segundo símbolo del salmo 15 es el del "camino": "Me enseñarás el sendero de la vida" (v. 11). Es el camino que lleva al "gozo pleno en la presencia" divina, a "la alegría perpetua a la derecha" del Señor. Estas palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna. En este punto, es fácil intuir por qué el Nuevo Testamento asumió el salmo 15 refiriéndolo a la resurrección de Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda parte de este himno con una luminosa aplicación pascual y cristológica: "Dios resucitó a Jesús de Nazaret, librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio" (Hch 2,24). San Pablo, durante su discurso en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, se refiere al salmo 15 en el anuncio de la Pascua de Cristo. Desde esta perspectiva, también nosotros lo proclamamos: "No permitirás que tu santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó -o sea, Jesucristo-, no experimentó la corrupción" (Hch 13,35-37)”.
En el reparto de herencias, a nosotros nos ha tocado el Señor. Muchos han recibido riquezas, naciones enteras. Nosotros tenemos al Señor como nuestro refugio, como nuestro consejero, como nuestro protector, como nuestro gozo y nuestra alegría perpetua. Por eso, sintamos en nosotros la paz, la confianza de saber que el Señor vela por nosotros. Nosotros, por nuestra parte, dejémonos instruir y conducir por Él, pues Él no sólo quiere estar con nosotros en nuestro camino por esta vida, sino que nos quiere junto a Él en la vida eterna; pero esto sólo está reservado para quienes le viven fieles.
3.- Lc 6,39-42 (ver domingo 8, C: Lc 6, 39-45). Continúa "el sermón de la llanura", con recomendaciones varias, a modo de comparaciones: - un ciego no puede guiar a otro ciego: los dos caerán en el hoyo, - un discípulo no será más que su maestro, - no tenemos que fijarnos tanto en los defectos de los demás (una mota o brizna en el ojo ajeno), sino en los nuestros (una viga): si no, seríamos hipócritas. Son recomendaciones relacionadas con la ley del amor que ayer nos daba Jesús. El que se tiene por guía debe "ver" bien. El que quiere pasar de discípulo a maestro, lo mismo. Uno y otro, si lo único que ven son los defectos de los demás, y no los propios, mal irá la cosa. Lo de ver la mota en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio era un dicho muy común entre los judíos.
Qué fácilmente vemos los defectos de nuestros hermanos, y qué capacidad tenemos de disimular los nuestros! Eso se llama ser hipócritas. Por eso se nos ocurre hacer de guías de otros, cuando los que necesitamos orientación somos nosotros. Y queremos hacer de maestros, cuando no hemos acabado de aprender. Y nos metemos a dar consejos y a corregir a otros, cuando no somos capaces de enfrentarnos sinceramente con nuestros propios fallos. Hagamos hoy un poco de examen de conciencia: ¿no tendemos a ignorar nuestros defectos, mientras que estamos siempre alerta para descubrir los ajenos? Cada vez que nos acordamos de los fallos de los demás -con un deseo inmediato de comentarlos con otros-, deberíamos razonar así: "y yo seguramente tengo fallos mayores y los demás no me los echan en cara continuamente, sino que disimulan: ¿por qué tengo tantas ganas de ser juez y fiscal de mis hermanos?". Eso se llama hipocresía, uno de los defectos que más criticó Jesús. Nos iría bien un espejo limpio donde mirarnos: este espejo es la Palabra de Dios, que nos va orientando día tras día. Para ejercitar una saludable autocrítica en nuestra vida (J. Aldazábal).
