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jueves, 30 de agosto de 2012

Viernes de la 21ª semana de Tiempo Ordinario. Dios nos invita a su Reino de Dios en una correspondencia diaria, estar en vela como las vírgenes prude

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: -«Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo! Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: "Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas." Pero las sensatas contestaron: "Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis." Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: "Señor, señor, ábrenos." Pero él respondió: "Os lo aseguro: no os conozco." Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora»” (Mateo 25,1-13).

1. Sigue tu enseñanza, Jesús, sobre la vigilancia. Ayer ponías el ejemplo del ladrón que puede venir en cualquier momento, y el del amo de la casa, que deseará ver a los criados preparados cuando vuelva. Hoy son las diez jóvenes que acompañarán, como damas de honor, a la novia cuando llegue el novio.

-¡Hablando de la "venida" del Hijo del hombre, Jesús decía: "El Reino de los cielos es semejante a diez doncellas, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio… Jesús es el "Prometido". Jesús ama. Viene a "encontrarse" con nosotros. Quiere introducirnos en su familia, como un prometido introduce a su prometida en su familia. Esto es para Jesús la vida cristiana: una marcha hacia el "encuentro” con alguien que nos ama... la diligencia de una prometida que va hacia su prometido... el deseo de un cita.

Ya hiciste, Señor, el primer milagro en una de esas bodas largas y festivas… La novia, con sus parientes y amigas, espera la llegada del novio con su comitiva para ser trasladada a su propia casa. La parábola es sencilla, pero muy hermosa y significativa. La tardanza del novio hasta medianoche, o la negativa de las jóvenes sensatas a compartir su aceite con las demás, o la idea de que puedan estar abiertas las tiendas a esas horas, o la respuesta tajante del novio, que cierra bruscamente la puerta, contra todas las reglas de la hospitalidad oriental, son contrastes fuertes, inusuales, para realzar la fuerza de la parábola... Quieres transmitirnos esta idea: que todas tenían que haber estado preparadas y despiertas cuando llegó el novio. Su venida será imprevista. Nadie sabe el día ni la hora. Israel -al menos sus dirigentes- no supo estarlo y desperdició la gran ocasión de la venida del Novio, que eres tú, Jesús, el Enviado de Dios, el que inauguraba el Reino y su banquete festivo.

-“Como el novio tardaba en "venir", les entró sueño a todas y se durmieron”. Los tratos entre las dos familias se prolongaban durante largo tiempo como prueba del interés que los padres tomaban por sus hijos. El esposo hacía casi siempre su aparición en el momento en que los invitados comenzaban a cansarse o a sentir el efecto de la bebida. En la parábola se hace alusión a esta costumbre para describir con mayor viveza la irrupción inesperada de un Reino en medio de gentes distraídas.

Es la misma idea de ayer. Jesús tarda. La visita es imprevista, la hora es imprecisa. No se sabe cuándo llegará. Sí, ¡cuán verdadero es todo esto! Tenemos la impresión de que Tú estás ausente, de que no vas venir. Y te olvidamos, nos dormimos en lugar de "velar".

-“A media noche se oyó gritar: "¡Que llega el novio; salid a recibirlo!"” Ayer, Jesús, eras el "ladrón nocturno", para acentuar el efecto de sorpresa, y por lo tanto, la necesidad de estar siempre a punto. Hoy el "esposo que viene de noche". Se puede velar porque se teme al ladrón; pero es mucho más importante todavía velar porque se desea al esposo que está por llegar. ¿Deseo yo, verdaderamente, la venida de Jesús? ¿Qué hago yo para mantenerme despierto, vigilante, atento a "sus" venidas?

