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lunes, 31 de octubre de 2011

Martes de la 31ª semana de Tiempo Ordinario. Cada miembro está al servicio de los otros miembros, y siempre en los brazos de Dios como un niño en braz

Martes de la 31ª semana de Tiempo Ordinario. Cada miembro está al servicio de los otros miembros, y siempre en los brazos de Dios como un niño en brazos de su madre; con la responsabilidad de ir por los caminos y senderos e insistir hasta que todos entren y se llene la Iglesia

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 12,5-16a. Hermanos: Nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros. Los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado, y se han de ejercer así: si es la profecía, teniendo en cuenta a los creyentes; si es el servicio, dedicándose a servir; el que enseña, aplicándose a enseñar; el que exhorta, a exhortar; el que se encarga de la distribución, hágalo con generosidad; el que preside, con empeño; el que reparte la limosna, con agrado. Que vuestra caridad no sea una farsa; aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo. En la actividad, no seáis descuidados; en el espíritu, manteneos ardientes. Servid constantemente al Señor, Que la esperanza os tenga alegres: estad firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración. Contribuid en las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Con los que ríen, estad alegres; con los que lloran, llorad. Tened igualdad de trato unos con otros: no tengáis grandes pretensiones, sino poneos al nivel de la gente humilde.

Salmo 130,1.2.3. R. Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor.
Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre.
Espere Israel en el Señor ahora y por siempre.

Evangelio según san Lucas 14,15-24. En aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús: -«¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!» Jesús le contestó: -«Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó un criado a avisar a los convidados: "Venid, que ya está preparado." Pero ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: "He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor. " Otro dijo: "He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor." Otro dijo: "Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir." El criado volvió a contárselo al amo. Entonces el dueño de casa, indignado, le dijo al criado: "Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos." El criado dijo: "Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio." Entonces el amo le dijo: "Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa." Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete.»

Comentario: 1.- Rm 12,5-16a. 1. Pablo ha terminado el tema del destino de Israel y, con él, la parte más teológica de su carta. Ahora, a partir del capítulo 12, se fija en algunos aspectos de la vida de la comunidad cristiana. Sobre todo es la unidad la que le preocupa. La Iglesia es como un cuerpo orgánicamente unido y diversificado en sus miembros. Cada miembro de este cuerpo tiene sus dones particulares: predicación, servicio, enseñanza, distribución, presidencia. Y todos ellos deben ser ejercitados en beneficio del único cuerpo: "somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros". Para que vaya bien la vida de comunidad, hace Pablo una enumeración de actitudes, a la vez sencillas y difíciles: caridad, cariño, diligencia en el trabajo, esperanza alegre, firmeza, acogida y hospitalidad, solidaridad con los que ríen y con los que lloran, humildad...
¡Vaya programa de vida comunitaria el que se nos propone también a nosotros, después de dos mil años! La imagen del cuerpo humano, diverso y uno, es una de las preferidas de Pablo para describir cómo debe ser la Iglesia de Jesús. Aquí sí que no nos podemos excusar en que han cambiado las circunstancias sociales, porque también ahora sigue siendo fundamental que nos sintamos un único cuerpo eclesial, el cuerpo de Cristo. Y que unos a otros nos apoyemos y ayudemos, como los miembros de un cuerpo trabajan parael bien del conjunto. Cada uno con lo que pueda. No todos presiden ni enseñan ni están encargados de la administración. Pero todos pueden aportar su granito de arena a la construcción unitaria de la comunidad. Habrán cambiado muchas cosas, pero sigue siendo muy actual que nos digan que "nuestra caridad no sea una farsa", que seamos "cariñosos unos con otros, como buenos hermanos", que nos mantengamos "firmes en la tribulación" y "asiduos en la oración", que "riamos con los que ríen y lloremos con los que lloran", que respetemos y amemos a todos, y que colaboremos sinceramente en la tarea común. En la base de toda esta fraternidad, Pablo nos urge a que no nos busquemos a nosotros mismos, que "no tengamos grandes pretensiones, sino que nos pongamos al nivel de la gente humilde". Es lo que el salmo nos hace decir: "guarda mi alma en la paz... mi corazón no es ambicioso, no pretendo grandezas que superan mi capacidad". Esta humildad nos ahorrará disgustos y nos pondrá en la debida actitud en la presencia de Dios y de nuestros hermanos de comunidad.
Terminada la exposición «doctrinal», he ahí la parte de «aplicaciones prácticas» de orden más moral: hay que sacar conclusiones concretas... ¿cómo viviremos, ahora que hemos comprendido mejor el designio de Dios? -Todos nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. La primera consecuencia concreta es la «unidad» de la comunidad cristiana. Era uno de los grandes problemas de san Pablo. Los primeros cristianos venían de ambientes muy diferentes, con usos y costumbres diametralmente opuestos los unos a los otros. El peligro de cisma, de escisión, de secta, amenazaba siempre. También ocurre así HOY, en que los conflictos parecen exasperarse. San Pablo empieza dando el «principio» de la unidad, el «Cuerpo único que nosotros formamos». La frase es casi intraducible; en el texto griego, las palabras «oí polloi en soma esmen» son voluntariamente aproximativas... «los muchos un cuerpo somos»... La unidad de la Iglesia queda así establecida en su más profundo nivel: aquel a quien no acepto, aquel que me pone los nervios de punta, aquel que tiene opiniones enteramente opuestas a las mías, aquel que me hace sufrir... ¡es un «miembro de mí mismo»! somos «miembros los unos de los otros».
-Según la gracia de Dios, hemos recibido dones «diferentes». ¡No nos parecemos! Tanto mejor. Somos «diferentes». Tanto mejor. Ha sido hecho adrede. Dios lo ha querido así. Es un don de Dios. Pero, en conjunto, no nos gusta. No nos gustan las diferencias entre nosotros. Esto no es agradable. Las cosas serían mucho más fáciles si todo el mundo se pareciese a «mi» y pensara como «yo».
-Don de profecía... Don de servicio... Don de enseñar... Don de animar... Don de dirigir... Don de abnegación... Pablo insiste sobre la diversidad de los dones de Dios. Ningún orgullo, dice. Lo recibido no es para sí. Concédeme, Señor, no humillar los «dones» de los demás... Concédeme, Señor, no humillar a los demás con mis propios dones... Concédeme poner todos mis dones al servicio del conjunto. Ayúdanos, Señor, a descubrir y a valorar los dones de los demás... a ayudarlos a desplegar su personalidad, a ocupar su lugar en la comunidad. Dedico un rato a descubrir los «dones» de los que me rodean... Es una oración que ha de hacerse a menudo.
-Manteneos unidos los unos a los otros con afecto fraterno... Fraternidad... -Sed respetuosos, rivalizando en la estima mutua... Es el reconocimiento de los dones... -No frenéis el empuje de vuestra generosidad... dinamismo, empuje... -Dejad surgir el Espíritu... ¡Es extraordinaria esta fórmula audaz! -Manteneos siempre al servicio del Señor... Pablo nos lo dijo ya: «servidores». -Que la esperanza os mantenga alegres... Cuando viene la alegría, aceptarla. -En las tribulaciones sed enteros... No os rajéis. Aguantad. -Compartid... Que vuestra casa sea siempre acogedora... ¡Todo un programa!
-Bendecid a los que os persiguen. Desead el bien para ellos... No es nada fácil, Señor. -Alegraos con los que se alegran. Llorad con los que lloran... Adaptarse a los sentimientos de los demás: mantened relaciones interpersonales. -Estad de acuerdo entre vosotros... San Pablo es reiterativo ¡Las cosas no se arreglan en seguida! -No penséis en grandezas... No queráis dominar. Dejaos atraer por lo humilde... Así, las altas consideraciones doctrinales, teológicas. terminan en estos consejos sencillos y concretos que es preciso releer y a partir de los cuales hay que orar (Noel Quesson).
Se hace eco Pablo de ideas que había expresado en 1 Cor 12,8-10.28 y explica de nuevo diversos carismas con la imagen del cuerpo para resaltar su variedad en la unidad: cada uno coopera el bien de todos, a la vez ue busca su propio bien espiritual. “Después de haber hablado el apóstol de aquellos dones que no son comunes a todos, aquí enseña que la caridad es el don común a todos” (Santo Tomás de A.)

2. Sal 130. Decía Juan Pablo II: “Hemos escuchado sólo pocas palabras, cerca de treinta en el original hebreo del salmo 130. Sin embargo, son palabras intensas, que desarrollan un tema muy frecuente en toda la literatura religiosa: la infancia espiritual. De modo espontáneo el pensamiento se dirige inmediatamente a santa Teresa de Lisieux, a su "caminito", a su "permanecer pequeña" para "estar entre los brazos de Jesús". En efecto, en el centro del Salmo resalta la imagen de una madre con su hijo, signo del amor tierno y materno de Dios, como ya lo había presentado el profeta Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé (...). Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer" (11,1.4).
El Salmo comienza con la descripción de la actitud antitética a la de la infancia, la cual es consciente de su fragilidad, pero confía en la ayuda de los demás. En cambio, el Salmo habla de la ambición del corazón, la altanería de los ojos y "las grandezas y los prodigios" (v 1). Es la representación de la persona soberbia, descrita con términos hebreos que indican "altanería" y "exaltación", la actitud arrogante de quien mira a los demás con aires de superioridad, considerándolos inferiores a él. La gran tentación del soberbio, que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal (cf Gn 3,5), es firmemente rechazada por el orante, que opta por la confianza humilde y espontánea en el único Señor.
Así, se pasa a la inolvidable imagen del niño y de la madre. El texto original hebreo no habla de un niño recién nacido, sino más bien de un "niño destetado" (v 2). Ahora bien, es sabido que en el antiguo Próximo Oriente el destete oficial se realizaba alrededor de los tres años y se celebraba con una fiesta (cf Gn 21,8; 1 S 1,20-23; 2 M 7,27). El niño al que alude el salmista está vinculado a su madre por una relación ya más personal e íntima y, por tanto, no por el mero contacto físico y la necesidad de alimento. Se trata de un vínculo más consciente, aunque siempre inmediato y espontáneo. Esta es la parábola ideal de la verdadera "infancia" del espíritu, que no se abandona a Dios de modo ciego y automático, sino sereno y responsable.
En este punto, la profesión de confianza del orante se extiende a toda la comunidad: "Espere Israel en el Señor ahora y por siempre" (v 3). Ahora la esperanza brota en todo el pueblo, que recibe de Dios seguridad, vida y paz, y se mantiene en el presente y en el futuro, "ahora y por siempre". Es fácil continuar la oración utilizando otras frases del Salterio inspiradas en la misma confianza en Dios: "Desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios" (Sal 21,11). "Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá" (Sal 26,10). "Tú, Dios mío, eres mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías" (Sal 70,5-6).
Como hemos visto, a la confianza humilde se contrapone la soberbia. Un escritor cristiano de los siglos IV y V, Juan Casiano, advierte a los fieles de la gravedad de este vicio, que "destruye todas las virtudes en su conjunto y no sólo ataca a los mediocres y a los débiles, sino principalmente a los que han logrado cargos de responsabilidad con el uso de la fuerza". Y prosigue: "Por este motivo el bienaventurado David custodia con tanta circunspección su corazón, hasta el punto de que se atreve a proclamar ante Aquel a quien ciertamente no se ocultaban los secretos de su conciencia: "Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad". (...) Y, sin embargo, conociendo bien cuán difícil es también para los perfectos esa custodia, no presume de apoyarse únicamente en sus fuerzas, sino que suplica con oraciones al Señor que le ayude a evitar los dardos del enemigo y a no ser herido: "Que el pie del orgullo no me alcance" (Sal 35,12)". De modo análogo, un antiguo texto anónimo de los Padres del desierto nos ha transmitido esta declaración, que se hace eco del Salmo 130: "No he superado nunca mi rango para subir más arriba, ni me he turbado jamás en caso de humillación, porque todos mis pensamientos se reducían a pedir al Señor que me despojara del hombre viejo"”.
El Catecismo intenta explicar el misterio: “Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las "perfecciones" del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios: las de una madre (cf. Is 49,14-15; 66,13; Sal 131,2-3) y las de un padre y esposo (cf. Os 11,1-4; Jr 3,4-19)” (370).
“Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios” (239).
A cada uno, Dios nos ha concedido su Gracia, su Espíritu y los carismas necesarios para que contribuyamos a la construcción del Reino de Dios entre nosotros. Hemos de aceptar con amor el lugar que nos corresponde en la Iglesia y cumplir, sin envidias ni rivalidades, aquello que el Señor nos haya confiado. No seamos siervos inútiles en el cumplimiento de lo que nos corresponda llevar a cabo en la Evangelización, que el Señor nos ha confiado. No claudiquemos, no seamos mediocres ni miedosos ante los retos que la vida nos presenta, ni nos detengamos ante la persecución de los poderosos que quisieran apagar la voz de los profetas. Seamos fieles al Señor sabiendo que Él velará siempre de nosotros. Que esa sea parte de nuestra fe y de nuestra confianza en los brazos de Dios.

