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miércoles, 16 de febrero de 2011

6º semana, lunes: Dios camina al paso del hombre, y no hemos de buscar más signos que los que nos da, de su presencia en nuestro corazón, para que pas

Génesis 4: 1 - 15, 25: 1 Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: «He adquirido un varón con el favor de Yahveh.» 2 Volvió a dar a luz, y tuvo a Abel su hermano. Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. 3 Pasó algún tiempo, y Caín hizo a Yahveh una oblación de los frutos del suelo. 4 También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahveh miró propicio a Abel y su oblacíon, 5 mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. 6 Yahveh dijo a Caín: «¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? 7 ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar.» 8 Caín, dijo a su hermano Abel: «Vamos afuera.» Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató. 9 Yahveh dijo a Caín: «¿Dónde está tu hermano Abel? Contestó: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» 10 Replicó Yahveh: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. 11 Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. 12 Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra.» 13 Entonces dijo Caín a Yahveh: «Mi culpa es demasiado grande para soportarla. 14 Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará.» 15 Respondióle Yahveh: «Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces.» Y Yahveh puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara. 25 Adán conoció otra vez a su mujer, y ella dio a luz un hijo, al que puso por nombre Set, diciendo: «Dios me ha otorgado otro descendiente en lugar de Abel, porque le mató Caín.»

Salmo 50,1,8,16-17,20–21. 1 Salmo. De Asaf. El Dios de los dioses, Yahveh, habla y convoca a la tierra desde oriente hasta occidente. 8 «No es por tus sacrificios por lo que te acuso: ¡están siempre ante mí tus holocaustos! 16 Pero al impío Dios le dice: «¿Qué tienes tú que recitar mis preceptos, y tomar en tu boca mi alianza, 17 tú que detestas la doctrina, y a tus espaldas echas mis palabras? 20 «Te sientas, hablas contra tu hermano, deshonras al hijo de tu madre. 21 Esto haces tú, ¿y he de callarme? ¿Es que piensas que yo soy como tú? Yo te acuso y lo expongo ante tus ojos.

Evangelio según San Marcos 8,11-13. Entonces llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él; y, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Jesús, suspirando profundamente, dijo: "¿Por qué esta generación pide un signo? Les aseguro que no se le dará ningún signo". Y dejándolos, volvió a embarcarse hacia la otra orilla.

Marcos 8,11-13: 11 Y salieron los fariseos y comenzaron a discutir con él, pidiéndole una señal del cielo, con el fin de ponerle a prueba. 12 Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: «¿Por qué esta generación pide una señal? Yo os aseguro: no se dará, a esta generación ninguna señal.» 13 Y, dejándolos, se embarcó de nuevo, y se fue a la orilla opuesta.