-“Las muchachas prudentes prepararon sus lámparas.” Todas se durmieron. Todas flaquearon en la espera. Así, Señor, en ese pequeño detalle nos muestras cuán bien nos conoces. No nos pides lo imposible: tan sólo ese pequeño signo de vigilancia, una lamparita que sigue "velando" mientras dormimos. Esta era ya la delicada intención de la esposa del Cantar de los Cantares (Ct 5,2): "Yo duermo, pero mi corazón vela." Sí, soy consciente de que no te amo bastante; pero Tú sabes que quisiera amarte más. Me sucede a menudo que me quedo como adormilado y no te espero; pero te ruego, Señor, que mires mi lamparita y su provisión de aceite.

-“Las que estaban preparadas entraron "con Él" al banquete de bodas”. Imagen del cielo: un banquete de bodas, un encuentro, "estar con Él". Pero, depende de nosotros empezar el cielo desde aquí abajo, enseguida.

-“Las otras llegaron a su vez: ¡Señor, Señor, ábrenos! -No os conozco. Estad en vela pues no sabéis el día ni la hora”. Esa terrible palabra hace resaltar, por contraste, toda la seriedad de nuestra aventura humana. Tu amor por nosotros no es cosa de broma: ¡Nos lo has dado todo! Cuando se ha sido amado con tal amor, cuando se ha rehusado este amor... éste se convierte en una especie de tormento: en una vida frustrada. En una vida que ha malogrado el encuentro (Noel Quesson).

“El Evangelista cuenta que las prudentes han aprovechado el tiempo. Discretamente se aprovisionan del aceite necesario, y están listas, cuando avisan: ¡eh, que es la hora!, «mirad que viene el esposo, salidle al encuentro»: avivan sus lámparas y acuden con gozo a recibirlo.

(…) Y la fatuas, ¿qué hacen? A partir de entonces, ya dedican su empeño a disponerse a esperar al Esposo: van a comprar el aceite. Pero se han decidido tarde y, mientras iban, «vino el esposo y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas» (..). No es que hayan permanecido inactivas: han intentado algo... Pero escucharon la voz que les responde con dureza: «no os conozco». No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon.

Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz» (J. Escrivá, Amigos de Dios 40-41).

«Velad, porque no sabéis el día ni la hora», nos dices, refiriéndote al Reino de los Cielos. Otras veces nos hablas del presente, donde se realiza ya: «El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera —ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide— es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 57).

«Vela con el corazón, con la fe, con la esperanza, con la caridad, con las obras (...); prepara las lámparas, cuida de que no se apaguen, aliméntalas con el aceite interior de una recta conciencia; permanece unido al Esposo por el Amor, para que Él te introduzca en la sala del banquete, donde tu lámpara nunca se extinguirá» (S. Agustín, Sermones 93,17).

La fiesta de boda a la que estamos invitados sucede cada día, en los pequeños encuentros con el Señor, en las continuas ocasiones que nos proporciona de saberle descubrir en los sacramentos, en las personas, en los signos de los tiempos. Y como «no sabemos ni el día ni la hora» del encuentro final, esta vigilancia diaria, hecha de amor y seriedad, nos va preparando para que no falte aceite en nuestra lámpara. Al final, Jesús nos dirá qué clase de aceite debíamos tener: si hemos amado, si hemos dado de comer, si hemos visitado al enfermo. El aceite de la fe, del amor y de las buenas obras.

Cuando celebramos la Eucaristía de Jesús, «mientras esperamos su venida gloriosa», se nos provee de esa luz y de esa fuerza que necesitamos para el camino. Jesús nos dijo: «el que me come, tiene vida eterna, yo le resucitaré el último día» (J. Aldazábal; Biblia de Navarra).

2. Relaciona Pablo el «conocimiento» («gnosis») y la «caridad» («ágape»). Los judíos «piden signos». Los griegos «buscan sabiduría». Pero la fe cristiana es «fuerza de Dios», es el lenguaje de la cruz («nosotros predicamos a Cristo crucificado»), que puede parecer necedad a los griegos y a los judíos, escándalo (J. Aldazábal).

La sabiduría de los hombres es muy distinta de la sabiduría de Dios; el lenguaje de la cruz es una locura para la sabiduría de los hombres; ese, no obstante, es el único que puede llevar a la fe y, por tanto, a la salvación.

