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viernes, 11 de noviembre de 2011

Sábado de la 32ª semana de Tiempo Ordinario. Se vio el mar Rojo convertido en camino practicable, y así también Dios hará justicia a sus elegidos que

Sábado de la 32ª semana de Tiempo Ordinario. Se vio el mar Rojo convertido en camino practicable, y así también Dios hará justicia a sus elegidos que le corresponden.

Lectura del libro de la Sabiduría 18,14-16; 19,6-9. Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu palabra todopoderosa se abalanzó, como paladín inexorable, desde el trono real de los cielos al país condenado; llevaba la espada afilada de tu orden terminante; se detuvo y lo llenó todo de muerte; pisaba la tierra y tocaba el cielo. Porque la creación entera, cumpliendo tus órdenes, cambió radicalmente de naturaleza, para guardar incólumes a tus hijos. Se vio la nube dando sombra al campamento, la tierra firme emergiendo donde había antes agua, el mar Rojo convertido en camino practicable y el violento oleaje hecho una vega verde; por allí pasaron, en formación compacta, los que iban protegidos por tu mano, presenciando prodigios asombrosos. Retozaban como potros y triscaban como corderos, alabándote a ti, Señor, su libertador.

Salmo 104,2-3.36-37.42-43. R. Recordad las maravillas que hizo el Señor.
Cantadle al son de instrumentos, hablad de sus maravillas; gloriaos de su nombre santo, que se alegren los que buscan al Señor.
Hirió de muerte a los primogénitos del país, primicias de su virilidad. Sacó a su pueblo cargado de oro y plata, y entre sus tribus nadie tropezaba.
Porque se acordaba de la palabra sagrada que había dado a su siervo Abrahán, sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo.

Evangelio según san Lucas 18,1-8. En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: -«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad habla una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario." Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, corno esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara. "» Y el Señor añadió: -«Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

Comentario: 1.- Sb 18,14-16;19,6-9. En esta última página que leemos del libro de la Sabiduría, su autor reflexiona sobre la décima plaga que cayó sobre Egipto para que el Faraón se decidiera finalmente a dejar salir a los judíos hacia el desierto. La descripción es cósmica: en el silencio de la noche, sucede la intervención poderosa de Dios, su Palabra desciende como espada afilada, pisa la tierra y llena el cielo y siembra de muerte a los enemigos del pueblo elegido, mientras que todos los elementos naturales -la nube, la tierra, el mar y su oleaje- se ponen de parte de los israelitas. No sólo Israel, sino todo el cosmos "retozaban como potros y triscaban como corderos, alabándote a ti, Señor, su libertador".
El éxodo de los israelitas fue una poderosa figura del definitivo éxodo, la muerte y resurrección de Jesús, su paso a través de la muerte a la nueva existencia, guiando, como nuevo Moisés, al pueblo de los salvados. Esta lectura nos prepara para la celebración del domingo y nos ayuda a refrescar nuestra admiración por las maravillas que ha obrado Dios. Nunca será suficiente nuestra gratitud y nuestros cantos de alegría. ¿Se podría decir de nosotros alguna vez, viéndonos cantar alabanzas pascuales, que "retozamos como potros y triscamos como corderos"? ¿o más bien estamos apagados, sin dejar traslucir la suerte que tenemos al ser el pueblo liberado por Jesús? Si la salida de Egipto fue el acontecimiento decisivo para Israel, para nosotros lo es, y con mayor motivo, la Pascua de Jesús, que continuamente nos comunica en sus sacramentos y en la celebración de cada domingo, y sobre todo del Triduo Pascual cada año. A la luz de esta Pascua, hemos de interpretar la historia y los pequeños o grandes acontecimientos de nuestra vida, con la consecuencia de que siempre estemos optimistas y llenos de confianza en Dios. A ver si nos dejamos contagiar el entusiasmo del salmo y, con instrumentos o a viva voz, expresamos nuestra alabanza a Dios: "recordad las maravillas que hizo el Señor, cantadle al son de instrumentos, hablad de sus maravillas que se alegren los que buscan al Señor, porque sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo". Habitante de Alejandría, en Egipto, el autor del Libro de la Sabiduría, termina su estudio con una reflexión sobre las relaciones entre Egipto e Israel. Recordando las "plagas de Egipto" que liberaron de la servidumbre a sus antepasados, describe la parte debida a la "naturaleza" en el juicio entre hebreos y egipcios, y, para el fin de los tiempos, anuncia una «naturaleza transfigurada» en la que el cosmos entero intervendrá en la salvación de los justos.
-Cuando un sosegado silencio lo envolvía todo... Tu Palabra omnipotente. Señor, irrumpió en medio de este país... La intervención de Dios es aquí dramatizada a la manera épica. Ayúdanos, Señor, a ver tus intervenciones en el mundo. Ayúdanos a creer que no te desinteresas de los hombres y de los movimientos de la historia. Tu Palabra es siempre «activa» en el corazón de los hombres y en el de los acontecimientos. Pero, a menudo, no la oímos. Permanecemos envueltos en el silencio. Ayúdanos a percibir esta Voz.
-La creación entera, obediente a tus decretos, se rehízo de nuevo en sus diversos elementos, a fin de que tus hijos fuesen preservados de todo daño. El agua, los animales, el mar Rojo, intervienen para «salvar» a los hebreos. El autor de la Sabiduría lo interpreta como signo de que hay una correlación entre la "salvación de los justos" y el «equilibrio cósmico».
-Se vio una nube proteger su campamento... Una tierra seca emerger del agua que la cubría... Un camino practicable a través del mar Rojo... Una verde llanura del oleaje impetuoso... Es claramente como una "reproducción" de la creación primera. También en el Génesis el Espíritu, como una nube planeaba sobre las aguas (Gn 1,9). Así el Éxodo de Egipto es también la "evocación" de la creación futura. La Palabra de Dios que en el principio lo creó todo, está siempre presente sobre la tierra para preparar una "nueva creación" más allá de la muerte. En estas reflexiones hay una perspectiva, un sentido de la historia. Dios no ha hecho la "naturaleza", el "cuerpo", la "materia" para la destrucción. El proyecto de Dios no es tan solo la «salvación de las almas»: la creación material está realmente asociada al hombre. No olvidemos que ese texto fue escrito tan sólo unos años antes de Jesús. No solamente no desprecia Dios la «carne y el mundo material»... sino que "se encarna en él" y «resucita los cuerpos».
-Los que tu mano protegía mientras contemplaban tan admirables prodigios, eran "como caballos conducidos a los pastizales". "Retozaban como corderos", alabándote a Ti, Señor, que los habías liberado. La exultación corporal del hombre... es como la del caballo que salta y relincha percibiendo ya cerca el pastizal. La imagen es hermosa y audaz. Esforzándose por comprender el mundo, a veces el hombre tiende a separar "la materia del espíritu". En ciertos ambientes es de buen tono despreciar el cuerpo y la materia, lo que es una visión pesimista, jansenista. Es verdad que la "máquina", el "erotismo" pueden alienar al hombre. Pero el pensamiento cristiano no se resigna a un dualismo que diría: el espíritu es bueno... la materia es mala. De hecho, el dogma de la resurrección nos presenta como ideal buscar ya aquí y ahora, una reconciliación entre el cuerpo y el espíritu, un cuerpo flexible al ritmo del pensamiento y del amor. ¡Glorificar a Dios con todo mi ser y toda la naturaleza! (Noel Quesson).
Aquella noche de la liberación del Pueblo Israelita de la mano de sus opresores, en que la Palabra se manifestó como salvación para ellos, cumpliendo el Decreto Divino de condenar a los Egipcios y salvar a los Hebreos, es sólo una figura de aquel otro momento en que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, manifestándose con todo su poder salvador para liberarnos de la esclavitud al pecado a que nos había sometido el Maligno, enemigo de Dios y de los hombres que están destinados a participar de la Vida Divina. Por eso llenémonos de gozo en el Señor y demos brincos de alegría, dando gracias al Señor por haberse convertido en nuestra defensa y salvación. Ojalá y permitamos que nuestra vida esté siempre en sus manos.