3.- Lc 14,15-24. Sigue el clima de una comida (¡la de cosas que pasaban en las comidas en las que participaba Jesús!). Esta vez propone Jesús la parábola de los invitados al banquete del Reino. La alusión debía ser muy clara: los del pueblo de Israel eran los que antes que nadie recibieron la invitación para el "banquete del Reino de Dios". Pero, cuando llegó la hora, rehusaron asistir, poniendo excusas: la compra de un campo o de unos bueyes, la boda reciente. Pero Dios no cierra la puerta del convite: invita a otros, los que los israelitas consideraban "pobres, lisiados, ciegos y cojos". Dios quiere "que se le llene la casa". Ya que no han querido los titulares de la invitación, que la aprovechen otros.
¿Son sólo los israelitas los ingratos, que no saben aprovechar la invitación y se autoexcluyen del banquete? Cada uno de nosotros debería hacerse un chequeo -una ecografía de intenciones y de corazón- para ver si mereceríamos también la queja de Jesús por no haber sabido aprovechar su invitación. Si nos invitaran a hacer penitencia o a un trabajo enorme, se podría entender la negativa. Pero nos invita a un banquete. A la felicidad, a la alegría, a la salvación. ¿Cómo es que no sabemos aprovechar esa inmensa suerte, mientras que otros, mucho menos favorecidos que nosotros, saben responder mejor a Dios? Cuando Lucas escribía este evangelio, ya se veía que Israel, al menos en su mayoría, había rechazado al Mesías, mientras que otros muchos, procedentes del paganismo, sí lo aceptaban. La Palabra de Dios que escuchamos, su perdón, su gracia, la fe que nos ha dado, la comunidad eclesial a la que pertenecemos, los sacramentos, la Eucaristía, el ejemplo de tantos Santos y Santas, el ejemplo también de tantas personas que nos estimulan con su fidelidad: ¿no estamos desperdiciando las invitaciones que nos envía continuamente Dios? ¿qué excusas esgrimo para no darme por enterado? ¿hago como los niños que no aceptaban ni la música alegre ni la triste? ¿o como los que no acogieron ni al Bautista, por austero, ni a Jesús, por demasiado humano? Cuando llegue la hora del banquete, Irán delante de nosotros Zaqueo, y la Magdalena, y el buen ladrón, y la adúltera: ellos no eran oficialmente tan buenos como nosotros, pero aceptaron agradecidos y gozosos la invitación de Jesús. En cada Eucaristía somos invitados a participar de este banquete sacramental, que es anticipo del definitivo del cielo: "dichosos los invitados a la cena del Señor" (en latín, "a la cena de bodas del Cordero"). Celebrar la Eucaristía debe ser el signo diario de que celebramos también todos los demás bienes que Dios nos ofrece (J. Aldazábal).
-Jesús estaba a la mesa. Uno de los comensales le dijo: "¡Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios!" Leeremos una serie de frases muy propias para cuando se está comiendo alrededor de la mesa. Con ellas tenemos un ejemplo de conversación de Jesús con los que le invitaban o con los que eran invitados con El. La hora de la comida es un momento importante de la vida humana. Los evangelios nos relatan muchas de las comidas de Jesús. Nuestras comidas de la tierra son una imagen y un anuncio del "banquete mesiánico" en el Reino de Dios. La eucaristía ha asumido ese simbolismo de la comida.
-Jesús dijo: "Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente. A la hora del banquete mandó al criado a decir a sus invitados: Venid que ya está preparado". Dios invita. Yo soy el invitado.
-Pero todos, en seguida, empezaron a excusarse. El primero dijo: He comprado un campo... otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes... otro dijo: Me acabo de casar, no puedo ir. ¿Cuáles son mis excusas habituales cuando rehúso la invitación de Dios? ¿Qué contrapongo a lo que Dios espera de mí? ¿Qué es lo que ocupa el lugar de Dios en mi vida?
-Entonces el dueño de la casa indignado dijo a su criado: sal corriendo a las calles y plazas de la ciudad y tráete a los "pobres", a los "lisiados", a los "ciegos" y a los "cojos". ¡Y la cosa vuelve a empezar! Decididamente Jesús está muy empeñado en favor de todos los desafortunados. ¡Ellos son los invitados a la "mesa de Dios"! Los ricos estaban embarazados en sus propiedades -"mi campo"-; sus asuntos -"mis bueyes"-; o su felicidad familiar -"mi esposa"-. Cuando se está satisfecho con lo que uno tiene, no se siente necesidad de nada más. ¡Ser pobre, estar insatisfecho! ¡Señor, que "mis asuntos" no me impidan estar disponible! Ayúdame a estar siempre a punto de responder a tus invitaciones.
-El criado dijo: "Señor, todavía queda sitio". El dueño le dijo: "Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa". ¡Qué amasijo más heteróclito! Cuando se miraron los unos a los otros, vieron un conjunto inverosímil de "lisiados, cojos, algunos con los ojos enfermos, pobres"... aumentado con los "transeúntes" recogidos tal cual por la calle, sin el traje adecuado. ¡Vaya festín elegante! Tal es la voluntad de Dios. Tal es la "comida" que Dios nos ofrece. Tal debería de ser la Iglesia; abierta a todos los desgraciados de la tierra, a todos los que sufren, y salvadora de todas las miserias. El mundo moderno no cree que sea siempre posible reunir gente de razas distintas, de todos los niveles sociales, de todas las mentalidades. Ciertamente, Jesús, en nombre mismo del Padre de todos esos hombres, nos pide aquí, una fraternidad muy difícil. Pero, para ese mundo desgarrado, es urgente que los cristianos tomen conciencia de la originalidad del evangelio y de las responsabilidades que supone el estar bautizados. Hoy a veces se pregunta ¿qué tienen los cristianos de más que los que no lo son", en qué "se diferencian": pues bien, la diferencia se halla ¡en esta exigencia extraordinaria de amor universal! (Noel Quesson).
Dios es como un rey que ha preparado las bodas de su hijo, con la fiebre característica de los días que preceden a esa fiesta. El Rey ha mandado a decir: "Ya está todo preparado para el festín". Pero aunque salga de la cocina un olor apetitoso y esté la mesa bien preparada y las lámparas encendidas y las flores llenando con su aroma la sala del banquete, falta lo esencial al festín: ¡los invitados, que no han venido; ¡imaginaos la gran mesa del rey sin convidados! Todos lo que él esperaba, los viejos amigos, los conocidos, los parientes, se han mostrado sordos a su invitación. Y Dios se encuentra solo, con la mesa puesta... ¿Va a apagar las lámparas? No. Dios manda a buscar a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos. Nadie está excluido de la fiesta: en la casa de Dios la mesa estará siempre puesta para todo el mundo.
Dios invita a las bodas de su Hijo con la humanidad. No va a casarle con una humanidad de ensueño, santa y pura. La novia ha mancillado su inocencia y se ha ensuciado en las peripecias de la historia. Lleva los estigmas de muchos amores adúlteros... El Hijo del Rey será un "mal casado": la novia no es digna de El, pensarán los invitados que se excusaron. Pero los pobres, los marginados, se alegraron: Dios no ha retrocedido ante el pecado. No alimenta espejismos acerca de la humanidad, y su cariño tiene unas veces los acentos del amor decepcionado; otras, los de los celos, la amenaza, la pasión loca. Pero Dios -y nada ni nadie podrá cambiarlo- mantiene su promesa increíble: "Te desposaré conmigo para siempre". Se sentarán a su mesa los Zaqueos, los Mateos, las Magdalenas, los ciegos de Siloé y los paralíticos de Cafarnaúm, las samaritanas y las adúlteras perdonadas. Dios celebrará las bodas de sangre entre su Hijo y la humanidad.
Dios invita al pueblo de Israel a participar en su pueblo, pero cuando estaba todo preparado y viene Jesús, el esposo… tiene que ir a los paganos, a los caminos… “Responsables ante Dios: Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su libre albedrío (Ecclo XV, 14). Esto no sucedería si no tuviese libre elección (Santo Tomás de Aquino). Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino de la lucha interior, que es empresa para toda la vida, porque mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad.
Nuestra fe cristiana, además, nos lleva a asegurar a todos un clima de libertad, comenzando por alejar cualquier tipo de engañosas coacciones en la presentación de la fe. Si somos arrastrados a Cristo, creemos sin querer; se usa entonces la violencia, no la libertad. Sin que uno quiera se puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar; puede, sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero sólo puede creer el que quiere (san Agustín). Y resulta evidente que, habiendo llegado a la edad de la razón, se requiere la libertad personal para entrar en la Iglesia, y para corresponder a las continuas llamadas que el Señor nos dirige.
En la parábola de los invitados a la cena, el padre de familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los caminos y cercados e impele -compelle intrare- a los que halles a que vengan. ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima libertad de cada conciencia?
Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto…, si alguno quiere venir en pos de mí… Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia El (san Agustín).
Cuando se respira ese ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud. El que peca contra Dios conserva el libre albedrío en cuanto a la libertad de coacción, pero lo ha perdido en cuanto a la libertad de culpa (santo Tomás de A.). Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad.
Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.
El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad -tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias- se emplea entera en aprender a hacer el bien.
Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados -cohibidos o envidiosos- en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo -si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos-, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana.
Nuestra fe no es una carga, ni una limitación. ¡Qué pobre idea de la verdad cristiana manifestaría quien razonase así! Al decidirnos por Dios, no perdemos nada, lo ganamos todo: quien a costa de su alma conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar (Mt 10,39).
Hemos sacado la carta que gana, el primer premio. Cuando algo nos impida ver esto con claridad, examinemos el interior de nuestra alma: quizá exista poca fe, poco trato personal con Dios, poca vida de oración. Hemos de rogar al Señor -a través de su Madre y Madre nuestra- que nos aumente su amor, que nos conceda probar la dulzura de su presencia; porque sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores (J. Escrivá de Balaguer)”
Hoy Dios sigue recorriendo las plazas. ¿Es verdad, entonces, que estamos invitados a la cena real de Dios, a las bodas del hijo del rey, a la mesa pascual? ¡No penséis en ello! ¡Más vale que busquéis un pretexto aparente para no acudir! ¡Ah, si la humanidad supiera la ambición de Dios sobre ella! Humanidad coja, lisiada, ciega; es a esa humanidad a la que Dios invita a las bodas, ¡no a una humanidad de ensueño! Y la alegría no será la exuberancia ficticia y sin futuro de las cenas de negocios y sin alma. La alegría será a la medida del asombro de encontrarse ahí en la sala de bodas, a pesar de nuestros defectos y de nuestras miserias (“Dios cada día, Sal Terrae”).
Dios sigue invitando sin cansarse. Junto a esta parábola fundamental de llamada, podemos enumerar otras que, aun sin tener la misma estructura, tocan el mismo argumento:
- Mt 20, 1-16: el reclutamiento de los obreros para la viña en distintas horas. Está el patrón que llama y después, al pagar el salario, mira más a su liberalidad que al trabajo realizado: el acento, pues, está en la magnanimidad del patrón y en la gracia de la llamada.
- Mt 21, 28-32: la breve parábola de los dos hijos (¡se usa poco porque es muy peligrosa!). Un hijo dice: Voy, y no va; el otro dice: No voy, y va. Son distintas respuestas a la llamada del padre que formula una invitación, una orden, una petición. ¿Quién escucha en realidad la llamada? El que de hecho va, no el que solamente dice sí.
Lc 14, 12-14: es un dicho sapiencial, pero que se cita por su afinidad con nuestro tema. Si nos colocamos de parte de quien invita y de su liberalidad, estamos en el cuadro de la llamada, de una llamada gratuita, que no espera ninguna recompensa: espera la respuesta, pero no para sacar provecho.
- Mt 13, 44-46: las parábolas del tesoro escondido y de la perla. El descubrimiento del tesoro y de la perla es una ocasión única, providencial, y responsabiliza ante una llamada: ¿qué hago ahora, cómo respondo? ¡Muévete, vende lo que tienes!
- Lc 14, 28-33: en este contexto yo añadiría la construcción de la torre y la guerra. Quien quiere construir una torre, debe primero hacer sus cuentas. Quien quiere hacer la guerra, tenga cuidado de no ir con pocos hombres. ¿Qué quiere decir? Que quien quiera seguir a Jesús tiene que renunciar a todo, tiene que hacer sus cuentas con la secuela. Son dos parábolas que indican la decisión total con que es necesario seguir la invitación de Jesús y, por tanto, ponen en parábola la narración histórica de la invitación del joven rico. El joven rico representa una típica escena de invitación con las condiciones de la secuela: "Ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres". Tiene un paralelo muy estrecho con el tesoro escondido en el campo, la perla preciosa, la construcción de la torre y la guerra. La llamada parte de un corazón gratuito, pero compromete al hombre en su totalidad, exige que lo deje todo. Por esto, el hombre se defiende instintivamente: me casé, compré campos, bueyes... Solamente acepta gustoso quien es pobre de espíritu: "Dichosos los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos".
- Lc 10,29-37: la parábola del buen samaritano: es una narración aparte, precisamente por su grandiosidad… el encuentro con el herido es una llamada, una ocasión de invitación. ¿Quieres ser prójimo? Uno responde que no, el otro también dice que no, y otro responde que sí. Y ser prójimo quiere decir olvidar el propio camino, dejar el propio camino, bajarse de la cabalgadura, ocuparse del hermano, tener misericordia. Aunque con distintas palabras, están presentes las condiciones de la secuela para vivir el mandamiento del amor.
Estas son las parábolas de la llamada: nueve en total.
CARACTERÍSTICAS DE LA INVITACIÓN: ¿Qué dicen las parábolas de la llamada? Partiendo de la más importante, la del banquete, enumero algunas características que nos ayuden a comprender mejor el pensamiento de Jesús:
1. El reino de Dios es festivo, precioso, alegre: en efecto, es semejante a un banquete, a un tesoro, a una perla maravillosa.
2. La entrada al banquete no es libre, se requiere una invitación. Un patrón llama, un rey invita; se coloca a los invitados ante una situación de responsabilidad, de elección. La invitación es un acto de gracia y quien invita quiere difundir su alegría, manifestarla, participarla.
3. La invitación es seria, empeñativa. El acento es muy fuerte sobre este aspecto. Es una invitación de amor que compromete la vida, que la empeña seriamente. Es evidente el salto de cualidad entre lo humano y lo divino. Una invitación humana se puede aceptar o rechazar. Si se rechaza, no hay ningún perjuicio serio; si se la acepta, no queda uno comprometido existencialmente. En cambio, Dios es tan misterioso, maravilloso, que, al invitar, compromete, y es un compromiso que cambia totalmente la vida, la transfigura, la hace nueva.
4. Quien rechaza la invitación es insensato e irrazonable. Quien no va al banquete del rey presenta pretextos, porque sabe que ofende al rey, sabe que se equivoca y, por tanto, no razona bien, se comporta como insensato.
5. Quien rechaza legitima su respuesta. El hombre tiende a legitimar su rechazo a la palabra de Dios, a su llamada. Aun cuando se trata de llamadas sencillas, que expresan el reino en los acontecimientos cotidianos, quien rechaza encuentra siempre excusas que parecen buenas. El hombre se avergüenza de decir: Dije no a la palabra de Dios. Prefiere más bien imputar su no a las circunstancias externas, a la inoportunidad del momento: Después, ahora no, hay una cosa importante por hacer... La parábola escruta aquí las profundidades tenebrosas de la sique que racionaliza siempre lo que hace para demostrar que por lo menos tenía alguna razón.
