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domingo, 30 de octubre de 2011

Domingo 31, ciclo A: como niños en manos de su padre, estamos en manos de Dios nuestro Padre. Pero para esto hace falta humildad y amor: “El que se en

Domingo 31, ciclo A: como niños en manos de su padre, estamos en manos de Dios nuestro Padre. Pero para esto hace falta humildad y amor: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
1. Lectura del Profeta Malaquías 1,14b-2, 2b. 8-10.
Yo soy el Rey soberano, dice el Señor de los ejércitos; / mi nombre es temido entre las naciones. // Y ahora os toca a vosotros, sacerdotes: / Si no obedecéis y no os proponéis / dar la gloria a mi nombre, / -dice el Señor de los ejércitos- / os enviaré mi maldición.
Os apartasteis del camino, / habéis hecho tropezar a muchos en la Ley, / habéis invalidado mi alianza con Leví / -dice el Señor de los ejércitos.
Pues yo os haré despreciables / y viles ante el pueblo, / por no haber guardado mis caminos / y porque os fijáis en las personas / al aplicar la ley.
¿No tenemos todos un solo Padre? / ¿No nos creó el mismo Señor? / ¿Por qué, pues, el hombre / despoja a su prójimo / profanando la alianza de nuestros padres?
2. Sal 130, 1. 2. 3: Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor.
Señor, mi corazón no es ambicioso, / ni mis ojos altaneros; / no pretendo grandezas / que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos, / como un niño en brazos de su madre. / Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor. / Espere Israel en el Señor, ahora y por siempre.
3. Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 2,7b-9.13.
Hermanos: Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos.
Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor.
Recordad, si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios.
También, por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a Dios porque al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes.
4. Lectura del santo Evangelio según San Mateo 23,1-12.
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos diciendo: -En la cátedra de Moisés se han asentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.
Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros; pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencia por la calle y que la gente los llame «maestro».
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro padre, el del cielo.
No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, Cristo.
El primero entre vosotros será vuestro servidor.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Comentario: Yo tengo la impresión de que demasiado frecuentemente nosotros obligamos a los otros a caminar inclinados. Casi aplastados bajo el peso de lo que esperamos de ellos. Todos esperamos algo del prójimo. Todos nos sentimos con derecho a estar descontentos de los hermanos, porque traicionan nuestras legítimas esperanzas. Y, por parte nuestra, no esperamos nunca nada de nosotros mismos. ¡Pretendemos tan poco de nosotros mismos! (...). Por eso la vida se convierte en ímproba tarea para muchos en la comunidad. Los pesos no están equitativamente distribuidos. Hay quien lleva el peso y quien... lo distribuye. Quien ordena y quien curva la espalda. La mayor parte de las personas deben cargarse con el fardo de NUESTRAS pretensiones y NUESTRAS exigencias (Alessandro Pronzato).
1. Ml 1. 14b-2. 2b/8-18. Después de la reconstrucción del Templo de Jerusalén (a. 516; Esd 5. 6) y la restauración del culto, Malaquías censura de nuevo la corrupción religiosa. La reforma había durado muy poco. El profeta critica en primer lugar el comportamiento de los fieles que ofrecen menos de lo que prometen (1. 14a). Seguidamente, alza su voz contra los sacerdotes. Ellos habían sido objeto de una bendición especial de Dios (Dt 33. 11; cf. Ex 32. 29) y a ellos les había sido confiada la misión de bendecir al pueblo (Nm 6. 22). Pero ahora, todos sus privilegios se convierten en motivo especial de maldición divina, de la que sólo podrán escapar si corrigen su conducta negligente.
v. 8:Pues esta generación de sacerdotes vive en desacuerdo con la Ley de Dios y descuida su enseñanza al pueblo. Su pereza es la causa de que el pueblo desconozca la Ley y se aparte del camino recto, de la religión agradable a Dios. De esta manera invalidan con su conducta la alianza especial que hizo el Señor con la tribu de Leví, la tribu sacerdotal.
v. 9:Si los sacerdotes desprecian la Ley de Dios y no cumplen con su deber de enseñarla al pueblo (cf. Ex 24. 7; Dt 33. 10; Ez 44. 33), merecen ser igualmente despreciados por el pueblo. El comportamiento de los sacerdotes se manifiesta también en la arbitrariedad que practican al aplicar la Ley y en la aceptación de personas.
v. 10:Yahvé es el Creador (Is 43. 1 y 15) y Padre (Ex 4. 22; Jr 31. 20) de Israel. Pues es el autor de la Alianza en el Sinaí, por la que Israel llegó a ser como una comunidad sociológica y religiosa cuyos miembros deben tratarse como hermanos. La fidelidad a Dios es el fundamento del respeto y el amor entre los israelitas. La explotación del hombre por el hombre, la arbitrariedad y la injusticia, es una profanación de la Alianza y lleva consigo el desprestigio de quienes debieran respetarla en primer lugar: los sacerdotes (Eucaristía 1978/51).
2. Salmo 36,3,20. Juan Pablo II nos habló de cómo Jesucristo "se despojó de sí mismo": “Aquí tenéis al hombre (Jn 19, 5). Hemos recordado en la catequesis anterior estas palabras que pronunció Pilato al presentar a Jesús a los sumos sacerdotes y a los guardias, después de haberlo hecho flagelar y antes de pronunciar la condena definitiva a la muerte de cruz. Jesús, llagado, coronado de espinas, vestido con un manto de púrpura, escarnecido y abofeteado por los soldados, cercano ya a la muerte, es el emblema de la humanidad sufriente.
"Aquí tenéis al hombre". Esta expresión encierra en cierto sentido toda la verdad sobre Cristo verdadero hombre: sobre Aquél que se ha hecho "en todo semejante a nosotros excepto en el pecado"; sobre Aquél que "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (cf. Gaudium et spes, 22). Lo llamaron "amigo de publicanos y pecadores". Y justamente como víctima por el pecado se hace solidario con todos, incluso con los "pecadores", hasta la muerte de cruz. Pero precisamente en esta condición de víctima, a la que Jesús está reducido, resalta un último aspecto de su humanidad, que debe ser aceptado y meditado profundamente a la luz del misterio de su "despojamiento" (Kenosis). Según San Pablo, Él, "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 6-8).
El texto paulino de la Carta a los Filipenses nos introduce en el misterio de la "Kenosis" de Cristo. Para expresar esto misterio, el Apóstol utiliza primero la palabra "se despojó", y ésta se refiere sobre todo a la realidad de la Encarnación: "la Palabra se hizo carne" (Jn 1, 14). ¡Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios! La verdad sobre Cristo-hombre debe considerarse siempre en relación a Dios-Hijo. Precisamente esta referencia permanente la señala el texto de Pablo. "Se despojó de sí mismo" no significa en ningún modo que cesó de ser Dios: ¡sería un absurdo! Por el contrario significa, como se expresa de modo perspicaz el Apóstol, que "no retuvo ávidamente el ser "igual a Dios", sino que "siendo de condición divina" ("in forma Dei") —como verdadero Dios-Hijo—, Él asumió una naturaleza humana privada de gloria, sometida al sufrimiento y a la muerte, en la cual poder vivir la obediencia al Padre hasta el extremo sacrificio.
En este contexto, el hacerse semejante a los hombres comportó una renuncia voluntaria, que se extendió incluso a los "privilegios" que Él habría podido gozar como hombre. Efectivamente, asumió "la condición de siervo". No quiso pertenecer a las categorías de los poderosos, quiso ser como el que sirve: pues, "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mc 10, 45).
De hecho, vemos en los Evangelios que la vida terrena de Cristo estuvo marcada desde el comienzo con el sello de la pobreza. Esto se pone de relieve ya en la narración del nacimiento, cuando el Evangelista Lucas hace notar que "no tenían sitio (María y José) en el alojamiento" y que Jesús fue dado a luz en un establo y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 7). Por Mateo sabemos que ya en los primeros meses de su vida experimentó la suerte del prófugo (cf. Mt 2, 13-15). La vida escondida en Nazaret se desarrolló en condiciones extremadamente modestas, las de una familia cuyo jefe era un carpintero (cf. Mt 13, 55), y en el mismo oficio trabajaba Jesús con su padre putativo (cf. Mc 6, 3). Cuando comenzó su enseñanza, una extrema pobreza siguió acompañándolo, como atestigua de algún modo Él mismo refiriéndose a la precariedad de sus condiciones de vida, impuestas por su ministerio de evangelización. "Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Lc 9, 58).
La misión mesiánica de Jesús encontró desde el principio objeciones e incomprensiones, a pesar de los "signos" que realizaba. Estaba bajo observación y era perseguido por los que ejercían el poder y tenían influencia sobre el pueblo. Por último, fue acusado, condenado y crucificado: la más infamante de todas las clases de penas de muerte, que se aplicaba sólo en los casos de crímenes de extrema gravedad especialmente, a los que no eran ciudadanos romanos y a los esclavos. También por esto se puede decir con el Apóstol que Cristo asumió, literalmente, la "condición de siervo" (Fil 2, 7).
Con este "despojamiento de sí mismo", que caracteriza profundamente la verdad sobre Cristo verdadero hombre, podemos decir que se restablece la verdad del hombre universal: se restablece y se "repara". Efectivamente, cuando leemos que el Hijo "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios", no podemos dejar de percibir en estas palabras una alusión a la primera y originaria tentación a la que el hombre y la mujer cedieron "en el principio": "seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (Gén 3, 5). El hombre había caído en la tentación para ser "igual a Dios", aunque era sólo una criatura. Aquél que es Dios-Hijo, "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios" y al hacerse hombre "se despojó de sí mismo", rehabilitando con esta opción a todo hombre, por pobre y despojado que sea en su dignidad originaria.
Pero para expresar este misterio de la "Kenosis" de Cristo, San Pablo utiliza también otra palabra: "se humilló a sí mismo". Esta palabra la inserta él en el contexto de la realidad de la redención. Efectivamente, escribe que Jesucristo "se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 8). Aquí se describe la "Kenosis" de Cristo en su dimensión definitiva. Desde el punto de vista humano es la dimensión del despojamiento mediante la pasión y la muerte infamante. Desde el punto de vista divino es la redención que realiza el amor misericordioso del Padre por medio del Hijo que obedeció voluntariamente por amor al Padre y a los hombres a los que tenía que salvar. En ese momento se produjo un nuevo comienzo de la gloria de Dios en la historia del hombre: la gloria de Cristo, su Hijo hecho hombre. En efecto, el texto paulino dice: "Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre" (Fil 2, 9).
He aquí cómo comenta San Atanasio este texto de la Carta a los Filipenses: "Esta expresión le exaltó, no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo: en efecto, este último ha sido y será siempre igual a Dios. Por el contrario, quiere indicar la exaltación de la naturaleza humana. Por tanto estas palabras no fueron pronunciadas sino después de la Encarnación del Verbo para que apareciese claro que términos como humillado y exaltado se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es humilde es susceptible de ser ensalzado" (Atanasio, Adversus Arianos Oratio I, 41). Aquí añadiremos solamente que toda la naturaleza humana —toda la humanidad— humillada en la condición penosa a la que la redujo el pecado, halla en la exaltación de Cristo-hombre la fuente de su nueva gloria.
No podemos terminar sin hacer una última alusión al hecho de que Jesús ordinariamente habló de sí mismo como del "Hijo del hombre" (por ejemplo Mc 2, 10. 28; 14, 67; Mt 8, 20; 16, 27; 24, 27; Lc 9, 22; 11, 30; Jn 1, 51; 8, 28; 13, 31, etc.). Esta expresión, según la sensibilidad del lenguaje común de entonces, podía indicar también que Él es verdadero hombre como todos los demás seres humanos y, sin duda, contiene la referencia a su real humanidad.
Sin embargo el significado estrictamente bíblico, también en este caso, se debe establecer teniendo en cuenta el contexto histórico resultante de la tradición de Israel, expresada e influenciada por la profecía de Daniel que da origen a esa formulación de un concepto mesiánico (cf. Dn 7, 13-14). "Hijo del hombre" en este contexto no significa sólo un hombre común perteneciente al género humano, sino que se refiere a un personaje que recibirá de Dios una dominación universal y que transciende cada uno de los tiempos históricos, en la era escatológica.
En la boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas la fórmula está por tanto cargada de un sentido pleno que abarca lo divino y lo humano, cielo y tierra, historia y escatología, como el mismo Jesús nos hace comprender cuando, testimoniando ante Caifás que era Hijo de Dios, predice con fuerza: "a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo" (Mt 26, 64). En el Hijo del hombre está por consiguiente inmanente el poder y la gloria de Dios. Nos hallamos nuevamente ante el único Hombre-Dios, verdadero Hombre y verdadero Dios. La catequesis nos lleva continuamente a Él para que creamos y, creyendo, oremos y adoremos.
3. 1 Ts 2. 7b-9/13: Su predicación quedaba así a salvo de toda sospecha de lucro. Pablo acepta de buen grado las fatigas de un trabajo necesario para subsistir sin ser gravoso a los tesalonicenses.
Durante su estancia en Tesalónica, Pablo recibió por dos veces ayuda de la comunidad cristiana de Filipos (Flp 4. 16); si aquí no hace mención de este asunto, es para que no creyeran que les echaba en cara ninguna desatención por su parte.
v. 13: La conducta del Apóstol y sus colaboradores contribuyó sin duda alguna a que su predicación fuera aceptada en Tesalónica como Palabra de Dios y no como simple palabra humana (cf. Ga 6. 6; 2 Co 12. 13). Pablo da gracias a Dios por la fe de los tesalonicenses (Eucaristía 1978/51).
Es interesante que el primer escrito que se nos conserva del Apóstol lo personal tenga tanta importancia. Naturalmente es personal integrado en lo apostólico, pero las dos cosas a la vez. Es importante tener en cuenta esta faceta para no hacer de la actividad apostólica algo deshumanizado. Destaca aquí la ternura de Pablo hacia esta comunidad, una de las primeras fundadas por él en suelo europeo. Y ternura que no le impide actividad práctica para no ser gravoso a nadie.
En esta primera sección (2, 7b-9) de la lectura es importante notar los rasgos del apóstol Pablo en su relación con su comunidad: relación personal, no profesional, cariño individualizado a las personas, deseos de no gravar a nadie con su vida apostólica, sino trabajo personal para evitarlo. Apóstol, pues, humano y serio.