2. Sal. 104. Dios es siempre fiel a sus promesas. Por eso hemos de entrar a su Templo santo, para postrarnos ante Él y darle gracias. ¿Cómo no agradecerle a Dios y ser fieles a sus mandatos y enseñanzas, si su amor por nosotros ha llegado hasta el extremo de entregar a su propio Hijo a la muerte para liberarnos del pecado y de su consecuencia, la muerte? Dios no sólo quiere concedernos bienes terrenos, sino su vida y la salvación eterna. Por eso no lo busquemos sólo para que nos cargue de oro y plata y nos libre de nuestras enfermedades, sino que, más bien busquémoslo para que nos conceda su perdón, su paz, su vida y la presencia de su Espíritu Santo en nosotros.
La llamada por Abraham a tantos es divina, y requiere correspondencia: “"Se alegre el corazón de los que buscan a Dios" (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, "un corazón recto", y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios” (Catecismo 30).

3.- Lc 18, 1-8 (ver domingo 29C). Lucas es el evangelista de la oración. Es el que más veces describe a Jesús orando y más nos transmite su enseñanza sobre cómo debemos orar. Hoy lo hace con la parábola de la viuda insistente. El juez no tiene más remedio que concederle la justicia que la buena mujer reivindica. No se trata de comparar a Dios con aquel juez, que Jesús describe como corrupto e impío, sino nuestra conducta con la de la viuda, seguros de que, si perseveramos, conseguiremos lo que pedimos.
Jesús dijo esta parábola "para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse". Dios siempre escucha nuestra oración. Él quiere nuestro bien y nuestra salvación más que nosotros mismos. Nuestra oración es una respuesta, no es la primera palabra. Nuestra oración se encuentra con la voluntad de Dios, que deseaba lo mejor para nosotros. El Catecismo lo expresa con el ejemplo del encuentro de Jesús con la mujer samaritana, junto a la boca del pozo. "Nosotros vamos a buscar nuestra agua", pero resulta que ya estaba allí Jesús: "Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de él" (CEC 1560).
A veces esta oración la tenemos que expresar a gritos, día y noche, como dice Jesús, porque hay momentos en nuestra vida de turbulencia y de dolor intenso. Nos debe salir desde una actitud de humildad, no de autosuficiencia, desde una actitud de apertura confiada a Dios. O sea, desde la fe, como la del centurión que pedía por su criado, como la de la pobre viuda que insistía para conseguir justicia. La pregunta final de Jesús, en la página que hoy leemos, es provocativa: "cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?" (J. Aldazábal).
Oímos ayer que se nos invitaba a tomar en serio nuestro «fin». Las imágenes usadas fueron «el fuego, el agua», «el buitre» que se precipita sobre su presa. Todo esto podría generar angustia.
-Entonces les propuso esta parábola, para explicar a sus discípulos que tenían que orar siempre y no desanimarse. Jesús quiere que despertemos de nuestras torpezas y de nuestras indiferencias, pero no quiere angustiarnos. Su llegada tarda, se hace esperar, pero no hay que «desanimarse»: hay que rezar. En verdad una pregunta nos acucia: «Esperar, ¿hasta cuándo?» (Ap 6, 10), y otra más acuciante todavía: ¿Perseveraré hasta el fin? ¿Sería yo capaz de apostasía, o de un abandono lento y progresivo? ¿Podría mi Fe desmoronarse bajo los golpes de la duda o de la desgracia... quién sabe. Uno de los objetivos de la plegaria -no el único, evidentemente-, es el de mantener en nosotros la fe, la relación personal con Dios: es como la cita entre personas que se quieren para mantener ese amor y estimación. La oración tiene un aspecto anti-angustia: nos apoyamos en alguien, nos confiamos a él, salimos de nosotros mismos y nos abandonamos a otro.
-Érase una vez un juez que no temía a Dios y se burlaba de los hombres. En la misma ciudad había una viuda que iba a decirle: «Hazme justicia» ...Por bastante tiempo no quiso, pero después pensó: "Yo no temo a Dios, ni respeto a los hombres; pero esa viuda me está amargando la vida: Le voy a hacer justicia para que no venga sin parar a importunarme..." ¡Fijaos en lo que dice ese juez injusto! Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que están clamando a El día y noche? Esto se llama una parábola «a contraste» en la que la lección a sacar de ella es lo «contrario» del ejemplo expuesto. El juez es «sin Dios» y «sin misericordia» y acaba haciendo justicia... ¡Con cuánta mayor razón, Dios que es padre y ama a los hombres, hará justicia a los que ama y la hará prontamente! La lección esencial de la parábola no es la perseverancia en la oración, sino más bien en la certidumbre de ser atendida: si un hombre impío y sin escrúpulos acaba atendiendo a una pobretona, ¡cuánto más sensible será Dios a los clamores de los que, en su pobreza, se dirigen a El! Sus elegidos claman a El noche y día... Hay que rogar siempre, sin desanimarse... Vuelvo a escuchar esas palabras. Si nos pides esto, Señor Jesús, es porque Tú mismo lo has hecho también: orabas sin cesar noche y día Procuro contemplar esa continua plegaria. En las calles de los pueblos de Palestina. Rodeado por el gentío de las orillas del lago. Por la mañana, al amanecer. No nos pides nada imposible ¿Cómo trataré hoy de hacer algo mejor una plegaria continua? No, forzosamente, recitando fórmulas de plegarias... sino por una unión constante contigo.