6. La invitación se hace libremente. Se necesita la invitación, porque la entrada no es libre, pero no está reservada a una élite: está dirigida a los pobres, a los tullidos, a los cojos, a todos. Ya lo vimos en la búsqueda de los perdidos y aquí lo vemos bajo el tema de la invitación: están invitados todos los desgraciados, los pobres, y no solamente los doctos, los sabios, los inteligentes, los nobles. La parábola parte de estos precisamente porque tiene un fondo humano, luego lo supera y revela que el rey, el amo quiere a todos, hasta a los más miserables.
No hay, pues, una Iglesia de élite, hay una Iglesia para todos indistintamente y la invitación se hace a la primera hora, a las horas intermedias y a la última hora, a todas las horas, en todos los tiempos.
Con liberalidad. El salario que el dueño de la viña da a los trabajadores de la última hora indica que, en el fondo, al dueño no le importaba tanto el trabajo, sino más bien que la persona respondiera y que se fuera contenta. Como ya lo decíamos, la liberalidad del dueño, la falta de la justicia distributiva nos crea siempre dificultades, cuando tenemos que explicar esta parábola.
7. La invitación exige obediencia y desapego. Es una característica que recuerda la del tercer punto: invitación seria y empeñativa. Pero aquí se profundiza: no basta decir sí con las palabras, y obedece el hijo que con las palabras había dicho que no, pero después va. Fuera del lenguaje parabólico está la palabra de Jesús: "No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre" (Mt 7,21). La invitación exige totalidad, porque quien encuentra el tesoro vende todo lo que tiene, para comprarlo, y el que encuentra la perla vende todo para comprarla. Exige seriedad, porque no se puede construir un casa sin seriedad, no se puede ir a la guerra sin la debida preparación. Responder a la invitación supone exigencias que tocan de lleno a la vida.
8. La invitación está a tu lado, imprevista, en la esquina de la calle. El samaritano no esperaba encontrar aquella invitación. A un cierto momento interviene la llamada: ¿Quieres ser prójimo, quieres amar al prójimo? Entonces tienes que hacer así y así, pues de lo contrario no amas al prójimo. No es sólo una invitación genérica a la fe: evidentemente también está este aspecto, pero se especifica en todas las situaciones de responsabilidad seria ante la que se pone la vida y que son oportunidades y al mismo tiempo posibilidades de fallar.
EL NEGOCIO DEL REINO: ¿Qué clase de personas tiene ante sí quien dice estas parábolas?
1. Personas que saben qué es un negocio, saben qué es una buena ocasión en la vida. Pero creen que "negocio" son sólo los asuntos cotidianos: dinero, casas, bienes de consumo, realidades de la vida común y corriente. Y creen que el negocio del reino no es tan importante. Es, pues, gente que tiene que ser sacudida, que debe comprender: Pongan mucha atención porque ustedes por los negocios pierden el "negocio", pierden el "chance" fundamental de su vida, la ocasión única e irrepetible de su plenitud humana, de su salvación. Es un auditorio que necesita quedar comprometido en el discurso parabólico: Estos hombres que rechazaron la invitación al banquete del rey son unos maleducados, se ¡equivocaron! ¿Y tú?
Hubieran podido perfectamente ir a ver los bueyes el día siguiente, sin preferir la compra de los animales a una invitación tan importante y tan gentil! ¿Y tú?
2. Personas que creen que la vocación cristiana es una cosa junto a otras, que se puede mezclar con las otras. La vocación no es para ellos "la cosa", el "negocio", que no sufre y no admite mezclas. De aquí la necesidad de insistir sobre la seriedad de las exigencias: la fe compromete toda la vida, a todo el hombre, a la persona en su totalidad: "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con todo el alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas".
El reino compromete al hombre en su totalidad y, a partir de esta intuición fundamental, se colocan las otras realidades. No basta un poco de religión, un poco de honestidad humana, la misa del domingo, un poco de oración, un poco de diversión, en el sentido de una medida.
Entonces comprendemos cuán actual es el público de las parábolas de la llamada ¡y cuán dentro está de nosotros! Nosotros somos los destinatarios de estas parábolas, debemos sentirnos comprometidos, porque fácilmente hay en nuestra vida y en nuestra jornada muchas cosas que no van con la seriedad de las exigencias de Jesús.
"Concédenos, Señor, comprender que somos nosotros, aquí, los destinatarios de estas parábolas y que el tema de la llamada es sobre todo para nosotros. Señor, tú que nos llamas, haznos conocer la seriedad, la univocidad, lo unívoco, la exigencia, la totalidad de la llamada bautismal y de esta llamada vocacional que no es sino la explicitación histórica, personal, ministerial de la llamada bautismal en la Iglesia".
LA INVITACIÓN A LAS BODAS: ¿Qué tiene en el corazón Jesús que habla, que narra las parábolas de la llamada? Me parece que pueden leer en su corazón sobre todo tres convicciones:
1. Quien habla así está convencido de que el Evangelio es una ocasión preciosísima para el hombre, no comparable con nada. Jesús está convencido de que el Evangelio y la adhesión al Evangelio, la fe, la justicia, la santidad que son consecuencias del mismo, son una oferta a la libertad del hombre que no debe dejar perder por ningún motivo, porque es el verdadero bien del hombre.
2. Quien habla así tiene un gran sentido de que Dios es todo para el hombre y, por tanto, a Dios que llama no se le puede decir que no. Jesús sabe que el Dios amor es quien hace al hombre, quien lo realiza, quien constituye su plenitud.
3. Hay otra verdad que me parece se deba leer en el corazón de Jesús, aunque no se la diga muy directamente en las parábolas, porque hablan sobre todo del Padre. Quien pronuncia estas parábolas tiene la autoridad divina y mesiánica para decir: ¡Sígueme!, ven detrás de mí. Y para poner las condiciones: el que viene detrás de mí y no reniega la propia vida no puede ser mi discípulo. En el ámbito de todo el Evangelio es claro que aquí Jesús es Mesías, Hijo del hombre e Hijo de Dios, Señor de la historia humana, capaz de llamar en la historia humana. Para nosotros hay algo más. Las parábolas presentan el tema del banquete y también del banquete nupcial, de las bodas; entonces tenemos que decir que en el contexto neotestamentario no solamente el Señor puede llamar y llama en la historia, me ha llamado y me llama, sino que es el Esposo que invita a las bodas, me invita a la intimidad: "He aquí que estoy a la puerta y llamo (...) el que me abre cenará conmigo y yo con él" (Ap 3,20).
"Concédenos, Señor, saberte leer así en mi vida y comprender ese "chance", esa ocasión providencial, formidable, que es para mi vida la llamada, la vocación, en la que se expresa tu apelación histórica, irrepetible y poderosa hacia mí, en el ámbito de la Iglesia y de su posibilidad de llamar".
MISIÓN Y ACCIÓN VOCACIONAL. Podemos sacar de la meditación dos consecuencias.
1. La primera es sobre la misión de la Iglesia y de cada uno en la Iglesia. ¿De dónde nace el impulso misionero que caracteriza a la Iglesia, que es parte esencial de la Iglesia?
a) En las personas nace, ante todo, del sentido de la preciosidad del "bonum fidei", del bien de la fe, de la certeza de que la fe vale más que cualquier otra cosa. Vale más que cualquier otra cosa para mí, y más que cualquier otra cosa para los demás. La fe es el bien supremo para mí y para los demás porque es fundamento y raíz de la salvación plena y total del hombre. El impulso misionero nace, pues, de la profundidad de la fe, de la viveza de la fe, de la alegría de la fe, de la fatiga de la fe, del sufrimiento por la fe. Es la proclamación de la fe.
b) En segundo lugar, considerando la fe en sí misma, no las personas, podemos decir que el impulso misionero nace del hecho de que siendo la fe un "bien", pide por su naturaleza misma ser difundido, sobre todo la fe vivida en la caridad, en el amor. Si la Iglesia es amor y amor que nace de la fe, este amor no puede menos de difundirse, no puede no comunicarse: la comunicatividad intrínseca de la fe como bien, si las personas la viven, es la que se convierte en ellos en deseo de comunicarla. Por eso la misma Iglesia, en cuanto comunidad de fe, es misionera, lugar abierto y difusivo. Una comunidad cristiana no puede contentarse con decir: a nosotros se nos ha dado el don de la fe y por esto ¡demos gracias al Señor! Si es verdadera comunidad cristiana tiene que vivir la necesidad de difundir siempre la fe, en todas partes, en todo.
Ya antes del Vaticano II, Pío XI, en su encíclica sobre las misiones, escribía: "Para todos los que, por gran don misericordioso de Dios, tienen la fe, y no hay obra de caridad más agradable a Dios y obra de amor más insigne para con el prójimo, ni hay deber más grave y urgente que el de propagar el don de la fe según sus propias fuerzas". Propagar la fe es el primer deber del cristianismo, es la caridad más grande; todas las otras obras de caridad están unidas y subordinadas a esta obra suma. Entonces nosotros somos tanto más misioneros, cuanto más profunda es nuestra fe, cuanto está más radicada en nosotros y expresada en el amor. Profundidad de la fe no quiere decir necesariamente fe pacífica o fe que no nos pone problemas: más bien quiere decir lucha por la fe, amor por la fe, oscuridad en la fe, desierto de la fe, desierto en donde el hombre siente cada vez más que la fe es su salvación, su plenitud, la totalidad de sí, y se hace incapaz de definirse sin ella.
2. La segunda consecuencia es sobre la actividad vocacional. ¿De dónde nace el impulso vocacional? Como para la fe, nace de la conciencia profunda, personal y comunitaria, que es el bien supremo, en el que se realiza para cada uno el don de la fe. Se realiza para mí y para los demás. El impulso vocacional no tiene, pues, nada que ver con el sentido de propaganda humana, con el sentido de ambición de aumentar el número de los miembros de la Congregación, con el deseo de no morir solos, sino viendo el rostro de nuevos hermanos de religión. Lo que vale es la vocación para mí, es el lugar en donde he encontrado la plenitud de la cruz y de la vida y por este deseo que valga para los demás. Entonces la vocación se propondrá como bien sumo, a la luz de Dios, no como empujón, como trampa (ven y verás que te vas a encontrar bien, que hay muchas cosas que te gustarán...). Tal vez podemos responder a la pregunta tan frecuente hoy: ¿Por qué hay pocas vocaciones? Evidentemente porque hay quien se va a casar, quien ha comprado un campo, quien tiene que ir a ver los bueyes: por tanto, la excusa, la legitimación, el rechazo por parte de quien recibe la llamada. Y también, quizás, porque la llamada es flaca, débil. Hay estos dos elementos. No basta decir que los jóvenes son poco generosos. Hay que añadir que, tal vez, nuestra vida -religiosa y sacerdotal- no se vive con alegría, con el entusiasmo y con la plenitud del amor a la cruz, con la totalidad de la donación, con la luminosidad del ejemplo, con la fuerza de la unidad y del amor, con la convicción de que en la comunidad uno se santifica realmente.
Reflexionemos seriamente y pidámosle al Señor que sepamos traducir para nosotros, para mí, la parábola de la llamada. No debemos temer preguntarnos: ¿Por qué mi llamada es débil? Cumplo bien con mi deber, trato de servir con generosidad y, sin embargo, me siento incómodo al tener que llamar a otros: ¿por qué? Si ponemos toda nuestra buena voluntad para aclarar en nosotros todos estos motivos, el Señor nos concederá una luz nueva para nosotros y para los demás (Carlo M. Martini).
La comida, la cena festiva, es en todas las culturas uno de los símbolos más grandes de unidad comunitaria y familiar. En la cultura semita era símbolo de la máxima comunión. Participar de la mesa de otra persona comprometía a los invitados con el oferente de la cena. Jesús aprovecha este valor cultural para resaltar los valores del Reino. Pues, éste no es una realidad ajena a nuestra cotidianidad, al devenir histórico, a los valores humanos. El Reino de Dios es precisamente la máxima realización de los ideales humanos de fraternidad, solidaridad y justicia. Y, precisamente, en la comida comunitaria se viven los signos que muestran como posible o realizable el Reino entre los seres humanos. La parábola del banquete del Reino muestra cómo los que están empeñados exclusivamente en sus negocios ("Compré un campo y es necesario que me disculpes"), en el frenesí de su trabajo ("Compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas") o en la exclusividad del círculo familiar, no pueden entrar a participar plena y gozosamente en la vida comunitaria. Ésta exige, una disponibilidad generosa y la aspiración de construir algo más grande que los pequeños negocios y trabajos familiares. Por estas razones, aquellos que están empeñados en sus propias preocupaciones sin mirar el horizonte de los pueblos, sin valorar las utopías históricas no están aptos para participar del banquete del Reino. Éste necesita de una apertura a todos los seres humanos y a todos los ideales de humanización. Por esto, los invitados son aquellos que realmente tienen esperanza histórica y confían en que pueden construir la nueva casa del Señor. Ésta es un proyecto alternativo, un mundo donde no hay excluidos y donde lo importante no es la productividad ni el lucro, sino la máxima expresión de la creación: el ser humano (servicio bíblico latinoamericano).
Dios, por medio de su Hijo Jesús, se acerca como Salvador a todo hombre de buena voluntad. Muchos le han aceptado; pero muchos también lo han rechazado. En verdad que los publicanos y las prostitutas se han adelantado a muchos en el Reino de los cielos. Por eso, hemos de reflexionar con seriedad acerca de la sinceridad no sólo con que le damos culto a Dios, sino de nuestra respuesta vital a Él, siendo fieles a su Palabra y a su invitación a ir tras de Él cargando nuestra propia cruz. A quienes se nos confió el anuncio del Evangelio, no podemos vivir tranquilos porque algunos han dado su respuesta de fe a Dios y perseveran en ella, renovando día a día su Vida en el Espíritu de Dios. Hemos de abrir los ojos ante tantos que viven lejos del Señor y de la salvación que Él nos ofrece y no darnos descanso hasta que Cristo logre, por medio de su Iglesia, que todos participen de su Banquete, mediante el cual quiere hacer una alianza de amor, nueva y eterna con todos y cada uno de nosotros.
Cristo Jesús nos invita a participar de su Banquete Eucarístico mediante el cual Él continúa comunicándonos su Vida y su Espíritu. Él no se fija en nuestras pobrezas y limitaciones, sino sólo en que no rechacemos la invitación que nos hace. Si acudimos a su llamado, su Palabra nos santifica; su Muerte en la cruz nos purifica de nuestros pecados, y su gloriosa Resurrección nos da nueva vida. Entrar en comunión de vida con el Señor nos hace participar de su amor salvífico, que nos impulsa a vivir como criaturas nuevas, revestidas de Cristo y liberados de la carga de nuestros pecados. Permitámosle al Señor que por medio de su Eucaristía nos haga vivir unidos a Él y, fortalecidos con su Espíritu, nos convierta en miembros, no inútiles, sino activos en su Iglesia, capaces de esforzarnos continuamente por hacer el bien a todos.
Alimentados de Cristo, unidos a Él, seamos portadores de su vida para todos. No hagamos de nuestro trabajo un esfuerzo de grupos cerrados. No tengamos una Iglesia "de los nuestros", "de nuestro grupo". Abramos los ojos ante quienes viven entre necesidades y angustias, limitaciones y pobrezas; interesémonos por ellos en la misma forma en que en un cuerpo los miembros se preocupan unos de otros. Tratemos así hacer de la Iglesia una comunidad de hermanos, unidos por el amor. Entonces podremos alimentar la fe, la esperanza y el amor de todos los hombres; entonces, rompiendo nuestros grupos cerrados, saldremos a los cruces del camino para hacer llegar la salvación a todos, incluso a quienes han sido despreciados a causa de su pobreza, de sus limitaciones, de su cultura o de su edad avanzada. Cristo nos ha llamado para hacernos comprender que Él ha sido enviado a todos sin excepción, para que, quienes creemos en Él sepamos que hemos sido enviados para continuar su obra de salvación en la misma forma en que Él la realizó en favor de todos los hombres (www.homiliacatolica.com).

