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martes, 1 de noviembre de 2011

Noviembre 2, Conmemoración de todos los fieles difuntos: la comunión con los difuntos está basada en la esperanza en Jesús que nos lleva más allá de l

Noviembre 2, Conmemoración de todos los fieles difuntos: la comunión con los difuntos está basada en la esperanza en Jesús que nos lleva más allá de la muerte, hasta la vida de amor del Cielo

Del libro de la Sabiduría 3, 1-9: Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento. Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción. Pero los justos están en paz. La gente pensaba que sus sufrimientos eran un castigo, pero ellos esperaban confiadamente la inmortalidad. Después de breves sufrimientos recibirán una abundante recompensa, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto agradable. En el día del juicio brillarán los justos como chispas que se propagan en un cañaveral. Juzgará a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará eternamente sobre ellos. Los que confían en el Señor comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a su lado, porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos.

Salmo responsorial (26,1.4.7-8b-9ª.13-14): R. Espero ver la bondad del Señor .
El señor es mi luz y salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida.
Lo único que pido, lo único que busco es vivir en la casa del Señor toda mi vida, para disfrutar las bondades del Señor y estar continuamente en su presencia.
Oye, Señor, mi voz y mis clamores y tenme compasión. El corazón me dice que te busque y buscándote estoy. No rechaces con cólera a tu siervo.
La bondad del Señor espero ver en esta misma vida. Armate de valor y fortaleza y en el Señor confía.

Primera Carta del apóstol San Juan 3, 14-16: Hermanos: Nosotros estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un homicida y bien saben ustedes que ningún homicida tiene la vida eterna. Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por nosotros. Así también debemos nosotros dar la vida por nuestros hermanos. Palabra de Dios. A. Te alabamos, Señor.

Evangelio según San Mateo 25, 31-46: En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando vénga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él, apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “vengan benditos de mi padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme”. Los justos le contestarán entonces:”Señor ¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?”. Y el rey les dirá: “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron” Entonces dirá también a los de la izquierda: “Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron”. Entonces ellos le responderán: “Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, enfermo o encarcelado y no te asistimos?” Y él les replicará: ”Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo”. Entonces, irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”.