-Pero, cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿encontrará Fe en la tierra? Interrogación dolorosa, que escucho seriamente. La tentación de abandonar la Fe no es exclusiva de nuestra época: Los mismos «elegidos» están también amenazados. No hay que mantenerse en ninguna seguridad engañosa. Una oración repetida, constante, continua, obstinada, es nuestra única seguridad: Dios no puede abandonarnos, si nosotros no le abandonamos a El. ¿Qué voy a hacer HOY para alimentar mi fe? (Noel Quesson).
Jesús se vale de una situación bien conocida para ilustrar la verdadera actitud en la oración. El relato nos narra la historia, bastante conocida en la época, de la viuda indefensa que acude al juez con tanta insistencia que logra un fallo favorable. La tenacidad y la constancia de la mujer estuvieron por encima de la mala conciencia del juez. Las viudas, en su condición de mujeres desprovistas de la protección del marido, eran generalmente objeto de explotación y marginación. Junto con los huérfanos, los extranjeros y los enfermos pertenecían a los grupos excluidos de la sociedad. Su única alternativa era conseguir un defensor de sus derechos. Este defensor era llamado «Goel» y representaba el camino hacia una vida digna. Jesús toma este ejemplo y lo aplica a la oración. En la oración nos sentimos como la viuda: carentes de toda protección y a merced de la voluntad de Dios. Sin embargo, Dios no es un juez sordo o injusto. Dios se nos muestra como un Padre misericordioso, resuelto a escuchar a su hijos cuando éstos realmente están convencidos de su causa. Esta situación nos remite inmediatamente a la situación del suplicante, de la persona que eleva su clamor a Dios. Si esta persona carece de convicción, de la fe necesaria, de poco le sirve la oración. Pues, la oración es un agradecimiento por los bienes recibidos. Y si la persona, no considera anticipadamente que lo que pide ya lo ha recibido, se dirige a un Juez sordo, que no atiende su clamor. Fe y constancia, confianza y tenacidad, son las dos llaves que nos abren la posibilidad de un diálogo sincero con Dios y con los hermanos. Si en nuestra acción procedemos estratégicamente, o simplemente nos dirigirnos a Dios para calmar nuestros caprichos y necedades, seguramente perderemos el tiempo y la paciencia. Dios escucha el clamor de los marginados, de los oprimidos, de los justos. Si nosotros clamamos en estas condiciones hemos de tener la certeza de ser escuchados (servicio bíblico latinoamericano).
Orar más y mejor es un deseo que a menudo se encadena con el deseo de hacer un poco de ejercicio físico, vigilar la dieta o comunicarnos con los amigos que hace años que no vemos. A veces tenemos la impresión de estar siempre empezando y de estar siempre interrumpiendo.
Me llama la atención el modo como Lucas encabeza hoy la parábola del juez y la viuda: "Para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola". Para Jesús la oración es el amor hecho continuidad, insistencia, confianza. Sólo cuando nos mantenemos pacientemente en onda "perforamos la realidad". Esta es la razón por la cual los hombres y las mujeres orantes ven las cosas de otra manera, se comprometen de otra manera. ¡La lenta transformación de la oración!
Lo normal es que en este camino nos desanimemos. Lo normal es esperar algunos cambios de conducta de la noche a la mañana. O, por lo menos, algunos sentimientos gratificantes de bienestar, autoaceptación y cosas por el estilo. La realidad es demasiado dura como para ser perforada en un santiamén.
Las personas que oran saben esperar. Quizá el primer fruto de una oración humilde sea estar gratuitamente ahí, abiertos de par en par al sol de Dios, sin prisas, sin ansiedad. Un día y otro. Las personas que esperan pueden creer que todo es inútil, pero su actitud las hace estar en el lugar adecuado y en el tiempo oportuno para acoger la venida del Hijo del Hombre. El que ora es como una virgen con la lámpara encendida, como una viuda que no se cansa de suplicar justicia.
¿No os parece que el tiempo presente no nos ayuda a vivir así? Queremos que todo suceda cuanto antes. Somos como los políticos que necesitan inaugurar muchas cosas en el arco de una legislatura. O como los periodistas que tienen que rellenar un periódico cada veinticuatro horas.
Os invito a interrumpir la lectura para hacer un rato de oración desde la pantalla del ordenador. Es sólo una forma de estimularnos a orar siempre, en toda circunstancia (gonzalo@claret.org).
