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viernes, 30 de marzo de 2012

Sábado de la 5ª semana de Cuaresma: Jesús nos trae la nueva Alianza en su Sangre redentora, la liberación que nos hace hijos de Dios

Libro de Ezequiel 37,21-28: Entonces les dirás: Así habla el Señor: Yo voy a tomar a los israelitas de entre las naciones adonde habían ido; los reuniré de todas partes y los llevaré a su propio suelo. Haré de ellos una sola nación en la tierra, en las montañas de Israel, y todos tendrán un solo rey: ya no formarán dos naciones ni estarán más divididos en dos reinos. Ya no volverán a contaminarse con sus ídolos, con sus abominaciones y con todas sus rebeldías. Los salvaré de sus pecados de apostasía y los purificaré: ellos serán mi Pueblo y yo seré su Dios. Mi servidor David reinará sobre ellos y todos ellos tendrán un solo pastor. Observarán mis leyes, cumplirán mis preceptos y los pondrán en práctica. Habitarán en la tierra que di a mi servidor Jacob, donde habitaron sus padres. Allí habitarán para siempre, ellos, sus hijos y sus nietos; y mi servidor David será su príncipe eternamente. Estableceré para ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna. Los instalaré, los multiplicaré y pondré mi Santuario en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos: yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y cuando mi Santuario esté en medio de ellos para siempre, las naciones sabrán que yo soy el Señor, el que santifico a Israel.

Jeremías 31,10-13: ¡Escuchen, naciones, la palabra del Señor, anúncienla en las costas más lejanas! Digan: "El que dispersó a Israel lo reunirá, y lo cuidará como un pastor a su rebaño".
Porque el Señor ha rescatado a Jacob, lo redimió de una mano más fuerte que él.
Llegarán gritando de alegría a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor, hacia el trigo, el vino nuevo y el aceite, hacia las crías de ovejas y de vacas. Sus almas serán como un jardín bien regado y no volverán a desfallecer.
Entonces la joven danzará alegremente, los jóvenes y los viejos se regocijarán; yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su aflicción.

Evangelio según San Juan 11,45-57: Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación". Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: "Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?". No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos. A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús. Por eso Él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos. Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: "¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?". Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno conocía el lugar donde Él se encontraba, lo hiciera saber para detenerlo.