Comentario: La misa de hoy no viene fijada con un formulario concreto de oraciones, ni con unas lecturas determinadas. Hay que escoger. Hay tres formularios de oraciones y cinco prefacios. Y un buen conjunto de lecturas que ofrece el leccionario, y que habrá que mirar para escoger una del Antiguo Testamento, un salmo responsorial, una del Nuevo Testamento y un evangelio. Hoy ofrecemos la Misa por los difuntos, los sufragios van dirigidos a ellos. “El que pregunta hoy a la teología acerca del purgatorio, apenas recibe respuesta. La Biblia parece que calla sobre este tema. Según eso, ¿con qué fundamento puede hablar la tradición sobre él? Así, lo que se hace es eludir el tema. Pero, por otra parte, ¿podríamos imaginarnos una iglesia en la que no se pensara en recordar en las oraciones a los que han llegado a la patria? Se podría afirmar que la conciencia tan natural con la que la oración abarca, en todas las épocas, también a los difuntos es ya, ella misma, una expresión viva de un profundo convencimiento que radica en lo más íntimo de la fe, según el cual la comunicación mutua no termina en la muerte, sino que precisamente eso es lo permanente.
¿Pero no podemos dar a este convencimiento un contenido concreto? Hoy parece claro que el fuego del juicio, del que habla la Biblia, no significa una especie de cárcel en el más allá, sino que alude al mismo Señor, el cual en el momento del juicio sale al encuentro del hombre. ¿Pero qué quiere decir esto más exactamente? Esto significa que, al hombre que cae ante la vista de Dios, se le quema toda la «paja y heno» de su vida y que sólo permanece lo que únicamente puede tener consistencia. Eso quiere decir que el hombre, mediante el encuentro con Cristo, se refunde o transforma en aquello que él propiamente debería y podría ser. La decisión fundamental de tal hombre es el «sí» que le hace capaz de recibir la misericordia de Dios; pero esta decisión fundamental se halla agarrotada e impedida de muchas maneras y sólo aparece penosamente sobre el enrejado del egoísmo, que el hombre no podría eliminar del todo. Él recibe la misericordia, pero debe ser transformado. Este encuentro con el Señor es esta transformación, el fuego, que le transforma con su llama en aquella figura sin mancha que puede convertirse en el recipiente de la eterna alegría. ¿Pero no pierde de esa manera su sentido la oración por los difuntos? ¿Se puede pretender influir en la imprescindible transformación personal de un hombre? Sí, se puede, porque, para la fe cristiana, lo más íntimo del hombre es asimismo lo que en él hay de común con los demás en la unidad de todos los miembros de Cristo. El compadecer y con-amar no se halla junto a la persona, sino en ella misma: ella es distinta si está con ella el amor solícito o no está. Su culpa tampoco es algo puramente privado: ¿no debía el «purgatorio», expresado en términos humanos, depender precisamente también de que indiscutiblemente no puede ser feliz unido a Dios aquél que ha dejado tras de sí culpas o pecados por los cuales sufren los hombres en este mundo? Ahora bien, donde la culpa se ha transformado en amor perdonador, cae un límite o una frontera que se oponía a la paz definitiva. Lo que la oración de la iglesia deja claro en favor de los muertos sobre todo es esto: en el mundo de la fe, los límites o fronteras entre la muerte y la vida, pero también las fronteras entre hombre y hombre, son transitables o permeables en un dar y recibir que abarca cielo y tierra, para el cual dar y recibir nadie hay demasiado pequeño ni nadie demasiado grande” (Joseph Ratzinger).
El trance definitivo de la vida es la muerte. La muerte es siempre trágica , es violenta porque contradice el deseo de vivir, es uno de los ejes del dolor humano. La muerte suscita en el hombre muchos interrogantes y no puede reducirse a un mero fenómeno natural. Pero a la muerte no se le puede despojar de sentido. Cuando la muerte nos amenaza y rodea, cuando entra en nuestra casa y nos arrebata a un ser querido, entonces con toda crudeza nos preguntamos. ¿se puede celebrar la muerte? Desde la fe y la esperanza cristiana tenemos que responder afirmativamente. Al recordar hoy a todos los difuntos, al actualizar una vez más en el sacrificio eucarístico la pasión y muerte del Señor, celebramos al Dios de la vida, al Dios que salva, al Dios de la resurrección. Nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, por eso desde el corazón de la muerte celebramos y proclamamos la resurrección. Creer es esperar en el amor de Dios, confiar plenamente en su misericordia, asumir la muerte en la esperanza de la vida eterna. Los creyentes aceptan la muerte bebiendo el agua viva de la Palabra de Dios, para no morir de sed en el desierto del mundo, y comiendo el Pan de la Vida, que nos fortalece y nos hace triunfar sobre la muerte. Por eso el cristiano sabe que vive para morir y muere paro vivir. La muerte cambia de sentido, pues es la posibilidad de vivir eternamente con Cristo. Al recordar a nuestros difuntos, presentamos a Dios nuestras oraciones de intercesión celebrando el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, comprometiéndonos a vivir mejor nuestra vida (Rafael del Olmo Veros).
Vemos respuesta en la liturgia, en su misteriosa sobriedad: “En Cristo Señor nuestro, brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección: y así aunque la certeza del morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. También el Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la comunión con los difuntos: “"La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados' (2 M 12, 45)" (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor” (n. 958).
A veces vemos un aspecto digamos negativo: que la muerte es una ganancia y la vida un sufrimiento. Pero San Pablo lo lleva al lado positivo: Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con Él, y viviremos con Él. En cierto modo debemos irnos acostumbrando y disponiéndonos a morir, por este esfuerzo cotidiano que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo... Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo de muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes, busquemos con preferencia los dones de la gracia. ¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, si no que la considero como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos. Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo. ¿Qué mas podemos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla. Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la citara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, !oh Rey de los siglos!... Este deseo expresaba con especial vehemencia el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor (CE de Liturgia Perú).
El Arzobispo Antonio Montero comentaba: “Hermano, morir tenemos… No tengo claro si ocurrió en alguna época aquello, oído en mi infancia, de que los cartujos silenciosos, al cruzarse uno con otro en el claustro monacal, se decían entre sí en voz baja: -Hermano, morir tenemos. -Ya lo sabemos, contestaba el aludido. Dijeran lo que dijeran los cartujos, si es que lo decían, de lo que no cabe duda es de que ustedes y yo nos moriremos como Dios manda y cuando nos llegue la hora. Dice el salmo 89 (v. 10) que la vida del hombre sobre la tierra dura unos setenta años y, para los más robustos, hasta ochenta. No creo que se refiera el salmista a la longevidad media de las poblaciones de entonces, hace unos veinticinco siglos, diezmadas por feroces epidemias y carencias sanitarias. Hablaba, pienso, de los topes máximos de longevidad. Hoy aquellas cifras sí que se van pareciendo, en los países sanitariamente más desarrollados, a los años de permanencia en este mundo de la mayoría de los mortales. Pero, mortales en fin; ese sigue siendo nuestro nombre y nuestro sino. Nada hay, empero, tan plural y heterogéneo como el talante de las gentes en nuestro derredor ante la muerte propia. Me refiero a los europeos de fin de siglo, a nuestros convecinos de ahora en la calle de enfrente. Parece ser que uno de los rasgos más distintivos de la postmodernidad es beberse a tragos el presente, sin hacerse demasiadas preguntas sobre el mañana y, menos todavía acerca del más allá. Resulta incluso poco elegante introducir en las tertulias asuntos transcendentes, a los que se tilda de "rollos macabeos" ¡A vivir que son dos días! Sería la consigna más representativa de estos conciudadanos. O sea, que la muerte, ni nombrarla. Pero, fíjense en lo de los dos días; por ahí se les ha colado que esto se acaba y, con esto, nosotros. Los viejos filósofos epicúreos eran, a su modo, más explícitos que los postmodernos. Ellos decían: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos". No necesitaban del cartujo que se lo recordara a cada paso.¡Vamos a ver! Ante una realidad tan de todos y cada uno como la muerte propia, con su carga de misterio, estremecimiento, desengaño o esperanza, ¿qué será lo más sabio, inteligente, sincero, honrado, lógico y provechoso? ¿Escurrir el bulto y mirar para otro lado? ¿O contemplarla de frente y sin temor, hasta transformar la muerte en fuente de energía, en firme palanca para sostener la vida? El problema, lo confieso, no es tan simple. Lo reconoce así el mismo Concilio Vaticano II (Gs, 18) al afirmar que "frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre". Enigma cumbre, no es poco. Se comprenden así a la vez dos posiciones encontradas y alternativas. Por un lado, el que la muerte, los muertos, la ultratumba, el más allá, la vida eterna y la resurrección, sean el punto de arranque y el argumento clave de todas las religiones: Cristianismo, judaísmo, islamismo; hinduismo, animismo, sectas exotéricas. Y, por el costado opuesto, el que la muerte cierre el paso a toda inquietud de fe: el agnosticismo, el inmanentismo y el materialismo. Aquí se acaba todo. O, en términos filosóficos, el hombre es un ser para la muerte, una pasión inútil, carne de un ciego destino. Coexistimos, convivimos, conversamos con los que respiran más o menos así. Unos, por crisis interiores, desengaños profundos, orgullo intelectual, malos ejemplos de los creyentes. Otros, por instalación morbosa en la duda, por escepticismo elegante, por desenfreno moral, por pereza intelectual, por un miedo estúpido a Dios. ¿Quién pecó, él o sus padres? Por Dios, no voy por ahí. Líbreme Él de autosituarme entre los buenos, de sentirme superior a nadie o de juzgar intenciones. Eso no me impide experimentar un loco agradecimiento a mi Dios por lo que la fe en Él ha alumbrado mi propio destino. Me permito incluso decirles a tantos hermanos míos que, al par que el oxígeno de la fe, respiran hoy tantos gases tóxicos de increencia que, en lo que atañe a su visión cristiana de la vida y de la muerte, no jueguen con las cosas de creer. Sabedores, con el Concilio, de que la muerte es enigma y misterio, no intenten convertir a nadie con discusiones agotadoras. Pero, que sepan, eso sí, "dar razones de su esperanza a todo el que se las pidiera" (1Pe. 3,15). En nuestra posición ante la muerte se juega en su totalidad nada más y nada menos que el sentido de la propia existencia. Y aquí si que hay que hacerse fuertes, no agresivos ni dogmáticos, ante quienes se quedan tan campantes, dejando frívolamente sin respuesta, o desembocando en el absurdo, las preguntas sobre su ser, su vida, su yo, su origen y su destino. Y a la vez el de todos los hombres, el de la historia humana, el de la realidad cósmica que nos circunda. Aquí el cristiano no debe situarse torpemente a la defensiva. Son los agnósticos, los materialistas, los que han de justificarse ante la propia conciencia. Hemos de manejar con soltura razonamientos como estos: sería no sólo absurdo, sino inmensamente cruel, el destino de los desheredados, los oprimidos, los humillados de este mundo, si no se resuelven en el más allá las injusticias estructurales de la existencia terrena. ¿Y qué decir de los anhelos de bondad, de belleza, de amor, de alegría, que han anidado en el corazón de billones, tal vez, de seres humanos y que no pudieron cumplirse en este planeta? ¿Porqué el orgullo intelectual de cerrarse al misterio? Son ellos, los ateos y los agnósticos, remedo yo a san Pedro, los que tienen que dar cuenta (Dios mío, que no sea darte cuentas) de su desesperanza o más bien desesperación. Para nosotros, ya que el misterio total del hombre sólo alcanza a vislumbrarse desde el misterio de Cristo, el enigma tremendo de nuestra muerte sólo podrá ser iluminado desde la suya, asumida libre y amorosamente por nosotros y por nuestra salvación; superada luego por el poder de Dios con su resurrección gloriosa; preludio y prenda a su vez de nuestra propia resurrección. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?, se preguntará animoso san Pablo (I Cor. 15, 55). ¿Tiene, entonces, el cristiano una palabra de luz y de aliento para sus hermanos agnósticos? ¿Les podrá echar una mano desde sus propias certezas, recibidas por la gracia de Dios? Habría que ayudarles suavemente, desde la inteligencia y el amor, a quitarse, como Pablo, las escamas de los ojos: el escepticismo despectivo, la autosuficiencia orgullosa, el escándalo fácil, la pereza intelectual, la idolatría del placer, la dureza de corazón. Para los bautizados españoles la creencia en la vida eterna suele llevar consigo, por lo común, la recuperación integral de su fe cristiana y católica. De ahí el significado de las dos fiestas de noviembre: los Santos y los Difuntos. De ahí, por último, la exigencia de que todos sepamos "dar cuenta de nuestra esperanza". Se entiende que con la palabra y con la vida. "Luzca así vuestra luz delante de los hombres, de modo que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro padre, que está en los cielos" (Mt. 5, 16)”.
Entre los cristianos suelen circular ciertas dudas sobre el más allá. Según datos de estudios sociológicos entre los que creen en Dios y en Jesucristo hay bastantes que declaran no creer en la supervivencia, en la resurrección, en el cielo o en el infierno. Ante esto hay que preguntarse: ¿Entonces, para qué creer? La respuesta válida sigue siendo la de San Pablo: "Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe". Es posible que muchos se conformen con sentir en su vida la protección de Dios y que piensen que, a pesar de todo, es provechoso para el hombre vivir en el amor y en el temor de Dios; también es posible que a otros les baste con que Jesús de Nazaret sea para ellos un buen ejemplo humano y sólo de ese modo lo vean como modelo para los mortales. Ciertamente, eso ya es experimentar la salvación, pero es pobre, incompleta e insuficiente; la plena y definitiva, la que Dios nos ofrece, es eterna y alcanza su plenitud al final de nuestro recorrido terreno; porque "la vida no termina, se transforma", por nuestra participación en la resurrección de Jesucristo. Esa es la redención que celebramos como realidad y esperanza en las dos fiestas de este fin de semana: la de Todos los Santos, que nos recuerda que estos han encontrado en plenitud lo que vislumbraban entre gozos y sufrimientos aquí abajo; la de los Fieles Difuntos nos hace recordar a aquellos que necesitan purificarse hasta que todo en ellos sea digno de la complacencia de Dios. Roguemos por ellos” (Amadeo Rodríguez).
Dedicar un día del año litúrgico a la oración de todos los difuntos apareció como costumbre de algunas ordenes monásticas bien pronto, aunque es en el siglo IX cuando aparece en algunas parroquias. Con el tiempo se fue extendiendo a la Iglesia universal. En el año 1915, en consideración a los muertos de la primera guerra mundial, el Papa Benedicto XV concedió que los sacerdotes pudieran celebrar este día tres misas y así poder atender la demanda de sufragio. La reciente reforma conciliar, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, dispuso que "la liturgia de los difuntos debe expresar más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana" (n. 81). De ahí las novedades en lecturas, oraciones y color de ornamento que hemos visto en las exequias. A este respecto hay que notar la supresión del famoso canto "Dies irae" que no está en consonancia con esta nueva perspectiva. La lectura de San Pablo explica bien el carácter "pascual" de la muerte cristiana. El Apóstol comienza afirmando: "Porque si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya".Se trata de un "paso" que comienza en "morir" a todo lo que nos separa del Padre, tanto el pecado como nuestra propia vida terrena, pues, al final, tienen que ser destruidos para llegar a un "resucitar" que nos haga posible el encuentro definitivo y plenificante con Dios Padre y participar de su gloria. Esta visión de la vida y de la muerte es la que engendra la actitud de serenidad y esperanza ante la muerte que presiden las lecturas y las oraciones de la liturgia de hoy (Antonio Luis Martínez).
1. Sb 3,1-9. Para los santos las pruebas se vuelven justicia, pues de este modo "Dios los probó como oro en crisol, y los recibió como sacrificio de holocausto" (v 6). Lo que los hombres juzgaron la verdad, no lo fue. El descalabro pasó a ser camino de gloria, de enaltecimiento de los justos sobre razas y pueblos, para juzgarlos y dominarlos, sin otro rey que el Señor.