Ante las múltiples injusticias que vemos sucederse en la vida de todos los días, surge un sentimiento de la propia impotencia. Dicha impotencia nos hace comprender nuestra incapacidad para enfrentar dichas situaciones. Y ese sentimiento hace que espontáneamente el recurso a Dios se presente como la única salida. Nos es relativamente fácil entonces comprender la importancia de la oración. La petición se multiplica en nuestros labios. Sin embargo, cuando esa oración no parece conseguir lo pedido, cuando las heridas injustamente causadas se multiplican, se hace sumamente difícil perseverar en la práctica de la oración que habíamos emprendido. Dios, en muchos de estos casos, aparece bajo la imagen de alguien desentendido de la búsqueda de la justicia. La parábola del juez inicuo quiere enseñarnos a rectificar esos sentimientos que brotan en los momentos en que se oscurecen ante los propios ojos los valores del Reino de Dios y de su justicia. Junto a ello la parábola quiere marcar en nosotros de forma indeleble una pauta referente a la práctica de la oración. En Dios debemos seguir contemplando la fuente de toda justicia y desde esa contemplación se hace necesario renovar nuestro compromiso con la justicia en una oración perseverante. En los momentos en que más lúcidamente descubrimos el aplastamiento de los derechos propios o de los demás se hace más urgente seguir la exhortación de Jesús a orar siempre, sin desfallecer jamás. Este comportamiento puede mantener vivo en nosotros la lucha por la justicia y, sobre todo, puede recrear en nosotros la confianza en Dios, íntimamente comprometido con los valores de la justicia (Josep Rius-Camps).
Orar. Orar siempre y sin desfallecer. Y esto porque la oración en el hombre de fe equivale a la respiración que nos conserva vivos. Sin la oración el hombre fácilmente es presa del pecado y muere para Dios. Por eso incluso nuestra vida ordinaria debe convertirse en una continua alabanza del Nombre de Dios. Y hemos de ser constantes en la oración, a pesar de que sabemos que Dios sabe lo que necesitamos aún antes de que se lo pidamos. Pidámosle su Espíritu Santo; roguémosle que nos perdone y nos justifique para que seamos dignos hijos suyos. Ojalá y nos mantengamos firmes en la fe para que podamos permanecer de pie cuando venga el Hijo del hombre, encontrándonos en vela y oración trabajando por su Reino.
El Señor nos ha convocado y nosotros hemos hecho caso a su llamado reuniéndonos en esta Acción Litúrgica para celebrar la Eucaristía, Memorial de su Pascua. ¿En verdad hemos venido con fe? Este momento es el momento culminante de la oración del cristiano. Hasta aquí nos han traído nuestras esperanzas e ilusiones; y desde aquí ha de partir nuestro trabajo para lograr un mundo renovado en Cristo, en su amor, en su paz. Ojalá y no vengamos sólo para pedirle que llene nuestras manos de bienes materiales, o de poder terreno; sino para pedirle que nos conceda la Sabiduría necesaria para utilizar los bienes temporales sin olvidar los del cielo. Roguémosle especialmente que nos haga justos, para que libres de nuestros pecados podamos manifestarnos, con toda claridad, como hijos de Dios.
Igual que todas las personas, los cristianos seguimos insertos en el mundo cumpliendo con nuestros deberes diarios, poniendo el mejor de nuestros esfuerzos para darle su verdadera dimensión a la vida terrena. Sin embargo, sabiendo que pisamos la tierra y que trabajamos responsablemente en ella, no nos olvidemos de tener la mirada puesta en el Cielo. Así, no sólo nos preocuparemos por llevar a nuestro mundo a su plena realización, sino que, guiados por nuestra fe en Cristo e impulsados por la presencia de su Espíritu Santo en nosotros, nos esforzaremos decididamente por hacer realidad entre nosotros, ya desde esta vida, el Reino de Dios para que llegue a nosotros con toda su fuerza. Esto requiere de nosotros una continua conversión para caminar, no conforme a los criterios mundanos, sino conforme a los criterios de Dios. Aunado a la conversión debe estar en nosotros el espíritu de comunión , que nos ayude a permanecer firmemente anclados en el amor a Cristo y en el amor fraterno, aceptando libre, pero responsablemente, todas sus consecuencias. Y, finalmente, hemos de vivir la solidaridad con nuestro prójimo, tanto haciendo nuestros sus dolores, esperanzas y sufrimientos para remediarlos, como convirtiéndonos en colaboradores, junto con todos los hombres de buena voluntad, en la construcción de un mundo más fraterno, más maduro en la paz y más solidario en la justicia social (www.homiliacatolica.com).
Un mosquito en la noche es capaz de dejarnos sin dormir. Y eso que no hay comparación entre un hombre y un mosquito. Pero en esa batalla, el insecto tiene todas las de ganar. ¿Por qué? Porque, aunque es pequeño, revolotea una y otra vez sobre nuestra cabeza con su agudo y molesto silbido. Si únicamente lo hiciera un momento no le daríamos importancia. Pero lo fastidioso es escucharle así durante horas. Entonces, encendemos la luz, nos levantamos y no descansamos hasta haber resuelto el problema. Este ejemplo, y el del juez injusto, nos ilustran perfectamente cómo debe ser nuestra oración: insistente, perseverante, continua, hasta que Dios “se moleste” y nos atienda. Es fácil rezar un día, hacer una petición cuando estamos fervorosos, pero mantener ese contacto espiritual diario cuesta más. Nos cansamos, nos desanimamos, pensamos que lo que hacemos es inútil porque parece que Dios no nos está escuchando. Sin embargo lo hace. Y presta mucha atención, y nos toma en serio porque somos sus hijos. Pero quiere que le insistamos, que vayamos todos los días a llamar a su puerta. Sólo si no nos rendimos nos atenderá y nos concederá lo que le estamos pidiendo desde el fondo de nuestro corazón.