En el v. 13 un recuerdo de que su actividad no es puramente humana, sino también inspirada por Dios. Conciencia de no ser simple deseo de Pablo de Tarso, sino de estar movido por el Espíritu. Y eso no simplemente porque él lo diga así, sino porque los tesalonicenses lo han aceptado de ese modo.
Es un ejemplo para el apóstol actual. No avergonzarse de lo humano en el ministerio, de los sentimientos personales. Ni tampoco del trabajo. Se puede vivir del altar, pero también se puede vivir de otro modo y ser más libres (Federico Pastor).
4. Evangelio: El discípulo de Jesús -porque es consciente de su debilidad y de la única y total soberanía de Dios y de su enviado JC- ha de evitar las grandes tentaciones que el Maestro denuncia en los fariseos: decir y no hacer; ser maestros insoportables de los demás, con ostentación; buscar el ser servidos en lugar de servir.
Este pasaje sirve de preámbulo a las maldiciones de los escribas y de los fariseos (Mt 23, 12-32). Jesús presenta a sus adversarios ya desde el primer versículo: ocupan indebidamente la cátedra de Moisés, ya que la ley preveía que la enseñanza y la interpretación de la Palabra de Dios sería reservada solo a los sacerdotes (Dt 17, 8-12); 31, 9-10; Miq 3, 11: Mal 2, 7-10). Al usurpar esa función, los escribas han introducido un profundo y grave cambio en la religión, han sustituido la fe en la Palabra por un método intelectualista y la obediencia al designio de Dios por el juridicismo y la casuística. Al maldecir a los escribas, Cristo rechaza una religión tan humana.
El colmo es que los escribas hipócritas usurpan el lugar de Dios atribuyéndose un poder que no merecen (vv. 8-10; cf. Mt 15, 3-14). En lugar de conducir el corazón de cada cual al encuentro personal con Dios, en el plano íntimo de la decisión y de la libertad, hacen que toda la atención recaiga sobre los argumentos, las conclusiones y los reglamentos demasiado humanos para que puedan ser signos de Dios.
La hipocresía denunciada por Jesús continúa siendo una tentación a todo lo largo de la historia de la Iglesia.
Tentación sutil que se encuentra en los sacerdotes con relación a los laicos, pero sobre todo en los bautizados con relación a los demás hombres. El Evangelio de este día puede ayudarnos a superarla.
Lo importante es que la Iglesia no se tome nunca como la realidad definitiva. La Iglesia es el anuncio de un Reino futuro, pero no es todavía este Reino. Por tanto, no puede situarse en el centro de su predicación porque a donde el mundo debe tender no es hacia ella, sino hacia el Reino. Con esta condición, la Iglesia no cargará a sus fieles con pesos insoportables, sino que estará en tensión hacia un futuro que hay que realizar. La Iglesia debe huir de toda vanidad, y sus responsables evitarán recurrir a los medios con que los hombres intentan espontáneamente llegar al poder: intrigas diplomáticas, influencias políticas, títulos honoríficos, etc.
La Iglesia debe saber en todo momento que está hecha para servir. Una Iglesia que olvida su propio pecado se hace automáticamente dura de corazón, imbuida de su propia justicia, anunciadora de infelicidad y de catástrofe; ya no merece ni la misericordia de Dios ni la confianza de los hombres y pueden aplicársele al pie de la letra las maldiciones dirigidas contra los escribas orgullosos. La Iglesia sabe, por el contrario, que la frontera del bien y del mal pasa por el corazón de cada uno de sus miembros, que su fe es crepuscular y que, de todas maneras, el perdón de Dios es lo único que mantiene su existencia (Maertens-Frisque).
“De acuerdo con la palabra del Señor, en la Iglesia tenemos dos clases de hombres: buenos y malos. ¿Qué dicen los buenos cuando predican?: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 4,16). ¿Qué dice la Escritura de los buenos?: Sed ejemplo para los fieles (1 Tim 4,12). Esto me esfuerzo por ser; qué sea en realidad, lo sabe aquel ante quien gimo.
Respecto a los malos se dijo otra cosa: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos; haced lo que dicen, pero no lo que hacen” (Mi 23,2.3). Estás viendo cómo en la cátedra de Moisés, de la que es sucesora la cátedra de Cristo, se sientan también malos; y, sin embargo, enseñando el bien, no perjudican a los oyentes. ¿Por qué abandonaste la cátedra por la presencia de los malos? Vuelve a la paz, regresa a la concordia, que no te molesta. Si enseño el bien y obro el bien, imítame; si por el contrario, no cumplo lo que enseño, tienes el consejo del Señor: haz lo que enseño, mas no lo que yo hago; en todo caso, nunca abandones la cátedra católica.
He aquí que en el nombre del Señor, he de marcharme, y ellos han de seguir hablando. ¿Se acabará alguna vez? Ya de entrada, desentendeos de mi defensa personal. Nada les digáis al respecto; respondedles más bien, hermanos, sobre lo referente al punto que nos separa: «El obispo Agustín está dentro de la Iglesia católica, lleva su propia carga, y de ella ha de dar cuenta a Dios. Sé que está entre los buenos; si es malo, él lo sabrá; y aunque sea bueno, no tengo en él mi esperanza. Esto he aprendido ante todo en la Iglesia católica: a no poner mi esperanza en hombre alguno. Es muy comprensible que vosotros, que habéis puesto vuestra esperanza en los hombres, dirijáis vuestros reproches al hombre». Si me acusan a mí, despreciad también vosotros tales acusaciones. Conozco el lugar que ocupo en vuestro corazón, porque conozco el que ocupáis vosotros en el mío. No luchéis contra ellos por causa mía. Pasad de todo lo que os digan sobre mí, no sea que esforzándoos en defender mi causa, abandonéis la vuestra.
Tal es su obrar astuto: no queriendo y temiendo que hablemos de la causa que representan, nos ponen ante nosotros otras cosas para apartarnos de ello; de esta forma, mientras nos defendemos nosotros, dejamos de acusarles a ellos. En verdad, tú me llamas malo; yo puedo añadir innumerables cosas más; quita eso de en medio, deja mi caso personal, céntrate en el asunto de fondo, mira por la causa de la Iglesia, considera dónde estás. Recibe hambriento la verdad te venga de donde te venga, no sea que jamás llegue el pan a tu mano, por pasar el tiempo reprochando, lleno de fastidio y calumniando al recipiente que lo contiene.Lluciá Pou

jueves, 29 de septiembre de 2011

Viernes 26º. La penitencia transforma nuestro corazón y nos hace agradables a Dios y dignos del perdón y de su amor

Evangelio de Lucas 10,13-16. En aquel tiempo, Jesús dijo: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que, sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido. Por eso, en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».