Comentario: 1. Ez 37, 21-28: En la primera lectura el profeta anuncia la restauración mesiánica de Israel después de los sufrimientos del Exilio. Es la continuidad de la promesa hecha a los patriarcas, a Moisés, a David. Dios establecerá una Alianza nueva y definitiva de paz y de bienestar con su pueblo (Misa dominical 1990). En el evangelio de hoy, Jesús es presentado como el que da su vida «para reunir en la unidad a los hijos de Dios dispersos». El profeta había ya desarrollado ese tema de la «reunión de los dispersados», cuando el exilio en Babilonia. Palabra del Señor: recogeré los hijos de Israel de entre las naciones a las que marcharon... Los congregaré de todas partes. Los hombres aspiran a la unidad. Estar juntos. Estar de acuerdo. Amar y ser amados. Sin embargo, la humanidad siempre ha sido desgarrada, y los conflictos de hoy son, sin duda, más profundos que nunca. Pero la aspiración subsiste como un anhelo de felicidad. ¿Cuál es el hombre que no prefiere la "caricia" al «puñetazo»? ¿Cuál es el niño que no prefiere la paz familiar a la discordia entre sus padres? ¿Cuál es la empresa en la que los trabajadores no preferirían la concordia y solidaridad a la atmósfera de suspicacia y de dominio? Cooperación y diálogo, en vez de rivalidad y blocaje. Dios se presenta como «el que procura la unión». «Voy a congregarlos...» Él mismo es, en sí mismo, un misterio de unidad: Tres constituidos en uno. Dios hizo la humanidad, cada hombre, a su imagen. Evoco en mi memoria los esfuerzos de los hombres para vivir más solidarios unos de los otros, para ayudarse mutuamente, para dialogar. Dios está obrando en ello... Evoco también las situaciones contrarias: racismos, separatismos, conflictos, silencios, no querer dar el primer paso, espíritu partidista, orgullo... Perdón, Señor.
-“No volverán a formar dos naciones, ni volverán a estar divididos en dos reinos”. Piensa el profeta en una situación histórica muy precisa: el cisma entre el Reino de Judá al sur y el Reino de Israel, al norte. Pero tal situación es símbolo de todas las rupturas entre hermanos, entre esposos, entre naciones, entre grupos sociales, entre Iglesias. Hijos del mismo Padre, amados del mismo Dios. Toda ruptura entre hermanos comienza por desgarrar el corazón de Dios. Toda división entre hombres, hechos para entenderse, comienza por ser contraria al proyecto de Dios. Y, para la Iglesia, es un escándalo: "¡que todos sean uno para que el mundo crea!", «os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros.» «Felices los constructores de paz, serán llamados hijos de Dios.»
¿Qué llamada es oída más intensamente por mí a través de esas Palabras de Dios? ¿En qué punto de la humanidad he de ser «constructor de unidad», lazo de unión, elemento de diálogo?
-“Yo seré su Dios... y ellos serán mi pueblo... Y las naciones sabrán que yo soy el Señor, el que santifica a Israel”. La reputación de Dios está comprometida con el testimonio de unidad que da, o que no da, una «comunidad cristiana». La desunión de los cristianos, el rechazo del diálogo y de la búsqueda en común... impiden reconocer a Dios. Las «naciones no sabrán que Él es el Señor» si no se hace ese esfuerzo de unidad (Noel Quesson).
La lectura del profeta parece más un pregón de fiesta que una página propia de la Cuaresma. Y es que la Pascua, aunque es seria, porque pasa por la muerte, es un anuncio de vida: para Jesús hace dos mil años y para la Iglesia y para cada uno de nosotros ahora. Dios nos tiene destinados a la vida y a la fiesta. Los que no sólo oímos a Ezequiel o Jeremías, sino que conocemos ya a Cristo Jesús, tenemos todavía más razones para mirar con optimismo esta primavera de la Pascua que Dios nos concede. Porque es más importante lo que Él quiere hacer que lo que nosotros hayamos podido realizar a lo largo de la Cuaresma. La Pascua de Jesús tiene una finalidad: Dios quiere, también este año, restañar nuestras heridas, desterrar nuestras tristezas y depresiones, perdonar nuestras faltas, corregir nuestras divisiones. ¿Estamos dispuestos a una Pascua así? En nuestra vida personal y en la comunitaria, ¿nos damos cuenta de que es Dios quien quiere «celebrar» una Pascua plena en nosotros, poniendo en marcha de nuevo su energía salvadora, por la que resucitó a Jesús del sepulcro y nos quiere resucitar a nosotros? ¿Se notará que le hemos dejado restañar heridas y unificar a los separados y perdonar a los arrepentidos y llenar de vida lo que estaba árido y raquítico? «Tú concedes a tu pueblo, en los días de Cuaresma, gracias más abundantes» (oración; J. Aldazábal). Y en la Postcomunión añadiremos: «Humildemente te pedimos, Señor, que así como nos alimentas con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, nos des también parte en su naturaleza divina»…
Purificación, pactar una alianza eterna... Todo ello se realiza en Cristo, verdadera presencia de Dios en su pueblo. Todo es nuevo y eterno en Cristo, lo que muestra su trascendencia mesiánica. Los judíos no lo ven. No quieren verlo. De momento tampoco lo ven los Apóstoles. Lo verán más tarde. San Teófilo de Antioquía dice: «Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen bañados de tinieblas y no pueden ver la luz del sol». Y San Agustín: «Que tus obras tengan por fundamento la fe, porque creyendo en Dios, te harás fiel». Mientras tanto, cuidemos el sentido cuaresmal que los profetas nos recuerdan de conversión de nuestros corazones, ayuno, estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Él espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar “servir a dos señores” y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado, como señalaba Juan Pablo II: “El cristiano, llamado por la Iglesia a la oración, a la penitencia y al ayuno, al despojarse interior y exteriormente de sí mismo, se sitúa ante Dios, reconociéndose tal como realmente es, se redescubre”. Se trata, por tanto, de un tiempo de verdad profunda, verdad que convierte, infunde de nuevo esperanza, y, poniendo todo en su debido sitio, reconcilia y mueve al optimismo, no queremos perder la ocasión (Bar 3,2 dice: “enmendémonos y mejoremos en aquello en que por ignorancia hemos faltado; no sea que, sorprendidos por el día de la muerte, busquemos tiempo para la penitencia, y no podamos encontrarlo”), y aunque Dios es bueno y tiene siempre para nosotros lo que llamaríamos “un plan B”, es bueno que reaccionemos cuando valoramos que no fuimos fieles, como David al proclamar aquel “contra Ti solo he pecado; y he cometido la maldad delante de tus ojos. Mira, pues, que fui concebido en iniquidad, y que mi madre me concibió en pecado” (Salmo 50) que le llevó a una gran correspondencia. Al notar la fuerza de Dios: “Ecce nunc dies salutis! –¡He aquí el día de la salvación!” vamos a responder al Señor, como nos animaba san Josemaría: “Estoy decidido a que no pase este tiempo de Cuaresma como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro. Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como Él desea ser querido”. Cuaresma que ahora nos pone delante de estas preguntas fundamentales: ¿avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión? “El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años”. Procuremos aguzar el ingenio –el amor es agudo- para descubrir que nuestro Padre del Cielo –que tiene como propio perdonar y tener misericordia- está siempre esperándonos pues desea perdonar cualquier ofensa para ofrecernos su casa, está feliz cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, se siente realizado cuando el hijo se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia. San León Magno nos anima a descubrir nuestro mejor yo en ese amor que Dios nos ha puesto, esas semillas divinas, así decía: “Que cada uno de los fieles se examine, pues, a sí mismo, esforzándose en discernir sus más íntimos afectos”.
Y de ahí saldrán propósitos de más sacrificio pues el amor se muestra ahí, en cosas pequeñas, y ahí también se estropea, con la rutina y dejadez… “Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es esa agua menuda, que se mete gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es desperdiciar la pelea en esas escaramuzas sobrenaturales, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios” (san Josemaría); esto significa hacer la voluntad de Dios y no la nuestra, como indica San Juan de la Cruz: “quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará”; hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas, una conciencia despierta, sensibilidad que no esté atrofiada por la rutina o el atolondramiento frívolo (que pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas, señalaba san Josemaría). La llamada que recibimos se inserta en Cristo, a la salvación no sólo de un grupo, un pueblo, sino de la humanidad entera, de todos los tiempos y lugares. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, ha venido para reunir a todos los hijos de Dios que había dispersado el pecado. Dios ha levantado su templo en nuestros corazones. Él es nuestro único Pastor y Rey, que nos une no sólo como a su Pueblo Santo, sino que nos reconoce como a hijos suyos por nuestra unión a su Hijo único. En la historia, que arranca de Cristo y jalona hasta la Parusía, la Iglesia es el Sacramento de Salvación y de unidad para toda la humanidad, pues por medio de ella el Señor continúa su obra salvadora en el mundo y su historia. Dios nos quiere a todos fraternalmente unidos en torno a Él, reconocido como Padre nuestro. Nosotros no debemos romper más esa unidad, sino que hemos de trabajar para que el Reino de amor, de santidad, de justicia y de paz se vaya haciendo realidad ya desde ahora entre nosotros.
2. –Jer. 31, 10-13 Dios se conmueve ante el grito de sus hijos, que claman ante Él después de haber sido despojados de su tierra y llevados al destierro. Dios jamás da marcha atrás en su amor por los suyos. A pesar de los grandes pecados de su pueblo, el Señor lo sigue amando y mimando como a un niño sumamente querido. Por eso levanta el castigo de su pueblo y, entre gritos de júbilo y ante la admiración de todos los pueblos, lo hace volver a la posesión de la tierra que prometió, con juramento, dar a sus antiguos padres y a su descendencia. Dios, por medio de su Hijo nos ha manifestado su amor hasta el extremo. Él quiere perdonarnos porque nos ama; y por ese amor que nos tiene, nos ha elevado a la dignidad de hijos suyos haciéndonos partícipes de su vida y de su Espíritu, para que seamos capaces de escuchar su Palabra y de ponerla en práctica, de tal forma que, reconocidos como sus hijos, podamos, finalmente estar con Él para siempre. Alabemos y glorifiquemos al Señor por su misericordia y por el amor que nos tiene. El canto de Jeremías 31,10-13 es un anuncio de libertad y de unidad para el pueblo de Dios disgregado en Babilonia: Dios dará la libertad a Israel. Si antes del cautiverio el pueblo de Dios conoció la división en dos reinos, ahora, el que dispersó a Israel lo reunirá. Fue el pecado y la infidelidad lo que dividió al pueblo de Israel, lo que disgregó ya en los días de Babel a la humanidad entera. Pero Dios reunirá definitivamente a su pueblo. Así lo ha prometido por los profetas y con ese fin envió a su Hijo Unigénito: «Escuchad, pueblos, la palabra del Señor, anunciadla en las islas remotas; El que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como pastor a su rebaño. Porque el Señor redimió a Jacob, lo rescató de una mano más fuerte. Vendrán con aclamaciones a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor». “El mundo tiene corazón de lobo / y es el rencor su garra y su cadena. / Doble fulgor de aullidos y clamores / llena su historia: páginas inmensas / de destrucción, de muerte, de congoja: / negra nube que azota las alas de la tierra / y no la deja levantar el vuelo / hacia tu amor, hacia tu luz serena. / Esta es la dura suerte del hombre, sus afanes. / Lo sabes bien, Jesús, por experiencia. / Y mandas sin cesar, heroicamente, / entre lobos, las tímidas ovejas. / Si es éste siempre, mi Señor, tu modo / de proceder, hazme paloma, sella / en dulce paz mi corazón. No existe / otra razón de gloria en esta tierra / más que el amor sencillamente puro / que opone al mal pasiva resistencia. / Dame, Señor, un alma de cordero / como la tuya. Frena / en lo más hondo de mi ser el lobo, / impaciente y feroz, / y extingue su violencia” (Jesús Bermejo).
3. Jn. 11, 45-56. «Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». Hoy, de camino hacia Jerusalén, Jesús se sabe perseguido, vigilado, sentenciado, porque cuanto más grande y novedosa ha sido su revelación - “el anuncio del Reino”- más amplia y más clara ha sido la división y la oposición que ha encontrado en los oyentes (cf. Jn 11,45-46). Las palabras negativas de Caifás, «os conviene que muera uno sólo por el pueblo y no perezca toda la nación» (Jn 11,50), Jesús las asumirá positivamente en la redención obrada por nosotros. Jesús, el Hijo Unigénito de Dios, ¡en la Cruz muere por amor a todos! Muere para hacer realidad el plan del Padre, es decir, «reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). ¡Y ésta es la maravilla y la creatividad de nuestro Dios! Caifás, con su sentencia («Os conviene que muera uno solo...») no hace más que, por odio, eliminar a un idealista; en cambio, Dios Padre, enviando a su Hijo por amor hacia nosotros, hace algo maravilloso: convertir aquella sentencia malévola en una obra de amor redentora, porque para Dios Padre, ¡cada hombre vale toda la sangre derramada por Jesucristo! De aquí a una semana cantaremos “en solemne vigilia” el Pregón pascual. A través de esta maravillosa oración, la Iglesia hace alabanza del pecado original. Y no lo hace porque desconozca su gravedad, sino porque Dios “en su bondad infinita” ha obrado proezas como respuesta al pecado del hombre. Es decir, ante el “disgusto original”, Él ha respondido con la Encarnación, con la inmolación personal y con la institución de la Eucaristía. Por esto, la liturgia cantará el próximo sábado: «¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Oh feliz culpa que mereció tal Redentor!». Ojalá que nuestras sentencias, palabras y acciones no sean impedimentos para la evangelización, ya que de Cristo recibimos el encargo, también nosotros, de reunir los hijos de Dios dispersos: «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt 28,19; Xavier Romero Galdeano).
Conviene que muera uno sólo por el pueblo y no perezca toda la nación. He aquí la frase que envuelve el misterio de la cruz de Cristo, el misterio de nuestra salvación. Caifás presentaba con esta profecía al nuevo Cordero de la Pascua, Aquel que quitaría el pecado del mundo. Jesucristo ya había dicho que daría su vida en rescate por muchos, y por ello probó el sufrimiento para alcanzarnos la salvación. Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación (Hebr). Jesús nos ha dejado su cruz, para que ante la pena podamos alzar la vista ante ella y arrostrar las dificultades, elevar una mirada de fe y balbucear “hágase tu voluntad, Padre”. La cruz no sólo se presenta en la sangre fecunda que derraman los mártires, sino cuando viene un dolor físico, moral, espiritual... Y así como hay ejemplos de grandes mártires que abrazaron la cruz de Cristo, hay tantos cristianos que se clavan en su dolor viendo el rostro de Cristo, viendo su mano amorosa que viene a modelarlos y fraguar su amor con el dolor. Ven a Aquél que dio su vida por muchos. Pero también puede suceder que en algunos corazones se siembre la actitud de los fariseos que era la tortura de no reconocer a Cristo como su Redentor ¿Por qué tenía que morir el Mesías? ¡Si eres el Mesías, baja de esa cruz!, aún hay signo de rebeldía, es paradoja, hay quien la acepta y quien la rechaza... El Card. Nguyen van Thuan decía: “Mira la cruz y encontrarás la solución a todos los problemas que te preocupan” Los mártires le han mirado a Él... (Marco Antonio Lome).