3. Sigue siendo verdad lo que ya afirmaba el salmista sobre los caminos de Dios y los nuestros: «el Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos, pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón, de edad en edad».

Llucià Pou Sabaté

viernes, 17 de agosto de 2012

Sábado de la semana 19 de tiempo ordinario

Los niños son modelo de sencillez de corazón y de ellos es el Reino de Dios

«Entonces le presentaron unos niños, para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Ante esto, Jesús, dijo: Dejad a los niños que vengan a mí, porque de éstos es el Reino de los Cielos. Y después de imponerles las manos, se marchó de allí» (Mateo 19, 13-15).

1. -“Acercaron a Jesús unos niños, para que les impusiera las manos y rezara por ellos”. Quizá eran madres que llevan a sus hijos pequeños... Jesús los acaricia... a la vez que ora por ellos... el niño sonríe. Jesús, tú amabas a los niños.

Jesús atendía a todos, y con preferencia a los más débiles y marginados de la sociedad: los enfermos, los «pecadores». En esta ocasión, a los niños que le traen para que los bendiga.

A los apóstoles se les acaba pronto la paciencia. -“Pero los discípulos les regañaron”. Hasta los doce años que entra en la sinagoga, había poca consideración hacia los niños.

Tu frase, Jesús, es toda una consigna. -“Jesús les dijo: "...Dejad a los niños y no les impidáis que vengan a mí porque de los que son como éstos, es el reino de los cielos." ¿Pensaban tus apóstoles que era una pérdida de tiempo para el Maestro tener que atender a unos niños? Los primeros cristianos muy pronto interpretaron estas palabras como una toma de posición de Jesús en favor del bautismo de los niños pequeños. Algunos padres con poca fe dicen que si no se bautiza tan pequeño el niño tendrá libertad, pero es falso cuando se le impide participar en actos religiosos. Los primeros años son decisivos para toda la vida…

Jesús, nos presentas a los niños como modelos: la sencillez, la limpieza de corazón, la convicción de nuestra debilidad, deben ser nuestras actitudes en la vida humana y cristiana. En aquellos tiempos, a los niños no se les tenía muy en cuenta. Parece que este pasaje («no impidáis a los niños acercarse a mí») nos habla del Bautismo de niños, que ya en el primer siglo se hacía en las familias cristianas.

Evangelizar a los niños, transmitirles la fe y el amor a Dios, es parte importantísima de la Iglesia en colaboración con las familias: en el bautismo preparación de los padres y celebración, y en la Confirmación y Eucaristía además los niños participan más activamente en la catequesis y celebración (J. Aldazábal).

Al igual que una buena madre da a sus hijos pequeños el mejor alimento, sin dejar que escojan, es lógico que les den también el mejor alimento espiritual, la puerta de toda gracia: el Bautismo. Así lo enseña la Iglesia: «Puesto que nacen con una naturaleza humana caída y manchada por el pecado original, los niños necesitan también el nuevo nacimiento en el Bautismo para ser librados del poder de las tinieblas y ser trasladados al dominio de la libertad de los hijos de Dios, a la que todos lo hombres están llamados. La pura gratuidad de la gracia de la salvación se manifiesta particularmente en el bautismo de niños. Por tanto, la Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijos de Dios si no le administraran el Bautismo poco después de su nacimiento» (Código de Derecho Canónico 1250).

-“El reino de los cielos es de los que son como ellos...” Jesús, los pones como ejemplo a los mayores. Dirás en otro momento: "Bendito seas Padre... porque si has escondido estas cosas a los "sabios y entendidos" se las has revelado a los "pequeños"” (Mateo 11, 25). El niño espontáneamente concuerda con el misterio. Cuanto más técnico va siendo nuestro mundo matemático, científico y programático... la palabra de Jesús resulta tanto más actual: Cada vez será mas necesario conservar ¡un rincón de infancia en el corazón, un rincón de poesía, un rincón de ingenuidad y de frescor, un rincón de misterio. Danos, Señor, sin infantilismos, el verdadero espíritu de infancia (Noel Quesson).