domingo, 27 de marzo de 2011

Cuaresma 2ª semana, lunes: la justicia de la misericordia

Cuaresma 2ª semana, lunes: la justicia de la misericordia

1ª: Lectura del profeta Daniel 9,4b-10: “En aquellos días, -yo, Daniel- derramé mi oración al Señor mi Dios y le hice esta confesión: ¡Ah, Señor, Dios grande y temible, que guardas la alianza y el amor a los que te aman y observan tus mandamientos! Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas. No hemos escuchado a tus siervos, los profetas, que en tu nombre hablaban a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres... A ti, Señor, la justicia; a nosotros la vergüenza en el rostro... Y al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón...”

Salmo 78: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados. No recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres; que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados. Socórrenos, Dios Salvador nuestro, por el honor de tu nombre. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo, con tu brazo poderoso salva a los condenados a muerte. Mientras nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de generación en generación».

Texto del Evangelio (Lc 6,36-38 = DOMINGO 07C): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá».

Comentario: 1. –Daniel 9,4-10: La lectura de hoy es un fragmento de la oración de Daniel, que nos muestra el aspecto dramático que, a menudo, incluyen las relaciones hombre-Dios. El Señor permanece fiel a la Alianza y está siempre dispuesto a otorgar su amor; el hombre, muchas veces, prefiere vivir por su propia cuenta (Misa dominical 1990). En esta confesión de Daniel, todos podemos vernos a nosotros mismos: por el reconocimiento de nuestra carga de pecado al traicionar a los hombres, porque no escuchamos la voz de la conciencia, porque no aceptamos el mensaje de salvación que nos viene en la voz de los profetas y los signos. Si Dios no es misericordioso, ¿tenemos nosotros futuro?
La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser del hombre, y, si se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos los atropellos posibles contra sí mismo y contra los demás. Jesús compara la función de la conciencia a la del ojo en nuestra vida (Lucas 11, 34-35). Cuando el ojo está sano se ven las cosas tal como son, sin deformaciones. Un ojo enfermo no ve o deforma la realidad, engaña al propio sujeto, y la persona puede llegar a pensar que los sucesos y las personas son como ella los ve con sus ojos enfermos. La conciencia se puede deformar por no haber puesto los medios para alcanzar la ciencia debida acerca de la fe, o bien por una mala voluntad dominada por la soberbia, la sensualidad o la pereza. La Cuaresma es un tiempo muy oportuno para pedirle al Señor que nos ayude a formarnos muy bien la conciencia y para que examinemos si somos sinceros con nosotros mismos y en la dirección espiritual. La luz que hay en nosotros no brota de nuestro interior, sino de Jesucristo. Yo soy –ha dicho Él- la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas (Juan 8, 12). Su luz esclarece nuestras conciencias: más aún, nos puede convertir en luz que ilumine la vida de los demás: vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 14). Lo haremos con nuestra palabra y con nuestro comportamiento, para lo cual tenemos necesidad de formarnos una conciencia recta y delicada, que entienda con facilidad la voz de Dios en los asuntos de la vida cotidiana. La ciencia moral debida y el esfuerzo por vivir las virtudes cristianas (doctrina y vida) son los dos aspectos esenciales para la formación de la conciencia. Nadie nos puede sustituir ni podemos delegar esta grave responsabilidad. Para el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo importante es tener claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna vez indiquen un sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los caminos que, aunque sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna parte... o llevan a un precipicio. Necesitamos luz y claridad para nosotros y para quienes están a nuestro lado. Es muy grande nuestra responsabilidad. El cristiano está puesto por Dios como antorcha que ilumina a otros en su caminar hacia Dios (F. Fernández Carvajal).
«Sálvame, Señor, ten misericordia de mí. Mi pie se mantiene en el camino llano. En la asamblea bendeciré al Señor» (Sal 25,11-12; Entrada). Empezamos la segunda semana de la Cuaresma con una oración penitencial muy hermosa, puesta en labios de Daniel. Él reconoce la culpa del pueblo elegido, tanto del Sur (Judá) como del Norte (Israel), tanto del pueblo como de sus dirigentes. No han hecho ningún caso de los profetas que Dios les envía: «hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas, hemos pecado contra ti». Mientras que por parte de Dios todo ha sido fidelidad. Daniel hace una emocionada confesión de la bondad de Dios: «Dios grande, que guardas la alianza y el amor a los que te aman... Al Señor Dios nuestro la piedad y el perdón».
Nosotros hemos pecado, nos hemos apartado de tus mandamientos. En la plegaria de Daniel se reconoce la malicia del pecado con gran sinceridad. Reflexionemos sobre nuestros pecados, en este tiempo de penitencia cuaresmal. De una parte, el amor y la misericordia de Dios; de otra, nuestras caídas e infidelidades. ¿No debiera Él abandonarnos? ¿No lo hemos merecido? ¿Y no parece a veces que Dios deja también abandonada, en su alocado camino, a nuestra generación infiel? Bien merecido lo tenemos. ¿Quién puede salvarnos? Solamente la penitencia, el recogimiento, la conversión. Todos los profetas reclaman, en nombre de Dios, la conversión: «Convertíos a Mí de todo corazón con ayunos, llanto y lágrimas de penitencia... arrepentíos y convertíos de los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie... arrepentíos y viviréis» (Ez 18,30-32). «Convertíos a Mí... y yo me convertiré a vosotros... No seáis como vuestros padres, a quienes predicaban los antiguos profetas. Así dice el Señor: Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas obras» (Za 1,3-4). «Buscad al Señor, mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus placeres; que regrese al Señor y Él tendrá piedad. Nuestro Dios es rico en perdón» (Is 55,6-7; Manuel Garrido).