domingo, 30 de octubre de 2011

Domingo 31, ciclo A: como niños en manos de su padre, estamos en manos de Dios nuestro Padre. Pero para esto hace falta humildad y amor: “El que se en

Domingo 31, ciclo A: como niños en manos de su padre, estamos en manos de Dios nuestro Padre. Pero para esto hace falta humildad y amor: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
1. Lectura del Profeta Malaquías 1,14b-2, 2b. 8-10.
Yo soy el Rey soberano, dice el Señor de los ejércitos; / mi nombre es temido entre las naciones. // Y ahora os toca a vosotros, sacerdotes: / Si no obedecéis y no os proponéis / dar la gloria a mi nombre, / -dice el Señor de los ejércitos- / os enviaré mi maldición.
Os apartasteis del camino, / habéis hecho tropezar a muchos en la Ley, / habéis invalidado mi alianza con Leví / -dice el Señor de los ejércitos.
Pues yo os haré despreciables / y viles ante el pueblo, / por no haber guardado mis caminos / y porque os fijáis en las personas / al aplicar la ley.
¿No tenemos todos un solo Padre? / ¿No nos creó el mismo Señor? / ¿Por qué, pues, el hombre / despoja a su prójimo / profanando la alianza de nuestros padres?
2. Sal 130, 1. 2. 3: Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor.
Señor, mi corazón no es ambicioso, / ni mis ojos altaneros; / no pretendo grandezas / que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos, / como un niño en brazos de su madre. / Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor. / Espere Israel en el Señor, ahora y por siempre.
3. Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 2,7b-9.13.
Hermanos: Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos.
Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor.
Recordad, si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios.
También, por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a Dios porque al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes.
4. Lectura del santo Evangelio según San Mateo 23,1-12.
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos diciendo: -En la cátedra de Moisés se han asentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.
Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros; pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencia por la calle y que la gente los llame «maestro».
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro padre, el del cielo.
No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, Cristo.
El primero entre vosotros será vuestro servidor.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Comentario: Yo tengo la impresión de que demasiado frecuentemente nosotros obligamos a los otros a caminar inclinados. Casi aplastados bajo el peso de lo que esperamos de ellos. Todos esperamos algo del prójimo. Todos nos sentimos con derecho a estar descontentos de los hermanos, porque traicionan nuestras legítimas esperanzas. Y, por parte nuestra, no esperamos nunca nada de nosotros mismos. ¡Pretendemos tan poco de nosotros mismos! (...). Por eso la vida se convierte en ímproba tarea para muchos en la comunidad. Los pesos no están equitativamente distribuidos. Hay quien lleva el peso y quien... lo distribuye. Quien ordena y quien curva la espalda. La mayor parte de las personas deben cargarse con el fardo de NUESTRAS pretensiones y NUESTRAS exigencias (Alessandro Pronzato).
1. Ml 1. 14b-2. 2b/8-18. Después de la reconstrucción del Templo de Jerusalén (a. 516; Esd 5. 6) y la restauración del culto, Malaquías censura de nuevo la corrupción religiosa. La reforma había durado muy poco. El profeta critica en primer lugar el comportamiento de los fieles que ofrecen menos de lo que prometen (1. 14a). Seguidamente, alza su voz contra los sacerdotes. Ellos habían sido objeto de una bendición especial de Dios (Dt 33. 11; cf. Ex 32. 29) y a ellos les había sido confiada la misión de bendecir al pueblo (Nm 6. 22). Pero ahora, todos sus privilegios se convierten en motivo especial de maldición divina, de la que sólo podrán escapar si corrigen su conducta negligente.
v. 8:Pues esta generación de sacerdotes vive en desacuerdo con la Ley de Dios y descuida su enseñanza al pueblo. Su pereza es la causa de que el pueblo desconozca la Ley y se aparte del camino recto, de la religión agradable a Dios. De esta manera invalidan con su conducta la alianza especial que hizo el Señor con la tribu de Leví, la tribu sacerdotal.
v. 9:Si los sacerdotes desprecian la Ley de Dios y no cumplen con su deber de enseñarla al pueblo (cf. Ex 24. 7; Dt 33. 10; Ez 44. 33), merecen ser igualmente despreciados por el pueblo. El comportamiento de los sacerdotes se manifiesta también en la arbitrariedad que practican al aplicar la Ley y en la aceptación de personas.
v. 10:Yahvé es el Creador (Is 43. 1 y 15) y Padre (Ex 4. 22; Jr 31. 20) de Israel. Pues es el autor de la Alianza en el Sinaí, por la que Israel llegó a ser como una comunidad sociológica y religiosa cuyos miembros deben tratarse como hermanos. La fidelidad a Dios es el fundamento del respeto y el amor entre los israelitas. La explotación del hombre por el hombre, la arbitrariedad y la injusticia, es una profanación de la Alianza y lleva consigo el desprestigio de quienes debieran respetarla en primer lugar: los sacerdotes (Eucaristía 1978/51).
2. Salmo 36,3,20. Juan Pablo II nos habló de cómo Jesucristo "se despojó de sí mismo": “Aquí tenéis al hombre (Jn 19, 5). Hemos recordado en la catequesis anterior estas palabras que pronunció Pilato al presentar a Jesús a los sumos sacerdotes y a los guardias, después de haberlo hecho flagelar y antes de pronunciar la condena definitiva a la muerte de cruz. Jesús, llagado, coronado de espinas, vestido con un manto de púrpura, escarnecido y abofeteado por los soldados, cercano ya a la muerte, es el emblema de la humanidad sufriente.
"Aquí tenéis al hombre". Esta expresión encierra en cierto sentido toda la verdad sobre Cristo verdadero hombre: sobre Aquél que se ha hecho "en todo semejante a nosotros excepto en el pecado"; sobre Aquél que "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (cf. Gaudium et spes, 22). Lo llamaron "amigo de publicanos y pecadores". Y justamente como víctima por el pecado se hace solidario con todos, incluso con los "pecadores", hasta la muerte de cruz. Pero precisamente en esta condición de víctima, a la que Jesús está reducido, resalta un último aspecto de su humanidad, que debe ser aceptado y meditado profundamente a la luz del misterio de su "despojamiento" (Kenosis). Según San Pablo, Él, "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 6-8).
El texto paulino de la Carta a los Filipenses nos introduce en el misterio de la "Kenosis" de Cristo. Para expresar esto misterio, el Apóstol utiliza primero la palabra "se despojó", y ésta se refiere sobre todo a la realidad de la Encarnación: "la Palabra se hizo carne" (Jn 1, 14). ¡Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios! La verdad sobre Cristo-hombre debe considerarse siempre en relación a Dios-Hijo. Precisamente esta referencia permanente la señala el texto de Pablo. "Se despojó de sí mismo" no significa en ningún modo que cesó de ser Dios: ¡sería un absurdo! Por el contrario significa, como se expresa de modo perspicaz el Apóstol, que "no retuvo ávidamente el ser "igual a Dios", sino que "siendo de condición divina" ("in forma Dei") —como verdadero Dios-Hijo—, Él asumió una naturaleza humana privada de gloria, sometida al sufrimiento y a la muerte, en la cual poder vivir la obediencia al Padre hasta el extremo sacrificio.
En este contexto, el hacerse semejante a los hombres comportó una renuncia voluntaria, que se extendió incluso a los "privilegios" que Él habría podido gozar como hombre. Efectivamente, asumió "la condición de siervo". No quiso pertenecer a las categorías de los poderosos, quiso ser como el que sirve: pues, "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mc 10, 45).
De hecho, vemos en los Evangelios que la vida terrena de Cristo estuvo marcada desde el comienzo con el sello de la pobreza. Esto se pone de relieve ya en la narración del nacimiento, cuando el Evangelista Lucas hace notar que "no tenían sitio (María y José) en el alojamiento" y que Jesús fue dado a luz en un establo y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 7). Por Mateo sabemos que ya en los primeros meses de su vida experimentó la suerte del prófugo (cf. Mt 2, 13-15). La vida escondida en Nazaret se desarrolló en condiciones extremadamente modestas, las de una familia cuyo jefe era un carpintero (cf. Mt 13, 55), y en el mismo oficio trabajaba Jesús con su padre putativo (cf. Mc 6, 3). Cuando comenzó su enseñanza, una extrema pobreza siguió acompañándolo, como atestigua de algún modo Él mismo refiriéndose a la precariedad de sus condiciones de vida, impuestas por su ministerio de evangelización. "Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Lc 9, 58).
La misión mesiánica de Jesús encontró desde el principio objeciones e incomprensiones, a pesar de los "signos" que realizaba. Estaba bajo observación y era perseguido por los que ejercían el poder y tenían influencia sobre el pueblo. Por último, fue acusado, condenado y crucificado: la más infamante de todas las clases de penas de muerte, que se aplicaba sólo en los casos de crímenes de extrema gravedad especialmente, a los que no eran ciudadanos romanos y a los esclavos. También por esto se puede decir con el Apóstol que Cristo asumió, literalmente, la "condición de siervo" (Fil 2, 7).
Con este "despojamiento de sí mismo", que caracteriza profundamente la verdad sobre Cristo verdadero hombre, podemos decir que se restablece la verdad del hombre universal: se restablece y se "repara". Efectivamente, cuando leemos que el Hijo "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios", no podemos dejar de percibir en estas palabras una alusión a la primera y originaria tentación a la que el hombre y la mujer cedieron "en el principio": "seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (Gén 3, 5). El hombre había caído en la tentación para ser "igual a Dios", aunque era sólo una criatura. Aquél que es Dios-Hijo, "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios" y al hacerse hombre "se despojó de sí mismo", rehabilitando con esta opción a todo hombre, por pobre y despojado que sea en su dignidad originaria.
Pero para expresar este misterio de la "Kenosis" de Cristo, San Pablo utiliza también otra palabra: "se humilló a sí mismo". Esta palabra la inserta él en el contexto de la realidad de la redención. Efectivamente, escribe que Jesucristo "se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 8). Aquí se describe la "Kenosis" de Cristo en su dimensión definitiva. Desde el punto de vista humano es la dimensión del despojamiento mediante la pasión y la muerte infamante. Desde el punto de vista divino es la redención que realiza el amor misericordioso del Padre por medio del Hijo que obedeció voluntariamente por amor al Padre y a los hombres a los que tenía que salvar. En ese momento se produjo un nuevo comienzo de la gloria de Dios en la historia del hombre: la gloria de Cristo, su Hijo hecho hombre. En efecto, el texto paulino dice: "Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre" (Fil 2, 9).
He aquí cómo comenta San Atanasio este texto de la Carta a los Filipenses: "Esta expresión le exaltó, no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo: en efecto, este último ha sido y será siempre igual a Dios. Por el contrario, quiere indicar la exaltación de la naturaleza humana. Por tanto estas palabras no fueron pronunciadas sino después de la Encarnación del Verbo para que apareciese claro que términos como humillado y exaltado se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es humilde es susceptible de ser ensalzado" (Atanasio, Adversus Arianos Oratio I, 41). Aquí añadiremos solamente que toda la naturaleza humana —toda la humanidad— humillada en la condición penosa a la que la redujo el pecado, halla en la exaltación de Cristo-hombre la fuente de su nueva gloria.
No podemos terminar sin hacer una última alusión al hecho de que Jesús ordinariamente habló de sí mismo como del "Hijo del hombre" (por ejemplo Mc 2, 10. 28; 14, 67; Mt 8, 20; 16, 27; 24, 27; Lc 9, 22; 11, 30; Jn 1, 51; 8, 28; 13, 31, etc.). Esta expresión, según la sensibilidad del lenguaje común de entonces, podía indicar también que Él es verdadero hombre como todos los demás seres humanos y, sin duda, contiene la referencia a su real humanidad.
Sin embargo el significado estrictamente bíblico, también en este caso, se debe establecer teniendo en cuenta el contexto histórico resultante de la tradición de Israel, expresada e influenciada por la profecía de Daniel que da origen a esa formulación de un concepto mesiánico (cf. Dn 7, 13-14). "Hijo del hombre" en este contexto no significa sólo un hombre común perteneciente al género humano, sino que se refiere a un personaje que recibirá de Dios una dominación universal y que transciende cada uno de los tiempos históricos, en la era escatológica.
En la boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas la fórmula está por tanto cargada de un sentido pleno que abarca lo divino y lo humano, cielo y tierra, historia y escatología, como el mismo Jesús nos hace comprender cuando, testimoniando ante Caifás que era Hijo de Dios, predice con fuerza: "a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo" (Mt 26, 64). En el Hijo del hombre está por consiguiente inmanente el poder y la gloria de Dios. Nos hallamos nuevamente ante el único Hombre-Dios, verdadero Hombre y verdadero Dios. La catequesis nos lleva continuamente a Él para que creamos y, creyendo, oremos y adoremos.
3. 1 Ts 2. 7b-9/13: Su predicación quedaba así a salvo de toda sospecha de lucro. Pablo acepta de buen grado las fatigas de un trabajo necesario para subsistir sin ser gravoso a los tesalonicenses.
Durante su estancia en Tesalónica, Pablo recibió por dos veces ayuda de la comunidad cristiana de Filipos (Flp 4. 16); si aquí no hace mención de este asunto, es para que no creyeran que les echaba en cara ninguna desatención por su parte.
v. 13: La conducta del Apóstol y sus colaboradores contribuyó sin duda alguna a que su predicación fuera aceptada en Tesalónica como Palabra de Dios y no como simple palabra humana (cf. Ga 6. 6; 2 Co 12. 13). Pablo da gracias a Dios por la fe de los tesalonicenses (Eucaristía 1978/51).
Es interesante que el primer escrito que se nos conserva del Apóstol lo personal tenga tanta importancia. Naturalmente es personal integrado en lo apostólico, pero las dos cosas a la vez. Es importante tener en cuenta esta faceta para no hacer de la actividad apostólica algo deshumanizado. Destaca aquí la ternura de Pablo hacia esta comunidad, una de las primeras fundadas por él en suelo europeo. Y ternura que no le impide actividad práctica para no ser gravoso a nadie.
En esta primera sección (2, 7b-9) de la lectura es importante notar los rasgos del apóstol Pablo en su relación con su comunidad: relación personal, no profesional, cariño individualizado a las personas, deseos de no gravar a nadie con su vida apostólica, sino trabajo personal para evitarlo. Apóstol, pues, humano y serio.

