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jueves, 29 de diciembre de 2011

LA SAGRADA FAMILIA, ciclo B: Dios inaugura en Jesús una familia, no hecha de la biología sino del Espíritu: la Sagrada Familia es la cuna de la Iglesi

LA SAGRADA FAMILIA, ciclo B: Dios inaugura en Jesús una familia, no hecha de la biología sino del Espíritu: la Sagrada Familia es la cuna de la Iglesia, y a esta familia pertenecemos.
Lectura del libro del Eclesiástico 3,3-7. 14-17a.: Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre la prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos, y cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor le escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones, mientras viva; aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo abochornes, mientras seas fuerte. La piedad para con tu padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados; el día del peligro se te recordará y se desharán tus pecadoscomo la escarcha bajo el calor.
Salmo 127,1-2.3,4-5: R/. ¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos!
¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos! / Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. / Tu mujer, como parra fecunda, / en medio de tu casa; / tus hijos, como renuevos de olivo, / alrededor de tu mesa. / Esta es la bendición del hombre / que teme al Señor: / Que el Señor te bendiga desde Sión, / que veas la prosperidad de Jerusalén / todos los días de tu vida.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Colosenses 3,12-21. Hermanos: Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos: la Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, ofreciendo la Acción de Gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2,22-40 (el texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad). Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor [(de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»). Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel.
José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: —Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.] Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Comentario: Es una fiesta (domingo dentro de la octava de navidad) relativamente joven (celebración opcional en 1893, muy popular en el siglo XIX, sobre todo en Canadá. El papa León XIII lo promovió muchísimo). Hoy tiene un papel especial, en tiempos en que las fuerzas secularizantes son una amenaza clara para la familia. Pablo VI llama resalta un aspecto de la encarnación, en relación con la vida familiar de Cristo en Nazaret: "Sobre todo aquí se hace patente la importancia de tener en cuenta la pintura general de su vida entre nosotros, con su concreto entorno de lugar, tiempo, costumbres, lengua, práctica religiosa". Dios se hizo hombre, trabajador, carpintero e hijo de carpintero, nazareno, cuyos padres eran conocidos en aquel lugar. Le reconocemos como verdadero hombre, pero no perdemos de vista jamás su naturaleza divina. Efectivamente, "adoramos al hijo del Dios vivo que se hizo Hijo en una familia humana". Navidad es un tiempo hogareño, familiar. Y esto tiene una importancia religiosa y psicológica: necesitamos volver a los orígenes, a las raíces, a la familia de cuando en cuando. En el plano espiritual hacemos esto en nuestras celebraciones litúrgicas, renovando nuestros "orígenes sagrados" cuando celebramos el nacimiento de nuestro Señor. La cueva, el pesebre..., allí comenzó todo. Pero el hogar fue el entorno en el que aprendimos la fe por primera vez. Para los judíos de otros tiempos era una obligación sagrada la de volver al hogar y a la familia. Toda la noción del Año Jubilar da testimonio de esto: "Cada uno de vosotros recobrará su propiedad, cada uno de vosotros se reintegrará a su clan" (Lev 25,10). De esta manera, la navidad es una especie de celebración de familia en el plano humano y en el espiritual. El Antiguo Testamento da testimonio de un elevadísimo ideal de vida familiar en el pueblo judío. Aparece claramente esto en la primera lectura de la misma, tomada del Levítico (3,2-14), que destaca la virtud del amor y de la obediencia filiales. Indudablemente, san Pablo se inspiró en este y en otros textos similares cuando escribió de comunidad y de vida familiar en el Señor. En el Oficio de lecturas tenemos su tratado del capítulo 5 de Efesios, donde habla del amor y de la fidelidad conyugales, de la obediencia mutua, del deber de los hijos para con los padres y de éstos para con aquéllos. La segunda lectura de la misa, tomada del capítulo 3 de la carta a los de Colosas, ofrece un bello ideal no sólo de vida familiar, sino de vida comunitaria en general. La vida familiar es un valor importantísimo, pero no absoluto. Jesús buscó ante todo la voluntad de su Padre. Los lazos familiares estaban subordinados a la misión que él había recibido del Padre. Las lecturas evangélicas para el ciclo trienal aluden de una forma un tanto inquietante a lo que espera a Jesús y a sus padres: él será mal interpretado y perseguido, será "signo de contradicción", y una espada de dolor atravesará el corazón de su madre. "¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?" Y llegará el momento en que Jesús abandone el hogar y a sus padres para adoptar la vida incómoda de un predicador itinerante, sin hogar y sin un lugar donde reclinar su cabeza. No deja de amar a sus padres ni rompe todos los lazos y relaciones con el hogar, pero tiene que distanciarse de la vida segura circunscrita a Nazaret, a fin de entregarse por completo a su misión. Había que establecer nuevas relaciones que trascendieran el parentesco puramente humano. Jesús mismo llegaría a declarar que sus padres y sus hermanos eran los que hacían la voluntad de su Padre. Los seguidores de Jesús están llamados también a dejar la seguridad del hogar y de la familia, a sacrificar todo aquello que es lo más deseable desde una perspectiva humana. Ese es el contenido de toda vocación religiosa o de una vocación que encierra una llamada concreta a seguir a Cristo y a servir a sus hermanos. Es necesario que nos perdamos a nosotros mismos para encontrarnos. Hay que ampliar el horizonte de nuestra familia para abrazar a todos los hombres y mujeres. Esto no significa un frío distanciamiento de nuestra propia parentela, sino la no esclavización en el apego a ellos. Jesús no se distanció de su madre, pues ella le acompañó hasta el final. Nosotros no dejamos o abandonamos a nuestros padres o familiares, sino que establecemos una relación nueva y más profunda con ellos. Porque el Señor, complacido en nuestro sacrificio, nos devolverá, en una forma más profunda y bella, a nuestros padres, hermanos, hermanas y amigos (Vincent Ryan).
1. Si 3,3-7.14-17a. Unos dos siglos antes de Cristo comenzó en Palestina la helenización de las ideas y las costumbres, proceso favorecido por la moda de la clase dirigente, más tarde impuesto por la política de Antíoco Epífanes (175-173). Ben Sirá, el autor del Eclesiástico, se preocupa por todo esto, especialmente de la educación de la juventud y la familia, que siempre ha sido el baluarte de las tradiciones de un pueblo: la obediencia, el respeto a los mayores, la solicitud por los padres que se encuentran en necesidad y confiere a dichas virtudes un valor religioso; hay que aplicar el plan divino a cada momento, hoy vemos necesario acentuar también el respeto que merecen los hijos a los padres y la igualdad de la mujer frente a su marido. Por otra parte, los cristianos debemos acordarnos de la relativización que hizo Jesús de los vínculos familiares en atención a la mayor estima de la nueva solidaridad de los hombres creada por el Evangelio. La familia de Dios está por encima de toda familia meramente humana (“Eucaristía 1986”). El cuarto de los diez mandamientos era muy remarcado en el judaísmo tardío (Prov 19, 26; Rut 1, 16; Tob 4, 3-4), tal como está en la Ley: "Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra, que Yahveh tu Dios te va a dar" (Ex 20, 12). El anciano Tobías se dirige a su hijo en estos términos: "honra a tu madre y no le des un disgusto en todos los días de tu vida; haz lo que le agrade y no le causes tristeza por ningún motivo. Acuérdate, hijo, de que ella pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno" (Tb 4,3-4). Según el Eclesiástico, existen varias maneras de borrar los efectos del pecado. Por supuesto, los sacrificios del templo, pero también la limosna (3,30), perdonar a los demás (28,2), ayunar (34,26), evitar el mal (35,3) y la piedad hacia los padres: El que respeta a su madre, acumula tesoros. Tanto aquí como en 1 Tim 6, 19, el verbo "atesorar" se emplea en sentido metafórico, para designar ese cúmulo de buenas obras y de méritos que son fuentes de recompensas (Comentarios, Edic. Marova). En alguna visión judía las tablas de la Ley se dividen en 5 mandamientos dirigidos a Dios y 5 últimos para otros bienes; entre los que se refieren a Dios está el amor a los padres, y es lógico que veamos en ellos especialmente lo que es propio de la persona, ser imagen de Dios. Existen muchas razones humanas para honrar a los padres ya que su vida se perpetúa en la de los hijos, pero el texto insiste más en las razones religiosas: nos transmiten la vida que es don divino, siendo ellos los continuadores de su obra creadora y salvadora. Además el honrar a los padres es fruto del temor a Dios (v. 8), principio y raíz, corona y plenitud de toda sabiduría. Sólo el que teme a Dios, es decir el que se entrega a Dios con un amor real e incondicional, es capaz de valorar, en toda su profundidad, el papel insustituible de los padres. Con su haber, los padres reflejan la paternidad divina. Otros muchos textos bíblicos hablan de los padres: "corona de los ancianos son los nietos, honra de los hijos son los padres" (Pr 17,6), "escucha al padre que te engendró, no desprecies la vejez de tu madre" (Pr 23,22), "hijo mío, no abandones a tu padre mientras viva; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras viva" (Si,3,12s), "honra a tu padre... y no olvides los dolores de tu madre, recuerda que ellos te engendraron, ¿qué les darás por lo que te dieron?" (Si 7,27s). Nuestra sociedad occidental progresa en conocimientos, pero no practica la sabiduría oriental: cariño a los mayores, hospitalidad, escucha atenta de su experiencia... Las palabras de los mayores son, como diría Pr 18,4 "... agua profunda, arroyo que fluye, manantial de sensatez" (A. Gil Modrego).
Nuestro cuarto mandamiento (el quinto del decálogo) reza así: "Honra a tu padre y a tu madre". El maestro, asumiendo el papel de padre, instruye al discípulo sobre sus obligaciones con los padres. Aquí, padre y madre son intercambiables (lo que se afirma puede decirse del uno y del otro). Ambos nos transmiten la vida, que es don de Dios. Gracias a esta vida, la historia del pueblo de Dios puede seguir su curso (de ahí la importancia de las genealogías en la biblia). Dios es la fuente de esta vida que transmiten los padres. No darles el honor debido es una ofensa grave contra el Creador. Honra y respeto, los dos términos repetidos, son el mandato que trata de inculcar el maestro al discípulo: conceder a los padres toda la importancia que ellos tienen, sobre todo en los días aciagos de la vejez. Y no sólo de palabras, sino también de obra. Honrar a los padres es fruto del temor de Dios, principio y raíz, corona y plenitud de toda sabiduría. El temor a Dios es ese sentido religioso que impulsa al hombre a guardar los mandamientos y rechazar el pecado. Por eso los que honran a sus padres expían sus pecados y obtienen toda clase de bendiciones. Por transmitirnos la vida, los padres son la imagen de un Dios padre (“Eucaristía 1992”).
2. Salmo 127,1-2.3.4-5: Este salmo hace parte de los "salmos graduales" que los peregrinos cantaban caminando hacia Jerusalén. Desde los 12, cada año, Jesús "subió" a Jerusalén con motivo de las fiestas, y entonó este canto. La fórmula final es una "bendición" que los sacerdotes pronunciaban sobre los peregrinos, a su llegada: "Que el Señor te bendiga desde Sión, todos los días de tu vida..." Tenemos en este salmo un idilio encantador de sencillez y frescura. Es el cuadro de la "felicidad en familia", de una familia modesta: allí se practica la piedad (la adoración religiosa... La observancia de las leyes...), el trabajo manual (aun para el intelectual, constituía una dicha, el trabajo de sus manos), y el amor familiar y conyugal... En Israel, era clásico pensar que el hombre "virtuoso" y "justo" tenía que ser feliz, y ser recompensado ya aquí abajo con el éxito humano. Pensamos a veces que esta clase de dichas son materiales y vulgares. Fuimos formados quizá en un espiritualismo desencarnado. El pensamiento bíblico es más realista: afirma que Dios nos hizo para la felicidad, desde aquí abajo... ¿Por qué acomplejarnos si estamos felices? ¿Por qué más bien, "no dar gracias", y desear para todos los hombres la misma felicidad? No se trata tampoco de caer en el exceso contrario, el de los "amigos de Job" que establecían una ecuación casi matemática: ¡Sé piadoso, y serás feliz! ¡Sé malvado, y serás desgraciado! Sabemos, por desgracia, que los justos pueden fracasar y sufrir, y los impíos por el contrario, prosperar. El sufrimiento no es un castigo. Es un hecho. Y el éxito humano, no es necesariamente señal de virtud. Sigue siendo verdad en el fondo, que el justo es el más feliz de los hombres, al menos espiritualmente, en el fondo de su conciencia: "¡feliz, tú que adoras al Señor!" "¡Feliz tú, que honras al Señor y le eres obediente!" Con frecuencia dijo Jesús: "felices... felices... felices...". Son las Bienaventuranzas. Jesús también prometió la felicidad: "Felices aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica".