En el evangelio de hoy, Jesús nos pide que seamos «misericordiosos», como Él es «misericordioso» con nosotros. La plegaria de Daniel se apoya, por entero, sobre esa misericordia de Dios. Esto nos permite no «descorazonarnos» cuando pensamos en nuestros pecados. –“¡Oh! Señor, Dios grande y temible...” Es el primer pensamiento que cruza nuestra mente. La grandeza, la perfección, la santidad de Dios. "Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo. El cielo y la tierra están llenos de tu gloria". Ese Dios santo, hermoso y grande... espera de los hombres santidad, belleza, grandeza. Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Me detengo y reflexiono sobre la noción de «perfección»: un objeto perfecto, un trabajo perfecto. –“Nosotros hemos pecado, hemos cometido la iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos”. El mal. Lo contrario a la perfección. Pienso en un objeto no conseguido, un trabajo mal hecho, chapucero. Lo contrario de Dios. El egoísmo en lugar del amor. La fealdad en lugar de la belleza. Pienso en mis pecados habituales y los miro desde ese ángulo. Trato de darme cuenta mejor de que son un fallo, un mal. Trato de ver si haciendo yo lo contrario sería un bien, un resultado mejor. –“Nosotros... nosotros... nosotros... no hemos escuchado...” lo que los profetas dijeron a nuestros reyes, a nuestros jefes, a nuestros padres, a todo el pueblo. Esa oración penitencial de Daniel es muy justa. No se dirige a Dios desde una perspectiva «individual» solamente -mis pecados-, sino desde una perspectiva "comunitaria" -nuestros pecados-. Ayúdanos, Señor, a dirigirnos a ti en nombre de todos nuestros hermanos. «Nosotros» hemos pecado... Yo soy solidario de los pecados de los demás. Cuando, en esta cuaresma pronuncio unas plegarias penitenciales, estoy rogando por el mundo entero. «Ten piedad de nosotros, Padre de todos nosotros, Tú estás viendo nuestra miseria. En este mismo momento, esta oración mía, la estoy haciendo a cuenta de toda la humanidad. Te ruego, Señor, por todos los pecadores de los cuales formo parte. –“A ti, Señor, la justicia... A nosotros la vergüenza en el rostro...” He ahí donde nos encontramos, por el momento. El descubrimiento indispensable de nuestras deficiencias, de nuestros límites, de nuestro poco dominio de nosotros mismos, no es muy hermoso. No hay de qué enorgullecerse. Se siente más bien vergüenza. Esta es una primera etapa. –“Al Señor Dios nuestro, la piedad y el perdón”. En efecto, y felizmente Tú eres mejor que nosotros, Señor. Te doy gracias por esas palabras: la piedad... el perdón... Por todas las veces que has perdonado mis debilidades, bendito seas. Cuando Jesús nos diga que seamos “misericordiosos como Dios es misericordioso”, nos invitará a una misericordia infinita -hay que perdonar setenta y siete veces siete... La grandeza de Dios, su santidad, su infinitud, se aplican también a su misericordia. Su misericordia perfecta, infinita es una de las perfecciones de Dios (Noel Quesson).
Sigamos humillándonos, no te importe, tenemos motivos de sobra. “Señor, nos abruma la vergüenza” ¿Hace cuánto que no sientes vergüenza? Me imagino que la psicología me echará en cara el favorecer la vergüenza como un sentimiento positivo o el pensar que la culpabilidad- en bastantes casos- es positiva, ya que los psicólogos modernos (es decir, desde mediados del siglo pasado) favorecen la autoestima, la huida de pensamientos “negativos” y el ocultar el sentimiento de culpa. Reconozco que suspendí dos veces psicología (lo que me obligó a estudiarla tres veces), pero aun así no me convenció del todo.
La autoestima. Cuántas horas oyendo hablar de la autoestima, cuántos libros publicados, cuántas conferencias y consejos sobre aprender a quererse. Es muy útil para justificar conciencias, admitir actos y actitudes que nos incomodan “un poco”, pero cuando te encuentras con una vida que está en la basura, que objetivamente no tiene un agarradero donde cogerse, porque día tras día ha ido perdiendo a su familia, a sus amigos e incluso a sí mismo y que ha llegado a ser una sombra de su pasado, de nada me ha servido decirles que se quieran, pues no quisieran su estado ni para su peor enemigo. Esas personas no tienen que quererse, que “auto-estimarse”, lo que tienen que hacer es sentirse querida, no por lo que son sino por quienes son. A lo mejor estás pensando en drogadictos terminales, en delincuentes peligrosos, mendigos crónicos y tienes razón, ni ellos pueden quererse en esa situación pero, no nos vayamos tan lejos, piensa en ti, que yo ahora pensaré en mí.
Descubrimos vidas de personas que, a nuestra edad, ya habían descubierto claramente el amor de Dios, que habían entregado su vida sin reservas, que no buscaban fútiles compensaciones ni justificaciones baratas en “los tiempos”, “las modas” o “las situaciones”. No eran impecables pero descubrían el amor intenso y misericordioso de Dios. Por mi parte, tengo a Dios en mis manos y lo comulgo todos los días pero sigo “enganchado” a mi bienestar con repugnancia a la cruz, recibo el perdón de Dios y lo comunico en nombre de toda la Iglesia, pero sigo intentando robar de los demás prestigios o prebendas, he descubierto el tesoro de mi vocación sacerdotal pero sigo mendigando otros bienes que son males. ¿Cómo voy a estimar todo eso? ¿De qué manera me pondré de rodillas frente al crucifijo y le diré al Señor: “En el fondo me quiero”? Sólo me saldrá del corazón decirle: “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados… pues estamos agotados”. No es falta de autoestima ni complejo de culpa, es la realidad: Dios te quiere aunque seas pecador y te quiere santo, “nuestro Dios es compasivo y perdona”, no se enorgullece del pecado de sus hijos, pero seguimos siendo sus hijos. Desde aquí pregúntate sinceramente: ¿A quién vas a condenar?, ¿a quién vas a juzgar? ¿a quién vas a medir? ¿a quién no vas a perdonar? María, madre de los dolores, ayúdame a llorar un poco más y a “quererme” un poco menos. Nuestra es la vergüenza en el rostro, pues nos hemos rebelado contra el Señor y nos hemos apartado de la fidelidad a su Palabra y a la Alianza que hemos pactado con Él. Con el corazón humillado sólo alcanzamos a golpearnos el pecho, y con el rostro en tierra le decimos al Señor: Ten misericordia de mí, porque soy un pecador. Llegamos ante el Señor con la confianza de saber que nos presentamos ante nuestro Dios y Padre, rico en misericordia y siempre dispuesto a perdonarnos. Pero no buscamos al Señor para burlarnos de Él. No venimos a pedir su perdón para después volver a nuestros pecados. Buscamos al Señor y nos humillamos ante Él porque estamos dispuestos, en adelante, a cumplir en todo su voluntad; a vivir y a caminar en el amor tanto a Él como a nuestro prójimo, de tal forma que no sólo nos llamemos hijos suyos, sino que lo seamos en verdad.
2. Sal. 78. Nos hace bien reconocer que somos pecadores, haciendo nuestra la oración de Daniel. Personalmente y como comunidad. Reconocer nuestra debilidad es el mejor punto de partida para la conversión pascual, para nuestra vuelta a los caminos de Dios. El que se cree santo, no se convierte. El que se tiene por rico, no pide. El que lo sabe todo, no pregunta. ¿Nos reconocemos pecadores? ¿Somos capaces de pedir perdón desde lo profundo de nuestro ser? ¿Preparamos ya con sinceridad nuestra confesión pascual? Cada uno sabrá cuál es su situación de pecado, cuáles sus fallos desde la Pascua del año pasado. Ahí es donde la palabra nos quiere enfrentar con nuestra propia historia y nos invita a volvernos a Dios. A mejorar en algo concreto nuestra vida en esta Cuaresma. Aunque sea un detalle pequeño, pero que se note. Seguros de que Dios, misericordioso, nos acogerá como un padre. Hagamos nuestra la súplica del salmo: «Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados... Líbranos y perdona nuestros pecados». «Señor, Padre santo, que para nuestro bien espiritual nos mandaste dominar nuestro cuerpo mediante la austeridad, ayúdanos a librarnos de la seducción del pecado, y a entregarnos al cumplimiento filial de tu santa Ley» (Colecta). ¿Quién puede salvarnos? La conversión a la ley y a los mandamientos del señor. La ley del Señor es intachable. Ella encamina y reconforta a las almas.