El caer de las hojas nos recuerda la muerte… Este tiempo de otoño está cargado de emociones, parece que la naturaleza llora con el caerse las hojas de los árboles, que aparecen en toda su desnudez. Los paisajes adquieren un tono melancólico, lleno de colorido que hace pensar, como se ha comentado en estos días en el Diari de Terrassa, que la gente se muere. Para quien piensa que el fallecer es el fin de trayecto, es un tema tabú del que no se habla, pues todo consiste en gozar de los placeres de la vida y la distracción del trabajo para no pensar en este final que suena a fracaso, pues todo acaba unos palmos bajo el suelo. Para quien está abierto al más allá, hay un sabor de victoria, después de consumar una carrera. Lo diré con una historieta sobre un sabiondo que subió a una barca que cruzaba la gente de una parte a otra de un ancho río. Le dice al barquero: “-¿sabes matemáticas?”
-“No. ¿Es grave?
-“Es muy grave. Has malgastado al menos una cuarta parte de tu vida. ¿Conoces por lo menos la astronomía?”
-“¿Esto es algo que se come o que?
-“¡Tonto! Has perdido al menos la mitad de tu vida. ¿Y la astrología, la conoces?”
-“Tampoco...”
-“Eres un pobre perdedor. Has desperdiciado las tres cuartas partes de tu vida”.
En aquel momento, el barco golpeó unas rocas y se hundió. El barquero, viendo al sabiondo que se lo llevaba la corriente, le gritó:
-“¡Eh, sabio, ¿sabes nadar?!”
-“¡No!”, contestó medio ahogándose...
-“Entonces acabas de perder las cuatro cuartas partes de tu vida... ¡toda tu vida!”.
Es bueno conocer lo esencial. Para quien va en un barco, saber nadar es esencial. Y para quien está en el camino de la vida esencial es preguntarse ¿qué sentido tiene todo y qué pinto yo en la vida? ¿y después, qué?
Este mes que comienza con “panellets” (dulce de Cataluña), castañas y boniatos en la fiesta de todos los santos y la memoria de los difuntos, hay algo que invita a pensar en estas preguntas esenciales, yo diría que con noviembre comienza un tiempo anual que invita a leer cosas serias, como los grandes novelistas... y así como los piñones y almendra picada, azucar y limón (y algo de harina) son ingredientes de la pasta de “penellets”, el gran ingrediente de nuestra historia es un “sentido de la vida” que es el amor. Y es necesario incluir todo en este sentido o proyecto de vida, pues sólo a la luz de él tiene explicación la muerte, la gran misteriosa (“en la vida todo es amor o muerte”, dirá Gertrud, la protagonista de la gran película de Dreyer). Y el sentido del dolor, que como decía “Héroes del silencio” es un ensayo de la muerte.
No es masoquismo sufrir, si el sufrimiento tiene un sentido de amor. Entonces, cuando el amor lleva al sacrificio, el dolor –por ejemplo ante los seres queridos que han fallecido- adquiere un valor, no sólo como recuerdo, sino actualización del amor que no desaparece: el amor que no ha nacido para ser eterno no ha existido nunca. Esta memoria de los difuntos nos ayuda a portarnos mejor y así en los momentos de desfallecimiento el pensamiento puede ser: “¿qué le pondría contento a...?” y esto anima a luchar: “he de hacerlo por mí y por él, por ella...” se adquiere una madurez y sentido de responsabilidad. En el diálogo de la película de “El Rey león” cuando el hijo le pregunta si estarán siempre juntos, le dice el padre: “allá en las estrellas están los reyes que nos miran... cuando yo esté allí estaré mirándote, no te dejaré...”
Hay una comunicación entre los de aquí y los que han cruzado el río de la vida, y podemos ayudarles con nuestros esfuerzos y sacrificios (el sentido profundo de los sufragios por los difuntos) y ellos nos animan como espectadores que están viendo nuestro partido, pues estamos corriendo en el campo y ellos desde la grada: “¡venga, ánimo... mete este gol!” Y aquella sonrisa o detalle de servicio será un ingrediente para este manjar que se amasa con amor.
2. El salmo enuncia esta búsqueda de Dios, al que vemos también en el dolor. Delante de un sufrimiento te emocionas, te compadeces. En este momento quiero contemplar la emoción que embarga tu corazón; y quiero escuchar las palabras que dices a esa madre: "¡No llores!". Delante de todos los muertos de la tierra tienes siempre los mismos sentimientos; y tu intención es siempre la misma: quieres resucitarles a todos... quieres suprimir todas las lágrimas (Ap 21. 4) porque tu opción es la vida, porque eres el Dios de los vivos y no el de los muertos. Yo avanzo, lo sé, hacia mi propia muerte. Pero creo en tu promesa: creo que mi muerte no sera el último acto sino el penúltimo. Antes de acusar a Dios, como se oye tan a menudo -"¡Si existiera Dios, no tendríamos todas esas desgracias!"- se debería comenzar por no parar la historia humana con esa penúltimo acto. El proyecto final de Dios es la "vida eterna". Pero hay que creer en ella. "Jesús dijo: Muchacho...levántate..." Es muy importante caer en la cuenta de que ese tipo de resurrección, por muy notable que sea como signo, no nos muestra más que una pequeña parte de las posibilidades de Jesús y de su mensaje real sobre la resurrección: ciertamente aquí Jesús reanima a un muchacho, pero no es más que una recuperación temporal de la vida -¡ese muchacho volverá a morir cuando sea!-; Jesús, por su propia resurrección nos revelará otro tipo de VIDA RESUCITADA: una vida nunca más sometida a la muerte, un modo de vida completamente nuevo que sobrepasa todos los marcos humanos (Noel Quesson).
«Una cosa pido al Señor, y eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida» (v. 4). Es necesario entender estas palabras en su verdadera profundidad, es decir, en su sentido figurado: vivir en el «templo» de su intimidad, cultivar su amistad, acoger profundamente su presencia; «gozar de la dulzura del Señor» (v. 4), esto es, experimentar vivamente la ternura de mi Dios, su predilección, su amor, que se me da sin motivos ni merecimientos, cultivar interminablemente, «por todos los días de mi vida», la relación personal y liberadora con el Señor, mi Dios.
«Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro», en seis oportunidades consecutivas apela a ese Rostro: 1) «tu rostro buscaré, Señor»; 2) «no me escondas tu Rostro»; 3) «no rechaces a tu siervo»; 4) «no me abandones»; 5) «no me dejes»; 6) «aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá». El salmo, que comenzó con una entrada triunfal, finaliza también con una salida victoriosa, con un par de versículos en que campea, invenciblemente, la esperanza. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (v. 13). País de la vida es esta vida, oportunidad que Dios nos da para ser felices y hacer felices. Gozar de la dicha del Señor es, simplemente, vivir, ni más ni menos. Mucha gente no vive, agoniza. Los que arrastran la existencia anegados entre temores y ansiedades no viven, su existencia es una agonía; en el mejor de los casos, vegetan. Pero ahora que el viento del Señor ha barrido con nuestras sombras y temores, ahora, sí, podemos respirar, sentirnos libres, gozosos, felices. Esto es vivir, ahora esperamos vivir. Y tanta hermosura como contiene este salmo no podía acabar sino con un grito largo de coraje y esperanza: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14). El hombre tiene que habérselas con la vida y sus peligros; necesita refugios donde acogerse. Ha aprendido a no confiar en los poderosos de la tierra, «los señores de la tierra»; y sabe por experiencia que sólo salvan el poder y el cariño de Dios. Este poder y amor suscitan la confianza del hombre, y en esta confianza se basa su seguridad. Y esta seguridad se transforma en el gozo de vivir, vivir plenamente, Shalom (Larrañaga).
Este es el deseo de mi vida que recoge y resume todos mis deseos: ver tu rostro. Palabras atrevidas que yo no habría pretendido pronunciar si no me las hubieras dado tú mismo. En otros tiempos, nadie podía ver tu rostro y permanecer con vida. Ahora te quitas el velo y descubres tu presencia. Y una vez que sé eso, ¿qué otra cosa puedo hacer el resto de mis días, sino buscar ese rostro y desear esa presencia? Ese es ya mi único deseo, el blanco de todas mis acciones, el objeto de mis plegarias y esfuerzos y el mismo sentido de mi vida. «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro». He estudiado tu palabra y conozco tu revelación. Sé lo que sabios teólogos dicen de ti, lo que los santos han enseñado y tus amigos han contado acerca de sus tratos contigo. He leído muchos libros y he tomado parte en muchas discusiones sobre ti y quién eres y qué haces y por qué y cuándo y cómo. Incluso he dado exámenes en que tú eras la asignatura, aunque dudo mucho qué calificación me habrías dado tú si hubieras formado parte del tribunal. Sé muchas cosas de ti, e incluso llegué a creer que bastaba con lo que sabía, y que eso era todo lo que yo podía dar de mí en la oscuridad de esta existencia transitoria. Pero ahora sé que puedo aspirar a mucho más, porque tú me lo dices y me llamas y me invitas. Y yo lo quiero con toda mi alma. Quiero ver tu rostro. Tengo ciencia, pero quiero experiencia; conozco tu palabra, pero ahora quiero ver tu rostro. Hasta ahora tenía sobre ti referencias de segunda mano; ahora aspiro al contacto directo. Es tu rostro lo que busco, Señor. Ninguna otra cosa podrá ya satisfacerme. Tú sabes la hora y el camino. Tienes el poder y tienes los medios. Tú eres el Dueño del corazón humano y puedes entrar en él cuando te plazca. Ahí tienes mi invitación y mi ruego. A mi me toca ahora esperar con paciencia, deseo y amor. Así lo hago de todo corazón. «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo... y espera en el Señor».
Guillén de Saint-Tierry (hacia 1085-1148) monje benedictino-cisterciense hablaba así de la contemplación de Dios que busca este v.: “Busca su rostro. Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco.” (Sal 26,7-8): “Soy desvergonzado y temerario, oh tú, mi socorro y mi apoyo de siempre, tú que no me abandonas jamás. Mira, es el amor de tu amor el que me hace buscar tu rostro (Sal 26,8) Tú me ves y yo no puedo verte. Pero tú me has dado el deseo de verte y ver todo lo que te complace en mí. Tú perdonas al instante a este ciego que corre hacia ti. Tú le das la mano en cuanto tropieza. En el fondo de mi alma resuena la voz de tu presencia y responde a mi deseo. El alma protesta y echa fuera todo lo que hay en mí y mis ojos interiores son deslumbrados por el fulgor de tu verdad. Me recuerda que el hombre no te puede ver y quedar con vida (Ex 33,20). Hundido en el pecado hasta el día de hoy, no he logrado morir a mí mismo para vivir únicamente para ti (2Cor 5, 15). No obstante, por tu palabra y por tu gracia, me quedo atento, aguardando sobre la roca de la fe, en el lugar que está junto a ti (Ex 33, 21). Apoyado en esta fe, espero paciente, según mis posibilidades y abrazo tu derecha que me sostiene y me guarda (Sab 5,16). Alguna vez, cuando contemplo y miro -por la espalda (Ex 33,23)- a aquel que me ve, a Cristo tu Hijo, en su humildad como hombre, me paro a contemplar... Lo poco que he podido sentir y percibir de él atiza la llama de mi deseo interior. Con paciencia espero que tú retires tu mano (cf Ex 33,22) y que derrames en mí tu gracia iluminadora para que según la respuesta de tu verdad, muerto a mí mismo y vivo para ti, comience a contemplar tu rostro descubierto”.
3. La vida plena responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano (¡cuántas cosas hacemos para alargar la vida, para luchar contra la enfermedad y la muerte!). Pero la experiencia constante es que, más pronto o más tarde, todos morimos, porque somos hijos de esta tierra, perecederos ("por Adán murieron todos"). Jesús, también. "Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" El camino del Hijo es el camino de los hijos; avanzamos hacia el triunfo de Jesús; cuando celebramos su victoria anunciamos la nuestra. Nuestra vida no se agota en lo que vemos y tocamos, en lo que podemos darnos unos a otros: como Jesús, hemos nacido de Dios y a Dios retornamos, nuestro aliento está en manos del Padre. Tal es la promesa hecha a "los cristianos", a los que viven como él vivió. La muerte no es para el cristiano la nada y la destrucción: si rompe unos lazos, quedan otros, y tanto si vivimos como si morimos estamos siempre en las mismas manos: las del Padre. “Aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas” (San Agustín).
4. El Evangelio del juicio es poco de cumplir preceptos, y mucho de amar a los demás: “cuanto hacíais con ellos… conmigo lo hacíais”.
La esperanza nos permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte: La muerte, “salario” del pecado original, es algo tan olvidado y de otra parte algo tan normal: todos hemos de morir. Cuentan de uno que en el bar miraba siempre las esquelas, por si se veía un día a él, hasta que el dueño del bar mirando el periódico dijo: “lástima, hoy que sale la esquela de fulanito y justo es el día que él no ha venido a leer el periódico”. Hay una resistencia innata a morir, como decía Morabia: “todos los hombres querrían ser inmortales... buscan traer al mundo hijos o se esfuerzan por crear alguna obra de arte: las dos cosas prolongan su permanencia en el tiempo”. La muerte, para los hijos de Dios, es vida: “non habemus hic manenten civitatem, sed futura inquirimus” (Heb 13, 14): no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de la que está por venir, la que el Señor nos tiene preparada desde siempre: el cristiano que se une a Él en su propia muerte, ésta ya se convierte en entrada a la vida eterna. “Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad: ‘Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con San José y todos los ángeles y santos... Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos... Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor...’” (Catecismo, 1020).
Para los cristianos, la muerte es vida, el principio de la Vida. La vida en la tierra –dice la Escritura- es como la flor del heno, que nace con el primer beso del sol, y cuando anochece ya está marchita. “Esto se nos va, decía san Josemaría Escrivá. Y hay una eternidad, una vida por los siglos de los siglos: una vida para no morir; para ser felices, como premio de este servicio de almas entregadas a Dios... No nos morimos: cambiamos de casa. ¡Qué alegría da esa inmortalidad!” Esta confianza filial lleva a no tener miedo a la vida ni miedo a la muerte, pues todo está dentro de los planes providentes de Dios que es Padre y sólo quiere nuestro bien. La meditación de la muerte nos ayuda a vivir. Por eso es bueno aceptarla ya cada noche al acostarnos, y ponernos con el pensamiento en trance de la muerte. Al ver con esa luz los sucesos del día, preparamos la jornada siguiente, y nos abandonamos en las manos de Dios: “No tengas miedo a la muerte. -Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. -No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!” (J. Escrivá). También, ante noticias de muerte de personas queridas, es muy útil la meditación serena, la oración acompañando el cadáver de esa persona. Hay un cambio de enfoque cuando a uno diagnostican un cáncer (como sale en una película de Woody Allen): recuerdo una persona que a partir de un pronóstico de muerte por cáncer fue mejorando espiritualmente, con la alegría de acercarse a Dios; luego, cuando volvió al ajetreo diario -pues se curó-, dijo que se encontraba otra vez esclavo del trabajo y la prisa del mundo, que enfermo estaba mejor, la cercanía de la muerte le había hecho ver las cosas importantes.
Vivimos cara a la eternidad: “No pongas tus amores aquí abajo. -Son amores egoístas... Los que amas se apartarán de ti, con miedo y asco, a las pocas horas de llamarte Dios a su presencia. -Otros son los amores que perduran... ¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú... Pórtate bien "ahora", sin acordarte de "ayer", que ya pasó, y sin preocuparte de "mañana", que no sabes si llegará para ti... Llega un momento, hijos, en el que se cuentan los días que faltan y se siente la necesidad de dejar más labor hecha: no por soberbia, sino por Amor”. (J. Escrivá). El aprovechamiento del tiempo es una consecuencia de ese afán de vivir el “aquí, ahora”, en el cumplimiento de la voluntad divina: la mejor manera de preparar una buena muerte es la pelea diaria por ser fieles, pues sólo vale lo que se hace de cara a Dios. «Spatium vere penitentiae», pedimos al Espíritu Santo: un tiempo para purificar nuestro corazón y vivir con una fidelidad vigilante cada día, poniendo empeño en elevar al orden sobrenatural todas nuestras acciones y buscando personalmente aquel “que yo desaparezca y Él crezca en mí” de san Juan Bautista.
Así, podemos verlo todo con ojos de eternidad, con la paz que tienen los santos. Ellos viven aquello de «quotidie morior», cada día muero (1 Cor 15, 31)... Los griegos tenían dos palabras para el tiempo: el dios Cronos que se come a sus hijos; es el “cronómetro” que corre y se come todo: juventud, esperanzas mundanas, dinero, comida... y eso lleva a la desesperación. Pero la visión cristiana ve en eso “vanidad de vanidades”, pues hay otro sentido del tiempo, expresado en la otra palabra griega “kairós”: es el tiempo oportuno, el “nunc coepi” (ahora comienzo), el momento mágico que vivimos en cada instante cuando hacemos las cosas por amor. Ese “carpe diem” cristiano quita todo egoísmo que nos impide el camino expedito hacia Dios, y lleva a procurar aprovechar los talentos recibidos mientras haya vida, hasta que nos llame el Señor. “Dios es como un jardinero, que cuida las flores, las riega, las protege; y sólo las corta cuando están más bellas, llenas de lozanía. Dios se lleva a las almas cuando están maduras” (J. Escrivá).