Comentario: 1. Gn. Caín mata a Abel. Las consecuencias del pecado de Adán y Eva no se hacen esperar: se rompe la armonía de relaciones con Dios y entre los mismos seres humanos. El deterioro de la humanidad es evidente. No sabemos cuál fue el motivo por el que Dios no miraba con buenos ojos las ofrendas de Caín y sí las de Abel. Los dos le ofrecían sacrificios. No parece que sea por el hecho de que Abel era pastor (más nómada) y Caín agricultor (más sedentario). Lo que pasa es que Dios actúa libre y gratuitamente. Como hará después tantas veces, no elige al primogénito o al que ha hecho más méritos, sino al más joven y más débil. Aunque también dialoga con Caín, cuando le ve abatido y le deja abierta una puerta: «Cuando el pecado acecha a tu puerta, tú puedes dominarlo». Aunque de alguna manera hay algo en Caín que le inclina al mal, Dios también vela por él.
No es importante que sea estrictamente histórica la escena: varios detalles suponen que se trata de una etapa más evolucionada de la humanidad, como el cultivo de la tierra y el pastoreo, y unas formas de sacrificio cultual que parecerían posteriores. Los cainitas (o quenitas) eran un pueblo cercano al hebreo, adoradores del verdadero Dios Yahvé. Con ellos se emparentaron por ejemplo Moisés y David. Tal vez se recoge aquí alguna tradición referente a este pueblo.
Lo decisivo es que esta muerte de un hombre a manos de su hermano es por desgracia una de las escenas más representativas de la maldad que hay en el corazón humano. Matar al hermano es el pecado que más expresa el odio, la violencia, la intolerancia. Desde entonces Abel será el representante de todos los que son víctimas de la envidia y la maldad ajena. Y Caín, prototipo de los que odian y matan a su hermano.
Dios defiende la vida humana y pide cuentas de la de Abel a su hermano: «La sangre de tu hermano me grita desde la tierra». Pero, a pesar de la respuesta un tanto insolente de Cam («¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?»), Dios también le protege a él: «El que mate a Caín lo pagará siete veces». Además, Dios concede a Adán y Eva otro hijo, Set: sigue la aventura de la humanidad.
El sacrificio de Abel… Lo mejor de nuestra vida ha de ser para Dios: lo mejor de nuestro tiempo, de nuestros bienes, de toda nuestra vida, incluyendo los años mejores. No podemos darle lo peor, lo que sobra, lo que no cuesta sacrificio o aquello que no necesitamos. Para el Señor toda nuestra hacienda, pero, cuando queramos hacerle una ofrenda, escojamos lo más preciado, como haríamos con una criatura de la tierra a la que estimamos mucho. Dar agranda el corazón y lo ennoblece; de la mezquindad acaba saliendo un alma envidiosa, como la de Caín, quien no soportaba la generosidad de Abel, como nos lo relata el Génesis (4, 1-5, 25) Para Ti, Señor, lo mejor de mi vida, de mi trabajo, de mis talentos, de mis bienes..., incluso de los que podría haber tenido. Para Ti mi Dios, todo lo que me has dado en la vida, sin límites, sin condiciones... Enséñame a no negarte nada, a ofrecerte siempre lo mejor.
Para Dios, lo mejor: un culto lleno de generosidad en los elementos sagrados que se utilicen, y con generosidad en el tiempo, el que sea preciso –no más-, pero sin prisas, sin recortar las ceremonias, o la acción de gracias privada después de la Santa Misa, por ejemplo. El decoro, calidad y belleza de los ornamentos litúrgicos y de los vasos sagrados expresan que es para Dios lo mejor que tenemos. La tibieza, la fe endeble y desamorada tienden a no tratar santamente las cosas santas, perdiendo de vista la gloria, el honor y la majestad que corresponden a la Trinidad Beatísima. “Contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: “Opus enim bonum operata est in me” –una buena obra ha hecho conmigo” (J. Escrivá).
Cuando nace Jesús, no dispone siquiera de la cuna de un niño pobre. Con sus discípulos, no tiene dónde reclinar su cabeza. Morirá desprendido de todo ropaje, en la pobreza más extrema; pero cuando su Cuerpo exánime es bajado de la Cruz y entregado a los que le quieren, éstos le tratan con veneración. En nuestros Sagrarios, Jesús esta ¡vivo! Se nos entrega para que nuestro amor lo cuide y lo atienda con lo mejor que podamos, y esto a costa de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestro esfuerzo: de nuestro amor. Pidamos a la Santísima Virgen que aprendamos a ser generosos con Dios, como Ella lo fue, en lo grande y en lo pequeño, en la juventud y en la madurez, en fin, lo mejor que tengamos en cada momento y en cada circunstancia de la vida (Francisco Fernández Carvajal).
Con cuatro pinceladas, el autor sagrado ha pintado un cuadro tenebroso: el de las pasiones humanas, el de las inclinaciones torcidas que, desde el principio de la “conciencia humana”, está regando la tierra con sangre. ¿Qué podemos hacer? ¿Dónde está tu hermano Abel? La narración del Génesis nos coloca ante las consecuencias que, desde el principio de la humanidad, han tenido las actitudes de pecado: envidia, odio, muerte; y también ante la complacencia de Dios por las obras buenas de sus hijos. Pero hemos de reconocer que el texto, leído y tomado literalmente, es tan escueto e incompleto que a algunos puede generarles notable confusión.
2. Salmo. Todos somos un poco Caín. Sigue existiendo la envidia y la intolerancia en nuestro mundo. Jesús -a quien sus enemigos envidiaron y llevaron a la muerte, como a Abel- nos enseñó a amarnos los unos a los otros, también cuando no coincidimos en carácter y cuando hay ofensas de por medio. Pero es lo que más nos cuesta: las relaciones con los que conviven con nosotros. Somos complicados, egoístas, susceptibles.
Por desgracia no han desaparecido los conflictos entre hermanos de una misma familia, entre ciudadanos de los diversos estamentos sociales -el pastor Abel y el agricultor Caín-, entre miembros de una comunidad religiosa o de una parroquia. Nuestra vida se parece más a esta página que a aquella otra ideal del Salmo 133: «Qué bueno y agradable es vivir los hermanos unidos». No llegaremos, es de esperar, a derramar la sangre del que no nos cae bien. Pero sí podemos tratarle con intolerancia o incluso con violencia, ignorarle, odiarle, hablar mal de él, catalogarle en nuestro archivo particular como indeseable: lo que a veces equivale a matarle moralmente. Desde las primeras páginas de la Biblia -antes de que Cristo Jesús nos diera la consigna del amor fraterno- ya nos pide Dios cuentas de la sangre de nuestro hermano, o también de su fama, como nos hace decir el salmo: «Te sientas a hablar contra tu hermano, deshonras al hijo de tu madre, esto haces ¿y me voy a callar? ¿crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara». Deberíamos oir en nuestro interior muy clara la voz de Dios: «¿Dónde está tu hermano?». Es de esperar que no contestemos como Caín. Cuando antes de ir a comulgar nos damos la paz los unos a los otros, estamos prometiendo que, a la vez que crecemos en el amor a Cristo, queremos también crecer en el amor al hermano, perdonándole si es el caso. Es la mejor preparación para comulgar con «el entregado por todos».
3.- Mc 8,11-13. A Jesús no le gusta que le pidan signos maravillosos, espectaculares. Como cuando el diablo, en las tentaciones del desierto, le proponía echarse del Templo abajo para mostrar su poder. Sus contemporáneos no le querían reconocer en su doctrina y en su persona. Tampoco sacaban las consecuencias debidas de los expresivos gestos milagrosos que hacía curando a las personas y liberando a los poseídos del demonio y multiplicando los panes, milagros por demás mesiánicos. Tampoco iban a creer si hacía signos cósmicos, que vienen directamente del cielo. El buscaba en las personas la fe, no el afán de lo maravilloso.
¿En qué nos escudamos nosotros para no cambiar nuestra vida? Porque si creyéramos de veras en Jesús como el Enviado y el Hijo de Dios, tendríamos que hacerle más caso en nuestra vida de cada día. ¿También estamos esperando milagros, revelaciones, apariciones y cosas espectaculares? No es que no puedan suceder, pero ¿es ése el motivo de nuestra fe y de nuestro seguimiento de Cristo Jesús? Si es así, le haríamos «suspirar» también nosotros, quejándose de nuestra actitud. Deberíamos saber descubrir a Cristo presente en esas cosas tan sencillas y profundas como son la comunidad reunida, la Palabra proclamada, esos humildes Pan y Vino de la Eucaristía, el ministro que nos perdona, esa comunidad eclesial que es pecadora pero es el Pueblo santo de Cristo, la persona del prójimo, también el débil y enfermo y hambriento. Esas son las pistas que él nos dio para que le reconociéramos presente en nuestra historia. Igual que en su tiempo apareció, no como un rey magnifico ni como un guerrero liberador, sino como un niño que nace entre pajas en Belén y como el hijo del carpintero y como el que muere desnudo en una cruz, también ahora desconfió él de que «esta gente» pida «signos del cielo» y no le sepa reconocer en los signos sencillos de cada día. «Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala como aceptaste los dones del justo Abel» (plegaria eucarística I; J. Aldazábal).