Nos encontramos a las puertas de la Semana Santa. Como se suele decir, el tiempo ha pasado “volando”. Durante estas semanas nos hemos ido situando frente a ese misterio central de nuestra fe, que dará comienzo con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Resultan, por otra parte, alentadoras y firmes las palabras del profeta Ezequiel que nos brinda la lectura de hoy: “Caminarán según mis mandatos y cumplirán mis preceptos, poniéndolos por obra”. Sin embargo, si hemos de ser sinceros, y a la vista de las antífonas de las misas de todos estos días de Cuaresma, en donde se nos ha invitado a la conversión, a la penitencia, a la penitencia… y a más penitencia, nos hemos de preguntar: ¿en qué ha consistido esa reparación, sacrificio o desagravio diario? Y no vale aquí decir que “¡bastante penitencia tenemos con lo que nos ‘cae’ cada día por culpa de los demás”. La penitencia a la que me invita la Iglesia no es otra sino aquélla a la que positivamente contribuyo con mi mortificación personal. ¿Cosas del medioevo?… Ríete de las penitencias que realizaban nuestros antepasados, comparadas con las que nos “presta” esta modernidad contemporánea nuestra (regímenes alimenticios, horas extraordinarias, entrenamientos deportivos, “puestas a punto” de actrices, cirugías estéticas…). Sería bueno recordar, por otra parte, que la penitencia para el cristiano es la manera más eficaz de ejercitar el deporte que necesita nuestra alma. ¡Mirad esos rostros cansinos y tristes!, no son otra cosa sino el fruto de haber olvidado la gimnasia que hemos de realizar en nuestro interior. Y lo realmente gratificante, es que esas pequeñas negaciones a nosotros mismos, se transforman en afirmaciones al amor y a la libertad. El “señorío” humano, de esta manera, es capaz de romper las cadenas de la esclavitud y de la muerte, volviendo el rostro, sereno y paciente, ante la contradicción, la contrariedad y el sufrimiento.
“Y aquel día decidieron darle muerte”. ¡“Pobrecitos” aquellos que piensan que tienen en sus manos el destino de Dios! Cristo entregará su vida cuando vea llegada la hora y, desde luego, que no se ahorrará ninguna penitencia… quizás veamos en su Pasión las huellas de aquellos momentos que, tú y yo, renunciamos a padecer. En cambio, para el cristiano que vive con fidelidad su penitencia, ese “destino” del que tanto habla el mundo, se transforma en abundante Providencia divina. Se escandalizaba el Sanedrín por la cantidad de milagros que hacía Jesús y, sin embargo, eso no les valió para su conversión, sino para incrementar su odio… ¿Aún eres capaz de decirle a Dios que si realizara un signo en tu vida (ese “milagrito” que tanto ansías), sólo entonces cambiarías? El único milagro que da frutos es el de la generosidad de nuestra penitencia, porque entonces se manifiestan las obras de Dios, y no los caprichos de los hombres.
“Se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos”. El Señor se reúne con sus íntimos en vísperas de lo que ha de acontecer. La oración, es la antesala de la penitencia, y ésta la mesa del sacrificio. Pero Jesús, además de acompañarse de sus discípulos, cuenta contigo y conmigo, y en ese altar de la Eucaristía se encuentra toda la humanidad, esperando, una vez más, la pequeña penitencia que hoy hayamos podido realizar. Sólo así, ganaremos almas para Dios (Archidiócesis Madrid).
La cercanía a la Semana Santa va haciendo que la Iglesia nos vaya presentando a Jesucristo en contraposición con sus enemigos. En el Evangelio de hoy se nos presenta la auténtica razón, la razón profunda que lleva a los enemigos de Cristo a buscar su muerte. Esta razón es que Cristo se presenta ante los judíos como el Enviado, el Hijo de Dios. Este conflicto permanente entre los dirigentes judíos y nuestro Señor, se convierte también para nosotros en una interrogación, para ver si somos o no capaces de corresponder a la llamada que Cristo hace a nuestra vida. Cristo llega a nosotros, y llega exigiendo su verdad; queriendo mostrarnos la verdad y exigiéndonos que nos comportemos con Él como corresponde a la verdad. La verdad de Cristo es su dignidad, y nosotros tenemos que reflexionar si estamos aceptando o no esta dignidad de nuestro Señor. Tenemos que llegar a reflexionar si en nuestra vida estamos realizando, acogiendo, teniendo o no, esta verdad de nuestro Señor. Cristo es el que nos muestra, por encima de todo, el camino de la verdad. Cristo es el que, por encima de todo, exige de los cristianos, de los que queremos seguirle, de los que hemos sido redimidos por su sangre, el camino de la verdad. Nuestro comportamiento hacia Cristo tiene que respetar esa exigencia del Señor; no podemos tergiversar a Cristo. No podemos modificar a Cristo según nuestros criterios, según nuestros juicios. Tenemos necesariamente que aceptar a Cristo. Pero, a la alternativa de aceptar a Cristo, se presenta otra alternativa —la que tomaron los judíos—: recoger piedras para arrojárselas. O aceptamos a Cristo, o ejecutamos a Cristo. O aceptamos a Cristo en nuestra vida tal y como Él es en la verdad, o estamos ejecutando a Cristo. Esto podría ser para nosotros una especie de reticencia, de miedo de no abrirnos totalmente a nuestro Señor Jesucristo, porque sabemos que Él nos va a reclamar la verdad completa. Jesucristo no va a reclamar verdades a medias, ni entregas a medias, ni donaciones a medias, porque Jesucristo no nos va a reclamar amores a medias. Jesucristo nos va a reclamar el amor completo, que no es otra cosa sino el aceptar el camino concreto que el Señor ha trazado en nuestra vida. Cada uno tiene el suyo, pero cada uno puede ser infiel al suyo. Solamente el que es fiel a Cristo tiene en su posesión, tiene en su alma la garantía de la vida verdadera, porque tiene la garantía de la Verdad. “El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre”. Nosotros constantemente deberíamos entrar en nuestro interior para revisar qué aspectos de mentira, o qué aspectos de muerte estamos dejando entrar en nuestro corazón a través de nuestro egoísmo, de nuestras reticencias, de nuestro cálculo; a través de nuestra entrega a medias a la vocación a la cual el Señor nos ha llamado. Porque solamente cuando somos capaces de reconocer esto, estamos en la Verdad. Debemos comenzar a caminar en un camino que nos saque de la mentira y de la falsedad en la que podemos estar viviendo. Una falsedad que puede ser incluso, a veces, el ropaje que nos reviste constantemente y, por lo tanto, nos hemos convencido de que esa falsedad es la verdad. Porque sólo cuando permitimos que Cristo toque el corazón, que Cristo llegue a nuestra alma y nos diga por dónde tenemos que ir, es cuando todas nuestras reticencias de tipo psicológico, todos nuestros miedos de tipo sentimental, todas nuestras debilidades y cálculos desaparecen. Cuando dejamos que la Verdad, que es Cristo, toque el corazón, todas las debilidades exteriores —debilidades en las personas, debilidades en las situaciones, debilidades en las instituciones—, y que nosotros tomamos como excusas para no entregar nuestro corazón a Dios, caen por tierra. Nos podemos acomodar muchas cosas, muchas situaciones, muchas personas; pero a Cristo no nos lo podemos acomodar. Cristo se nos da auténtico, o simplemente no se nos da. “Se ocultó y salió de entre ellos”. En el momento en que los judíos se dieron cuenta de que no podían acomodarse a Cristo, que tenían que ser ellos los que tenían que acomodarse al Señor, toman la decisión de matarlo. A veces en el alma puede suceder algo semejante: tomamos la decisión de eliminar a Cristo, porque no nos convence el modo con el que Él nos está guiando. Y la pregunta que nace en nuestra alma es la misma que le hacen los judíos: “¿Quién pretendes ser?”. Y Cristo siempre responde: “Yo soy el Hijo de Dios”. Sin embargo, Cristo podría devolvernos esa pregunta: ¿Y tú quién pretendes ser? ¿Quién pretendes ser, que no aceptas plenamente mi amor en tu corazón? ¿Quién pretendes ser, que calculas una y otra vez la entrega de tu corazón a tu vocación cristiana en tu familia, en la sociedad? ¿Por qué no terminar de entregarnos? ¿Por qué estar siempre con la piedra en la mano para que cuando el Señor no me convenza pueda tirársela? Cristo, ante nuestro reclamo, siempre nos va a responder igual: con su entrega total, con su promesa total, con su fidelidad total. Las ceremonias que la Iglesia nos va a ofrecer esta Semana Santa no pueden ser simplemente momentos de ir a Misa, momentos de rezar un poco más o momentos de dedicar un tiempo más grande a la oración. La Semana Santa es un encuentro con el misterio de un Cristo que se ofrece por nosotros para decirnos Quién es. El encuentro, la presencia de Cristo que se me da totalmente en la cruz y que se muestra victorioso en la resurrección, tenemos que realizarla en nuestro interior. Tenemos que enfrentarnos cara a cara con Él. Es muy serio y muy exigente el camino del Señor, pero no podemos ser reticentes ante este camino, no podemos ir con mediocridad en este camino. Siempre podremos escondernos, pero en nuestro corazón, si somos sinceros, si somos auténticos, siempre quedará la certeza de que ante Cristo, nos escondimos. Que no fuiste fiel ante la verdad de Cristo, que no fuiste fiel a tu compromiso de oración, que no fuiste fiel en tu compromiso de entrega en el apostolado, que no fuiste fiel, sobre todo, en ese corazón que se abre plenamente al Señor y que no deja nada sin darle a Él. Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a dar totalmente. Cada Eucaristía es el signo de la fidelidad de la promesa de Dios: “Yo estaré contigo todos los días hasta el fin del mundo”. Dios no se olvida de sus promesas. Y cuando vemos a un Dios que se entrega de esta manera, no nos queda otro camino sino buscarlo sin descanso. Buscarlo sin descanso a través de la oración y, sobre todo, a través de la voluntad, que una vez que se ha optado por Dios nuestro Señor, así se mueva la tierra, no se altera, no varía; así no entienda qué es lo que está pasando ni sepa por dónde le está llevando el Señor, no cambia. Dios promete, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento, nos mantengamos fieles a la palabra dada pase lo que pase. Romper esto es romper la verdad y la fidelidad de nuestra entrega a Cristo. Que la Eucaristía abra en nuestro corazón una opción decidida por nuestro Señor. Una opción decidida por vivir el camino que Él nos pone delante, con una gran fidelidad, con un gran amor, con una gran gratitud ante un Dios que por mí se hace hombre; ante un Dios que tolera el que yo muchas veces haya podido tener una piedra en la mano y me haya permitido, incluso, intentar arrojársela. Y sobre todo, una gratitud profunda porque permitió que mi vida, una vez más, lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar, consciente de que el Señor nunca olvida sus promesas.
"He aquí mi Cuerpo entregado. He aquí mi Sangre derramada". Jesús se da para enrolar en su movimiento de amor a toda la humanidad. "Humildemente, te suplicamos que, participando al Cuerpo y a la Sangre de Cristo, seamos reunidos en un solo cuerpo". La fraternidad universal de la familia humana -familia de Dios- es un don del Padre, que la sangre de Jesús nos ha merecido. La humanidad desgarrada de hoy tiene siempre la misma necesidad de sacrificio. Racismos. Oposiciones. Luchas y violencia. La humanidad es un gran cuerpo descuartizado. Cristo ha dado su vida para que, en Él, la humanidad llegue a ser un Cuerpo único. ¿Y yo? ¿Trabajo en esa gran obra de Dios?
Dentro de una semana estaremos ya en el corazón de la Pascua: estaremos meditando junto al sepulcro de Jesús.
Pero el sepulcro no es la última palabra. Hoy el profeta nos pregona el programa de Dios, que es todo salvación y alegría:
- Dios quiere restaurar a su pueblo haciéndole volver del destierro,
- quiere unificar a los dos pueblos (Norte y Sur, Israel y Judá) en uno solo: como cuando reinaban David y Salomón,
- lo purificará y le perdonará sus faltas,
- les enviará un pastor único, un buen pastor, para que los conduzca por los caminos que Dios quiere,
- les hará vivir en la tierra prometida,
- sellará de nuevo con ellos su alianza de paz
- y pondrá su morada en medio de ellos.
¿Cabe un proyecto mejor?
Es también lo que dice Jeremías, haciendo eco a Ezequiel, en el pasaje que nos sirve de canto de meditación: «el Señor nos guardará como pastor a su rebaño... el que dispersó a Israel lo reunirá... convertiré su tristeza en gozo».
El desenlace del drama ya se acerca. Se ha reunido el Sanedrín. Asustados por el eco que ha tenido la resurrección de Lázaro, deliberan sobre lo que han de hacer para deshacerse de Jesús.
Caifás acierta sin saberlo con el sentido que va a tener la muerte de Jesús: «iba a morir, no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios dispersos». Así se cumplía plenamente lo que anunciaban los profetas sobre la reunificación de los pueblos. La Pascua de Cristo va a ser salvadora para toda la humanidad.
Jesús debía morir para reunir a los hijos de Dios dispersos. La resurrección de Lázaro acrecienta el número de los que creen en Jesús, pero provoca la conjura de los sacerdotes y fariseos contra Él. El Sumo Sacerdote, sin caer en la cuenta, profetiza la muerte de Jesús por el pueblo y esto será el signo de la reunión de los hijos de Dios dispersos por el mundo. Comenta San Agustín: «También por boca de hombres malos el espíritu de profecía predice las cosas futuras, lo cual, sin embargo, el evangelista lo atribuye al divino ministerio que como pontífice ejercía... Caifás sólo profetizó acerca del pueblo judío, donde estaban las ovejas de las cuales dijo el Señor: No he venido sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel. Pero el evangelista sabía que había otras ovejas que no pertenecían a este redil, a las cuales convenía atraer, para que hubiese un solo redil y un solo pastor. Todas estas cosas han sido dichas según la predestinación, porque entonces los que aún no habían creído no eran ovejas suyas ni hijos de Dios». A pesar de tantos signos, muchos prefirieron las tinieblas a la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo: Cristo Jesús. Él vino para salvar, no sólo a la nación judía, sino a toda la humanidad; vino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así, unidos a Cristo, formamos con Él un sólo Cuerpo y un sólo Espíritu. Nadie puede llegar a ser hijo de Dios, sino sólo en Cristo Jesús. A Jesús se le condena para evitar que continúe haciendo señales milagrosas y que la gente se vaya tras Él. Pero quien no tome su cruz y vaya tras las huellas de Cristo no podrá dirigirse al Padre, para estar con Él eternamente, pues sin Cristo nada podemos hacer; Él es el único Camino, Verdad y Vida, y nadie va al Padre sino por Él. Aquel que es la vida nos ha dado vida a nosotros por medio de su muerte. Él no ha muerto inútilmente. Él, levantado en alto, ha atraído a la humanidad entera hacia Él para llenarla de su Amor, de su Paz, de su Luz, de su Vida. Quien hace suya la Redención de Cristo, lleno de su Ser Divino, debe irradiar ante el mundo toda la Verdad del mismo Cristo. No podemos venir a la Eucaristía para después retirarnos igual que vinimos. Llegamos ante el Señor para convertirnos nosotros mismos en una ofrenda que se consagra a Dios y que recibe de Él, no sólo su vida, sino la Misión de continuar su obra de salvación en el mundo. La Eucaristía nos hace entrar en comunión de vida con el Señor y nos compromete a ser sus testigos, siendo luz y no tinieblas, para nuestros hermanos. Dios quiera que su Iglesia sea realmente un signo de Verdad y de Amor para la humanidad de todos los tiempos y lugares. Sólo entonces también nosotros seremos un signo de la Pascua de Cristo para todos. Nosotros estamos llamados a hacer el bien a todos. No podemos ocultar la Luz que Dios mismo ha encendido en nosotros. A pesar de que seamos criticados, perseguidos o amenazados de muerte, no podemos, cobardemente, dejar de dar testimonio de nuestro ser de hijos de Dios. Es verdad que debemos ser prudentes, pero la prudencia no puede confundirse con la cobardía; y el no ser cobardes no puede confundirse con lo temerario. Dios sabe el día y la hora en que deberemos partir de este mundo hacia Él. Mientras llega esa hora seamos testigos de la verdad. Amemos y hagamos el bien a todos. Trabajemos constantemente para que quienes viven adormilados, o muertos a causa de sus pecados, vuelvan a la luz y, libres de sus ataduras, inicien un camino nuevo en la Vida según el Espíritu de Dios. Nosotros hemos de ser los primeros en ir por este nuevo camino, pues no podemos convertirnos en sólo predicadores del Evangelio; hemos de ser testigos de la vida nueva que Dios ha infundido en nosotros. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de que este tiempo Pascual, que estamos por celebrar, sea realmente para nosotros un tiempo especial de gracia, para que, vueltos de nuestros pecados, podamos participar de la Vida que Dios nos ofrece en Cristo Jesús, y podamos, así, convertirnos en luz que ilumine el camino de la humanidad hacia la unión plena con Dios. Amén (www.homiliacatolica.com)