Comentario: 1.- Ba 1,15-22. Hoy y mañana leemos una selección del libro de Baruc, también de la época del destierro de Babilonia y la vuelta a Sión. Este Baruc es probablemente el secretario y hombre de confianza del profeta Jeremías. Le encontramos en Babilonia, con los desterrados, a la muerte de Jeremías, hacia el 580 antes de Cristo. Aquí leemos su oración emocionada, humilde, en la que reconoce que son culpables de lo que les está pasando, porque todos han sido infieles a Dios, empezando por los políticos y sacerdotes: "no obedecimos al Señor que nos hablaba, seguimos nuestros malos deseos, haciendo lo que el Señor nuestro Dios reprueba".
Nos viene bien a todos recapacitar y sentir humildemente "vergüenza" por lo que nos está pasando. Y reconocernos culpables, porque "pecamos contra el Señor no haciéndole caso". Tenemos que aprender las lecciones que nos da la historia. Los períodos de decadencia de una persona o de la Iglesia se deben, seguramente, a muchas causas. Una de ellas es nuestra propia dejadez y nuestra infidelidad a la Alianza que habíamos prometido a Dios. Sembramos vientos y recogemos tempestades. Olvidamos la base sólida del edificio y luego nos quejamos de que la primera ventolera ha derrumbado sus paredes. La oración de Baruc sigue siendo actual. Solemos excusarnos echando las culpas a los demás o a las instituciones o al mundo que nos rodea. Pero entonar el "mea culpa" de cuando en cuando, con golpes en el pecho bien dados -en el nuestro, no en el de los demás-, nos ayuda a progresar en nuestra vida de fe. Lo hacemos normalmente al empezar la Eucaristía, con el acto penitencial. Lo hacemos, sobre todo, cuando celebramos el sacramento de la Reconciliación. Eso nos ayuda a reflexionar sobre si estamos "siguiendo nuestros malos deseos sirviendo a dioses ajenos". Y nos invita a corregir la dirección de nuestra vida para no llegar hasta la ruina total.
El comienzo de esta oración está marcado por la doctrina de la retribución (Dt 28,15-68; Lev 26,14-39). La desgracia castiga al pueblo porque ha pecado, y como todas las generaciones son solidarias en el pecado y el castigo, se trata, para que dicha desgracia sea alejada, de reconocer, en el nombre de las generaciones pasadas, las responsabilidades incurridas. La confesión de sus faltas es por consiguiente para el pueblo una forma de situarse de nuevo en la historia de la salvación. La oración penitencial y la confesión de las faltas tienen en el Nuevo Testamento un contexto totalmente diferente, en un cántico de gratuidad, de gracia de Cristo.
El libro de Baruc se escribió en el siglo anterior a Jesucristo. En este época muchos judíos se encontraban en la Diáspora -Dispersión-, reunidos en pequeñas comunidades en ciudades paganas. Es la experiencia apasionante de una vida religiosa que se mantiene fervorosa, por la oración. En muchos ambientes los cristianos de HOY se encuentran en minoría y dispersos entre unos hombres y mujeres prácticamente extraños a su fe.
-Al Señor, nuestro Dios, pertenece la justicia, a nosotros, en cambio, la confusión del rostro, como es patente en el día de hoy. La humildad no tiene HOY buena prensa. El mundo se burla de los humildes. Esta postura o estado se considera una dimisión. Y sin embargo, más allá de posibles desviaciones contra las que tenemos que luchar para no contribuir a que esta virtud resulte odiosa a nuestros contemporáneos, la humildad es un valor esencial. Desde un simple punto de vista humano, la humildad es un valor de verdad, lo contrario de la ampulosidad y la suficiencia. Desde el punto de vista religioso, la humildad es el reconocimiento de nuestra verdadera situación delante de Dios.
En el evangelio, la humildad es presentada como una virtud fundamental: el Reino se promete a los humildes y a los pobres. (Mateo 11, 25). La humildad debe ser muy importante puesto que la Encarnación del Hijo de Dios fue un «anonadamiento» (Filipenses 2, 5) que nos salva del orgullo demencial del primer Adán, que quería «hacerse dios» .
-Sí, hemos pecado contra el Señor, le hemos desobedecido. En efecto, nuestra "condición humana" no es solamente frágil, limitada, efímera... es pecadora. Es preciso, es verdad, cerrar los ojos para no verlo. Estamos de veras inmersos en un baño de violencia, de sexo, de dinero, de opresión. Y basta mirar lúcidamente el fondo de nuestro interior para descubrir allí esas mismas tendencias. El solo hecho de «reconocer» este pecado en nosotros es ya liberador: afirmamos por ende cuál es la dirección esencial de nuestra vida. Cuando reconozco que te he desobedecido, Señor, afirmo al mismo tiempo que eres Tú el verdadero sentido de mi vida.
-En nuestra ligereza, no hemos escuchado la voz del Señor. Cada uno de nosotros, según el capricho de su perverso corazón, hemos ido a servir a dioses extraños, a hacer lo malo a los ojos del Señor, nuestro Dios. Nuestra libertad profunda no se ejerce de veras más que en los límites de nuestra conciencia real. Nuestra responsabilidad recae en lo que «sabemos». Y Jesús pudo decir de sus verdugos: «perdónalos, Padre, que no saben lo que hacen». Efectivamente, nuestra ligereza y nuestra inconsciencia nos inducen a satisfacer «nuestros propios caprichos» en lugar de cumplir «la Voluntad de Dios» porque Dios sólo quiere nuestro bien más profundo.
-Por esto, como sucede en este día, se nos han pegado los males. El pensamiento judío, como también el pensamiento popular de muchos pueblos, piensa que hay una relación entre el pecado y la desgracia. Es la tesis de la «retribución»: ¡cosecha lo que ha sembrado! Cristo ha superado netamente ese punto de vista demasiado estrecho, -defendiendo de toda acusación al ciego de nacimiento- (Juan 9,3).
Sigue siendo verdad que la felicidad consiste en seguir a Dios. Y todo aquello que nos desvía de su voluntad, nos aleja también de nuestro bien más profundo (Noel Quesson).
Los textos que leemos hoy se han seleccionado así porque contienen una larga oración litúrgica que les da unidad. Esta oración, tanto en la forma como en el contenido, tiene precedentes en otros libros (Dn 9,4b-19; Esd 9,6-15; Neh 1,5-11; 9,6-37), donde el clamor colectivo responde a situaciones parecidas de angustia y desastre nacional. La plegaria empieza con una confesión sincera y lúcida de los pecados de toda la comunidad de ahora y de antes; sigue con el reconocimiento del sentido del castigo divino; termina pidiendo misericordia. En este triple momento se encierra una bella y profunda teología del pecado, de la conversión y del perdón, todo ello en un clima y en un ritmo mental de salud y serenidad.
El pueblo -no sólo el de ahora, sino también el de antes- es responsable en todos sus estratos, son responsables los de arriba y los de abajo, el poder político y el religioso y carismático, los reyes, los magistrados, los sacerdotes, los profetas, el pueblo (1,16). El principal pecado reside en haber despreciado la palabra de Dios: «Desde el día en que el Señor sacó a nuestros padres de Egipto hasta hoy no hemos hecho caso al Señor, nuestro Dios... No escuchamos la voz del Señor, nuestro Dios, que nos hablaba por medio de sus enviados» (1,19.21). Se recuerda constantemente el beneficio del éxodo, que contrasta con la contumacia del pueblo.
El desprecio secular de la palabra de Dios explica las calamidades en que se encuentra el pueblo. Entre los desastres más graves se mencionan las escenas de antropofagia que se produjeron durante el asedio de Jerusalén en cumplimiento de una amenaza ya anunciada: «Una nación... te sitiará en todas tus ciudades, y te comerás el fruto de tu vientre, la carne de los hijos e hijas que te haya dado Yahvé tu Dios» (Dt 28,53). Otro castigo es la sujeción a pueblos extranjeros, que los escarnecen.
Esta situación ha hecho que el pueblo reflexione sobre su «historia nacional» de pecado y clame a Yahvé. Tal clamor, que en lenguaje bíblico significa conversión, indica también la esperanza de poder ser nuevamente pueblo de Dios.
Según esta visión, el hombre se encuentra sometido a la exigencia total de la palabra divina, y su vida depende enteramente de tal palabra: «Esta palabra es vuestra vida» (Dt 32,47). La religión bíblica es esencialmente la religión de la palabra escuchada, a la cual el hombre, con sus obras, debe dar la fisonomía de la respuesta. La afirmación fundamental del NT se resume en esta proposición: la palabra de Dios es el hombre Jesús de Nazaret. En este hombre, Dios se hace palabra definitiva y se percibe quién es Dios para nosotros (F. Raurell).
El llamado que Dios nos hace a la conversión es el inicio de la manifestación de su amor misericordioso hacia nosotros. No podemos ser gratos ante Él; no podemos presentarnos ante Él como sus hijos amados, si antes no hemos reconocido que le fallamos, que fuimos rebeldes a la Alianza nueva y definitiva que pactó con nosotros. Y no sólo hemos de reconocer nuestras faltas, sino que hemos de arrepentirnos y pedir perdón, lo cual nos ha de llevar a reiniciar un volver a caminar con lealtad en la presencia del Señor. Dios es siempre fiel a su amor por nosotros. Jamás dejará de amarnos, por muchas ofensas y rebeldías que hayamos hecho en contra suya, pues en medio de nuestras infidelidades, Él permanece fiel, ya que no puede desdecirse a sí mismo. Si a veces, por culpa nuestra, la vida se nos complica, no podemos hacer responsable a Dios de lo que nosotros mismos hemos provocado. Si queremos disfrutar de una sociedad más sana y más en paz, nosotros, que decimos creer en Cristo como nuestro Dios hecho Hombre, escuchemos su voz y, como fieles discípulos suyos, pongámosla en práctica; hagamos la prueba y veremos qué bueno es el Señor y cuán rectos son sus caminos.
2. El salmista comienza con un lamento por las desgracias (pérdida del Templo, deportación) que causaron los gentiles, y pide la liberación… Hagamos nuestro el salmo y sus sentimientos: "¿hasta cuándo, Señor? ¿vas a estar siempre enojado? Que tu compasión nos alcance pronto. Socórrenos, Dios, Salvador nuestro, líbranos y perdona nuestros pecados". Es una buena manera de afirmar que no estamos conformes ni con nuestra vida ni con la situación de la sociedad, si la vemos decadente, y que estamos dispuestos a luchar por su mejora.
Dios, por medio de Jesús, su Hijo, ha descubierto su brazo a la vista de nuestros enemigos y nos ha liberado de ellos. Dios escucha el clamor de sus pobres y está pronto a sus plegarias para librarlos de la muerte. Aún en medio de nuestras más grandes miserias, aún cuando hayamos vivido demasiado lejos del Señor, volvamos a Él nuestra mirada y nuestro corazón, pues el Señor es rico en misericordia y su bondad nunca se acaba. Retornemos a Él dispuestos a dejar que nos purifique de nuestras maldades y nos revista de su propio Hijo, de tal forma que no sólo participemos de sus bienes, sino que, bien calzados nuestros pies, vayamos a anunciar el Evangelio de la paz y de la misericordia que el Señor nos ha manifestado, y del cual quiere que participen los hombres de todos los lugares y tiempos.
3.- Lc 10,13-16. Jesús y los suyos tenían ya experiencia de fracaso en su trabajo evangelizador. Acababan de dejar Galilea, de donde conservaban algunos recuerdos amargos. En su paso por Samaria no les habían querido hospedar. En Jerusalén les esperaban cosas aún peores. Jesús anuncia que, al final, habrá un juicio duro para los que no han sabido acoger al enviado de Dios. Tres ciudades de Galilea, testigos de los milagros y predicaciones de Jesús, recibirán un trato mucho más exigente que otras ciudades paganas: hoy se nombra a Tiro y Sidón, y ayer a Sodoma. Los de casa -el pueblo elegido, los israelitas- son precisamente los más reacios en interpretar los signos de los tiempos mesiánicos.
Lo que le pasó a Cristo le pasa a su comunidad eclesial, desde siempre: bastantes llegan a la fe y se alegran de la salvación de Cristo. Pero otros muchos se niegan a ver la luz y aceptarla. No nos extrañe que muchos no nos hagan caso. A él tampoco le hicieron, a pesar de su admirable doctrina y sus muchos milagros. La libertad humana es un misterio. Jesús asegura que el que escucha a sus enviados -a su Iglesia- le escucha a él, y quien les rechaza, le rechaza a él y al Dios que le ha enviado. Ése va a ser el motivo del juicio. No valdrá, por tanto, la excusa que tantas veces oímos: "yo creo en Cristo, pero en la Iglesia, no". Sería bueno que la Iglesia fuera siempre santa, perfecta, y no débil y pecadora como es (como somos). Pero ha sido así como Jesús ha querido ser ayudado, no por ángeles, sino por hombres imperfectos.
Jesús nos enseña a reaccionar con cierta serenidad ante el rechazo del mundo. Que no pidamos que baje un rayo del cielo y destruya a los no creyentes. Ni que mostremos excesivo celo en eliminar la cizaña del campo. Nos pide tolerancia y paciencia. Aunque hoy también nos asegura que el juicio, a su tiempo, dará la razón y la quitará (J. Aldazábal).
Ayer, al final de sus consignas para el "envío en misión", Jesús daba una última consigna: "Cuando no seáis recibidos, salid a las plazas y decid: -"Hasta el polvo de este pueblo que se nos ha pegado a los pies nos lo limpiamos, ¡para vosotros! De todos modos sabed: que ya llega el reino de Dios". Es así como Jesús decididamente consideró el fracaso, el rechazo a escuchar. Incluso ante ese rechazo las consignas de pobreza y de no violencia permanecen: ¡id a otra parte! gesto de impotencia; pero la advertencia permanece también: que lo queráis o no, Dios "reinará". Pero no es incumbencia de los apóstoles hacer ese Juicio que se acerca.
-"Yo os digo: El día del Juicio le será más llevadero a Sodoma que a ese pueblo". Y es entonces cuando estallan las maldiciones de los labios de Jesús: -"¡Ay de ti Corazoín, ay de ti Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia cubiertas de sayal y sentadas en ceniza. Las ciudades de Corazoín, Betsaida y Cafarnaun, al nordeste del Lago de Tiberíades, delimitan el triángulo, el "sector" en el que más trabajó Jesús. Esas ciudades recibieron mucho... Serían ricas de grandes riquezas espirituales si hubiesen querido escuchar. Si se las compara a las ciudades paganas de Sodoma, Tiro y Sidón, éstas son unas "pobres" ciudades que no han tenido la suerte de oír el evangelio: pues bien, una vez más, Jesús se queda con éstas, prefiere las pobres. Esas amenazas hay que escucharlas en el día de HOY. Las "riquezas espirituales", de ningún modo constituyen una seguridad: cuanto más abundantes son las gracias recibidas, tanto más hay que hacerlas fructificar.
-Por eso, en el Juicio, habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. ¿Pensamos a menudo en ese "juicio de Dios" sobre nosotros? Jesús lo nombra sin cesar como punto de referencia. Para apreciar una cosa, un acto, una situación, se necesita una medida de comparación: algo es pequeño o grande según el punto de referencia... Para Jesús el punto de referencia del hombre, en cuanto a su verdadero valor, es el juicio de Dios. Esta apreciación "del punto de vista de Dios" es a menudo bastante diferente de las apreciaciones corrientes del mundo: las ciudades paganas, que no recibieron tanta predicación como las cristianas, serán tratadas menos severamente que las ciudades privilegiadas por una presencia de Iglesia más abundante. ¿Estoy convencido de esto? Y si es así, ¿qué exigencia me sugiere? -Y tú CAFARNAUN, ¿piensas encumbrarte hasta el cielo? No, te hundirás en el abismo. CAFARNAUN es la ciudad que Jesús había adoptado como centro de su predicación, quizá porque en ella Simón Pedro tenía su casa y su oficio. Es la ciudad más nombrada en el evangelio -dieciséis veces. Sí, CAFARNAUN fue una ciudad privilegiada. Jesús hizo de ella "su ciudad" (Mateo 9, 1). Jesús hizo en ella numerosos milagros. (Lucas 4, 23) Jesús ciertamente quiso que sus habitantes entraran en el "Reino de Dios". Pero la oferta no fue aceptada.
-Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí; quien os rechaza a vosotros, me rechaza a mí. Esas sorprendentes palabras hacen que resalte la grandeza de la tarea apostólica o misionera: es una participación a la misión misma de Jesús. Dios necesita de los hombres. Hay hombres por los cuales habla Dios... ¿Con qué amor, con qué atención estoy delante de los "enviados" de Dios? Y en principio, acepto yo que Dios me envíe otros hombres, hermanos débiles como yo, pero con el peso de esta responsabilidad? (Noel Quesson).
vv. 13-16. «¡Ay de ti Corozaín..., Betsaida..., Cafarnaún!». Jesús contrasta tres ciudades de Galilea con Sodoma, Tiro y Sidón, tres ciudades paganas. Se trata de dos descripciones com pletas (tres nombres), a la par que reales (nombres propios), de dos situaciones antagónicas. Con esta sentencia Jesús prevé ya que la respuesta de los paganos será muy superior a la del pueblo escogido. No siempre los hombres religiosos y observantes son el mejor terreno de cultivo para la experiencia del reino.
La soberbia humana ha construido una sociedad injusta que se resiste a aceptar el mensaje liberador de Dios. Como el Faraón que no quiere dejar vivir dignamente al pueblo de Dios y como el opresor babilónico, los detentores del poder en la ciudad inhumana que vivimos encuentran a cada paso la justificación para oponerse al designio de Dios.
El endurecimiento de su corazón hace que el anuncio del mensaje asuma la forma peligrosa de una lucha en que el enviado está enfrentado a fuerzas gigantescas que se le oponen. Frente a la presencia de esas fuerzas nace en él una viva conciencia de la propia impotencia que puede conducirlo al desánimo y a sensación aguda de fracaso.
Para superar esos desalientos y manteniéndose fiel en la lucha contra el mal, que se le ha confiado, el enviado debe tomar conciencia de la profunda identificación entre sus intereses y los intereses de Jesús y de Dios. Sólo de esa identificación que hace al Enviado semejante a Quien lo envía puede nacer el coraje para afrontar las enormes dificultades que el anuncio encuentra en el orgullo del corazón de los poderosos de este mundo. Pero junto al aliento y confianza que surge de esta seguridad, brota simultáneamente desde esa identificación un deber para el enviado. Se le exige ser capaz de renunciar a todo interés y egoísmo propio a fin de hacer transparente a Jesús y al designio divino. Sólo si está convencido de esta verdad, podrá realizar con éxito la misión confiada y continuar su tarea hasta el fin (Josep Rius-Camps).
Situémonos en el final de la perícopa evangélica que hemos leído hoy. Allí está el mensaje central del relato proclamado. Lucas deja bien en claro y sin titubear que Jesús, es el enviado del Padre, autorizado por Dios para presentar a la humanidad el designio insondable del Creador. Así como Jesús es el enviado del Padre, los discípulos son los enviados de Jesús. Jesús, los autoriza para que anuncien el Reino y lo extiendan por todos los lugares conocidos. Jesús sabe que a él solo, como hombre, la tarea del anuncio del Reino, lo sobrepasa. Él "no hace alarde de su condición de Dios", por eso siente la necesidad de hacerse ayudar de hombres y mujeres y para hacer que el Reino llegue a toda la tierra por el trabajo de muchos que de buena voluntad se matriculen en esa gran empresa. Toda persona o comunidad que rechace a los discípulos, está rechazando a Jesús mismo, y todo aquel que rechaza a Jesús, rechaza a quien le envió: el Padre. Esta advertencia de Jesús, no tiene por qué llenarnos de falso orgullo; sino que tiene una exigencia profunda: quien más ha sido favorecido por el mensaje de Jesús, más responsabilidad tiene, y a quien mucho se le da, mucho se le exige. Hoy, nosotros, tenemos que evaluar nuestra actitud frente al Reino. También hemos sido elegidos por gracia. No tenemos mérito alguno para ser escogidos. Pero tenemos que responder a este llamado de Dios con altura y con responsabilidad. Es una exigencia y debemos cumplirla. Dejemos el juicio a Dios. Nosotros anunciamos a tiempo y a destiempo el Reino de Dios con todos sus valores. No perdamos el tiempo, ni las oportunidades que nos ofrece la vida para que la soberanía de Dios se a una realidad en los corazones y las conciencias que todas las personas. El Reino nos urge, nos llama, tiene que ser tarea de todos, pero iniciativa única de Dios. Dispongámonos a ser obreros del Reino con alegría y con disponibilidad, pero también con mucha apertura, para que otros accedan a él, con la libertad y la alegría de verdaderos hijos e hijas de Dios (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).
Junto al texto del envío misionero de los setenta y dos -símbolo quizá de la misión a los gentiles- Lucas nos transmite en el texto de hoy, unos ayes contra las ciudades de Galilea que se han opuesto o han rechazado reconocer los signos de Jesús. Aunque Jesús haya lanzado la propuesta del Reino para todos los pueblos, muchos no quisieron acogerla. Corazaín, Betsaida y Cafarnaún, a pesar de haber recibido la gracia de Dios a través de la predicación y los milagros de Jesús, no aceptaron el plan salvífico de Dios, por eso Jesús las maldice y las compara con Tiro y Sidón, dos ciudades paganas que -dice Jesús- si hubieran recibido las manifestaciones de Dios, se habrían convertido. Todo parece indicar que la predicación y las acciones milagrosas de Jesús sólo fueron para ellos hechos extraordinarios del momento, que no les cambiaron la vida; no las interpretaron a la luz de la fe, por eso Jesús les advierte sobre su condenación en el juicio final. En nuestra vida, Dios sigue haciendo milagros, sigue hablando a nuestro corazón y a veces nuestra respuesta es la indiferencia. Muchas veces nos quedamos en palabras bonitas, nos impresionamos con hechos extraordinarios, pero no pasamos de ahí, seguimos con el corazón endurecido, como la gente de Corazaín, Betsaida y Cafarnaún; peor aún, creemos que ya tenemos la solución, nos creemos salvados, convertidos definitivamente. Puede ser que Jesús en el juicio final nos rechace por lo que pudimos haber hecho y no lo hicimos, por no haber amado a quienes pudimos amar, por no haber sido solidarios con los más necesitados, porque nuestro corazón estuvo siempre endurecido por nuestro egoísmo y por nuestra falta de amor (servicio bíblico latinoamericano).
Hoy vemos a Jesús dirigir su mirada hacia aquellas ciudades de Galilea que habían sido objeto de su preocupación y en las que Él había predicado y realizado las obras del Padre. En ningún lugar como Corazín, Bet-Saida y Cafarnaúm había predicado y hecho milagros. La siembra había sido abundante, pero la cosecha no fue buena. ¡Ni Jesús pudo convencerles...! ¡Qué misterio, el de la libertad humana! Podemos decir “no” a Dios... El mensaje evangélico no se impone por la fuerza, tan sólo se ofrece y yo puedo cerrarme a él; puedo aceptarlo o rechazarlo. El Señor respeta totalmente mi libertad. ¡Qué responsabilidad para mí!
Las expresiones de Jesús: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!» (Lc 10,13) al acabar su misión apostólica expresan más sufrimiento que condena. La proximidad del Reino de Dios no fue para aquellas ciudades una llamada a la penitencia y al cambio. Jesús reconoce que en Sidón y en Tiro habrían aprovechado mejor toda la gracia dispensada a los galileos.
La decepción de Jesús es mayor cuando se trata de Cafarnaúm. «¿Hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás!» (Lc 10,15). Aquí Pedro tenía su casa y Jesús había hecho de esta ciudad el centro de su predicación. Una vez más vemos más un sentimiento de tristeza que una amenaza en estas palabras. Lo mismo podríamos decir de muchas ciudades y personas de nuestra época. Creen que prosperan, cuando en realidad se están hundiendo.
«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). Estas palabras con la que concluye el Evangelio son una llamada a la conversión y traen esperanza. Si escuchamos la voz de Jesús aún estamos a tiempo. La conversión consiste en que el amor supere progresivamente al egoísmo en nuestra vida, lo cual es un trabajo siempre inacabado. San Máximo nos dirá: «No hay nada más agradable y amado por Dios como el hecho de que los hombres se conviertan a Él con sincero arrepentimiento» (Jordi Sotorra i Garriga). El Catecismo nos explica esta penitencia que reclama el Señor: 1431: “La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron "animi cruciatus" (aflicción del espíritu), "compunctio cordis" (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catech. R. 2, 5, 4)”.
No basta estirar las manos para recibir los dones de Dios; es necesario esforzarse por vivir conforme al don recibido, pues a base de sólo recibir sin vivir, sin dar testimonio, podemos volver estéril nuestro mundo. Dios nos ha enviado a su propio Hijo, quien nos ha dado el perdón de nuestros pecados y nos ha hecho partícipes de su propia Vida y de su Espíritu. ¿Por qué nuestro mundo continúa, entonces, dominado por tantos egoísmos y tantos males provocados, incluso, por personas que se confiesan cristianas? ¿Acaso vivimos a profundidad nuestra fe? ¿No nos habremos quedado, más bien, en una profesión de fe hecha con los labios, por mera costumbre o tradición familiar, mientras nuestro corazón está lejos del Señor? Ojalá y no rechacemos al Señor alejándolo de nuestra vida, sino que, conforme a la fe que en Él profesamos, sepamos escuchar su Palabra y ponerla en práctica; aceptar su Vida y su Espíritu y dar testimonio, por medio de nuestras buenas obras, de su presencia en nosotros.
El Señor nos ha llamado para que estemos con Él en esta Eucaristía. A Él no se le oculta nuestra fragilidad; ante Él están nuestras miserias y traiciones. Sin embargo se muestra misericordioso para con todos; y a pesar de que nosotros somos quienes hemos tomado por caminos equivocados y Él ha permanecido fiel, hoy sale a nuestro encuentro para ofrecernos su perdón, su bondad, su misericordia, su protección. Sólo espera de nosotros el que estemos dispuestos a recibir, a hacer nuestra su oferta de perdón y de salvación. Mediante la celebración del Memorial de su Pascua quiere, no sólo que comprendamos y aceptemos su amor hacia nosotros, sino que, aceptando su Vida en nosotros, su Espíritu nos renueve de tal forma que en adelante nos convirtamos en testigos suyos y en constructores de su Reino. Ojalá y no sólo vengamos como espectadores a esta Eucaristía, sino con la plena disposición de entrar en comunión de vida con el Señor.
El Señor nos envía como discípulos suyos a proclamar su Evangelio y a construir su Reino. No vamos sólos. Él, además de comunicarnos su Vida, ha derramado en nuestros corazones su Espíritu Santo. No podemos volver a casa para encerrarnos en nuestras cavilaciones personales y vivir nuestra fe sin proyección hacia la vida social. Es cierto que encontraremos muchos ambientes hostiles a la fe; es cierto que quien proclame el Nombre del Señor podrá convertirse en objeto de burla para quienes no quieren un compromiso real de fe; es cierto que muchos no sólo rechazarán, sino que perseguirán e incluso tratarán de acabar con la vida del enviado. Esto no puede acobardarnos, pues, efectivamente, no hemos recibido un espíritu de cobardía, sino el Espíritu que viene de Dios, que nos hace fuertes en la fe. No queramos, por defender nuestra vida, vivir con doblez: como hombres de fe en el templo, y como descreídos y cómplices de la maldad en el mundo. Si en verdad queremos no sólo arrodillarnos ante Dios en su templo, sino convertirnos en testigos del Señor y constructores de su Reino, aceptemos el compromiso que tenemos de vivir como sus enviados para impulsar el nacimiento de una humanidad que, día a día, se vaya renovando en Cristo.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la Gracia de poder vivir con lealtad nuestra fe, como colaboradores esforzados en la construcción de su Reino en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra existencia. Amén (www.homiliacatolica.com).