«Porque de éstos es el Reino de los Cielos.» Jesús, quieres que yo también sea pequeño, necesitado de tu ayuda, que confíe plenamente en Ti, que no me asuste ante las dificultades, que no me avergüence confesar mi fe y pedir perdón, que sepa amar con ternura, que me invada la seguridad, alegría y paz propia de saberme hijo pequeño de Dios (Pablo Cardona).

«Cuando éramos pequeños, nos pegábamos a nuestra madre, al pasar por caminos oscuros o por donde había perros.

”Ahora, al sentir las tentaciones de la carne, debemos juntarnos estrechamente a Nuestra Madre del Cielo, por medio de su presencia bien cercana y por medio de las jaculatorias.

Ella nos defenderá y nos llevará a la luz» (J. Escrivá, Surco 847).

2. Ezequiel nos recuerda que cada uno es responsable de sus actos y que no nos refugiemos en un falso sentido de culpa colectiva. El refrán parecía, en cierto modo, justificado: «los padres comieron agraces y los hijos tuvieron dentera». La culpa de las generaciones anteriores sería, por tanto, la explicación de que tuvieran que estar sufriendo la afrenta del destierro.

Pero el profeta les pone ante otro planteamiento: cada uno es responsable de lo que hace. Si todos fallan, y tú no, quedarás a salvo: el pecado de los demás no caerá sobre ti.

«Yo juzgaré a cada uno según su proceder». En muchas ocasiones nos atribuimos las cosas buenas (“¡he aprobado este examen!”) y excusamos las malas (“me han suspendido”). Aquí nos habla el profeta de responsabilidad personal.

Te pido, Señor, por estas cosas que nos presenta el profeta a los creyentes: observar la justicia, no ir tras los ídolos, respetar a la mujer del prójimo, no explotar al necesitado, no robar, devolver lo recibido en préstamo, no prestar con usura, juzgar con imparcialidad, caminar según los mandatos de Dios...

3. Pedimos a Dios fortaleza con el salmo de hoy: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme… no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso: enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti… un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”.

Llucià Pou Sabaté

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domingo, 27 de noviembre de 2011

Adviento, primera semana, lunes: el Señor llama a nuestra puerta "El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del reino de Dios”, por eso: "V