"Tu mujer... Tus hijos..." Un ideal para la pareja. "Que el hombre no separe lo que ha unido Dios". (Mc 10,2-16...). Conocemos el amor de Jesús hacia los niños. Alusiones místicas: Jesús tiene una esposa, la Iglesia (Ap 19,7; 21,2; Mt 9,15; 25,1; Jn 3,29; 2 Cor 1,2), de la cual tiene hijos que alimenta "junto a la mesa" eucarística... Mediante el "trabajo de sus manos", su pasión dolorosa, los alimentó e hizo felices. La "viña", es también la imagen de la Iglesia, imagen de unión del amor entre Jesús y la humanidad "Yo soy la viña, vosotros los sarmientos.. Dad fruto..." (Jn 15). "Mi hijo, va a trabajar en mi viña". (Mt 21,28).
"Veras el bienestar de Jerusalén..." Jesús lloró ante las desgracias de Jerusalén, y le deseó bienestar (Lc 19,41). San Juan anuncia el cielo como "una nueva Jerusalén" que desciende del cielo como una novia feliz (Ap 21,2-27).
3. Col 3. 12-21. En Cristo, Dios convoca a su pueblo y a su familia. Es un pueblo en el que ya no hay diferencias entre esclavos y libres, gentiles y judíos, mujeres y hombres..., pues todos somos hermanos en JC que es el Primogénito del Padre. Somos un pueblo "santo", es decir, separado por Dios y para Dios. Pero esta santidad objetiva que todos recibimos en el bautismo al ser constituidos en hijos de Dios, exige la santificación de cada uno de nosotros y la edificación de la comunidad. La comunidad, esto es, la convivencia de los creyentes, se construye si todos ellos procuran tener los mismos sentimientos que Cristo y se revisten de misericordia entrañable, de bondad, de humildad... Pablo señala cinco virtudes fundamentales para la convivencia y las contrapone a otros tantos vicios que la impiden y de los que es preciso despojarse (cf. v. 8). Pero el Apóstol sabe muy bien que siempre habrá pegas y pecados en la vida comunitaria. Por eso será siempre necesario el perdón. También en esto debemos ser imitadores de Cristo, el Señor, que a todos nos ha perdonado. El perdón de Cristo es el fundamento y el motivo del perdón que nos debemos los unos a los otros. El amor es lo que da coherencia y perfección a todas las virtudes. Es también lo que mantiene a todos en la unidad, y la culminación de la vida comunitaria. Sólo cabe desear ahora que los fieles, bien trabados como un solo hombre, reciban la paz a la que han sido convocados. Cristo es "nuestra paz" (Ef 2. 14). Él habita por la fe en el corazón de cada creyente y, por lo tanto, en el corazón de la comunidad. Es aquí donde ejerce su arbitraje, donde engendra y defiende la buena convivencia. Pero Cristo es "aquella paz que el mundo no puede dar", la paz que Dios nos concede graciosamente. Por eso la deseamos y la pedimos, por eso damos gracias a Dios cuando la recibimos. En la eucaristía se expresa toda la riqueza de la convivencia cristiana animada por la presencia de Cristo. Es la fiesta en la que se anticipa el gozo del reino de Dios, que es paz, amor y fraternidad. Pero en esta fiesta no puede faltar la enseñanza mutua y la exhortación, pues la asamblea que la celebra está todavía en camino, y el Señor, que está con nosotros, todavía ha de venir con poder y majestad a reunirnos a todos en la mesa del Reino. Mientras tanto es justo y necesario que lo hagamos todo en nombre de Jesús y dando gracias al Padre por medio de él. En la medida en que cada cristiano habla y actúa en nombre de Jesús, permanece unido a sus hermanos y la comunidad sigue su acción de gracias en asamblea permanente. No hay separación aquí entre el culto y la vida, entre lo sagrado y lo profano. Todo es, todo debe ser, acción de gracias. Con gran facilidad se pasa de la vida en la comunidad a la vida en la familia. También la familia humana es familia de Dios, es Iglesia. También en la familia humana se construye la iglesia y se continúa la acción de gracias al Padre por medio de Cristo. Pablo se dirige a las mujeres y a los maridos, a los padres y a los hijos, y les anima a vivir según conviene "en el Señor". Aunque en el pensamiento de Pablo subyace el esquema de la familia patriarcal, alienta aquí el nuevo espíritu de la fraternidad cristiana. Es interesante ver cómo Pablo señala también los deberes del marido respecto a su mujer y de los padres respecto a sus hijos (“Eucaristía 1986”).
La sección Col 3,5-17 parece ser una instrucción ética impartida en el bautismo, mientras que a partir de 3,18 nos encontramos con resonancias de las exhortaciones domésticas usuales en el mundo grecorromano. En los dos casos se trata de exhortar a la vida cristiana práctica y cotidiana. Hay que acomodar la forma de esos mandatos a la cultura de nuestro tiempo. Hablar hoy de autoridad de maridos no es válido para familias del siglo XXI… Es preciso tomar el núcleo de la exhortación y aplicarlo a relaciones humanas, matrimoniales, propias de nuestro momento histórico. Porque no podemos pretender que para ser cristiano haya que prescindir de las legítimas maneras de ser que ha ido produciendo la evolución humana, también querida por Dios. Naturalmente, ello es un poco más difícil que la aplicación fácil y grosera de los textos. Pide una mayor formación y asumir riesgos de interpretar y aplicar. Pero así es la revelación (F. Pastor), sobre todo recojamos su invitación al perdón: "perdonaos, cuando uno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo". Solamente si nos reconocemos perdonados por el Padre de todos y por el Señor Jesús sabremos perdonarnos.
Vivir "en Cristo" o "revestirse de Cristo", para emplear dos expresiones características de esta lectura, no consiste en vivir aislados, lejos de los demás hombres. Cristo, en efecto, no hace más que revelar al hombre a sí mismo, y, al mismo tiempo, invitarle a abrirse a la iniciativa de Dios y al ejemplo de la cruz. Vivir en Cristo es, por tanto, intensificar al máximo la vocación de la humanidad y adoptar los medios indispensables -y que provienen de Cristo tan sólo- para llevar adelante ese proyecto (Maertens-Frisque). No se pueden aislar estas cualidades o virtudes que cita el apóstol Pablo: caracterizan en bloque el actuar del hombre nuevo, de modo que estas virtudes básicas de convivencia adquieren todo su realismo cuando se aplican a la comunidad familiar. El amor es aquí, como en 1 Cor 13, el don por excelencia. La comunidad cristiana, así como la familia, no tiene otra salida posible que la de un amor realista, traducido en respeto, ánimo, comprensión y colaboración entre todos. El amor es la perfección de todas las virtudes, que las reúne como el vencejo a las espigas para formar un solo fajo. La "acción de gracias" tiene en esta carta un lugar importante: 1, 12; 2, 7; 3, 15-17; 4, 2. Parece apuntar, más que al sacramento de la eucaristía, a esa situación interna del que cree, por la que va creciendo en una actitud comunitaria cordial y fraterna en el grupo en que vive. De ahí que esta "gratitud" haya que aplicarla a todo aquel grupo o persona que, de una manera u otra, nos acercan más al núcleo del Evangelio. Esta es la verdadera fraternidad y la auténtica familia de creyentes (“Eucaristía 1992”).
Así lo comentaba S. Agustín: “Tú educas a tu hijo. Y lo primero que haces, si te es posible, es instruirle en el respeto y en la bondad, para que se avergüence de ofender al padre y no le tema como a un juez severo. Semejante hijo te causa alegría. Si llegara a despreciar esta educación, le castigarías, le azotarías, le causarías dolor, pero buscando su salvación. Muchos se corrigieron por el amor; otros muchos por el temor, pero por el pavor del temor llegaron al amor. Instruíos los que juzgáis la tierra (Sal 2,10). Amad y juzgad. No se busca la inocencia haciendo desaparecer la disciplina. Está escrito: Desgraciado aquel que se despreocupa de la disciplina (Sab 3,11). Bien pudiéramos añadir a esta sentencia: así como es desgraciado el que se despreocupa de la disciplina, aquel que la rechaza es cruel. Me he atrevido a deciros algo que, por la dificultad de la materia, me veo obligado a exponerlo con más claridad. Repito lo dicho: el que desprecia o no se preocupa de la disciplina es un desgraciado. Esto es evidente. El que la rechaza es cruel. Mantengo y defiendo que un hombre puede ser piadoso castigando y puede ser cruel perdonando. Os presento un ejemplo. ¿Dónde puedo encontrar a un hombre que muestre su piedad al castigar? No iré a los extraños, iré directamente al padre y al hijo. El padre ama aun cuando castiga. Y el hijo no quiere ser castigado. El padre desprecia la voluntad del hijo, pero atiende a lo que le es útil. ¿Por qué? Porque es padre, porque le prepara la herencia, porque alimenta a su sucesor. En este caso, el padre castigando es piadoso; hiriendo es misericordioso. Preséntame un hombre que perdonando sea cruel. No me alejo de las mismas personas; sigo con ellas ante los ojos. ¿Acaso no es cruel perdonando aquel padre que tiene un hijo indisciplinado y, sin embargo, disimula y teme ofender con la aspereza de la corrección al hijo perdido?”
4. Lc 2, 22-40: La figura de un niño indefenso e inconsciente, abandonado en manos de sus padres, que lo traen y lo llevan presentándolo a Dios (2,22.27) y sometiéndolo al cumplimiento de la ley (2,23.24) nos muestra a Jesús humano, que se hace a las cosas de los hombres: crecimiento, formas sociales… en total condescendencia… Vemos hoy el primer anuncio del universalismo de la misión de Jesús. A ese ancho marco que es el mundo y la vida toda supeditará Jesús toda institución, aun la más querida: la familia. Sin embargo, es en ella donde él fue encontrando el camino de su encarnación concreta. Jesús será un signo de contradicción (cf Is 65,2). Jesús es un salvador para todos. Pero por un desconocido misterio del mal y del duro corazón del hombre, lo que estaba destinado a la salvación se ha convertido para algunos en mensaje de muerte. Este será el trasfondo de toda la tragedia de Jesús. Esto es lo que a él mismo le costaba entender (Lc 4,16s). Cuando el creyente vive su mensaje en una intensidad fuerte, puede hacer surgir la contradicción hasta en el seno de su propia familia. En esos momentos de incertidumbre es donde se calibra y mide la actitud que uno tiene ante el reino. Es preciso optar con decisión. Jesús comienza un ofrecimiento a Dios que ya no se extinguirá hasta la consumación de la resurrección. Este crecer de Jesús es la obra del Padre en el amor del Hijo. Nuestro esfuerzo, cualquier trabajo pequeño o grande de nuestra vida, debe encaminarse a la construcción en nosotros de esta vida de cara a Dios. Jesús fue haciendo este camino, como primera etapa, en el seno de una sencilla familia de pueblo (“Eucaristía 1978”).
La profecía de Simeón encuentra eco en otros lugares del NT referentes a Jesús como signo de división. Pedro aplica a Cristo lo que decía Is 8,14: "Él (el Señor de los ejércitos) será una piedra de tropiezo, una roca de escándalo para las dos casas de Israel, un lazo y una trampa para los habitantes de Jerusalén" (cf 1 Pe 2,6-8; cf 1 Cor 1,23-24). Mateo pone estas palabras en labios de Jesús: "No penséis que vine a traer paz sobre la tierra; no vine a traer paz, sino espada. Porque vine a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra. Enemigos del hombre, los de su casa" (Mt 10,34-36). La predicación de Cristo —señala Juan en tres ocasiones (Jn 7,43; 9,16; 10,19)— era motivo de cisma entre la gente, ya que daba lugar a pareceres discordes sobre su persona. El mismo Jesús (según Jn 9,39) lo reconoce sin medias tintas, cuando afirma: "Yo vine a este mundo para un juicio: para que los que no ven vean y los que ven se queden ciegos". El elemento discriminante de este juicio es Cristo-luz, es su palabra que revela al Padre (Jn 12,44-50). Esa palabra escudriña los corazones: "En efecto, quien obra mal odia la luz y no va a la luz, para que no se descubran sus obras. Pero el que obra la verdad va a la luz, para que se vean sus obras, que están hechas en Dios" (Jn 3,20-21). El autor de la carta a los Hebreos (12,3) define la muerte de Jesús como una contradicción que los pecadores arrojaron contra él. Israel —comenta Pablo citando a Is 65,2— fue "un pueblo desobediente y rebelde" ( Rom 10,21: antilégonta). Jesús está destinado a ser causa de "caída y resurgimiento". Con este binomio antitético, Simeón profetiza cuál será el éxito en conjunto de la misión de Jesús. Para quienes lo rechacen, es decir, para los que crean que están en pie fiándose de sus propias seguridades (cf Lc 14,9), él será piedra de tropiezo; pensemos, por ejemplo, en los escribas y fariseos, orgullosos de su ciencia (Lc 11,52-54); en el fariseo de la parábola (Lc 14,9-13.14b), en los invitados a la boda que declinan la invitación por tener otros intereses (Lc 14,16-21ab.24)... Por el contrario, Cristo será ocasión de salvación para cuantos se encuentran en un estado de miseria, de pecado, pero acogen su palabra; pensemos en el publicano (Lc 14,13-14), en Zaqueo (Lc 19,2-10), en los pobres, los cojos, los ciegos y los lisiados que sustituyen a los que fueron invitados primero a la boda (Lc 14,21-23)... Así pues, además de la acogida, Jesús conocerá la amargura y la tragedia del rechazo, será un "signo de contradicción", dice el anciano profeta. Signo, en primer lugar: en efecto, en su persona Dios se hace manifiesto y cercano a su pueblo (cf Lc 1,68; 7,16), especialmente en la gran revelación pascual: "Como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre lo será para esta generación" (Lc 11,30). Pero de contradicción; es decir, objeto de repulsa por parte de Jerusalén y del judaísmo oficial, que no reconoció los tiempos de la visita de Dios (cf Lc 19,44b-47; 29,9-18...). Se trata, por consiguiente, de un sendero lleno de espinas el que se perfila para Jesús. "Para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones", añade Simeón (v. 35).