El evangelio de hoy nos invita a mirar el mundo y a los otros con la misma mirada de Jesús: una mirada de benevolencia. Los ojos son como un espejo en el que se refleja el mundo. “Si tú me dices: ‘muéstrame a tu Dios’, yo te diré a mi vez: ‘muéstrame tú al hombre que hay en ti’, y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven, y si oyen los oídos de tu corazón… ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecisos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones” (S. Teófilo de Antioquía). Hay personas para las que toda la realidad es triste y está sujeta a lamentaciones. Todo va mal; y los "sí, pero..." minan toda razón de esperar. El mundo, como por una especie de mimetismo, toma el color de nuestra mirada. Sed benévolos. Con los demás: son menos malos de lo que os imagináis. Amad en ellos la parte mejor de ellos mismos; en el peor de los incrédulos hay una chispa, aunque sea oculta, de ese fuego que Dios ha inscrito en el corazón de cada uno. Tenéis vocación de esperanza: esperad en el hombre. El cristiano, pase lo que pase, no puede encerrar al que siempre es su hermano dentro del calabozo de las sospechas o en la argolla de las condenaciones. Creed en el hombre y sed hombres consagrados a la misericordia. Y sed benévolos con vosotros mismos, mirándoos con menos severidad. Si tenéis algún sentimiento de antipatía ante tal o cual acto, que vuestra antipatía se cambie en humor: ¡tampoco vosotros habéis dicho aún la última palabra! Y sed benévolos con el mundo: no seáis eternos insatisfechos. Vivid, vivid bien, gozad de la vida. Dios fue el primero que se admiró de la obra salida de sus manos en los primeros días del universo. Ser benévolo ¿significa acaso encontrar excusas, o ser indiferente, o ser ingenuo? Eso sería olvidar que esa palabra -¡y las palabras tienen un sentido!- comprende dos términos: bien y querer. Ser benévolo significa también: descubríos como responsables, sed buenos, vigilantes, denunciad las ilusiones, los valores falsos, las dichas engañosas. La benevolencia es una responsabilidad y la asunción de un deber. Hace algunos años, un periódico francés centró su campaña de promoción en un "eslogan" extraordinario: "Los demás ven la vida en negro, nosotros vemos razones para esperar". Eso es la benevolencia cristiana: el amor tiene paciencia, lo excusa todo, lo perdona todo, porque toma como modelo la misericordia de Dios. Nuestra benevolencia no es "ver las cosas de color rosa"; es teologal. Nuestras razones para esperar se arraigan en el ser mismo de Dios, que tiene paciencia, y en su gracia, que no fallará jamás. Dios de paciencia infinita, / sé nuestro maestro: / enséñanos a amar como Tú solo puedes amar. / Danos un corazón misericordioso / y razones para esperar / que nuestro tiempo desembocará en la felicidad eterna (Dios cada día, Sal terrae).
Las comparaciones y sentencias de la presente perícopa se sitúan en un contexto en que se exige la superación de una actitud de juicio (de dominio) respecto de los otros. Ese contexto viene dado por los vínculos precedentes (6, 37-38) donde se condena todo juicio interhumano y se presenta el ideal de una existencia convertida en regalo hacia los otros. Sobre ese fondo se comprenden las tres pequeñas unidades que componen nuestro texto. La primera unidad, que en su origen parece un refrán de aquel tiempo, se refiere al ciego que pretende conducir a otro ciego en el camino. En el fondo de ese gesto se esconde la tendencia de dominio. Lo que parece amor (ayuda a un necesitado) se identifica con un rasgo de egoísmo: guiando al ciego me comporto como dueño de su destino y mi propia personalidad. El viejo refrán ha señalado ya la ridiculez de la pretensión del ciego: los dos terminarán cayendo dentro del hoyo.
También la segunda unidad (6, 40) nos transmite una sentencia conocida: el discípulo se mantiene en la línea del maestro. Pues bien, formulada en un contexto de revelación del amor cristiano, esta sentencia se nos manifiesta extraordinariamente rica. Jesús, el maestro verdadero, no ha querido arrogarse el derecho de guiar en el camino al ciego y dominarlo. No se ha permitido juzgar a los demás, sino que les ayuda; no ha intentado sacar provecho de ellos, les ofrece lo que tiene. Este ejemplo del maestro se debe convertir en norma de conducta para todos los creyentes. Nuestro texto lo presupone así, pero no han sentido la necesidad de ampliar o desarrollar esta idea, prefiriendo volver a un tipo de comparación más cercana, la del ojo (6, 41-42). En el fondo, el sentido de esta comparación se mantiene en el mismo plano que la del ciego. Por más ciegos que estén (aunque tengan una vida que nuble sus ojos) los hombres se encuentran siempre dispuestos a marcar el camino a los demás: son incapaces de ver su gran ceguera y, sin embargo, descubren el más mínimo rasgo de imperfección en el prójimo (mota en el ojo ajeno). La solución de Jesús remite a las sentencias sobre el juicio (6, 37-38): nunca podemos dominar a los demás ni condenarlos por aquéllo que a nosotros nos parezcan sus defectos. Resulta que ningún hombre es dueño de los otros; nadie tiene, por lo tanto, el derecho de imponer su criterio sobre los restantes hombres. Esta exigencia de Jesús resulta impresionantemente dura. Los imperios de este mundo se arrogan el derecho de dictaminar sobre lo bueno y lo malo de los hombres; los gobiernos ejercen su poder juzgando a los súbditos; los que tienen autoridad la imponen sobre aquéllos que se encuentran sometidos. Todos piensan que pueden dominar de alguna forma sobre aquéllos que se encuentran a su lado. Vivimos en un mundo dividido en dos mitades: los que mandan (o quieren mandar) y aquéllos que están obligados a obedecer o someterse. ¿Cómo romper esta cadena? ¿Cómo lograr una comunión interhumana en la que nadie juzgue ni domine a nadie? El único camino es el amor, tal como se precisa en la perícopa precedente (6, 27-36; comentarios, edic Marova).