Roguémosle al Señor que olvide nuestras culpas; que nos perdone, porque en verdad queremos volver a Él y queremos que su Espíritu nos guíe. Dios sale a nuestro encuentro por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros. Dios no se olvida de que somos barro, inclinados al pecado. Por eso se manifiesta como un Padre lleno de compasión y de ternura para con nosotros. No nos está siempre acusando, ni nos guarda rencor. Jesús, clavado en la cruz nos perdonó para llevarnos, junto con Él, a la gloria que como a Hijo unigénito le pertenece. Por eso, quienes hemos recibido sus dones, quienes hemos sido hechos hijos de Dios, debemos saber amarnos como Él nos ha amado; y debemos perdonar como nosotros hemos sido perdonados por Dios. Que esta cuaresma nos ayude a retirar de nosotros el gesto amenazador y los deseos de venganza para que, trabajando por la paz, construyamos una sociedad más fraterna, más unida y con una capacidad mayor para sabernos comprender y perdonar mutuamente. Cuando esto suceda sabremos que el Reino de Dios ha llegado a nuestros corazones.
3. Lc. 6, 36-38. Si la dirección de la primera lectura era en relación con Dios -reconocernos pecadores y pedirle perdón a Él- el pasaje del evangelio nos mueve a actuar en consecuencia (cosa más incómoda): Jesús nos invita a saber perdonar nosotros a los demás. El programa es concreto y progresivo: «sed compasivos... no juzguéis... no condenéis... perdonad... dad». El modelo sigue siendo, como ayer, el mismo Dios: «sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Esta actitud de perdón la pone Jesús como condición para que también a nosotros nos perdonen y nos den: «la medida que uséis, la usarán con vosotros». Es lo que nos enseñó a pedir en el Padrenuestro: «perdónanos... como nosotros perdonamos».
Según dijo el Señor a Santa Faustina, el domingo siguiente al de Pascua se celebra la fiesta de la Divina Misericordia: proclamamos el amor de Dios por la humanidad. Juan Pablo II, gran precursor de esta “ley” divina, había preparado para el día que su muerte impidió leer, precisamente en esta fiesta, un texto donde recordaba el pasaje del Evangelio cuando el Resucitado se apareció a los apóstoles "y les mostró las manos y el costado", es decir "los signos de la dolorosa pasión grabados de forma indeleble en su cuerpo incluso después de la resurrección. Esas llagas gloriosas que, ocho días después, hizo tocar al incrédulo Tomás, revelan la misericordia de Dios, ‘que tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito’". Hemos de beber de esta lógica divina, para poder vivir esta misericordia con los demás. Efectivamente, "a la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y vuelve a abrir el ánimo a la esperanza. Es amor que convierte los corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Divina Misericordia!". No se piden en esta devoción muchas cosas, básicamente rezar aquella sencilla jaculatoria, resumen de la otra del Sagrado Corazón (“Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío”): aquí es simplemente: “Jesús, en ti confío”: "Señor, que con tu muerte y resurrección revelas el amor del Padre, nosotros creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en Ti, ten misericordia de nosotros y del mundo entero". La mejor manera de participar de este tesoro es desde el corazón de la Virgen: “contemplar con los ojos de María, el inmenso misterio de este amor misericordioso que brota del Corazón de Cristo.”
Esta divina misericordia en el Evangelio de hoy va de la mano de la justicia, esa es la auténtica ley divina. Como reza aquel salmo, “iustitia et pax osculatae sunt”, aquí se dan de la mano la misericordia y la justicia. Jesús establece una norma que resplandece desde hace días en la liturgia: “Norma absoluta: si nuestro Padre del cielo es misericordioso, nosotros, como hijos suyos, también lo hemos de ser. Y el Padre, ¡es tan misericordioso! El versículo anterior afirma: «(...) y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos» (Lc 6,35)… Nos encontramos ante una especie de “ley del talión” en las antípodas de la rechazada por Jesús («Ojo por ojo, diente por diente»). Aquí, en cuatro momentos sucesivos, el divino Maestro nos alecciona, primero, con dos negaciones; después, con dos afirmaciones. Negaciones: «No juzguéis y no seréis juzgados»; «No condenéis y no seréis condenados». Afirmaciones: «Perdonad y seréis perdonados»; «Dad y se os dará». Apliquémoslo concisamente a nuestra vida de cada día… Hagamos un valiente y claro examen de conciencia: si en materia familiar, cultural, económica y política el Señor juzgara y condenara nuestro mundo como el mundo juzga y condena, ¿quién podría sostenerse ante el tribunal?... Si damos, ¿nos darán en la misma proporción? ¡No! Si damos, recibiremos —notémoslo bien— una medida buena, apretada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Y es que es a la luz de esta bendita desproporción que somos exhortados a dar previamente. Preguntémonos: cuando doy, ¿doy bien, doy buscando lo mejor, doy con plenitud?” (Antoni Oriol Tataret).
Debemos aceptar el paso que nos propone Jesús: ser compasivos y perdonar a los demás como Dios es compasivo y nos perdona a nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo, dice el Señor» (Lc 6,36: Comunión). Ya el sábado pasado se nos proponía «ser perfectos como el Padre celestial es perfecto», porque ama y perdona a todos. Hoy se nos repite la consigna. ¿De veras tenemos un corazón compasivo? ¡Cuántas ocasiones tenemos, al cabo del día, para mostrarnos comprensivos, para saber olvidar, para no juzgar ni condenar, para no guardar rencor, para ser generosos, como Dios lo ha sido con nosotros! Esto es más difícil que hacer un poco de ayuno o abstinencia. Ahí tenemos un buen examen de conciencia para ponernos en línea con los caminos de Dios y con el estilo de Jesús. Es un examen que duele. Tendríamos que salir de esta Cuaresma con mejor corazón, con mayor capacidad de perdón y comprensión. Antes de ir a comulgar con Cristo, cada día decimos el Padrenuestro. Hoy será bueno que digamos de verdad lo de «perdónanos como nosotros perdonamos». Pero con todas las consecuencias: porque a veces somos duros de corazón y despiadados en nuestros juicios y en nuestras palabras con el prójimo, y luego muy humildes en nuestra súplica a Dios. «Sálvame, Señor, ten misericordia de mí» (entrada; J. Aldazábal). Comenta San Agustín: «Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la amonestación es útil... Todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante Dios, tiene a su hermano por deudor... Por esto el Dios justo estableció que, así como te comportes con tu deudor, se comportará Él contigo... Respecto al perdón, tú no sólo quieres que se te perdone tu pecado, sino que también tienes a quién perdonar... Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometan contra nosotros...”. Resida en el alma amansada y humilde la misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite perdón quien ofendió; concédalo quien lo recibió. Así observaremos el precepto del Señor.