También se refiere el anciano al alma de María traspasada por una espada. Recorriendo la literatura judeo-bíblica, se ve que la espada es uno de los símbolos más frecuentes para designar la palabra de Dios. En el AT tenemos dos casos (Is 49,2 y Sab 18,15) Este mismo tipo de simbolismo aparece con frecuencia en los comentarios judíos a los textos bíblicos. También el NT, en siete ocasiones, recurre a este lenguaje: la palabra de Dios, que se identifica ahora con la palabra de Jesús, es comparada con una espada cortante de doble filo. Las referencias más abundantes nos las ofrece el Apocalipsis (1,16: "De su boca salía una espada aguda de dos filos": 2,12.16 19,15.21). Está asimismo la carta a los Efesios (Ef 6,17: "Tomad también... Ia espada del Espíritu, que es la palabra de Dios"). Hay que dedicar una especial atención a la carta a los Hebreos (Hb 4,12): "La palabra de Dios es viva y eficaz; ella penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y es capaz de distinguir los sentimientos y pensamientos del corazón". Hay analogía entre Lc 2,35 y Heb 4,12. En ambos trozos se habla de espada que "penetra en el alma" y "revela-escudriña los pensamientos del corazón". Esta relación no se le escapó, por ejemplo, a san Ambrosio. Una vez asentada esta ecuación simbólica espada = palabra de Dios, se asoma la hipótesis de que la espada a la que alude Simeón es figura de la palabra de Dios, tal como se expresa en la enseñanza de Jesús. Efectivamente, esta descodificación del símbolo espada se armoniza muy bien con el contexto anterior. Poco antes, Simeón había celebrado a Jesús como luz de las gentes y gloria de Israel (v. 32). Sus palabras hacen eco a los poemas del Siervo de Yavé (Is 42,6; 49,6). Pues bien, precisamente uno de esos poemas (49,2) presenta al Siervo de Yavé como un profeta de cuya boca Dios ha hecho una espada afilada. La imagen, como hemos visto, fue recogida varias veces en relación con Cristo en el Apocalipsis ( I,16; 2,12.16; 19, 15.21). Pero también Simeón, al preconizar en Jesús al Siervo de Yavé por excelencia, parece decir que su palabra es semejante a una espada. Escogiendo esta orientación exegética (que, lejos de excluir a las demás, puede perfectamente integrarlas), la imagen de María seria la de una creyente que, lo mismo que todo Israel, su pueblo, tendrá que enfrentarse con la palabra del Hijo, simbolizada místicamente en la espada. Su alma se verá profundamente penetrada por ella. Efectivamente, siempre en el tercer evangelio vemos que ella acogía y guardaba los acontecimientos y las palabras de Jesús (Lc 2,19.51b; cf 8,19-21 y 11.27-28). Con una actitud sapiencial se esforzaba en sondear su alcance, incluso cuando le procuraban sufrimientos y no llegaba a comprender todo su sentido (Lc 2,48-51b). Así pues, María hizo que sus pensamientos se aclarasen y se juzgasen a la luz de aquella palabra y se conformó a ella con un crecimiento constante. Esto suponía para ella gozo y dolor. (gozo, al ver los frutos copiosos que la semilla de la palabra evangélica producía en ella misma y en cuantos la acogían con un corazón "bueno y perfecto" (cf Lc 8,15). Dolor, cuando buscaba angustiada a Jesús en Jerusalén y no comprendió su respuesta: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tengo que estar en la casa de mi Padre? Y ellos no comprendieron sus palabras" (Lc 2,49-50). Conservando en su corazón el enigma de esa frase, ella "avanzó en la peregrinación de la fe" (LG 58), no sin pruebas ni oscuridades. Pero el colmo de la aflicción inundó su espíritu cuando vio a su Hijo rechazado y crucificado. Obedecer a la voluntad del Padre (¡ella, la madre del ajusticiado!), permanecer fiel a las palabras del Hijo sobre todo en aquel momento de tiniebla (cf Redemptoris Mater 18): he aquí el punto crucial de la transfixión que esta palabra produjo en las fibras de María. Según esta exégesis, no seria lógico restringir solamente a la compasión de la Virgen al pie de la cruz la profecía de Simeón. Abarca más bien todo el arco de su misión de madre del Redentor y especialmente el drama del Calvario. ¿No decía acaso Jesús: "Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz de cada día y sigan" (Lc 9,23)? Abrahán, nuestro padre en la fe, "obedeciendo la llamada divina, partió para un país que recibiría en posesión, y partió sin saber a dónde iba" (Hb 11,8). María, madre de los creyentes (cf Jn 19,2627a), aceptó que su vida se plantease según la palabra del Señor que le había sido revelada por el ángel (Lc 1,38). Con su fiat se dispuso a salir de si misma para seguir los caminos de Dios, que "es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo" (1Jn 3,20). La Virgen llevaba a su Hijo en los brazos, pero no se negaba a dejarse conducir por el Hijo por un camino incierto y difícil; también para ella se hizo realmente ejemplar la frase de Jesús: "El que pierda su propia vida por mi, la salvará" (Lc 9,24; cf Mc 8,35; Mt 16,25; Jn 12,25). Contemplada en esta dimensión, María, además de madre, es hermana nuestra a la hora de compartir la gozosa fatiga de creer (A. Serra).
El ejemplo de la Sagrada Familia fue tratado magistralmente por Pablo VI en su visita al Lugar santo: “Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida. Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido. Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo. ¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina! Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.
Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa, de la oración personal que sólo Dios ve.
Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.
Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo, que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble”.
María quedó también admirada de la ejemplaridad de Ana, y fue meditando en su corazón estas cosas, para ser buen instrumento de Dios. Generalmente los padres pretenden que sus hijos sean su copia y calco fiel: que sus hijos piensen como ellos, se comporten como ellos, y hasta elijan la misma profesión y modo de vida. Se corta el cordón umbilical fisiológico, pero se ata al hijo con fuertes cadenas afectivas, llevando el amor a una excesiva superprotección, cuya consecuencia inmediata es la inmadurez de los hijos o su franca rebeldía. María cortó el cordón psicológico y afectivo, pero hizo algo más: creció con su hijo. Supo callar, supo esperar y, en especial -y esto es algo que le cuesta a todo padre o madre- supo aprender de su hijo. Amó como nadie a su hijo y, precisamente por eso, lo respetó como hijo; le dio la oportunidad para que no fuera «el hijo de María», sino para que fuera Jesús, el Salvador, con una misión especial y con una forma especial de llevarla a cabo. Sabemos que hoy existe en nuestras modernas familias un serio problema de relación y de diálogo entre padres e hijos. Psicológicamente lo explicamos como una falta de desasimiento por parte de los padres, un apego excesivo -aparentemente a los hijos-, pero que en el fondo es a sí mismos. Los padres no pueden engendrar hijos para usarlos como una forma de prolongación... Engendrar un hijo es darle la oportunidad de ser alguien, un ser libre y un ser distinto a los padres. Si en una primera etapa el amor de los padres necesita ser amor protector, en una segunda etapa debe ser amor «promotor». Se trata de una manera distinta de amar; no se ama al hijo para tenerlo y sentirlo como «mi hijo», sino que se lo ama para que sea distinto de uno. También los hijos deben aprender a amar a sus padres siendo distintos de ellos. Generalmente se busca la distinción pero a través de la rebeldía y de la oposición sistemática. De aquí que madurar en el amor paterno-filial es una tarea ardua, que exige una gran dosis de renuncia. Es éste el camino del auténtico amor, entrega de sí mismo, don de sí mismo para el otro, para su crecimiento y felicidad. Debajo de muchas formas de amar a los hijos se puede esconder un profundo amor a uno mismo; y generalmente cuando esto sucede, es fácil descubrir que estos padres no han sabido desprenderse de sus propios padres. Por no haber resuelto su propia relación filial, no pueden ahora asumir una actitud madura con sus propios hijos. Leyendo el Evangelio, nadie duda de que Jesús tuvo una auténtica personalidad y una cabal madurez de hombre. Y justo es decir que si llegó a ese grado fue por esa presencia discreta de su madre, que supo estar a su lado, sin hacerse sentir; que lo siguió aun sin comprenderlo totalmente. Jesús supo sentirse libre ante su madre. Se sabía amado por ella, pero también respetado en su forma de pensar y de actuar. De la madurez de María surgió un hijo maduro.
Y otro elemento más nos aporta Lucas. En este clima de fidelidad a la voluntad de Dios y de mutuo amor y respeto, "el niño crecía y se robustecía, y se llenaba de sabiduría”. En aquella familia el niño Jesús encontró la oportunidad para crecer y desarrollarse. Y no sólo en el aspecto físico sino especialmente en sabiduría, expresión que podemos traducir: crecía como persona, acumulando criterios y experiencia de madurez. Su familia fue escuela de sabiduría, esa que es saber encontrar el camino, que nos señala la voluntad de Dios; tener criterios rectos de acción; equilibrar sentimientos y actos; tener una meta y un objetivo y saber aplicar todas las energías en un proyecto digno de ser vivido. Lucas nos da una fórmula que vale para las familias de todas las épocas: la gran tarea de los padres es permitir y promocionar la madurez de sus hijos. Esta concepción deja muy atrás los conceptos del Eclesiástico (primera lectura), con un esquema de familia patriarcal y de régimen severo y verticalista. En el capitulo 7, 23ss, el autor del Eclesiástico así se explaya: «¿Tienes hijos? Adoctrínalos, doblega su cerviz desde su juventud. ¿Tienes hijas? Cuídate de ellas, y no les pongas cara risueña. Casa a tu hija y habrás hecho gran cosa, pero dásela a un hombre prudente. ¿Tienes una mujer que te gusta? No la despidas, pero si la aborreces no te fíes de ella.» La primera lectura de hoy orienta a los hijos hacia el amor, respeto y ayuda a los padres. El Evangelio avanza un poco más: exige a los padres una actitud de madurez, de respeto y de libertad a los hijos. Sabemos que este ideal es difícil, y que cuesta vencer un esquema tradicional de familia, en la que los padres dominan sobre los hijos, y en la que el padre, por ser varón, se siente dueño de todos. La fe cristiana, llamada a la libertad y a la responsabilidad, hoy nos exige que revisemos a fondo nuestro sistema familiar, primera escuela en la que los hombres deben aprender el camino de la liberación y del compromiso responsable (Santos Benetti).
La Eucaristía semanal es un gran medio para vivir el amor en familia. Por eso hemos escuchado cómo Pablo invitaba a la oración en común: "celebrad la acción de gracias, que la Palabra de Cristo habite entre vosotros, y todo lo que hagáis hacedlo en nombre de Jesús". ¿No es ahí, en la oración familiar, en la Eucaristía celebrada en común, donde mejor pueden las familias alimentar su fe, su unión, su compromiso diario de amor (J. Aldazábal).