En el v. 13 un recuerdo de que su actividad no es puramente humana, sino también inspirada por Dios. Conciencia de no ser simple deseo de Pablo de Tarso, sino de estar movido por el Espíritu. Y eso no simplemente porque él lo diga así, sino porque los tesalonicenses lo han aceptado de ese modo.
Es un ejemplo para el apóstol actual. No avergonzarse de lo humano en el ministerio, de los sentimientos personales. Ni tampoco del trabajo. Se puede vivir del altar, pero también se puede vivir de otro modo y ser más libres (Federico Pastor).
4. Evangelio: El discípulo de Jesús -porque es consciente de su debilidad y de la única y total soberanía de Dios y de su enviado JC- ha de evitar las grandes tentaciones que el Maestro denuncia en los fariseos: decir y no hacer; ser maestros insoportables de los demás, con ostentación; buscar el ser servidos en lugar de servir.
Este pasaje sirve de preámbulo a las maldiciones de los escribas y de los fariseos (Mt 23, 12-32). Jesús presenta a sus adversarios ya desde el primer versículo: ocupan indebidamente la cátedra de Moisés, ya que la ley preveía que la enseñanza y la interpretación de la Palabra de Dios sería reservada solo a los sacerdotes (Dt 17, 8-12); 31, 9-10; Miq 3, 11: Mal 2, 7-10). Al usurpar esa función, los escribas han introducido un profundo y grave cambio en la religión, han sustituido la fe en la Palabra por un método intelectualista y la obediencia al designio de Dios por el juridicismo y la casuística. Al maldecir a los escribas, Cristo rechaza una religión tan humana.
El colmo es que los escribas hipócritas usurpan el lugar de Dios atribuyéndose un poder que no merecen (vv. 8-10; cf. Mt 15, 3-14). En lugar de conducir el corazón de cada cual al encuentro personal con Dios, en el plano íntimo de la decisión y de la libertad, hacen que toda la atención recaiga sobre los argumentos, las conclusiones y los reglamentos demasiado humanos para que puedan ser signos de Dios.
La hipocresía denunciada por Jesús continúa siendo una tentación a todo lo largo de la historia de la Iglesia.
Tentación sutil que se encuentra en los sacerdotes con relación a los laicos, pero sobre todo en los bautizados con relación a los demás hombres. El Evangelio de este día puede ayudarnos a superarla.
Lo importante es que la Iglesia no se tome nunca como la realidad definitiva. La Iglesia es el anuncio de un Reino futuro, pero no es todavía este Reino. Por tanto, no puede situarse en el centro de su predicación porque a donde el mundo debe tender no es hacia ella, sino hacia el Reino. Con esta condición, la Iglesia no cargará a sus fieles con pesos insoportables, sino que estará en tensión hacia un futuro que hay que realizar. La Iglesia debe huir de toda vanidad, y sus responsables evitarán recurrir a los medios con que los hombres intentan espontáneamente llegar al poder: intrigas diplomáticas, influencias políticas, títulos honoríficos, etc.
La Iglesia debe saber en todo momento que está hecha para servir. Una Iglesia que olvida su propio pecado se hace automáticamente dura de corazón, imbuida de su propia justicia, anunciadora de infelicidad y de catástrofe; ya no merece ni la misericordia de Dios ni la confianza de los hombres y pueden aplicársele al pie de la letra las maldiciones dirigidas contra los escribas orgullosos. La Iglesia sabe, por el contrario, que la frontera del bien y del mal pasa por el corazón de cada uno de sus miembros, que su fe es crepuscular y que, de todas maneras, el perdón de Dios es lo único que mantiene su existencia (Maertens-Frisque).
“De acuerdo con la palabra del Señor, en la Iglesia tenemos dos clases de hombres: buenos y malos. ¿Qué dicen los buenos cuando predican?: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 4,16). ¿Qué dice la Escritura de los buenos?: Sed ejemplo para los fieles (1 Tim 4,12). Esto me esfuerzo por ser; qué sea en realidad, lo sabe aquel ante quien gimo.
Respecto a los malos se dijo otra cosa: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos; haced lo que dicen, pero no lo que hacen” (Mi 23,2.3). Estás viendo cómo en la cátedra de Moisés, de la que es sucesora la cátedra de Cristo, se sientan también malos; y, sin embargo, enseñando el bien, no perjudican a los oyentes. ¿Por qué abandonaste la cátedra por la presencia de los malos? Vuelve a la paz, regresa a la concordia, que no te molesta. Si enseño el bien y obro el bien, imítame; si por el contrario, no cumplo lo que enseño, tienes el consejo del Señor: haz lo que enseño, mas no lo que yo hago; en todo caso, nunca abandones la cátedra católica.
He aquí que en el nombre del Señor, he de marcharme, y ellos han de seguir hablando. ¿Se acabará alguna vez? Ya de entrada, desentendeos de mi defensa personal. Nada les digáis al respecto; respondedles más bien, hermanos, sobre lo referente al punto que nos separa: «El obispo Agustín está dentro de la Iglesia católica, lleva su propia carga, y de ella ha de dar cuenta a Dios. Sé que está entre los buenos; si es malo, él lo sabrá; y aunque sea bueno, no tengo en él mi esperanza. Esto he aprendido ante todo en la Iglesia católica: a no poner mi esperanza en hombre alguno. Es muy comprensible que vosotros, que habéis puesto vuestra esperanza en los hombres, dirijáis vuestros reproches al hombre». Si me acusan a mí, despreciad también vosotros tales acusaciones. Conozco el lugar que ocupo en vuestro corazón, porque conozco el que ocupáis vosotros en el mío. No luchéis contra ellos por causa mía. Pasad de todo lo que os digan sobre mí, no sea que esforzándoos en defender mi causa, abandonéis la vuestra.
Tal es su obrar astuto: no queriendo y temiendo que hablemos de la causa que representan, nos ponen ante nosotros otras cosas para apartarnos de ello; de esta forma, mientras nos defendemos nosotros, dejamos de acusarles a ellos. En verdad, tú me llamas malo; yo puedo añadir innumerables cosas más; quita eso de en medio, deja mi caso personal, céntrate en el asunto de fondo, mira por la causa de la Iglesia, considera dónde estás. Recibe hambriento la verdad te venga de donde te venga, no sea que jamás llegue el pan a tu mano, por pasar el tiempo reprochando, lleno de fastidio y calumniando al recipiente que lo contiene.Lluciá Pou

jueves, 27 de octubre de 2011

Viernes 30 semana tiempo ordinario. San Lucas 14,1-6: “Quisiera ser un proscrito por el bien de más hermanos”: Pablo está dispuesto a todo para salvar

Viernes 30 semana tiempo ordinario.
San Lucas 14,1-6:
“Quisiera ser un proscrito por el bien de más hermanos”: Pablo está
dispuesto a todo para salvar a todos. Jesús nos enseña a “quemarnos”
por caridad, pues Él lo ha dado todo por nosotros: no poner la
reputación o las reglas por encima del amor
Autor: Padre Llucià Pou Sabaté


Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 9,1-5. Hermanos: Digo la
verdad en Cristo; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me
asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante en mi
corazón, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la
carne, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo. Ellos
descienden de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia
de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas. Suyos son los
patriarcas, de quienes, según la carne, nació el Mesías, el que está
por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén.
Salmo 147,12-13.14-15.19-20. R. Glorifica al Señor, Jerusalén.

Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión: que ha reforzado
los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.

Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía
su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz.

Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con
ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos.

Evangelio según san Lucas 14,1-6. Un sábado, entró Jesús en casa de
uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban
espiando. Se encontró delante un hombre enfermo de hidropesía y,
dirigiéndose a los maestros de la Ley y fariseos, preguntó: -«¿Es
lícito curar los sábados, o no?» Ellos se quedaron callados. Jesús,
tocando al enfermo, lo curó y lo despidió. Y a ellos les dijo: -«Si a
uno de vosotros se le cae al pozo el hijo o el buey, ¿no lo saca en
seguida, aunque sea sábado?» Y se quedaron sin respuesta.

Comentario: 1.- Rm 9,1-5 (ver domingo 19 A). Después del capítulo
octavo, sobre la vida en el Espíritu, Pablo dedica tres, del noveno al
undécimo, a manifestar el dolor que siente por la obstinación de su
pueblo Israel y a reflexionar sobre su futuro. Él se siente judío y
desearía que todos sus "hermanos de raza y sangre", hubieran aceptado
a Cristo, como él lo ha hecho. Pero no es así. La mayoría del pueblo
elegido se ha quedado fuera de la Iglesia cristiana: "siento una gran
pena y un dolor incesante". Reconoce Pablo que Israel tiene valores
muy ricos que ha dejado en herencia a la Iglesia: "la presencia de
Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas". De ese pueblo ha
nacido el Mestas, Jesús. ¿Cómo puede ser que no le hayan aceptado?

Ha sido siempre un interrogante la situación de Israel en relación con
la fe. El mismo Jesús lloró sobre Jerusalén, previendo su ruina. Había
intentado, como nos dice en el evangelio (lo leíamos ayer), "recoger a
sus hijos como la gallina protege bajo sus alas a sus polluelos", y no
han querido. Igualmente fracasó la comunidad primera: fueron
perseguidos y se tuvieron que dispersar fuera de Palestina. Pablo,
allí donde iba, predicaba primero en las sinagogas, a los judíos, los
herederos primeros de la promesa, y sólo cuando allí era rechazado
pasaba a predicar a los paganos. Nosotros miramos con respeto este
misterio de obstinación. Jesús nació en el pueblo judío, de familia
judía, descendiente de la casa de David. Sus primeros seguidores -toda
la "plana mayor" de la primera comunidad- eran judíos. Creyeron en él
bastantes, pero la mayoría le rechazó. Respetamos su sensibilidad y
les estamos agradecidos por la herencia que nos han dejado: los
salmos, su capacidad de oración, su veneración por la Palabra, los
libros inspirados del Antiguo Testamento, sus fiestas, las grandes
categorías de la alianza, del memorial o de la asamblea. Pero nos
duele, como a Pablo, que el pueblo judío no haya aceptado a Jesús como
el Mesías esperado. También experimentamos dolor por la increencia de
muchos, en la sociedad de hoy, por la pérdida de la fe y de los
valores cristianos. ¡Cuántos padres, religiosos y educadores, están
sufriendo por esta situación de frialdad de la fe en Cristo Jesús!
¿Sentimos con la misma fuerza que Pablo este dolor?, ¿no es todavía
más triste que los cristianos, que han recibido más bienes y
privilegios que los judíos, también se olviden de Dios?, ¿no se puede
decir, de nosotros más que de ellos, lo del salmo: "con ninguna nación
obró así, ni les dio a conocer sus mandatos"? Pasamos aquí a un
desarrollo completamente nuevo de la gran Carta a los Romanos. Hasta
aquí Pablo nos ha demostrado: - la miseria universal del hombre, la
humanidad «separada» de Dios... - la reconciliación universal, la
humanidad «animada» por Dios -Fe-... Ahora bien, Pablo sabe, desde lo
interior, porque formaba parte de este pueblo, que a esta demostración
podría hacerse una objeción mayor: ¡el problema de la incredulidad
judía! ¿Cómo explicar que el pueblo, el primer beneficiario de esa
revelación maravillosa, haya podido rehusar a Jesucristo, en su
conjunto? Esto es lo que abordará ahora en los capítulos 9, 10 y 11 de
su carta.

-Afirmo la verdad en Cristo. No miento. Mi conciencia me lo atestigua
en el Espíritu Santo. Nos damos cuenta de que abordar este asunto le
desgarra el corazón. Y lo hace sólo por fidelidad a la «inspiración
interior». Lo que nos ha predicado es el primero en vivirlo. Habla «en
Cristo» y «en el Espíritu». Las palabras que salen de la boca de
Pablo, las verdades que trata de desarrollar no son suyas, son «las de
Cristo». Aludan, Señor, a referirme siempre a ti.

-Siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón.
¡Desearía incluso ser anatema, separado de Cristo por los judíos, mis
hermanos de raza! Pablo sufre. No con un dolor personal, sino por la
salvación del mundo. ¡Pablo obsesionado por la salvación de sus
hermanos! ¡Un auténtico misionero! ¡Viendo que sus hermanos de raza,
los judíos, rehúsan la fe, llega hasta a desear su condena personal si
esto puede salvarlos! Dicho de otro modo, está presto a renunciar a su
eterna felicidad si esto pudiera asegurar la de ellos. ¡No debemos
dejar pasar a la ligera tales declaraciones! Se ha reprochado a menudo
a los cristianos ser «interesados» -portarse bien en la tierra para
obtener el cielo en recompensa-: esto es una caricatura del
cristianismo. De hecho el verdadero amor es desinteresado. Leyendo
estas palabras apasionadas, no olvidemos que Pablo era perseguido por
aquellos de quienes habla: la Sinagoga lo consideraba un renegado, un
apóstata... Concédeme, Señor, que mi oración sea también por los que
no me aman. Dame el ansia de la salvación de mis hermanos. Hazme
misionero.

-Son, en efecto, los hijos de Israel, de los cuales es la adopción
filial, la gloria, las alianzas, la Ley, el culto, las promesas de
Dios y los patriarcas, de los cuales también procede Cristo, según la
carne. Una letanía de siete privilegios excepcionales. Siete es la
cifra de la perfección. Se resume aquí toda una historia. La historia
de un amor. Dios y ese pueblo se amaron. ¿Amor decepcionado? ¿Amor
fallido? No, dirá Pablo, más aún, esto no es posible. Todo continúa
siendo válido. Dios continúa amándolos.

-De ellos procede Cristo, el cual está por encima de todas las cosas,
Dios bendito eternamente. Esta profesión de amor por los judíos, sus
infieles hermanos de raza, termina en una plegaria, una doxología a
Cristo. Es el equivalente de una de nuestras fórmulas finales de
oración: «por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Dios y Señor». Pablo
atribuye pues a Cristo, hombre nacido según la carne, de la raza
judía, un título que los judíos reservaban sólo a Dios, como para que
resaltase mejor el «rechazo escandaloso» de los judíos. No quisieron
reconocerlo como «Dios». Y sin embargo, verdaderamente, ¡Jesucristo es
Dios! (Noel Quesson).

Recordamos aquella afirmación de Jesús hecha a la Samaritana: La
salvación viene de los judíos. Pues, efectivamente, de ellos procede
Cristo según la carne. ¿Tendrá algún caso el que el Padre Dios,
cumpliendo las promesas hechas a los antiguos padres, haya enviado a
su Hijo para que, encarnado, nos salvara, si al final nadie de su
Pueblo lo aceptara? A pesar de su cerrazón, los Israelitas son los
primeros en ser llamados a la salvación en Cristo. Y aun cuando no
todos aceptaron a Cristo, hubo un pequeño resto fiel que sí lo hizo.
Tenemos la esperanza de que algún día todos reconozcan al Salvador,
Cristo Jesús. Pablo, muchas veces rechazado por ellos, continuaría
toda su vida preocupándose por encaminarlos a Cristo; hoy nos dice
que, incluso, estaría dispuesto a ser considerado un anatema de Cristo
(Separado de Cristo) si eso ayudara a la salvación de los de su pueblo
y raza. Nosotros no podemos conformarnos con vivir nuestra fe de un
modo personalista, sino que hemos de esforzarnos constantemente en
cumplir con la misión que el Señor nos ha confiado: Hacer que todos
los hombres se salven en Cristo; pero ¿Realmente estamos dispuestos a
ser condenados con tal de salvar a quienes viven rechazando a Cristo?,
¿Estamos dispuestos a cargar como nuestros sus pecados, y hacer
nuestras sus pobrezas y enfermedades? ¿Estamos dispuestos a padecer
por Cristo sabiendo que Él está presente en nuestros hermanos? ¿Hasta
dónde amamos? ¿Realmente hasta que nos duela? o ¿Sólo anunciamos el
nombre de Dios y volvemos a nuestras comodidades y a nuestra vida
muelle y poltrona? ¿Cuál es nuestro compromiso de fe?

2. Juan Pablo II comentaba: “El Salmo que se acaba de proponer a
nuestra meditación constituye la segunda parte del precedente Salmo
146. Las antiguas traducciones griega y latina, seguidas por la
Liturgia, lo han considerado, sin embargo, como un canto
independiente, pues su inicio lo distingue claramente de la parte
anterior. Este inicio se ha hecho famoso en parte por haber sido
llevado con frecuencia a la música en latín: «Lauda, Jerusalem,
Dominum». Estas palabras iniciales constituyen la típica invitación de
los himnos de los salmos a alabar al Señor: Jerusalén, personificación
del pueblo, es interpelada para que exalte y glorifique a su Dios (Cf.
V 12). Ante todo se menciona el motivo por el que la comunidad orante
debe elevar al Señor su alabanza. Es de carácter histórico: ha sido
Él, el Liberador de Israel del exilio de Babilonia, quien ha dado
seguridad a su pueblo, reforzando «los cerrojos de las puertas» de la
ciudad (v 13). Cuando Jerusalén se derrumbó ante el asalto del
ejército del rey Nabucodonosor en el año 586 a. c., el libro de las
Lamentaciones presentó al mismo Señor como juez del pecado de Israel,
mientras «decidió destruir la muralla de la hija de Sión... Él deshizo
y rompió sus cerrojos» (Lam 2,8.9). Ahora, el Señor vuelve a construir
la ciudad santa; en el templo resurgido vuelve a bendecir a sus hijos.
Se menciona así la obra realizada por Nehemías (Cf. Neh 3,1-38), quien
restableció los muros de Jerusalén para que volviera a ser oasis de
serenidad y paz.