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Jueves de la 33ª semana de Tiempo Ordinario. Hubo quien permaeció fiel en la apostasía: “Viviremos según la alianza de nuestros padres”. Jesús siente

Jueves de la 33ª semana de Tiempo Ordinario. Hubo quien permaeció fiel en la apostasía: “Viviremos según la alianza de nuestros padres”. Jesús siente la infidelidad de Jerusalén: “¡Si comprendieras lo que conduce a la paz!”

Primer libro de los Macabeos 2,15-29. En aquellos días, los funcionarios reales encargados de hacer apostatar por la fuerza llegaron a Modin, para que la gente ofreciese sacrificios, y muchos israelitas acudieron a ellos. Matatías se reunió con sus hijos, y los funcionarios del rey le dijeron: -«Eres un personaje ilustre, un hombre importante en este pueblo, y estás respaldado por tus hijos y parientes. Adelántate el primero, haz lo que manda el rey, como lo han hecho todas las naciones, y los mismos judíos, y los que han quedado en Jerusalén. Tú y tus hijos recibiréis el título de grandes del reino, os premiarán con oro y plata y muchos regalos. » Pero Matatias respondió en voz alta: -«Aunque todos los súbditos en los dominios del rey le obedezcan, apostatando de la religión de sus padres, y aunque prefíeran cumplir sus órdenes, yo, mis hijos y mis parientes viviremos según la alianza de nuestros padres. El cielo nos libre de abandonar la ley y nuestras costumbres. No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda.» Nada más decirlo, se adelantó un judío, a la vista de todos, dispuesto a sacrificar sobre el ara de Modin, como lo mandaba el rey. Al verlo, Matatias se indignó, tembló de cólera y en un arrebato de ira santa corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara. Y entonces mismo mató al funcionario real, que obligaba a sacrificar, y derribó el ara. Lleno de celo por la ley, hizo lo que Fineés a Zinirí, hijo de Salu. Luego empezó a gritar a voz en cuello por la ciudad: -«El que sienta celo por la ley y quiera mantener la alianza, i que me siga! » Después se echó al monte con sus hijos, dejando en el pueblo cuanto tenia. Por entonces, muchos bajaron al desierto para instalarse allí, porque deseaban vivir según derecho y justicia.

Salmo 49, 1-2.5-6.14-15. R. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.
El Dios de los dioses, el Señor, habla: convoca la tierra de oriente a occidente. Desde Sión, la hermosa, Dios resplandece.
«Congregadme a mis fieles, que sellaron mi pacto con un sacrificio.» Proclame el cielo su justicia; Dios en persona va a juzgar.
«Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo e invócame el día del peligro: yo te libraré, y tú me darás gloria.»

Evangelio según san Lucas 19,41-44. En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: -« ¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida.»