Hoy vemos a Jesús, un Dios inmediato, niño y miembro de una familia. Así puede ser tratado por todos. Jesús empezó por ser niño, para que no nos asustásemos de su grandeza y de su misión terrible de la Cruz. Así siente y dice Carlos de Foucauld. Y esto nos hace meditar. Jesús nos ha traído la seriedad en la vida concreta, porque es a su través como hemos de caminar hacia el misterio. La vida inmediata, prosaica, se ha cargado de seriedad porque nos conduce a lo último, a lo definitivo. No se trata de grandezas "grandes", sino de "pequeñas cosas" que se hacen grandes. Y este caminar entre cosas inmediatas y pequeñas es el sendero que conduce a la intimidad con Dios. Es a través de lo inmediato, de la cruz de cada día, como ha querido que le encontremos. Y esto nos contradice y nos cansa, porque nos arranca de nuestras veleidades de grandeza. El cumplimiento, el respeto, la constancia, la comprensión que exige la familia, el círculo inmediato de nuestras obligaciones diarias, es el banco donde se templa y troquela nuestra capacidad de acceder a Dios (Carlos Castro). La Palabra hecha carne se hace familia y vive en familia, inaugura una familia que es la Sagrada Familia y luego se va extendiendo a otras personas… es la Iglesia, cuando se acepta el Espíritu y la vida en el amor. «En el abrazo más amoroso, escribe magistralmente R. Garaudy, se abraza a un ser libre. El amor comienza cuando se prefiere al otro y no a sí mismo, y cuando se reconoce su diferencia y su imprescindible libertad... Nada hay más grande que ese saber compartir la personalidad de cada uno... Un amor que no es la creación continuada de uno por otro, hecha al precio de dramáticos desprendimientos, es todo lo contrario del verdadero amor". El amor es siempre hijo de la libertad, nunca del dominio. Así es el amor de Dios. Así fue el amor entre José y María, y de ambos hacia el Hijo. A veces no lo entendían, pero lo respetaban y se esforzaban por entenderlo, pues los ojos del corazón penetran en el secreto de la persona. Nunca se puede llegar al secreto último. Toda persona tiene algo de misterio, incluso para ella misma, y ahí está su encanto. Si se pudiera analizar fría y totalmente en el laboratorio, si se pudiera dominar por medio de técnicas psicológicas, dejaría de ser persona. «Sólo un ser dotado de misterio es, a la larga, digno de amor... Si un amante tuviera la conciencia de haber conocido o traspasado con su mirada el objeto de su amor, tal conciencia sería un signo infalible de que el amor ha llegado a su fin» (H. Urs von Balthasar). Es verdad. Pero el amor intuye algo de este secreto. Comprende mejor que nadie las motivaciones últimas, los fines verdaderos, las circunstancias objetivas, todo lo que hay mucho más adentro de cualquier superficie y muy por debajo de cualquier apariencia. Sabe distinguir el tono, interpretar el gesto, leer la mirada, descubrir la intención, adivinar el deseo. ¡Qué lúcido y comprensivo es el amor! Los clásicos lo pintaban con los ojos vendados; pero ése era el «eros», el amor-deseo. Sin embargo, nada tan clarividente y penetrante como el amor-agape, el amor de caridad. No hay nada tan gratificante como cuando dos personas se encuentran en profundidad y se sienten incondicionalmente aceptadas y valoradas. Es como encontrar el tesoro escondido, la dicha que nadie te puede quitar. Entonces es cuando cada uno tiene derecho a pronunciar el nombre del otro, un nombre que se pronuncia en verdad y significa conocimiento, porque sólo se conoce bien lo que se ama. Este encuentro amoroso es el secreto de la felicidad. El gran engaño, la ofuscación perversa de nuestro tiempo, es poner la felicidad en el tener, la seducción del dinero, en vez de la seducción del amor y de la gracia. No hay dinero que pueda comprar la dicha del amor, ni pueda llenar el vacío de la soledad. Se lo podíamos preguntar a Adán, cuando estaba solo en el paraíso: suyos eran los tesoros del mundo y era dueño de todas las cosas, pero su corazón se moría de tristeza y su alma padecía insatisfacciones angustiosas. Sólo al contemplar a la mujer dio un grito de entusiasmo. Así todo Adán enamorado podía repetir con el salmo: "Más estimo yo las palabras de tu boca, que miles de monedas de oro y plata" (Sal. 118, 72); más estimo yo una sonrisa, una caricia, una presencia, un gesto de amor, que todos los tesoros de la tierra. No se trata naturalmente de un amor cualquiera, de un amor erótico, interesado, pasajero. Se trata de un amor auténtico, que llega al fondo de la persona, que es incondicional y tiende a ser definitivo. Ya decía S. Jerónimo: "Amistad que puede perderse nunca fue verdadera". Cuando el amor es verdadero, cuando llega al centro de la persona, ese amor desafía el futuro como la casa cimentada sobre la roca. En cada familia reverbera la dichosa comunidad divina donde se hace posible el encuentro, la acogida, el diálogo, la amistad, la interrelación mutua, el amor más grande, la unión más íntima. En la familia, cada miembro es amado más de lo que merece, se vive continuamente la gratuidad.
El amor es comprensivo, da una apertura magnífica para conocer al otro y acercarse al misterio de la persona, que suele ser mejor de lo que pensamos. Si conociéramos y comprendiéramos de verdad a las personas, no seríamos tan fáciles para odiar y condenar. Y la comprensión se da la mano con el perdón. Por muy grande que sea el amor siempre hay algo que perdonar. Todos los días tendremos algo que perdonarnos, por los olvidos, por los cansancios, por las insatisfacciones, por las preocupaciones, por los prejuicios, por las dudas, por los nervios, por los roces, por los inevitables egoísmos, por las incomprensiones, por todo tipo de fallos y limitaciones. En la familia, o se aprende a perdonar o se rompe al día siguiente. Nadie como los padres para comprender a sus hijos. Y nadie debe conocerse y comprenderse mejor que los esposos. La comprensión y el perdón son la base para la estabilidad y la armonía de la familia y de toda comunidad. Se necesita el diálogo valiente, la paciencia constante, la caridad creciente. Se manifiesta en los pequeños detalles de cada día, que son los que tejen la trama de la vida. No hay que esperar sólo a las grandes infidelidades o violentas discusiones. Lo grande se hace a base de repetir lo pequeño. La comprensión y el perdón no están reñidos con la exigencia mutua y el esfuerzo de todos: no deben abrir la puerta a la indiferencia, la dejación, el capricho o la falta de respeto. El sentirme comprendido y perdonado debe ser para mí la mayor disciplina y el mejor estímulo. La familia es, efectivamente, un semillero de exigencia y tolerancia, de perdón y agradecimiento.
Nada hay tan gozoso como el amor, pero nada tan exigente y tan fuerte como el amor. El es la fuerza que crea la vida, que aglutina familias y comunidades, que sostiene el mundo. A veces nos asustamos de los desastres originados por las fuerzas del odio y la violencia. Pero siempre es más fácil destruir que construir. La no-violencia y el amor son mas fuertes, porque construyen la sociedad, porque aglutinan a los pueblos. «La no-violencia, escribía Gandhi, es la fuerza más grande que la humanidad tiene a su disposición. Es más poderosa que el arma más destructiva inventada por el hombre». La familia se forja para la creatividad y el crecimiento. El amor es creativo y hace crecer; no es tarta que se consume, sino tarea que se consuma; no es tesoro que se guarda, sino semilla que se cultiva: no es nirvana, sino creación continua; no es mirarse el uno al otro, sino conjuntar miradas y esfuerzos en metas superiores. El amor hay que conquistarlo en la lucha de cada día. Hay que purificar las actitudes cada día, hay que cultivar el detalle cada día, hay que limpiar el polvo de la rutina cada día, hay que ejercitar la paciencia cada día, hay que ofrecer el perdón cada día.
El amor hace crecer a las personas. "Un amor que no es la creación continuada de uno por otro hecha al precio de dramáticos desprendimientos, es todo lo contrario del verdadero amor" (R. Garaudy). El amor no es dominante ni absorbente, sino que respeta sumamente al otro y le ayuda a ser él mismo y a crecer en su propia personalidad. No se puede querer tanto a las personas que las asfixiemos. El amor hace crecer la vida. A través de los padres, Dios sigue creando, cultivando la vida, desarrollando el ser. Pero los hijos también hacen crecer a los padres: no sólo reciben, también dan estímulos vitales enriquecedores. La familia es así verdadero seminario de humanidad. Benditos los agricultores todos de la vida.
Todo amor humano es un reflejo del amor divino. Toda familia humana es una participación de la familia divina. Dondequiera que se cultive el amor y la vida, allí está Dios. Dios está ahí, ayudando a los esposos a quererse, ayudando a los padres a prolongarse, ayudando a los hijos a desarrollarse, ayudando a todos a integrarse desde el respeto, el diálogo y la solidaridad. También la familia es un templo donde todo puede convertirse en oración. Si santa Teresa encontraba a Dios entre los pucheros, lo mismo se le puede encontrar entre los libros, en la cama o en la mesa de trabajo, junto a la lumbre o en el sofá. Y Dios se hará presente en los besos y abrazos multiplicados, en las lágrimas compartidas, en los esfuerzos conjuntados, en las esperanzas cultivadas, en los ideales soñados. Y su presencia será especialmente viva e intensa cuando nace un niño, cuando triunfa o cuando enferma un hermano, cuando muere un padre. Y una presencia especialísima cada vez que se reúnen para hacer oración, para escuchar su palabra e interpretar los acontecimientos. Otro modo de presencia es cuando las puertas de la casa se abren al amigo o al peregrino, cuando se comparte con el vecino, cuando se participa en la vida social o se trabaja de cualquier modo por los demás. Porque la familia siempre ha de estar abierta a los demás y lanzada hacia el futuro. Contando con esta presencia de Dios en la familia, todas las dificultades se pueden superar; las gratificaciones prevalecerán sobre las discusiones, la creatividad sobre las rutinas, la libertad sobre la costumbre, las satisfacciones sobre los vacíos, la presencia y valores sobre los problemas, las alegrías sobre las penas, la presencia y amistad sobre la soledad.
Cristo aporta, pues, a la familia la medicina y el dinamismo necesarios para que pueda convertirse en un verdadero sacramento. Cristo salva a la familia de las limitaciones de la carne, de la tiranía del sexo, del aislamiento familiarista, de la insolidaridad egoísta, de la falta de compromiso, del tradicionalismo a ultranza, del autoritarismo patriarcal, del sentido posesivo del amor. Recordemos las palabras de Jesús referentes a los lazos familiares (Mt 10,37;Mt 19,29). O las que utiliza cuando le hablan de su madre (Mc. 3, 33- 35; Lc. Il. 27-28). Cristo cambia el agua insípida del amor humano en el vino generoso y abundante del amor del Espíritu. La transformación del agua en vino durante unas bodas es un bello símbolo de la acción de Cristo sobre el matrimonio y la familia. Cristo purifica, eleva, trasciende el amor de los esposos, de manera que llegue a ser una imagen del amor de Cristo a la Iglesia. Un amor que sea, como el suyo, limpio, gratuito, generoso, incondicional, ilimitado, entregado. No niega nada, sino que lo potencia todo. Aquello de que «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona».
Dicho esto, con toda la belleza y la profundidad que encierra, debemos reconocer que Cristo también cuestiona y relatividad a la familia. Es como si quisiera romper las paredes de la casa, que la familia sea siempre algo abierto y dinámico que no se limitará a las relaciones basadas en la carne y la sangre. El quiere hacer familias más libres y más grandes, enlazadas por los lazos del Espíritu. El quiere que todos lleguemos a formar una sola familia; ha venido para eso, para crear la fraternidad y la solidaridad. Dicho de otro modo, si por una parte Cristo convierte la familia en una Iglesia, convierte, por otra, Ia Iglesia en una familia para todos. Es la familia de los hijos nacidos, "no de sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre. sino de Dios" (Jn. 1. 13). Es la familia de Dios, en la que ya no hay distinción «entre judío y griego; bárbaro y escita: esclavo y libre: hombre y mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal. 3. 28: Col. 3, 11). Es la familia en la que ya no hay puertas cerradas ni muros divisorios ni murallas defensivas ni pasos fronterizos ni bloques cerrados ni pactos beligerantes ni alianzas defensivas ni economías opresoras. Es la familia en la que todos hablarán la misma lengua, o se entenderán aunque hablen lenguas distintas, en que la colaboración sustituirá a la competencia y la solidaridad a la rivalidad y la confianza al miedo y la ayuda a la explotación. Es la familia del amor.