Es todavía hoy opinión común que los enemigos clásicos de Jesús fueron los fariseos. En todas las lenguas modernas, palabras como "fariseísmo" o "farisaico" significan falsedad e hipocresía. Pero, considerando con atención los elementos históricos, no es muy probable que los miembros de esta secta religiosa hayan sido sistemáticamente hostiles al profeta de Nazaret, cuyas ideas estaban muy cerca de las suyas en muchos puntos. Los fariseos se convirtieron en el símbolo principal de la hostilidad anticristiana solamente en el último tercio del siglo primero. Refiriéndose ahora al segundo evangelio, descubrimos que su autor no considera a los fariseos como los principales adversarios de Jesús, aunque los maltrata bastante. Esta relativa moderación de Marcos con respecto a los fariseos hace pensar en una fecha bastante anterior para su redacción; Marcos presenta a los fariseos como adversarios de Jesús en Galilea, mientras que fuera de ella tienen una parte mucho menos importante (10,12; 12,13). Ahora bien, había un grave punto de fricción entre Jesús y los fariseos. El segundo evangelista pone muy de relieve esta diferencia, y por eso está muy preocupado en presentar a Jesús como hijo del hombre y no como mesías triunfal. Este presupuesto está presente en los relatos taumatúrgicos de nuestro evangelio. Jesús hace milagros no para asombrar a la pobre gente, sino para informarle que la gran noticia se refiere realmente a su liberación total. Por eso los milagros se refieren siempre a la liberación del hombre: de la enfermedad, de la muerte, de la angustia. Por el contrario, en la cristología farisea se insistía mucho sobre los aspectos triunfalistas del futuro Mesías. Este es el sentido de la pretensión de los fariseos, que le piden "que haga aparecer una señal en el cielo", o sea, una exhibición cósmica que obligue a obedecer a los espectadores al glorioso dictador celestial. Jesús se encuentra entre la indignación y el estupor: "¿Por qué esta generación reclama una señal?" En el Nuevo Testamento la expresión "esta generación" denota siempre un juicio negativo (Mc 8,38; 9,19; Mt 12,39-45; 16,4; 17,17; Lc 9,41; 11,29; Fil 2,15). El sentido temporal pasa a segundo plano, mientras que se subraya el contenido humano colectivo; quizá la traducción más cercana podría ser la expresión moderna: "esta gente". Jesús afirma en forma solemne que el poder salvífico de Dios no se manifestará a través de una exhibición fulgurante. A través de los siglos las iglesias caerán constantemente en esta tentación "farisaica": buscar y ofrecer señales asombrosas que hagan callar a sus adversarios. Es curioso notar que esta tentación les viene a las iglesias en momentos críticos de decadencia de su fe: no teniendo que ofrecer a los "otros" testimonios vivos y reales de desalienación, intentan callarles la boca mediante supuestos fenómenos sobrenaturales, muy lejos del espíritu de los milagros de Jesús, y muy cerca de los resultados de la moderna ciencia de la parapsicología (edic. Marova). A veces hay cosas extraordinarias, como las apariciones de la Virgen en Lourdes o Fátima, con un mensaje especial para hacernos pequeños, para cambiar el curso de la historia, pero solemos observar a gente que rastrea los fenómenos y misticismos de un lado a otro, por fuera y en su alma. Necesitan “probar” así la presencia de Dios. Así se mitifican las hazañas de los pueblos, con leyendas que hablan de orígenes divinos. Pienso que lo mismo ocurre en Israel, cuando ponen en nombre de Dios la orden del anatema, de matar a todos, costumbre bárbara de la época y que necesitan poner un origen divino, en la conquista de aquellas tierras y en la consiguiente matanza. Y así se pedía “el juicio de Dios” en hacer pasar a gente sobre ascuas ardientes, o en duelos a caballo o a espada o a pistola, que la Iglesia prohibía. “No tentarás al Señor tu Dios”, oiremos dentro de unos días decir a Jesús ante la tentación del desierto…
Jesús nos da un signo... Con este leit motiv va a jalonar su relato Marcos. Todavía al pie de la cruz, se exigirá a Jesús que baje de ella para fundamentar con ese signo la fe en su misión: “¡baja de la cruz!” Siempre cosas extraordinarias... cuando un ejército gana una guerra, se mitifica frecuentemente la figura del vencedor, dejando de lado el mérito de los compañeros para ensalzar al líder, que se vuelve cada vez más divino. Así pasa con los caudillos. Y se espera de ellos algo grande, signos, milagros. Jesús debe ofrecer pruebas de sus pretensiones. Cuando reclaman un signo del cielo, los fariseos exigen que Dios dé directamente una prueba de la mesianidad de Jesús. Como representantes de la religión, deben pronunciarse, y quieren apoyar su opinión en hechos irrefutables. (...) No habrá más signo que la vida de este hombre. Este es el gesto que manifiesta que Dios actúa: la vida de un hombre. Ya en la mañana del universo, Dios se había reconocido a sí mismo en la vida del hombre; la vida se había convertido en la imagen de Dios. Y hoy, en este hombre de Nazaret vuelve a encontrar Dios su primer retrato. No se dará otro signo que la obediencia del Hijo, es decir, una vida vivida, sin reticencias, bajo la inspiración del Espíritu. La vida de este hombre habla por sí misma, no requiere demostración alguna. Estos son los signos de los tiempos: un hombre que ama, que habla de perdón, que no acabará de romper la caña quebrada; un hombre que, en la cara a cara de la oración, llama "Padre" a Dios. (...) Un signo que es una vida de hombre, porque sólo el testimonio -la vida, quiero decir- puede ser la invitación, invención, promesa.
Dios no podía dar más signo de salvación que la vida entregada de su Predilecto, que llega hasta las últimas consecuencias del amor. Un signo, un testimonio: también nuestra vida de hombres puede serlo. Nuestra serenidad, en efecto, puede convertirse en palabra de esperanza. Nuestra constancia en buscar el bien puede atestiguar nuestra fidelidad a la llamada recibida. Nuestra sencillez puede manifestar ya que todos participamos del mismo Espíritu. ¿Qué este signo es muy modesto? Pero tened en cuenta esto: Dios no puede dar otro, pues desde el primer día se identificó con la vida (Sal Terrae).
Los fariseos permanecen allí: se diría que cuantos más milagros hace Jesús, ¡menos aceptan creer.
-Los fariseos se pusieron a discutir con Jesús... para probarle... Se han bloqueado a priori. No vienen para aclarar las cosas, para discutir noblemente... sino para "tender un lazo", para "tentar". La palabra griega usada por Marcos es la misma de la tentación en el desierto: "fue tentado por Satanás" (Mc 1, 13) "Los fariseos le interrogan para tentarle." Jesús pues conoció esto... Estar rodeados de gentes que quieren perdernos, que buscan hacernos dar un paso en falso, que espían nuestros errores o imperfecciones naturales para ponerlos en evidencia. Recientemente, queriendo exaltar la perfección divina de Jesús, se han minimizado las tentaciones de Jesús, reduciéndolas a algunos pocos momentos de su vida y sobre todo considerándolas como muy exteriores a su conciencia íntima. Ahora bien, constatamos que la "tentación" fue constante en su vida. Jesús ha tenido que estar a menudo en estado de alerta, de combate, de debate interior.
-Le pedían una "señal del cielo." ¡Ahí está! Es la misma tentación grave del desierto: "haz que estas piedras se conviertan en panes... échate abajo desde lo alto del Templo..." La misma tentación renace en la conciencia de Jesús: "¡Muestra quién eres! ¡Haz milagros! ¡Pon en obra tu poder divino! ¡Fuerza a las gentes a creer en ti!" Esta tentación, toda proporción guardada, acerca Jesús a nosotros: gracias, Señor, de haber conocido esto. San Pablo, Fil 2,5, aclara este debate interior de Cristo. "El, que siendo de condición divina no conservó codiciosamente el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo y haciéndose semejante a los hombres..." Y es también la misma tentación en la agonía de Getsemaní: "que se aleje de mí este cáliz"... es la tentación de rechazar la vía de la cruz como medio de Salvación, es la tentación de salvar el mundo por medios más fáciles y menos costosos: "Vamos, danos una señal del cielo". Cada vez que quisiéramos en nuestras vidas suprimir las dificultades, nos encontramos con esta misma tentación.
-Jesús suspiró profundamente y dijo... Ya hemos encontrado este "suspiro" en la curación del "sordo tartamudo" (Mc 7,34). Hay que procurar imaginar este "gemido", esta queja expresada como en el desaliento: "¡No llegarán nunca a comprender!"
-¿Por qué pide señales esta generación? Jesús acaba de hacer unos "signos", acaba de alimentar a 4.000 hombres con 7 panes ¡y con los restos se llenaron 7 canastas! Confesemos que un tal endurecimiento del corazón, una ceguera semejante es descorazonante. "Esta generación", esta expresión, en la boca de Jesús es un término de condenación, que hace alusión a la "generación del desierto" que contestó a Dios, que puso a Dios a prueba reclamando siempre nuevas muestras de poder divino. "Cuarenta años me asqueó aquella generación... cuando me tentaron vuestros padres, a pesar de haber visto mis obras..." (Sal 95,9-10).
-"En verdad os digo que no se le dará ninguna otra señal a esta generación." Y dejándolos, se embarcó de nuevo hacia la otra ribera del lago. Gesto de decepción. Vayamos más lejos. Jesús sufre. Tiene delante de El unos corazones cerrados. Ni siquiera se puede discutir. Por lo tanto huyamos. Pasemos a la otra ribera (Noel Quesson).
La actitud de Jesús debe ser considerada como una negación al poder. No tiene afán de convencer a quienes miden la grandeza de las personas por su capacidad de mando y de dominio. Jesús con sus actos siempre quiso demostrar cómo la entrega y el servicio, dentro de un marco de amor-misericordia, son los principales requisitos para llamarse seguidores de Dios. El no habló de un Dios que ostenta poderío y que está del lado de los fuertes, habló de un Dios que acompaña y apoya a los débiles y a los explotados. Llamarse seguidores del Reino que propuso Jesús, es entregarse a la causa de la fraternidad universal, que pasa por favorecer a los empobrecidos, los que son considerados por la sociedad actual como poco importantes, carentes de valor, de poderío. La propuesta de Jesús es grandiosa por la exigencia que hace a nuestra humanidad de vivir en continuo compromiso con la misericordia, lejos de todo orgullo, ambición de riquezas o deseo de mando.