viernes, 14 de octubre de 2011

Sábado de la 28ª semana de Tiempo Ordinario. Apoyado en la esperanza, creyó Abraham, contra toda esperanza, y el Espíritu Santo también nos ilumina y

Sábado de la 28ª semana de Tiempo Ordinario. Apoyado en la esperanza, creyó Abraham, contra toda esperanza, y el Espíritu Santo también nos ilumina y da fuerza para seguir sus inspiraciones

Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 4,13,16-18. Hermanos: No fue la observancia de la Ley, sino la justificación obtenida por la fe, la que obtuvo para Abrahán y su descendencia la promesa de heredar el mundo. Por eso, como todo depende de la fe, todo es gracia; así la promesa está asegurada para toda la descendencia, no solamente para la descendencia legal, sino también para la que nace de la e de Abrahán, que es padre de todos nosotros. Así, dice la Escritura: “Te hago padre de muchos pueblos”. Al encontrarse con el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho: “Así será tu descendencia”.

Salmo 104,6-7,8-9,42-43. R. El Señor se acuerda de su alianza eternamente
¡Estirpe de Abrahán, su siervo; hijos de Jacob, su elegido! El Señor es nuestro Dios, él gobierna toda la tierra.
Se acuerda de su alianza eternamente, de ña palabra dada, por mil generaciones; de la alianza sellada con Abrahán, del juramento hecho a Isaac.
Porque se acordaba de la palabra sagrada qué había dado a su siervo Abrahán, sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo.

Evangelio según san Lucas 12,8-12. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios. Y si uno me reniega ante los hombres, lo renegarán a él ante los ángeles de Dios. Al que hable contra el Hijo del hombre se le podrá perdonar, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará. Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir.»

Comentario: 1.- Rm 4,13.16-18. Cuando Pablo, de nuevo con el ejemplo de Abrahán, contrapone "fe y obras", no está queriendo decir que no tenemos que actuar y obrar el bien. Jesús dijo que "no el que dice: Señor, Señor, sino el que hace la voluntad de mi Padre", ése entrará en el Reino. Lo que contrapone es la fe en Cristo con el aferramiento espiritual a la observancia de la ley de Moisés como causa de la salvación. Una vez más resume su doctrina: "no fue la observancia de la ley, sino la fe, la que obtuvo para Abrahán y su descendencia la promesa de heredar el mundo". "Al encontrarse con el Dios que da vida, Abrahán creyó". Eso fue lo decisivo.
Nosotros nos esforzamos por vivir según el evangelio de Jesús. Imitamos a Abrahán, que creyó en Dios y creyó a Dios, y actuó en consecuencia. Pero caeríamos en la tentación de los judíos si diéramos a la "observancia" demasiado valor, de modo que caigamos en la autosuficiencia porque "somos buenos" y nos "ganamos" la salvación. La ley es buena. Pero no es la ley la que salva. "Todo es gracia", don de Dios, para Abrahán y para nosotros. Haremos bien en imitar a este gran hombre que se abrió totalmente a Dios, que nos dio un ejemplo admirable de fe, contra toda esperanza y contra toda apariencia, como dice el Catecismo al hablar de la fe, comienzo de la vida eterna: “La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios "cara a cara" (1 Cor 13,12), "tal cual es" (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna: ‘Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día’ (S. Basilio; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2,4,1).
Ahora, sin embargo, "caminamos en la fe y no en la visión" (2 Cor 5,7), y conocemos a Dios "como en un espejo, de una manera confusa,...imperfecta" (1 Cor 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, "esperando contra toda esperanza" (Rom 4,18); la Virgen María que, en "la peregrinación de la fe" (LG 58), llegó hasta la "noche de la fe" (Juan Pablo II, R Mat 18) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: "También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe" (Hb 12,1-2)”.
Las dos promesas de Dios -que tendría un hijo y que le pertenecería toda la tierra de Canaán-. parecían imposibles de conseguir, y sin embargo, Abrahán creyó. Y fueron posibles. Tanto en nuestra vida espiritual como en nuestro trabajo apostólico, no tendríamos que apoyarnos tanto en nuestros propios talentos y recursos, sino en la gracia y la fuerza salvadora de Dios. Nosotros tenemos un doble motivo para fiarnos de Dios: la promesa hecha a Abrahán y la Alianza Nueva que ha concedido a la humanidad en la Pascua de su Hijo.
“El comienzo de la justificación por parte de Dios es la fe, que cree en el que justifica. Y esta fe, cuando se encuentra justificada, es como una raíz que recibe la lluvia en la tierra del alma, de manera que cuadno comienza a cultivarse por medio de la ley de Dios, surgen de ella ramas que llevan los frutos de las obras. La raíz de la justicia no deriva de las obras, sino que de la raíz de la justicia crece el fruto de las obras” (Orígenes). Y dice el Catecismo: “Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11,1). "Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia" (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta "fe poderosa" (Rom 4,20), Abraham vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rom 4,11.18; cf. Gn 15,15)”. Pablo continúa aquí estableciendo los lazos que existen entre la fe y la justificación a partir del ejemplo de Abraham. En un primer argumento el apóstol ha demostrado que el patriarca era impío y pecador cuando Dios lo justificó. Ahora desarrolla otros dos argumentos.
La cuestión está en saber por qué la fe justifica y no las obras. Pablo responde que la fe justifica mejor que las obras de la ley porque la fe arranca de ese proceso en el cual Dios sale al encuentro del hombre. No se trata de elegir entre una u otra: el secreto de la justificación se encuentra en Dios. Si Dios se acercara al hombre con un contrato, entonces serían las obras la respuesta humana más adecuada. Pero El viene al hombre con una promesa, es decir, con un don gratuito, cuya iniciativa quiere conservar; por esa razón las obras de la ley son inútiles, al menos en el proceso de realización de esta promesa. El hombre cree que puede conseguir mediante las obras lo que es objeto de la promesa (v 14), pero intenta conseguir por sus propios medios lo que es un don. De esta manera, desvirtúa la marcha de Dios y provoca automáticamente la ruptura (v 15), como el heredero que quisiera apropiarse de su herencia antes de tiempo.
El tercer argumento está apenas esbozado (vv 16-17). Abraham recibió la promesa en una época en que todavía no estaba circuncidado y en que Dios preveía para él una paternidad universal (Gen 17, 5). Por tanto, es contrario a la voluntad de Dios el limitar la posteridad de Abraham a aquellos que se circuncidan. Todo creyente es descendiente de Abraham y, además, Dios es bastante poderoso como para hacer beneficiarios de la promesa hasta a los mismos muertos, o a aquellos que todavía no han nacido (v 17). Una religión de la promesa está bastante lejos de la manera espontánea de proceder del hombre, que, al ir detrás de su salvación, busca seguridad. Es necesario haber encontrado al Dios vivo y haberse apoyado en su fidelidad para presentir que la salvación esperada pertenece al orden de la promesa, es decir, al orden del amor. Pero, ¿cómo encontrar a Dios y su promesa? Se necesita tiempo para profundizar en las relaciones recíprocas del amor y de la fidelidad.
Sin embargo, el camino está marcado. El hombre que reflexiona sobre sí mismo y sobre su existencia llega a veces a distinguir en él dos niveles de su personalidad: el "yo" solo puede experimentar sus limitaciones porque existe otro "yo" más profundo que participa del absoluto y de lo transcendente. El camino hacia Dios pasa por esta conciencia de los dos "yo". Es verdad que el hombre solo llega rara vez a vivir el nivel de su "yo" profundo y vivir su vida en función de él. Una especie de fisura separa esos dos niveles de manera casi "original". Aun cuando el hombre llega a alcanzar su "yo" profundo, aun llegando a participar del absoluto o al menos con sed de transcendencia, puede, sin embargo, fracasar al volverse sobre sí mismo. Se hace a sí mismo absoluto y no alcanza a ver más allá de sí mismo. Por el contrario, si él experimenta este "yo" transcendente como algo inesperado dentro de su ser, verá que se trata de un don gratuito de "alguien". No lo considerará como un poseedor, sino como el que encuentra una dádiva y una promesa, una persona divina y una gracia. Jesucristo es el primer hombre en quien Dios ha podido revelarse totalmente en el "yo" profundo y el primero que ha podido responder perfectamente a esta iniciativa de Dios (Maertens-Frisque).
-La promesa de Dios... Dios prometió a Abraham y a su descendencia ser herederos del mundo. La historia de Abraham está llena de promesas de Dios cuyo cumplimiento no depende del hombre, sino de la fidelidad de Dios a sus promesas. También Abraham era un pecador, pero creyó en esas promesa. Creyó en lo imposible. ¡Era anciano y sin hijos y Dios le prometió «el mundo en herencia» ! Y él creyó esto, y esto se realizó: cristianos, judíos, árabes... multitudes inmensas se llaman «hijos de Abraham». «Recibir el mundo en herencia». La fe da la posesión del mundo.
-Por la fe se pasa a ser heredero. Por esto es un don gratuito. Y la promesa permanece válida. Quisiera, Señor, llegar a ser «total acogida» de Ti. Quisiera encontrarte más y no apoyarme sino en Ti. Ahora sé -tu apóstol me lo ha repetido- que mi salvación depende de tu promesa, más que de mis obras y que Tú haces lo que prometes. Señor, tengo confianza en Ti. Estoy seguro de Ti. Yo, que sufro tanto de mis limitaciones, de mis pobrezas, quisiera, de una vez, aceptarlas y luego olvidarlas para no sufrir más por ellas y contar sólo contigo y no en mis propias fuerzas. ¡«Don gratuito»! ¡«Don gratuito»!
-Te hice padre de muchos pueblos. Abraham es nuestro padre ante Dios «en quien creyó». La fe da una fecundidad extraordinaria. Porque creyó en Dios, Abraham es el "padre" de todos los hombres. Por su fe, verdaderamente, "dio la vida". No pueden saberse todas las ramificaciones vitales de un acto de Fe. Un hombre que cree en Dios desencadena en la humanidad una onda de «vida». Todo hombre que se eleva, eleva el mundo.
-Dios que da la «vida" a los muertos y llama a la existencia a lo que no existía. Abraham y Sara cuyo seno estaba muerto, hicieron de ello la experiencia. Dios es aquel que llama «de la nada al ser»... aquel que da «vida». ¡Tal fue la experiencia de Abraham! Tal fue sobre todo la experiencia de Jesús. La resurrección ocupa el centro del pensamiento de san Pablo. La fuerza de Dios que devuelve la vida a los muertos. Esta fuerza actúa todavía en el mundo. Es ella la que nos eleva en todos nuestros desalientos. Ella nos saca del pecado. Ella nos resucitará un día.
-Esperando contra toda esperanza, creyó... La vida de Abraham, la fe de Abraham no fue cosa fácil. Todo parecía contrario a las promesas de Dios. Todo parecía ir en el sentido opuesto... pero creyó, a pesar de todo, contra toda esperanza. La fe «para transportar las montañas», decía Jesús. La Fe, fuerza de lo imposible. Se comprende que Pablo diga que esa «Fe da posesión del mundo». En efecto, nada puede ir en contra de ello. No se apoya sobre nada humano: toda su fuerza está en Dios. ¡Danos esta Fe, Señor! (Noel Quesson).
2. Lo que dice el salmo podemos repetirlo con mayor alegría: "se acuerda de la palabra que había dado a su siervo Abrahán, sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo". Si creemos en Dios y no nos basamos en cálculos comerciales humanos, también nosotros seremos padres de numerosa descendencia. Y lo imposible será posible.
3.- Lc 12,8-12. Ayer nos animaba Jesús a ser valientes a la hora de dar testimonio de él, porque Dios nunca se olvida de nosotros: si lo hace con los pajarillos y los cabellos de nuestra cabeza, ¡cuánto más con cada uno de nosotros, que somos sus hijos! Hoy nos da otro motivo para ser intrépidos en la vida cristiana: él mismo, Jesús, dará testimonio a favor nuestro ante la presencia de Dios, el día del juicio. Y todavía otro protagonista en estos nuestros ánimos: el Espíritu de Dios. Así se completa la cercanía del Dios Trino. El Padre que no nos olvida, Jesús que "se pondrá de nuestra parte" el día del juicio, y el Espíritu que nos inspirará cuando nos presentemos ante los magistrados y autoridades para dar razón de nuestra fe. Sólo hay una clase de personas sin remedio, los que "blasfeman contra el Espíritu Santo", o sea, los que, viendo la luz, la niegan, los que no quieren ser salvados. Son ellos mismos los que se excluyen del perdón y la salvación.
Nosotros ya estamos empeñados, hace tiempo, en este camino de vida cristiana que no sólo sucede en nuestro ámbito interior, sino que tiene una influencia testimonial en el contexto en que vivimos. Para este camino necesitamos ánimos, porque no es fácil. Jesús nos asegura el amor de Dios y la ayuda eficaz de su Espíritu. Y además, nos promete que él mismo saldrá fiador a nuestro favor en el momento decisivo. No se dejará ganar en generosidad, si nosotros hemos sido valientes en nuestro testimonio, si no hemos sentido vergüenza en mostrarnos cristianos en nuestro ambiente. En los momentos en que sentimos miedo por algo -y a todos nos pasa, porque la vida es dura- será bueno que recordemos estas palabras de Jesús, afirmando el amor concreto que nos tiene el Dios Trino para ayudarnos en todo momento. Jesús calmó tempestades y curó enfermedades y resucitó muertos. Era el signo de ese amor de Dios que ya está actuando en nuestro mundo. También nos alcanza a nosotros. No tenemos motivos para dejarnos llevar del miedo o de la angustia (J. Aldazábal).
La opción del hombre en favor o en contra de Jesús decide su auténtica existencia y su suerte definitiva, escatológica. En el juicio, constante, implacable, del mundo contra Jesús, quien tenga el valor de declarar en su favor, tendrá a su favor el testimonio de Jesús en el juicio de Dios contra el mundo (cf 9,26; Mc 8,38; Jn 16,6-11). Hay un pecado contra el Espíritu, que es el pecado de la apostasía, el pecado de renegar de Cristo después de haberle prestado fe. Sólo en el Espíritu Santo se puede confesar que Jesús es el Señor. Quien reniega de esta fe, peca contra el Espíritu, ya no tiene salvación, porque la fe salva al hombre. El discípulo de Jesús vive constantemente al abrigo del Dios vivo, bajo su cuidado. Cuando suene la hora de la persecución, el Espíritu se encargará de la defensa. El juicio llevado por el mundo en contra de Cristo, se convertirá, por la acción del Espíritu, en testimonio dado en su favor.
No hay disociación entre cielo y tierra. El plan de Dios es el plan del hombre, que él encarna: «Y os digo que si uno, quienquiera que sea, se pronuncia por mí ante los hombres, también el Hombre se pronunciará por él ante los ángeles de Dios» (12,8). No dice: 'en los periódicos' o 'por la televisión'. Dios tiene otro canal: el hombre. A quien comete una injusticia contra el hombre, se le puede perdonar, pero quien se sirve de la fuerza del nombre de Dios para ir contra el hombre, no tiene perdón. Ha malgastado la energía del Espíritu, y ya no tiene recambio. No se trata de una 'blasfemia' de palabra, sino de hecho (12,10). Cierra esta serie de avisos con una nueva advertencia: «No os preocupéis de cómo o de qué os vais a defender o de lo que vais a decir» (12,11). No hagáis apologías personales o del grupo o estamento ante las autoridades civiles o religiosas. (Lucas está pensando en la retahíla de apologías a que Pablo se verá abocado: cf. Hch 22,1; 24,10; 26,1-2.24.) Quien se defiende es porque tiene miedo de perder las propias seguridades, porque se siente identificado con una determinada estructura. Es el punto flaco por donde os pueden atrapar y reconducir al redil de las falsas seguridades. «Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir» (Lc 12,12). La profecía es diametralmente opuesta a la apología. La apología se basa en medios humanos, y se puede contradecir; la profecía es irrebati-ble. La única 'solución' es eliminar al profeta. Jesús es el Profeta por excelencia: a pesar de que lo eliminaron, él sigue presente en la comunidad que celebra su memorial en la eucaristía y continúa moviendo hombres y mujeres y hablando a través de ellos. Son los 'profetas' modernos. Los que en vez de 'preocuparse' por defender su posición social, se ponen sin más al servicio del hombre y lo liberan.
La realización de la tarea misionera presenta inmensas dificultades que pueden hacer germinar en nosotros actitudes de desconfianza y desaliento. Por ello se hace necesario renovar continuamente los sentimientos de confianza volviendo constantemente a las palabras de promesa ofrecidas por Jesús a sus seguidores. En primer lugar, es necesario tener presente el compromiso asumido por Jesús de ser nuestro testigo en el Juicio de Dios si perseveramos con coraje en la tarea emprendida. La consideración de su actuación en el futuro Juicio de Dios que espera a todos los hombres es la primera fuente en que podemos encontrar el ánimo necesario para seguir adelante sin desfallecer.
En segundo lugar, tenemos a disposición una segunda fuente para renovar la confianza. La certeza de la presencia del Espíritu Santo en la tarea misionera nos da la seguridad necesaria para enfrentar los desafíos y dificultades que encontramos en su concreción. Dicha presencia llega hasta su identificación con los portadores del mensaje y con cada una de sus acciones encaminadas a concretarlo. Sobre todo, en las dificultades que pueden llegar a poner en peligro la propia vida, esa presencia confortante encontrará el modo de manifestarse claramente. Aún cuando seamos acusados y estemos en peligro de muerte a causa de los poderosos que se oponen al mensaje de Jesús, sabemos que el Espíritu actuará en nuestro favor, inspirando la forma de defensa. Esa actuación, hecha ya realidad durante el tiempo apostólico en Pedro (Hch 4,8; 5,32) y Esteban (Hch 7,55) sigue activa a lo largo del tiempo suscitando el testimonio eclesial (Josep Rius-Camps; textos tomados de mercaba.org; Llucià Pou Sabaté 2009).