En los dos pasajes de hoy y de mañana, encontraremos una serie de sentencias de Jesús bastante heteróclitas enlazadas unas a otras por palabra enlace -la "medida", el "ojo", el "árbol" la "boca", la "casa"-: esta repetición de palabras que se suscitan unas a otras es un procedimiento usado por las civilizaciones orales, que no tienen escritura, para memorizar algunas palabras. Tenemos con ello un buen testimonio del cuidado con el que las primeras generaciones cristianas conservaron, no en "libros" sino en su "memoria y en su corazón", las palabras de Jesús. ¿No podría yo también aprender de memoria ciertas sentencias de Jesús?
-¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo? Sed lúcidos, decía Jesús, a través de esa imagen concreta. No os dejéis arrastrar sin verificar antes dónde vais y a quién seguís. Hay falsos conductores, falsos profetas que engañan al pueblo... Tened los ojos muy abiertos.
-¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo, y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? (palabra enlace: el ciego, el ojo) Sed lúcidos, primero, para vosotros mismos, decía Jesús a través de esa otra imagen concreta. Vosotros que desconfiáis tanto de los falsos-conductores, de los falsos-profetas, que criticáis tan fácilmente a vuestros responsables, o a vuestros hermanos... mirad pues en el fondo de vuestra propia vida... ¡Abrid los ojos sobre vosotros mismos! Criticaos; sed vosotros objeto de vuestra propia crítica. Vosotros que percibís tan fácilmente los defectos de la Iglesia, de los sacerdotes, de los cristianos que no piensan como vosotros sobre ciertos puntos... Procurad también tener en cuenta vuestros propios defectos.
-¿Cómo te permites decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo...? ¡Te equivocas! Sácate primero la viga de tu ojo." El traductor, aquí, ha estado muy amable y ha suavizado el apóstrofe de Jesús. El texto griego auténtico es mucho más fuerte: "¡Hipócrita! sácate primero la viga de tu ojo". Y nosotros, ¿no tratamos también a veces de suavizar el evangelio? ¡No nos gustan las palabras fuertes! Sobre todo si nos van dirigidas. De nuevo hay que hacer notar, que no se trata sólo de los demás... Ciertamente es a mí a quien Jesús dice que soy hipócrita cuando critico a los demás. ¡Cuánto más agradable sería la vida a nuestro alrededor si fuéramos más exigentes con nosotros que con los demás; si nos aplicáramos todos los buenos consejos que prodigamos a los demás; si tuviéramos el mismo afán en mejorarnos a nosotros mismos, que el que tenemos en mejorar a los demás! ¿No habéis notado que, cuando algo va mal, siempre echamos la culpa a "los otros"?: si los gobiernos hicieran esto... si los sindicatos no hicieran tal cosa... si los patronos se portaran de ese modo... si los obreros fueran de esa otra manera... si los sacerdotes hicieran mejor su trabajo... si mi esposo, si mi esposa... si mis vecinos...
-Sácate primero la viga de tu ojo, entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano. La "revisión de vida" es un ejercicio espiritual eminentemente evangélico: se trata de reconsiderarse a sí mismo, de revisar, de repasar la propia vía y los propios compromisos. ¡Sería una horrenda caricatura de la revisión de vida si la transformáramos en una empresa de crítica de los demás! Señor, haznos lúcidos y clarividentes; así podremos intentar ayudar a nuestros hermanos a ver también más claro (Noel Quesson).
Sólo un ser humano libre y consciente es capaz de guiar a los demás. Pues, mientras la persona siga envuelta por ambiciones, egoísmos y violencias vivirá con la cabeza metida entre un hueco y no será capaz de ver. Jesús, precisamente, formó a sus discípulos en una actitud crítica, serena y responsable que les permitiera ver y amar la realidad. Mientras las personas no adquieran una mirada misericordiosa y sobria consigo mismos, con sus semejantes y con toda la realidad no estarán en condiciones de cambiar nada. Mucho menos de orientar a los demás hacia la luz y la verdad. Y Jesús era consciente de esta simple y terrible evidencia. Por esto, sus dos parábolas ponen en juego el símbolo de los ojos, para indicar cuál es la actitud de quienes aún no se han abierto a la acción de Dios y se ponen delante de la comunidad como jefes, maestros y guías. Hoy, el evangelio nos llama a hacer un balance de nuestras prácticas, actitudes y mentalidades. No sea que creyendo ser visionarios no atinemos a ver ni el precipicio que queda a un metro. Pues, ¿qué saca de provecho el hombre acumulando ciencia, dinero y posesiones si malogra su vida? ¿De qué le sirve un prestigio y un reconocimiento que no mejoran la vida personal ni la ajena? Mientras el ser humano no gane en conciencia, misericordia, amor y solidaridad... todas las demás ganancias sólo serán un estorbo ante los ojos que le impedirán ver la realidad, la vida misma (servicio bíblico latinoamericano).