Adviento, primera semana, lunes: el Señor llama a nuestra puerta "El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del reino de Dios”, por eso: "Vamos alegres a la casa del Señor”. Y ante el milagro del centurión proclama gozoso la universalidad de la salvación: "Vendrán muchos de oriente y occidente al reino de los cielos".
Isaías 2,1-5. Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén: Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: "Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor." Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor.
Salmo: 121 ¡Qué alegría cuando me dijeron: / "Vamos a la casa del Señor"! / Ya están pisando nuestros pies / tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, / las tribus del Señor, / según la costumbre de Israel, / a celebrar el nombre del Señor; / en ella están los tribunales de justicia, / en el palacio de David.
Desead la paz a Jerusalén: / "Vivan seguros los que te aman, / haya paz dentro de tus muros, / seguridad en tus palacios."
Por mis hermanos y compañeros, / voy a decir: "La paz contigo." / Por la casa del Señor, nuestro Dios, / te deseo todo bien.
Mateo 8,5-11. En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: "Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho." Jesús le contestó: "Voy yo a curarlo." Pero el centurión le replicó: "Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace." Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos.
Comentario: 1. Is 2,1-5 (ver Adviento 1A). Durante las dos primeras semanas de Adviento, la Iglesia nos propondrá la meditación de las «profecías de Isaias», uno de los grandes testigos de la espera mesiánica, s.VIII a.C. Habitaba Jerusalén, la capital del país. Ha visto derrumbarse el Reino del Norte, Samaria, bajo los golpes de los Asirios, y siente venir la misma amenaza para el Reino del Sur. Es pues en el contexto histórico de una catástrofe inminente cuando el profeta anuncia la esperanza de un Mesías que aportará la paz. Sus pasajes serán anuncios de esperanza, de salvación, de futuro más optimista para el resto de Israel, para los demás pueblos, e incluso para todo el cosmos.
Comenta San Agustín: «Este monte fue una piedra pequeña que, al caer, llenó el mundo. Así lo describe Daniel. Acercáos al monte, subid a él, y quienes hayáis subido no descendáis. Allí estaréis seguros y protegidos. El monte que os sirve de refugio es Cristo» (Sermón 62, A 3, en Cartago hacia 399). Sión es la colina que domina la ciudad de Jerusalén. En la visión profética, Isaías contempla esa colina en el momento de la intervención salvífica de Dios al final de los tiempos. Desde la Iglesia se difunde el conocimiento de Dios y su palabra, que ilumina a los hombres y les indica el camino que han de seguir para lograr su salvación.
Empezamos con una proclama misionera y universalista. El profeta, que ve la historia desde los ojos de Dios, anuncia la luz y la salvación para todos los pueblos. Jerusalén será como el faro que ilumina a todos los pueblos. Un faro situado en una montaña alta, para que todos lo vean desde lejos. Dios quiere enseñar desde aquí sus caminos, y los pueblos se sentirán contentos y estarán dispuestos a seguir los caminos de Dios, la palabra salvadora que brotará de Jerusalén. Tanto judíos como paganos «caminarán a la luz del Señor» y formarán un solo pueblo. Otro rasgo positivo: habrá paz cuando suceda esto. De las espadas se forjarán arados; de las lanzas, podaderas. Son comparaciones que entiende bien el hombre del campo. Y nadie levantará la espada contra nadie. No habrá guerra. Y esto lo entendemos todos, con cierta envidia, porque tenemos experiencia de espadas levantadas, más o menos lejos de nosotros, en guerras fratricidas. (En la lectura alternativa de Isaías 4, que se puede leer en el ciclo A, también se proclama un mensaje que abre el corazón a la confianza. El plan de Dios, a pesar de la triste historia de su pueblo, que será desterrado por su propia culpa, es rescatar un «vástago», aludiendo inmediatamente al nacimiento del rey Ezequías, pero con una clara perspectiva mesiánica, y formar un «resto» de personas creyentes: purificarlas de sus faltas, limpiar las manchas de sangre, protegerlas de día como una nube refrescante, y de noche guiarlas como una columna de fuego, como en el desierto al pueblo que huía de Egipto. Qué hermosa imagen: Dios «refugio en el aguacero y cobijo en el chubasco» para todos).