Comentario: 1M 2,15-29. Puede despistar a más de uno este pasar del pimer a segundo libro de los Macabeos… ya hemos dicho que no son sucesivos, hablan de la misma época y mezclan hechos. La ruptura tenía que llegar y sobrevino con una explosión repentina, causada por la desfachatez de algunos apóstatas y el celo religioso del fiel Matatías y sus hijos. La escena es dura: - la tentadora oferta a Matatías, hombre de prestigio, - su firmeza admirable: "aunque todos obedezcan al rey, yo y mis hijos viviremos según la alianza de nuestros padres: ¡Dios me libre de abandonar la ley y nuestras costumbres!"; - no es de extrañar que, animados por esta actitud tan decidida, se encendiera la indignación de aquel grupo de fieles al ver cómo un judío se adelantaba y ofrecía el sacrificio idolátrico delante de todos; - le matan, derriban el sacrílego altar y, a continuación, Matatías con sus hijos y otros seguidores "se echaron al monte"; uno de sus hijos, Judas Macabeo ("Macabeo" = "martillo"), capitaneará a partir de ahora la guerra contra los enemigos del pueblo y de su fe. Hay una interesante noticia adicional: "muchos bajaron al desierto para instalarse allí, porque deseaban vivir santamente según su ley". Seguramente a estos grupos pertenecen los restos de las cuevas de Qumrán descubiertos hace algunos decenios. Son los que quisieron seguir fieles a la Alianza, a pesar de que oficialmente se habían introducido normas más conformes al estilo helénico de vida, muchas de ellas contrarias a la ley de Moisés.
Nosotros no reaccionaremos con esa violencia, matando a los que nos amenazan o a los que se alejan de la fe. Hemos aprendido de Jesús la resistencia no violenta. Pero sí tendríamos que dejarnos interpelar por estos judíos que supieron resistir a la tentación y conservaron su identidad en un ambiente paganizado. En la página de hoy ya se ve que el problema no era el tema de la carne. Esta vez se trata de ofrecer sacrificios a los falsos dioses y de seguir las costumbres de los paganos, contrarias a las que Dios había ordenado en su Alianza: "aunque todos apostaten de la religión de sus padres, nosotros viviremos según la alianza de Dios y nuestras costumbres". Jesús nos dijo que estaremos en el mundo, pero sin ser del mundo. Vivimos en una sociedad que en algunos casos se muestra de nuevo claramente paganizada. Tenemos que defendernos y seguir fieles al evangelio de Jesús: "no obedeceremos las órdenes del rey desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda". No ofreceremos incienso ni libaremos sacrificios en honor de los falsos dioses que se nos ofrecen continuamente. Un joven que camina contra corriente, una familia que no quiere seguir tras los mismos falsos dioses que la mayoría, unos religiosos que dan ejemplo de un estilo evangélico de vida en medio de un mundo indiferente y hasta hostil, no lo tendrán fácil. Pero podrán confiar en la misma fidelidad divina que daba ánimos al salmista: "al que sigue buen camino, le haré ver la salvación de Dios... ofrece al Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo, e invócame el día del peligro: yo te libraré y tú me darás gloria".
"Sacrificad y os veréis honrados con muchas dádivas" Es extraño: el mundo en que habitamos está poblado de ídolos. Unos erigen en ídolos a los objetos de sus deseos; engañándose, se olvidan de que los objetos del deseo humano no tienen más que un vínculo simbólico con la felicidad, cuya búsqueda moviliza toda la existencia. El camino se convierte entonces en meta, y las etapas en fin. Otros, para promover un valor aislado de los demás y absolutizado -la verdad, el conocimiento, el arte...-, ejercen sobre ellos mismos y sobre los demás una tiranía que los transforma en propagandistas fanatizados, en inquisidores y hasta en terroristas. Y otros, con pretensiones más modestas, practican en la rutina diaria furtivas genuflexiones ante esos ídolos hechos a su medida que son el dinero, el prestigio, el placer, el poder.
"Sacrificad y os veréis honrados con muchas dádivas". ¡Cuántos dioses a imagen de nuestros temores, de nuestras aspiraciones, de nuestras infidelidades...! "¡El Cielo nos guarde de abandonar la Ley!" En adelante, esta súplica forma parte de nuestra vida, a la vez como una experiencia cuyos frutos podemos juzgar y como una exigencia nunca cumplida. En el seno de este mundo humano sembrado de fetiches, nuestra fe nos encarga una tarea, la de denunciar a cada uno de ellos, diciéndole: "Tú no eres Dios". Sí, tenemos vocación de ateos. De los primeros cristianos no se decía que fueran hombres edificantes y virtuosos: se les acusaba de ser inmorales, porque no sacrificaban a la religión del emperador... ¡porque eran ateos! Nuestra fe es iconoclasta, porque tiene la vocación de denunciar los falsos absolutos, de relativizar los fanatismos, de criticar las componendas alienantes de lo cotidiano.
"Sacrificad y os veréis honrados con muchas dádivas". Nuestra fe denuncia las ilusiones: la felicidad estará en las contemplación y en el silencio. Combate sin tregua por liberarnos. Es preciso que muera el ídolo que fascina y estrecha la mirada, para que viva el verdadero nombre de Dios. Cuando se disipa el ídolo, espejismo de un absoluto sustitutorio, entonces aparece el Verbo, imagen del Invisible, único acceso al Padre. Y nuestro deseo coincide con el de Dios: "¡Cuánto me gustaría reunir a todos mis hijos!" Dios único y verdadero, Tú nos llamas hijos tuyos; desenmascara nuestros apegos engañosos y denuncia nuestras ilusiones. Reúnenos mediante tu palabra: que nos sea dulce; adherirnos a Ti por los siglos de los siglos (com., de Sal Terrae).
El mártir no es un fanático. No es un exaltado. Nos sentiríamos inclinados a considerar esos relatos como unas páginas de fanatismo religioso. Tanto más porque los creyentes de esa época se expresan muy fácilmente en términos de «guerra santa»... la fe y la política están muy ligadas... se toman las armas para convertir a los demás o para defenderse... Pero no juzguemos demasiado de prisa. Su intransigencia es también una fidelidad a un mensaje recibido. No es una defensa de "sí", de "sus tradiciones", de «sus costumbres» -aun cuando, a menudo, lo parezca-: los resistentes al Helenismo de Antíoco no son dueños del mensaje que transmiten... no aseguran sólo su salvación personal... son «testigos» . Este es el sentido del término griego «mártir». Cuando nos toque defender la integridad de la fe, ayúdanos, Señor, a no defender sutilmente nuestras «posiciones personales», "nuestras maneras de ver", «nuestros hábitos de pensar»... ni, lo que aún es peor, las ventajas humanas que la Fe nos depara. Colócanos, Señor, en la humildad. Haznos receptores de tu mensaje.
-Harto ya de las artimañas del poder real que se esfuerza en apartar a los judíos de la Fe, Matatías, jefe de una importante familia sacerdotal convoca a los fieles a la "resistencia" y predica la «guerra santa». En efecto, el combate por la verdad y la justicia tomó en aquel tiempo esa forma «violenta»... Todavía HOY, algunos cristianos afirman que ellos también se ven acorralados a esta misma violencia para conseguir la justicia. La violencia, la guerra, no pueden ser un fin en sí mismas. Sería llegar a ser uno «verdugo» y «asesino»... después de haber censurado a los que lo son. Pero se comprende que ciertas situaciones puedan llegar hasta estas situaciones difíciles y ambiguas. Ayúdanos, Señor, a entendernos los unos con los otros. Ayúdanos, Señor, a descubrir el sentido de tu bienaventuranza: «felices los artífices de la paz». A los partidarios de la «violencia» dales vivirla con el sentido y las revisiones que impone el evangelio... A los partidarios de la «no-violencia» dales vivirla con el sentido y las revisiones que impone el evangelio. Danos a todos, a la vez el sentido de la Justicia y de la Verdad... y el sentido del Amor y de la Paz...
-Si cumples el decreto del rey, recibirás plata, oro y muchos regalos. El compromiso con las situaciones de injusticia conduce a esos chantajes, a esos despropósitos. ¡El dinero! Corruptor de las conciencias.
-Aunque todas las naciones que forman el imperio del rey le obedezcan hasta apartarse cada uno del culto de sus padres... Yo, mis hijos y mis hermanos nos mantendremos en la alianza de nuestros padres. El cielo nos guarde de abandonar la Ley y los preceptos. Incluso si hay guerra santa, la motivación es «religiosa». Se trata de una fidelidad interior a Dios... «mantenerse en la Alianza». Permanecer aliado de Dios. Hacer su voluntad. Y esto a pesar de la presión general dominante: «Aunque todos abandonen a Dios...» ¿Cuál es la situación equivalente, en mi vida?
-Y dejando en la ciudad cuanto poseían, huyeron él y sus hijos a las montañas. Es la prueba decisiva de que ellos no defienden ventajas adquiridas. Huyen al monte. Abandona la vida cómoda. Por fidelidad a Dios (Noel Quesson).
El pasaje de hoy narra los comienzos de la revuelta macabea. Todo empieza cuando un inspector real llega a Modín, lugar de residencia del sacerdote Matatías. El pueblo, situado a unos 30 kilómetros de Jerusalén, ha escapado durante cierto tiempo al control policial; pero finalmente se presenta un emisario real y obliga a hacer un sacrificio, probablemente el conmemorativo del día natalicio del rey (2 Mac 6,7). Invita de manera especial a Matatías por su ascendiente sobre los demás; pero éste se niega rotundamente. Entonces un judío, para evitar posteriores represalias contra el lugar, intenta cumplir las órdenes del rey; Matatías lo mata y mata también al inspector real. El autor aprueba este acto comparándolo con el de Fineés, nieto de Aarón, quien mató a un israelita unido contra la ley con una madianita (Nm 25,7-8). Esta acción supone el paso de la resistencia pasiva a la lucha abierta. Matatías hace una llamada general para irse a la montaña, ya que la situación de Modín, en el terreno ondulado pero no montañoso del Sefelá, era favorable para el ejército real.
Al grupo de Matatías se suman, entre otros, los asideos que parecen formar ya en esta época un partido religioso más o menos estructurado. Son los "piadosos", los que han permanecido fieles a las tradiciones patrias, mientras muchos judíos se han relajado en lo que respecta a la observancia de la ley. Se cree que son los antepasados de los fariseos y los esenios. Entre todos forman un verdadero ejército, no suficiente para enfrentarse abiertamente con el real, pero sí para hacer una auténtica guerra de guerrilla. Pero Matatías, que ya es anciano al comienzo de la revuelta no puede resistir demasiado tiempo esa vida. En sus labios moribundos se pone una especie de testamento espiritual semejante al de Jacob (Gn 49,1-33). El anciano pasa revista a la historia de Israel resaltando la virtud característica de sus principales personajes para demostrar que Dios no abandona a los que luchan por él; acaba con una exhortación al coraje (pasaje que se ha omitido en nuestro texto). Por último designa a sus sucesores. Curiosamente, no nos habla del hijo mayor, Juan; designa a Simón como consejero y encomienda al tercero, Judas, la dirección militar (J. Aragonés Llebaria).
Hasta aquí la exégesis… no comparto lo que hicieron, pero me gustaría tener su fe. Veamos cómo aplicarlo… Leí la historia de una ranita, que relaciona lo leído y la alegoría de “La Caverna” de Platón con lo actual, hasta “Matrix”, pasando por las fábulas de La Fontaine… el lenguaje simbólico es un medio privilegiado para inducir a la reflexión y transmitir las ideas. Se trata de una metáfora usada por Olivier Clerc, que pone en evidencia las funestas consecuencias de la no conciencia del lento cambiar, que infecta nuestra salud, nuestras relaciones, la evolución social y el ambiente. Un condensado de vida y de sabiduría que cada uno podrá plantar en su propio jardín para gozar sus frutos. La ranita que no sabía que estaba cocinandose… Imagínate una cacerola llena de agua fría en la cual nada tranquilamente una pequeña ranita. Un pequeño fuego se enciende bajo la cacerola, y el agua se calienta lentamente. El agua despacio, despacio se va poniendo tibia, y la ranita encuentra esto más bien agradable, y continúa nadando.
La temperatura del agua sigue subiendo... Ahora el agua está caliente, más de lo que la ranita pueda gozar, se siente un poco cansada pero no obstante eso no se asusta. Ahora el agua está verdaderamente caliente y la ranita comienza a encontrar esto desagradable, pero esta muy debilitada, entonces soporta y no hace nada. La temperatura continúa subiendo, hasta cuando la ranita termina simplemente... cocinándose y muriendo.
Si la misma ranita hubiera estado metida directamente en el agua a 50 grados, con un golpe de sus patas inmediatamente habría saltado fuera de la cacerola. Esto demuestra que, cuando un cambio viene de un modo suficientemente lento escapa a la conciencia, y no provoca en la mayor parte de los casos ninguna reacción, ninguna oposición, ninguna revuelta…
Si miramos lo que sucede en nuestra sociedad desde hace algunas décadas, podemos ver que estamos sufriendo una lenta deriva a la cual nos estamos habituando. Una cantidad de cosas que nos habrían hecho horrorizar 20, 30 o 40 años atrás han sido poco a poco banalizadas, y hoy preocupan apenas, o dejan directa y completamente indiferente a la mayor parte de las personas. En nombre del progreso, de la ciencia, y del aprovechamiento, se efectúan continuos ataques a las libertades individuales, a la dignidad, a la integridad de la naturaleza, a la belleza y a la felicidad de vivir.
Lentamente, pero inexorablemente, con la constante complicidad de las víctimas, inconscientes, o quizás incapaces de defenderse. Las negras previsiones para nuestro futuro en vez de suscitar reacciones y medidas preventivas, no hacen más que preparar psicológicamente a la gente para aceptar las condiciones de vida decadentes, y también dramáticas. El martilleo continuo de informaciones por parte de los medios satura los cerebros, que no están ya en condiciones de distinguir las cosas. ¡Conciencia o cocciòn, debemos elegir! Entonces, si no estás como la ranita ya medio cocinad@, da un saludable golpe con tus patas ¡antes que sea demasiado tarde! estamos medio cocinados, ¿O NO? Transcribo aquí el capítulo dedicado a esos protagonistas que escribió el difunto Jesús Urteaga en su principal libro.
EL LIBRO I DE LOS MACABEOS
El cristiano que por ser fiel a Cristo vive la humildad y la mansedumbre, que vive el amor al enemigo, que no admiten rencor ni venganza en su conciencia, que es el más comprensivo de los hombres, debe vestirse con la armadura del guerrero cuando se ataca a la Iglesia de su Dios.
Debes contestar al enemigo en el mismo campo y con las mismas armas con que atacan a la Iglesia. Si lo hacen en el terreno intelectual, con tu prestigio profesional.
Pero si es a sangre y fuego como atacan a tu Madre, a sangre y fuego tienes que defenderla. De lo contrario, no me hables de tu humildad y de tu mansedumbre... Tus falsas virtudes no hacen más que ocultar una vergonzosa cobardía.
Te traigo aquí, lector amigo, el ejemplo de unos hombres -los Macabeos- para que sepas como tienes que comportarte cuando el infierno se levanta contra los hijos de Dios.
“Publicó por todo su reino el rey Antíoco un decreto para que todos formasen un solo pueblo, abandonando cada uno su ley. Todas las naciones se avinieron a la disposici6n del rey Antíoco, y muchos de Israel se sometieron a su servidumbre y sacrificaron a los ídolos y profanaron el sábado. Envió el rey mensajeros a Jerusalén y a todas las ciudades de Judá con órdenes escritas de que siguieran aquellas leyes de pueblos extranjeros, que se suprimieran los holocaustos, los sacrificios y las libaciones en el templo de Dios y que no se celebrase el sábado, ni los días solemnes; y ordenó que se profanase el Santuario y el pueblo santo de Israel. Y mandó levantar altares, templos e ídolos, e inmolar puercos y carnes inmundas; y dejar incircuncisos a sus hijos y manchar las almas de los israelitas con todo genero de impureza y abominación, de suerte que diese al olvido la ley y cambiasen todos los mandamientos de Dios. Que todo el que se negara a cumplir el decreto del rey Antíoco fuera condenado a muerte” (1 M 1, 43-52).
La soberbia, la ambición de poderío hacen de tal rey un pobre diablo en manos del infierno, un pigmeo rebelado contra la ley divina.
Por orden del tirano, el Templo de Jerusalén queda consagrado a Júpiter, y en las más pequeñas aldeas del país se levantan ídolos que pretenden borrar el nombre de Yahvé.
También han llegado a Modín los enviados del rey Antíoco para exigir el cumplimiento del regio decreto. En el pueblo hay un hombre principal:
Matatías, y a él se dirigirán con premura para que su obediencia sirva de ejemplo ante sus hijos, hermanos y amigos. La astucia de la recompensa es tentadora: “Tú y tú casa os contareis entre los amigos del rey, y seréis enriquecidos con oro y plata y otras mercedes”.
Se hace urgente la contestación del hombre que orienta al pueblo con su conducta. Es preciso que haya un hombre que dé criterio ante la disyuntiva: la deserción a la ley de Dios, o la muerte.
Tal vez se entienda hoy también que en tales casos sólo cabe adoptar una de esas dos posiciones. ¡No! La injusticia no se limpia con un encogimiento de hombros, sino imponiendo la justicia. Hay -para estos casos tan claros- una valiente posición: la que adoptó Matatías.
“Aunque todas las naciones obedezcan al rey Antíoco y se aparten del servicio a la ley de sus padres. y se sometan a vuestros mandatos. yo y mis hijos y mis hermanos serviremos a la ley de nuestros padres. Que Dios está con nosotros; no abandonaremos la ley y los mandamientos de Dios. No prestaremos atención a las órdenes del rey Antíoco ni haremos sacrificios que quebranten los mandamientos de nuestra ley para caminar por otro camino”. (1M 2, 19-22).
No todos entre el pueblo son fuertes y valerosos.
Los hay pusilánimes, muy dados a estar a bien con su Dios cuando las obligaciones que impone a sus servidores resultan fáciles de cumplir, pero poco preparados a servirle cuando el servicio puede teñirse de sangre. Y así que Matatías terminó su pregón de combate, se adelantó un judío a la vista de todos para sacrificar a los ídolos en el altar que había en Modín, según el decreto del rey. Al verlo Matatías, se indignó, sus entrañas se estremecieron y, encendido en justa ira, corrió hacia él y le degolló sobre el altar. Al mismo tiempo mató al enviado del rey que obligaba a hacer los sacrificios, y derribó el altar. Así mostró su celo por la ley, como había hecho Fines con Zambra, hijo de Salóm» (1M 2, 23-26).
La rebelión de los que no tienen más que un Dios se ha iniciado. El pueblo elegido por Yahvé, a pesar de todos sus desvaríos a lo largo de la Historia, ha sabido mantenerse siempre en el monoteísmo, resistiendo todas las influencias politeístas de los pueblos vecinos. Ese ha sido el objeto de la elección, e Israel será fiel a su promesa. La voz potente de Matatías se deja escuchar en todos los rincones de aquella tierra de profetas y de reyes y se estremecen, por el grito las entrañas sin vida de los ídolos: “Todo el que sienta el celo de la ley y sostenga la alianza, que me siga” (1M 2, 27). Y abandonando cuanto tenía en la ciudad, se refugiaron en los montes con sus mujeres, sus hijos y sus ganados. Algunos bajaron al desierto para esconderse.
Las fuerzas del rey Antíoco inician su dura persecución. Conocen las costumbres de los rebeldes, y atacarán precisamente en sábado -el día que la ley inmoviliza a sus observadores por el descanso obligatorio-. Los refugiados en los escondrijos del desierto, por no profanar el reposo sabático, no lanzaran una piedra, ni siquiera obstaculizaría la entrada de sus enemigos en sus cuevas. “Acometidos en día de sábado, murieron ellos, sus mujeres, sus hijos y sus ganados, hasta mil hombres” (1M 2, 38).
El viejo Sacerdote y sus amigos, al enterarse del suceso, se dolieron grandemente por la actitud tomada: “Si todos hiciéramos como han hecho nuestros hermanos, no luchando contra los gentiles por nuestras vidas y nuestras leyes, pronto nos exterminaran de la tierra”. Aquel mismo día tomaron esta resolución: “Cualquier hombre que en día de sábado venga a pelear con nosotros será combatido. Y ninguno nos dejaremos matar como nuestros hermanos en sus escondrijos” (1M 2, 40-41).
La escritura va dejando caer entre líneas la alabanza a la rebelión de los fieles de Yahvé: “Matatías y los suyos fueron derribando altares a su paso” (1M 2, 45).
Pronto morirá el valeroso anciano, mientras les exhorta a continuar la lucha comenzada. “Dad a los gentiles su merecido y observad los preceptos de la ley” (1M 2, 68).
Le sucederá Judas Macabeo, el valiente que “en sus luchas se hizo semejante al león y fue como cachorro que ruge en busca de su presa”. (I M 2, 4).
Los primeros tiempos del mando los dedicara a la organización. Era preciso adiestrar a sus hombres para el combate, prescindiendo de cuanto supondría estorbo en un campo de batalla. Por lo cual: “a los que estaban construyendo sus casas, verificando sus bodas o plantando viñas, y a los tímidos, les dijo que volvieran cada uno a su propia casa, conforme ordenaba la ley”(1M 3, 56). Y a sus guerreros: “Preparaos y portaos como valientes, y estad dispuestos al amanecer para luchar contra los gentiles que se han reunido contra nosotros y quieren destruirnos a nosotros y a nuestro Templo. Mejor nos es morir en el combate que ver la ruina de nuestro Templo y de nuestro pueblo. Pero hágase lo que sea la voluntad del cielo” (1M 3, 58-60).
“Aquel día Israel alcanzó una gran victoria” (1M 4, 25).
Judas se hará con la espada de Apolónio. Judas destrozara al ejército de Serón.
Judas dará muerte a 3.000 hombres de las fuerzas de Gorgías.
Judas obligara a Lisias a interrumpir la campaña. Judas colgara la cabeza de Nicanor en las puertas de Jerusalén.
Judas será el hombre que salvará del oprobio al pueblo de Israel.
Y cuando llegue la hora de su muerte, morirá como un valiente.
El rey Demetrio envió un fuerte “ejercito frente a Jerusalén. Veinte mil hombres de infantería y dos mil caballos al mando de Baquides, se dirigen a Berea. Judas les aguarda en Elasa. No tiene más que tres mil hombres. Muchos se asustan al comprobar el enorme número de los atacantes; temen y huyen: Judas Macabeo se queda con ochocientos, y entre estos hay quienes le persuaden a la retirada. El valeroso jefe propone el ataque: “Dios me libre de huir de ellos. Si nuestra hora esta próxima, muramos con valor por nuestros hermanos y no manchemos nuestra honra” (1M 10, 16). Judas muri6 en el combate.
Jonatan y Simón tomaron a su hermano Judas y le enterraron en la sepultura de sus padres, en la ciudad de Modin.
“Todo el pueblo de Israel le lloró con gran duelo y durante muchos días se guardo luto. Todos decían: “Cómo cayó el valiente; era la salvación del pueblo de Israel”
“Por lo demás no pueden escribirse las guerras de Judas ni la magnitud de sus hazañas: su numero es demasiado grande para ello” (1M 9, 19-22).

Quien quiera ser fiel al Señor no puede quedar esclavo de lo pasajero; y por salvar su vida no puede vivir adulando a los poderosos. La Palabra de Dios ha de ser proclamada con toda valentía; y el anuncio de la misma no puede hacerse sólo con los labios, sino, de un modo especial, con una vida intachable. Cristo, mediante su muerte, dio muerte en nosotros al pecado y a la misma muerte. La vida de quienes creemos en Él debe ser una continua lucha contra el espíritu de maldad que se ha posesionado del mundo. No podemos satanizar nuestro mundo; pero no podemos cerrar los ojos ante tantas manifestaciones de maldad en el mismo, como son las guerras, la corrupción de inocentes, la distribución ilícita de enervantes, el crecimiento de vicios que embotan las mentes de las personas desde su más tierna edad. Si quienes creemos en Cristo no somos capaces de luchar para que el Evangelio de Dios llegue a todos y la fe en Cristo libere al hombre de sus males, ¿qué sentido tiene creer en el Señor? ¿A qué somos capaces de renunciar por el Reino de Dios entre nosotros? ¿Acaso queremos creer en Cristo de un modo hipócrita, arrodillándonos ante Él mientras continuamos esclavos de nuestra maldad? Seamos sinceros con la fe que profesamos. No queramos diluir la Palabra de Dios para ganar favores, oro, plata y muchos regalos de los poderosos. Seamos fieles al Señor, aun cuando por ello tengamos que caminar con las manos vacías de bienes pasajeros, pero con el corazón lleno de Aquel que, siendo nuestro Padre, nos dice como a san Ignacio de Antioquía: ¡Ven a Mi!