De hecho, la paz, «shalom» es evocada inmediatamente, pues es
contenida simbólicamente en el mismo nombre de Jerusalén. El profeta
Isaías ya había prometido a la ciudad: «Te pondré como gobernantes la
paz, y por gobierno la justicia» (60, 17). Pero, además de reconstruir
los muros de la ciudad, de bendecirla y de pacificarla en la
seguridad, Dios ofrece a Israel otros dones fundamentales: así lo
describe el final del Salmo. Se recuerdan los dones de la Revelación,
de la Ley de las prescripciones divinas:

«Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con
ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos» (Sal
147,19). De este modo, se celebra la elección de Israel y su misión
única entre los pueblos: proclamar al mundo la Palabra de Dios. Es una
misión profética y sacerdotal, pues «¿cuál es la gran nación cuyos
preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os
expongo hoy?» (Dt 4, 8). A través de Israel y, por tanto, también a
través de la comunidad cristiana, es decir, la Iglesia, la Palabra de
Dios puede resonar en el mundo y convertirse en norma y luz de vida
para todos los pueblos (Cf Sal 147,20).

Hasta este momento hemos descrito el primer motivo de la alabanza que
hay que elevar al Señor: es una motivación histórica, ligada a la
acción liberadora y reveladora de Dios con su pueblo. Hay, además,
otra razón para exultar y alabar: es de carácter cósmico, es decir,
ligada a la acción creadora de Dios. La Palabra divina irrumpe para
dar vida al ser. Como un mensajero, recorre los espacios inmensos de
la tierra (v 15). E inmediatamente hace florecer maravillas. De este
modo, llega el invierno, presentado en sus fenómenos atmosféricos con
un toque de poesía: la nieve es como lana por su candor, la escarcha
recuerda al polvo del desierto (v 16), el granizo se parece a las
migajas de pan echadas al suelo, el hielo congela la tierra y bloquea
la vegetación (v 17). Es un cuadro invernal que invita a descubrir las
maravillas de la creación y que será retomado en una página sumamente
pintoresca por otro libro bíblico, el Eclesiástico (43,18-20).

Ahora bien, la acción de la Palabra divina también hace reaparecer la
primavera: el hielo se deshace, el viento caluroso sopla y hace
discurrir las aguas (v 18), repitiendo así el perenne ciclo de las
estaciones y, por tanto, la misma posibilidad de vida para hombres y
mujeres. Naturalmente no han faltado lecturas metafóricas de estos
dones divinos: La «flor de harina» ha hecho pensar en el don del pan
eucarístico. Es más, el gran escritor cristiano del siglo III,
Orígenes, vio en esa harina un signo del mismo Cristo, y en
particular, de la Sagrada Escritura. Este es su comentario: «Nuestro
Señor es el grano de trigo que cae a tierra y se multiplicó por
nosotros. Pero este grano de trigo es superlativamente copioso. La
Palabra de Dios es superlativamente copiosa, recoge en sí misa todas
las delicias. Todo lo que quieres, proviene de la Palabra de Dios,
como narran los judíos: cuando comían el maná sentían en su boca el
sabor de lo que cada quien deseaba. Lo mismo sucede con la carne de
Cristo, palabra de la enseñanza, es decir, la comprensión de las
santas Escrituras: cuanto más grande es nuestro deseo, más grande es
el alimento que recibimos. Si eres santo, encuentras refrigerio; si
eres pecador, tormento».

Por tanto, el señor actúa con su Palabra no sólo en la creación, sino
también en la historia. Se revela con el lenguaje mudo de la
naturaleza (cf. Sal 18,2-7), pero se expresa de manera explícita a
través de la Biblia y a través de su comunicación personal por medio
de los profetas y en plenitud por medio del Hijo (Cf. Hebr 1,1-2). Son
dos dones de su amor diferentes, pero convergentes. Por este motivo
todos los días debe elevarse hacia el cielo nuestra alabanza. Es
nuestro gracias, que florece desde la aurora en la oración de Laudes
para bendecir al Señor de la vida y de la libertad, de la existencia y
de la fe, de la creación y de la redención”.

“El «Lauda Jerusalem» que acabamos de proclamar es particularmente
querido por la liturgia cristiana. Con frecuencia entona el Salmo 147
para referirse a la Palabra de Dios, que «corre veloz» sobre la faz de
la tierra, pero también a la Eucaristía, auténtica «flor de harina»
donada por Dios para «saciar» el hambre del hombre (Cf. vv 14-15).
Orígenes, en una de sus homilías, traducidas y difundidas en Occidente
por san Jerónimo, al comentar este Salmo, ponía precisamente en
relación la Palabra de Dios con la Eucaristía: «Nosotros leemos las
sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de
Cristo; yo pienso que las sagradas escrituras son sus enseñanzas. Y
cuando dice: "Quien no coma de mi carne y beba de mi sangre" (Juan 6,
53), si bien puede referirse también al Misterio [eucarístico]; sin
embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es verdaderamente la palabra
de la Escritura, y la enseñanza de Dios. Si al recibir el Misterio
[eucarístico] dejamos caer una brizna, nos sentimos perdidos. Y al
escuchar la Palabra de Dios, cuando nuestros oídos perciben la Palabra
de Dios y la carne de Cristo y su sangre, ¿en qué peligro tan grande
caeríamos si nos ponemos a pensar en otras cosas? Se abre con un
gozoso llamamiento a la alabanza: «Alabad al Señor, que la música es
buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa» (Salmo 146, 1).

Si prestamos atención al pasaje que acabamos de escuchar, podemos
descubrir tres momentos de alabanza, introducidos por una invitación a
la ciudad santa, Jerusalén, a glorificar y alabar a su Señor (v 12).
Díos actúa en la historia
En un primer momento (vv 13-14) entra en escena la acción histórica de
Dios. Es descrita a través de una serie de símbolos que representan la
obra de protección y de apoyo del Señor a la ciudad de Sión y a sus
hijos. Ante todo, hace referencia a los «cerrojos» que refuerzan y
hacen infranqueables las puertas de Jerusalén. El Salmista se refiere
probablemente a Nehemías que fortificó la ciudad santa, reconstruida
después de la experiencia amarga del exilio de Babilonia (Cf. Nehemías
3, 3.6.13-15; 4, 1-9; 6, 15-16; 12, 27-43). Entre otras cosas, la
puerta es un signo que indica a toda la ciudad en su compacidad y
tranquilidad. En su interior, representado como un seno seguro, los
hijos de Sión, es decir, los ciudadanos, gozan de paz y serenidad,
envueltos en el manto protector de la bendición divina. La imagen de
la ciudad gozosa y tranquila es exaltada por el don altísimo y
precioso de la paz que hace seguros los confines. Pero precisamente
porque para la Biblia la paz-«shalôm» no es un concepto negativo,
evocador de la ausencia de la guerra, sino un dato positivo de
bienestar y prosperidad, el Salmista habla de saciedad al mencionar la
«flor de harina», es decir, el excelente trigo de espigas repletas de
granos. El Señor, por tanto, ha reforzado las murallas de Jerusalén
(Cf. Salmo 87, 2), ha ofrecido su bendición (Cf. Salmo 128, 5; 134,
3), extendiéndola a todo el país, ha donado la paz (Cf. Salmo 122,
6-8), ha saciado a sus hijos (Cf. Salmo 132, 15).

En la segunda parte del Salmo (Cf. Salmo 147, 15-18), Dios se presenta
sobre todo como creador. En dos ocasiones se relaciona la obra
creadora con la palabra que había dado origen al ser: «Dijo Dios:
"Haya luz"» y hubo luz... «Manda su mensaje a la tierra...» «Manda una
orden» (Cf. Génesis 1, 3; Salmo 147, 15.18). Por indicación de la
Palabra divina irrumpen y se establecen las dos estaciones
fundamentales. Por un lado, la orden del Señor hace descender sobre la
tierra el invierno, representado por la nieve blanca como la lana, por
la escarcha parecida a la ceniza, por el granizo comparado a las
migajas de pan y por el hielo que todo lo bloquea (Cf. versículos
16-17). Por otro lado, otra orden divina hace soplar el viento
caliente que trae el verano y que derrite el hielo: las aguas de la
lluvia y de los torrentes pueden discurrir libres e irrigar la tierra,
fecundándola. La Palabra de Dios está, por tanto, en la raíz del frío
y del calor, del ciclo de las estaciones y del flujo de la vida de la
naturaleza. Se invita a la humanidad a reconocer y dar gracias al
Creador por el don fundamental del universo, que la circunda, y
permite respirar, la alimenta y la sostiene. Dios ofrece su
Revelación.

Se pasa entonces al tercer y último momento de nuestro himno de
alabanza (Cf. vv 19-20). Se vuelve a hacer mención del Señor de la
historia con quien se había comenzado. La Palabra divina lleva a
Israel un don todavía más elevado y precioso, el de la Ley, la
Revelación. Un don específico: «con ninguna nación obró así, ni les
dio a conocer sus mandatos» (v 20). La Biblia es, por tanto, el tesoro
del pueblo elegido al que hay que acudir con amor y adhesión fiel. Es
lo que dice, en el Deuteronomio, Moisés a los judíos: «Y ¿cuál es la
gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta
Ley que yo os expongo hoy?» (Dt 4, 8).

Así como se constatan dos acciones gloriosas de Dios en la creación y
en la historia, así existen también dos revelaciones: una escrita en
la naturaleza misma y abierta a todos; la otra ha sido donada al
pueblo elegido, que tendrá que testimoniarla y comunicarla a toda la
humanidad y que está comprendida en la Sagrada Escritura. Dos
revelaciones distintas, pero Dios es único como única es su Palabra.
Todo se ha hecho por medio de la Palabra --dirá el prólogo del
Evangelio de Juan-- y sin ella nada de lo que existe ha sido hecho. La
Palabra, sin embargo, también se hizo «carne», es decir, entró en la
historia, y puso su morada entre nosotros (cf. Juan 1,3.14)”.

Meditando la historia de las intervenciones de Dios a favor de su
Pueblo, podemos decir que en verdad Dios lo ha amado. Muchas veces
ofendieron a Dios y se alejaron de Él; pero el Señor, rico en
misericordia, siempre ha estado dispuesto a perdonar cuando ve que se
retorna a Él con un corazón realmente arrepentido. ¿Qué manifestación
más grande de amor podría Dios darle a su Pueblo cuando ha hecho que
de Él naciera el Salvador del mundo? En verdad que no ha hecho nada
igual con ninguna otra nación, ni le ha confiado a otro sus decretos.
En Cristo, Dios, a quienes no pertenecemos al Pueblo de los
Israelitas, nos ha llamado para hacernos partícipes de su Vida. Así,
las promesas de salvación no sólo se cumplieron para Israel, sino
también para nosotros que, como ramas de un olivo silvestre, fuimos
injertados en el olivo fértil, pudiendo compartir con él la raíz y la
savia del olivo. En verdad que Dios nos ha amado como a ningún otro
pueblo. Por eso debemos ser testigos de la vida nueva que hemos
recibido en Cristo colaborando, así, para que muchos más alcancen en
Él la salvación.

3.- Lc 14,1-6. Otra curación en sábado. El lunes pasado leíamos una
que hizo Jesús con la mujer encorvada. Hoy es con un hombre aquejado
del mal de la hidropesía, la acumulación de líquido en su cuerpo. Pero
no importa tanto el hecho milagroso, que se cuenta con pocos detalles.
Lo fundamental es el diálogo de Jesús con sus adversarios sobre el
sentido del sábado: una vez más da a entender que la mejor manera de
honrar este día santo es practicar la caridad con los necesitados. Y
les echa en cara que por interés personal -por ejemplo para ayudar a
un animal de su propiedad- sí suelen encontrar motivos para
interpretar más benignamente la ley del descanso. Por tanto no pueden
acusarle a él si ayuda a un enfermo.

Uno de los 39 trabajos que se prohibían en sábado era el de curar.
Pero una reglamentación, por religiosa que pretenda ser, que impida
ayudar al que está en necesidad, no puede venir de Dios. Será, como en
el caso de aquí, una interpretación exagerada, obra de escuelas
rigoristas. ¿Qué excusas ponemos nosotros para no salir de nuestro
horario, en ayuda del hermano, y tranquilizar así nuestra conciencia?,
¿el rezo?, ¿el trabajo?, ¿el derecho al descanso? Sí, el domingo es
día de culto a Dios, de agradecimiento por sus grandes dones de la
creación y de la resurrección de Jesús. Todo lo que hagamos para
mejorar la calidad de nuestra Eucaristía dominical y para dar a esa
jornada un contenido de oración y de descanso pascual, será poco. Pero
hay otros aspectos del domingo que también pertenecen a su celebración
en honor del Resucitado: es un día de alegría, todo él -sus
veinticuatro horas- vivido pascualmente, sabiendo encontrarnos a
nosotros mismos y nuestra paz y armonía interior y exterior, un día de
contacto con la naturaleza, por poco que podamos. Y también un día de
apertura a los demás: vida de familia y de comunidad -que nos resulta
menos posible los días entre semana- y un día de "saber descansar
juntos", cultivando valores humanos importantes. Un día de caridad, en
que se nos ocurran detalles pequeños de humanidad con los demás: ¿a
qué enfermo de hidropesía ayudamos a sanar en domingo?, ¿no hay
personas a nuestro lado con depresiones o agobiadas por miedos o
complejos, a las que podemos echar una mano y alegrar el ánimo? Jesús
iba a la sinagoga, los sábados. Y parece como que además prefiriera
ese día precisamente para ayudar a las personas curándolas de sus
males. Sus seguidores podríamos conjugar también las dos cosas (J.
Aldazábal).

-Un sábado, Jesús fue a comer a casa de uno de los jefes fariseos, y
ellos lo estaban observando. No rehúsa las invitaciones de sus
adversarios habituales. Porque ha venido a salvar a todos los hombres.
La casa de ese jefe de los fariseos es muy significada por un gran
respeto y devoción a la Ley: en ella, las tradiciones morales y
culturales son respetadas de modo muy estricto. Es un sábado, un día
sagrado para el anfitrión de Jesús. Desde su entrada en la casa, Jesús
es "observado" acechado, vigilado... se le va a medir con el mismo
rasero de la piedad farisea más rigurosa; son personas aferradas a la
santificación del sábado y que se imaginan que Dios no puede pensar de
manera distinta al parecer de ellos.

-Un hidrópico se encontraba en frente de Jesús. Aparentemente éste no
era un "invitado". Quizá estaba mirando al interior desde la ventana.
Para los fariseos toda enfermedad era el castigo de un vicio no
declarado. Según ellos, ese pobre hombre debió haber llevado una vida
inmoral y por esto Dios le habría castigado.