sábado, 17 de septiembre de 2011

Tiempo ordinario XXV, domingo (A): lo más importante en la vida no son nuestros méritos sino la humildad y el amor, el árbol de la vida es acogernos a

Tiempo ordinario XXV, domingo (A): lo más importante en la vida no son nuestros méritos sino la humildad y el amor, el árbol de la vida es acogernos al amor que Dios nos da, a su misericordia

Lectura del Profeta Isaías 55,6-9. Buscad al Señor mientras se le encuentra, / invocadlo mientras está cerca; / que el malvado abandone su camino, / y el criminal sus planes; / que regrese al Señor, y él tendrá piedad, / a nuestro Dios, que es rico en perdón.
Mis planes no son vuestros planes, / vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-. / Como el cielo es más alto que la tierra, / mis caminos son más altos que los vuestros, / mis planes, que vuestros planes.

SALMO RESPONSORIAL 144,2-3. 8-9. 17-18. R/. Cerca está el Señor de los que lo invocan.
Día tras día te bendeciré, Dios mío, / y alabaré tu nombre por siempre jamás. / Grande es el Señor y merece toda alabanza, / es incalculable su grandeza.
El Señor es clemente y misericordioso, / lento a la cólera y rico en piedad; / el Señor es bueno con todos, / es cariñoso con todas sus criaturas.
El Señor es justo en todos sus caminos, / es bondadoso en todas sus acciones; / cerca está el Señor de los que lo invocan, / de los que lo invocan sinceramente.

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses 1,20c-24.27a. Hermanos: Cristo será glorificado en mi cuerpo, sea por mi vida o por mi muerte. Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Pero si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero no sé qué escoger.
Me encuentro en esta alternativa: por un lado deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero por otro quedarme en esta vida, veo que es más necesario para vosotros.
Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 20,1-16. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: E1 Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.
Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: -Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: -¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: -Nadie nos ha contratado. El les dijo: -Id también vosotros a mi viña. Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: -Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: -Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. El replicó a uno de ellos: -Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.