A veces puede parecer difícil vivir esta “ley del talión al revés”, devolver bien por mal, “poner amor donde no hay amor para sacar amor”, pero vemos que para el hombre es la única solución, y para Dios todo es posible, y nos da su gracia para vivirlo: el Señor nos ha dicho que, a los cristianos, nos reconocerían por cómo nos queremos, por cómo vivimos la caridad. Su mandamiento nuevo es que nos amemos como Él nos quiere. Debido al pecado original -y con él, la soberbia, la envidia, el rencor…-, la convivencia humana se ha hecho más difícil; es con la gracia de Dios como el hombre puede llegar a amar al prójimo como lo ama Él. El Catecismo nos enseña que: “Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida "del fondo del corazón", en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios” (n. 2842). “La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (cf Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cf 2 Co 5, 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí (cf Juan Pablo II, DM 14; Catecismo 2844; ver http://www.oracionesydevociones.info/01940001_elartedeperdonar.htm).
Ser bueno "sin medida", como Dios. –“Sed misericordiosos...” Es una palabra intraducible que hoy corre el riesgo de ser mal comprendida. Que cada uno según su modo de ser se ejercite en encontrarle sinónimos. -Compartid las penas de los demás... -Sed indulgentes... -Dejaos conmover... -Excusad... -Participad en las tribulaciones de vuestros hermanos... -Olvidad las injurias… -Sed sensibles... -No guardéis rencor... -Tened buen corazón... –“Así como también vuestro Padre es misericordioso.” La moral cristiana, a menudo tan próxima a una simple moral humana, se caracteriza por el hecho de que es, habitualmente, una imitación de Dios. San Juan dirá "Dios es amor", san Lucas dice: "Dios es misericordia." Jesús ha insistido a menudo sobre este punto. El mismo era una perfecta "imagen de Dios", que modelaba su comportamiento según el del Padre. En mi oración, evoco las escenas en las que Jesús ha mostrado especialmente su misericordia... ¿Y yo? A menudo, por desgracia, no me asemejo ni al Padre, ni a Jesús. Desfiguro la imagen de Dios en mí. Doy una mala idea de ti, Señor, cada vez que falto al amor. Cada una de mis palabras duras, de mis acritudes, de mis malas intenciones... cada una de mis indiferencias a las preocupaciones de mis hermanos... ¡es lo contrario de Dios! Perdón, oh Padre, por deformar, a veces, el espejo que yo debería ser de ti. Y me dejo captar por este pensamiento: Tú esperas, Señor, que yo me parezca a ti, que sea el representante de tu amor cerca de mis hermanos. Ser el corazón de Dios, ser la mano de Dios... ser "como si" estuviese Dios presente cerca de un tal... o un cual... Cada una de mis tareas humanas de hoy tiene un valor infinito, un peso de eternidad: es Dios mismo el que actúa en y por mí, en mis afectos. ¡Sed como Dios! –“No juzguéis, y no seréis juzgados...” No condenéis, y no seréis condenados... Perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará... Hay que dejarse interpelar e interrogar por estas frases. Hay que escucharlas de la boca misma de Jesús, como si hubiéramos estado presentes en su auditorio cuando Él las pronunciaba. ¿A propósito de qué detalles concretos de mi vida, de qué personas... Jesús me repite esto, a mí: No juzgues a un tal... un cual... No condenes a un tal... una cual... Perdona a... a... Da...? Y todo ello no es propio en primer lugar de la "Moral": es hacer como Dios. Jesús nos dice que Dios es así. –“Una buena medida, llena, apretada, colmada” (Noel Quesson): «Señor, que esta comunión nos limpie de pecado, y nos haga partícipes de las alegrías del cielo» (Postcomunión).
Contemplamos a nuestro Dios y Padre, rico en misericordia para con todas su criaturas. Él no nos abandonó a la muerte, sino que, compadecido de nosotros, tendió su mano para que pueda encontrarle todo aquel que le busque con un corazón sincero. Si Dios se ha manifestado así para con nosotros, quien se precie de ser hijo de Dios debe ser misericordioso como nuestro Padre es misericordioso. El punto de referencia del hombre de fe es Dios mismo, en quien creemos y cuya vida hemos aceptado en nosotros. Por eso no podemos juzgar, ni condenar a los demás; no podemos cerrar nuestras manos ante las necesidades de nuestro prójimo. Dios nos quiere convertidos en un signo de su amor, de su misericordia, de su entrega para todos aquellos con quienes nos relacionamos en la vida. Seamos capaces, incluso, de entregar nuestra propia vida buscando el bien de los demás. Al final, en la medida de nuestra entrega por los demás Dios se entregará a nosotros. Si queremos que Dios sea todo en nosotros, seamos nosotros todo para los demás haciéndoles el bien y procurando que disfruten de la paz y de una vida digna. En la Eucaristía celebramos la plenitud del amor y de la misericordia de Dios hacia nosotros. ¿Quién puede negar su propio pecado? Pero, al mismo tiempo, ¿quién puede negar que Dios le sigue amando? Dios nos quiere con Él. La Eucaristía adelanta, en esta vida, nuestro encuentro con el Señor y nuestra participación de su Vida. Por eso, al presentarnos ante Él, debemos saber pedirle que nos perdone y que nos fortalezca para que no volvamos a alejarnos de Él, ni a dejarnos dominar por la maldad. Dios, por medio de su Hijo, nos ha buscado por los caminos que nos desviaron y nos alejaron de su presencia. Esa actitud de Dios nos está demostrando hasta dónde llega su amor por nosotros. Cristo, clavado en la cruz por amor al Padre y por amor a nosotros, es el lenguaje más claro de que Dios está de nuestra parte y que nos quiere eternamente con Él. Que la Redención de Cristo no sea inútil en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para dejarnos perdonar por Dios, de tal forma que, reconciliados con Él, podamos no sólo llamarnos hijos de Dios, sino serlo en verdad. Procuremos mostrar nuestra fe en Dios mediante nuestras obras. No podemos creer en Dios conforme a nuestras imaginaciones, ni crearlo conforme a nuestras aspiraciones, sino conocerlo y aceptarlo conforme al Rostro que de Él nos reveló su Hijo. Por eso hemos de vivir cercanos a nuestro Dios y Padre. Hemos de experimentar su amor y su misericordia. No podemos sólo convertirnos en quienes proclaman su Nombre con los labios. Si hemos sido amados y perdonados por Dios; si Él ha sido misericordioso para con nosotros es para que vayamos y hagamos nosotros lo mismo. Quien se acerca a Dios pero desprecia a su hermano, quien no sabe perdonarle, quien le deja abandonado en medio de sus dolores y sufrimientos, no puede decir que en verdad conoce a Dios y el amor que Él nos tiene. Seamos misericordiosos, como nuestro Padre es misericordioso. Que esta cuaresma nos ayude a abrir los ojos ante las angustias y tristezas de nuestros hermanos para que, guiados por el Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones, podamos vivir en paz, unidos fraternalmente por el amor que Dios ha infundido en nosotros. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de recibir con amor la Vida que Dios nos ofrece. Que viviendo en comunión de Vida con Cristo, nuestro Dios y Señor, podamos ser portadores de su perdón, de su amor, de su generosidad y de su misericordia para todas las personas de todos los pueblos de la tierra. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou, 2009).