-Jesús tomó la palabra y preguntó a los Doctores de la Ley y a los
fariseos: "¿Es lícito curar en sábado, o no?" Ellos se callaron. ¡Qué
extraña pregunta! ¿A qué viene ese innovador? Hace ya tiempo que las
"Escuelas" han saldado definitivamente todos esos casos. Si Jesús
hubiera ido a las Escuelas, sabría que: - Cuando la vida de una
persona corre peligro, está permitido socorrerlo... - Cuando el
peligro no es mortal agudo, hay que esperar que termine el día sábado
para prestarle alguna ayuda. ¿No es esto lógico? ¿Por qué no
contentarse con la "tradición de los antiguos"? ¿Por qué suscitar
nuevas cuestiones? Los fariseos callan. No quieren discutir. Ellos
poseen la verdad. No es cuestión de modificar en nada sus costumbres.
Jesús no puede hablar ni actuar en nombre de Dios, puesto que no se
conforma a "su" enseñanza... a la enseñanza tradicional.

-Jesús tomó al enfermo de la mano, lo curó y lo despidió. Y a ellos
les dijo: "Si a uno de vosotros se le cae al pozo su hijo o su buey
¿no lo saca en seguida aunque sea sábado?" ¡Perdón, caballero! Este
caso está también previsto por la casuística, parecéis ignorarlo... Si
un animal cae en una cisterna los legistas permitían que se le
alimentara para que no muriera antes del día siguiente... y de otra
parte, estaba permitido echarle unas mantas y almohadas para
facilitarle salir por sus propios medios; pero ¡sin "trabajar" uno
mismo en sábado! Esos ejemplos nos muestran la gran liberación
aportada por Jesús. Una nueva manera de concebir el "descanso" del
sábado, del domingo. Mas allá de todos los juridicismos. El sábado es
el día de la benevolencia divina, el día de la redención, de la
liberación, de la misericordia de Dios para con los pobres, los
desgraciados, los pecadores. El día por excelencia para hacer el bien,
curar, salvar. El día en el que hay que dejarse curar por Jesús.
Señor, ayúdanos a ser fieles, incluso en las cosas pequeñas, pero sin
ningún formalismo, sin meticulosidad. Señor, ayúdanos a permanecer
abiertos, a no estar demasiado seguros de nuestras opiniones, a no
quedarnos inmovilizados en nuestras opciones precedentes. El mundo de
hoy nos presenta muchas cuestiones nuevas: ¿sabremos abordarlas con la
misma profundidad con que las juzga Jesús? (Noel Quesson).

Ante el sufrimiento, ante la pobreza, ante las injusticias, ante el
pecado que padecen muchos hermanos nuestros no podemos pasar de largo
dejándolos hundidos en sus males. En dar una respuesta, en esforzarnos
por remediar esos males no podemos argumentar ni siquiera que es el
día del Señor para eludir nuestras responsabilidades. No podemos
esperar para mañana para hacer el bien a quien hoy lo necesita. Cada
día debemos ser la Iglesia de Cristo que no sólo anuncia el Nombre de
Dios, sino que, además, sirve con gran amor a los necesitados. Dar
culto a Dios, en este sentido, no es sólo arrodillarnos ante Él, sino
además, identificarnos con Cristo que, como Buen Pastor, salió al
encuentro de la oveja descarriada y herida, empobrecida y hambrienta,
enseñándonos, así, que también nosotros hemos de dar culto a Dios
amando como el Señor nos ha amado y enseñado, pues Él no descansó,
sentándose en la Gloria de su Padre, hasta dar su Vida para sacarnos
del pozo de nuestra maldad en el que habíamos caído.

El Señor lo dio todo por nosotros. Esa entrega hasta el extremo es no
sólo lo que recordamos, sino lo que vivimos en esta Eucaristía,
Memorial de Quien por nosotros fue al Calvario, lleno de amor, para
ser Crucificado para el perdón de nuestros pecados. Pero celebramos
también a Quien, al tercer día de muerto, resucitó para darnos nueva
vida y darle sentido a nuestra fe. Nosotros, ahora, somos testigos de
todo esto. Y el Señor viene a sanar las heridas que el pecado dejó en
nosotros, pues por sus llagas hemos sido curados. Él, como el buen
samaritano, se ha detenido ante nuestro dolor, y ha dado su vida para
que, en ese momento de Gracia, retornemos a Dios, ya no como esclavos,
sino como hijos por nuestra fe y unión al Hijo de Dios. Así
experimentamos el gran amor que Dios nos tiene, pues compartiendo
nuestros sufrimientos, no retuvo para sí el ser igual a Dios, sino
que, humillado, dio su vida para que nosotros tengamos Vida, la misma
que Él posee recibida del Padre Dios.

Y somos testigos del Memorial de la Pascua de Cristo no sólo porque
contemplamos extasiados el amor que Dios nos ha tenido, sino porque, a
partir de nuestro encuentro con el Señor Resucitado nuestra vida ya no
puede ir por el mismo camino. El Señor nos ha cautivado y nos ha
llenado de su amor y nos ha enviado para que vayamos y hagamos
nosotros lo mismo que Él ha hecho por nosotros y en nosotros. Unidos a
Cristo, firmemente afianzados en Él no debemos tener miedo a dar
nuestra vida por los demás, sabiendo que, siendo condenados por ellos,
Dios, nuestro Padre, nos levantará para glorificarnos junto con
Cristo, con quien vivimos íntimamente unidos desde ahora como los
miembros de un cuerpo lo están a la cabeza. Al igual que Cristo,
detengámonos ante el dolor, ante el sufrimiento, ante la pobreza de
nuestro prójimo y, si es necesario, paguemos con nuestra propia vida,
con tal de que él recobre su dignidad y alcance su salvación en
Cristo. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen
María, nuestra Madre, la gracia de saber amar, no con la miopía nacida
de nuestro miedos, sino con la amplitud, la fuerza y la valentía que
nos vienen del Espíritu de Dios que habita en nosotros. Amén
(www.homiliacatolica.com)

San Lucas 14,1.7-11:
Si la reprobación de los judíos es reconciliación del mundo, ¿qué será
su reintegración sino un volver de la muerte a la vida? Dios quiere
que todos se salven. Esta es la exaltación buena, y no la pretensión
de ser más que los demás: “El que se enaltece será humillado, y el que
se humilla será enaltecido”
Autor: Padre Llucià Pou Sabaté

Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 11,1-2a.11-12.25-29.
Hermanos: ¿Habrá Dios desechado a su pueblo? De ningún modo. También
yo soy israelita, descendiente de Abrahán, de la tribu de Benjamín.
Dios no ha desechado al pueblo que él eligió. Pregunto ahora: ¿Han
caído para no levantarse? Por supuesto que no. Por haber caído ellos,
la salvación ha pasado a los gentiles, para dar envidia a Israel. Por
otra parte, si su caída es riqueza para el mundo, es decir, si su
devaluación es la riqueza de los gentiles, ¿qué será cuando alcancen
su pleno valor? Hay aquí una profunda verdad, hermanos, y, para evitar
pretensiones entre vosotros, no quiero que la ignoréis: el
endurecimiento de una parte de Israel durará hasta que entren todos
los pueblos; entonces todo Israel se salvará, según el texto de la
Escritura: «Llegará de Sión el Libertador, para alejar los crímenes de
Jacob; así será la alianza que haré con ellos cuando perdone sus
pecados.» Considerando el Evangelio, son enemigos, y ha sido para
vuestro bien; pero considerando la elección, Dios los ama en atención
a los patriarcas, pues los dones y la llamada de Dios son
irrevocables.

Salmo 93,12-13a.14-15.17-18. R. El Señor no rechaza a su pueblo.

Dichoso el hombre a quien tú educas, al que enseñas tu ley, dándole
descanso tras los años duros.

Porque el Señor no rechaza a su pueblo, ni abandona su heredad: el
justo obtendrá su derecho, y un porvenir los rectos de corazón.

Si el Señor no me hubiera auxiliado, ya estaría yo habitando en el
silencio. Cuando me parece que voy a tropezar, tu misericordia, Señor,
me sostiene.

Evangelio según san Lucas 14,1.7-11. Un sábado, entró Jesús en casa de
uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban
espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos,
les propuso esta parábola: -«Cuando te conviden a una boda, no te
sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de
más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te
dirá: "Cédele el puesto a éste." Entonces, avergonzado, irás a ocupar
el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el
último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga:
"Amigo, sube más arriba." Entonces quedarás muy bien ante todos los
comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se
humilla será enaltecido.»

Comentario: 1.- Rm 11,1-2a.11-12.25-29. Sigue la reflexión de Pablo
sobre la suerte de su pueblo y la pena que le da su obstinación contra
Cristo. "¿Habrá Dios desechado a su pueblo? Ni hablar". Pablo está
convencido de que Dios sigue siendo fiel a sus promesas: pues "los
dones y la llamada de Dios son irrevocables". Dos consideraciones
suyas pueden llegar a sorprendernos. Afirma que, aunque parezca que el
rechazo de Cristo es definitivo, llegará al fin la conversión de
Israel: "entonces todo Israel se salvará". Además, la caída de Israel
puede considerarse providencial para los otros pueblos: "por haber
caído ellos, la salvación ha pasado a los gentiles". Recordemos que,
según el libro de los Hechos, tuvieron que salir de Jerusalén y de
Judea, y ésa fue la ocasión para que anunciaran a los otros pueblos la
Buena Noticia de Jesús.

En el Concilio Vaticano II hubo una Declaración, titulada Nostra
aetate, en la que se habla de la postura de la Iglesia con las
religiones no cristianas. En su número 4 habla del pueblo judío. Son
dos páginas que haríamos bien en leer hoy, para ambientar el lamento
de Pablo (cita expresamente estos capítulos de la carta a los Romanos)
y a la vez resituar nuestra postura respecto al pueblo judío, al que
tanto le debemos en el terreno de la fe. Les respetamos de corazón y,
siguiendo el ejemplo de Pablo, no perdemos la esperanza de que un día
acabarán aceptando a Jesús. Tenemos fe en la fidelidad de Dios con su
pueblo, el pueblo en el que nació Jesús de María, la Hija de Sión. Con
el salmo decimos: "El Señor no rechaza a su pueblo ni abandona su
heredad". Además, nos aplicamos nosotros mismos la lección. Porque los
que han sido más privilegiados pueden llegar a desaprovechar las
gracias de Dios. Por una parte nos duele el que en torno nuestro
parezca perderse la fe, y vemos alejarse a la juventud, y que las
vocaciones escasean, y que la vieja Europa no da tantas muestras de
vitalidad como otros pueblos más jóvenes. Y, por otra parte, podemos
reflexionar sobre nuestra propia persona y preguntarnos si no podría
aplicarse a nosotros, en alguna medida, el lamento de Pablo sobre la
ceguera de su pueblo ante tanta luz. ¿Somos higueras que dan el fruto
que el amo espera?, ¿semilla que da el ciento por ciento?, ¿siervos
que sacan rendimiento a los talentos que han recibido?, ¿o sólo
pensamos en Israel a la hora de señalar con el dedo la ingratitud y la
inoperancia con los dones de Dios?

-Hermanos, os pregunto: ¿Habría Dios rechazado a su pueblo? No, de
ningún modo. Yo mismo soy prueba de ello: también soy uno de Israel.
Pablo subraya aquí que no fue Dios quien tomó la iniciativa de la
ruptura. No deja de ser fiel a su esposa infiel. Dios ama a aquellos
que no le aman. Dios no rechaza a nadie. Y Pablo, tomando de nuevo la
tesis de los profetas según la cual sólo un «pequeño resto»
subsistiría, hace notar que hay un grupito de judíos, como él, por
ejemplo, que son los testigos de ese amor. Conservar las
solidaridades. No quedarse aparte, resguardado, como aquellos que
huyen del peligro. Al contrario, considerarse como responsable de
todos aquellos que son solidarios con él: no soy un salvado "para mí",
sino «para todos». Pablo-creyente es ya una parte del pueblo de
Israel... ¡creyente! Pablo-salvado es ya una porción, algo del pueblo
de Israel... ¡salvado!

-¿Ha caído Israel para no levantarse?... si por haber caído ellos la
salvación ha pasado a los paganos, su caída ha supuesto riqueza para
el mundo. Es preciso comprender bien este sorprendente argumento.
Pablo alude al «hecho histórico» muy conocido: el rechazo de los
judíos ayudó a Pablo a no encerrarse en el mundo judío e ir a los
paganos. Expulsado de la Sinagoga y de la comunidad judía, se halló
casi obligado a dirigirse a los paganos (Hch 23,44-52; 17,1-9;
11,19-26).

-No quiero dejaros en la ignorancia de este misterio: el
endurecimiento de los judíos durará hasta la entrada del conjunto de
los paganos. Visión histórica audaz. Así el rechazo de la Fe, de los
judíos, lejos de contradecir el prodigioso amor salvador de Dios por
todos los hombres -tesis de la Epístola de los Romanos- no es sino una
ilustración temporal y brillante de ese amor universal. A través de
este misterio quisiera comprender mejor el misterio de la
"incredulidad" HOY. ¡Muchos son los que "rechazan" HOY a Dios o viven
«como si no existiera»! Quiero creer que Tú sigues amándolos, Señor, y
que quieres también salvarlos a todos. Tu proyecto es ¡«la entrada del
conjunto de los paganos»! en la salvación.

-Es así que todo Israel será salvo. En cuanto al Evangelio, son
enemigos para vuestro bien. Pero en cuanto a la elección de Dios, son
amados en atención a sus padres... ¡Los dones y la vocación de Dios
son irrevocables! También los judíos un día serán creyentes. El Señor
vendrá. Pero retrasa su venida para dar a todos ¡un «plazo» de
conversión! Así, todo contribuye al proyecto de Dios. La incredulidad
de los judíos es la prueba dramática del fracaso del hombre que quiere
salvarse por sí mismo. Como tal, esta «incredulidad» tiene un aspecto
positivo, pone en evidencia que nos salvamos «por pura misericordia»:
mas entonces los judíos pueden también beneficiarse, y se beneficiarán
de ello. Los dones de Dios son "IRREVOCABLES". Pueblo nacido de una
iniciativa del amor de Dios, Israel está siempre acosado por este
amor, incluso en su rechazo: continúa viviendo de la fidelidad a la
Palabra de Dios... Los judíos de HOY leen la misma Biblia que
nosotros. Ojalá el cristiano pueda preparar su retorno definitivo y su
propia plenitud, edificando una Iglesia que "sólo busque su fuerzas en
la iniciativa de Dios y su pura misericordia. Sí, ¡los "enemigos de
Dios" son los "muy amados" de Dios! Ruego por todos aquellos que se
creen o que se dicen "enemigos de Dios" (Noel Quesson).

En este tercer capítulo sobre el tema, Pablo insiste en la exageración
de los que dicen que el pueblo judío no ha aceptado a Cristo. «También
yo soy israelita», afirma, y tras este «yo» está toda la plana mayor
de la Iglesia y una parte considerable de sus fieles. Dios puede sacar
de las piedras hijos de Abrahán. Si en tiempos de Elías, mientras la
masa del pueblo claudicaba ante las persecuciones, Dios se reservó
siete mil fieles que representasen la continuidad de la elección,
también en el momento presente ha suscitado Dios millares de
conversiones entre los judíos. Porque si la elección es obra de Dios
no fruto de las obras humanas, también la continuidad de la elección
es obra de Dios. Entonces, ¿habría podido Dios llevar a Cristo toda la
masa del pueblo, lo mismo que ha llevado a una pequeña parte de él?
Pablo respondería que sí, que es Dios quien no ha querido sacarlos de
las tinieblas en que, como ha dicho antes, se encontraban. Y ¿por qué
no lo ha hecho? Por una parte, para darles celos: para que, viendo las
piedras convertidas en hijos de Abrahán, comprendieran que sólo Dios
puede asegurar al hombre la continuidad en el camino de la salvación.
Por otra, para facilitar el contacto directo a los pueblos no judíos:
para que la montaña de la legalidad judía no se interpusiese como una
barrera entre Dios y los pueblos paganos. De todas formas, añade
Pablo, si la pérdida de los judíos ha sido una riqueza para los
paganos, su retorno lo será todavía más, porque en la tradición
multisecular del pueblo judío hay una experiencia de Dios que los
cristianos necesitaremos siempre.