Comentario. 1. Is 55. 6-9. El poeta que denominamos Isaías II (cap. 40-50), recibe la misión de ser el mensajero del consuelo para el pueblo desanimado del destierro. Sentirse en el destierro parece incompatible con transmitir el mensaje de consuelo y de esperanza: "Buscad al Señor", "invocadlo" (vv 6-7) es la solución, aunque el corazón esté árido, la palabra de Dios es siempre fructífera, como agua que cae sobre los campos (vv. 10 s.). Todo es fiarnos de la palabra de Dios (A. Gil Modrego).
2. Salmo 144. Jesús es "el hombre vuelto hacia Dios". El enviado del Padre. No tiene quereres personales: está sólo para hacer la voluntad del Padre. Jesús es la expresión viviente y la encarnación de esta ternura de Dios de que habla el salmo 144: el Señor está cerca de los que lo invocan. Estar cerca de Dios. La trascendencia define al hombre: "un ser que solamente puede realizarse en dependencia de Otro". Malraux afirma lo siguiente: "El problema principal para un agnóstico de nuestro tiempo es el siguiente: puede existir una comunión sin trascendencia, y si no, ¿sobre qué puede fundar el hombre sus valores supremos? ¿Sobre qué trascendencia no revelada puede fundar su comunión? Escucho de nuevo el murmullo que escuchaba hace poco: si es para suicidarse, ¿para qué ir a la luna?". Si lo más importante de la vida es que Dios nos ama y acoger este amor, nuestra labor más primordial será esta "apertura" a esa realidad. En este largo salmo del que leemos unos versículos hoy no hay peticiones: todo es alabanza y proclamar ese amor y misericordia divinos. Hay personas que dicen "amar" a otra persona, y de hecho sólo se aman a sí mismas: todo su lenguaje, todas sus actitudes, son únicamente para "aprovecharse" del otro y no para "servirlo"... "A menudo somos también con Dios interesados egoístas". Aunque decimos a Dios "hágase tu voluntad", de hecho estamos diciendo "que mi voluntad sea hecha". La recitación frecuente de este salmo podría enseñarnos a adoptar con más frecuencia hacia Dios un verdadero lenguaje de amor, orientado hacia El, y no orientado hacia nosotros. Dime si tu oración es "contemplación", "admiración", "mirada extasiada hacia Dios"... Y te diré si tú lo amas verdaderamente. Dime si aceptas "perder el tiempo" con El y te diré si tú lo amas verdaderamente. Dime si pasas todo el tiempo hablando o si tú dejas de hablar para escuchar, y te diré si tú lo amas a El (Noel Quesson).
Al llegar al v. 8 nuestra alabanza a Dios es con una fórmula tradicional: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad». La formulación más solemne que hay en toda la Escritura es la revelación que Dios hace de sí mismo a Moisés en la cima del Sinaí: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7a). Esta convicción fundamental, que se repetirá con diversas variantes a lo largo del Antiguo Testamento, llegará a su cima en la primera carta de Juan: «Dios es amor» (lJn 4,8). Un rasgo notable del salmo es su universalismo. No hace distinciones entre los fieles al tributar la alabanza a Dios. Tampoco hace distinciones al comprender que Dios lo es de todo el mundo y de todos los vivientes. No hay discriminación de destinatarios de los favores divinos, porque ama de corazón todo lo que ha creado, hombres y criaturas, y por tanto, sacia de favores a todos los que en él esperan. La alabanza no se circunscribe a un pueblo, ni a una ciudad, ni a un lugar, el templo. El Dios universal merece una alabanza universal.
El amor y perdón están en la base de todo: el Señor sostiene y endereza a los que se caen y se doblan, da la comida y sacia a todos los seres vivos, está cerca de los que lo invocan sinceramente, satisface los deseos de sus fieles y los salva, guarda a los que lo aman, destruye a los malvados. Es el Dios de cada día, el Dios de los humildes que lo invocan en las necesidades cotidianas.
La lectura cristiana de este salmo puede tener como trasfondo la plegaria de Jesús, el padrenuestro. Santificado sea tu Nombre..., venga a nosotros tu reino..., hágase tu voluntad..., danos hoy nuestro pan de cada día..., encontrar correspondencias en algunos expresiones de este salmo: bendeciré tu nombre por siempre jamás..., descubrimos en Jesucristo la realización de estas palabras de modo más perfecto en la oración que nos enseñó (Jordi Latorre). Así también lo recordaba Benedicto XVI: se pide el reinado de Dios: “Sabemos que esta simbología regia, que tendrá un carácter central también en la predicación de Cristo, es la expresión del proyecto salvífico de Dios: él no es indiferente a la historia humana, es más, tiene el deseo de actuar con nosotros y para nosotros un designio de armonía y de paz. Toda la humanidad está también convocada a cumplir este plan para obedecer a la voluntad salvífica divina, una voluntad que se extiende a todos los «hombres», a «toda generación» y a «todos los siglos». Una acción universal, que arranca el mal del mundo y entroniza la «gloria» del Señor, es decir, su presencia personal, eficaz y trascendente. Hacia el corazón de este salmo, que aparece precisamente en el centro de la composición, se dirige la alabanza orante del salmista, que se hace portavoz de todos los fieles y que hoy querría ser portavoz de todos nosotros. La oración bíblica más alta es, de hecho, la celebración de las obras de salvación que revelan el amor del Señor por sus criaturas. El Salmo continúa exaltando «el nombre» divino, es decir, su persona (Cf. versículos 1-2), que se manifiesta en su acción histórica: se habla de «obras», «maravillas», «prodigios», «potencia», «grandeza», «justicia», «paciencia», «misericordia», «gracia», «bondad» y «ternura».Es una especie de oración en forma de letanía que proclama la entrada de Dios en las vicisitudes humanas para llevar toda la realidad creada a una plenitud salvífica. No estamos a la merced de fuerzas oscuras, ni estamos solos con nuestra libertad, sino que hemos sido confiados a la acción del Señor poderoso y amoroso, que instaurará para nosotros un designio, un «reino» (v. 11). Este «reino» no consiste en el poder o el dominio, el triunfo o la opresión, como sucede por desgracia con frecuencia con los reinos terrenos, sino que es la sede de una manifestación de piedad, ternura, bondad, de gracia, de justicia, como confirma en varias ocasiones en los versículos que contienen la alabanza.
La síntesis de este retrato divino está en el versículo 8: el Señor es «lento a la cólera y rico en piedad». Son palabras que recuerdan la presentación que el mismo Dios había hecho de sí mismo en el Sinaí, donde dijo: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6). Tenemos aquí una preparación de la profesión de fe en Dios de san Juan, el apóstol, al decirnos simplemente que Él es amor: «Deus caritas est» (Cf. 1 Juan 4,8. 16). Además de fijarse en estas bellas palabras, que nos muestran a un Dios «lento a la cólera y rico en piedad», dispuesto siempre a perdonar y ayudar, nuestra atención se concentra también en el bellísimo versículo 9: «el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas». Una palabra que hay que meditar, una palabra de consuelo, una certeza que aporta a nuestra vida. En este sentido, san Pedro Crisólogo (380-450) se expresa con estas palabras…: «"Grandes son las obras del Señor": pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la Creación, este poder es superado por la grandeza de la misericordia. De hecho, habiendo dicho el profeta: "Grandes son las obras de Dios", en otro pasaje añade: "Su misericordia es superior a todas sus obras". La misericordia, hermanos, llena el cielo, llena la tierra… Por esto la grande, generosa, única misericordia de Cristo, que reservó todo juicio para un solo día, asignó todo el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia… Por eso confía totalmente en la misericordia el profeta, que no tenía confianza en la propia justicia: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa" (Salmo 50, 3)». Y nosotros decimos también al Señor: «Piedad de mí, Dios mío, pues grande es tu misericordia».
3. Flp 1. 20c-24/27ª. La carta a los cristianos de Filipos es, quizás, una de las más personales de Pablo. Probablemente es, en su versión actual, una composición de varios escritos dirigidos por Pablo a esa comunidad. Pero ello no impide que cierto talante general discurra por las distintas secciones del escrito. Y ese talante general es, desde luego, cristológico. En Flp puede observarse mejor que en otras cartas lo que supone Xto para la persona de Pablo. Aparecen en ella más frecuentemente los sentimientos del Apóstol respecto a su Señor. A lo mejor esto se debe a que las relaciones de Pablo con los Flp eran muy buenas, que la comunidad tenía una situación relativamente tranquila y que Pablo podía abrirles su espíritu.
La frase principal es la del v. 21: vivir es Xto. Todo el sentido y la realidad de la vida de Pablo está en Xto. Sentir definitivamente la unión con Xto que ya se tiene ahora mismo es para Pablo lo mejor. Pero está dispuesto a sacrificar ese gozo en bien de sus hermanos. Lo cual nos prueba lo importante que son los demás para Pablo, como deberían serlo para todos. Dos puntos básicos: amor a Xto y amor a los demás. A partir de ahí, lo que se quiera (Federico Pastor). Desde la cárcel, Pablo padece las llagas de Jesús en su propia carne (Gál 6,17) y tiene delante la muerte o la libertad. No sabe qué escoger. Pues si la muerte es el paso de la esperanza a la posesión de Cristo y de la fe a la visión cara a cara del Señor, su vida en el mundo puede ser todavía útil a la Iglesia. Pablo deja el asunto en las manos de Dios y acepta su voluntad en cualquier caso, pues todo contribuye tanto la vida como la muerte, para bien de los que se salvan. Lo importante es que los cristianos vivan dignamente y conformen su conducta a las enseñanzas del Señor (cf. Ef 4, 1; Col 1, 10; “Eucaristía 1987”). A través del amor podremos llegar a comprender y a desear con realismo vivir el estilo de vida que vive ya Jesús. Consciente del valor de su misión, rechaza el Apóstol eso que para él es mejor, como sería el salir condenado del juicio en el que está metido. No quiere abandonar a medio hacer lo que ha comenzado. Estamos tocando niveles hondos de evangelio. El que ha llegado a desprenderse de sí mismo hasta en lo referente a su propio camino espiritual, de tal modo que es capaz de sacrificarlo en favor de los demás está ya en la mejor actitud de fe, está ya comenzando a vivir la vida de verdad, aunque aún lo haga en la contradicción de esta vida. El cristiano es ciudadano del reino de los cielos (Ef 2, 19), cuyo Señor es Jesucristo salvador (Filp 3, 20) y cuya carta de actuación es el evangelio (“Eucaristía 1978”). Escoge lo que viene, sabiendo que viene de Dios. -Para mí la vida es Cristo… Cristo será manifestado "en mi cuerpo", "mi existencia". La consecuencia que Jesús quiso se dedujera de esta parábola está expresada en el v. 15. El agravio fundamental que acaba de hacerse al dueño de la viña (Dios) es su falta de "justicia".
4. Los trabajadores se quejan… Esta misma queja fue formulada por el hijo mayor al padre del hijo pródigo (Lc 15. 29-30), agravio de los "buenos" judíos a la audición de la doctrina de la retribución (Ez 18. 25-29), reproche de Jonás ante el perdón otorgado por Dios a Nínive, la ciudad pagana (Jon 4. 2). En cada uno de estos casos, los textos oponen la justicia de Dios, tal como los hombres la conciben, y su comportamiento misericordioso, no esperado por los hombres (Lc 15. 1-2). Cristo pretende dar a entender a los oyentes de su Palabra el comportamiento misericordioso de Dios, al margen de los cauces excesivamente estrechos y de las concepciones en que le darían cabida la visión humana de la justicia y los contratos bilaterales que rigen exclusivamente las relaciones entre los hombres (Maertens-Frisque). Si pensamos distinto, tendremos que cambiar nuestro modo de pensar… "Si vuestra justicia no sobrepasa la de los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos".
Para la comprensión de este texto es absolutamente indispensable tener en cuenta el contexto precedente. Al joven que quería saber lo que tendría que hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús le ha propuesto repartir sus posesiones entre los pobres y seguirle. Oída la propuesta, es Pedro una vez más quien pregunta: "Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte; ¿qué recibiremos por ello?" Respuesta de Jesús: "Todos los que hayan dejado esposa... por causa mía, recibirán la herencia de la vida eterna. Ahora bien, muchos que son primeros, serán últimos y muchos que son últimos, serán primeros". La respuesta va dirigida exclusivamente a los discípulos y tiene una doble vertiente: promesas y llamada de atención. Por haber dejado todo, los discípulos son primeros, pero pueden ser últimos. El texto de hoy empalma con esta respuesta de Jesús, explicando y dando razón a los discípulos de la llamada de atención que se les ha hecho. De ahí que, al final, se vuelva a repetir la inversión propuesta: "Así es como los últimos serán los primeros y los primeros los últimos" (v. 16). El sentido general del texto es, pues, el de hacer ver a los discípulos que ellos pueden ser los últimos. Centrándonos ya en el texto, éste es una parábola. Por estar dirigida a los discípulos no se trata de una parábola pura. El versículo final, en efecto, ofrece la pauta para su interpretación. La horas de contratación manejadas en la parábola son las siguientes: 6 de la mañana (amanecer, hora primera, prima), 9 (media mañana, hora tercera, tercia), 12 (mediodía, hora sexta), 3 de la tarde (media tarde, hora novena, nona), 5 de la tarde (caer de la tarde, hora undécima). Los judíos computaban las horas diurnas de 6 de la mañana a 6 de la tarde. El discípulo de Jesús es; está; todo lo experimenta como don; vive asombrado de lo que es; agradece ser discípulo el mayor tiempo posible, sin preocuparle "el peso del día y el bochorno"; no se entiende a sí mismo ni actúa desde lo que está mandado ni desde el raquitismo de la ley del mínimo esfuerzo. He aquí algunos de los rasgos que conforman la talla de persona del Reino de los Cielos (A. Benito). El problema de los primeros, de los de las 6 de la mañana, arranca precisamente de su justicia, de su obligación cumplida, de su prestación, de su cumplimiento. Todo esto lo vivencian como derecho adquirido, como exigencia, como superioridad. ¡Este es el problema! La novela de Bruce Marshall, "A cada uno un denario" podría ser un animado comentario al texto de hoy.
El centro de interés lo tenemos en el v. 15: "¿No puedo hacer lo que quiero de mis bienes? ¿O has de ver con mal ojo que yo sea bueno?", y también en la recompensa, que es igual para todos. La conclusión de la parábola es, pues, la siguiente: Dios obra como el dueño de la viña en cuestión, que, por su bondad, se compadeció de aquellos hombres e hizo que, sin merecerlo, también llegase a ellos un salario desproporcionado a su trabajo. Pura gracia del Señor. ¡Así es Dios, así de bueno con los hombres! La sentencia final de los últimos y los primeros se halla en la misma línea de la parábola: los primeros son, en este caso, los fariseos y, en general, el pueblo elegido, que se creía con peculiares privilegios ante Dios y con el derecho de pasarle la factura. Jesús, con la parábola en cuestión y la sentencia final, dio el golpe de gracia a este concepto de Dios y de su retribución. Porque el escándalo por el proceder de Dios no estaba justificado desde el terreno de la justicia. ¡Lo había provocado su bondad! Pero, ¿la bondad para con el prójimo justifica esta clase de escándalos? (Edic. Marova).
El Talmud de Jerusalén contiene un relato parecido en la forma a la parábola que hemos escuchado. Se trata del discurso funerario que pronuncia un rabino al sepultar a un joven maestro de 28 años. En él se cuenta cómo un rey contrató obreros para su viña y también pagó a todos lo mismo. Pero, ante las protestas, su contestación fue: éste ha trabajado en dos horas más que vosotros en todo el día. El joven rabino difunto había hecho más en 28 años que muchos doctores en cien. Se le premiaba la cantidad de trabajo que fue capaz de realizar en poco tiempo. La forma narrativa, como se ve, es bien similar, pero el fondo es muy distinto: mientras el discurso rabínico habla de mérito, la parábola de Jesús se refiere a la gracia. En el primer caso, la causa del premio está en el trabajo de quien lo recibe; en el segundo, en la bondad del que lo otorga. En alguna ocasión, la liturgia de la misa recoge en sus oraciones: no por nuestros méritos sino conforme a tu bondad. Nos cuesta entender que los caminos del Señor son distintos a los nuestros. Dios se presenta como un amo generoso que no funciona por rentabilidad, sino por amor gratuito e inmerecido. Esta es la buena noticia del evangelio. Pero nosotros insistimos en atribuirle el metro siempre injusto de nuestra humana justicia. En vez de parecernos a él intentamos que él se parezca a nosotros con salarios, tarifas, comisiones y porcentajes. Queremos comerciar con él y que nos pague puntualmente el tiempo que le dedicamos y que prácticamente se reduce al empleado en unos ritos sin compromiso y unas oraciones sin corazón. Con una mentalidad utilitarista, muy propia de nuestro tiempo, preguntamos: ¿Para qué sirve ir a misa, si Dios nos va a querer igual? Así evidenciamos que no hemos tenido la experiencia de que Dios nos quiere y no reaccionamos en consecuencia amándole también más por encima de leyes y medidas. Dios es gratuito. Nuestra tendencia farisea (para enfado de Pablo) surge exigiendo normas cuyo cumplimiento diferencie a los buenos de los malos. Vemos absurdo y hasta injusto ser queridos todos por igual. ¡A cada uno lo suyo!, decimos como quien da un argumento incontestable con tono de protesta sindical ante Dios. Tardamos en comprender que la traducción no es: "Paz a los hombres de buena voluntad", sino: "Paz a los hombres que Dios ama". Tampoco hay conexión entre culpa y desgracia. Olvidamos que la gracia ha sustituido a la ley. Necesitamos que existan los malos para podernos calificar de buenos. De esta forma, el amor al hermano se torna imposible (“Eucaristía 1990”).
“El hombre no puede pedirle cuentas a Dios. Pero esta verdad de que todo está comprendido dentro de la libre misericordia y de la incalculable disposición de Dios, es también una verdad que nos consuela y levanta, una verdad que nos libera de una opresión. Lo que Dios dispone, aquello sobre lo que no podemos entrar en cuentas ni pleitos con él, somos en último término nosotros mismos. Tal como somos: con nuestra vida, con nuestro temperamento, con nuestro destino, con nuestra circunstancia, con nuestras taras hereditarias, con nuestros parientes, con nuestra estirpe, con todo lo que concreta y claramente somos, sin que lo podamos cambiar. Y, si entramos a menudo en el coro y en el corro de los que murmuran, de los que apuntan con el dedo a otros, en que Dios lo ha hecho de otro modo, somos en el fondo de los que no quieren aceptarse a sí mismos de manos de Dios. Y ahora podría decir que la parábola nos dice que somos nosotros los que recibimos el denario, y los que, a la vez, somos el denario. Y es así que nos recibimos a nosotros mismos con nuestro destino, con nuestra libertad, desde luego, con lo que hacemos con esta libertad; pero, a la postre, lo que recibimos somos nosotros mismos. Y hemos de recibirlo, no sólo sin murmurar; no sólo sin protestar interiormente, sino con verdadero gusto, pues ello es lo que Dios nos da al mismo tiempo que nos dice: ¿Es que no puedo yo ser bueno? De ahí que la gran hazaña de nuestra vida sea aceptarnos como un regalo incomprendido, sólo lentamente descubierto, de la eterna bondad de Dios. Porque saber que todo lo que somos y tenemos, aún lo amargo e incomprendido, es don de la bondad de Dios; sobre la que no murmuramos, sino que la aceptamos, sabiendo que si lo hacemos -y aquí vamos, una vez más, más allá de la parábola- Dios mismo se nos da juntamente con su don, y que así se nos da todo lo que podemos recibir; he ahí la sabiduría y la gran hazaña de nuestra vida cristiana” (K. Rahner).
Siguiendo a Ireneo y Orígenes, los Padres de la Iglesia mostraron su interés por la función que desempeña el tiempo en esta historia. En los sucesivos envíos de obreros vieron las grandes etapas de la historia bíblica durante las cuales Dios llama a hombres que "cuiden -dice Orígenes- la viña del culto de Dios": una primera vez, con Adán, cuando la creación del mundo; una segunda, con Noé, cuando la conclusión de una alianza universal; una tercera, con Abrahán y los Patriarcas; una cuarta, con Moisés, a quien se comunica la Ley, y una quinta, que corresponde a la undécima hora, con JC. O vieron también los principales momentos de la vida humana: algunos son llamados a trabajar en los asuntos del Reino desde la infancia o la más temprana edad; otros, al salir de la adolescencia; otros, en la edad adulta; otros todavía a una "determinada edad"; y otros, por fin, y es lo equivalente a la hora undécima, acogiendo la palabra de Dios en el momento de la muerte... (Louis Monloubou). San Gregorio Magno interpreta las diversas horas de la llamada poniéndolas en relación con las edades de la vida: "Es posible aplicar la diversidad de las horas a las diversas edades del hombre. En esta interpretación nuestra, la mañana puede representar ciertamente la infancia. Después, la tercera hora se puede entender como la adolescencia: el sol sube hacia lo alto del cielo, es decir crece el ardor de la edad. La sexta hora es la juventud: el sol está como en el medio del cielo, esto es, en esta edad se refuerza la plenitud del vigor. La ancianidad representa la hora novena, porque como el sol declina desde lo alto de su eje, así comienza a perder esta edad el ardor de la juventud. La hora undécima es la edad de aquéllos muy avanzados en los años (...). Los obreros, por tanto, son llamados a la viña a distintas horas, como para indicar que a la vida santa uno es conducido durante la infancia, otro en la juventud, otro en la ancianidad y otro en la edad más avanzada".
Con la parábola Jesús también intenta justificar, frente a los fariseos celosos, su comportamiento, su familiaridad y su preferencia con los pecadores. Él no establece diferencias entre justos y pecadores, y por ello se sienten ofendidos los justos; él no parece reconocer su situación privilegiada delante de Dios. Y, además de la situación histórica, hemos llegado a la pretensión más profunda de Jesús: la de ser el revelador del Padre, la de señalar con su venida la llegada de una hora excepcional de gracia (Bruno Maggioni).
El hombre tiene tres necesidades fundamentales: amar y ser amado, trabajar (libertad para actuar) y comprender. Por poco que las analicemos veremos que el mensaje de Jesús responde a esas tres necesidades con una profundidad inusitada.
AMAR Y SER AMADO. Esta es la primera de las tres mencionadas necesidades. A nadie hay que recordársela; el amor es tema de novelas, de conflictos, de canciones, de historias de la vida real... Pero, ¿en verdad es posible un amor mayor que el de quien da su vida por los demás? Nadie considera más héroe a quien más se preocupa de sí mismo sino a quien más se entrega; y para reconocer esto no hace falta ser creyente. Por eso, ¿hay algo más profundo y auténticamente humano que dar la vida por los demás, si llega el caso? y ¿qué otra cosa nos propone el evangelio sino esa entrega radical, incondicional y absoluta? "Quien crea conservar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida, la ganará" (Mt 10,39).
TRABAJO/RECREACION: Que es necesario trabajar para ganarse la vida no es ninguna novedad. Pero si el trabajo lo vemos sólo desde esa perspectiva, lo más fácil es caer en la rutina, en la ambición (movidos por el afán de ganar más) o, como mucho, en un loable pero pobre perfeccionismo profesional. El cristiano, en cambio, es el hombre consciente de que su trabajo es tanto un servicio al prójimo como una colaboración con Dios en la tarea de re-crear el mundo, de llevarlo adelante hasta que alcance su meta de plenitud. Así, para unos el trabajo es una dura carga que envejece, envilece y embrutece, mientras que para otros, aun sin negar el carácter de dureza que muchos trabajos tienen, es una actividad que dignifica, que eleva a la categoría de colaboradores de Dios. ¿Cuál de las dos actitudes es más humanizadora? La respuesta es evidente. (Y no es obligado el tomar esta valoración del trabajo como una forma de opio para mantener situaciones y estructuras de opresión e injusticia; puede ser y puede no ser).
COMPRENDER. Esta es la más sutil de las tres necesidades fundamentales. Para muchos, hoy día, no hay más sentido a la vida que el de "vivirla lo mejor posible" (aquí lo de mejor equivale a más cómodo, más fácil, con menos complicaciones); pero, antes o después, todo el mundo termina por preguntarse no ya el sentido de algo puntual y concreto, sino el sentido global de la vida, para encajar en él todo lo demás. Al anhelo básico de todo hombre de no morir, Jesús responde no ya con una teoría sobre la inmortalidad sino con el hecho de la resurrección. Al interrogante más profundamente humano el cristianismo da una respuesta que va incluso más allá de las expectativas del hombre. Pero es la respuesta que permite comprender el sentido de la vida, no enajenando al hombre, sino recogiendo sus mejores aspiraciones y poniendo en ellas una semilla de eternidad.
Quizás ahora nos resulte más fácil comprender el evangelio de hoy. Es buena la justicia; es necesaria... para empezar. Pero no es la meta. La meta es la fraternidad, que supera y desborda con creces la justicia. El Jesús de este Evangelio puede parecernos injusto; pero en realidad está por encima de la justicia. La justicia es humana; pero la fraternidad lo es todavía más; la generosidad, la gratuidad, el compartir son cotas más altas, más humanas que la justicia. Así, aunque en muchos sitios hemos de trabajar sinceramente por conseguir que haya justicia, no debemos pararnos ahí; cuando hayamos alcanzado la justicia, tendremos que empezar a luchar por conseguir la fraternidad.
Un último apunte sobre el evangelio de hoy: Todavía son muchos los convencidos de que en esta vida estamos para hacer méritos, sumar puntos y ganarnos la felicidad eterna. Todavía son muchos los convencidos de que es el propio esfuerzo lo que justifica al hombre ante Dios. No vamos a negar que el hombre tiene que traducir su fe en obras, que no podemos admitir aquello de "peca mucho y cree más". Pero sí hemos de aceptar lo que nos insinúa Jesús: la salvación es un regalo de Dios; por tanto, ¿quiénes somos nosotros para pedirle cuentas y juzgar su obra? (L. Gracieta).
Tres domingos seguidos, tres parábolas que hablan de la viña (c. 19-23 de Mateo). A modo de resumen, podemos ver en acoger el amor divino y su misericordia lo que constituye la fuente de la vida, aquel árbol de la vida que desde el Génesis al Apocalipsis se muestra como el don divino por excelencia. Cuando Dios prohibió comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, era para protegernos, para no encerrarnos en nuestra limitación, querer controlar –como hoy vemos- nuestros méritos, porque el Señor quiere que podamos comer del Árbol de la Vida, porque quiere invitarnos a vivir y escoger el bien que de verdad nos llena. En la supremacía del yo empezó el demonio -que quiso hacerse Dios- a hacernos caer en la tentación: “seremos como dioses”, si desconfiamos de Dios jugamos a ser diosecillos. Y empezó el orgullo en el mundo. El Señor, en la vida pública, en el despojamiento de su divinidad, en su humillación -limitarse a la condición humana- llega a desaparecer como Dios, a mostrarse vulnerable y no arreglarlo todo de golpe, sino dejar que vayan pasando, despacio, las cosas: desde los nueve meses de gestación, treinta años de vida escondida, tres años de vida pública, no acabar Él la redención y dejarlo a nuestras manos… Nos ha enseñado el camino de la humildad, de la paciencia, se ha convertido en siervo para que nosotros sepamos con el corazón manso y humilde servir como Él a todos los hombres. San Agustín, comentando este ejemplo que el Señor nos ha dado -“aprended de mí, sed mansos y humildes de corazón-”- dice: “Si me preguntas qué se lo más esencial en la religión, en la doctrina de Cristo, té responderé: lo primero, la humildad; lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad.” El enemigo del amor es siempre la soberbia, es la pasión más mala; aquel espíritu de raciocinio, sin razón, que late en lo íntimo de nuestra alma y nos dice que nosotros estamos en lo cierto, y los demás equivocados, cosa que sólo con excepción es verdad (decía San Josemaría). Pues, pidámosle: ¡Señor! ayúdanos a entender este camino de la humildad. Y también acudimos a la Virgen: ¡Madre mía, Maria!, ayudamos a aprender esta virtud, a arrancar el orgullo y descubrir esta sabiduría: que la humildad es el condimento de todas las virtudes, y nos puede servir eficazmente, al abandonarsnos a la acción de la gracia: Hay que saber deshacerse, olvidarse de uno mismo, saber arder, hasta vaciarse del todo, hablaba San J. Escrivá de aquellos árboles altos y estirados que no sirven para nada y, en cambio -por oposición-, aquellos árboles bajos, frutales, cargados bien llenos de fruto, tanto que las ramas están por romperse y las han de aguantar con estacas, porque no toquen a tierra y no se pudra la fruta. ¡Están bien cargados!, ¡tienen mucho fruto! Así nosotros, aguantándonos unos con los otros, sintiéndonos débiles, necesitados de este espaldarazo, volamos pensar que el Señor nos acompaña en todo: en las dificultades, humillaciones…, el Señor, está a nuestro lado por este camino. A veces, con dolor: “A los que yo más quiero, no les consiento una falta”, parece que nos dice.
Abrir los ojos, descubrir qué es la humildad, es el camino seguro. “Quien duda de sus virtudes y declara las ajenas, ese tiene la humildad más tierna”. Es decir: sólo cuanto sabemos abrir los ojos, ver las cosas buenas de los otros, cuando no pensamo más: “lo mío está mejor hecho, está mejor dicho que lo de los otros”, y no queramos salir siempre con nuestra, a discutir, a dar nuestra opinión siempre; sólo cuando no esté ansioso de citarme a mí mismo, hablar mal de mí mismo para que se formen una idea buena de mí, o vamos con excusas cuando una cosa la hemos hecho mal… sentiremos que somos instrumentos de Dios. ¡Pidámoslo al Señor!, pues es la gran base de toda la vida cristiana. Dice un autor -del “prefacio de l’amor supremo”-, un libro de lectura espiritual, que la psicología moderna ha descubierto, como en la fuente de muchas dificultades mentales, de muchas angustias espirituales, también hay una insuficiente adaptación del individuo a la realidad. Pero, qué es nuestra realidad?: Nuestra incorporación en Cristo. Y esto nos trae a sentirnos Cristo, vivir esta realidad que, es la humildad; y aceptarnos a nosotros mismos con todas nuestras limitaciones, adaptarnos a los otros, y entonces, seremos comprensivos.
Y aceptaremos con gusto –como hemos visto en San Pablo- todas aquellas cosas que la Providencia de Dios permite en nuestra vida: que gane o pierda el equipo de fútbol que nos gusta, que gane o pierda el partido político de turno: los que ahora mandan, que quizás no nos gustan, lo que sea; aceptar todo lo que Dios permite. Pues esto es humildad, todo lo que la Providencia permita, aceptarlo con gusto: el trabajo, las cosas que pasan… San Joan de la Cruz, que hablaba de cosas “muy altas”, decía: “La virtud, no está en las aprensiones y sentimientos de Dios… (como todos los éxtasis y todas las visiones místicas)” y así, todas estas cosas “no valen tanto como el menor acto de humildad, el cual tiene efectos de la caridad”.
La humildad es muy necesaria para la caridad, y todo ello está como en síntesis en la Eucaristía. Trabajar humildemente como un burrito, sin querer gratificaciones ni ver los frutos del trabajo propio o apropiárselos, pensar en los demás con voluntad de servicio, sin envidia, como decía el místico: “Sólo tienen pena de que no sirven a Dios como éllos”. Y no buscan encumbrarse, con más ganas de decir los pecados y faltas que no las virtudes -que también se deben decir en la dirección espiritual-… Newman lo señalaba: “Deseo humillarme en todas las cosas y no responder a las malas palabras sino con el silencio. Conservar la paciencia cuando el sufrimiento se prolonga y, todo esto, por amor a Vos y a vuestra cruz, sabiendo que de esta manera mereceré las promesas de esta vida y la eterna”. La humildad se basa en el conocimiento propio; por esto nunca tenemos motivos para pensar mal de los otros. Es la felicidad de sentirse hijo de Dios, decía san Josemaría, señalando el nexo entre las dos caras de la moneda: humildad (en la cara humana) y filiación divina (la sobrenatural), pero la misma realidad, la base de la vida cristiana.
La humildad es la base de todas las virtudes -como la filiación divina-. Como aquel leproso que pensaba: “No son mejores mis ríos, como el Tigris y l’Èufrates, que no esta porquería que hay aquí, el Jordán?”, pues el profeta le dijo de lavarse allí. Un sirviente le sugirió hacerlo, ser humilde, y se curó. A veces, tenemos miedo del propósito sencillo y fácil, y hemos de ir a la dirección espiritual, y aceptar aquel propósito pequeño: -“¡Es que yo quiero que me digan cosas muy grandes!” –“No, ¿te han dicho que reces tres jaculatòries?”, pues…, esforcémonos a rezarlas. “Humildad”, saber que con estas cosas pequeñas, saldrán las grandes. Todos traemos adentro este deseo de salvación, como Santo Pere:”¡Señor, apártate de mí, que soy un pecador!”: humildad, es este sentido de bautizarnos, de lavar el pecado, de aceptar el don de Dios; y también proclamar actos de contrición cada día, de humillación, y la confesión. Y así, con la humildad, nos hacemos santos no por nuestros méritos, sino por acoger la misericordia divina. San Felipe Neri decía: “El santo no se excusa, porque así vamos teniendo la libertad de espíritu de que nos importe muy poco si hacen una injusticia o no, si hablan bien o mal de nosotros”. Las excusas son los ladrillos que se utilizan para construir un edificio de fracasos. La verdad se proclama sola, no hace falta excusarse.
Humildad también en nuestro apostolado: cuando sale una cosa bien, dar gracias a Dios, saber que el que da luz no somos nosotros, sino Dios a través nuestro. Cuando nos vienen a ver, nos vienen a preguntar, buscan al Señor, y estamos contentos, porque el Señor hace cosas grandes cuando nosotros nos dejamos; y no desear que nos consideren en algo pues toda la gloria la queremos para Él. Así, ¿qué más nos dará tener un cargo qué otro?, ¿cómo no nos vamos a alegrar, si otros tienen cualidades?, así, estaremos muy unidos –omnes cum Petro ad Iesum per Mariam: todos con el Papa a Jesús de la mano de la Virgen-, en este tiempo pidiendo por los trabajadores de la viña –vocaciones- y el ecumenismo, que haya “un solo rebaño y un único Pastor”. Pensar continuamente en la Iglesia, en los demás; y huir del personalismo, es decir del sentirnos imprescindibles, saber dejar las cosas.
“Porque vió la humildad de su esclava”… Así la Virgen nos enseña que la humildad auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes, que se sintetizan en la caridad. Es la sencillez, el encanto, la seducción de la modestia, que es poner los talentos propios no para hacernos ver, sino a disposición del Señor, de la caridad que es el don de si. En las películas vemos dar la vida, hasta “morir por amor”, “dar la vida hasta la muerte” por salvar la vida de otra persona; por la persona que se ama. Hasta derramar la sangre, como hizo Jesús. Jesús no buscó la muerte, buscó dar la vida. A veces, cuanto se habla de morir de amor, yo pienso: ¡debemos dar la vida!, no dar la muerte. Dar la vida hasta el último momento. Esto es lo que hace Jesús: darla hasta la muerte! No nos fijemos con la muerte, el morir; como san Pablo fijémonos en la vida, vivir para los demás, que es mucho más bonito: “vivir”, “dar la vida” sin dejarse llevar por sin simpatías humanas, sin susceptibilitat, así el corazón vacío de sí mismo, sostenido por el Amor divino, se manifiesta en detalles de atención, de cordialidad…