Danos , Señor, la gracia de ser sinceros, de reconocer nuestras propias miserias y debilidades antes de descubrir la parte oscura de la vida de nuestros hermanos, y de rectificar nuestra conducta, conforme a la verdad, justicia y caridad. Amén.
Quien quiera conducir a su prójimo por el camino del amor, de la fidelidad, de la rectitud, antes debe dejarse conducir por Cristo por el mismo camino. El camino de perfección no es algo inventado por el hombre; Jesús va delante de nosotros. Él nos dijo que era necesario que el Hijo del hombre padeciera todo lo que tuvo que padecer para entrar así en su Gloria. El Señor nos invita a tomar nuestra cruz de cada día y seguirlo. No podemos caminar al margen de su ejemplo y de sus palabras. Querer hacer fácil el camino del hombre que llega a la perfección en Dios es tanto como dar palos de ciego. Por eso, nosotros mismos hemos de ser los primeros en vivir en el amor de Dios, aceptando el ser renovados por Él, pues sólo así Él hará que resplandezcamos con la misma perfección que nos manifestó en Cristo Jesús. Permitámosle al Señor quitar de nosotros la paja o la viga de nuestras maldades, para que, por ningún motivo, nos convirtamos en jueces, sino en hermanos, llenos de bondad y de misericordia para con todos, pues así nosotros hemos sido amados y comprendidos por Dios.
Dios nos ha convocado en esta Eucaristía considerándonos dignos de confianza para ponernos a su servicio. A pesar de que pudiéramos haber estado en una fosa profunda y cenagosa, el Señor se ha inclinado hacia nosotros y nos ha tendido la mano, por medio de Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros por obra del Espíritu Santo, en el Seno Virginal de María de Nazaret; asentó nuestros pies sobre roca firme y ha consolidado nuestros pasos para que, sin tropiezos, caminemos haciendo el bien a todos. Por eso, en esta reunión Eucarística le entonamos un cántico nuevo, que procede de la presencia del Espíritu en nosotros. No sólo venimos a alabarlo con los labios, sino que traemos nuestras obras; aquello bueno que, en su Nombre hemos hecho a favor de los demás, pues no somos siervos inútiles y mudos, sino que, elevados a la dignidad de hijos de Dios, nos hemos de esforzar día a día por dar a conocer su Nombre a todos, especialmente mediante nuestro testimonio de vida. Sabiendo, sin embargo, que somos frágiles, en esta Eucaristía nosotros mismos nos ponemos sobre el Altar como ofrenda, que el Señor mismo ha de santificar para que le sea grata no sólo en esta celebración, sino en toda nuestra existencia convertida en una ofrenda agradable a su Santo Nombre.
Es verdad que el Señor es nuestra herencia. Nosotros le pertenecemos y Él, por pura gracia y dignación suya hacia nosotros, nos pertenece. Esa nuestra herencia, que es el Señor, no es para que la guardemos egoístamente, sino para que la pongamos a la disposición de los demás. Jamás nos quedaremos con las manos vacías por hacer partícipes a todos de la salvación, del amor, de la misericordia que nosotros disfrutamos en Cristo. Por eso, estando nuestra vida en manos de Dios, esforcémonos por darlo llevarlo a los demás, para que, conociéndolo lo amen; amándolo den testimonio de Él; y, dando testimonio de Él, se conviertan, junto con nosotros, en constructores del Reino de Dios ya desde este mundo. Así como Moisés respondía al joven Josué: ¡Ojalá y todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su Espíritu! cómo quisiéramos que esto se hiciera realidad. Entonces nuestro mundo sería más justo, más recto, más solidario de quienes viven con menos oportunidades en la vida. Sin embargo muchos han cerrado su corazón al Espíritu Santo, y lo han rechazado para evitar el verse comprometidos a fondo con la realización del bien a favor de todos. ¿No será acaso esto un pecado en contra del Espíritu Santo en nuestros días?
Roguémosle a nuestro Dios y Padre, por intercesión de María, nuestra Madre, que nos conceda docilidad a su Espíritu para que, siendo transformados por Él, seamos cada día más conforme a la imagen de su Hijo Jesús, y, en comunión de vida con Él, pasemos haciendo el bien a todos. Amén (www.homiliacatolica.com).