2. Sal 49. Este salmo, como el anterior, es un salmo de instrucción, no de oración ni de alabanza. Dios se dirige aquí, por medio del salmista, a los que tenían un falso concepto de la religión, para hacerles ver que no se complace en los sacrificios del culto ni en el cumplimiento externo de la ley, mientras no se cumple de corazón lo que El ha ordenado. Aquí tenemos: I. La gloriosa manifestación del Soberano que da leyes y convoca a juicio (vv. 1-6). II. La exhortación a los adoradores de Dios, para que conviertan sus sacrificios en oraciones (vv. 7-15). III. La reprensión a los que albergan la pretensión de que adoran a Dios, pero viven en desobediencia a sus mandatos (vv. 16-20); se les lee la sentencia (vv. 21, 22), y se amonesta a todos a que consideren su conducta tanto como sus devociones (v. 23). Es un salmo de Asaf.
Versículos 1-6. Es probable que Asaf, el principal director de música del santuario, no sólo pusiera música a este salmo, sino que lo compusiera él mismo, aun cuando no puede asegurarse, ya que el título no indica necesariamente autoría. En tiempo de Esquías, alababan a Yahweh «con las palabras de David y de Asaf vidente» (2 Cr. 29,30).
1. Convocación general, por orden del Rey de reyes (v. 1): «El Dios de los dioses, Yahweh (o Dios, el Dios Yahweh) ha hablado y ha convocado a la tierra. » El Soberano del Universo, Todopoderoso y fiel cumplidor de su promesas, convoca a todos con esta proclamación solemne que ya se sugiere en esa acumulación de nombres divinos.
2. Reunidos ya los convocados, el Juez toma asiento. Así como, cuando dio Dios la Ley a Israel en el Sinaí, leemos que «resplandeció desde el monte de Parón» (Dt. 33:2), así también cuando viene a reprender a Israel por su hipocresía, se dice aquí:
(A) Que ha resplandecido desde Sión (v. 2); como ahora estaba establecido el oráculo en Sión, desde allí eran pronunciados sus juicios sobre aquel pueblo provocador; y Dios, cuya morada está en Sión, puede ser considerado como resplandeciendo desde Sión. También desde Jerusalén había de comenzar a ser predicado el Evangelio (Lc 24,47; Hch 1; 8). Sión es llamada aquí (v. 2) dechado de hermosura (lit. perfección de hermosura), no sólo por ser el monte santo, donde estaba el santuario, sino incluso por su situación geográfica (comp. con 48,2).
(B) Que vendrá, y no callará, sino que mostrará su desagrado hacia ellos, hasta que, un día, sea derribado el muro de separación de la ley ceremonial. Esto lo va a declarar ahora. A los que no quieren dar oídos a su ley, les hará escuchar su juicio.
3. Convocación a los acusados (v. 5): Juntadme mis santos. El vocablo hebreo es jasiday, porque Dios había hecho su pacto con Israel como una señal de su especial amor misericordioso (hebreo, jesed) hacia ellos. Al disfrutar de tan singular privilegio, su responsabilidad era también singular; por eso, la cuenta que se les pide va acompañada de especial severidad a causa de la infidelidad de ellos. Por el pacto de la redención (v. 2 Co 5,19), Dios extiende su propósito de reconciliación a todo el mundo, no sólo al pueblo de Israel. Todos los creyentes son ahora linaje escogido, regio sacerdocio y nación santa (1 P 2,9, comp. con Ex 19,6).
4. Se predice el resultado de este solemne proceso (v 6): «Los cielos declararán su justicia»; los mismos cielos que han sido convocados a testificar en el proceso (v. 4), los mismos cielos que cuentan la gloria de Dios, es decir, el poder y la sabiduría del Creador (19,1), van a declarar ahora la justicia de Dios, porque Dios mismo es el juez (v. 6b). Y, como en 19:3, los cielos no necesitarán palabras para que en todas partes se oiga su voz.
Versículos 7-15. Dios se dirige aquí a los que, en su religión, ponían todo el énfasis en la observancia exterior de la ley ceremonial, pensando que eso bastaba. Les instruye explícitamente sobre la clase de sacrificios que, ante todo, requiere de ellos: Los sacrificios de oración y alabanza que, aun bajo la Ley, tenían la precedencia sobre los holocaustos y demás sacrificios legales y que, ahora, en la dispensación de la gracia, los han sustituido completamente. Aquí (vv. 14, 15) les muestra lo que es bueno y lo que Yahweh requiere de ellos y le es aceptable. También para nosotros tienen aplicación estas demandas, pues, (A) hemos de confesar nuestros pecados y arrepentimos de ellos (v. 1 Jn. 1:9), lo que el salmo (v. 23) llama «ordenar el camino», pues «Dios no desprecia el corazón contrito y humillado»; ese es el verdadero «sacrificio para Dios» (51:17). (B) Hemos de dar gracias a Dios por los beneficios que de El recibimos:
«Ofrece a Dios sacrificio de acción de gracias» (v. 14, mejor que «de alabanza»), y esto «agradará a Yahweh más que sacrificio de buey, o becerro con cuernos y pezuñas» (69,30,31). (C) Hemos de tomar conciencia de la obligación que tenemos de cumplir nuestros votos al Altísimo (v 14b), lo cual no se limita a lo que, a este respecto, mandaba la ley (v. Lv. 7,16), sino que se extiende a todas nuestras obligaciones del pacto que nos liga a Dios. (D) Hemos de orar a Dios constantemente, pero Dios se refiere a continuación (v. 15) a circunstancias especiales: «Invócame (cuando hayas cumplido las condiciones del versículo 14) en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás.»
Dios pide (vv 14-15) ese amor, que suspiraba S. Teresita: “¡La ciencia del amor! ¡Sí, estas palabras resuenan dulcemente en los oídos de mi alma! No deseo otra ciencia. Después de haber dado por ella todas mis riquezas, me parece, como a la esposa del Cantar de los Cantares, que no he dado nada todavía... Comprendo tan bien que, fuera del amor, no hay nada que pueda hacernos gratos a Dios, que ese amor es el único bien que ambiciono.
Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina. Ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre... «El que sea pequeñito, que venga a mí», dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón. Y ese mismo Espíritu de amor dijo también que «a los pequeños se les compadece y perdona». Y, en su nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último día «el Señor apacentará como un pastor a su rebaño, reunirá a los corderitos y los estrechará contra su pecho». Y como si todas esas promesas no bastaran, el mismo profeta, cuya mirada inspirada se hundía ya en las profundidades de la eternidad, exclama en nombre del Señor: «Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en brazos y sobre las rodillas os acariciaré».
Sí, madrina querida, ante un lenguaje como éste, sólo cabe callar y llorar de agradecimiento y de amor... Si todas las almas débiles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas, el alma de tu Teresita, ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cima de la montaña del amor, pues Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud, como dijo en el salmo XLIX: «No aceptaré un becerro de tu casa ni un cabrito de tus rebaños, pues las fieras de la selva son mías y hay miles de bestias en mis montes; conozco todos los pájaros del cielo... Si tuviera hambre, no te lo diría, pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros, beberé sangre de cabritos?... Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y de acción de gracias».
He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, no vacila en mendigar un poco de agua a la Samaritana. Tenía sed... Pero al decir: «Dame de beber», lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor...”
El Señor nos llama a juicio. Él nos confió el anuncio de su Palabra y nosotros no podemos defraudarlo. Él ordena que congreguen ante Él a quienes sellaron sobre su altar su Alianza. No podemos proceder en la presencia de Dios como hojas que mueve el viento al retortero. Nuestros pasos van, con seguridad y firmeza, tras las huellas de Cristo. Por eso, a pesar de las críticas, persecuciones, burlas y amenazas de muerte, hemos de vivir fieles al Señor. Dios ha hecho con nosotros una Alianza: Hacernos hijos suyos por nuestra unión en la fe a su único Hijo, Jesús. Dios vela por nosotros como un Padre. Nosotros escuchamos su voz y, tanto la ponemos en práctica, como la anunciamos desde nuestra experiencia personal con el Señor. No sólo demos culto al Señor y pensemos que ya con eso hemos cumplido con nuestro compromiso de fe; cumplamos con amor sus enseñanzas y proclamémoslas tanto con las palabras, como con las obras, que nos hagan ser un signo del amor de Dios para los demás, especialmente para con los pecadores, los pobres y desvalidos. Entonces podremos decir que en verdad Dios nos librará cuando lo invoquemos; y nosotros, con una vida así, le daremos gloria agradecidos.