La realidad concreta de veinte siglos de historia en que el pueblo
judío no ha llegado a la meta de la ley, que es Cristo, hace todavía
más urgente la exhortación de Pablo a no creernos demasiado
inteligentes, a comprender que los designios de Dios están por encima
de nuestra interpretación y de nuestros cálculos. De todas maneras hay
una promesa divina (eso quiere decir la palabra «misterio» o
"designio" con que empieza el fragmento) de que esa llegada se
producirá por caminos que sólo Dios conoce. Más siglos duró la miseria
espiritual de los pueblos paganos. En otro tiempo, los demás pueblos
desconocían a Dios, mientras Israel era el pueblo escogido. Ahora, en
cambio, Dios ha tenido compasión de los otros pueblos, mientras
Israel, por no reconocer esa misericordia, se ha vuelto infiel. Así,
todos habrán pasado por la desobediencia y al final todos aprenderán
qué significa ser salvado por misericordia. En medio de su infidelidad
(parcial y temporal, como se nos repite varias veces), los judíos
merecen ser amados a causa de las promesas de Dios: porque la elección
del pueblo -como todos los dones de Dios- tiene algo de irrevocable.
Eso es tan cierto que, mientras la masa de Israel no haya entrado en
la Iglesia, no se podrá decir que se han cumplido las profecías
mesiánicas. En diversas profecías se dice que el Salvador vendrá a
expiar los pecados de Israel y a restablecer un pacto con quienes lo
habían roto. Ni unos ni otros tenían suficientemente claro que
nosotros no hemos dado a Dios nada que nos permita exigirle alguno de
sus dones. Sólo el retorno constante a la idea de la gracia y de
nuestra necesidad de salvación puede ser fuente de verdadera
renovación para la humanidad (J. Sánchez Bosch).

2. Contrasta el salmo con el anterior y con los que le siguen, pues
trata de la triste realidad que nos presenta el mundo de hoy, lejos de
la victoria total del bien en la era escatológica. Dos cosas presenta
aquí el salmista: I. Convicción y terror para los perseguidores del
pueblo de Dios (vv. 1-11), mostrándoles el peligro al que se exponen y
la insensatez que muestran. II. Consuelo y paz para los perseguidos
(vv. 12-23), asegurándoles, con base en la promesa de Dios y en la
propia experiencia del salmista, que sus aflicciones tendrán un final
feliz: que es la parte que nos interesa.

El salmista profiere ahora palabras de consuelo a los santos que
sufren. Lo hace basado en las promesas de Dios y en su propia
experiencia.

=Basado en las promesas de Dios, las cuales no sólo les preservan de
la calamidad, sino que les aseguran la verdadera dicha (v. 12):
«Dichoso el hombre a quien tú, Yahvé, corriges.» Aquí el salmista
eleva la mirada por encima de los instrumentos de aflicción, y se fija
en las manos de Dios, con lo que el castigo cambia de color. Los
enemigos quebrantan al pueblo de Dios (v. 5); pero Dios, mediante ese
quebranto, corrige a su pueblo, como un padre al hijo en quien tiene
su deleite; los perseguidores son sólo la vara con que los corrige.
Aquí se promete: (A) Que el pueblo de Dios obtendrá bienes de sus
sufrimientos. Cuando Dios les castiga, les enseña (v. 12b), y dichoso
es el hombre que recibe esta disciplina divina, pues nadie enseña como
Dios. Cuando somos castigados, hemos de orar ser instruidos, y ver en
la ley de Dios el mejor expositor de su Providencia. No es el castigo
mismo el que hace bien, sino la enseñanza que le acompaña y explica.
(B) Que el pueblo de Dios obtendrá paz de sus sufrimientos (v. 13):
«Para hacerle descansar (no física, sino mentalmente, comp. Is. 7:4)
en los días de aflicción». Dice Cohén: «El hombre que ha aceptado la
instrucción de Dios no perderá ánimos ni fe en los días de prueba,
porque está convencido de que llegará el día de dar cuentas.» (C) Que
verán la ruina de los que eran instrumentos de sus padecimientos
(v.13b). (D) Que, aunque se hallen abatidos, no quedarán abandonados
(v. 14). Les pase lo que les pase. Dios no los desechará, no los
borrará de su pacto ni les retirará su protección. El Apóstol Pablo se
consolaba grandemente con esto (Ro. 11:1). (E) Que, por mal que
marchen ahora las cosas, se han de arreglar un día (v. 15): «El juicio
será vuelto a la justicia», es decir, los tribunales de justicia
volverán a dictar sentencia de forma justa y equitativa, y abundarán
los rectos de corazón que busquen la justicia. Todo esto será obra de
Dios a favor del pueblo, para que Israel recobre su prosperidad. Esta
misma esperanza nos ha de consolar cuando parezca que las cosas
marchan mal en contra nuestra.

=Basado en sus experiencias y observaciones personales. (A) Él y sus
amigos habían estado oprimidos por crueles tiranos, que disponían del
poder necesario para abusar de los buenos ciudadanos. Eran malignos y
hacedores de iniquidad (v. 16). Se entregaban a toda clase de impiedad
e inmoralidad, de forma que su tribunal era inicuo (v. 20). La
iniquidad es suficientemente atrevida aun en el caso de que las leyes
humanas la persigan, pues raras veces resultan efectivas, pero ¡cuánto
mas insolente y dañina es cuando está respaldada por la ley! Estos
obradores de iniquidad condenaban la sangre inocente (v. 21b) haciendo
agravio bajo forma de ley (v. 20b), lo mismo que hicieron contra
Daniel (Dan. 6:7) para echarle al foso de los leones. Así han sido
tratados con frecuencia los mayores bienhechores de la humanidad, bajo
capa de ley y justicia, como si fueran los peores malhechores. (B) La
opresión que sufría pesaba gravemente sobre ellos. El salmista se veía
a sí mismo, si no fuese por la ayuda de Dios, morando en el silencio
de la tumba (v. 17, comp. con 115,17); estaba «en las últimas», sin
saber qué decir ni hacer. El Apóstol había recibido, en un caso
similar, dentro de sí respuesta (lit.) de muerte (2 Co. 1,8, 9). El
salmista decía : «Mi pie resbala» (v. 18, comp. con 38,16; 73,2). Una
multitud de pensamientos contradictorios le dejaban perplejo, sin
saber en qué iba a parar aquello ni qué medidas tomar. (C) En su
apuro, buscó ayuda, socorro y alivio (v. 16): «¿Quién se levantará por
mí contra los malignos? ¿Tengo algún amigo que se preste, por amor, a
socorrerme?» Miraba en derredor y no veía a ninguno. Cuando Pablo fue
llevado ante el tribunal de Nerón, ninguno estuvo a su lado (2 Ti.
4:16). Le gritaban al Señor (v. 20): «¿Se aliará contigo el tribunal
inicuo?» Como diciendo: «¿Es posible que estos inicuos puedan
resguardarse bajo el pretexto de que administran la justicia en nombre
de Yahweh?» Sólo cuando está a favor de la equidad y de la justicia
puede decirse que un tribunal es aliado de Dios. El tribunal inicuo no
puede en modo alguno tener comunión con Dios. (D) Hallaron socorro y
alivio en Dios, y sólo en Él. Por eso, habla el salmista de la ayuda
de Yahweh (v. 17), cuando se pone en Él la confianza y se espera de Él
el alivio. « Si no fuera por eso, dice, nunca habría podido conservar
el dominio de mí mismo; pero viviendo por fe en Él, he podido
conservar la cabeza por encima del agua.» El socorro que recibimos se
lo debemos no sólo al poder de Dios, sino a su misericordia (vv.
18,19): «Tu misericordia, Yahweh, me sustenta. Tus consolaciones
alegran mi alma, cuando son muchas las preocupaciones dentro de mí.
Cuando se agolpan en mi mente los pensamientos inquietantes, sólo el
consuelo que tú me ofreces sirve para aquietar mi mente y dar paz a mi
alma.» Las consolaciones de Dios llegan hasta el alma, no sólo hasta
la imaginación, y le dan la paz y el gozo que no pueden darle las
sonrisas del mundo, ni pueden quitarle los enfados del mundo. (E) Dios
es, y siempre será, Justo Juez, protector del derecho y castigador del
mal; de esto tenía el salmista la seguridad y la experiencia (v. 22):
«Cuando nadie quiera, o no pueda, o no se atreva a defenderme, Yahweh
es mi baluarte, para preservarme de la maldad de mis apuros, para no
hundirme bajo su peso ni ser arruinado por ellos; y es la roca de mi
refugio, en cuyas hendiduras puedo cobijarme y encima de la cual puedo
asentar mis pies para estar fuera del alcance de todo peligro.»

3.- Lc 14,1.7-11. Invitado a comer en casa de un fariseo, Jesús
aprovecha para darles una lección plástica de humildad. No sabíamos
decir si se trata de una parábola, o sencillamente, de un hecho
observado en la vida. Lo de buscar los primeros puestos era, se ve, un
defecto característico de los fariseos. Hace pocos días leíamos cómo
Jesús se lo echaba en cara: "Ay de vosotros, que os encantan los
asientos de honor en las sinagogas" (Lc 11,43). Hoy les invita a
elegir los lugares más humildes. La lección se resume al final:
"porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será
enaltecido".

No hace falta que seamos fariseos para merecer la reprimenda de Jesús.
Porque a todos nos gusta aparecer y ser vistos y alabados por la
gente. Eso no pasa sólo en los actos políticos y sociales, en que se
sigue un riguroso orden protocolario, sino también en nuestra vida de
cada día, en que cada uno intenta deslumbrar a los otros mostrando un
nivel de vida y unas cualidades, que a veces son nada más apariencia,
pero que provocan la admiración y la envidia. Jesús nos ha enseñado
una y otra vez que su estilo y, por tanto, el de sus discípulos, debe
ser el contrario: la humildad y la sencillez de corazón. Aunque eso de
ser humildes no esté de moda en el mundo de hoy. A los seguidores de
Jesús no les tendría que importar ocupar los últimos lugares. Y no
como un truco, para que luego nos inviten a subir, sino con
sinceridad, por imitación del Maestro, que no vino a ser servido sino
a servir. ¿O somos como los apóstoles, que no acababan de entender la
lección de humildad, y discutían sobre quién iba a ocupar los puestos
de honor?, ¿no tendríamos que moderar nuestro afán de protagonismo y
de aparecer? Si fuéramos humildes, seríamos más felices: nos
llevaríamos menos disgustos. Seríamos más aceptados por los demás: a
los vanidosos nadie les quiere. Y más agradables a los ojos de Dios:
él prefiere a los humildes. Un ejemplo muy cercano lo tenemos en la
Virgen Marta, la madre de Jesús. Humilde y discreta, ella pudo decir,
resumiendo también el estilo de Dios en la historia: "enaltece a los
humildes y a los ricos los despide vacíos". Y, hablando de sí misma,
"ha mirado la pequeñez de su sierva" (J. Aldazábal).

-Durante la comida en casa de uno de los jefes de los fariseos, Jesús,
notando que los invitados elegían los primeros puestos... El mundo
judío -por ejemplo, las "reglas de la Comunidad de Qumram- tenía gran
preocupación por seguir el orden jerárquico. En un banquete, antes de
sentarse, cada invitado elegía "su" puesto según su rango, según la
idea que él tenía de su propia dignidad, en comparación a los demás
invitados. Y esto estaba codificado por las escuelas de Doctores de la
Ley. Se aconsejaba un poco de prudencia elemental, por ejemplo:
"Sitúate dos o tres puestos más allá del que te convendría".
Sinceramente, ¿podría decirse que la preocupación de "mantener su
rango" es algo del pasado? Hoy tenemos muchos signos distintivos que
permiten realzar la posición social de cada uno: un cierto estilo o
clase en el vestir... una marca de automovil...

-Jesús les propuso esta parábola: "Cuando alguien te convide a una
boda no ocupes el puesto principal... Jesús no entra aquí en los
problemas de las conveniencias mundanas, no es su objeto... repite lo
que ya dijo otras muchas veces... ¡sed humildes!, ¡disponeos a ser el
servidor de los demás!, ¡ocupad el ultimo puesto!, ¡los pequeños son
los más grandes!, si no os hacéis pequeños, ¡no entraréis en el Reino
de Dios! No, nadie puede revindicar la entrada a las Bodas eternas
como algo que le es debido, en virtud de su propia justicia.

-Al revés, cuando te conviden, vete derecho al último puesto. Durante
la última Cena, sabemos que hubo una discusión entre los Doce sobre
sus jerarquías y sus prelaciones. "Llegaron a querellarse sobre quién
parecía ser el mayor. Jesús les dijo: Los reyes de las naciones
gobiernan como señores... Pero no así vosotros, sino que el mayor
entre vosotros, ocupe el puesto del más joven, y el que manda, el
puesto del que sirve... Pues yo estoy en medio de vosotros como el que
sirve" (Lc 22,24-27) Al relatar esa escena, Lucas pensaba en las
"asambleas eucarísticas, donde, en su tiempo -¿y en el nuestro?-
surgían dificultades entre clases sociales. Santiago (2,14) y san
Pablo (1 Cor 11,20) se encontraban con esos mismos problemas en sus
comunidades. "Si en vuestra reunión entra un personaje con sortijas de
oro, magníficamente vestido y entra también un pobretón con traje
mugriento; si atendéis al primero en detrimento del pobre, ¿no hacéis
una discriminación?" Hoy, hay muchas maneras de creerse superior, de
excluir a un tal o a un cual, de hacer discriminaciones. Señor, haznos
acogedores los unos hacia los otros. Que todos los participantes a
nuestras asambleas dominicales se sientan cómodos. Que las
celebraciones eucarísticas no pasen a ser pequeños clubs cerrados en
los que "las personas, allí reunidas, se sientan bien", porque se ha
comenzado por excluir a "los que no piensan como nosotros".

-El que se encumbre, lo abajarán, y al que se abaja lo encumbrarán. Es
la condena de cualquier suficiencia. Dios cerrará su Reino, a los que
están persuadidos de su propia justicia. Ser humilde. Hacerse pequeño.
Juzgarse indigno... No juzgar indignos a los demás. La parábola del
Fariseo y del Publicano se terminará con la misma fórmula (Lc 18,14):
"Todo el que se encumbra lo abajarán, y al que se abaja, lo
encumbrarán." Señor, ayúdame; quiero combatir todas mis formas de
orgullo. Quiero conocer mis miserias, para que no me estime superior a
los demás. Ayúdame a encontrarme feliz en el "último puesto". como Tú,
Señor: "Jesús, de tal manera tomó para sí el último puesto, que nadie
se lo ha podido quitar