La superficialidad, la banalización de las relaciones familiares, la familia ligth, son un peligro para el amor en la familia de nuestro tiempo. Hoy todo es ligero, frívolo, efímero, inconsistente, permisivo. Hoy todo es rápido y cambiable: productos para usar y tirar. Acostumbrados a tantas noticias, tantos sucesos, tantas emociones, pasamos por ellos alegremente o pasan por nosotros epidérmicamente. La familia también se ve afectada por esta ola de ligereza. Es el caso de la metáfora evangélica: la casa cimentada sobre arena, que sucumbe ante cualquier viento o dificultad. Ligeras y volubles son en tantos casos las relaciones entre los esposos y entre los padres y los hijos. Se dialoga poco, se discute mucho, se vive con los nervios desatados, a golpe de gusto. Se vive a veces con más intensidad fuera que dentro. Hay casas que se convierten en fondas o en lugar de descanso y esparcimiento. Hay veces que las relaciones son tan flojas y tan poco consistentes, que a los pocos años ya se han roto y no queda nada, si acaso traumas y recuerdos. Los folletines o folletones televisivos ofrecen mil y un ejemplos de este tipo de relaciones.
El consumismo es la nueva religión del “progreso”: el piso, el chalet, el garaje, el coche, la moto para los niños, el vídeo, el ordenador, los cuadros, el aire acondicionado, toda la complicada y variada gama de electrodomésticos...: es forzoso consumir. Naturalmente, para eso hay que trabajar mucho y trabajar todos: hay que vivir deprisa y vivir «stressados», a no ser que toque algún tipo de juego o lotería o «precio justo». Se convive, pues, no para la común-unióm sino para el común-consumo y disfrute de las cosas. La idolatría del tener.
El intimismo, la familia como refugio, la idolatría del sofá, la falta de solidaridad y de compromiso social. Se quiere vivir cómodamente, casi narcisísticamente, y no se quieren complicaciones de ningún tipo. Es verdad que la familia está llamada a ser en medio de la sociedad dura, fría, competitiva, un oasis afectivo y emocional en el que se cultiven las relaciones individualizadas, personalizantes; en el que la persona no sea tratada como un número; en el que la intimidad prevalezca sobre la eficacia; en el que cada uno se sienta gratuitamente aceptado y amado. Pero esta vivencia de intimidad, lejos de aislar a la familia, la capacita para el trabajo y el compromiso en la sociedad… hay mucho que hacer en la vida social para proteger la familia.
Aunque la vida se pueda crear en el laboratorio, no se pueden hacer personas en el laboratorio. La persona es una realidad maravillosa que no se puede programar. A ver, ¿qué cantidad de besos y caricias necesita un niño para que llegue a ser persona?; ¿cuántas veces hay que cogerle en brazos o dejarle en la cuna?; ¿cuántas veces hay que hablarle y sonreírle?; ¿cuántos piropos hay que decirle?; ¿qué gestos y palabras debe aprender?... El hombre, cuando nace, es el ser más desvalido. Otros animalitos se valen enseguida por sí mismos. El hombre necesita mucho tiempo de las atenciones y cariño de los padres. El niño sólo puede crecer adecuadamente en una «comunidad de vida y amor», y eso es lo que llamamos familia. Aquí, en este entrañable laboratorio de vida, el ser más desvalido irá creciendo y desarrollando todas sus potencialidades, hasta llegar a ser la criatura más admirable del universo: inteligente, libre, creadora. La familia ofrece los cauces y los medios para el crecimiento. Es en la familia, donde el niño empieza a conocer su nombre y su identidad; donde se siente llamado, lo que quiere decir que alguien lo estima y se fija en él; donde se sabe distinto, con unos valores propios que ha de desarrollar; donde aprende a soñar y a llenarse de ideales. Aquí empieza a conocer su primera vocación. Cada hijo, se ha dicho, es «portador de un misterio», con una vocación personal, única e irrepetible. Es también en la familia donde empieza a enraizarse con los problemas de los demás, a sentir como suyas las aspiraciones y las luchas de sus padres, a ser consciente de que quedan mucha casa y mucho mundo por construir. No le faltarán tareas y compromisos.
Es, por fin, en la familia donde el hombre aprende a vivir la comunión. El vino a la existencia, porque fue llamado por el amor de dos personas: «Soy amado, luego existo». Empezó a encontrar una acogida y un cariño que no merecía: la experiencia de la gratuidad. Aprendió enseguida la necesidad de relacionarse y de compartir. Y fue aprendiendo poco a poco lo que era el verdadero amor.
«La familia es la única comunidad en la que todo hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene... El otro no es querido por la utilidad o el placer que pueda procurar; es querido por sí mismo y en sí mismo. La norma fundamental es, pues, la norma personalista: toda persona... es afirmada en su dignidad en cuanto tal, es querida por sí misma… En la familia aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona... El don recíproco de sí por parte del hombre y la mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible» (Juan Pablo II). No sabemos hasta qué punto el hombre necesita de los hombres para todo. Los necesita hasta para conocer su nombre. ¿Qué sabría el hombre de sí, de sus cualidades y sus capacidades, si nunca fuera llamado? La primera llamada la tiene en la familia, y la primera interpelación y la primera oportunidad y la primera exigencia y, sobre todo, el primer amor. Y ya sabemos que siempre el amor y sólo el amor es personalizante; la persona sólo se realiza en la red del amor. Y la familia es la más hermosa red de amor, fina y fuertemente entrelazada. No hay laboratorios ni comunas que la sustituyan.
Acabamos con una oración: “Hoy, Señor, te damos gracias por nuestra familia. Gracias, Señor, por nuestros padres: siendo jóvenes quisieron complicarse la vida y me trajeron al mundo. Me han colmado de amor y me han enseñado a amar. Han llenado mi vida de besos, de caricias, de cuidados, de regalos... Y me acompañan dando seguridad a mis años. Gracias, Señor, por los padres de mis padres, mis abuelos. Su cariño, su ternura y su paciencia, sus consejos y relatos son la mejor reserva de felicidad. Gracias, Señor, por nuestros hijos, que son tuyos, pues son tu bendición a nuestro amor. Haz que crezcan sanos, que aprendan y que jueguen y sean felices. Ellos son la ilusión de nuestra vida, nuestro gozo. Gracias por los tíos y primos y parientes: todos nos hacen sentir unidos, acompañados, arraigados y seguros. Ayúdanos, Señor, a crecer en el amor y repartirlo, a crecer en experiencia y compartirla. Conserva nuestra familias unidas en el amor, para que entre todasconstruyamos el mundo sobre la solidaridad”.

lunes, 31 de octubre de 2011

Martes de la 31ª semana de Tiempo Ordinario. Cada miembro está al servicio de los otros miembros, y siempre en los brazos de Dios como un niño en braz

Martes de la 31ª semana de Tiempo Ordinario. Cada miembro está al servicio de los otros miembros, y siempre en los brazos de Dios como un niño en brazos de su madre; con la responsabilidad de ir por los caminos y senderos e insistir hasta que todos entren y se llene la Iglesia

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 12,5-16a. Hermanos: Nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros. Los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado, y se han de ejercer así: si es la profecía, teniendo en cuenta a los creyentes; si es el servicio, dedicándose a servir; el que enseña, aplicándose a enseñar; el que exhorta, a exhortar; el que se encarga de la distribución, hágalo con generosidad; el que preside, con empeño; el que reparte la limosna, con agrado. Que vuestra caridad no sea una farsa; aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo. En la actividad, no seáis descuidados; en el espíritu, manteneos ardientes. Servid constantemente al Señor, Que la esperanza os tenga alegres: estad firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración. Contribuid en las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Con los que ríen, estad alegres; con los que lloran, llorad. Tened igualdad de trato unos con otros: no tengáis grandes pretensiones, sino poneos al nivel de la gente humilde.

Salmo 130,1.2.3. R. Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor.
Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre.
Espere Israel en el Señor ahora y por siempre.

Evangelio según san Lucas 14,15-24. En aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús: -«¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!» Jesús le contestó: -«Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó un criado a avisar a los convidados: "Venid, que ya está preparado." Pero ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: "He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor. " Otro dijo: "He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor." Otro dijo: "Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir." El criado volvió a contárselo al amo. Entonces el dueño de casa, indignado, le dijo al criado: "Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos." El criado dijo: "Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio." Entonces el amo le dijo: "Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa." Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete.»

Comentario: 1.- Rm 12,5-16a. 1. Pablo ha terminado el tema del destino de Israel y, con él, la parte más teológica de su carta. Ahora, a partir del capítulo 12, se fija en algunos aspectos de la vida de la comunidad cristiana. Sobre todo es la unidad la que le preocupa. La Iglesia es como un cuerpo orgánicamente unido y diversificado en sus miembros. Cada miembro de este cuerpo tiene sus dones particulares: predicación, servicio, enseñanza, distribución, presidencia. Y todos ellos deben ser ejercitados en beneficio del único cuerpo: "somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros". Para que vaya bien la vida de comunidad, hace Pablo una enumeración de actitudes, a la vez sencillas y difíciles: caridad, cariño, diligencia en el trabajo, esperanza alegre, firmeza, acogida y hospitalidad, solidaridad con los que ríen y con los que lloran, humildad...
¡Vaya programa de vida comunitaria el que se nos propone también a nosotros, después de dos mil años! La imagen del cuerpo humano, diverso y uno, es una de las preferidas de Pablo para describir cómo debe ser la Iglesia de Jesús. Aquí sí que no nos podemos excusar en que han cambiado las circunstancias sociales, porque también ahora sigue siendo fundamental que nos sintamos un único cuerpo eclesial, el cuerpo de Cristo. Y que unos a otros nos apoyemos y ayudemos, como los miembros de un cuerpo trabajan parael bien del conjunto. Cada uno con lo que pueda. No todos presiden ni enseñan ni están encargados de la administración. Pero todos pueden aportar su granito de arena a la construcción unitaria de la comunidad. Habrán cambiado muchas cosas, pero sigue siendo muy actual que nos digan que "nuestra caridad no sea una farsa", que seamos "cariñosos unos con otros, como buenos hermanos", que nos mantengamos "firmes en la tribulación" y "asiduos en la oración", que "riamos con los que ríen y lloremos con los que lloran", que respetemos y amemos a todos, y que colaboremos sinceramente en la tarea común. En la base de toda esta fraternidad, Pablo nos urge a que no nos busquemos a nosotros mismos, que "no tengamos grandes pretensiones, sino que nos pongamos al nivel de la gente humilde". Es lo que el salmo nos hace decir: "guarda mi alma en la paz... mi corazón no es ambicioso, no pretendo grandezas que superan mi capacidad". Esta humildad nos ahorrará disgustos y nos pondrá en la debida actitud en la presencia de Dios y de nuestros hermanos de comunidad.
Terminada la exposición «doctrinal», he ahí la parte de «aplicaciones prácticas» de orden más moral: hay que sacar conclusiones concretas... ¿cómo viviremos, ahora que hemos comprendido mejor el designio de Dios? -Todos nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. La primera consecuencia concreta es la «unidad» de la comunidad cristiana. Era uno de los grandes problemas de san Pablo. Los primeros cristianos venían de ambientes muy diferentes, con usos y costumbres diametralmente opuestos los unos a los otros. El peligro de cisma, de escisión, de secta, amenazaba siempre. También ocurre así HOY, en que los conflictos parecen exasperarse. San Pablo empieza dando el «principio» de la unidad, el «Cuerpo único que nosotros formamos». La frase es casi intraducible; en el texto griego, las palabras «oí polloi en soma esmen» son voluntariamente aproximativas... «los muchos un cuerpo somos»... La unidad de la Iglesia queda así establecida en su más profundo nivel: aquel a quien no acepto, aquel que me pone los nervios de punta, aquel que tiene opiniones enteramente opuestas a las mías, aquel que me hace sufrir... ¡es un «miembro de mí mismo»! somos «miembros los unos de los otros».
-Según la gracia de Dios, hemos recibido dones «diferentes». ¡No nos parecemos! Tanto mejor. Somos «diferentes». Tanto mejor. Ha sido hecho adrede. Dios lo ha querido así. Es un don de Dios. Pero, en conjunto, no nos gusta. No nos gustan las diferencias entre nosotros. Esto no es agradable. Las cosas serían mucho más fáciles si todo el mundo se pareciese a «mi» y pensara como «yo».
-Don de profecía... Don de servicio... Don de enseñar... Don de animar... Don de dirigir... Don de abnegación... Pablo insiste sobre la diversidad de los dones de Dios. Ningún orgullo, dice. Lo recibido no es para sí. Concédeme, Señor, no humillar los «dones» de los demás... Concédeme, Señor, no humillar a los demás con mis propios dones... Concédeme poner todos mis dones al servicio del conjunto. Ayúdanos, Señor, a descubrir y a valorar los dones de los demás... a ayudarlos a desplegar su personalidad, a ocupar su lugar en la comunidad. Dedico un rato a descubrir los «dones» de los que me rodean... Es una oración que ha de hacerse a menudo.