"Señor, en aquella rama hay un cuervo. Sé que tu majestad no puede rebajarse hasta mí. Pero necesito una señal. Ordena a ese cuervo que emprenda el vuelo. Así sabré que no estoy solo en el mundo. Y observé al pájaro. Pero siguió inmóvil. Me incline de nuevo sobre la roca. Señor, tienes razón. Tu majestad no puede ponerse a mis órdenes. Si el cuervo hubiera emprendido el vuelo, yo me sentiría triste aún, porque este signo lo habría recibido de alguien igual a mí mismo; sería el reflejo de mis deseos. Y de nuevo me habría encontrado en mi propia soledad. En aquel preciso instante, mi desolación se convirtió en una inesperada alegría" (A. de Saint-Exupery). Y yo añado: el que no se contenta es porque no quiere, pues el que es de carácter optimista tiene razones para contentarse siempre… Posiblemente muchos de nosotros todavía andamos, en el fondo de nuestro corazón, a la búsqueda de un signo, del signo, que nos confirme definitivamente en la fe. Es que la duda nos hace temblar a veces. Sentimos el poder de los opresores. Experimentamos la injusticia. Y nos preguntamos si será que este mundo es así, que no tiene remedio. No son malas estas dudas cuando al final, como al autor de nuestro cuento, nos invitan a crecer en la fe y en la esperanza. Lo malo es cuando queremos desafiar a Dios. Lo malo es cuando queremos hacer de él un juguete en nuestras manos. Ningún signo que hiciera sería suficiente para satisfacer nuestras exigencias. Cuando eso sucede, Dios sencillamente desaparece de nuestras vidas. Sólo cuando le aceptamos como es, vuelve a aparecer y nuestra desolación se convierte en alegría (servicio bíblico latinoamericano).
Uno de las ideas del fariseismo era el que esperaban un Mesías “triunfalista” en donde los milagros no fueran el signo de la liberación del hombre del pecado, del dolor y de la angustia, sino el signo del poder de Dios sobre sus enemigos. Por ello san Marcos tiene siempre presente en su evangelio presentarnos la correcta imagen de Jesús. Los fariseos quieren una señal prodigiosa… El problema es que ya se las ha dado pero no la han reconocido. Esta actitud se mantiene aun en muchos cristianos, que continúan buscando un “super Mesías” que sea capaz de cumplir todos sus caprichos. Un Mesías que les resuelva la vida a base de milagros y hechos prodigiosos. Son hermanos que siempre andan a la caza de milagros, de apariciones, de todo lo que suena a “extraordinario”. Debemos recordar que nuestro Mesías, Jesús, el Hijo de Dios, se manifiesta de manera discreta en medio de nuestra vida y que ha escogido precisamente lo débil para confundir a los poderosos. ¿Seremos todavía de los que piden a Jesús una señal para creer o para amarlo? (Ernesto María).
San Agustín (354-430) obispo de Hipona (África del Norte) doctor de la Iglesia, en su Sermón (126,3-4) se pregunta “¿Por qué pide esta generación una señal?” (Mc 8,12) y dice: “Aquí vemos dos cosas: por una parte las obras divinas y por otra, un hombre. Si las obras divinas no pueden ser realizadas sino por Dios, ¡presta atención y mira si acaso Dios se esconde en este hombre! Sí, ¡estate atento a lo que ves y cree lo que no ves! Aquel que te ha llamado a creer no te ha abandonado a tu suerte; incluso si te pide creer lo que no ves, no te ha dejado sin ver algo que te ayuda a creer lo que no ves. ¿La misma creación ¿es un signo débil, una manifestación débil de creador? Además, aquí lo tienes haciendo milagros. No podías ver a Dios, pero podías ver al hombre, pues Dios se hizo hombre para que sea una sola cosa aquello que tú ves y que tú crees”.
Los fariseos al pedir señales del cielo plantean una tentación. Es obligar a Dios a satisfacer las exigencias caprichosas de los seres humanos. Ya en las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt 4,1-10) había quedado claro que no es esta la manera como se revela Dios. Los fariseos no entienden que Jesús mismo es el signo que piden; que todo lo que ha dicho y hecho son los signos que lo revelan como el Hijo de Dios. En Jesús ha comenzado el Reino de Dios. Ante tanta sordera y ceguera, Jesús suspira por la incredulidad de unos hombres incapaces de ver a Dios en su palabra y sus obras. La respuesta de Jesús comienza con una pregunta denominando a sus adversarios como “esta generación”. esta expresión, tiene en el AT una connotación negativa. Así se le llama a la generación del diluvio (Gen 7,1), a la generación de Moisés (Sal 95,10) o a la generación desobediente y dura frente a las exigencias de Dios (Jer 8,3). También en el Nuevo Testamento denota un juicio negativo (Mc 8,38; 9,19; Mt 12,39-45; 16,4; 17,17; Lc 9,41; Flp 2,15).
Jesús continúa su respuesta con la fórmula “en verdad les digo”. La expresión “en verdad” reproduce la palabra hebrea “amén”, que significa “firme” pero que generalmente era utilizada para responder afirmativamente a la palabra de otra persona. También el significado de “así es”. Por eso, cuando Jesús dice estas palabras, su enseñanza adquiere una firmeza singular. Aquí la aseveración es clara y tajante: a esta generación, la que como los fariseos no quiere creer en la revelación personal del Dios de la vida, no se le dará ninguna señal, porque su problema es la incredulidad, y a quien no quiere creer no hay señales que valgan. Jesús no soporta la exigencia de un signo de parte de Dios estando precisamente frente al signo, por esto, decide dar la espalda a las autoridades judías e irse a la “otra orilla”, es decir, volver a tierras paganas.
En momentos críticos uno quiere recurrir a recursos extraordinarios para no sucumbir ante las pruebas. Entonces se puede echar mano de la sicología de las masas, se pueden inventar supuestas revelaciones, se puede intentar hacer curaciones o utilizar algunos otros medios que impacten a las multitudes y las hagan venir hacia nosotros. Pero tarde que temprano todo el teatro que se haya armado quedará descubierto y vendrá la ruina total. Jesús nos pide que no demos señales para convencer a los demás de adherirse a nuestras ideas, incluso religiosas, pues los milagros son un regalo que Dios nos hace y no se pueden convertir en una manipulación de los demás. Él quiere que nosotros mismos seamos esa señal; pues nuestras buenas obras deben apuntar hacia Cristo. Hacia Él nos dirigimos; y lo hacemos en serio, con todo el compromiso de quien proclama la Palabra de Dios y da testimonio de que ella ha sido eficaz en el que la anuncia. Cuando buscamos o damos otro tipo de señales estamos dando a entender que vivimos con mucha inmadurez nuestra fe y que necesitamos muletas o sillas de ruedas para movernos. Si, incluso, Dios nos permitiera hacer milagros, no podemos hacerlos para causar admiración hacia nosotros mismos sino para fortalecer, con toda sencillez, la fe de los demás; pues no somos nosotros, sino Dios quien ha de hacer su obra de salvación por medio nuestro, liberándonos de toda esclavitud al mal.
La prueba más grande de que Dios nos ama consiste en que, siendo nosotros pecadores, nos envió a su propio Hijo, el cual entregó su vida para liberarnos de la muerte y de la esclavitud al pecado. Esto es lo que celebramos en esta Eucaristía. Dios nos ama. Dios es Dios-con-nosotros. Dios no sólo se ha hecho cercano a nosotros, sino que ha hecho su morada en nosotros mismos. Sabemos que, a pesar de que el Señor habita en nosotros y va con nosotros, sin embargo jamás desaparecerán las pruebas por las que tengamos que pasar. Nuestra vida constantemente está sometida a una serie de tentaciones que, al ser vencidas con la Fuerza que nos viene de lo Alto, el Espíritu Santo, nos harán madurar en la perfección que nos asemeje, de un modo cada vez mejor y más claro, a nuestro Dios y Padre. La Alianza y Comunión de Vida que volvemos a hacer nuestras en esta Eucaristía, lleva a cabo esta obra del amor de Dios y de su salvación en nosotros.
Es fácil abrir el corazón a todo aquello que se conforma a nuestros propios intereses. Si encontramos personas que apoyen nuestra forma de pensar y actuar, aun cuando sean desordenadas, decimos que son gente buena, que nos comprende y que merece todo nuestro respeto. Sin embargo, cuando realmente confrontamos nuestra vida, nuestras obras y actitudes con el Evangelio de Cristo, nos damos cuenta de que debemos corregir muchas cosas. Y si alguien nos hace un fuerte llamado para que, abandonando nuestros caminos de maldad, nos volvamos hacia Dios nos revelamos y le pedimos que respete nuestra libertad (¿no será mas bien nuestro libertinaje?). Ojalá y el Señor no se aleje de nosotros dejándonos a merced de nuestros vanos pensamientos y de nuestras pasiones desordenadas. Abramos nuestro corazón a la Sabiduría de Dios para que podamos actuar guiados por los criterios del bien, del amor, de la verdad, de la justicia. No nos quedemos en una fe aparente movida por cualquier viento.
Pidámosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos dé la firmeza suficiente en la fe que hemos depositado en Él. Que fieles al Señor y a sus enseñanzas nosotros mismos, con una vida recta, seamos la mejor prueba de que el amor de Dios puede transformar al hombre y hacer que todos lleguemos a la unidad querida por Cristo y que debe tener sus raíces firmemente hundidas en el amor fraterno. Amén (www.homiliacatolica.com). Llucià Pou Sabaté, con textos de mercaba.org