viernes, 30 de septiembre de 2011

Sábado de la semana 26ª del tiempo ordinario. En medio de las penas el Señor enciende la esperanza de la salvación. En el nombre de Jesús nos Dios nos

Sábado de la semana 26ª del tiempo ordinario. En medio de las penas el Señor enciende la esperanza de la salvación. En el nombre de Jesús nos Dios nos concede todo

Evangelio de Lucas 10,17-24: En aquel tiempo, regresaron alegres los setenta y dos, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos».
En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron».

Comentario: 1.- Ba 4,5-12.27-29. Sigue el profeta Baruc, esta vez animando al pueblo a volver decididamente a Dios. Ante todo, repite la idea de que las desgracias que les están abrumando las tienen bien merecidas: "os entregaron a vuestros enemigos porque os olvidasteis del Señor que os había criado". Es patética la queja que pone en labios de Jerusalén, la madre que ha perdido a sus hijos y además se siente viuda: "Dios me ha enviado una pena terrible, mandó cautivos a mis hijos e hijas: yo los crié con alegría y los despedí con lágrimas de pena. Que nadie se alegre viendo a esta viuda abandonada de todos". Pero prevalece la esperanza: "ánimo, pueblo, ánimo, hijos, gritad a Dios, que el que os castigó se acordará de vosotros, os mandará el gozo eterno de vuestra salvación". Eso sí, deben convertirse a él: "volveos a buscarlo con redoblado empeño".
El destierro ayudó al pueblo israelita a madurar en su fe. Las pruebas de la vida nos templan, nos van puliendo, nos hacen revisar nuestros caminos y reorientar la dirección de nuestras vidas. A Ignacio de Loyola la herida de Pamplona le resultó providencial para encontrar cuál era la voluntad de Dios sobre su futuro. A nosotros, los diversos acontecimientos de la vida, también las desgracias y hasta nuestros propios fallos y pecados, nos recuerdan que somos frágiles y nos urgen a adoptar una actitud, ante Dios y ante los demás, no de orgullo y autosuficiencia, sino de humildad. Además, nuestros fallos, los de cada uno de nosotros, empobrecen a toda la comunidad eclesial. Se pueden poner en labios de la Iglesia los lamentos que Baruc pone en boca de Sión, abandonada y empobrecida por sus hijos. El remedio es, según el profeta, que volvamos a Dios: "si un día os empeñasteis en alejaros de Dios, volveos a buscarlo con redoblado empeño". Es una consigna para cada uno de nosotros. Con nuestra vuelta al buen camino, no sólo saldremos ganando nosotros, sino llenaremos de alegría el corazón de la Madre Iglesia y enriqueceremos a toda la comunidad.
-¡Animo, pueblo mío!... El mismo profeta que ayer hizo que fuesen conscientes de su propia participación al pecado del mundo a las comunidades judías dispersas en el paganismo, les envía ahora un mensaje de esperanza.
-Habéis sido vendidos a las naciones paganas, pero no para vuestra destrucción; por haber provocado la ira de Dios, habéis sido entregados a los enemigos. Pues irritasteis a vuestro Creador. Sería un error extrañarnos de esos antropomorfismos que prestan a Dios unos sentimientos humanos. Cómo hablar de Dios de otro modo que con nuestras palabras y nuestras experiencias corrientes... Aquí se presenta la experiencia de una padre, o de una madre que castiga a sus hijos porque los ama y no para «destruirlos», sino para conducirlos a la felicidad verdadera.
-Olvidasteis al Dios eterno, el que os sustenta. Contristasteis a Jerusalén, la que os crió... En efecto, se trata de la experiencia maternal. Este lenguaje nos anuncia ya lo que el evangelio nos repetirá en términos inolvidables. Dios sufre más que nosotros de nuestros pecados.
-Con gozo los había yo criado. Los he despedido con lágrimas y duelo. Que nadie se regocije de mi suerte, que soy viuda y abandonada de todo el mundo. Estoy sola a causa de los pecados de mis hijos, porque se apartaron de la ley de Dios. Es con «lágrimas y duelo» también que el padre del hijo pródigo verá «partir» a su hijo. Otro antropomorfismo emocionante: ¡mis pecados hacen «sufrir» a Dios! Y Jerusalén, personificada como una viuda dolorosa, es la imagen del sufrimiento de Dios. Esas imágenes concretas son más elocuentes que todos los tratados de teología. Conviene contemplar esas hermosas comparaciones, que nos hablan de Dios: un padre a quien los hijos hacen sufrir, una madre abandonada por sus hijos... Sí, mi pecado no es ante todo una infracción a un orden legal, ¡es una relación de amor rota, una herida hecha al corazón de alguien! ¡Piedad, Señor, porque hemos pecado!
-¡Animo hijos! clamad a Dios. El que os infligió la prueba se acordará de vosotros. Una infracción a una Ley permanece ineluctablemente: ¡el mal está hecho! Cuando un vaso se rompe, queda roto para siempre. A este nivel de apreciación, el mal es dramático. Pero una relación de amor puede restablecerse. Y el perdón concedido, lo mismo que la gestión de reconciliación, pueden ser el origen de un mayor amor (Lucas 7, 36-50.)
-Vuestro pensamiento os ha llevado lejos de Dios. Una vez convertidos, buscadle con ardor cada vez mayor. Esta es la gran maravilla: podemos, efectivamente apoyarnos sobre la conciencia del pecado para amar diez veces más a ese Dios que nos ha perdonado.
-Pues el que trajo sobre vosotros estas calamidades, os traerá la alegría eterna con vuestra salvación. ¡La alegría eterna! Tal es la intención de Dios. Y la desgracia que nos viene de nuestros pecados puede, de hecho, ser un trampolín que nos haga desear la felicidad que Dios quiere para nosotros, y más aún que nosotros (Noel Quesson).
En estos versículos, que constituyen el primer discurso profético del libro de Baruc, explica el autor el sentido del castigo que implica el exilio, pero a la vez abre las esperanzas de su pueblo afectuosamente llamado «pueblo mío», con la promesa de un retorno definitivo. De manera figurada, el exilio está descrito como una transacción comercial con la que Dios vendió a su pueblo, que en virtud de la alianza era suyo como esclavo a Babilonia. La finalidad de esta venta no era su destrucción total, sino abrirle los ojos del arrepentimiento para retornar al Señor. El pecado está descrito en términos de desnaturalización idolátrica: «Porque irritasteis a vuestro Creador, sacrificando a demonios y no a Dios. Os olvidasteis del Señor eterno que os había creado» (vv 7ss). Dios es descrito como una nodriza que alimenta a su pueblo a lo largo de la historia. Jerusalén es personificada como una mujer que ha perdido marido e hijos, por el trágico destino que les ha tocado: «Yo los crié con alegría, y los despedí con lágrimas de pena» (11). Desde el versículo 19 al 29 se extiende la bella plegaria de la Jerusalén madre que pide como un nuevo nacimiento para los hijos, el nacimiento del regreso. Nuevamente se manifestará el Señor con el poder de su gloria, es decir, como salvador. La revelación de Dios con su «gloria» solamente se da en momentos importantes de la historia de salvación. La «gloria de Dios» es Dios mismo que se manifiesta como salvador. El autor nos habla de Dios no en la distancia de la relación objeto-sujeto, sino en el sentido de que la palabra y la realidad de Dios provocan una situación decisoria. De acuerdo con el concepto bíblico de verdad en tanto que fidelidad, la alternativa no es conocer o ignorar, sino aceptar o rehusar, fidelidad o traición, salvación o condenación, vida o muerte. De aquí el estilo de la cólera de Dios, que forma parte del pathos divino, y que se integra bien en el cuadro de la religión de la alianza, en cuya base se encuentra la afirmación de la soberanía de Yahvé. La cólera aparece como un aspecto particular de los celos divinos, pero que nunca es la última palabra tal como lo presenta Baruc y como lo expresa bellamente el Sal 30, 6: «Su cólera inspira temor, su favor da vida». Los celos significan en el lenguaje bíblico lo absoluto y profundo del amor de Dios y la lógica de la respuesta del hombre. Los textos más remotos del AT conocen el amor indulgente de Dios y hasta en los castigos descubren el efecto de este amor, ya que por este medio Dios quiere conducir al hombre a la verdadera conversión: «Yahvé es un Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no los deja impunes» (Ex 34,6-7; F. Raurell).
Yo soy tu Dios y Padre, y no enemigo a la puerta de tu casa. Dios compasivo, misericordioso y siempre fiel para con nosotros, ¿quién podrá negar que su amor hacia nosotros no tiene fin? Es verdad que muchas veces permite que quedemos atrapados en las redes del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad como consecuencia de nuestras rebeldías en contra suya; sin embargo, Él siempre tiene puesta en nosotros su mirada amorosa; siempre está dispuesto a perdonarnos y a liberarnos de la mano de nuestros enemigos. Por eso, no sólo lo hemos de invocar, sino que hemos de hacer volver hacia Él nuestro corazón humilde y arrepentido, para pedirle perdón, pues Él siempre está dispuesto a recibirnos nuevamente como a hijos suyos en su casa, dándonos así su salvación y llenando de alegría y de paz nuestra vida. La Iglesia de Cristo ha de salir al encuentro de todos aquellos que se empeñaron en alejarse de Dios, para que, proclamándoles la Buena Nueva del amor que el Señor les sigue teniendo, lo busquen con mayor empeño y vuelvan a Él; entonces el Señor hará realidad su Reino entre nosotros, puesto que reconoceremos a un único Dios y Padre nos amaremos como hermanos unidos por un mismo Espíritu.
2. Sal.68. Si hacemos caso del salmo, "buscad al Señor y vivirá vuestro corazón", entonces sucederá además que "el Señor salvará a Sión, reconstruirá las ciudades de Judá y los que aman su nombre vivirán en ella".
Ante los momentos de desgracia el hombre sabio reconoce que ha fallado a Dios; entonces entona un salmo de humillación y de reconocimiento de la propia culpa, pidiendo al Señor misericordia. Y el Señor, siempre rico en misericordia, no olvida la vida de sus cautivos y sus pobres, sino que los salva y les devuelve la paz y la alegría. Por eso, quien ha recibido tan grandes muestras del amor misericordioso de Dios lo ha de proclamar a todos, para que también ellos despierten su confianza en el Señor y le den una nueva orientación a su vida. Entonces seremos capaces, con la Fuerza de Dios, de construir nuestra ciudad terrena como una presencia del Reino de Dios entre nosotros.
Hay en vv 36-37, en sentido cristológico, “una plegaria del Salvador, pronunciada en función de su humanidad, y recoge tmabién las causas por las que fue conducido a la muerte en la cruz. Además, cuenta claramente sus sufrimientos, así como las desgracias que tenían que acaecerles a los judíos después de su Pasión. En cuanto a que el Señor ha presentado esta plegaria en función de su naturaleza humana, esto está indicado al final del salmo cuando dice: el Señor escucha a los necesitados, no desdeña a sus cautivos” (S. Atanasio).
3.- Lc 10,17-24. La vuelta de los 72 discípulos de su ensayo misionero es eufórica: "hasta los demonios se nos someten en tu nombre". Jesús les escucha, les anima y se deja contagiar de su optimismo: "lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: te doy gracias, Padre...". Y alaba a Dios porque revela estas cosas a los sencillos de corazón y no a los que se creen sabios. Habla también de su íntima unión con el Padre, que es la raíz de su misión y de su alegría, y entona la bienaventuranza de sus seguidores: "dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis".
También hay momentos de satisfacción y éxitos en nuestra vida de testimonio cristiano. Como aquellos discípulos, sería bueno que tuviéramos alguien con quien poder compartir nuestros interrogantes y dificultades, y también nuestras alegrías. Que sepamos "rezar" nuestra experiencia, tanto si es buena como mala. Que la convirtamos en alabanza y en súplica ante Dios. Que sepamos dar gracias a Dios porque sigue moviendo los corazones de muchos, e iluminando a los de corazón sencillo, y triunfando de los poderes del mal y abriendo las puertas de su Reino a muchas personas.
También personalmente podemos sentirnos satisfechos: lo que han visto nuestros ojos -la riqueza de la fe, de la verdad, de la salvación que Dios nos ha concedido en Cristo Jesús- es una suerte que no todos tienen. Podremos estar contentos, como les dijo Jesús a los suyos, de que "nuestros nombres están inscritos en el cielo". Es legítima y profunda la alegría que sentimos por la fe que Dios nos ha concedido y por haber sido llamados a colaborar en el bien de los demás (J. Aldazábal).
La misión de los setenta y dos discípulos se ha visto a veces coronada por el fracaso (cf. Lc 10, 10), pero ha sido con más frecuencia coronada por el éxito (v. 17). La maldición de las ciudades hostiles (Lc 10, 10-15) hace olvidar lo uno, mientras que la alegría y el triunfo son la recompensa de los otros (vv. 18-20). Los discípulos vuelven de la misión, conscientes de haber liberado a los hombres del mal, moral y físico (v. 17), por el uso que han hecho de la potencia mesiánica (el nombre) de Jesús. Este les explica que una victoria semejante es el signo de la derrota de las fuerzas cósmicas que dominaban al hombre hasta entonces (v. 18). Satán y sus tropas estaban, en efecto, designados a vivir en los aires desde dónde imponían a las criaturas gran cantidad de alienaciones. La llegada de Jesús abole este estado de esclavitud y permite al hombre acceder a la libertad. Este es el mensaje de este Evangelio.
El v. 20 matiza, sin embargo, la alegría de Cristo y de los discípulos. No es la liberación lo que cuenta, sino el fin a que conduce: la participación del hombre en el reino de Dios (representado aquí de forma bastante "judía", bajo el aspecto de una inscripción en los registros de ciudadanía del cielo). La Iglesia tiene el deber de revelar al hombre que escape verdaderamente a la fatalidad y que conserve su propia vida en sus manos. Realiza esta función cuando sus miembros denuncian la servidumbre del hombre a las potencias económicas y políticas de todos los confines y colaboran en la edificación de un universo realmente humano. Realiza esta función cuando sus miembros liberan a sus hermanos de la adquisición de atavismos y hábitos, del legalismo y de sacralizaciones ilusorias. Pero no basta con denunciar las alienaciones; es preciso curar las heridas. Hacer "bajar a Satán del cielo", es hacer las ciudades más humanas, es luchar contra las segregaciones de todas clases, es suprimir las razones que motivan la opresión, es reformar las estructuras políticas cuando se muestran incapaces de resolver los problemas de la sociedad moderna (alojamiento, enseñanza, etc.), es luchar contra las enfermedades mentales, la vejez y el aislamiento, es rechazar las presiones que arrastran a los hombres al vicio y a la injusticia (Maertens-Frisque). Y sobre todo llevar el Evangelio, la palabra que salva…
La misión cristiana (y toda la obra de Jesús entre los hombres) se ha interpretado a partir de la caída de Satán (10,18). El tema pertenece al mito apocalíptico judío, en que se alude a la presencia del diablo sobre el cielo. Ciertamente, su lugar y su función se diferencian del lugar y la función de Dios, pero se piensa que Satán ha puesto el trono en las esferas superiores y domina desde allí toda la marcha de los hombres sobre el mundo. Pues bien, la predicación de Jesús y de la iglesia se interpreta aquí como derrota de Satán, que ha sido destronado, cae sobre el mundo y pierde su poder sobre los hombres. Ap 12 ha introducido esa caída dentro de una concepción conjunta de la historia. Lucas, transmitiendo quizá una vieja palabra de Jesús, se ha contentado con mostrar el hecho: la misión cristiana es el acontecimiento cósmico donde se está jugando el destino de la realidad (la presencia de Dios, la derrota de lo malo).