3. Lc 19, 41-44. a) Jesús lloró una vez por la muerte de su amigo Lázaro. Hoy nos lo describe Lucas llorando por Jerusalén, previendo su ruina. Después del largo camino desde Galilea a la capital, en vez de prorrumpir en cantos de gozo -"¡qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor!"-, a Jesús se le saltan las lágrimas. Su ciudad preferida no ha sabido "comprender en este día lo que conduce a la paz", "no reconociste el momento de mi venida", y no sabe que se acerca la gran desgracia. La destrucción que, en efecto, le acarrearon las tropas de Vespasiano y Tito el año 70.
b) ¿Qué resumen podría hacer Jesús de nuestra historia? ¿tendría que lamentarse porque tampoco nosotros hemos "reconocido el momento de su venida"?, ¿o nos alabaría porque le hemos sido fieles? Todos podríamos aprovechar mejor las gracias que nos concede Dios. Ayer se nos decía lo de las monedas de oro que deben producir beneficios. Hoy se nos pone delante, para escarmiento, la imagen de un pueblo que no ha sabido abrir los ojos y comprender el momento de la gracia de Dios. Dentro de pocos días iniciaremos un nuevo año con el Adviento. Una y otra vez se nos dirá que hemos de estar vigilantes, porque Dios viene continuamente a nuestras vidas, y es una pena que nos encuentre dormidos, bloqueados por preocupaciones sin importancia, distraídos en valores que no son decisivos. ¿Dejaremos escapar tantas oportunidades como nos pone Dios en nuestro camino, oportunidades que nos traerían la verdadera felicidad? No pensemos tanto en si Jesús lloraría hoy por la situación de nuestro mundo. Pensemos más bien en si cada uno de nosotros le estamos correspondiendo como él quisiera, o le estamos defraudando (J. Aldazábal).
El evangelio de hoy ofrece una escena que sólo transmite el evangelio de Lucas. Esta escena se sitúa en la ladera del monte de los Olivos, junto a Jerusalén. La vista que se tiene de la ciudad es espléndida. Lo que aparece en primer plano es la silueta imponente del templo y la puerta dorada que da al este. En ese escenario magnífico, después de haber hecho un recorrido en borrico desde Betania, Jesús contempla la magnificencia de la ciudad y prorrumpe, llorando, en una lamentación. Aunque algunos han calificado esta lamentación como un vaticinio "post eventu", hay muchas probabilidades de que sea atribuible al Jesús histórico. Se ha querido ver en la referencia a la paz una alusión al nombre de la ciudad. Según algunas etimologías populares, Jerusalén significaría "ciudad de la paz". El vaticinio de Jesús resulta paradójico. La que estaba llamada a ser símbolo de paz será escenario de devastaciones y guerras. Se dice que la ciudad de Jerusalén ha sido "tomada" más de 20 veces en la historia, siempre debido a guerras religiosas…
En el marco teológico de Lucas, si Jesús llora sobre Jerusalén es porque para Lucas existe una continuidad entre el judaísmo y el cristianismo. Jesús no ha venido a destruir el viejo pueblo sino a reconstruirlo. En el tercer evangelio no hay propiamente una entrada triunfal en la ciudad de Jerusalén. El contacto con ella se establece a través de esta contemplación desde el monte de los Olivos.
Jesús llora sobre Jerusalén... No es la única vez que Jesús llora. El Evangelio no parece ser de la teoría de los que dicen que "los hombres no lloran". O quizá es que Jesús no corresponde al cliché típico del varón de la cultura machista. Jesús tiene sentimientos y no los oculta, no se avergüenza de llorar.
La ciudad santa no logra "conocer el camino que conduce a la paz", está ciega. Como ciudad y como ciudad capital se ha convertido en el centro de la explotación económica de la población, siguiendo un camino que en vez de acercar aleja la paz. La ciudad será destruida, por no haber querido reconocer en la venida de Jesús la ocasión para cambiar y convertirse en constructora de verdadera paz, siguiendo el llamado de Jesús (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica).
Jerusalén ha conocido la visita salvífica de Dios en Jesús. Pero la ha rechazado. Ya no se le ofrece otra oportunidad. Yo sólo queda que se manifiesten las consecuencias de este rechazo, ya sólo queda la destrucción como herencia. Jesús llora por su ciudad. Son lágrimas de compasión. Y lágrimas de impotencia. Ha hecho todo lo posible por la paz de la ciudad (cf. 13.34-35). El poder de Dios se ha hecho amor y debilidad en Jesús. Pero ese poder ha chocado contra la dureza del corazón humano. Dios prefiere "llorar de impotencia en Jesús antes que privar al hombre de su libertad" (Stöger). Este llanto es todavía llamamiento, aunque inútil también, a la conversión. Aceptar a Jesús es el camino para la paz. Rechazarlo es la ruina. Sólo en él está la salvación (cf. Hch 4. 12).
Rechazando a Cristo, al ignorar el verdadero sentido de su paz mesiánica, Jerusalén se ha convertido en una simple ciudad de la tierra. Ha perdido el carácter de signo salvador y se define exclusivamente en función de un extremismo político, representado en su lucha contra Roma. Por eso ha sucumbido en la guerra del 70 d. de C.
Esta sentencia no se ha cumplido inmediatamente. El rechazo de Jerusalén ofrece una larga historia; ha recibido la palabra de Jesús, el testimonio de los primeros cristianos, el mensaje de S. Pablo (Hch 21ss). Todo ha sido en vano. Jerusalén termina estando sola abandonada de Dios y de la Iglesia. De esa forma, la vieja ciudad de la esperanza del A.T. y del camino de Jesús hacia su Padre, se ha venido a convertir en un montón de ruinas.
Desde ahora la salvación se desliga de sus viejas raíces palestinas y se encuentra en el camino de Jesús que desde el Padre envía sus discípulos al mundo. Estas palabras de Jesús contra Jerusalén, con su posible fondo histórico y su recuerdo de meditación eclesial, constituyen una de las metas de la obra de S. Lucas. Donde la salvación se ha preparado y ofrecido de un modo más intenso, la ruina y el rechazo vienen a ser más dolorosos. Subiendo hacia su Padre, en medio de la tierra, Jesús llora sobre el fondo de las ruinas de su pueblo muerto (19. 41). Son pocas las imágenes más evocadoras que ésta. Teniéndola en cuenta podemos fijar dos conclusiones generales: a) Como un hombre que ha surgido a la existencia desde el fondo de esperanza y crisis de Israel, Jesús ama a su pueblo. Le ama de una forma violenta y dolorosa, de tal modo que el rechazo de los suyos constituye una de las bases de su pasión sobre la tierra. Este dolor puede tomarse como fuente de consuelo para aquéllos que sufren de igual forma por la suerte de sus propios pueblos.
b) Una muerte o destrucción puede tener varios sentidos. Para la Iglesia, la muerte de Jesús, aceptada en un ámbito de obediencia, se ha convertido en fundamento de gloria y salvación. Por el contrario, la caída de Jerusalén, interpretada a la luz de su rechazo, se ha convertido en reflejo de una condena. Toda muerte puede recibir estos sentidos: lleva con Cristo a la Pascua o con Jerusalén hacia el fracaso (com., edic. Marova).
Un Evangelio como éste ha mantenido el antisemitismo de muchos cristianos y de la misma Iglesia a lo largo de los siglos. El horror que despertaron los campos nazis terminó, sin duda, con él; pero cabe preguntarse si la fe no tenía algo que hacer en este terreno. Conmovidos por la odiosa persecución de los judíos, los cristianos no razonan quizá suficientemente su emoción en nombre de su fe y del sentido que hay que dar a la permanencia del pueblo judío al lado del cristianismo. Si es verdad que la Iglesia de Jesucristo es "el Israel de los últimos tiempos", si es verdad que los apóstoles eran todos judíos así como la mayor parte de los miembros de las primeras comunidades cristianas, es igualmente cierto que el pueblo judío, tanto en sus representantes como en sus estructuras, rechazó la salvación mesiánica que le ofrecía Jesús de Nazaret. ¿Por qué? Porque Israel no entró en esa conversión suprema que Jesús exigía de él para convertirlo en instrumento de su misión universal; porque no renunció a sus "privilegios" de pueblo elegido o, más exactamente, a la idea falsa que él se hacía de dicha elección. Siendo así que su elección era tan solo una elección en Jesús de Nazaret, mediador de la salvación de la humanidad, el pueblo judío vio ahí una cualificación para reivindicar de Dios un puesto aparte en el Reino que iba a venir. Y la observancia de la ley le parecía que era un título para la salvación, siendo así que la ley, en cuanto tal, solo podía conducir a la muerte.... El pueblo judío rechazó a Jesús por no haber llevado la pobreza hasta esperar todo de Dios salvador, comprendida esta cualidad de ver que quien solo podía ofrecerle la salvación era el Verbo encarnado. Sin embargo, la permanencia del pueblo judío a través de los siglos va a plantear necesariamente un problema fundamental a la conciencia de la Iglesia. Ya San Pablo se pregunta por el destino de este pueblo que es el suyo; en la carta a los romanos manifiesta su convicción de que el pueblo judío se convertirá cuando todas las naciones hayan entrado en la Iglesia. En efecto: la entrada efectiva de todas las naciones en la Iglesia volverá el signo eclesial de salvación tan convincente que un pueblo tan fiero de su originalidad indestructible como es el pueblo judío cederá ante la magnitud de la bondad divina. Pero, como contrapartida, la Iglesia se encuentra constantemente ante la exigencia de ser plenamente fiel a su propio misterio que San Pablo definió como el misterio de la reconciliación de los judíos y de las naciones, alcanzada en la sangre de Cristo. La existencia del pueblo judío es para la iglesia una especie de invitación a esta fidelidad esencial a la ley de la caridad universal. En la medida en que muestra el verdadero aspecto de su catolicidad y su diversidad multiforme es reconocida como tal, ella está realmente disponible para dialogar con el pueblo judío. Por el contrario, en la medida en que la Iglesia se encierra en sí misma y limita sus horizontes ligándose demasiado exclusivamente a tal o cual universo cultural, ella se cierra a este diálogo y germina en ella el antisemitismo, porque la única manera de crearse una conciencia tranquila es entonces suprimir al testigo que molesta (Maertens-Frisque).
-Jesús se acercaba a Jerusalén, y al verla... El viaje hacia Jerusalén se está acabando. Desde Jericó Jesús ha hecho ya los veinte kilómetros de cuesta. Llegado a Betania, El mismo organizó el modesto triunfo de los ramos (Lucas, 19, 29-40). En el marco mismo de ese acontecimiento se sitúa la escena relatada por Lucas, Marcos y Mateo. Desde las alturas de Betania, se domina el espléndido paisaje de Jerusalén. La magnífica ciudad está allí extendida a nuestros pies... las casas apiñadas unas contra otras sobre el rocoso espolón que limitan el valle de Cedrón y la Geena... las sólidas murallas que protegen la ciudad, dicha «inexpugnable»... El Templo del Dios viviente, en el centro de Jerusalén, resplandeciente con sus columnas de mármol, y el techo de oro fino. Era en ese lugar de su camino donde los peregrinos llenos de entusiasmo entonaban el Salmo 121: «Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor, Ya están pisando nuestros pies, tus umbrales, Jerusalén: Jerusalén, ciudad bien construida, maravilla de unidad... Haya «paz» en tus muros y en tus palacios, días espléndidos. Por amor de mis hermanos y amigos, diré: «¡La paz contigo!». Por amor de la casa del Señor, nuestro Dios, yo os auguro la felicidad» . Esto es lo que Jesús oye cantar a su alrededor.
-Jesús lloró... Le contemplo. Contemplo las lágrimas en su rostro y su apretar los labios para retenerlas, sin lograrlo. Esas lágrimas manifiestan la impotencia de Jesús. Trató de «convertir» Jerusalén, pero esa ciudad, en conjunto, le resistió, y lo rechaza: dentro de unos días Jesús será juzgado, condenado, y ejecutado...
-¡Si también tú, en ese día, comprendieras lo que te traería la «paz»! Era el deseo del Salmo. Era el nombre mismo de Jerusalén: «Ciudad de la Paz». Jesús sabe que el aporta la expansión, la alegría, la paz a los hombres. Pero se toma en serio la libertad del hombre y respeta sus opciones: más que manifestar su poder, llora y se contenta con gemir... «Si comprendieras...»
-Pero, por desgracia, tus ojos no lo ven. La incredulidad de Jerusalén, es símbolo de todas las otras incredulidades... La incredulidad de aquel tiempo, símbolo de la incredulidad de todos los tiempos... Jerusalén está ciega: no ha «visto» los signos de Dios, no ha sabido reconocer la hora excepcional que se le ofrecía en Jesucristo. Jerusalén crucificará, dentro de unos días, a aquél que le aportaba la paz. No reconociste el tiempo de la visita de Dios ¡Admirable fórmula de ternura! Era el tiempo de la «cita» de amor entre Dios y la humanidad. Esa visita única, memorable, se desarrollaba en esa ciudad única en toda la superficie de la tierra. «Y Jerusalén, ¡tú no compareciste a la cita!» Pero ¿estoy yo, a punto HOY para las «visitas» de Dios? De cuántas de ellas estoy ausente también por distracción, por culpa, por ceguera espiritual!... por estar muy ocupado en muchas otras cosas.
-Días vendrán sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos, y no dejarán en ti piedra sobre piedra. Cuando Lucas escribía eso, ya había sucedido: en el 70, los ejércitos de Tito habían arrasado prácticamente la ciudad... esa hermosa ciudad que Jesús contemplaba aquel día con los ojos llenos de lágrimas... (Noel Quesson).
Jesús nos visita, en nuestro interior, en la Iglesia y en sus sacramentos, como animaba S. Ambrosio a las vírgenes: “La que de esta manera busca a Cristo y lo encuentra puede decir: Lo abracé, y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas. ¿Cuál es la casa de tu madre y su alcoba, sino lo más íntimo y secreto de tu ser?
”Guarda esta casa, limpia sus aposentos más retirados, para que, estando la casa inmaculada, la casa espiritual fundada sobre la piedra angula, se vaya edificando el sacerdocio espiritual, y el Espíritu Santo habite en ella.
”La que así busque a Cristo, la que así ruega a Cristo no se verá abandonada por Él; más aún, será visitada por Él con frecuencia, pues está con nosotros hasta el fin del mundo”.
Ojalá y hoy aprovechemos la oportunidad que hoy Dios nos da, y que nos puede conducir a la paz. Ojalá y escuchemos hoy la voz del Señor y no endurezcamos ante Él nuestro corazón. No cerremos nuestros ojos ante el gran amor misericordioso que el Señor nos ha manifestado. Pues Él, a pesar de que éramos pecadores, dio su vida por nosotros. Y con eso nos está manifestando cuánto nos ama. No podemos quedarnos con la mirada sólo puesta en las cosas pasajeras; no dejemos que ellas emboten nuestra mente ni nuestro corazón. Abramos los ojos ante la vocación a la que Dios nos llama; contemplemos a su Hijo que, después de padecer por su fidelidad amorosa al Padre Dios y a nosotros, ahora vive para siempre, reinando sentado a la diestra del mismo Padre Dios. Hacia allá se encaminan nuestros pasos. Si creemos en Cristo, nos hemos de hacer uno con Él; hemos de vivir conforme a su Vida en nosotros; y hemos de actuar dejándonos conducir por su Espíritu, que habita en nosotros como en un templo. Mientras aún es tiempo; mientras aún es de día, trabajemos esforzadamente para que el Reino de Dios llegue a su plenitud entre nosotros, antes de que se apaguen nuestros ojos y que, ya no habiendo más oportunidad, en lugar de ser parte de la Construcción de la Jerusalén celeste, nos derrumbemos irremediablemente por no haber aprovechado el día y el año de Gracia del Señor en nosotros. En esta Eucaristía el Señor se nos convierte en una nueva oportunidad que nos da para unirnos a Él. Él no quiere que sólo nos quedemos contemplándolo; Él quiere hacer su morada en nosotros para que seamos convertidos en un instrumento de su amor para todos los hombres. Por eso hemos de escuchar su Palabra con actitud de discípulos fieles, que no sólo entienden el mensaje de Dios, sino que son los primeros en vivirlo. La Iglesia de Cristo, unida a su Señor, no sólo es consciente de su presencia entre nosotros; es consciente, también, de que el Señor la ha convertido en presencia suya en el mundo. Por eso la Comunión de Vida con el Señor, fortalecida día a día en la Celebración Eucarística, debe hacer resplandecer a la Iglesia con la misma luz de Cristo para todos los pueblos. No seamos de aquellos que, habiéndose acercado a la luz, continúan en sus maldades y pecados, convirtiéndose en ocasión de escándalo para los demás. Si vivimos nuestra unión con el Señor seamos luz para nuestros hermanos, como Él lo es para con nosotros. ¿Trabajamos constantemente por erradicar el mal en el mundo? Si hemos tomado ese compromiso de Cristo como nuestro, no podemos actuar con violencia tratando de hacer que los demás se unan a Cristo y le permanezcan fieles por la fuerza. Erradicar el mal que hay en el mundo significa que la Iglesia de Cristo vive, cada día de un modo más perfecto, el mensaje de salvación que su Señor le ha confiado. Y lo vive en los diversos ambientes en que se desarrolle la existencia de los diversos miembros que la conforman. Así va actuando con el silencio efectivo de quien se ha convertido, por la presencia del Espíritu Santo en su interior, en fermento de santidad en el mundo. Ojalá y nuestro compromiso con el Señor vaya un poco más allá, preparándonos adecuadamente para colaborar en las diversas acciones pastorales y de catequesis en sus diversos niveles, para que no sólo demos testimonio con nuestra vida, sino para que, con nuestras palabras, colaboremos para que el anuncio del Evangelio y la profundización en el mismo, haga que el Señor sea cada vez más conocido, para ser cada vez más amado. Así, realmente, todos podremos aprovechar la oportunidad que Dios nos da para alcanzar la perfección en Cristo. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivirle fieles y de proclamar su Nombre a todas las naciones mediante nuestras palabras y, sobre todo, mediante una vida y conducta intachables. Amén (www.homiliacatolica.com).

sábado, 16 de abril de 2011

Sábado de la 5ª semana de Cuaresma: Jesús nos trae la nueva Alianza en su Sangre redentora, la liberación que nos hace hijos de Dios

Sábado de la 5ª semana de Cuaresma: Jesús nos trae la nueva Alianza en su Sangre redentora, la liberación que nos hace hijos de Dios

Libro de Ezequiel 37,21-28: Entonces les dirás: Así habla el Señor: Yo voy a tomar a los israelitas de entre las naciones adonde habían ido; los reuniré de todas partes y los llevaré a su propio suelo. Haré de ellos una sola nación en la tierra, en las montañas de Israel, y todos tendrán un solo rey: ya no formarán dos naciones ni estarán más divididos en dos reinos. Ya no volverán a contaminarse con sus ídolos, con sus abominaciones y con todas sus rebeldías. Los salvaré de sus pecados de apostasía y los purificaré: ellos serán mi Pueblo y yo seré su Dios. Mi servidor David reinará sobre ellos y todos ellos tendrán un solo pastor. Observarán mis leyes, cumplirán mis preceptos y los pondrán en práctica. Habitarán en la tierra que di a mi servidor Jacob, donde habitaron sus padres. Allí habitarán para siempre, ellos, sus hijos y sus nietos; y mi servidor David será su príncipe eternamente. Estableceré para ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna. Los instalaré, los multiplicaré y pondré mi Santuario en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos: yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y cuando mi Santuario esté en medio de ellos para siempre, las naciones sabrán que yo soy el Señor, el que santifico a Israel.

Jeremías 31,10-13: ¡Escuchen, naciones, la palabra del Señor, anúncienla en las costas más lejanas! Digan: "El que dispersó a Israel lo reunirá, y lo cuidará como un pastor a su rebaño".
Porque el Señor ha rescatado a Jacob, lo redimió de una mano más fuerte que él.
Llegarán gritando de alegría a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor, hacia el trigo, el vino nuevo y el aceite, hacia las crías de ovejas y de vacas. Sus almas serán como un jardín bien regado y no volverán a desfallecer.
Entonces la joven danzará alegremente, los jóvenes y los viejos se regocijarán; yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su aflicción.

Evangelio según San Juan 11,45-57: Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación". Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: "Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?". No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos. A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús. Por eso Él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos. Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: "¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?". Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno conocía el lugar donde Él se encontraba, lo hiciera saber para detenerlo.