miércoles, 29 de diciembre de 2010

II Domingo de Adviento, Ciclo A. Preparar los caminos: «Dad fruto digno de conversión»

Isaías 11,1-10. En aquel día: Brotará un renuevo del tronco de Jesé, / un vástago florecerá de su raíz. Sobre él se posará el espíritu del Señor: / espíritu de ciencia y discernimiento, / espíritu de consejo y valor, / espíritu de piedad y temor del Señor. / Le inspirará el temor del Señor.
No juzgará por apariencias, / ni sentenciará de oídas; / defenderá con justicia al desamparado, / con equidad dará sentencia al pobre. / Herirá al violento con el látigo de su boca, / con el soplo de sus labios matará al impío. / Será la justicia ceñidor de sus lomos; / la fidelidad, ceñidor de su cintura. / Habitará el lobo con el cordero, / la pantera se tumbará con el cabrito, / el novillo y el león pacerán juntos: / un muchacho pequeño los pastorea. / La vaca pastará con el oso, / sus crías se tumbarán juntas; / el león comerá paja con el buey. / El niño jugará con la hura del áspid, / la criatura meterá la mano / en el escondrijo de la serpiente. / No hará daño ni estrago
por todo mi Monte Santo: / porque está lleno el país
de la ciencia del Señor, / como las aguas colman el mar.
Aquel día la raíz de Jesé / se erguirá como enseña de los pueblos: / la buscarán los gentiles, / y será gloriosa su morada.

Salmo 71,2.7-8.12-13.17. R./ Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente.
Para que rija a tu pueblo con justicia, / a tus humildes con rectitud. Que en sus días florezca la justicia / y la paz hasta que falte la luna; / que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.
Porque él librará al pobre que clamaba, / al afligido que no tenía protector; / él se apiadará del pobre y del indigente, / y salvará la vida de los pobres. / Que su nombre sea eterno / y su fama dure como el sol; / que él sea la bendición de todos los pueblos / y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Carta de San Pablo a los Romanos 15,4-9. Hermanos: Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza.
Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, os conceda estar de acuerdo entre vosotros, como es propio de cristianos para que unánimes, a una voz, alabéis al Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. En una palabra, acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de Dios. Quiero decir con esto que Cristo se hizo servidor de los judíos para probar la fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas hechas a los patriarcas, y, por otra parte, acoge a los gentiles para que alaben a Dios por su misericordia. Así dice la Escritura: Te alabaré en medio de los gentiles y cantaré a tu nombre.