-Manteneos unidos los unos a los otros con afecto fraterno... Fraternidad... -Sed respetuosos, rivalizando en la estima mutua... Es el reconocimiento de los dones... -No frenéis el empuje de vuestra generosidad... dinamismo, empuje... -Dejad surgir el Espíritu... ¡Es extraordinaria esta fórmula audaz! -Manteneos siempre al servicio del Señor... Pablo nos lo dijo ya: «servidores». -Que la esperanza os mantenga alegres... Cuando viene la alegría, aceptarla. -En las tribulaciones sed enteros... No os rajéis. Aguantad. -Compartid... Que vuestra casa sea siempre acogedora... ¡Todo un programa!
-Bendecid a los que os persiguen. Desead el bien para ellos... No es nada fácil, Señor. -Alegraos con los que se alegran. Llorad con los que lloran... Adaptarse a los sentimientos de los demás: mantened relaciones interpersonales. -Estad de acuerdo entre vosotros... San Pablo es reiterativo ¡Las cosas no se arreglan en seguida! -No penséis en grandezas... No queráis dominar. Dejaos atraer por lo humilde... Así, las altas consideraciones doctrinales, teológicas. terminan en estos consejos sencillos y concretos que es preciso releer y a partir de los cuales hay que orar (Noel Quesson).
Se hace eco Pablo de ideas que había expresado en 1 Cor 12,8-10.28 y explica de nuevo diversos carismas con la imagen del cuerpo para resaltar su variedad en la unidad: cada uno coopera el bien de todos, a la vez ue busca su propio bien espiritual. “Después de haber hablado el apóstol de aquellos dones que no son comunes a todos, aquí enseña que la caridad es el don común a todos” (Santo Tomás de A.)

2. Sal 130. Decía Juan Pablo II: “Hemos escuchado sólo pocas palabras, cerca de treinta en el original hebreo del salmo 130. Sin embargo, son palabras intensas, que desarrollan un tema muy frecuente en toda la literatura religiosa: la infancia espiritual. De modo espontáneo el pensamiento se dirige inmediatamente a santa Teresa de Lisieux, a su "caminito", a su "permanecer pequeña" para "estar entre los brazos de Jesús". En efecto, en el centro del Salmo resalta la imagen de una madre con su hijo, signo del amor tierno y materno de Dios, como ya lo había presentado el profeta Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé (...). Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer" (11,1.4).
El Salmo comienza con la descripción de la actitud antitética a la de la infancia, la cual es consciente de su fragilidad, pero confía en la ayuda de los demás. En cambio, el Salmo habla de la ambición del corazón, la altanería de los ojos y "las grandezas y los prodigios" (v 1). Es la representación de la persona soberbia, descrita con términos hebreos que indican "altanería" y "exaltación", la actitud arrogante de quien mira a los demás con aires de superioridad, considerándolos inferiores a él. La gran tentación del soberbio, que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal (cf Gn 3,5), es firmemente rechazada por el orante, que opta por la confianza humilde y espontánea en el único Señor.
Así, se pasa a la inolvidable imagen del niño y de la madre. El texto original hebreo no habla de un niño recién nacido, sino más bien de un "niño destetado" (v 2). Ahora bien, es sabido que en el antiguo Próximo Oriente el destete oficial se realizaba alrededor de los tres años y se celebraba con una fiesta (cf Gn 21,8; 1 S 1,20-23; 2 M 7,27). El niño al que alude el salmista está vinculado a su madre por una relación ya más personal e íntima y, por tanto, no por el mero contacto físico y la necesidad de alimento. Se trata de un vínculo más consciente, aunque siempre inmediato y espontáneo. Esta es la parábola ideal de la verdadera "infancia" del espíritu, que no se abandona a Dios de modo ciego y automático, sino sereno y responsable.
En este punto, la profesión de confianza del orante se extiende a toda la comunidad: "Espere Israel en el Señor ahora y por siempre" (v 3). Ahora la esperanza brota en todo el pueblo, que recibe de Dios seguridad, vida y paz, y se mantiene en el presente y en el futuro, "ahora y por siempre". Es fácil continuar la oración utilizando otras frases del Salterio inspiradas en la misma confianza en Dios: "Desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios" (Sal 21,11). "Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá" (Sal 26,10). "Tú, Dios mío, eres mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías" (Sal 70,5-6).
Como hemos visto, a la confianza humilde se contrapone la soberbia. Un escritor cristiano de los siglos IV y V, Juan Casiano, advierte a los fieles de la gravedad de este vicio, que "destruye todas las virtudes en su conjunto y no sólo ataca a los mediocres y a los débiles, sino principalmente a los que han logrado cargos de responsabilidad con el uso de la fuerza". Y prosigue: "Por este motivo el bienaventurado David custodia con tanta circunspección su corazón, hasta el punto de que se atreve a proclamar ante Aquel a quien ciertamente no se ocultaban los secretos de su conciencia: "Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad". (...) Y, sin embargo, conociendo bien cuán difícil es también para los perfectos esa custodia, no presume de apoyarse únicamente en sus fuerzas, sino que suplica con oraciones al Señor que le ayude a evitar los dardos del enemigo y a no ser herido: "Que el pie del orgullo no me alcance" (Sal 35,12)". De modo análogo, un antiguo texto anónimo de los Padres del desierto nos ha transmitido esta declaración, que se hace eco del Salmo 130: "No he superado nunca mi rango para subir más arriba, ni me he turbado jamás en caso de humillación, porque todos mis pensamientos se reducían a pedir al Señor que me despojara del hombre viejo"”.
El Catecismo intenta explicar el misterio: “Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las "perfecciones" del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios: las de una madre (cf. Is 49,14-15; 66,13; Sal 131,2-3) y las de un padre y esposo (cf. Os 11,1-4; Jr 3,4-19)” (370).
“Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios” (239).
A cada uno, Dios nos ha concedido su Gracia, su Espíritu y los carismas necesarios para que contribuyamos a la construcción del Reino de Dios entre nosotros. Hemos de aceptar con amor el lugar que nos corresponde en la Iglesia y cumplir, sin envidias ni rivalidades, aquello que el Señor nos haya confiado. No seamos siervos inútiles en el cumplimiento de lo que nos corresponda llevar a cabo en la Evangelización, que el Señor nos ha confiado. No claudiquemos, no seamos mediocres ni miedosos ante los retos que la vida nos presenta, ni nos detengamos ante la persecución de los poderosos que quisieran apagar la voz de los profetas. Seamos fieles al Señor sabiendo que Él velará siempre de nosotros. Que esa sea parte de nuestra fe y de nuestra confianza en los brazos de Dios.

3.- Lc 14,15-24. Sigue el clima de una comida (¡la de cosas que pasaban en las comidas en las que participaba Jesús!). Esta vez propone Jesús la parábola de los invitados al banquete del Reino. La alusión debía ser muy clara: los del pueblo de Israel eran los que antes que nadie recibieron la invitación para el "banquete del Reino de Dios". Pero, cuando llegó la hora, rehusaron asistir, poniendo excusas: la compra de un campo o de unos bueyes, la boda reciente. Pero Dios no cierra la puerta del convite: invita a otros, los que los israelitas consideraban "pobres, lisiados, ciegos y cojos". Dios quiere "que se le llene la casa". Ya que no han querido los titulares de la invitación, que la aprovechen otros.
¿Son sólo los israelitas los ingratos, que no saben aprovechar la invitación y se autoexcluyen del banquete? Cada uno de nosotros debería hacerse un chequeo -una ecografía de intenciones y de corazón- para ver si mereceríamos también la queja de Jesús por no haber sabido aprovechar su invitación. Si nos invitaran a hacer penitencia o a un trabajo enorme, se podría entender la negativa. Pero nos invita a un banquete. A la felicidad, a la alegría, a la salvación. ¿Cómo es que no sabemos aprovechar esa inmensa suerte, mientras que otros, mucho menos favorecidos que nosotros, saben responder mejor a Dios? Cuando Lucas escribía este evangelio, ya se veía que Israel, al menos en su mayoría, había rechazado al Mesías, mientras que otros muchos, procedentes del paganismo, sí lo aceptaban. La Palabra de Dios que escuchamos, su perdón, su gracia, la fe que nos ha dado, la comunidad eclesial a la que pertenecemos, los sacramentos, la Eucaristía, el ejemplo de tantos Santos y Santas, el ejemplo también de tantas personas que nos estimulan con su fidelidad: ¿no estamos desperdiciando las invitaciones que nos envía continuamente Dios? ¿qué excusas esgrimo para no darme por enterado? ¿hago como los niños que no aceptaban ni la música alegre ni la triste? ¿o como los que no acogieron ni al Bautista, por austero, ni a Jesús, por demasiado humano? Cuando llegue la hora del banquete, Irán delante de nosotros Zaqueo, y la Magdalena, y el buen ladrón, y la adúltera: ellos no eran oficialmente tan buenos como nosotros, pero aceptaron agradecidos y gozosos la invitación de Jesús. En cada Eucaristía somos invitados a participar de este banquete sacramental, que es anticipo del definitivo del cielo: "dichosos los invitados a la cena del Señor" (en latín, "a la cena de bodas del Cordero"). Celebrar la Eucaristía debe ser el signo diario de que celebramos también todos los demás bienes que Dios nos ofrece (J. Aldazábal).
-Jesús estaba a la mesa. Uno de los comensales le dijo: "¡Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios!" Leeremos una serie de frases muy propias para cuando se está comiendo alrededor de la mesa. Con ellas tenemos un ejemplo de conversación de Jesús con los que le invitaban o con los que eran invitados con El. La hora de la comida es un momento importante de la vida humana. Los evangelios nos relatan muchas de las comidas de Jesús. Nuestras comidas de la tierra son una imagen y un anuncio del "banquete mesiánico" en el Reino de Dios. La eucaristía ha asumido ese simbolismo de la comida.
-Jesús dijo: "Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente. A la hora del banquete mandó al criado a decir a sus invitados: Venid que ya está preparado". Dios invita. Yo soy el invitado.
-Pero todos, en seguida, empezaron a excusarse. El primero dijo: He comprado un campo... otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes... otro dijo: Me acabo de casar, no puedo ir. ¿Cuáles son mis excusas habituales cuando rehúso la invitación de Dios? ¿Qué contrapongo a lo que Dios espera de mí? ¿Qué es lo que ocupa el lugar de Dios en mi vida?
-Entonces el dueño de la casa indignado dijo a su criado: sal corriendo a las calles y plazas de la ciudad y tráete a los "pobres", a los "lisiados", a los "ciegos" y a los "cojos". ¡Y la cosa vuelve a empezar! Decididamente Jesús está muy empeñado en favor de todos los desafortunados. ¡Ellos son los invitados a la "mesa de Dios"! Los ricos estaban embarazados en sus propiedades -"mi campo"-; sus asuntos -"mis bueyes"-; o su felicidad familiar -"mi esposa"-. Cuando se está satisfecho con lo que uno tiene, no se siente necesidad de nada más. ¡Ser pobre, estar insatisfecho! ¡Señor, que "mis asuntos" no me impidan estar disponible! Ayúdame a estar siempre a punto de responder a tus invitaciones.
-El criado dijo: "Señor, todavía queda sitio". El dueño le dijo: "Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa". ¡Qué amasijo más heteróclito! Cuando se miraron los unos a los otros, vieron un conjunto inverosímil de "lisiados, cojos, algunos con los ojos enfermos, pobres"... aumentado con los "transeúntes" recogidos tal cual por la calle, sin el traje adecuado. ¡Vaya festín elegante! Tal es la voluntad de Dios. Tal es la "comida" que Dios nos ofrece. Tal debería de ser la Iglesia; abierta a todos los desgraciados de la tierra, a todos los que sufren, y salvadora de todas las miserias. El mundo moderno no cree que sea siempre posible reunir gente de razas distintas, de todos los niveles sociales, de todas las mentalidades. Ciertamente, Jesús, en nombre mismo del Padre de todos esos hombres, nos pide aquí, una fraternidad muy difícil. Pero, para ese mundo desgarrado, es urgente que los cristianos tomen conciencia de la originalidad del evangelio y de las responsabilidades que supone el estar bautizados. Hoy a veces se pregunta ¿qué tienen los cristianos de más que los que no lo son", en qué "se diferencian": pues bien, la diferencia se halla ¡en esta exigencia extraordinaria de amor universal! (Noel Quesson).
Dios es como un rey que ha preparado las bodas de su hijo, con la fiebre característica de los días que preceden a esa fiesta. El Rey ha mandado a decir: "Ya está todo preparado para el festín". Pero aunque salga de la cocina un olor apetitoso y esté la mesa bien preparada y las lámparas encendidas y las flores llenando con su aroma la sala del banquete, falta lo esencial al festín: ¡los invitados, que no han venido; ¡imaginaos la gran mesa del rey sin convidados! Todos lo que él esperaba, los viejos amigos, los conocidos, los parientes, se han mostrado sordos a su invitación. Y Dios se encuentra solo, con la mesa puesta... ¿Va a apagar las lámparas? No. Dios manda a buscar a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos. Nadie está excluido de la fiesta: en la casa de Dios la mesa estará siempre puesta para todo el mundo.