A la luz de esta experiencia se sitúa la función de los misioneros. Su victoria sobre Satán se traduce en el hecho de que son capaces de vencer (o superar) el mal del mundo (10, 19). Por eso se les viene a declarar dichosos; son dichosos porque están experimentando aquella plenitud mesiánica que los viejos profetas y los reyes de Israel habían anhelado (10, 23-24). Sin embargo, su auténtica grandeza está en el hecho de su encuentro personal con Dios: sus nombres pertenecen al reino de los cielos (10, 20). Esta victoria de los misioneros de Jesús sobre la fuerza de Satán desvela el contenido más profundo de los humano. El hombre no es un esclavo de los elementos cósmicos, ni está sometido a los poderes irracionales del mal, ni puede darse por vencido ante la miseria de los otros hombres o del mundo. Los enviados de Jesús han recibido el poder de superar la maldición de nuestra tierra; por eso tenemos la certeza de que la suerte final se encuentra de su lado.
En esta dimensión se descubre la "grandeza" de los hombres. Grandes son los sabios que suponen que la vida se encuentra de su lado; piensan que son fuertes y rechazan la ayuda que Jesús le ha ofrecido. Por eso quedan solos. Mientras tanto, los pequeños se mantienen abiertos al misterio y comprenden (o reciben) la verdad de Jesucristo (10, 21).
Sobre este plano se formula una de las revelaciones definitivas del misterio de Jesús. Jesús alaba al Padre por el don que ha regalado a los pequeños (10, 21) y descubre la unión en que los dos están ligados. "Todos me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre..." (10, 22). En este contexto, conocerse significa estar unidos. Jesús y el Padre constituyen un misterio de unidad y entrega en que penetran todos los que quieren recibir al Cristo.
A manera de conclusión podemos afirmar: la misión se estructura como expansión del amor en que se unen Dios y el Cristo (Hijo). En ese amor, revelado a los pequeños y escondido para todos los grandes de este mundo, se fundamenta la derrota de las fuerzas destructoras de la historia (lo satánico) (Edic. Marova).
-Los setenta y dos discípulos volvieron muy alegres de la "misión". La maldición de las ciudades hostiles no debe hacernos olvidar este otro aspecto: Efectivamente, los primeros misioneros se encontraron con el fracaso, y tuvieron que sacudir el polvo de sus pies en alguna ocasión... pero también obtuvieron éxitos: se les escuchó y su trabajo apostólico dio mucho fruto. ¡Y regresaron muy alegres!
-Y contaron: "Señor, hasta los demonios se nos someten por tu nombre". Es esto lo único que retuvieron: las potencias del mal se retiraron; y, felices, Io contaban a Jesús. ¿Me ha sucedido alguna vez "contar" a Jesús mis empresas apostólicas?
-Jesús les dijo: "Yo veía a Satanás que caía del cielo como un rayo..." Mientras trabajaban en los pueblos y aldeas, Jesús estaba en oración, y "veía"... Io invisible. Contemplaba su victoria espiritual. ¿Estoy yo también convencido de que Jesús "ve" lo que estoy tratando de hacer? ¿Y de que El trabaja conmigo?
-Os he dado poder sobre toda fuerza enemiga, y nada podrá haceros daño. Escucho y me repito estas palabras.
-"Sin embargo, no os regocijéis porque se os someten los espíritus; más bien regocijaos porque vuestros nombres están escritos en el cielo". Jesús aporta un matiz a la alegría de sus amigos: no son los "medios" lo que cuenta ante todo, sino el "fin"... no es la batalla contra el mal lo que debe alegrarnos, ante todo, sino la participación al Reino de Dios... "Vuestros nombres están escritos en el cielo": imagen bíblica corriente, lenguaje simbólico concreto para decir que hay hombres elegidos y salvados. (Ap 3,5; 13,8; 17,8; 20,12; 21,27; Dan 2,1).
-Entonces se llenó de gozo en el Espíritu Santo. Trato de contemplar detenidamente ese estremecimiento, esa alegría expresada, esa felicidad que se traduce corporalmente... y que florecerá también en oración.
-Se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: "Bendito seas Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque si has ocultado esas cosas a los sabios y entendidos se las has revelado a la gente sencilla, a los pequeñuelos..." Es, una vez más, el eco de la primera bienaventuranza: "¡Felices los pobres!" La alegría de Jesús se transforma en "Acción de gracias" al Padre. Su júbilo pasa a ser "eucaristía". El trabajo misionero de sus amigos fue también una participación a la obra del Padre. Y, ¿de qué se alegra Jesús? De que los "pequeños" los pobres entienden los misterios de Dios, en tanto que los doctores de la Ley, los intelectuales de la época, los que figuraban... ellos, se cierran a la revelación. Esta experiencia de la misteriosa predilección de Dios era muy corriente en la Iglesia primitiva. Conviene volver a leer en ese contexto 1 Corintios 1, 26-31. Delante de Dios, ¿hago el entendido? ¿Me considero un sabio en las cosas divinas? o bien, me dispongo a recibir la "revelación" del Padre con la sencillez de un niño, de un "pequeño"?
-Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien. Mi Padre me lo ha enseñado todo; quien es el Hijo lo sabe sólo el Padre; quien es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar... ¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros véis! ¡No, ciertamente, si los grandes de este mundo permanecen cerrados a las maravillosas realidades invisibles, incognoscibles para la ciencia, no tendrán esa suerte! Por el contrario, dichosos los que aceptan dejarse introducir en ese misterio de las relaciones de amor entre el Padre y el Hijo... relaciones absolutamente perfectas, símbolos y modelos de todos nuestros propios amores (Noel Quesson).
Este “himno de júbilo” del Señor al ver cómo los humildes entienden y aceptan la palabra de Dios nos recuerda las palabras de Teresita de Jesús: “los niños no reflexionan sobre el alcance de sus padres. Sin embargo, sus padres cuando ocupan un trono y poseen inmensas riquezas, no vacilan en satisfacer los deseos de sus pequeñuelos (…). No son las riquezas ni la gloria (ni siquiera la gloria del cielo) lo que reclama el corazón del niñito (…). Lo que pide es el amor… No puede hacer más que una cosa: ¡amarte, oh Jesús!” (ver Biblia de Navarra, con cita de S. Bernardo).
El poder del que Jesús ha dotado a la comunidad cristiana debe ser entendido de forma totalmente diferente de la concepción que los hombres usualmente tienen respecto a este ámbito. En este pasaje se niega que el auténtico poder esté ligado a la posibilidad de satisfacción de caprichos e intereses ilimitados..
Por el contrario, dicho poder, para su recta comprensión, debe ser situado en la dependencia filial, puesta de manifiesto en la actitud de Jesús para con su Padre, perfectamente comprensible para sus débiles seguidores pero oculta e ignorada por los sabios e inteligentes dominadores de este mundo.
Ello exige una purificación de nuestro lenguaje sobre el poder si queremos expresarlo adecuadamente en el marco del mensaje de Jesús. El poder entonces encuentra su verdadero marco de comprensión en su íntima unión con la vulnerabilidad del corazón de Dios frente a todos los débiles y desvalidos de este mundo. Sólo del poder entendido como íntima compasión con ellos puede brotar la alegría de Jesús y la alegría de sus seguidores.
El triunfo sobre las fuerzas del mal tiene su fuente en esta relación de intimidad con ese Dios de los "impotentes" de este mundo que destruye de este modo todo orgullo y autosuficiencia incapaces de crear la feliz comunión de la familia de los hijos de Dios.
De esta forma llega a su plenitud toda la revelación divina. El profeta, defensor de huérfano y de viuda, y el rey llamado a defender el derecho y la justicia no pudieron verlo plenamente realizado. Por el contrario, el discípulo de Jesús es testigo con ojos y oídos de su concreción definitiva (Josep Rius-Camps).
Hoy, el evangelista Lucas nos narra el hecho que da lugar al agradecimiento de Jesús para con su Padre por los beneficios que ha otorgado a la Humanidad. Agradece la revelación concedida a los humildes de corazón, a los pequeños en el Reino. Jesús muestra su alegría al ver que éstos admiten, entienden y practican lo que Dios da a conocer por medio de Él. En otras ocasiones, en su diálogo íntimo con el Padre, también le dará gracias porque siempre le escucha. Alaba al samaritano leproso que, una vez curado de su enfermedad —junto con otros nueve—, regresa sólo él donde está Jesús para darle las gracias por el beneficio recibido.
Escribe san Agustín: «¿Podemos llevar algo mejor en el corazón, pronunciarlo con la boca, escribirlo con la pluma, que estas palabras: ‘Gracias a Dios’? No hay nada que pueda decirse con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad». Así debemos actuar siempre con Dios y con el prójimo, incluso por los dones que desconocemos, como escribía san Josemaría Escrivá. Gratitud para con los padres, los amigos, los maestros, los compañeros. Para con todos los que nos ayuden, nos estimulen, nos sirvan. Gratitud también, como es lógico, con nuestra Madre, la Iglesia.
La gratitud no es una virtud muy “usada” o habitual, y, en cambio, es una de las que se experimentan con mayor agrado. Debemos reconocer que, a veces, tampoco es fácil vivirla. Santa Teresa afirmaba: «Tengo una condición tan agradecida que me sobornarían con una sardina». Los santos han obrado siempre así. Y lo han realizado de tres modos diversos, como señalaba santo Tomás de Aquino: primero, con el reconocimiento interior de los beneficios recibidos; segundo, alabando externamente a Dios con la palabra; y, tercero, procurando recompensar al bienhechor con obras, según las propias posibilidades (Josep Vall i Mundó).
Nuestra verdadera alegría: el que nuestros nombres estén inscritos en el cielo. No importa que en la mente o en el corazón de los hombres estemos borrados, o tal vez tengan nuestros nombres como personas no gratas a ellos ni a sus intereses. Todo lo que hagamos a favor del Reino de Dios, todos nuestros esfuerzos para que el Evangelio de salvación llegue a más y más personas, no debe realizarse con el afán de ser considerados como seres que realmente están dando su vida por los demás; pues no buscamos el aprecio de los hombres, sino sólo la gloria de Dios. No vaya a suceder que al final, cuando el Señor abra la puerta para encontrarnos con Él definitivamente, le digamos: ¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? y que Él nos responda: No los conozco. ¡Apártense de mí, malvados! Y es que efectivamente no basta incluso hacer creer a los demás que Dios nos habla y nos dice lo que hemos de comunicarles. Mientras nosotros no vivamos y caminemos en el amor, mientras en lugar de unir dividamos a su Iglesia, mientras en nombre de Dios nos levantemos contra los demás y pongamos en la boca de Dios palabras que nos separan del amor fraterno, no podemos decir que estamos viviendo conforme a su Evangelio, sino conforme a nuestros caprichos e imaginaciones. Con humildad seamos los primeros en hacer nuestro el Evangelio del Señor, para después poder proclamarlo desde una vida que manifieste que en verdad estamos en Comunión de Vida con Él y con su Iglesia.
El Señor nos ha reunido en torno a Él en esta Eucaristía. Para Él no cuenta la importancia o el prestigio de las personas conforme a los criterios mundanos. Para Él todos somos sus hijos. Y a todos nos llama para hacernos conocer su Palabra, para manifestársenos como Padre, para ofrecernos su perdón, para levantar nuestra vida de las indignidades en que la metimos, o en las que nos metieron los demás. El Señor se manifiesta como el Dios que nos ama, que nos salva y que nos hace participar de su dignidad de Hijo de Dios. Mediante la Fe y el Bautismo hemos hecho nuestra su vida. Hoy, en la celebración del Memorial de su Pascua, renovamos nuestro compromiso de comunión de vida con Él; así, su Evangelio no se queda sólo en un anuncio, sino en la Palabra que cobra vida en nosotros.
Por eso, al volver a nuestras tareas diarias, vayamos todos a proclamar su Nombre. Lo haremos con la sencillez de quien mediante su vida colabora para que la maldad de la injusticia, del egoísmo, de los odios, de las guerras, de la droga, de la malversación de fondos, del terrorismo, de la inseguridad ciudadana vayan desapareciendo día a día de nuestro entorno. Entonces caerá el reino de la maldad y se afianzará el Reino de Dios entre nosotros. Dios nos ha manifestado su amor, no para que lo vivamos cobardemente, sino para que lo proclamemos ante los demás; para que, siendo instrumentos del Espíritu de Dios, nos esforcemos para que se viva y se camine en la unidad, fruto del amor fraterno que procede de Dios por habernos hecho partícipes de su mismo Espíritu. No sólo nos hemos de alegrar por tener en nosotros el Espíritu del Señor, sino que hemos de ser motivo de alegría para los demás por ayudarles a vivir libres de sus esclavitudes al pecado, a vivir con mayor dignidad porque el hambre, la desnudez, la miseria vayan desapareciendo de entre nosotros. Cuando viviendo y actuando como hijos de Dios procuremos el bien de todos alegrémonos de ser instrumentos del amor de Dios para ellos, pero sobre todo alegrémonos porque, siendo fieles nosotros mismos al amor de Dios, nuestros nombres están inscritos en el cielo.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar a nuestro prójimo como nosotros hemos sido amados por Dios. Pidámosle al Señor que nos conceda ser los primeros en hacer nuestra su Palabra y ponerla en práctica, para que, así, al final, seamos recibidos en las Moradas eternas. Amén (www.homiliacatolica.com).

miércoles, 29 de diciembre de 2010

8 de Diciembre: La Inmaculada Concepción de la Virgen María: luz en el adviento, esperanza para nosotros sus hijos

Génesis 3,9-15.20. Después que Adán comió del árbol, el Señor Dios lo llamó: —¿Dónde estás?
El contestó: —Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí.
El Señor le replicó: —¿Quién te informó que estabas desnudo? ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?
Adán respondió: —La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí.
El Señor Dios dijo a la mujer: —¿Qué es lo que has hecho?
Ella respondió: —La serpiente me engañó y comí.
El Señor Dios dijo a la serpiente: Por haber hecho eso, serás maldita entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón.
El hombre llamó a su mujer Eva por ser la madre de todos los que viven.

Salmo 97,1.23ab.3bc-4. R/. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.
Cantad al Señor un cántico nuevo, / porque ha hecho maravillas. / Su diestra le ha dado la victoria, / su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria; / revela a las naciones su justicia: / se acordó de su misericordia y su fidelidad / en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado / la victoria de nuestro Dios. / Aclamad al Señor tierra entera, / gritad, vitoread, tocad.

Carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 1,3-6.11-12. Hermanos: Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. El nos eligió en la Persona de Cristo —antes de crear el mundo— para que fuésemos santos e irreprochahles ante él por el amor. El nos ha destinado en la Persona de Cristo —por pura iniciativa suya— a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya. Con Cristo hemos heredado también nosotros. A esto estábamos destinados por decisión del que hace todo según su voluntad. Y así, nosotros, los que ya esperábamos en Cristo, seremos alabanza de su gloria.

Texto del Evangelio (Lc 1,26-38): En aquel tiempo, fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin». María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?». El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios». Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel dejándola se fue.

Comentario: 1. Gn 3.9-15.20. El cap. 3 del Gn se refiere a la situación creada por el pecado original, fuera del jardín de Edén. Entonces Dios interviene como un juez en el cuadro de un proceso. Interroga a los culpables, establece las responsabilidades y fija las sanciones. En consecuencia, se ve bien claro que Dios no se desentiende de su creatura y no la abandona al poder de la fuerza que la ha seducido. La fe cristiana siempre ha enseñado que, aunque el hombre sea malo, hay siempre una posibilidad para la esperanza. Es, por así decirlo, un hombre salvado. El hombre rechaza toda responsabilidad acusando a la mujer, quien, a su vez, hace caer la maldición sobre la serpiente. Hay un juego de palabras: la serpiente, el más astuto de los animales (arûm:3.1), llega a convertirse en el más miserable (arûr). Su propia astucia se vuelve contra ella. Este es uno de los versos que ha sido interpretado de diferentes maneras en la historia de la exégesis. Para algunos, anunciaría una lucha a muerte entre la descendencia de la mujer y la de la serpiente; este combate sin salida se inscribe dentro de las sanciones impuestas por Dios. Para otros, sin embargo, hay una salida, ya que este verso apunta a la serpiente misma y no al hombre. Por otro lado, a la luz del resto de los libros bíblicos, la tradición cristiana ha visto aquí el "protoevangelio" anunciando la victoria del Mesías, uno de cuyos elementos esenciales será el papel que juega la madre del Mesías: María. De todos modos, queda claro que, a pesar de la derrota, hay una salida para el hombre. Después de la muerte de Jesús, y con el hecho de María, la cosa ha quedado plenamente confirmada (“Eucaristía 1989”).
La primera lectura habla de la culpa que todos llevamos a nuestras espaldas. -"Me dio miedo y me escondí". -Hoy la presencia de Dios pasa a segundo plano y decimos que somos adultos, que asumimos nuestras responsabilidades, que hemos dejado a un lado los miedos infantiles y religiosos. Quizás sí que hemos superado el miedo al demonio, pero la vida de mucha gente está llena de miedos y desequilibrios, y no parece que el gozo de vivir -transparente y puro como el agua que salta en los ríos de las montañas o que, desde los lagos refleja los picos resplandecientes de sol o blancos de nieve- sea un patrimonio compartido. La ruptura interior, con los demás, e incluso con la naturaleza, son expresiones del pecado, realidad tan vieja como la condición humana que no debemos atribuir a ningún antepasado malo.
-"La mujer..., la serpiente..." -La culpa es muy fea y nadie la quiere. Pero solamente reconociéndola -y no ignorándola- vamos a recuperar la paz y la serenidad y podremos mirar a Dios sin miedo.
-"Ella te herirá en la cabeza cuando tú la hieras en el talón". -La culpa, el pecado, no son la última palabra sobre la vida humana. El hombre pecador es capaz de luchar contra el pecado y, en esta lucha, aunque seamos heridos, saldremos victoriosos (el talón/la cabeza). El universo interior del cristiano no es de miedos y angustias, sino que está presidido por una mirada optimista -realísticamente optimista- sobre su vida, la vida del linaje entero, y el desenlace de ambas. Eva ha sido la madre de todos los que viven: no sólo de un linaje pecador; también de una humanidad capaz de luchar contra el pecado (J. Totosaus).
"Después que Adán... el Señor Dios lo llamó...": El hombre (Adán), comiendo el fruto del árbol ha tomado una opción libre en la que Dios no ha intervenido; esta opción aparecerá con toda su fuerza negativa: el encuentro con Dios la manifestará como "pecado". Este encuentro nos es presentado con una narración imaginativa y antropomórfica, que tiene el carácter de un juicio con interrogatorio y sentencia: "¿Dónde estás?".
No se trata sólo de una localización, sino de una pregunta sobre su estado. El hombre se presenta dominado por el miedo. La relación hombre y Creador ha sufrido con el pecado una perturbación profunda. "¿Es que has comido del árbol...?" También se ha producido una perturbación en las relaciones en el interior de la humanidad, y entre el hombre y las realidades creadas: el hombre acusa a la mujer y la mujer a la serpiente.
-"El Señor dijo a la serpiente...": Después del interrogatorio viene el desenlace del juicio, del cual sólo leemos en esta lectura la parte de la sentencia dirigida a la serpiente. La condena intenta explicar en primer lugar, la constitución de la serpiente, arrastrándose por tierra como si comiera polvo, y también su carácter de animal maldito, del cual huyen el hombre y, también, los demás animales, un ser inquietante como el mal mismo. Por eso el paso es fácil: entre el hombre y el mal habrá un combate sin fin. Propiamente el texto indica un combate sin esperanza de solución. Pero la diferencia entre el ataque a la cabeza y el ataque al talón fue leída, ya en la literatura targúmica y sobre todo por la Iglesia antigua, como el anuncio velado de la victoria de la descendencia de la mujer. Eva, madre del linaje humano en lucha constante con el mal, es figura de la nueva Eva, madre del hombre nuevo, el Mesías, que triunfa definitivamente sobre el mal, el pecado y su consecuencia: la muerte (J. Naspleda).
-¿En qué consistió ese pecado primigenio? No lo sabemos. Comiendo del árbol la humanidad ha intentado ser como Dios, atribuirse prerrogativas divinas. Y el resultado es patente: el hombre tiene miedo de Dios y trata de ocultarse. La vergüenza de estar desnudos, cosa de la que no se habían enterado hasta entonces, y el miedo son los signos de su ruptura de relaciones con el Creador (pecado). -En el interrogatorio de Dios ambos tratan de disculparse; el pecado no solidariza, sino que divide y traiciona al compañero. El intento de querer ser como Dios hace que no se pueda soportar al de al lado. -La consecuencia es la condena, que sigue un orden inverso al interrogatorio. Las penas son las inherentes a la condición de la serpiente, del hombre y de la mujer; por ello no se debe insistir sobre ellas. Se maldice directamente a la serpiente, pero no al hombre ni a la mujer. -Muchas serpientes astutas y sirenas seductoras se muestran interesadas, hoy, en ayudar a la humanidad en su afán de un progreso desordenado: guerra de las galaxias, armas atómicas y bacteriológicas... Se os abrirán los ojos y seréis los más potentes del orbe, casi como dioses. ¿Comeremos de esta propaganda y haremos comer a los demás? -A pesar del fracaso, Dios continúa cuidando del hombre (3,21: lo viste de pieles), respetando su libertad. En el interior humano siempre se dará una dura batalla que podrá degenerar hacia la violencia y toda serie de desmanes: muerte del hermano, aniquilamiento de la sociedad (cf Gn 4,8; 9,20ss; 11,1-9), pero también podrá llevarnos a un mayor progreso cultural, técnico y religioso (Gn 4,2-4,26...). Y según el mensaje del Génesis, el bien triunfará sobre el mal. El mensaje bíblico nunca es terrorífico, sino optimista y lleno de esperanzas (A. Gil Modrego).
Antes del pecado la vida del hombre era maravillosa. Vivía feliz, desconocía el dolor y la muerte, Dios era su confidente y toda la naturaleza estaba a su disposición. Después del pecado el cuadro cambia radicalmente. Aparece el dolor, el trabajo, la muerte, el egoísmo, la división. El hombre siempre se ha preguntado por el origen del mal y ha procurado darse una respuesta. Esta lectura que es un relato religioso, de estilo poético-místico, que no quiere ser una investigación histórica sino una reflexión sobre el sufrimiento del hombre, ha llegado a esta conclusión: la fuente moral del pecado es el hombre que se ha equivocado al hacer la opción del valor fundamental de su vida. Frente a la presencia del pecado, hay una promesa de salvación. Llegará un tiempo en el que Dios cambiará la situación y dará a la descendencia de Adán la posibilidad de recuperar la posición perdida. La humanidad se levantará contra la serpiente y uno de ellos le aplastará la cabeza. A su lado tendrá a la mujer. En la tradición bíblica al lado del hombre encontramos siempre a la mujer implicada en la obra de la salvación. El yahvista conoce la misión y la función de la mujer en esta obra de salvación. Así como la bendición de Abrahan referente a la descendencia no se realiza sin Sara, su mujer, así la mujer tendrá su función en la realización definitiva de la promesa mesiánica. Es posible que sea este el origen de la primera idea de la participación de la mujer en el plan de salvación. Las enemistades y la victoria hay que interpretarlas en sentido mesiánico colectivo. La descendencia no es exclusivamente el hijo de David, sino el Hijo del hombre como descendencia de la mujer (P. Franquesa).
El resultado y el primer efecto del pecado es que el hombre, en lugar de ser como Dios, descubre su profunda miseria: "va desnudo", es decir, se encuentra degradado. El hombre no ha conseguido lo que pensaba; huye de Dios y mezquinamente descarga sobre los demás la propia responsabilidad. Pero Dios no huye, permanece en el jardín, pasea sobre la tierra y llama a los responsables del pecado pidiéndole cuentas. El hombre busca un chivo expiatorio: "la mujer que me diste". El mal divide, rompe la armonía inicial. Entonces inicia el juicio de condena. La serpiente es maldecida y estará siempre en guerra contra el bien y condenada a una futura derrota definitiva. Al final, la humanidad vencerá porque "le aplastará la cabeza": es el primer anuncio de salvación, el llamado protoevangelio (Gn 3,15). Lo hará realidad Cristo. La compañera del hombre no será ya "ishshah" (hembra), sino hawwah" (madre de los vivientes). El cambio de nombre significa cambio de misión. Helo ahí: a la Eva-madre de los vivientes que lleva la muerte se contrapone una nueva Eva que lleva la vida. María lleva la vida sin pecado, la vida que no muere. Conclusión: Dios no ha abandonado a la humanidad en esta lucha del bien contra el mal; la esperanza se inicia en Gn 3, 15 (J. Fontbona).
Establezco hostilidades entre tu estirpe y la de la mujer… El capítulo tercero del Génesis aborda el problema del origen del mal en cuatro tiempos: tentación (3,1-4), caída (3,5-8), juicio (3,9-13) y consecuencias (3,14-23). Hoy, sólo leemos el juicio y algunas consecuencias de la desobediencia.
El juicio empieza cuando Dios llama al hombre y le pregunta: ¿Dónde estás? (3,9), porque ha roto la amistad y la armonía originales. El resultado y el primer efecto de la desobediencia es que el hombre, en vez de llegar a ser como Dios, descubre que ha perdido su estatuto y su dignidad: está desnudo (3,10-11), ha perdido su condición privilegiada ante Dios (conversaba con Él). El hombre no ha logrado lo que pretendía, huye de Dios y mezquinamente descarga sobre los demás la propia responsabilidad: el hombre busca un chivo expiatorio (3,12) en quien le ayuda (2,18). Dios, en cambio, no huye, se pasea por el jardín y llama a los responsables de la desobediencia y habla con ellos. Otra de las consecuencias del juico de condena es que la serpiente es maldecida, se convierte en la enemiga de todos los humanos y es condenada a una futura derrota definitiva. La estirpe de la mujer (Cristo, nacido de mujer) vencerá el mal porque lo herirá en la cabeza. Es el primer anuncio de salvación (3,15). El segundo confirma el primero, y es cuando Dios viste con túnicas de piel al hombre y a la mujer: así anuncia que ninguno de los dos ha perdido del todo la dignidad de ser criaturas de Dios (3,21). Anuncio que no leemos hoy. El hombre llama Eva a quien Dios le había hecho su ayuda y ella se convierte en madre de todos los que viven (3,20). A esta madre que por su desobediencia trae la muerte, hoy, se le contrapone la nueva madre de los que viven, María, que por su obediencia trae la vida que no muere (J. Fontbona).
La nueva Eva, nuestra Madre. “Me llena de gozo el Señor, mi alma se alegra con su Dios”, proclamará la Virgen con palabras compuestas por Isaías (61, 10). Ella está contenta, porque tiene al Señor; por eso aparece como la llena de gracia, “enjoyada como una novia”, limpia de todo mal. “Eva nos vistió de luto, / De Dios también nos privó / E hizo mortales; / Mas de vos salió tal fruto / Que puso en paz y quitó / Tantos males. / Por Eva la maldición / Cayó en el género humano / Y el castigo; / Mas por vos la bendición / fue, y a todos dio la mano / Dios amigo. // Un solo Dios trino y uno / A vos hizo sola y una: / Más perfecta / Después de Dios no hay ninguna, / Ni es a Dios persona alguna / Más acepta. // ¡Oh cuánto la tierra os debe! / Pues que por vos Dios volvió / La noche en día, / Por vos, más blanca que nieve, / El pecador alcanzó / Paz y alegría. Amén”. Así reza un himno, y la primera lectura de la Misa de hoy narra la experiencia dramática de la caída original, verdad esencial para entender tantos desequilibrios, faltas de armonía en el hombre y en todo lo creado. Eva, vencida, ofrece a Adán el engaño. Luego, la pérdida de la inocencia: miedo, desnudez, vergüenza, esconderse de Dios... La pregunta de Dios: “¿Dónde estás?” recoge el deseo divino de que el hombre no pierda la conciencia de quién es, cosa que se nos recuerda en la segunda lectura: la predestinación en Cristo, a ser santos e irreprochables, y en primer lugar es María la suma de esas perfecciones: la llena de gracia, es decir toda santa e inmaculada en el amor, la morada digna para su Hijo (como leemos en el Evangelio). Si la tristeza y el dolor vienen por el pecado que es sentir a Dios lejano (expulsión del paraíso, y el ángel con la espada de fuego desenvainada que impide la entrada), hay dos opciones: dejarse llevar por la ambición que ha surgido con la decisión en contra de la voluntad de Dios, la desobediencia; o bien acoger la invitación en Cristo a ser “divinizado”. Son los dos caminos, pues el hombre quiere “ser como Dios” (cf Gen 3,5): puede hacerlo “sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (S. Máximo Confesor ambig.), o bien según nuestra vocación, para lo que fuimos creados, y así ser felices.
De un lado tenemos la mentira y miseria, dejándonos llevar por nuestra inclinación al mal (basta asomarnos a nuestro interior para ver esa miseria y desorden), o bien abandonarnos sin miedo en el regazo de nuestra Madre, para con ella emprender el camino seguro del amor de Dios: ante el mal y la muerte, el amor es más fuerte que todo ello (como acaba el Cantar de los cantares), pues la misericordia de Dios es muy grande, y “la obediencia de Cristo repara sobreabundantemente la desobediencia de Adán”, canta la Iglesia. La mujer del génesis, anunciada en el protoevangelio, es para muchos Padres María, la “nueva Eva”: anticipando el fruto de la victoria de Cristo sobre el pecado, fue preservada de toda mancha de pecado original y, durante su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 411; y sobre este dogma ver también nn. 490 al 493). Así se convierte en la nueva Madre de toda la humanidad, que restablece la desobediencia con su entrega amorosa a la voluntad de Dios: en la primera lectura el Señor anuncia al diablo que del linaje de Eva saldrá quien “quebrantará tu cabeza y tú pondrás asechanzas a su calcañar.” Y esto, desde la Anunciación de su maternidad divina, que luego en la Cruz Jesús proclama de un modo solemne. En María la misericordia divina se vierte a manos llenas sobre la tierra. Ya en el siglo II saludaba san Ireneo en la Madre de Jesús a la nueva Eva.
2. Sal 97. Cántico para tales maravillas: se trata de la victoria de Cristo, autor de nuestra Redención, manifestada en su Misterio Pascual: nunca se oyó cosa semejante (S. Atanasio). Su diestra le ha dado la victoria: es decir, para salvarnos por medio de su Muerte y Resurrección, el Señor no necesitó ayuda extraña (S. Hilario). Y esas maravillas de las que habla el salmo -comenta Jerónimo- responden a aquellas otras del Antiguo Testamento. De un modo semejante a como Eliseo (4 Reg 4:34ss) se contrajo al postrarse sobre el cadáver del hijo de la viuda -ojos sobre ojos, manos sobre manos, ...- para resucitarle, así también el Señor ha asumido la forma de hombre y se ha contraído para constituirnos en hijos de la Resurrección.
Tanto la Liturgia como la tradición cristiana nos invitan a alabar con un cántico nuevo (v. 1) al Niño de Belén, en quien se manifiesta el amor de Dios Padre en favor de la Iglesia, el nuevo Israel. La alabanza a Cristo, aprendida en la escuela de este salmo, es el fruto de la alegría que suscita su Nacimiento en un corazón admirado y agradecido de sentirse salvado por su Señor, que aparece en la verdad de nuestra misma carne. En un famoso himno navideño de Sedulio (+450), el 'A solis ortus cárdine', se recogen estas palabras: "No rechaza el pesebre, ni dormir sobre unas pajas; tan solo se conforma con un poco de leche, el mismo que, en su providencia, impide que los pájaros sientan hambre."
Venidos desde los confines de la tierra, los Magos conocieron al Niño Dios. Ellos son los primeros, de entre todas las naciones, a quienes se les revela la misericordia divina: la primera epifanía del Unigénito a los gentiles, que nace de una madre Virgen para salvar al mundo. Una colecta de la liturgia de Adviento sirve para convertir en oración estos sentimientos: "Suban, Señor, a tu presencia nuestras súplicas y colma en tus siervos los deseos de llegar a conocer en plenitud el misterio admirable de la Encarnación de tu Hijo. Que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén."
Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de lsrael (v. 3). Este versículo, que podría haber inspirado -quizá- el Magníficat, nos sugiere meditar en los sentimientos de María en la Resurrección de su Hijo: "Fuerte en la fe, contempló de antemano el día de la luz y de la vida, en el que, desvanecida la noche de la muerte, el mundo entero saltaría de gozo y la Iglesia naciente, al ver de nuevo a su Señor inmortal, se alegraría entusiasmada." (Missa de Beata Maria Virgine in Resurrestione Domini, Praef: Félix Arocena).
No olvidemos nunca que el sentido original de los salmos es aquel querido y orado por el pueblo de Israel. Este es un "salmo del reino": una vez al año, en la fiesta de las Tiendas (que recordaban los 40 años del Éxodo de Israel, de peregrinación por el desierto), Jerusalén, en una gran fiesta popular que se notaba no solamente en el Templo, lugar de culto, sino en toda la ciudad, ya que se construían "tiendas" con ramajes por todas partes... Jerusalén festejaba a "su rey". Y la originalidad admirable de este pueblo, es que este "rey" no era un hombre (ya que la dinastía Davídica había desaparecido hacía largo tiempo), sino Dios en persona. Este salmo es una invitación a la fiesta que culminaba en una enorme "ovación" real: "¡Dios reina!", "¡aclamad a vuestro rey, el Señor!" Imaginemos este "Terouah", palabra intraducible, que significa: "grito"... "ovación"... "aclamación".
Originalmente, grito de guerra del tiempo en que Yahveh, al frente de los ejércitos de Israel, los conducía a la victoria... Ahora, regocijo general, gritos de alegría, mientras resonaban las trompetas, los roncos sonidos de los cuernos, y los aplausos de la muchedumbre exaltada.
¿Por qué tanta alegría? Seis verbos lo indican: ¡seis "acciones" de Dios! Cinco de ellas están en "pasado" (o más exactamente en "acabado": porque el hebreo no tiene sino dos tiempos de conjugación para los verbos, "el acabado", y el "no acabado"). "El ha hecho maravillas"... "Ha salvado con su mano derecha"... "Ha hecho conocer y revelado su justicia"... "Se acordó de su Hessed"... (Amor-fidelidad que llega a lo más profundo del ser); "El vino-el viene"... Y para terminar, un verbo en tiempo, "no acabado", que se traduce en futuro a falta de un tiempo mejor (ya que esta última acción de Dios está solamente sin terminar aunque comenzada): "El regirá el orbe con Justicia y los pueblos con rectitud"...
Observemos la audaz "universalidad" de este pensamiento de Israel. La salvación (justicia-fidelidad-amor) de que ha sido objeto la Casa de Israel... está, efectivamente destinada a "todas las naciones": ¡El Dios que aclama como su único Rey, será un día el rey que gobernará la humanidad entera. Entonces será poca la potencia de nuestros gritos! ¡Será poca toda la naturaleza, el mar, los ríos, las montañas, para "cantar su alegría y aplaudir"!
Habiendo leído el salmo en su sentido "literal", tal como Israel lo leía, es necesario en un segundo tiempo, leerlo a la luz del "acontecimiento Jesucristo"... Decirlo en nombre de Jesucristo y con sus sentimientos, y la oración que encontraba en él para luego aplicarlos a su misión en los designios del Padre.
No es mera coincidencia que la Iglesia proponga este salmo de "Dios-Rey que viene", en la fiesta de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, en pleno Adviento: la "Concepción" de María, es el comienzo del proceso que culminará en la Navidad... El Dios "¡Salvador"! El tercer Domingo de Adviento, se canta un canto de Isaías, que proclama los mismos temas y que pudo inspirar este salmo 97: "Dios es quien me salva, tengo confianza, no temo. El Señor es mi refugio y mi fuerza. El es mi salvador. Dad gracias al Señor e invocad su nombre, anunciad a los pueblos las maravillas que El ha hecho: Recordadles que su nombre es sublime. Cantad al Señor. Porque ha hecho maravillas conocidas en toda la tierra. Exultad, dad gritos de alegría: Dios está en medio de vosotros" (Isaías 12).
¡La "venida" de Dios! Israel no podía ni mucho menos adivinar hasta qué punto esto sería cierto. Lo que celebra este canto, es realmente la Navidad, la venida del Hijo de Dios en persona: este salmo 97 se utiliza en la Misa del día de Navidad... Y en la Misa de media noche, encontramos un salmo que tiene exactamente el mismo sentido (salmo 95).
¡La revelación del amor-fiel de Dios! La Encarnación del Verbo es el acontecimiento histórico que hace visible, que "levanta el velo" (significado de la palabra revelar) del amor que Dios tiene a Israel, y que extiende a todos los pueblos, en Jesús.
¡La "Nueva Alianza", la "Nueva Liberación"! Hay que cantar un "canto nuevo, porque Dios renueva su Alianza: la celebración de la "venida" de Dios es un "signo", un "sacramento" que realiza lo que significa. Cuando se aclama a Dios como Rey, no se le confiere la realeza (El lo es desde siempre), sin embargo se "actualiza" esta "realeza" se "urge la venida del reino escatológico". Festejar la Navidad, es en un sentido real, sacramental, "hacer que Dios venga hoy". "¡La salvación que tú preparaste ante todos los pueblos!" Así se expresa Simeón en su canto de alabanza (Lucas 2,30) "Atraeré hacia mí a todos los hombres" (Grita Jesús en proximidad de la Pascua) (Jn12,32). "¡Jesús había de morir por el pueblo de Israel, y no solamente por él, sino para reunir en uno todos los hijos de Dios que están dispersos!" En expresión de San Juan (11,52). Y esta visión universal, realizada en Cristo, era anunciada en la esperanza de todo un pueblo, que se atrevía a convidar a "toda la tierra", "todas las naciones", "todos los habitantes del mundo" a su propio "Terouah". ¡Una fiesta mundial! ¡Vamos hacia una fiesta en que todos los hombres estarán felices y cantarán todos juntos, el mismo día, el mismo Dios, el mismo amor que los habrá salvado ¡Salvado! Me imagino a Jesús recitando este salmo... Lo recito con El...
¡Vamos, no lo dudemos. Dejémonos "invitar" a la fiesta! ¡Vamos! Saquemos todos los instrumentos, trompetas, bocinas, guitarras, panderetas, flautas... Y nuestras voces y aplausos. ¿Hay personas que se escandalizan por la "alegría" y el "ruido" que hacen los muchachos de hoy en sus fiestas? Hay un tiempo para la oración silenciosa. Sí. Hay un tiempo para la meditación y la oración íntima. ¡Sí. Pero hay también un tiempo para la oración de aclamación!... ¡La "justicia"! ¡Un mundo gobernado "según Dios"! ¡Está por venir! ¡Un mundo gobernado según el amor! Está por venir, Dios viene. El Reino de Dios ha comenzado... (Noel Quesson).
Esta corriente de exultación gozosa ha continuado en la vida de la Iglesia con el ejemplo de los santos y la proliferación inacabable de expresiones de alabanza: recordemos el "Te Deum", el "Cántico de las creaturas" de san Francisco de Asís. Y sobre todo, la Liturgia de la Iglesia, con su variadísima gama de alabanzas, desde la Plegaria Eucarística hasta la Liturgia de las Horas y tantas y tantas prácticas de piedad cristianas que siguen el mismo camino de alabanza y gratitud a Dios (Pedro Farnés).
“Se trata de un himno al Señor, rey del universo y de la historia (Cf. versículo 6). Es definido como un «cántico nuevo» (v. 1), que en el lenguaje bíblico significa un cántico perfecto, rebosante, solemne, acompañado por música festiva… Además, incesantemente resuena el nombre del «Señor» (seis veces), invocado como «nuestro Dios» (v 3)…
El Salmo se abre con la proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (cf v 1-3). Las imágenes de la «diestra» y del «brazo santo» se refieren al Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (cf v 1). La alianza con el pueblo de la elección es recordada a través de dos grandes perfecciones divinas: «amor» y «fidelidad» (cf v 3). Estos signos de salvación son revelados «a las naciones» y a «los confines de la tierra» (vv 2 y 3) para que toda la humanidad sea atraída por Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvadora…
En este Salmo, el apóstol Pablo reconoció con profunda alegría una profecía de la obra del misterio de Cristo. Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su gran carta a los Romanos: en el Evangelio «la justicia de Dios se ha revelado» (cf Rm 1,17), «se ha manifestado» (cf Rm 3,21). La interpretación de Pablo confiere al Salmo una mayor plenitud de sentido. Leído en la perspectiva del Antiguo Testamento, el Salmo proclama que Dios salva a su pueblo y que todas las naciones, al verlo, quedan admiradas. Sin embargo, en la perspectiva cristiana, Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo ven y son invitadas a aprovecharse de esta salvación, dado que el Evangelio «es potencia de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego», es decir el pagano (Rm 1,16). Ahora «los confines de la tierra» no sólo «han contemplado la victoria de nuestro Dios» (Salmo 97, 3), sino que la han recibido.
En esta perspectiva, Orígenes, escritor cristiano del siglo III, en un texto citado después por san Jerónimo, interpreta el «cántico nuevo» del Salmo como una celebración anticipada dela novedad cristiana del Redentor crucificado. Escuchemos entonces su comentario que mezcla el canto del salmista con el anuncio evangélico. «Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado -algo que nunca antes se había escuchado-. A una nueva realidad le debe corresponder un cántico nuevo. “Cantad al Señor un cántico nuevo». Quien sufrió la pasión en realidad es un hombre; pero vosotros cantáis al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero redimió como Dios”. Orígenes continúa: Cristo “hizo milagros en medio de los judíos: curó a paralíticos, purificó a leprosos, resucitó muertos. Pero también lo hicieron otros profetas. Multiplicó los panes en gran número y dio de comer a un innumerable pueblo. Pero también lo hizo Eliseo. Entonces, ¿qué es lo que hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado para elevarnos hasta el cielo» («74 homilías sobre el libro de los Salmos»)” (Juan Pablo II).
El nombre del Señor es el centro del Salmo que hemos escuchado. Dios actúa en la historia y al final juzgará al mundo y a los pueblos. En este contexto, juzgar significa también gobernar, instaurar la justicia, el orden y la paz. Esto es lo que el Señor trae consigo, lo que implantará definitivamente en todo el orbe. Es también el motivo por el que se le invoca y alaba desde todas partes y con todos los medios. En la perspectiva cristiana, esta realidad ha comenzado ya en Cristo, en el cual "se revela la justicia de Dios", como dice San Pablo (Romanos 1, 17) y, por eso, el creyente puede entonar ya ahora el «canto nuevo» del universo y la humanidad entera redimida por Cristo.