Mateo 3,1-12: Por aquellos días se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos». Éste es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: ‘Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas’. Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.
Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: ‘Tenemos por padre a Abraham’; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga».
Comentario: El anuncio profético del reinado de Dios se presenta siempre acompañado de una llamada urgente a la conversión. Así lo vemos en la predicación de Isaías y en la de Juan, que es el último de los profetas. Así también en la predicación de Jesús, que comenzó en Galilea diciendo: "Se acerca el reinado de Dios. Convertíos y creed en la buena Noticia". Por lo tanto, lo que tenemos que hacer cuando llega a nosotros la promesa de Dios es convertirnos. Convertirse a la promesa es por definición convertirse hacia delante, a lo que está por ver y por venir y no volver a las andadas. Es abandonar los viejos caminos y comenzar el camino nuevo. Porque es girar en redondo en vistas a lo que se anuncia, cambiar la vida que llevamos, el corazón, la mentalidad, todo. Y es también no hacerse ilusiones diciendo que "Abrahán es nuestro padre" o que somos "hijos de buena familia". Porque la salvación no está en nuestro pasado, en nuestros orígenes, sino en la nueva solidaridad de los que se aventuran respondiendo personalmente a la promesa (“Eucaristía 1980”). Por aquí nos lleva hoy la liturgia con una llamada a la esperanza, ya desde el introito de la misa, que es como un anuncio solemne de la próxima salida del sol: "nacerá de lo alto" (Lc 1,78) Cristo, el "sol de justicia" (Ml 4,2).
1. Is 11,1-10. “Una rama saldrá del tronco de Jesé -el padre de David-. Un retoño brotará de sus raíces”. Imagen tradicional en Israel en que, refiriéndose a la felicidad, se habla de un árbol floreciente... refiriéndose a la desgracia, se habla de un árbol seco reducido al tronco... De ese tronco casi muerto sale una pequeña yema, un brotecillo endeble, una ramita frágil. El Mesías futuro, como «resto de Israel» escapado de la prueba, ha de surgir de la pobreza y del sufrimiento. Jesús será perseguido desde su nacimiento y morirá mártir. También la Iglesia vive constantemente en la prueba.
-“Reposará sobre él el Espíritu Santo del Señor: Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de temor del Señor”. El Mesías que ha de venir es anunciado como «lleno del Espíritu». Dios viene y "reposa" sobre ese hombre. Jesús hace suya esa profecía, aplicándola a sí mismo, en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4, 18). «El Espíritu de Dios reposa sobre mi...» "Sabiduría", "inteligencia", "fuerza", «ciencia de Dios»... Me imagino y contemplo esas cualidades en Jesús. ¿Y nosotros... los que tenemos que ser prolongación de Cristo? ¿Es éste nuestro espíritu? ¿Qué voy a hacer, hoy, para dejarme conducir por el Espíritu?
-“No juzgará por las apariencias... Juzgará con justicia a los débiles, y dictará sentencia con rectitud a los pobres del país”... Nosotros, los hombres, nos dejamos impresionar fácilmente por las «apariencias». El, el Mesías, juzgará según la verdad y el corazón del hombre. Los pobres, los débiles son sus preferidos. ¿Y yo? ¿ayudo, defiendo a los pobres? Imágenes simbólicas: Los animales salvajes "conviven" con los animales domésticos... “El lobo y el cordero serán vecinos... El niño meterá la mano en la hura de la víbora”... En esta profecía, Isaías anuncia para el "fin de los tiempos", un retorno al paraíso primitivo: así vivía Adán en paz en medio de los animales. Lo que se nos promete es pues una «nueva creación», donde no habrá fuerzas hostiles al hombre... donde el hombre no sentirá temor... donde los instintos agresivos estarán dominados... donde los seres todos podrán convivir en paz unos con los otros. Ayúdanos, Señor, a convivir en paz.
La Biblia nos habla a menudo de la Paz. El Mesías es un «príncipe de la Paz». Esta es una aspiración universal de la humanidad. ¿Qué puedo hacer en este sentido?
-“Nadie hará mal en toda mi montaña santa... Porque el conocimiento del Señor llenará la tierra, como las aguas llenan el fondo del mar”. ¡Oh, qué necesario es a la humanidad ese sueño y esa promesa! ¡Una humanidad que ya no obra el mal, que ya no es opresora ni despreciadora de nadie! La fuente de esa "paz mesiánica" es el «conocimiento de Dios». La «paz-entre-ellos» proviene de tener todos la mirada puesta en el mismo Dios. Dios, factor de unidad. El Padre, fuente de amor entre hermanos. Ciertamente la Iglesia puede ser la suerte de la humanidad. No deja de tener importancia que hombres de todos los países se nutran de la misma Palabra, y comulguen en el mismo ideal, y constituyan un mismo Cuerpo. Te ruego, Señor, que esta profecía se realice y que yo contribuya a realizarla en la parte que de mi dependa (Noel Quesson).
2. Salmo 71: Es un canto al Mesías, que hace justicia, aspiración que colma el corazón humano de todos los tiempos, que debe reinar en la familia, el trabajo, los grupos, las relaciones internacionales... sobre todo los que no tienen con qué defenderse, los "pequeños". El rey-Jesús-Mesías toma partido por los pobres: ¿y nosotros? "La abundancia... El oro de Saba... El país convertido en un campo de trigo..." Imágenes de fecundidad y de felicidad, imágenes de prosperidad casi milagrosa de la era Mesiánica. Imágenes materiales, símbolos de la felicidad espiritual que Jesús trae aun a aquellos que están desamparados y que desconocerán siempre las riquezas y la saciedad. Esta felicidad Mesiánica esencial, es la "paz", unida dos veces a la "justicia" en esta oración. Señor, danos la "paz", da a todos los hombres la "paz" (Shalom): (Noel Quesson).
Rezo, y quiero trabajar con toda mi alma, por estructuras justas, por la conciencia social, por el sentir humano entre hombre y hombre y, en consecuencia, entre grupo y grupo, entre clase y clase, entre nación y nación. Pido que la realidad desnuda de la pobreza actual se levante en la conciencia de todo hombre y de toda organización para que los corazones de los hombres y los poderes de las naciones reconozcan su responsabilidad moral y se entreguen a una acción eficaz para llevar el pan a todas las bocas, refugio a todas las familias y dignidad y respeto a toda persona en el mundo de hoy. «Porque él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres; él rescatará sus vidas de la violencia, su sangre será preciosa a sus ojos». Y el Señor bendecirá a su rey y a su pueblo: Que reine la justicia en la tierra (Carlos G. Vallés).
Juan Pablo II explicó que Dios es defensor de los oprimidos, hablando del «poder real del Mesías»: “el Salmo 71, un canto real que meditaron e interpretaron en clave mesiánica los padres de la Iglesia. Acabamos de escuchar el primer gran movimiento de esta oración solemne (cf vv 1-11). Comienza con una intensa invocación conjunta a Dios para que conceda al soberano ese don que es fundamental para el buen gobierno, la justicia. Ésta se expresa sobre todo en relación con los pobres, que generalmente son sin embargo las víctimas del poder. Es de notar la particular insistencia con la que el salmista subraya el compromiso moral de regir al pueblo según la justicia y el derecho: «Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud... Que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador» (vv 1-2.4). Así como el Señor rige al mundo según la justicia (cf Sal 35,7), el rey que es su representante visible en la tierra -según la antigua concepción bíblica- tiene que uniformarse con la acción de su Dios.