Dios invita a las bodas de su Hijo con la humanidad. No va a casarle con una humanidad de ensueño, santa y pura. La novia ha mancillado su inocencia y se ha ensuciado en las peripecias de la historia. Lleva los estigmas de muchos amores adúlteros... El Hijo del Rey será un "mal casado": la novia no es digna de El, pensarán los invitados que se excusaron. Pero los pobres, los marginados, se alegraron: Dios no ha retrocedido ante el pecado. No alimenta espejismos acerca de la humanidad, y su cariño tiene unas veces los acentos del amor decepcionado; otras, los de los celos, la amenaza, la pasión loca. Pero Dios -y nada ni nadie podrá cambiarlo- mantiene su promesa increíble: "Te desposaré conmigo para siempre". Se sentarán a su mesa los Zaqueos, los Mateos, las Magdalenas, los ciegos de Siloé y los paralíticos de Cafarnaúm, las samaritanas y las adúlteras perdonadas. Dios celebrará las bodas de sangre entre su Hijo y la humanidad.
Dios invita al pueblo de Israel a participar en su pueblo, pero cuando estaba todo preparado y viene Jesús, el esposo… tiene que ir a los paganos, a los caminos… “Responsables ante Dios: Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su libre albedrío (Ecclo XV, 14). Esto no sucedería si no tuviese libre elección (Santo Tomás de Aquino). Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino de la lucha interior, que es empresa para toda la vida, porque mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad.
Nuestra fe cristiana, además, nos lleva a asegurar a todos un clima de libertad, comenzando por alejar cualquier tipo de engañosas coacciones en la presentación de la fe. Si somos arrastrados a Cristo, creemos sin querer; se usa entonces la violencia, no la libertad. Sin que uno quiera se puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar; puede, sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero sólo puede creer el que quiere (san Agustín). Y resulta evidente que, habiendo llegado a la edad de la razón, se requiere la libertad personal para entrar en la Iglesia, y para corresponder a las continuas llamadas que el Señor nos dirige.
En la parábola de los invitados a la cena, el padre de familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los caminos y cercados e impele -compelle intrare- a los que halles a que vengan. ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima libertad de cada conciencia?
Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto…, si alguno quiere venir en pos de mí… Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia El (san Agustín).
Cuando se respira ese ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud. El que peca contra Dios conserva el libre albedrío en cuanto a la libertad de coacción, pero lo ha perdido en cuanto a la libertad de culpa (santo Tomás de A.). Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad.
Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.
El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad -tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias- se emplea entera en aprender a hacer el bien.
Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados -cohibidos o envidiosos- en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo -si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos-, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana.
Nuestra fe no es una carga, ni una limitación. ¡Qué pobre idea de la verdad cristiana manifestaría quien razonase así! Al decidirnos por Dios, no perdemos nada, lo ganamos todo: quien a costa de su alma conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar (Mt 10,39).
Hemos sacado la carta que gana, el primer premio. Cuando algo nos impida ver esto con claridad, examinemos el interior de nuestra alma: quizá exista poca fe, poco trato personal con Dios, poca vida de oración. Hemos de rogar al Señor -a través de su Madre y Madre nuestra- que nos aumente su amor, que nos conceda probar la dulzura de su presencia; porque sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores (J. Escrivá de Balaguer)”
Hoy Dios sigue recorriendo las plazas. ¿Es verdad, entonces, que estamos invitados a la cena real de Dios, a las bodas del hijo del rey, a la mesa pascual? ¡No penséis en ello! ¡Más vale que busquéis un pretexto aparente para no acudir! ¡Ah, si la humanidad supiera la ambición de Dios sobre ella! Humanidad coja, lisiada, ciega; es a esa humanidad a la que Dios invita a las bodas, ¡no a una humanidad de ensueño! Y la alegría no será la exuberancia ficticia y sin futuro de las cenas de negocios y sin alma. La alegría será a la medida del asombro de encontrarse ahí en la sala de bodas, a pesar de nuestros defectos y de nuestras miserias (“Dios cada día, Sal Terrae”).
Dios sigue invitando sin cansarse. Junto a esta parábola fundamental de llamada, podemos enumerar otras que, aun sin tener la misma estructura, tocan el mismo argumento:
- Mt 20, 1-16: el reclutamiento de los obreros para la viña en distintas horas. Está el patrón que llama y después, al pagar el salario, mira más a su liberalidad que al trabajo realizado: el acento, pues, está en la magnanimidad del patrón y en la gracia de la llamada.
- Mt 21, 28-32: la breve parábola de los dos hijos (¡se usa poco porque es muy peligrosa!). Un hijo dice: Voy, y no va; el otro dice: No voy, y va. Son distintas respuestas a la llamada del padre que formula una invitación, una orden, una petición. ¿Quién escucha en realidad la llamada? El que de hecho va, no el que solamente dice sí.
Lc 14, 12-14: es un dicho sapiencial, pero que se cita por su afinidad con nuestro tema. Si nos colocamos de parte de quien invita y de su liberalidad, estamos en el cuadro de la llamada, de una llamada gratuita, que no espera ninguna recompensa: espera la respuesta, pero no para sacar provecho.
- Mt 13, 44-46: las parábolas del tesoro escondido y de la perla. El descubrimiento del tesoro y de la perla es una ocasión única, providencial, y responsabiliza ante una llamada: ¿qué hago ahora, cómo respondo? ¡Muévete, vende lo que tienes!
- Lc 14, 28-33: en este contexto yo añadiría la construcción de la torre y la guerra. Quien quiere construir una torre, debe primero hacer sus cuentas. Quien quiere hacer la guerra, tenga cuidado de no ir con pocos hombres. ¿Qué quiere decir? Que quien quiera seguir a Jesús tiene que renunciar a todo, tiene que hacer sus cuentas con la secuela. Son dos parábolas que indican la decisión total con que es necesario seguir la invitación de Jesús y, por tanto, ponen en parábola la narración histórica de la invitación del joven rico. El joven rico representa una típica escena de invitación con las condiciones de la secuela: "Ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres". Tiene un paralelo muy estrecho con el tesoro escondido en el campo, la perla preciosa, la construcción de la torre y la guerra. La llamada parte de un corazón gratuito, pero compromete al hombre en su totalidad, exige que lo deje todo. Por esto, el hombre se defiende instintivamente: me casé, compré campos, bueyes... Solamente acepta gustoso quien es pobre de espíritu: "Dichosos los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos".
- Lc 10,29-37: la parábola del buen samaritano: es una narración aparte, precisamente por su grandiosidad… el encuentro con el herido es una llamada, una ocasión de invitación. ¿Quieres ser prójimo? Uno responde que no, el otro también dice que no, y otro responde que sí. Y ser prójimo quiere decir olvidar el propio camino, dejar el propio camino, bajarse de la cabalgadura, ocuparse del hermano, tener misericordia. Aunque con distintas palabras, están presentes las condiciones de la secuela para vivir el mandamiento del amor.
Estas son las parábolas de la llamada: nueve en total.
CARACTERÍSTICAS DE LA INVITACIÓN: ¿Qué dicen las parábolas de la llamada? Partiendo de la más importante, la del banquete, enumero algunas características que nos ayuden a comprender mejor el pensamiento de Jesús:
1. El reino de Dios es festivo, precioso, alegre: en efecto, es semejante a un banquete, a un tesoro, a una perla maravillosa.
2. La entrada al banquete no es libre, se requiere una invitación. Un patrón llama, un rey invita; se coloca a los invitados ante una situación de responsabilidad, de elección. La invitación es un acto de gracia y quien invita quiere difundir su alegría, manifestarla, participarla.
3. La invitación es seria, empeñativa. El acento es muy fuerte sobre este aspecto. Es una invitación de amor que compromete la vida, que la empeña seriamente. Es evidente el salto de cualidad entre lo humano y lo divino. Una invitación humana se puede aceptar o rechazar. Si se rechaza, no hay ningún perjuicio serio; si se la acepta, no queda uno comprometido existencialmente. En cambio, Dios es tan misterioso, maravilloso, que, al invitar, compromete, y es un compromiso que cambia totalmente la vida, la transfigura, la hace nueva.
4. Quien rechaza la invitación es insensato e irrazonable. Quien no va al banquete del rey presenta pretextos, porque sabe que ofende al rey, sabe que se equivoca y, por tanto, no razona bien, se comporta como insensato.
5. Quien rechaza legitima su respuesta. El hombre tiende a legitimar su rechazo a la palabra de Dios, a su llamada. Aun cuando se trata de llamadas sencillas, que expresan el reino en los acontecimientos cotidianos, quien rechaza encuentra siempre excusas que parecen buenas. El hombre se avergüenza de decir: Dije no a la palabra de Dios. Prefiere más bien imputar su no a las circunstancias externas, a la inoportunidad del momento: Después, ahora no, hay una cosa importante por hacer... La parábola escruta aquí las profundidades tenebrosas de la sique que racionaliza siempre lo que hace para demostrar que por lo menos tenía alguna razón.
6. La invitación se hace libremente. Se necesita la invitación, porque la entrada no es libre, pero no está reservada a una élite: está dirigida a los pobres, a los tullidos, a los cojos, a todos. Ya lo vimos en la búsqueda de los perdidos y aquí lo vemos bajo el tema de la invitación: están invitados todos los desgraciados, los pobres, y no solamente los doctos, los sabios, los inteligentes, los nobles. La parábola parte de estos precisamente porque tiene un fondo humano, luego lo supera y revela que el rey, el amo quiere a todos, hasta a los más miserables.
No hay, pues, una Iglesia de élite, hay una Iglesia para todos indistintamente y la invitación se hace a la primera hora, a las horas intermedias y a la última hora, a todas las horas, en todos los tiempos.
Con liberalidad. El salario que el dueño de la viña da a los trabajadores de la última hora indica que, en el fondo, al dueño no le importaba tanto el trabajo, sino más bien que la persona respondiera y que se fuera contenta. Como ya lo decíamos, la liberalidad del dueño, la falta de la justicia distributiva nos crea siempre dificultades, cuando tenemos que explicar esta parábola.
7. La invitación exige obediencia y desapego. Es una característica que recuerda la del tercer punto: invitación seria y empeñativa. Pero aquí se profundiza: no basta decir sí con las palabras, y obedece el hijo que con las palabras había dicho que no, pero después va. Fuera del lenguaje parabólico está la palabra de Jesús: "No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre" (Mt 7,21). La invitación exige totalidad, porque quien encuentra el tesoro vende todo lo que tiene, para comprarlo, y el que encuentra la perla vende todo para comprarla. Exige seriedad, porque no se puede construir un casa sin seriedad, no se puede ir a la guerra sin la debida preparación. Responder a la invitación supone exigencias que tocan de lleno a la vida.
8. La invitación está a tu lado, imprevista, en la esquina de la calle. El samaritano no esperaba encontrar aquella invitación. A un cierto momento interviene la llamada: ¿Quieres ser prójimo, quieres amar al prójimo? Entonces tienes que hacer así y así, pues de lo contrario no amas al prójimo. No es sólo una invitación genérica a la fe: evidentemente también está este aspecto, pero se especifica en todas las situaciones de responsabilidad seria ante la que se pone la vida y que son oportunidades y al mismo tiempo posibilidades de fallar.
EL NEGOCIO DEL REINO: ¿Qué clase de personas tiene ante sí quien dice estas parábolas?
1. Personas que saben qué es un negocio, saben qué es una buena ocasión en la vida. Pero creen que "negocio" son sólo los asuntos cotidianos: dinero, casas, bienes de consumo, realidades de la vida común y corriente. Y creen que el negocio del reino no es tan importante. Es, pues, gente que tiene que ser sacudida, que debe comprender: Pongan mucha atención porque ustedes por los negocios pierden el "negocio", pierden el "chance" fundamental de su vida, la ocasión única e irrepetible de su plenitud humana, de su salvación. Es un auditorio que necesita quedar comprometido en el discurso parabólico: Estos hombres que rechazaron la invitación al banquete del rey son unos maleducados, se ¡equivocaron! ¿Y tú?
Hubieran podido perfectamente ir a ver los bueyes el día siguiente, sin preferir la compra de los animales a una invitación tan importante y tan gentil! ¿Y tú?