3. Ef 1.3-6.11-12. Primero nos bendice a nosotros el Señor, después bendecimos nosotros al Señor. Aquella es la lluvia, éste es el fruto. Así se devuelve el fruto a Dios, que llueve sobre nosotros y nos cultiva (San Agustín). Tanto por su forma como por su contenido, el texto es claramente una oración de alabanza o "eulogia". Nos referimos a un género de oraciones bien conocido en Israel, por ejemplo, en los salmos de alabanza, y también en la liturgia de la Iglesia. La oración solemne eucarística o canon de la misa es el ejemplo más sobresaliente de nuestra liturgia. La "eulogia" comienza siempre invocando a Dios (el Padre omnipotente) y continúa haciendo memoria de las maravillas que opera en favor de su pueblo. La alabanza se funda en la memoria, que frecuentemente va unida a la acción de gracias o "eucaristía".
Alabanza, memoria y acción de gracias son constitutivos esenciales de la "oración solemne eucarística". La alabanza no va dirigida a un sujeto indeterminado o abstracto, lejano a la conciencia de los hombres, sino a "el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo". La comunidad cristiana sabe muy bien a quién alabar y conoce el origen de todas las gracias que recibe y experimenta. Dios es el "Dios de Jesucristo" y Jesucristo es el "Amado de Dios" (v 6). Esta mutua relación y pertenencia es la garantía de nuestra salvación en Jesucristo. Por Jesucristo y en Jesucristo tenemos acceso al Padre, por él y en él le tributamos todo honor y toda gloria; por Jesucristo y en Jesucristo el Padre se ha acercado a nosotros con la salvación. Si el pecado nos aleja de Dios y de los hombres, la salvación de Dios en Jesucristo nos acerca los unos a los otros y restablece la comunicación vertical de todos con un mismo Padre. En Jesucristo somos como un canto de alabanza por la gracia de Dios que hemos recibido, somos una comunidad de alabanza.
Al hacer memoria de las bendiciones o beneficios de Dios, el autor destaca especialmente la elección de que hemos sido objeto, antes de la creación del mundo, para que viviéramos como hijos queridos en la presencia del Padre. Se trata de una elección en Cristo, que es el Hijo, La palabra "adopción" está tomada del lenguaje jurídico, pero tiene aquí un sentido mucho más realista: nada de una simple "adopción legal" es todo un "gracioso nacimiento de Dios" (Jn 1, 12ss; 3, 3; Tt 3, 5) por el que nos llamamos y somos en verdad "hijos de Dios" (1Jn 3,1; Rm 8,1; Ga 4,6).
Como "hijos de Dios" somos también "herederos" de todos los bienes de su reino. Nuestra unión con Cristo mantiene en nosotros viva la esperanza de alcanzar todos estos bienes (cf Col 1,5; Rm 8,24), pero la plena posesión de la herencia sólo será posible después de la resurrección de los muertos (“Eucaristía 1980”).
Admiración agradecida al Padre que nos eligió para "ser sus hijos en la persona de Cristo". Su elección es significativa y nos invita a contemplar a María no separada de nosotros sino a nuestro lado y delante de nosotros, dando gracias al Padre por la elección de que ha sido objeto junto con nosotros. No es un meteorito que cae de lo alto, sino que forma parte de esta humanidad escogida y salvada: es de nuestra raza y de nuestra familia, y pertenece a nuestra comunidad y a nuestra historia espiritual (J. Totosaus).
En este proyecto, que se apoya en Cristo, María es también pieza clave. En su Inmaculada Concepción el proyecto divino empieza a hacerse realidad. Colmada de bendiciones, elegida en la persona de Cristo «para que fuésemos santos e inmaculados ante él por el amor», hija y heredera, «alabanza de su gloria». Por eso, esta fiesta de la Inmaculada es muy propia de Adviento, fiesta de optimismo y esperanza.
4. Devoción a María Inmaculada, nuestro modelo y gran intercesora. “¿Quién es esta, que se levanta como la aurora, que es hermosa como la luna, y resplandece como el sol?”, proclama la Liturgia. La tierra y el cielo, la Iglesia entera, celebra gran fiesta, y nosotros también. Esta fiesta se extendió desde Oriente donde comenzó, por muchos sitios desde el siglo VII, y desde el siglo XIII ya se vivió como fiesta por todo el pueblo cristiano. Fue dentro de esta tradición viva de la Iglesia en la que el Espíritu Santo va mostrando –revelando- lo que estaba implícitamente dicho en el Evangelio, que –a fines del segundo milenio- el Papa Pío IX la proclamó Inmaculada solemnemente el 8 de diciembre de 1854, cuatro siglos más tarde que el papa Sixto IV hubiera extendido esta fiesta a toda la Iglesia de Occidente (1483). Así reza un Himno: “De Adán el primer pecado / No vino en vos a caer; / Que quiso Dios preservaros / Limpia como para él. / De vos el Verbo encarnado / Recibió humano ser, / Y quiere toda pureza / Quien todo puro es también. // Si Dios autor de las leyes / Que rigen la humana grey, / Para engendrar a su madre / ¿no pudo cambiar la ley? // Decir que pudo y no quiso / Parece cosa cruel, / Y, si es todopoderoso, / ¿con vos no lo habrá de ser? // Que honrar al hijo en la madre / Derecho de todos es, / Y ese derecho tan justo, / ¿Dios no lo debe tener? // Porque es justo, porque os ama, / Porque vais su madre a ser, / Os hizo Dios tan purísima / Como Dios merece y es. Amén”. La Virgen no padeció mancha de pecado alguno, ni el original que nos legaron Adán y Eva, ni otro alguno. En este misterio celebramos que quedó constituida libre del pecado original desde el primer instante de su vida. La vemos "plena de gracia", en virtud de un singular privilegio de Dios y en consideración de los méritos de Cristo, libre de cualquier egoísmo y atadura al mal. Vemos que convenía que la que tenía que ser Virgen María fuera la maravilla de la creación, la obra maestra.
Muchos himnos y oraciones piden a la Virgen esa grandeza de alma para nosotros sus hijos: “…Conserva en mí la limpieza / Del alma y del corazón, / Para que de esta manera / Suba con voz a gozar / Del que solo puede dar / Vida y gloria verdadera”. También la oración colecta de la Misa canta las grandezas de María: “Ella, sencilla como la luz, clara como el agua, pura como la nieve y dócil como una esclava concibió en su seno la Palabra”, y pide a Dios “que, a imitación suya, seamos siempre dóciles al evangelio de Jesús y así celebremos en verdad de fe la Pascua de su nacimiento”. Ella prepara la Redención con su maternidad, y prepara la Navidad por la que nos llega la salvación, el Salvador encarnado. Los privilegios con los que piropeamos las grandezas de María están bien expresados por la devoción, que nos ayuda a ensanchar nuestro corazón ante las grandezas del Señor, que nos llegan a través de la Virgen María: “Salve, nos diste el Maná verdadero; / Salve, nos sirves Manjar de delicias. / Salve, oh tierra por Dios prometida; / Salve, en ti fluyen la miel y la leche. / Salve, ¡Virgen y Esposa! // Salve, azucena de intacta belleza; …/ Salve, la suerte futura revelas; / Salve, la angélica vida desvelas. / Salve, frutal exquisito - que nutre a los fieles; // Salve, ramaje frondoso - que a todos cobija. / …Salve, perdón del que tuerce el sendero. / Salve, atavío que cubre al desnudo; / Salve, del hombre supremo deseo…/ Salve, dintel del augusto Misterio. / Salve, de incrédulo equívoco anuncio… / Salve, tú sóla has unido - dos cosas opuestas: / Salve, tú sola a la vez - eres Virgen y Madre. // Salve, por ti fue borrada la culpa; / Salve, por ti Dios abrió el Paraíso. / Salve, tú llave del Reino de Cristo; / Salve, esperanza de bienes eternos. // … Salve, por ti se confunden los sabios; / Salve, por ti el orador enmudece. / Salve, por ti se aturden - sutiles doctores; // Salve, por ti desfallecen - autores de mitos; / Salve, disuelves enredos - de agudos sofistas; / Salve, rellenas las redes - de los Pescadores. // Salve, levantas de honda ignorancia; / Salve, nos llenas de ciencia superna. / Salve, navío del que ama salvarse; / Salve, oh puerto en el mar de la vida. // …Salve, columna de sacra pureza; / Salve, umbral de la vida perfecta. / Salve, tú inicias la nueva progenie; / Salve, dispensas bondades divinas. / Salve, de nuevo engendraste - al nacido en deshonra… / Salve, regazo de nupcias divinas; / Salve, unión de los fieles con Cristo. / Salve, de vírgenes Madre y Maestra; / Salve, al Esposo conduces las almas. // Salve, oh rayo del Sol verdadero… // Salve, tú limpias las manchas - de nuestros pecados. / Salve, oh fuente que lavas las almas; / Salve, oh copa que vierte alegría. / Salve, fragancia de ungüento de Cristo; / Salve, oh Vida del sacro Banquete… / Salve, inmortal salvación de mi alma. / Salve, ¡Virgen y Esposa” (del himno oriental Akathistos).
Nos conviene contemplar a la más perfecta, la más bella de las mujeres. “Tota pulchra est Maria”: es la criatura más hermosa que ha salido de la mano de Dios. Reina del cielo y de la tierra, es superior por su gracia a todos los ángeles. La devoción a la Inmaculada es muy popular y arraigada. El corazón del pueblo cristiano -guiado por el espíritu Santo- tiene razones profundas, es el “sensus fidei”, el sentido de la fe. No serán razones muy razonadas, sino la expresión sencilla de la verdad, del corazón, el buen hijo que demuestra el amor a su madre. Como decía san Josemaría Escrivá, ¿como escogeríamos a nuestra Madre si hubiésemos podido hacerlo? Hubiéramos escogido la que tenemos, llenándola de todas las perfecciones y gracias. Así lo ha hecho Dios: Convenía que la que tenía que ser Madre del Hijo de Dios fuera liberada del poder de Satanás y del pecado, de aquel pecado original que se borra por el bautizo (por esto es tan importante, bautizar a los niños cuanto antes).
«No temas, María» (Lc 1,30), le dice el Ángel a la Virgen… «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). La presencia de Dios que la acompaña es causa de su alegría. Dios preparaba una digna morada a su Hijo. En previsión del misterio de la Encarnación, Dios ha cumplido una obra de arte en María, una obra sin igual de la Gracia: debía poseer la más alta nobleza espiritual para la más completa armonía con aquel que posee la santidad infinita (cf. Jean Galot, en “L’Osservatore Romano” 8-12- 2001). Ella nos enseña a ser hijos de Dios, a tener fe, confianza y amor, y es nuestra intercesora para conseguir esos bienes. Dice el himno "Monstra te esse matrem”: “Muéstrate Madre para todos, / ofrece nuestra oración; / Cristo, que se hizo Hijo tuyo, la acoja benigno" y comentaba Juan Pablo II: “Nubes oscuras se ciernen sobre el horizonte del mundo. La humanidad, que saludó con esperanza la aurora del tercer milenio, siente ahora que se cierne sobre ella la amenaza de nuevos y tremendos conflictos. Está en peligro la paz del mundo. Precisamente por esto venimos a ti, Virgen Inmaculada, para pedirte que obtengas, como Madre comprensiva y fuerte, que los hombres, renunciando al odio, se abran al perdón recíproco, a la solidaridad constructiva y a la paz”. María protege a sus hijos, y a nosotros nos va muy bien pedírselo pues así nos hacemos mejores, y tenemos paz. La Virgen de Guadalupe así lo indicaba a san Juan Diego: “Mira que es nada lo que te preocupa. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás tú por ventura bajo mi regazo? ¿No estás tú en el cruce de mis brazos? ¿De qué otra cosa tienes necesidad?”
La aparición del arcángel Gabriel da el tono a la escena de la Anunciación. Desde Daniel 8.9. Gabriel era considerado por el judaísmo como el anunciador de los últimos tiempos. Su aparición en casa de María significa, por tanto, que los últimos tiempos han sido inaugurados. El judaísmo había presentado a Gabriel con su espada de fuego como guardián del Paraíso (Gn 3. 24). Su aparición deja prever que la entrada al Paraíso estará abierta a los hombres de ahora en adelante.
La escena tiene lugar en la humilde casa de Nazaret. Lucas opone el anuncio del nacimiento de Juan Bautista, hecho en el templo de una manera solemne, a la anunciación de María, que fue hecha en el secreto del corazón de una joven pobre y en una región despreciada como era entonces Galilea (Jn 1. 46; 7.4)
Lucas parece establecer en su conjunto una oposición entre Jerusalén y María, como si María heredase las prerrogativas de Jerusalén.
El saludo del ángel: "Alégrate... porque el Señor está contigo". Esta frase ha sido pronunciada por los profetas refiriéndose a Jerusalén, para anunciarle la próxima venida del Mesías (Za 9,9; So 3,14). Por tanto, en las palabras del ángel hay algo más que un simple saludo, y en él podemos ver una trasposición de los privilegios reservados hasta entonces a Jerusalén, en beneficio de la Virgen María.
Como la antigua Jerusalén se mostraba incapaz de realizar las profecías de que había sido objeto (acogida de su Señor, apertura a todas las naciones). Dios va a suscitar una nueva Sión: la Virgen María, único "resto" fiel de la primera Sión.
La expresión "el Señor es contigo" encubre el misterio de la Encarnación, porque la expresión paralela de Sofonías: "el Señor está en medio de ti" (3,14) significa literalmente "el Señor está en tus entrañas".
La expresión "llena de gracia" para el evangelista quiere decir que la Virgen es "agraciada" como se dice en el vocabulario de los esponsales. Así es Rut para Booz (Rt 2,2; 10,13); Ester para Asuero (Est 2,9/15/17; 5,2/8; 7,3; 8,5); toda mujer para su esposo (Pr 5,19; 7,5; 18,22; Ct 8,10). Por consiguiente, este contexto matrimonial es muy evocador. Dios busca desde hace mucho tiempo una esposa que le sea fiel. Ha repudiado a Israel, su esposa anterior (Os 1-3) pero está dispuesto a "desposarse" de nuevo. Interpelada por una expresión frecuente en las relaciones entre esposos, María comprende que Dios va a realizar con ella el misterio de los esponsales que habían sido prometidos en el A.T. Este misterio alcanzará un realismo sorprendente, ya que las dos naturalezas -la divina y la humana- se van a unir en el Hijo de María, con un lazo mucho más fuerte que el de los cuerpos y el de las almas en la unión matrimonial.
Todos estos versículos del evangelio desarrollan toda una teología bíblica del misterio de María. Ella es la mujer de los últimos tiempos, la que ha sustituido a Jerusalén para realizar las promesas de universalidad y las profecías de fecundidad. Ella las realiza por medio de un misterio que consiste en sus desposorios con Dios, poniendo así punto final al repudio contra la primera esposa. Y, al mismo tiempo, las realiza también por medio de su victoria sobre el enemigo. Por eso es llena de gracia, y no solamente por su belleza física, sino mucho más por la belleza que Dios le ha concedido y que la hace digna de ser la Madre del Hijo de Dios.
La fe de María es una fe tan grande que en ella se puede realizar el paso de la Esperanza al Cumplimiento.
Sumergida en la Historia de Israel, Ella ha sido la que ha dicho la última palabra en una religión de Espera. Ella ha llevado hasta el final la búsqueda espiritual de su pueblo. Por haberlo recorrido ella misma, sabe mejor que nadie el camino que hay que seguir para ir al encuentro de Dios.
María sabe el secreto del Adviento que conduce a la aceptación del Señor. Ella apresura los caminos por donde pasan los nuevos nacimientos del Verbo.
La narración de la Anunciación da un excelente ejemplo del modo como habla el Evangelio y del modo como debe leerse. Sería equivocado buscar en él la fiel transcripción de una conversación entre María y Gabriel, o convertirlo en un estudio psicológico de María. Se trata sencillamente de una enseñanza teológica de la cual Lucas nos habla con la ayuda de un diálogo bien estructurado (es una "teología alusiva", o explicación rabínica del estilo midráshico, llenas de citas del AT, por la cual se extrae el sentido profundo de los acontecimientos dentro del contexto de la historia de la salvación). Toda esta narración reposa en definitiva sobre una experiencia religiosa de María, misteriosa pero de una riqueza inefable y de una histórica realidad.
Tras un saludo (v. 28: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo") que evoca los saludos proféticos a la "Hija de Sión", personificación misteriosa de la comunidad mesiánica (So 3,14; Za 9,9), la primera parte del diálogo (vv. 30-33) expone la cualidad davídica y mesiánica del niño que va a nacer, en términos que se inspiran ampliamente en 2 Sm 7,12ss (=1.lect.IV Adviento), Is 7. 14; 9. 5s; Mi 4. 7. Tras una pregunta de María (v. 34), el diálogo llega a una declaración que marca el punto álgido (v. 35: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti... Hijo de Dios"): el Niño nacerá por una intervención directa del espíritu creador, lo que valdrá ser "Santo" y ser llamado "Hijo de Dios".
Esta página es la presentación autorizada de la experiencia incomunicable de María. Experiencia fruto de una revelación nueva en la que se dio cuenta de que en ella se realizaría de modo excepcionalmente real la antigua profecía de Is 7. 14: "tendrás un hijo y le pondrás un nombre". La comunidad primitiva, la Iglesia, recibió este misterio y lo transmitió en las narraciones catequéticas de la infancia de Jesús (Mt 1. 18-25; Lc 1. 26-38), escritas como pórtico teológico que da el sentido pleno de lo que es Jesús creído a la luz de la Pascua: de este modo se puede entender mejor todo el evangelio que sigue.
Por medio, pues, de un diálogo claramente estructurado se nos ofrece la sustancia, revistiéndola de la forma escriturística y teológica más apropiada para alimentar la fe. En definitiva, se enseña que el hijo de María será el Hijo de David heredero de la descendencia mesiánica, y que, concebido de modo excepcional, merece desde su infancia el título de Hijo de Dios (título que Lucas no pone nunca en boca de hombres: su percepción profunda es fruto de revelación: 22,70). Filiación humana, enraizada en la historia concreta de un pueblo mesiánico y perceptible a la vista de cualquiera; filiación divina, fruto del favor extraordinario de Dios, que se realiza en la filiación humana mesiánica llevada a fondo, pero que no es perceptible ni se comprende ("¿Cómo será eso?") si no es por don del Espíritu y por el poder del Altísimo que iluminan la última realidad de aquel niño nacido de María en una actitud de radical pobreza: manifestada por la `virginidad` (vv. 34-37) y por la obediencia de esclava (v. 38) a la Palabra de Dios (Salvador Pie).
María representa en el momento de la encarnación a los pobres de todos los lugares y tiempos, a la humanidad toda: el Hijo de Dios se hizo hombre entre los hombres y pobre entre los pobres. Ello permite examinarnos cada uno de nosotros como encarnación de Dios, como portadores del Espíritu de Jesús.
Esto, como cualquier gestación, no puede ser una realidad que aceptemos de forma meramente pasiva, sino que nos compromete a participar en su crecimiento dentro de nosotros y en la exteriorización de aquello que llevamos "en vasos de barro".
Siguiendo la idea de Pablo, requiere que nos esforcemos para que nuestros criterios sean los criterios de Jesús, nuestros deseos sean sus deseos y nuestras acciones sean prolongación de su acción. Se trata de poder decir, con verdad, que no somos nosotros quienes vivimos, sino Cristo el que vive en nosotros. Si entusiasta significa etimológicamente "el que lleva a Dios dentro", nosotros deberíamos serlo de forma convincente para los demás. Un bonito verso dice aquello de que "Llenos de Dios vamos los hombres. Llenos de Dios y sin saberlo, como los ríos por los campos que van llenos de cielo".
María no se limita a "soportar" pasivamente la encarnación de Dios en sus entrañas, sino que, con un activo "sí", acepta la invitación divina que le da un difícil papel en favor de los demás. No se trata de un privilegio en el sentido discriminante de la palabra, una especie de "enchufe" arbitrario, sino de ofrecerse para un servicio que la humanidad necesita. En realidad, también nosotros tenemos ese privilegio de servir a nuestros hermanos desde la fe en Jesús (“Eucaristía 1989”).
El ángel le dice cómo sucederá todo, por la fuerza del Altísimo (que es el Espíritu Santo) y sin menoscabo de su virginidad. El Espíritu de Dios "la cubrirá con su sombra" lo mismo que la "nube" o "gloria de Yahvéh" cubría el arca de la Alianza, y a semejanza del Espíritu de Dios que en principio se cernía sobre las aguas. Se trata de un símbolo de la poderosa fecundidad de Dios y de su presencia santificante.
María responde con un "sí" humilde y obediente. María se convierte en el Arca de la Nueva Alianza y en Madre del Hijo de Dios. Es comprensible que María, realizado ya este misterio, conservara su virginidad y que José guardara una respetuosa distancia ante el misterio (“Eucaristía 1980”).
San Bernardo: “Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida...
¿Porqué tardas? Virgen María, da tu respuesta. Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna. Cree, di que sí y recibe. Que tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras.
Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento. “Aquí está –dice la Virgen- la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).”
Llucià Pou Sabaté