Comentario: 1. Ez 37, 21-28: En la primera lectura el profeta anuncia la restauración mesiánica de Israel después de los sufrimientos del Exilio. Es la continuidad de la promesa hecha a los patriarcas, a Moisés, a David. Dios establecerá una Alianza nueva y definitiva de paz y de bienestar con su pueblo (Misa dominical 1990). En el evangelio de hoy, Jesús es presentado como el que da su vida «para reunir en la unidad a los hijos de Dios dispersos». El profeta había ya desarrollado ese tema de la «reunión de los dispersados», cuando el exilio en Babilonia. Palabra del Señor: recogeré los hijos de Israel de entre las naciones a las que marcharon... Los congregaré de todas partes. Los hombres aspiran a la unidad. Estar juntos. Estar de acuerdo. Amar y ser amados. Sin embargo, la humanidad siempre ha sido desgarrada, y los conflictos de hoy son, sin duda, más profundos que nunca. Pero la aspiración subsiste como un anhelo de felicidad. ¿Cuál es el hombre que no prefiere la "caricia" al «puñetazo»? ¿Cuál es el niño que no prefiere la paz familiar a la discordia entre sus padres? ¿Cuál es la empresa en la que los trabajadores no preferirían la concordia y solidaridad a la atmósfera de suspicacia y de dominio? Cooperación y diálogo, en vez de rivalidad y blocaje. Dios se presenta como «el que procura la unión». «Voy a congregarlos...» Él mismo es, en sí mismo, un misterio de unidad: Tres constituidos en uno. Dios hizo la humanidad, cada hombre, a su imagen. Evoco en mi memoria los esfuerzos de los hombres para vivir más solidarios unos de los otros, para ayudarse mutuamente, para dialogar. Dios está obrando en ello... Evoco también las situaciones contrarias: racismos, separatismos, conflictos, silencios, no querer dar el primer paso, espíritu partidista, orgullo... Perdón, Señor.
-“No volverán a formar dos naciones, ni volverán a estar divididos en dos reinos”. Piensa el profeta en una situación histórica muy precisa: el cisma entre el Reino de Judá al sur y el Reino de Israel, al norte. Pero tal situación es símbolo de todas las rupturas entre hermanos, entre esposos, entre naciones, entre grupos sociales, entre Iglesias. Hijos del mismo Padre, amados del mismo Dios. Toda ruptura entre hermanos comienza por desgarrar el corazón de Dios. Toda división entre hombres, hechos para entenderse, comienza por ser contraria al proyecto de Dios. Y, para la Iglesia, es un escándalo: "¡que todos sean uno para que el mundo crea!", «os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros.» «Felices los constructores de paz, serán llamados hijos de Dios.»
¿Qué llamada es oída más intensamente por mí a través de esas Palabras de Dios? ¿En qué punto de la humanidad he de ser «constructor de unidad», lazo de unión, elemento de diálogo?
-“Yo seré su Dios... y ellos serán mi pueblo... Y las naciones sabrán que yo soy el Señor, el que santifica a Israel”. La reputación de Dios está comprometida con el testimonio de unidad que da, o que no da, una «comunidad cristiana». La desunión de los cristianos, el rechazo del diálogo y de la búsqueda en común... impiden reconocer a Dios. Las «naciones no sabrán que Él es el Señor» si no se hace ese esfuerzo de unidad (Noel Quesson).
La lectura del profeta parece más un pregón de fiesta que una página propia de la Cuaresma. Y es que la Pascua, aunque es seria, porque pasa por la muerte, es un anuncio de vida: para Jesús hace dos mil años y para la Iglesia y para cada uno de nosotros ahora. Dios nos tiene destinados a la vida y a la fiesta. Los que no sólo oímos a Ezequiel o Jeremías, sino que conocemos ya a Cristo Jesús, tenemos todavía más razones para mirar con optimismo esta primavera de la Pascua que Dios nos concede. Porque es más importante lo que Él quiere hacer que lo que nosotros hayamos podido realizar a lo largo de la Cuaresma. La Pascua de Jesús tiene una finalidad: Dios quiere, también este año, restañar nuestras heridas, desterrar nuestras tristezas y depresiones, perdonar nuestras faltas, corregir nuestras divisiones. ¿Estamos dispuestos a una Pascua así? En nuestra vida personal y en la comunitaria, ¿nos damos cuenta de que es Dios quien quiere «celebrar» una Pascua plena en nosotros, poniendo en marcha de nuevo su energía salvadora, por la que resucitó a Jesús del sepulcro y nos quiere resucitar a nosotros? ¿Se notará que le hemos dejado restañar heridas y unificar a los separados y perdonar a los arrepentidos y llenar de vida lo que estaba árido y raquítico? «Tú concedes a tu pueblo, en los días de Cuaresma, gracias más abundantes» (oración; J. Aldazábal). Y en la Postcomunión añadiremos: «Humildemente te pedimos, Señor, que así como nos alimentas con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, nos des también parte en su naturaleza divina»…
Purificación, pactar una alianza eterna... Todo ello se realiza en Cristo, verdadera presencia de Dios en su pueblo. Todo es nuevo y eterno en Cristo, lo que muestra su trascendencia mesiánica. Los judíos no lo ven. No quieren verlo. De momento tampoco lo ven los Apóstoles. Lo verán más tarde. San Teófilo de Antioquía dice: «Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen bañados de tinieblas y no pueden ver la luz del sol». Y San Agustín: «Que tus obras tengan por fundamento la fe, porque creyendo en Dios, te harás fiel». Mientras tanto, cuidemos el sentido cuaresmal que los profetas nos recuerdan de conversión de nuestros corazones, ayuno, estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Él espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar “servir a dos señores” y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado, como señalaba Juan Pablo II: “El cristiano, llamado por la Iglesia a la oración, a la penitencia y al ayuno, al despojarse interior y exteriormente de sí mismo, se sitúa ante Dios, reconociéndose tal como realmente es, se redescubre”. Se trata, por tanto, de un tiempo de verdad profunda, verdad que convierte, infunde de nuevo esperanza, y, poniendo todo en su debido sitio, reconcilia y mueve al optimismo, no queremos perder la ocasión (Bar 3,2 dice: “enmendémonos y mejoremos en aquello en que por ignorancia hemos faltado; no sea que, sorprendidos por el día de la muerte, busquemos tiempo para la penitencia, y no podamos encontrarlo”), y aunque Dios es bueno y tiene siempre para nosotros lo que llamaríamos “un plan B”, es bueno que reaccionemos cuando valoramos que no fuimos fieles, como David al proclamar aquel “contra Ti solo he pecado; y he cometido la maldad delante de tus ojos. Mira, pues, que fui concebido en iniquidad, y que mi madre me concibió en pecado” (Salmo 50) que le llevó a una gran correspondencia. Al notar la fuerza de Dios: “Ecce nunc dies salutis! –¡He aquí el día de la salvación!” vamos a responder al Señor, como nos animaba san Josemaría: “Estoy decidido a que no pase este tiempo de Cuaresma como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro. Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como Él desea ser querido”. Cuaresma que ahora nos pone delante de estas preguntas fundamentales: ¿avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión? “El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años”. Procuremos aguzar el ingenio –el amor es agudo- para descubrir que nuestro Padre del Cielo –que tiene como propio perdonar y tener misericordia- está siempre esperándonos pues desea perdonar cualquier ofensa para ofrecernos su casa, está feliz cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, se siente realizado cuando el hijo se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia. San León Magno nos anima a descubrir nuestro mejor yo en ese amor que Dios nos ha puesto, esas semillas divinas, así decía: “Que cada uno de los fieles se examine, pues, a sí mismo, esforzándose en discernir sus más íntimos afectos”.
Y de ahí saldrán propósitos de más sacrificio pues el amor se muestra ahí, en cosas pequeñas, y ahí también se estropea, con la rutina y dejadez… “Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es esa agua menuda, que se mete gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es desperdiciar la pelea en esas escaramuzas sobrenaturales, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios” (san Josemaría); esto significa hacer la voluntad de Dios y no la nuestra, como indica San Juan de la Cruz: “quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará”; hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas, una conciencia despierta, sensibilidad que no esté atrofiada por la rutina o el atolondramiento frívolo (que pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas, señalaba san Josemaría). La llamada que recibimos se inserta en Cristo, a la salvación no sólo de un grupo, un pueblo, sino de la humanidad entera, de todos los tiempos y lugares. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, ha venido para reunir a todos los hijos de Dios que había dispersado el pecado. Dios ha levantado su templo en nuestros corazones. Él es nuestro único Pastor y Rey, que nos une no sólo como a su Pueblo Santo, sino que nos reconoce como a hijos suyos por nuestra unión a su Hijo único. En la historia, que arranca de Cristo y jalona hasta la Parusía, la Iglesia es el Sacramento de Salvación y de unidad para toda la humanidad, pues por medio de ella el Señor continúa su obra salvadora en el mundo y su historia. Dios nos quiere a todos fraternalmente unidos en torno a Él, reconocido como Padre nuestro. Nosotros no debemos romper más esa unidad, sino que hemos de trabajar para que el Reino de amor, de santidad, de justicia y de paz se vaya haciendo realidad ya desde ahora entre nosotros.
2. –Jer. 31, 10-13 Dios se conmueve ante el grito de sus hijos, que claman ante Él después de haber sido despojados de su tierra y llevados al destierro. Dios jamás da marcha atrás en su amor por los suyos. A pesar de los grandes pecados de su pueblo, el Señor lo sigue amando y mimando como a un niño sumamente querido. Por eso levanta el castigo de su pueblo y, entre gritos de júbilo y ante la admiración de todos los pueblos, lo hace volver a la posesión de la tierra que prometió, con juramento, dar a sus antiguos padres y a su descendencia. Dios, por medio de su Hijo nos ha manifestado su amor hasta el extremo. Él quiere perdonarnos porque nos ama; y por ese amor que nos tiene, nos ha elevado a la dignidad de hijos suyos haciéndonos partícipes de su vida y de su Espíritu, para que seamos capaces de escuchar su Palabra y de ponerla en práctica, de tal forma que, reconocidos como sus hijos, podamos, finalmente estar con Él para siempre. Alabemos y glorifiquemos al Señor por su misericordia y por el amor que nos tiene. El canto de Jeremías 31,10-13 es un anuncio de libertad y de unidad para el pueblo de Dios disgregado en Babilonia: Dios dará la libertad a Israel. Si antes del cautiverio el pueblo de Dios conoció la división en dos reinos, ahora, el que dispersó a Israel lo reunirá. Fue el pecado y la infidelidad lo que dividió al pueblo de Israel, lo que disgregó ya en los días de Babel a la humanidad entera. Pero Dios reunirá definitivamente a su pueblo. Así lo ha prometido por los profetas y con ese fin envió a su Hijo Unigénito: «Escuchad, pueblos, la palabra del Señor, anunciadla en las islas remotas; El que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como pastor a su rebaño. Porque el Señor redimió a Jacob, lo rescató de una mano más fuerte. Vendrán con aclamaciones a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor». “El mundo tiene corazón de lobo / y es el rencor su garra y su cadena. / Doble fulgor de aullidos y clamores / llena su historia: páginas inmensas / de destrucción, de muerte, de congoja: / negra nube que azota las alas de la tierra / y no la deja levantar el vuelo / hacia tu amor, hacia tu luz serena. / Esta es la dura suerte del hombre, sus afanes. / Lo sabes bien, Jesús, por experiencia. / Y mandas sin cesar, heroicamente, / entre lobos, las tímidas ovejas. / Si es éste siempre, mi Señor, tu modo / de proceder, hazme paloma, sella / en dulce paz mi corazón. No existe / otra razón de gloria en esta tierra / más que el amor sencillamente puro / que opone al mal pasiva resistencia. / Dame, Señor, un alma de cordero / como la tuya. Frena / en lo más hondo de mi ser el lobo, / impaciente y feroz, / y extingue su violencia” (Jesús Bermejo).
3. Jn. 11, 45-56. «Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». Hoy, de camino hacia Jerusalén, Jesús se sabe perseguido, vigilado, sentenciado, porque cuanto más grande y novedosa ha sido su revelación - “el anuncio del Reino”- más amplia y más clara ha sido la división y la oposición que ha encontrado en los oyentes (cf. Jn 11,45-46). Las palabras negativas de Caifás, «os conviene que muera uno sólo por el pueblo y no perezca toda la nación» (Jn 11,50), Jesús las asumirá positivamente en la redención obrada por nosotros. Jesús, el Hijo Unigénito de Dios, ¡en la Cruz muere por amor a todos! Muere para hacer realidad el plan del Padre, es decir, «reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). ¡Y ésta es la maravilla y la creatividad de nuestro Dios! Caifás, con su sentencia («Os conviene que muera uno solo...») no hace más que, por odio, eliminar a un idealista; en cambio, Dios Padre, enviando a su Hijo por amor hacia nosotros, hace algo maravilloso: convertir aquella sentencia malévola en una obra de amor redentora, porque para Dios Padre, ¡cada hombre vale toda la sangre derramada por Jesucristo! De aquí a una semana cantaremos “en solemne vigilia” el Pregón pascual. A través de esta maravillosa oración, la Iglesia hace alabanza del pecado original. Y no lo hace porque desconozca su gravedad, sino porque Dios “en su bondad infinita” ha obrado proezas como respuesta al pecado del hombre. Es decir, ante el “disgusto original”, Él ha respondido con la Encarnación, con la inmolación personal y con la institución de la Eucaristía. Por esto, la liturgia cantará el próximo sábado: «¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Oh feliz culpa que mereció tal Redentor!». Ojalá que nuestras sentencias, palabras y acciones no sean impedimentos para la evangelización, ya que de Cristo recibimos el encargo, también nosotros, de reunir los hijos de Dios dispersos: «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt 28,19; Xavier Romero Galdeano).
Conviene que muera uno sólo por el pueblo y no perezca toda la nación. He aquí la frase que envuelve el misterio de la cruz de Cristo, el misterio de nuestra salvación. Caifás presentaba con esta profecía al nuevo Cordero de la Pascua, Aquel que quitaría el pecado del mundo. Jesucristo ya había dicho que daría su vida en rescate por muchos, y por ello probó el sufrimiento para alcanzarnos la salvación. Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación (Hebr). Jesús nos ha dejado su cruz, para que ante la pena podamos alzar la vista ante ella y arrostrar las dificultades, elevar una mirada de fe y balbucear “hágase tu voluntad, Padre”. La cruz no sólo se presenta en la sangre fecunda que derraman los mártires, sino cuando viene un dolor físico, moral, espiritual... Y así como hay ejemplos de grandes mártires que abrazaron la cruz de Cristo, hay tantos cristianos que se clavan en su dolor viendo el rostro de Cristo, viendo su mano amorosa que viene a modelarlos y fraguar su amor con el dolor. Ven a Aquél que dio su vida por muchos. Pero también puede suceder que en algunos corazones se siembre la actitud de los fariseos que era la tortura de no reconocer a Cristo como su Redentor ¿Por qué tenía que morir el Mesías? ¡Si eres el Mesías, baja de esa cruz!, aún hay signo de rebeldía, es paradoja, hay quien la acepta y quien la rechaza... El Card. Nguyen van Thuan decía: “Mira la cruz y encontrarás la solución a todos los problemas que te preocupan” Los mártires le han mirado a Él... (Marco Antonio Lome).
Nos encontramos a las puertas de la Semana Santa. Como se suele decir, el tiempo ha pasado “volando”. Durante estas semanas nos hemos ido situando frente a ese misterio central de nuestra fe, que dará comienzo con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Resultan, por otra parte, alentadoras y firmes las palabras del profeta Ezequiel que nos brinda la lectura de hoy: “Caminarán según mis mandatos y cumplirán mis preceptos, poniéndolos por obra”. Sin embargo, si hemos de ser sinceros, y a la vista de las antífonas de las misas de todos estos días de Cuaresma, en donde se nos ha invitado a la conversión, a la penitencia, a la penitencia… y a más penitencia, nos hemos de preguntar: ¿en qué ha consistido esa reparación, sacrificio o desagravio diario? Y no vale aquí decir que “¡bastante penitencia tenemos con lo que nos ‘cae’ cada día por culpa de los demás”. La penitencia a la que me invita la Iglesia no es otra sino aquélla a la que positivamente contribuyo con mi mortificación personal. ¿Cosas del medioevo?… Ríete de las penitencias que realizaban nuestros antepasados, comparadas con las que nos “presta” esta modernidad contemporánea nuestra (regímenes alimenticios, horas extraordinarias, entrenamientos deportivos, “puestas a punto” de actrices, cirugías estéticas…). Sería bueno recordar, por otra parte, que la penitencia para el cristiano es la manera más eficaz de ejercitar el deporte que necesita nuestra alma. ¡Mirad esos rostros cansinos y tristes!, no son otra cosa sino el fruto de haber olvidado la gimnasia que hemos de realizar en nuestro interior. Y lo realmente gratificante, es que esas pequeñas negaciones a nosotros mismos, se transforman en afirmaciones al amor y a la libertad. El “señorío” humano, de esta manera, es capaz de romper las cadenas de la esclavitud y de la muerte, volviendo el rostro, sereno y paciente, ante la contradicción, la contrariedad y el sufrimiento.
“Y aquel día decidieron darle muerte”. ¡“Pobrecitos” aquellos que piensan que tienen en sus manos el destino de Dios! Cristo entregará su vida cuando vea llegada la hora y, desde luego, que no se ahorrará ninguna penitencia… quizás veamos en su Pasión las huellas de aquellos momentos que, tú y yo, renunciamos a padecer. En cambio, para el cristiano que vive con fidelidad su penitencia, ese “destino” del que tanto habla el mundo, se transforma en abundante Providencia divina. Se escandalizaba el Sanedrín por la cantidad de milagros que hacía Jesús y, sin embargo, eso no les valió para su conversión, sino para incrementar su odio… ¿Aún eres capaz de decirle a Dios que si realizara un signo en tu vida (ese “milagrito” que tanto ansías), sólo entonces cambiarías? El único milagro que da frutos es el de la generosidad de nuestra penitencia, porque entonces se manifiestan las obras de Dios, y no los caprichos de los hombres.
“Se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos”. El Señor se reúne con sus íntimos en vísperas de lo que ha de acontecer. La oración, es la antesala de la penitencia, y ésta la mesa del sacrificio. Pero Jesús, además de acompañarse de sus discípulos, cuenta contigo y conmigo, y en ese altar de la Eucaristía se encuentra toda la humanidad, esperando, una vez más, la pequeña penitencia que hoy hayamos podido realizar. Sólo así, ganaremos almas para Dios (Archidiócesis Madrid).
La cercanía a la Semana Santa va haciendo que la Iglesia nos vaya presentando a Jesucristo en contraposición con sus enemigos. En el Evangelio de hoy se nos presenta la auténtica razón, la razón profunda que lleva a los enemigos de Cristo a buscar su muerte. Esta razón es que Cristo se presenta ante los judíos como el Enviado, el Hijo de Dios. Este conflicto permanente entre los dirigentes judíos y nuestro Señor, se convierte también para nosotros en una interrogación, para ver si somos o no capaces de corresponder a la llamada que Cristo hace a nuestra vida. Cristo llega a nosotros, y llega exigiendo su verdad; queriendo mostrarnos la verdad y exigiéndonos que nos comportemos con Él como corresponde a la verdad. La verdad de Cristo es su dignidad, y nosotros tenemos que reflexionar si estamos aceptando o no esta dignidad de nuestro Señor. Tenemos que llegar a reflexionar si en nuestra vida estamos realizando, acogiendo, teniendo o no, esta verdad de nuestro Señor. Cristo es el que nos muestra, por encima de todo, el camino de la verdad. Cristo es el que, por encima de todo, exige de los cristianos, de los que queremos seguirle, de los que hemos sido redimidos por su sangre, el camino de la verdad. Nuestro comportamiento hacia Cristo tiene que respetar esa exigencia del Señor; no podemos tergiversar a Cristo. No podemos modificar a Cristo según nuestros criterios, según nuestros juicios. Tenemos necesariamente que aceptar a Cristo. Pero, a la alternativa de aceptar a Cristo, se presenta otra alternativa —la que tomaron los judíos—: recoger piedras para arrojárselas. O aceptamos a Cristo, o ejecutamos a Cristo. O aceptamos a Cristo en nuestra vida tal y como Él es en la verdad, o estamos ejecutando a Cristo. Esto podría ser para nosotros una especie de reticencia, de miedo de no abrirnos totalmente a nuestro Señor Jesucristo, porque sabemos que Él nos va a reclamar la verdad completa. Jesucristo no va a reclamar verdades a medias, ni entregas a medias, ni donaciones a medias, porque Jesucristo no nos va a reclamar amores a medias. Jesucristo nos va a reclamar el amor completo, que no es otra cosa sino el aceptar el camino concreto que el Señor ha trazado en nuestra vida. Cada uno tiene el suyo, pero cada uno puede ser infiel al suyo. Solamente el que es fiel a Cristo tiene en su posesión, tiene en su alma la garantía de la vida verdadera, porque tiene la garantía de la Verdad. “El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre”. Nosotros constantemente deberíamos entrar en nuestro interior para revisar qué aspectos de mentira, o qué aspectos de muerte estamos dejando entrar en nuestro corazón a través de nuestro egoísmo, de nuestras reticencias, de nuestro cálculo; a través de nuestra entrega a medias a la vocación a la cual el Señor nos ha llamado. Porque solamente cuando somos capaces de reconocer esto, estamos en la Verdad. Debemos comenzar a caminar en un camino que nos saque de la mentira y de la falsedad en la que podemos estar viviendo. Una falsedad que puede ser incluso, a veces, el ropaje que nos reviste constantemente y, por lo tanto, nos hemos convencido de que esa falsedad es la verdad. Porque sólo cuando permitimos que Cristo toque el corazón, que Cristo llegue a nuestra alma y nos diga por dónde tenemos que ir, es cuando todas nuestras reticencias de tipo psicológico, todos nuestros miedos de tipo sentimental, todas nuestras debilidades y cálculos desaparecen. Cuando dejamos que la Verdad, que es Cristo, toque el corazón, todas las debilidades exteriores —debilidades en las personas, debilidades en las situaciones, debilidades en las instituciones—, y que nosotros tomamos como excusas para no entregar nuestro corazón a Dios, caen por tierra. Nos podemos acomodar muchas cosas, muchas situaciones, muchas personas; pero a Cristo no nos lo podemos acomodar. Cristo se nos da auténtico, o simplemente no se nos da. “Se ocultó y salió de entre ellos”. En el momento en que los judíos se dieron cuenta de que no podían acomodarse a Cristo, que tenían que ser ellos los que tenían que acomodarse al Señor, toman la decisión de matarlo. A veces en el alma puede suceder algo semejante: tomamos la decisión de eliminar a Cristo, porque no nos convence el modo con el que Él nos está guiando. Y la pregunta que nace en nuestra alma es la misma que le hacen los judíos: “¿Quién pretendes ser?”. Y Cristo siempre responde: “Yo soy el Hijo de Dios”. Sin embargo, Cristo podría devolvernos esa pregunta: ¿Y tú quién pretendes ser? ¿Quién pretendes ser, que no aceptas plenamente mi amor en tu corazón? ¿Quién pretendes ser, que calculas una y otra vez la entrega de tu corazón a tu vocación cristiana en tu familia, en la sociedad? ¿Por qué no terminar de entregarnos? ¿Por qué estar siempre con la piedra en la mano para que cuando el Señor no me convenza pueda tirársela? Cristo, ante nuestro reclamo, siempre nos va a responder igual: con su entrega total, con su promesa total, con su fidelidad total. Las ceremonias que la Iglesia nos va a ofrecer esta Semana Santa no pueden ser simplemente momentos de ir a Misa, momentos de rezar un poco más o momentos de dedicar un tiempo más grande a la oración. La Semana Santa es un encuentro con el misterio de un Cristo que se ofrece por nosotros para decirnos Quién es. El encuentro, la presencia de Cristo que se me da totalmente en la cruz y que se muestra victorioso en la resurrección, tenemos que realizarla en nuestro interior. Tenemos que enfrentarnos cara a cara con Él. Es muy serio y muy exigente el camino del Señor, pero no podemos ser reticentes ante este camino, no podemos ir con mediocridad en este camino. Siempre podremos escondernos, pero en nuestro corazón, si somos sinceros, si somos auténticos, siempre quedará la certeza de que ante Cristo, nos escondimos. Que no fuiste fiel ante la verdad de Cristo, que no fuiste fiel a tu compromiso de oración, que no fuiste fiel en tu compromiso de entrega en el apostolado, que no fuiste fiel, sobre todo, en ese corazón que se abre plenamente al Señor y que no deja nada sin darle a Él. Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a dar totalmente. Cada Eucaristía es el signo de la fidelidad de la promesa de Dios: “Yo estaré contigo todos los días hasta el fin del mundo”. Dios no se olvida de sus promesas. Y cuando vemos a un Dios que se entrega de esta manera, no nos queda otro camino sino buscarlo sin descanso. Buscarlo sin descanso a través de la oración y, sobre todo, a través de la voluntad, que una vez que se ha optado por Dios nuestro Señor, así se mueva la tierra, no se altera, no varía; así no entienda qué es lo que está pasando ni sepa por dónde le está llevando el Señor, no cambia. Dios promete, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento, nos mantengamos fieles a la palabra dada pase lo que pase. Romper esto es romper la verdad y la fidelidad de nuestra entrega a Cristo. Que la Eucaristía abra en nuestro corazón una opción decidida por nuestro Señor. Una opción decidida por vivir el camino que Él nos pone delante, con una gran fidelidad, con un gran amor, con una gran gratitud ante un Dios que por mí se hace hombre; ante un Dios que tolera el que yo muchas veces haya podido tener una piedra en la mano y me haya permitido, incluso, intentar arrojársela. Y sobre todo, una gratitud profunda porque permitió que mi vida, una vez más, lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar, consciente de que el Señor nunca olvida sus promesas.
"He aquí mi Cuerpo entregado. He aquí mi Sangre derramada". Jesús se da para enrolar en su movimiento de amor a toda la humanidad. "Humildemente, te suplicamos que, participando al Cuerpo y a la Sangre de Cristo, seamos reunidos en un solo cuerpo". La fraternidad universal de la familia humana -familia de Dios- es un don del Padre, que la sangre de Jesús nos ha merecido. La humanidad desgarrada de hoy tiene siempre la misma necesidad de sacrificio. Racismos. Oposiciones. Luchas y violencia. La humanidad es un gran cuerpo descuartizado. Cristo ha dado su vida para que, en Él, la humanidad llegue a ser un Cuerpo único. ¿Y yo? ¿Trabajo en esa gran obra de Dios?
Dentro de una semana estaremos ya en el corazón de la Pascua: estaremos meditando junto al sepulcro de Jesús.
Pero el sepulcro no es la última palabra. Hoy el profeta nos pregona el programa de Dios, que es todo salvación y alegría:
- Dios quiere restaurar a su pueblo haciéndole volver del destierro,
- quiere unificar a los dos pueblos (Norte y Sur, Israel y Judá) en uno solo: como cuando reinaban David y Salomón,
- lo purificará y le perdonará sus faltas,
- les enviará un pastor único, un buen pastor, para que los conduzca por los caminos que Dios quiere,
- les hará vivir en la tierra prometida,
- sellará de nuevo con ellos su alianza de paz
- y pondrá su morada en medio de ellos.
¿Cabe un proyecto mejor?
Es también lo que dice Jeremías, haciendo eco a Ezequiel, en el pasaje que nos sirve de canto de meditación: «el Señor nos guardará como pastor a su rebaño... el que dispersó a Israel lo reunirá... convertiré su tristeza en gozo».
El desenlace del drama ya se acerca. Se ha reunido el Sanedrín. Asustados por el eco que ha tenido la resurrección de Lázaro, deliberan sobre lo que han de hacer para deshacerse de Jesús.
Caifás acierta sin saberlo con el sentido que va a tener la muerte de Jesús: «iba a morir, no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios dispersos». Así se cumplía plenamente lo que anunciaban los profetas sobre la reunificación de los pueblos. La Pascua de Cristo va a ser salvadora para toda la humanidad.
Jesús debía morir para reunir a los hijos de Dios dispersos. La resurrección de Lázaro acrecienta el número de los que creen en Jesús, pero provoca la conjura de los sacerdotes y fariseos contra Él. El Sumo Sacerdote, sin caer en la cuenta, profetiza la muerte de Jesús por el pueblo y esto será el signo de la reunión de los hijos de Dios dispersos por el mundo. Comenta San Agustín: «También por boca de hombres malos el espíritu de profecía predice las cosas futuras, lo cual, sin embargo, el evangelista lo atribuye al divino ministerio que como pontífice ejercía... Caifás sólo profetizó acerca del pueblo judío, donde estaban las ovejas de las cuales dijo el Señor: No he venido sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel. Pero el evangelista sabía que había otras ovejas que no pertenecían a este redil, a las cuales convenía atraer, para que hubiese un solo redil y un solo pastor. Todas estas cosas han sido dichas según la predestinación, porque entonces los que aún no habían creído no eran ovejas suyas ni hijos de Dios». A pesar de tantos signos, muchos prefirieron las tinieblas a la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo: Cristo Jesús. Él vino para salvar, no sólo a la nación judía, sino a toda la humanidad; vino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así, unidos a Cristo, formamos con Él un sólo Cuerpo y un sólo Espíritu. Nadie puede llegar a ser hijo de Dios, sino sólo en Cristo Jesús. A Jesús se le condena para evitar que continúe haciendo señales milagrosas y que la gente se vaya tras Él. Pero quien no tome su cruz y vaya tras las huellas de Cristo no podrá dirigirse al Padre, para estar con Él eternamente, pues sin Cristo nada podemos hacer; Él es el único Camino, Verdad y Vida, y nadie va al Padre sino por Él. Aquel que es la vida nos ha dado vida a nosotros por medio de su muerte. Él no ha muerto inútilmente. Él, levantado en alto, ha atraído a la humanidad entera hacia Él para llenarla de su Amor, de su Paz, de su Luz, de su Vida. Quien hace suya la Redención de Cristo, lleno de su Ser Divino, debe irradiar ante el mundo toda la Verdad del mismo Cristo. No podemos venir a la Eucaristía para después retirarnos igual que vinimos. Llegamos ante el Señor para convertirnos nosotros mismos en una ofrenda que se consagra a Dios y que recibe de Él, no sólo su vida, sino la Misión de continuar su obra de salvación en el mundo. La Eucaristía nos hace entrar en comunión de vida con el Señor y nos compromete a ser sus testigos, siendo luz y no tinieblas, para nuestros hermanos. Dios quiera que su Iglesia sea realmente un signo de Verdad y de Amor para la humanidad de todos los tiempos y lugares. Sólo entonces también nosotros seremos un signo de la Pascua de Cristo para todos. Nosotros estamos llamados a hacer el bien a todos. No podemos ocultar la Luz que Dios mismo ha encendido en nosotros. A pesar de que seamos criticados, perseguidos o amenazados de muerte, no podemos, cobardemente, dejar de dar testimonio de nuestro ser de hijos de Dios. Es verdad que debemos ser prudentes, pero la prudencia no puede confundirse con la cobardía; y el no ser cobardes no puede confundirse con lo temerario. Dios sabe el día y la hora en que deberemos partir de este mundo hacia Él. Mientras llega esa hora seamos testigos de la verdad. Amemos y hagamos el bien a todos. Trabajemos constantemente para que quienes viven adormilados, o muertos a causa de sus pecados, vuelvan a la luz y, libres de sus ataduras, inicien un camino nuevo en la Vida según el Espíritu de Dios. Nosotros hemos de ser los primeros en ir por este nuevo camino, pues no podemos convertirnos en sólo predicadores del Evangelio; hemos de ser testigos de la vida nueva que Dios ha infundido en nosotros. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de que este tiempo Pascual, que estamos por celebrar, sea realmente para nosotros un tiempo especial de gracia, para que, vueltos de nuestros pecados, podamos participar de la Vida que Dios nos ofrece en Cristo Jesús, y podamos, así, convertirnos en luz que ilumine el camino de la humanidad hacia la unión plena con Dios. Amén (www.homiliacatolica.com)