2. Personas que creen que la vocación cristiana es una cosa junto a otras, que se puede mezclar con las otras. La vocación no es para ellos "la cosa", el "negocio", que no sufre y no admite mezclas. De aquí la necesidad de insistir sobre la seriedad de las exigencias: la fe compromete toda la vida, a todo el hombre, a la persona en su totalidad: "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con todo el alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas".
El reino compromete al hombre en su totalidad y, a partir de esta intuición fundamental, se colocan las otras realidades. No basta un poco de religión, un poco de honestidad humana, la misa del domingo, un poco de oración, un poco de diversión, en el sentido de una medida.
Entonces comprendemos cuán actual es el público de las parábolas de la llamada ¡y cuán dentro está de nosotros! Nosotros somos los destinatarios de estas parábolas, debemos sentirnos comprometidos, porque fácilmente hay en nuestra vida y en nuestra jornada muchas cosas que no van con la seriedad de las exigencias de Jesús.
"Concédenos, Señor, comprender que somos nosotros, aquí, los destinatarios de estas parábolas y que el tema de la llamada es sobre todo para nosotros. Señor, tú que nos llamas, haznos conocer la seriedad, la univocidad, lo unívoco, la exigencia, la totalidad de la llamada bautismal y de esta llamada vocacional que no es sino la explicitación histórica, personal, ministerial de la llamada bautismal en la Iglesia".
LA INVITACIÓN A LAS BODAS: ¿Qué tiene en el corazón Jesús que habla, que narra las parábolas de la llamada? Me parece que pueden leer en su corazón sobre todo tres convicciones:
1. Quien habla así está convencido de que el Evangelio es una ocasión preciosísima para el hombre, no comparable con nada. Jesús está convencido de que el Evangelio y la adhesión al Evangelio, la fe, la justicia, la santidad que son consecuencias del mismo, son una oferta a la libertad del hombre que no debe dejar perder por ningún motivo, porque es el verdadero bien del hombre.
2. Quien habla así tiene un gran sentido de que Dios es todo para el hombre y, por tanto, a Dios que llama no se le puede decir que no. Jesús sabe que el Dios amor es quien hace al hombre, quien lo realiza, quien constituye su plenitud.
3. Hay otra verdad que me parece se deba leer en el corazón de Jesús, aunque no se la diga muy directamente en las parábolas, porque hablan sobre todo del Padre. Quien pronuncia estas parábolas tiene la autoridad divina y mesiánica para decir: ¡Sígueme!, ven detrás de mí. Y para poner las condiciones: el que viene detrás de mí y no reniega la propia vida no puede ser mi discípulo. En el ámbito de todo el Evangelio es claro que aquí Jesús es Mesías, Hijo del hombre e Hijo de Dios, Señor de la historia humana, capaz de llamar en la historia humana. Para nosotros hay algo más. Las parábolas presentan el tema del banquete y también del banquete nupcial, de las bodas; entonces tenemos que decir que en el contexto neotestamentario no solamente el Señor puede llamar y llama en la historia, me ha llamado y me llama, sino que es el Esposo que invita a las bodas, me invita a la intimidad: "He aquí que estoy a la puerta y llamo (...) el que me abre cenará conmigo y yo con él" (Ap 3,20).
"Concédenos, Señor, saberte leer así en mi vida y comprender ese "chance", esa ocasión providencial, formidable, que es para mi vida la llamada, la vocación, en la que se expresa tu apelación histórica, irrepetible y poderosa hacia mí, en el ámbito de la Iglesia y de su posibilidad de llamar".
MISIÓN Y ACCIÓN VOCACIONAL. Podemos sacar de la meditación dos consecuencias.
1. La primera es sobre la misión de la Iglesia y de cada uno en la Iglesia. ¿De dónde nace el impulso misionero que caracteriza a la Iglesia, que es parte esencial de la Iglesia?
a) En las personas nace, ante todo, del sentido de la preciosidad del "bonum fidei", del bien de la fe, de la certeza de que la fe vale más que cualquier otra cosa. Vale más que cualquier otra cosa para mí, y más que cualquier otra cosa para los demás. La fe es el bien supremo para mí y para los demás porque es fundamento y raíz de la salvación plena y total del hombre. El impulso misionero nace, pues, de la profundidad de la fe, de la viveza de la fe, de la alegría de la fe, de la fatiga de la fe, del sufrimiento por la fe. Es la proclamación de la fe.
b) En segundo lugar, considerando la fe en sí misma, no las personas, podemos decir que el impulso misionero nace del hecho de que siendo la fe un "bien", pide por su naturaleza misma ser difundido, sobre todo la fe vivida en la caridad, en el amor. Si la Iglesia es amor y amor que nace de la fe, este amor no puede menos de difundirse, no puede no comunicarse: la comunicatividad intrínseca de la fe como bien, si las personas la viven, es la que se convierte en ellos en deseo de comunicarla. Por eso la misma Iglesia, en cuanto comunidad de fe, es misionera, lugar abierto y difusivo. Una comunidad cristiana no puede contentarse con decir: a nosotros se nos ha dado el don de la fe y por esto ¡demos gracias al Señor! Si es verdadera comunidad cristiana tiene que vivir la necesidad de difundir siempre la fe, en todas partes, en todo.
Ya antes del Vaticano II, Pío XI, en su encíclica sobre las misiones, escribía: "Para todos los que, por gran don misericordioso de Dios, tienen la fe, y no hay obra de caridad más agradable a Dios y obra de amor más insigne para con el prójimo, ni hay deber más grave y urgente que el de propagar el don de la fe según sus propias fuerzas". Propagar la fe es el primer deber del cristianismo, es la caridad más grande; todas las otras obras de caridad están unidas y subordinadas a esta obra suma. Entonces nosotros somos tanto más misioneros, cuanto más profunda es nuestra fe, cuanto está más radicada en nosotros y expresada en el amor. Profundidad de la fe no quiere decir necesariamente fe pacífica o fe que no nos pone problemas: más bien quiere decir lucha por la fe, amor por la fe, oscuridad en la fe, desierto de la fe, desierto en donde el hombre siente cada vez más que la fe es su salvación, su plenitud, la totalidad de sí, y se hace incapaz de definirse sin ella.
2. La segunda consecuencia es sobre la actividad vocacional. ¿De dónde nace el impulso vocacional? Como para la fe, nace de la conciencia profunda, personal y comunitaria, que es el bien supremo, en el que se realiza para cada uno el don de la fe. Se realiza para mí y para los demás. El impulso vocacional no tiene, pues, nada que ver con el sentido de propaganda humana, con el sentido de ambición de aumentar el número de los miembros de la Congregación, con el deseo de no morir solos, sino viendo el rostro de nuevos hermanos de religión. Lo que vale es la vocación para mí, es el lugar en donde he encontrado la plenitud de la cruz y de la vida y por este deseo que valga para los demás. Entonces la vocación se propondrá como bien sumo, a la luz de Dios, no como empujón, como trampa (ven y verás que te vas a encontrar bien, que hay muchas cosas que te gustarán...). Tal vez podemos responder a la pregunta tan frecuente hoy: ¿Por qué hay pocas vocaciones? Evidentemente porque hay quien se va a casar, quien ha comprado un campo, quien tiene que ir a ver los bueyes: por tanto, la excusa, la legitimación, el rechazo por parte de quien recibe la llamada. Y también, quizás, porque la llamada es flaca, débil. Hay estos dos elementos. No basta decir que los jóvenes son poco generosos. Hay que añadir que, tal vez, nuestra vida -religiosa y sacerdotal- no se vive con alegría, con el entusiasmo y con la plenitud del amor a la cruz, con la totalidad de la donación, con la luminosidad del ejemplo, con la fuerza de la unidad y del amor, con la convicción de que en la comunidad uno se santifica realmente.
Reflexionemos seriamente y pidámosle al Señor que sepamos traducir para nosotros, para mí, la parábola de la llamada. No debemos temer preguntarnos: ¿Por qué mi llamada es débil? Cumplo bien con mi deber, trato de servir con generosidad y, sin embargo, me siento incómodo al tener que llamar a otros: ¿por qué? Si ponemos toda nuestra buena voluntad para aclarar en nosotros todos estos motivos, el Señor nos concederá una luz nueva para nosotros y para los demás (Carlo M. Martini).
La comida, la cena festiva, es en todas las culturas uno de los símbolos más grandes de unidad comunitaria y familiar. En la cultura semita era símbolo de la máxima comunión. Participar de la mesa de otra persona comprometía a los invitados con el oferente de la cena. Jesús aprovecha este valor cultural para resaltar los valores del Reino. Pues, éste no es una realidad ajena a nuestra cotidianidad, al devenir histórico, a los valores humanos. El Reino de Dios es precisamente la máxima realización de los ideales humanos de fraternidad, solidaridad y justicia. Y, precisamente, en la comida comunitaria se viven los signos que muestran como posible o realizable el Reino entre los seres humanos. La parábola del banquete del Reino muestra cómo los que están empeñados exclusivamente en sus negocios ("Compré un campo y es necesario que me disculpes"), en el frenesí de su trabajo ("Compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas") o en la exclusividad del círculo familiar, no pueden entrar a participar plena y gozosamente en la vida comunitaria. Ésta exige, una disponibilidad generosa y la aspiración de construir algo más grande que los pequeños negocios y trabajos familiares. Por estas razones, aquellos que están empeñados en sus propias preocupaciones sin mirar el horizonte de los pueblos, sin valorar las utopías históricas no están aptos para participar del banquete del Reino. Éste necesita de una apertura a todos los seres humanos y a todos los ideales de humanización. Por esto, los invitados son aquellos que realmente tienen esperanza histórica y confían en que pueden construir la nueva casa del Señor. Ésta es un proyecto alternativo, un mundo donde no hay excluidos y donde lo importante no es la productividad ni el lucro, sino la máxima expresión de la creación: el ser humano (servicio bíblico latinoamericano).
Dios, por medio de su Hijo Jesús, se acerca como Salvador a todo hombre de buena voluntad. Muchos le han aceptado; pero muchos también lo han rechazado. En verdad que los publicanos y las prostitutas se han adelantado a muchos en el Reino de los cielos. Por eso, hemos de reflexionar con seriedad acerca de la sinceridad no sólo con que le damos culto a Dios, sino de nuestra respuesta vital a Él, siendo fieles a su Palabra y a su invitación a ir tras de Él cargando nuestra propia cruz. A quienes se nos confió el anuncio del Evangelio, no podemos vivir tranquilos porque algunos han dado su respuesta de fe a Dios y perseveran en ella, renovando día a día su Vida en el Espíritu de Dios. Hemos de abrir los ojos ante tantos que viven lejos del Señor y de la salvación que Él nos ofrece y no darnos descanso hasta que Cristo logre, por medio de su Iglesia, que todos participen de su Banquete, mediante el cual quiere hacer una alianza de amor, nueva y eterna con todos y cada uno de nosotros.
Cristo Jesús nos invita a participar de su Banquete Eucarístico mediante el cual Él continúa comunicándonos su Vida y su Espíritu. Él no se fija en nuestras pobrezas y limitaciones, sino sólo en que no rechacemos la invitación que nos hace. Si acudimos a su llamado, su Palabra nos santifica; su Muerte en la cruz nos purifica de nuestros pecados, y su gloriosa Resurrección nos da nueva vida. Entrar en comunión de vida con el Señor nos hace participar de su amor salvífico, que nos impulsa a vivir como criaturas nuevas, revestidas de Cristo y liberados de la carga de nuestros pecados. Permitámosle al Señor que por medio de su Eucaristía nos haga vivir unidos a Él y, fortalecidos con su Espíritu, nos convierta en miembros, no inútiles, sino activos en su Iglesia, capaces de esforzarnos continuamente por hacer el bien a todos.
Alimentados de Cristo, unidos a Él, seamos portadores de su vida para todos. No hagamos de nuestro trabajo un esfuerzo de grupos cerrados. No tengamos una Iglesia "de los nuestros", "de nuestro grupo". Abramos los ojos ante quienes viven entre necesidades y angustias, limitaciones y pobrezas; interesémonos por ellos en la misma forma en que en un cuerpo los miembros se preocupan unos de otros. Tratemos así hacer de la Iglesia una comunidad de hermanos, unidos por el amor. Entonces podremos alimentar la fe, la esperanza y el amor de todos los hombres; entonces, rompiendo nuestros grupos cerrados, saldremos a los cruces del camino para hacer llegar la salvación a todos, incluso a quienes han sido despreciados a causa de su pobreza, de sus limitaciones, de su cultura o de su edad avanzada. Cristo nos ha llamado para hacernos comprender que Él ha sido enviado a todos sin excepción, para que, quienes creemos en Él sepamos que hemos sido enviados para continuar su obra de salvación en la misma forma en que Él la realizó en favor de todos los hombres (www.homiliacatolica.com).