domingo, 14 de agosto de 2011

Tiempo ordinario XX, domingo (A): el amor y salvación de Dios hacia cada uno de nosotros es irrevocable, y universal: nadie es más que otros, lo que n

Tiempo ordinario XX, domingo (A): el amor y salvación de Dios hacia cada uno de nosotros es irrevocable, y universal: nadie es más que otros, lo que nos salva es ese amor divino y nuestra respuesta de fe



Lectura del Profeta Isaías 56,1. 6-7: Así dice el Señor: Guardad el derecho, practicad la justicia, que mi salvación está para llegar y se va a revelar mi victoria.

A los extranjeros que se han dado al Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, que guardan el sábado sin profanarlo y perseveran en mi alianza: los traeré a mi Monte Santo, los alegraré en mi casa de oración; aceptaré sobre mi altar sus holocaustos y sacrificios, porque mi casa es casa de oración y así la llamarán todos los pueblos.



Salmo 66,2-3.5.6.8 (R:4): R/. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

El Señor tenga piedad y nos bendiga, / ilumine su rostro sobre nosotros: / conozca la tierra tus caminos, / todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones, / porque riges la tierra con justicia, / riges los pueblos con rectitud / y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben. / Que Dios nos bendiga; que le teman / hasta los confines del orbe.



Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 11,13-15.29-32: Hermanos: A vosotros, gentiles, os digo: Mientras sea vuestro apóstol, haré honor a mi ministerio, por ver si despierto emulación en los de mi raza y salvo a alguno de ellos.

Si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su reintegración sino un volver de la muerte a la vida? Los dones y la llamada de Dios son irrevocables. Vosotros en otro tiempo, desobedecisteis a Dios; pero ahora, al desobedecer ellos, habéis obtenido misericordia. Así también ellos que ahora no obedecen, con ocasión de la misericordia obtenida por vosotros, alcanzarán misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos.



Evangelio según san Mateo 15, 21-28: En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: -«Ten compasión de mi, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle -«Atiéndela, que viene detrás gritando.» Él les contestó: -«Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.» Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: -«Señor, socórreme.» Él le contestó: -«No está bien echar a los perros el pan de los hijos.» Pero ella repuso: -«Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las mi-gajas que caen de la mesa de los amos.» Jesús le respondió: -«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.» En aquel momento quedó curada su hija.



Comentario: 1. Is 56.1.6-7. Comienza la tercera y última sección del libro de Isaías, con poemas posteriores al destierro, y se nos habla del derecho y la justicia -cumplimiento de la voluntad de Dios-, donde guardar el sábado no es tanto una "práctica" ritualista y externa sino una "actitud" de fidelidad a las exigencias fundamentales de la Alianza (vv. 2.4.6): practicar la justicia, proteger al desvalido... con esto amplia las condicones que la ley ponía de pertenencia al pueblo escogido. También para pertenecer a la comunidad de Jesús se requiere la libre adhesión de cada miembro a su persona, a sus exigencias evangélicas. Este debe ser el nuevo orden que Jesús instaura. Los ritos, ceremonias... pueden ser convenientes, útiles... pero nunca indispensables. El sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. Dios nos quiere felices, no esclavos sino libres pues como recuerda Jacques Philippe, la libertad va unida a la felicidad, y la “poderosa aspiración de libertad en el hombre contemporáneo, aun cuando contenga buena parte de engaño y a veces se lleve a cabo por caminos erróneos, siempre conserva algo de recto y noble. En efecto, el hombre no ha sido creado para ser esclavo, sino para dominar la Creación. Así lo dice el Génesis explícitamente. Nadie ha sido hecho para llevar una vida apagada, estrecha o constreñida a un espacio reducido, sino para vivir «a sus anchas». Por el simple hecho de haber sido creado a imagen de Dios, los espacios limitados le resultan insoportables y guarda en su interior una necesidad irreprimible de absoluto e infinito. Ahí reside su grandeza y, en ocasiones, su desgracia.