Si se violan los derechos de los pobres, no se cumple sólo un acto políticamente injusto y moralmente inicuo. Para la Biblia se perpetra también un acto contra Dios, un delito religioso, pues el Señor es el tutor y el defensor de los oprimidos, de las viudas, de los huérfanos (cf Sal 67,6), es decir, de quienes no tienen protectores humanos. Es fácil intuir que la figura del rey davídico, con frecuencia decepcionante, fuera sustituida -ya a partir de la caída de la dinastía de Judá (s. VI a.C.)- por la fisonomía luminosa y gloriosa del Mesías, según la línea de la esperanza profética expresada por Isaías: «Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra» (11,4). O, según el anuncio de Jeremías, «Mirad que días vienen -dice el Señor- en que suscitaré a David un germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra» (23,5).
Después de esta viva y apasionada imploración del don de la justicia, el Salmo amplía el horizonte y contempla el reino mesiánico-real en su desarrollo a través de dos coordinadas, las del tiempo y el espacio. Por un lado, de hecho, se exalta su duración en la historia (cf. Sal 71,5.7). Las imágenes de carácter cósmico son vivas: se menciona el pasar de los días al ritmo del sol y de la luna, así como el de las estaciones con la lluvia y el nacimiento de las flores. Un reino fecundo y sereno, por tanto, pero siempre caracterizado por esos valores que son fundamentales: la justicia y la paz (cf v 7). Estos son los gestos de la entrada del Mesías en la historia. En esta perspectiva es iluminador el comentario de los padres de la Iglesia, que ven en ese rey-Mesías el rostro de Cristo, rey eterno y universal.

De este modo, san Cirilo de Alejandría en su «Explanatio in Psalmos» observa que el juicio que Dios hace al rey es el mismo del que habla san Pablo: «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1,10). «En sus días florecerá la justicia y abundará la paz», como diciendo que «en los días de Cristo por medio de la fe surgirá para nosotros la justicia y al orientarnos hacia Dios surgirá la abundancia de la paz». De hecho, nosotros somos precisamente los «humildes» y los «hijos del pobre» a los que socorre y salva este rey: y, si llama ante todo «"humildes" a los santos apóstoles, porque eran pobres de espíritu, a nosotros nos ha salvado en cuanto "hijos del pobre", justificándonos y santificándonos por medio del Espíritu».

Por otro lado, el salmista describe también el espacio en el que se enmarca la realeza de justicia y de paz del rey-Mesías (cf Sal 71,8-11). Aquí aparece una dimensión universal que va desde el Mar Rojo o el Mar Muerto hasta el Mediterráneo, del Éufrates, el gran «río» oriental, hasta los más lejanos confines de la tierra (cf v 8), evocados con Tarsis y las islas, los territorios occidentales más remotos según la antigua geografía bíblica (cf v 10). Es una mirada que abarca todo el mapa del mundo entonces conocido, que incluye a árabes y nómadas, soberanos de estados lejanos e incluso los enemigos, en un abrazo universal que es cantado con frecuencia por los salmos (cf Sal 46,10; 86,1-7) y por los profetas (cf Is 2,1-5; 60,1-22; Mal 1,11).

El broche de oro de esta visión podría formularse con las palabras de un profeta, Zacarías, palabras que los Evangelios aplicarán a Cristo: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey. Es justo... Suprimirá los cuernos de Efraím y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10; Cf Mt 21,5)”.
3. Rm 15,4-9. En Cristo tenemos la realización de las promesas, de la salvación. Cristo acoge a los que se hallaban en continuo pecado. Pablo viene a decir a los cristianos de Roma que incluso a ellos mismos. Por eso, en vuestra vida social, imitad a Jesús. En este punto de conversión al hermano (acogida), el cristiano marcha por el camino de la verdadera conversión (“Eucaristía 1992”).
Vemos que la comunidad de Roma se hallaba dividida en dos grupos o facciones: los "débiles" y los "fuertes". Los primeros se abstenían de comer carne y de beber vino los días señalados, por motivos religiosos; los segundos no distinguían los alimentos, pensando que todas estas prácticas no son lo importante para la fe. Aunque Pablo reconoce en teoría el buen sentido de los "fuertes", invita a los dos grupos a que se respeten y se acojan los unos a los otros como hizo Cristo. Una comunidad dividida en facciones intolerantes no puede unirse para tributar a Dios una misma alabanza. Por lo tanto, la asamblea eucarística presupone, al menos, la unidad de todos sus participantes en una misma esperanza y en una misma fe en Jesucristo. Pero esta unidad en Cristo, el verdadero punto de coincidencia y el único mediador, es un don de Dios. Cristo nos ha dejado el mejor ejemplo de comprensión mutua: él se sometió a la "circuncisión", es decir, a la Ley, y aceptando la Ley y sirviendo a los judíos, dio pruebas de la fidelidad de Dios que cumple las promesas hechas a los patriarcas y al pueblo de Israel; pero no se olvidó de acoger también a los gentiles para manifestarles la misericordia de Dios y lo alaben por esa misericordia. De unos y otros, de judíos y gentiles, hizo Cristo un solo pueblo de Dios. De igual manera es preciso que los cristianos, superando todas las diferencias, lleguen a la unanimidad de una misma alabanza al Padre por Cristo y en Cristo (“Eucaristía 1980”). A lo largo de tiempo se repetirán esas divisiones de buenos y malos, estados de perfección y menos perfectos, que son artificiales al mensaje del Evangelio. -"... acogeos mutuamente como Cristo os acogió..."
4. ¿Cuál es la necesidad más radical del ser humano? ¿El deseo más básico y elemental para ser feliz?
Sentirse amado, para siempre. Es decir, vivir una vida en plenitud enfocada hacia la vida eterna, e ir con las personas que se aman.
Hay momentos importantes en la vida que descubrimos eso, vemos que sí, que “eso es 'vida' de verdad, la felicidad, que es lo que queremos para siempre” (De eso trata Benedicto XVI en sus dos primeras Encíclicas, la que escribió sobre el amor y ahora sobre la esperanza).
Ante la pregunta: ¿Por qué nada del mundo constituye para nosotros un fin que nos satisfaga? La esperanza nos lleva siempre más allá de las actuales conquistas, en una sed de infinitud que no puede ser satisfecha dentro del horizonte de este mundo, y el corazón del hombre se acoge a un deseo que nos dirige más allá, hacia el final de los tiempos.
Precisamente ahí se dirige nuestra mirada en este segundo domingo de adviento: mirar al Señor que viene, como dice la antífona de entrada: “mira al Señor que viene a salvar a los pueblos, el Señor hará oír su voz gloriosa en la alegría de vuestro corazón” (cf. Is 30, 19.30). El profeta Isaías constituye un protoevangelio, y también en la primera lectura nos habla de ese paraíso perdido que añoramos, donde todos seremos amigos y estaremos en armonía con el todo, donde reinarán la justicia y la paz, el gozo de vivir (11, 1-10); como seguimos diciendo en el salmo (71): “en sus días florecerá la justicia y la abundancia de paz eternamente”. Esta querencia nos lleva a pensar en Jesús que viene, ahora en el tiempo, en Navidad, y cuando acabe el mundo, como supremo juez hacia el que concluye toda la creación.
En esta espera, la Iglesia nos propone la figura de Juan el Bautista, la “voz que clama en el desierto”, para ayudar a preparar los caminos del Señor, allanar sus sendas. Es la palabra que anuncia la Palabra, voz que anuncia la Voz, y cuando ésta llega el va desapareciendo, desprendido de honores, seguidores, de todo. Juan "perseveró en la santidad, porque se mantuvo humilde en su corazón" (San Gregorio magno). Nunca estamos tan llenos cuando, vacíos de nuestro yo, acogemos a Dios. Juan proclama el Bautismo, y acabaremos el tiempo de Navidad con el bautismo de Jesús, que es precisamente cuando comienza su vida pública, cuando da origen a una nueva creación, un volver a crear las aguas en las que nos sumergimos con Él, e instaura un nuevo orden, como dice Benedicto XVI en “Jesús de Nazaret”: “por su ser hombre, todos le pertenecemos, y El a nosotros; en Él la humanidad tiene un nuevo inicio y llega también a su cumplimiento”. Aparece el Bautista en un momento en el que vemos que “Israel vive en la oscuridad de Dios, las promesas hechas a Abraham y David parecen sumidas en el silencio de Dios. Una vez más puede oírse el lamento: ya no tenemos un profeta, parece que Dios ha abandonado a su pueblo. Pero precisamente por eso el país bullía de inquietudes”, a nivel religioso y político; ese ambiente nos ayuda a entender mejor lo que hoy meditamos: “Judas el Galileo había incitado a un levantamiento que fue sangrientamente sofocado por los romanos. Su partido, los zelotes, seguía existiendo, dispuesto a utilizar el terror y la violencia para restablecer la libertad de Israel; es posible que uno o dos de los doce Apóstoles de Jesús —Simón el Zelote y quizás también Judas Iscariote— procedieran de aquella corriente”. Estamos en un tiempo en el que –según las excavaciones del desierto- había comunidades de renovación espiritual: “La seria piedad reflejada en estos escritos nos conmueve: parece que Juan el Bautista, y quizás también Jesús y su familia, fueran cercanos a este ambiente. En cualquier caso, en los escritos de Qumrán hay numerosos puntos de contacto con el mensaje cristiano. No es de excluir que Juan el Bautista hubiera vivido algún tiempo en esta comunidad y recibido de ella parte de su formación religiosa.
”Con todo, la aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo al que invita se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan”. Se sabe con la misión de “preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a Él.
”En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: «Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!"» (Is 40, 3). Marcos añade una frase compuesta de Malaquías 3, 1 y Éxodo 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (11, 10) y en Lucas (1, 76; 7, 27): «Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino» (Mc 1,2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a Él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande”.
Podemos imaginar la el impacto de la figura del Bautista en ese contexto histórico, juzgar por lo que leemos en el Evangelio: «Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (1,5). Él tiene una misión, una vocación de precursor de los caminos del Señor, de señalar a Jesús: se muestra ya profeta en el seno de su madre, y salta de gozo en la presencia de Jesús (Lucas 1, 76-77). Su lema: “conviene yo mengüe y que Él crezca en mí” es como el resumen de lo que ha de ser la vida cristiana, dejar actuar a Cristo en nosotros para ser hijos de Dios. Dirá a sus discípulos que no era digno de calzarle las sandalias al Cordero de Dios, al que anuncia para que éstos le sigan (Mateo 3, 11).
Nuestro bautismo -y Confirmación- significa también el inicio de una nueva vida –vemos en la segunda lectura- y fruto de la penitencia ha de dar espacio interior al reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo principal de la vida, lo único necesario, y para ello hemos de quitar lo que estorba, convertirnos, como decimos en la oración colecta a Dios, “que en nuestra alegre marcha hacia el encuentro de tu Hijo, no tropecemos en impedimentos terrenos, sino que guiados por la sabiduría celestial, merezcamos participar en la gloria de Aquel que vive y reina contigo…” Pero dentro de tanta gente, Juan pone la mirada en algunos en particular, los fariseos y saduceos, tan necesitados de conversión como obstinados en negar tal necesidad. A ellos se dirigen las palabras del Bautista: «Dad fruto digno de conversión» (Mt 3,8). Los fariseos intentan seguir escrupulosamente la ley, evitando la adaptación a la cultura de los romanos y el mundo griego, que es la dominante. Los saduceos, sin embargo, más ilustrados, buscan el compromiso con el mundo romano (desaparecen en su rebelión el año 70, que los romanos reprimen con dureza).
Volviendo a nuestra espera, no ha de ser por tanto “quietismo”, sino “expectación” activa, búsqueda dinámica de la misericordia de Dios, conversión de corazón, «conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano» (Juan Pablo II). Hemos de descubrir los principales obstáculos para nuestra vida cristiana, que san Juan resume en “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida”, como decía san Josemaría: "la concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...) no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...). El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...) Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el ‘seréis como dioses’ (Gen 3,5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios. La existencia nuestra puede de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la ‘superbia vitae’. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos" (Es Cristo que pasa, nn.5-6). Juan el Bautista en su lema de vaciarnos de lo malo y llenarnos de Cristo nos da la clave para esta conversión de corazón (con la ayuda de la gracia bautismal, que renovamos en la confesión).
“El bautismo de Juan incluye la confesión: el reconocimiento de los pecados. El judaísmo de aquellos tiempos conocía confesiones genéricas y formales, pero también el reconocimiento personal de los pecados, en el que se debían enumerar las diversas acciones pecaminosas (Gnilka I, p. 68)”. Se trata de “empezar una vida nueva, diferente. Esto se simboliza en las diversas fases del bautismo. Por un lado, en la inmersión se simboliza la muerte y hace pensar en el diluvio que destruye y aniquila”, es el agua que mata al sumergir. “Pero, al ser agua que fluye, es sobre todo símbolo de vida: los grandes ríos —Nilo, Eufrates, Tigris— son los grandes dispensadores de vida. También el Jordán es fuente de vida para su tierra, hasta hoy. Se trata de una purificación, de una liberación de la suciedad del pasado que pesa sobre la vida y la adultera, y de un nuevo comienzo, es decir, de muerte y resurrección, de reiniciar la vida desde el principio y de un modo nuevo. Se podría decir que se trata de un renacer. Todo esto se desarrollará expresamente sólo en la teología bautismal cristiana, pero está ya incoado en la inmersión en el Jordán y en el salir después de las aguas”.
En el desierto de nuestra oración, hemos de dejar entrar las palabras de la predicación del Bautista: «Preparad el camino al Señor, enderezad sus sendas» (Mt 3,3), y junto a la “voz que clama en el desierto”, seamos portadores de la luz que hoy proclamamos: «preparemos los caminos, ya se acerca el Salvador y salgamos, peregrinos, al encuentro del Señor. Ven, Señor, a libertarnos, ven tu pueblo a redimir; purifica nuestras vidas y no tardes en venir» (Himno de Adviento de la Liturgia de las Horas). Y con nuestras vidas, así haremos de altavoz a esas palabras de la Antífona de entrada: "Pueblo de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la majestad de su voz, y os alegraréis de todo corazón". Nuestra vocación, a semejanza del Bautista, es también dar testimonio –con las palabras y nuestra vida entera- de Cristo. Con nuestra conversión y apertura a los demás seremos luz para atraer las almas al Reino de Dios. Como decía san Josemaría Escrivá, "de que tú y yo nos portemos como Dios quiere no lo olvides dependen muchas grandes". La vocación divina -llamada al seguimiento de Jesús, a participar de su gente, ser de los suyos- es fuente de alegría, de gozo espiritual.