Por otro lado, el ser humano manifiesta tan gran ansia de libertad porque su aspiración fundamental es la aspiración a la felicidad, y porque comprende que no existe felicidad sin amor, ni amor sin libertad: y así es exactamente. El hombre ha sido creado por amor y para amar, y sólo puede hallar la felicidad amando y siendo amado. Como dice Santa Catalina de Siena, el hombre no sabría vivir sin amor. El alma no puede vivir sin amor; necesita siempre algo que amar, pues está hecha de amor y por amor la creé. El problema es que a veces ama al revés; se ama egoístamente a sí mismo y termina sintiéndose frustrado, porque sólo un amor auténtico es capaz de colmarlo.

Si es cierto que sólo el amor puede colmarlo, también lo es que no existe amor sin libertad: un amor que proceda de la coacción, del interés o de la simple satisfacción de una necesidad no merece ser llamado amor. El amor no se cobra ni se compra. El verdadero amor, y por lo tanto el amor dichoso, sólo existe entre personas que disponen libremente de ellas mismas para entregarse al otro.

Así es como se entiende la extraordinaria importancia de la libertad, que proporciona su valor al amor; y el amor constituye la condición para la felicidad. Es sin duda la intuición -incluso vaga- de esta verdad la que hace al hombre estimar la libertad, y nadie puede convencerlo de lo contrario”.

Pero ¿cómo acceder a esta libertad que permite el desarrollo del amor? Un problema actualmente grande es confundir libertad con autonomía, sin dependencia alguna. Nos muestra el profeta cómo el “sábado” es la dependencia de Dios, que nos hace ser nosotros mismos y por tanto libres. Aquí nos habla también de la libertad interior, que también vemos en la Iglesia: Nunca podemos decretar, como hacían los judíos, quiénes pertenecen o no a la comunidad cristiana. La Iglesia podrá decir que un miembro cumple o no con los requisitos exigidos por ella, e incluso podrá expulsarlo de su seno; pero nunca podrá afirmar que ese miembro es o no cristiano. La adhesión a Jesús es una actitud existencial y no un servicio cultural. Lo importante es tomarse a Jesús en serio y tratar de imitarlo siguiendo sus caminos. ¡Jesús no excomulga a nadie que intente ser auténtico en su conducta! (A. Modrego).

2. El Salmo 66 canta la piedad y bendición de Dios, que se harán realidad plenamente en Cristo. "Que su rostro aparezca ante nosotros". El "rostro" de Dios, luminoso: La sonrisa de Dios a la humanidad. Jesús, en su encarnación, ¿no fue acaso la respuesta inaudita a esta oración? El Dios invisible, el Dios "sin rostro", se hizo visible a nuestros ojos en el rostro humano de Cristo. “Ilumine su rostro sobre nosotros”, y Agustín desarrolla su plegaria "cristiana" con estas palabras: "Ya que nos grabaste tu imagen, ya que nos hiciste a tu imagen y semejanza, tu moneda, ilumina tu imagen en nosotros, de manera que no quede oscurecida. Envía un rayo de tu sabiduría para que disipe nuestras tinieblas y brille tu imagen en nosotros ... Aparezca tu Rostro, y si -por mi culpa-, estuviese un tanto deformado, sea reformado por ti, aquello que Tú has formado".

¡"Que los pueblos te aclamen oh Dios, que te aclamen todos los pueblos"!, también es una realidad plena cuando Jesús proclama: "Id por todo el mundo: haced discípulos míos entre todas las gentes"... entonces sí hay este "universalismo" de Israel. "¡Jesús debió recitar este salmo con gran fervor!". "Que venga tu reino universal, que se haga tu voluntad".

"Tu camino será conocido sobre la tierra". Jesús se llamó a sí mismo el "camino". "Yo soy el camino, la verdad, la vida".

"Tu salvación será conocida entre todas las naciones". Esta salvación la trajo Él, Jesús. Recitando este salmo, Cristo oró por su propia misión en el plan del Padre: "He venido, no para condenar sino para salvar". "Tú conduces las naciones sobre la tierra". Conducir, guiar, papel divino. Jesús reivindicó explícitamente este papel, presentándose como el "buen pastor" que conduce sus ovejas hacia las fuentes de agua viva.

La tierra entera... El mundo entero... Todos los pueblos... Todos los hombres. Esta visión amplia, cósmica, mundial, es muy moderna. Nunca como hoy se han traspasado las fronteras que separan los pueblos. Entramos cada vez más en la era de los viajes al exterior. El mundo entero llega a nuestra casa por la televisión. La manera de vivir de otros pueblos, sus problemas se aproximan a nosotros. Al mismo tiempo se acentúan los sueños de paz universal y definitiva. ¡"Que las naciones se alegren, que canten"! Al hacer esta oración hoy, no podemos encerrarnos en nuestros pequeños universos particularistas o nacionalistas estrechos... Al contrario, este salmo contribuye a ampliar nuestros horizontes. Teilhard de Chardin hablaba de "la Misa sobre el mundo". Admiremos la amplitud de esta "eucaristía". El sol ilumina, allá, la franja extrema del primer oriente. Una vez más, bajo el mantel móvil de sus fuegos, la superficie viviente de la tierra despierta, vibra y reinicia su aterradora labor. Pondré en mi patena, oh Dios mío, la cosecha esperada de este nuevo esfuerzo. Echaré en mi cáliz la savia de todos los frutos que serán triturados hoy"...

Dios nos bendice en los caminos de la tierra. Ha habido en ciertas épocas de la historia de la Iglesia una tentación de espiritualismo desencarnado, un desprecio de las cosas de aquí abajo, un cierto pesimismo ante los alimentos terrestres, considerados como impuros. No se trata de caer en el exceso inverso que idolatra los "bienes de la tierra". Jesús trató de "loco" al hombre que amplió sus graneros al tener una cosecha excepcional... No precisamente por el éxito, sino porque se olvidó de pensar en "su alma". ¡Sí, es verdad! Los placeres terrestres son frágiles, no pueden saciar totalmente el "hambre" y la "sed" del hombre. La verdadera actitud cristiana es la del hombre que se da sin medida al éxito de la "creación": recoger una hermosa cosecha, llevar a feliz término una empresa, terminar bien un trabajo, hacer evolucionar las situaciones, educar a un hombre o una mujer... Esto es un "don de Dios": "Dios, nuestro Dios, nos ha bendecido". ¡Hay que hacer una espiritualidad del fracaso, cuando llegue! pero es más urgente hacer una espiritualidad de la "cosecha": "He aquí el pan, fruto del trabajo del hombre y de la tierra, te lo presentamos, él se convertirá en tu cuerpo".

Que las naciones se alegren, que canten. ¡La búsqueda de la felicidad, de la fiesta. Atreverse a orar así! Atreverse a pedir a Dios no solamente que cese el dolor, sino que aumente la felicidad y la alegría. Y si nosotros oramos para que los pueblos estén "alegres" y "canten"... ¿Cómo podemos tener caras aburridas? La alegría es el gran secreto del cristiano (Chesterton). Un santo triste es un triste santo. Hagamos a aquellos que viven con nosotros la primera caridad, la caridad de la alegría y de la sonrisa.

La oración del tiempo de cosecha: oración de otoño: La vejez no es un tiempo fácil de vivir. Un poeta habló de esta edad que "siente la decadencia de las cosas perecederas". Este salmo sugiere que nada se acaba. El otoño es una estación nostálgica, es cierto. Pero todo continúa, en las cosechas que se guardan en el granero: todo lo que ha habido de trabajo, de amor, de sacrificio, de don de sí en una vida... "Está guardado en Dios" mejor que en ningún granero. Lo que ha hecho un anciano en su vida, los granos que ha cosechado, servirán para próximas siembras. Para quien cree en Dios, nada se acaba (Noel Quesson).

Esa es mi plegaria, Señor. Sencilla y directa en tu presencia y en medio de la gente con quien vivo. Bendíceme, para que los que me conocen vean tu mano en mí. Hazme feliz, para que al verme feliz se acerquen a mí todos los que buscan la felicidad y te encuentren a ti, que eres la causa de mi felicidad. Muestra tu poder y tu amor en mi vida, para que los que la vean de cerca puedan verte a ti y alabarte a ti en mí.

Mira, Señor, los seres que viven a mi alrededor adoran cada uno a su dios, y algunos a ninguno. Cada cual espera de sus creencias y de sus ritos las bendiciones celestiales que han de traer la felicidad a su vida como prenda de la felicidad eterna que le espera luego. Valoran, no sin cierta lógica, la verdad de su religión según la paz y alegría que proporciona a sus seguidores. Con ese criterio vienen a medir la paz y alegría de que yo, humilde pero realmente, disfruto, y que declaro abiertamente que me vienen de ti, Señor. Es decir, que te juzgan a ti según lo que ven en mí, por absurdo que parezca; y por eso lo único que te pido es que me bendigas a mí para que la gente a mi alrededor piense bien de ti.

Eso era lo que ocurría en Israel. Cada pueblo a su alrededor tenía un dios distinto, y cada uno esperaba de su dios que su bendición fuera superior a la de los dioses de sus vecinos y, en concreto, que le bendijera con una cosecha mejor que la de los pueblos circundantes. Israel te pedía que le dieses la mejor cosecha de toda la región, para demostrar que tú eras el mejor Dios del cielo, el único Dios verdadero. Y lo mismo te pido yo ahora. Dame una cosecha evidente de virtudes y justicia y paz y felicidad, para que todos los que me rodean vean tu poder y adoren tu majestad.

«El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros: conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación». Quiero que todo el mundo te alabe, Señor, y por eso te pido que me bendigas. Si yo fuera un ermitaño en una cueva, podrías hacerme a un lado; pero soy un cristiano en medio de una sociedad de hecho pagana. Soy tu representante, tu embajador aquí abajo. Llevo tu nombre y estoy en tu lugar. Tu reputación, por lo que a esta gente se refiere, depende de mí. Eso me da derecho a pedir con urgencia, ya que no con mérito alguno, que bendigas mi vida y dirijas mi conducta frente a todos éstos que quieren juzgarte a ti por lo que ven en mí, y tu santidad por mi virtud.

Bendíceme, Señor, bendice a tu pueblo, bendice a tu Iglesia; danos a todos los que invocamos tu nombre una cosecha abundante de santidad profunda y servicio generoso, para que todos puedan ver nuestras obras y te alaben por ellas. Haz que vuelvan a ser verdes, Señor, los campos de tu Iglesia para gloria de tu nombre (Carlos Vallés).

“Todos los pueblos alaben a Dios”… y comenta Juan Pablo II algo que enlaza con cuanto se ha dicho en la primera lectura, de hecho –aún cuanto se trata de un comentario de la liturgia de las horas- es en la Misa cuando vemos que el salmo explica lo que se ha dicho en el profeta Isaías; por esto pienso que la mejor manera de interpretar la Biblia es en el uso que le da la liturgia, en su interrelación entre un lectura y otra: “Acaba de resonar la voz del antiguo salmista, que ha elevado al Señor un canto jubiloso de acción de gracias. Es un texto breve y esencial, pero que se abre a un inmenso horizonte, hasta abarcar idealmente a todos los pueblos de la tierra.

Esta apertura universalista refleja probablemente el espíritu profético de la época sucesiva al destierro babilónico, cuando se deseaba que incluso los extranjeros fueran llevados por Dios al monte santo para ser colmados de gozo. Sus sacrificios y holocaustos serían gratos, porque el templo del Señor se convertiría en "casa de oración para todos los pueblos" (Is 56, 7).

También en nuestro salmo, el número 66, el coro universal de las naciones es invitado a unirse a la alabanza que Israel eleva en el templo de Sión. En efecto, se repite dos veces esta antífona: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben" (vv. 4 y 6).

Incluso los que no pertenecen a la comunidad elegida por Dios reciben de él una vocación: en efecto, están llamados a conocer el "camino" revelado a Israel. El "camino" es el plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en cuya realización se ven implicados también los paganos, invitados a escuchar la voz de Yahveh (cf. v. 3). Como resultado de esta escucha obediente temen al Señor "hasta los confines del orbe" (v. 8), expresión que no evoca el miedo, sino más bien el respeto, impregnado de adoración, del misterio trascendente y glorioso de Dios.

Al inicio y en la parte final del Salmo se expresa el deseo insistente de la bendición divina: "El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros (...). Nos bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga" (vv. 2. 7-8).

Es fácil percibir en estas palabras el eco de la famosa bendición sacerdotal que Moisés enseñó, en nombre de Dios, a Aarón y a los descendientes de la tribu sacerdotal: "El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24-26).

Pues bien, según el salmista, esta bendición derramada sobre Israel será como una semilla de gracia y salvación que se plantará en el terreno del mundo entero y de la historia, dispuesta a brotar y a convertirse en un árbol frondoso.

El pensamiento va también a la promesa hecha por el Señor a Abraham en el día de su elección: "De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una bendición. (...) Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 2-3)...

La composición ofrece, por tanto, una perspectiva universal y misionera, tras las huellas de la promesa divina hecha a Abraham «Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Génesis 12, 3; Cf. 18, 18; 28, 14).

La bendición divina pedida por Israel se manifiesta concretamente en la fertilidad de los campos y en la fecundidad, es decir, en el don de la vida. Por ello, el Salmo se abre con un versículo (Cf. Salmo 66, 2), que hace referencia a la famosa bendición sacerdotal del Libro de los Números: «El Señor te bendiga y te guarde; ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Números 6, 24-26)…

Gracias a la bendición implorada por Israel, toda la humanidad podrá experimentar «la vida» y «la salvación» del Señor (cf. v.3), es decir, su proyecto salvífico. A todas las culturas y a todas las sociedades se les revela que Dios juzga y gobierna a los pueblos y a las naciones de todas las partes de la tierra, guiando a cada uno hacia horizontes de justicia y paz (Cf. v. 5).

Esta será también la proclamación cristiana que delineará san Pablo al recordar que la salvación de todos los pueblos es el centro del «misterio», es decir, del designio salvífico divino: «los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (Efesios 3, 6).

Ahora Israel puede pedir a Dios que todas las naciones participen en su alabanza; será un coro universal: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben», se repite en el Salmo (cf. 4.6).

El auspicio del Salmo precede al acontecimiento descrito por la Carta a los Efesios, cuando parece hacer alusión al muro que en el templo de Jerusalén separaba a los judíos de los paganos: «En Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad... Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (2,13-14.19).

Hay aquí un mensaje para nosotros: tenemos que abatir los muros de las divisiones, de la hostilidad y del odio, para que la familia de los hijos de Dios se vuelva a encontrar en armonía en la única mesa, para bendecir y alabar al Creador para los dones que él imparte a todos, sin distinción (Cf. Mateo 5, 43-48)”.

3. Rm 11, 13-15. 29-32: Pablo no pierde de vista a su pueblo: el judío. Su conversión sería para los judíos un paso de muerte a vida (sentido bautismal). Por la aceptación de Cristo, entrarán en posesión de la nueva vida.

-"Los dones y la llamada de Dios son irrevocables": La elección de Israel es algo irrevocable. Por el hecho de su "no" a Cristo, Dios no ha retirado su elección. Simplemente, ahora, judíos y gentiles están en un mismo plano. Los gentiles eran desobedientes, porque no creían en Dios; ahora los judíos también lo son porque no han descubierto su revelación en Cristo. Resultado: "Dios nos encerró a todos en desobediencia". Dios se ha servido de esta infidelidad general para manifestar a todos su misericordia, revelando así su ser de amor (J. Naspleda). Comentaba un joven sacerdote a otro mayor: ¿por qué cuesta tanto la entrega al Señor? Y éste le contestó: porque sólo se entregan las ovejas cuando el pastor da su vida por ellas. Jesús lo ha hecho, pero a Jesús no se le ve, nos ven a nosotros… y nos cuesta sentir como Jesús, y hacer lo que él hizo…Ahora, al ver cómo Pablo habla con tanto afecto de los judíos, pensemos cómo durante tanto tiempo muchos cristianos los tenían por un pueblo maldito. Olvidamos a veces que toda nuestra esperanza se apoya en esta fidelidad de Dios a sus promesas, y no tanto en nuestros méritos ni en nuestra correspondencia. Nuestro Dios es un Dios fiel, y por eso es misericordioso y acogedor (J. Totosaus).

La Iglesia es el nuevo Israel, puesto que es el punto de realización de las promesas y del ejercicio de los privilegios espirituales del pueblo elegido. Ahora bien: esa Iglesia está constituida por antiguos paganos: los judíos no constituyen dentro de ella más que una reducida minoría, un pequeñísimo "resto" (Rm 11. 4-5; cf. 9. 27-29). El patrimonio de Israel es, pues, ahora de la Iglesia, pero ¿por qué han de gozar de él los cristianos sin los judíos? El pueblo judío sigue siendo objeto de la promesa, incluso en la ruptura, porque Dios mismo sigue estando presente. La ruptura actual no es una caída, sino un paso en falso (v. 11). Por tanto, el pueblo elegido tiene, incluso fuera de la Iglesia, una razón de ser, un contenido positivo. Cuando Israel se convierta a Cristo aportará a esa conversión una cualidad que el pagano no podría aportar: recibirá, en efecto, la plenitud de Cristo como culminación de una historia que él ha sido el único en vivir; verificará, mejor que otro cualquiera, cómo la salvación es un don de la misericordia de Dios. Nacido de una iniciativa de amor, Israel es un pueblo perseguido por ese amor hasta en su repulsa; continúa viviendo de la fidelidad de Dios a su Palabra. Ojalá pueda el cristiano preparar la vuelta de Israel y el cumplimiento de lo que es preparándole una Iglesia digna de recibirle en su seno, es decir, que no busque su fuerza más que en la iniciativa de Dios (Maertens-Frisque).

Después de largos y complicados argumentos en estos capítulos sobre Israel en la historia de la salvación, Pablo va llegando hacia el final. La argumentación puede parecer poco interesante, pero basta ver cómo hay ahí una de las claves de que Israel sea paradigmático: la irrevocabilidad del plan de Dios (v. 29). Esto vale de Israel, pero no se ve porqué no ha de valer de otros.

Israel no ha respondido a los ofrecimientos divinos, pero no por eso ha sido rechazado por Dios. Lo mismo el hombre pecador. Es decir, cada uno: haga lo que haga, Dios me ama igual, no me desprecia. Dios no es como los hombres. No se le pueden atribuir sentimientos de venganza o castigo humanos, de represalias. Dios es Dios para siempre respecto al hombre.

No se puede hacer depender la acción de Dios de la acción o respuesta humana. No es una reacción a provocaciones. hay que darle el auténtico lugar y creer verdaderamente en el Dios salvador y no en un ídolo a la manera humana, como normalmente imaginamos a Dios.

En este argumento vemos también que nadie es más que nadie. Tendemos a mostrar nuestros méritos, poder adquirido por dinero o conocimientos (curriculum), o incluso por estirpe… Nadie es más que nadie… ni los judíos por tener una historia de relaciones con Dios, ni los paganos que han entrado a sustituir a Israel en la historia de salvación cuando este pueblo ha dejado su sitio vacío. Ni se puede uno enorgullecer de su suerte ni presumir, ni mucho menos despreciar farisaicamente a quienes aparecen menos buenos por las razones que sean.

Pero, ¿y la mediación humana en la historia de la salvación? Pues “Dios, que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti”, dirá S. Agustín: y es que necesitamos acoger el amor que Dios nos brinda, dejarnos querer por Dios, que como hemos ido repitiendo en sucesivos comentarios es siempre lo fundamental de nuestra vida cristiana, y de ahí nace toda correspondencia fiel de verdad, incluso los pecados sirven entonces... Por medio de Israel, de su papel positivo y de su propio fallo a aceptar el plan de Dios, llega la salvación al mundo. También ahora llega a unos por medio de otros, no sólo de las acciones positivas, sino de las negativas.

Acaba la lectura de hoy con que Dios tendrá “misericordia de todos”, clave de todo Amor de Dios definitivo. Aun sin respuesta humana a los beneficios de Dios, éste no se arrepiente y se aleja. La desobediencia, la falta de méritos, el propio pecado en sí, no son obstáculos definitivos a la acción de Dios. Sólo la cerrazón definitiva, la soberbia total. Y aún así Dios sabrá encontrar el camino para llegar al hombre. Encerró al mundo en la desobediencia, en el pecado, o sea, dejó que el mundo se encerrase en esa situación, pero de ahí sacó una nueva forma de salvación. Porque la misericordia de Dios es salvación.

El ejemplo de Israel es prototípico para el hombre, la iglesia y la historia. Sólo es necesario ver los puntos en que Pablo insiste en esta situación y aplicarlos a la nuestra (F. Pastor). La historia de la salvación es el triunfo de la misericordia de Dios sobre el pecado de los hombres: de los judíos y de los gentiles; pero no hay entre ellos diferencia; unos y otros han desobedecido. Y si ahora la desobediencia de los judíos es ocasión para la obediencia de los gentiles, hay que esperar que al fin también vuelva a la obediencia el pueblo que ahora rechaza el evangelio. Donde abundó el pecado, sobreabundará la gracia. Porque Dios ha querido encerrarnos a todos en una misma desobediencia para tener de todos una misma misericordia. La triste realidad del pecado humano tiene que servir para manifestar mejor la libertad y la gloria de la gracia de Dios (“Eucaristía 1987”).

El pensamiento de Pablo es profundo: no envanecerse de posesión de Dios… Si desprecias a los demás, estás demostrando que también tú te has apropiado indebidamente el don de Dios. «Mantenerse por la fe» equivale a «conservarse en la benevolencia», entender que sólo la benevolencia de Dios te ha podido salvar significa hacer de la benevolencia el principio orientador de toda la vida. Pablo da otra razón: los judíos son por naturaleza (la frase es del propio Pablo) el olivo sano, y tú eres el olivo silvestre. Con eso no se niega la libertad de Dios para crearse un nuevo pueblo ni la posibilidad de pecar por parte del hombre. Se afirma con fuerza inigualable el firme propósito de Dios de continuar dando la gracia donde la ha dado una vez: de no abandonarnos si no lo abandonamos y de buscarnos si lo hemos abandonado.

Se afirma, pues, el carácter perpetuamente sagrado (a semejanza del «carácter» sacramental) del pueblo que ha sido portador de la elección de Dios: Tú eres una rama injertada; "no sostienes tú a la raíz, sino que la raíz te sostiene a ti" (J. Sánchez Bosch).

¿Cómo aplicarlo también a los que dicen que no creen? La libertad va ligada a la respuesta y dependencia de Dios, y no podemos dejar de plantearnos las preguntas importantes de la vida. No hacer como aquel que pregunta a otro: -¿crees que en el mundo de hoy es peor la ignorancia de la gente o su indiferencia? Y contesta su amigo: -Ni lo sé ni me importa. Aportamos otra cita de J. Philips: “Si la libertad parece constituir un dominio común del cristianismo y la cultura moderna, quizá es también el punto en el que discrepan de forma más radical. Para el hombre moderno ser libre a menudo significa poder desembarazarse de toda atadura y autoridad: «Ni Dios ni amo». En el cristianismo, por el contrario, la libertad sólo se puede hallar mediante la sumisión a Dios, esa obediencia de la fe de que habla San Pablo. La auténtica libertad es menos una conquista del hombre que un don gratuito de Dios, un fruto del Espíritu Santo recibido en la medida en que nos situemos en una amorosa dependencia frente a nuestro Creador y Salvador. Es aquí donde se pone más plenamente de manifiesto la paradoja evangélica: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”, o dicho de otro modo: quien quiera a toda costa preservar y defender la libertad la perderá; pero quien acepte «perderla» devolviéndola confiadamente a las manos de Dios, la salvará. Le será restituida infinitamente más hermosa y profunda, como un regalo maravilloso de la ternura divina”. Nuestra libertad “es proporcional al amor y a la confianza filial que nos unan a nuestro Padre del cielo. Para alentarnos contamos con el ejemplo vivo de los santos, que se han entregado a Dios sin reservas, no deseando hacer más que Su voluntad, y que en recompensa han ido recibiendo progresivamente el sentimiento de gozar de una inmensa libertad que nada en este mundo puede arrebatarles, y en consecuencia una intensa felicidad”.

4. Mt 15. 21-28 (paralelo: Mc 7, 24-30). Aprendamos a admirarnos de la fe de los de fuera, de la gente sencilla, como hace Jesús. Y aprendamos a confiar en los movimientos sinceros de nuestro corazón. Es una oración de petición que arranca de una fe profunda en que Dios, en este caso Jesús, puede hacer lo que se le pide, y de una confianza ilimitada en que lo hará. La fe es el distintivo esencial del cristiano. Una fe que recibe lo que quiere, porque lo que quiere es la voluntad de Dios. La "lucha" que esta mujer mantiene con Jesús, que la rechaza una y otra vez, resulta paradigmática. Está en la línea de lo mandado por Jesús: "pedid... buscad... llamad..." Esto es lo que define sustantivamente al hombre. De ahí la necesidad de "luchar" con Dios en el terreno de una oración perseverante. La cananea obtuvo lo que pedía porque se mantuvo en esa actitud de esencial pobreza. Ante ella aparece la palabra de Dios: "...recibiréis, ...hallaréis, ...se os abrirá" (7. 7). Tres aspectos que definen a Dios (como los tres anteriores habían definido al hombre). Dios y el hombre puestos frente a frente y haciendo cada uno lo que le es propio (Edic. Marova).

El texto está lleno de sorpresas. Una extranjera da a Jesús el título típicamente judío de hijo de David. Con este título ha introducido Mateo la ascendencia de Jesús (Mt. 1,1). El título resuena cuando Mateo acaba de presentar a Jesús saliendo de territorio judío tras el cuestionamiento de algo tan esencial y sagrado para los judíos como es el comportamiento en consonancia con la tradición (ver Mt. 15, 1-20).

Las sorpresas continúan con el silencio de Jesús primero y su respuesta después a la demanda de los discípulos. Esta respuesta, que se encuentra en el v. 24, es repetición del mandato de Jesús a los doce de ir en busca de las ovejas perdidas de Israel. Leída después de la escena anterior sobre la tradición, la respuesta es, cuanto menos, sorprendente.

Una tercera sorpresa es la presentación de la mujer en el v. 25 con el gesto típico judío de adoración a Dios, gesto característico en el evangelio de Mateo para expresar la actitud creyente ante Jesús.

La cuarta sorpresa es la respuesta de Jesús a la mujer. "No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perros".

Jesús hace suyo el afrentoso y despreciativo apelativo de perros, que los judíos aplicaban a los paganos. ¿Lo hace suyo aceptándolo o ironizándolo? La frase la escuchamos fuera del territorio judío, donde Jesús se encuentra tras su cuestionamiento de la tradición judía.

La quinta y última sorpresa es la reacción de la mujer pagana, que no aspira a suplantar, sino sencillamente a participar.

Todo este conjunto de sorpresas, especialmente elaboradas por Mateo, no parecen tener otra función que la de preparar y resaltar la frase final de Jesús. "¡Qué grande es tu fe, mujer!" Es la frase que el lector de Mateo presentía y esperaba. Ella ratifica la caída del muro de separación entre judíos y paganos (que hemos comentado en las lecturas anteriores). Un mundo religioso cerrado en sí mismo queda aquí superado y derrumbado; surge otro de todos y para todos.

-Comentario. Es difícil encontrar en cualquiera de los cuatro evangelios una imagen de Jesús tan judía como la que nos ofrece Mateo en este texto. La lógica de la encarnación está aquí llevada al máximo de identificación con la historia concreta de unas gentes. Paralelamente es difícil encontrar otro texto como éste en el que la quiebra de esa historia concreta sea tan clamorosa. Mateo lo ha conseguido con una imagen de mujer sencillamente asombrosa.

Ella, que no es miembro del Pueblo de Dios (es de la tierra que hoy llamamos Líbano), encarna el ideal de lo que debe ser un miembro del Pueblo de Dios.

La consecuencia es lo arriesgado del manejo de conceptos y términos tales como Pueblo de Dios e Iglesia, porque ni están todos los que son ni son todos los que están. Pasaba ayer y pasa hoy.

Pablo ya nos lo dijo en un texto anterior al que leemos hoy: "Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan" (Rom. 10, 12). También lo dijo en otros lugares: "Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios... Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno" (Gál. 26, 28; cf. A. Benito). Mateo parece ironizar con las bromas de su época: ¿quiénes son los perros y quiénes los amos? Mejor aún: ¿tiene sentido seguir hablando de perros y de amos? La paradoja está servida. Un texto vigoroso por sus contrastes y desarrollo imprevisto, por su lenguaje nada atenuado: pone el dedo en la llaga por el procedimiento del absurdo. Detrás de la defensa apasionada de la Ley de Dios y de la tradición por parte de los pastores se esconde, entre otras cosas, una infravaloración de las personas. “Mujer, qué grande es tu fe”. Esta frase rompe los esquemas religiosos hasta ahora vigentes en el Pueblo de Dios. Nacionalidad, condición social y sexo quedan eliminados como factores determinantes de pertenencia al Pueblo de Dios (cf. Jn 1,12-13). La elección misma de una mujer para protagonista del relato es un hecho en sí mismo significativo. Si alguien no tenía voz en el interior del Pueblo de Dios, eran precisamente las mujeres. Eligiendo a una mujer primero, extranjera después, y cananea por último, Mateo acaba con todos los esquemas hasta entonces vigentes. No olvidamos nunca que, en el contexto de Mateo, esta fe significa la relativización de la ley y de la tradición, importantes y necesarias, por supuesto, pero nunca prioritarias ni con valor de absolutos. Olvidar esta relativización tiene el riesgo, entre otros, de reducir la fe en Jesús a un pietismo personal: a partir de ahora lo que determina la pertenencia al Pueblo de Dios es la fe en Jesús, la adhesión a su persona (A. Benito).