-Aquel día, el «germen» que el Señor hará crecer será el honor y la gloria de los «supervivientes» de Israel. Y el «fruto de la tierra» será su honra y su corona. El Mesías es presentado como un «germen»: una potencia de vida, el comienzo de un proceso vital que se desarrollará... Una «pequeña semilla", dirá Jesús, que ¡«llegará a ser un gran árbol»! El Mesías es pues, a la vez, Jesús y la Iglesia; Jesús y la vida que sale de Jesús; Jesús como germen de todo lo que ha nacido de El. Gracias, Señor. ¡Mi vida viene de ti! El Mesías es también presentado como «un fruto de la tierra», no es un «cuerpo extraño» caído del cielo... es más bien el fruto de una lenta y larga germinación. Todo un pueblo lo ha preparado y esperado. Una mujer, una madre sobre todo lo ha preparado y esperado. Y desde ese primer día de Adviento, contemplamos esa preparación en el corazón y el cuerpo de María. ¿Qué voy a hacer, a mi vez, para preparar la venida de Cristo?
-Entonces, a los «restantes» de Sión, a los «supervivientes» de Jerusalén, se les llamará santos. La gloria del futuro rey sólo se revelará al pequeño grupo de los que habrán escapado del desastre... al pequeño resto de los supervivientes. De modo que hay que procurar aguantar, "sobrevivir". La vida cristiana no es tampoco una cosa fácil: es más bien un tratar de sobrevivir. Hay que aferrarse a la vida, perseverar, luchar contra las fuerzas contrarias. Ese tiempo de Adviento, ¿será para mí una ocasión de preparar mis energías? ¿de tomar algunas decisiones de sobrevivencia cristiana?
-Entonces vivirán... Cuando el Señor haya lavado la inmundicia de las hijas de Sión y, con viento justiciero... haya purificado Jerusalén de la sangre por ella derramada. Las perspectivas de felicidad y de gloria mesiánicas, sólo se realizarán después de una prueba purificadora. Encontramos aquí la opción fundamental de san Pablo en la Epístola a los Romanos: el Señor es quien salva... no es el hombre quien «se» salva... Netamente nos orientamos hacia una religión de "la salvación que Dios da", la que valoriza la prioridad de Dios. En general, ¿se siente el hombre moderno llevado preferentemente a un voluntarismo, un estoicismo: a ser el autor de su propia salvación, a conquistar su valer por su empeño y su valentía? Pero bien sabemos que esa actitud es vana. Concédenos, Señor, la gracia de ser acogedores; lávanos.... purifícanos... Haznos, Señor, disponibles a esa conversión que Tú quieres obrar en nosotros.
-Entonces, sobre la montaña de Sión, sobre las asambleas festivas, el Señor creará una nube... como dosel, una techumbre de follaje... que será protección contra el calor diurno y refugio y abrigo contra el temporal y la lluvia. Es el anuncio de la restauración de Jerusalén, después de la destrucción. Gozo, paz, paraíso. El Mesías aporta una expansión total y nueva. ¿Mi religión es de alegría? Un gozo que he de ir construyendo lentamente a través de la prueba (Noel Quesson).
Con gran fuerza poética describe Isaías el juicio de Yahvé contra su pueblo. Es la primera parte de nuestro texto: Is 2,6-22. La prosperidad material y la «seguridad» que le proporcionan las alianzas con los países extranjeros han dado origen a la soberbia, a la superstición y al lujo. En lugar de hacerse fuerte en Yahvé, tal como le exigía la alianza, ha buscado la seguridad en riquezas ilusorias: "su país está lleno de plata y oro, sus tesoros no tienen número, su país está lleno de caballos y sus carros no tienen número" (v 7). Son los típicos medios con los que el hombre busca su independencia de Dios, la autosalvación. La orgullosa autonomía del hombre es para Isaías el auténtico pecado de idolatría: con el oro y con la plata, con los pertrechos bélicos, el hombre intenta no tener necesidad de Dios, se autodiviniza. La idolatría efectiva no es sino la consagración religiosa de una actitud esencialmente impía. En esta primera parte del texto ocupa un lugar importante la descripción del día de Yahvé, incluida en un conjunto de sentencias entre las cuales destacan: el abajamiento del hombre; la exaltación de Dios (2,9.11.17); la pequeñez del hombre frente a la manifestación de Dios (2,10.19.21); rechazo de los ídolos (2,18.20). El día de Yahvé es un juicio contra la soberbia humana. Con el terror que el hombre experimenta delante de Dios que se manifiesta, el profeta pone en cuestión la vida humana como existencia autónoma. Lo que Isaías había experimentado en la vivencia de su vocación, ahora lo extiende a todos los hombres. Las creaciones de la naturaleza y de la cultura no son destruidas como tales, sino en la medida en que el hombre se sirve de ellas para aumentar su arrogancia, que le incapacita para ver que el único grande es Dios. La orgullosa autonomía del hombre es para Isaías la fuente de todos los pecados particulares y, por eso, la característica fundamental de la actitud antidivina. Pero el castigo, la destrucción y la muerte no son la última palabra de Dios. Es lo que quiere hacer comprender la segunda parte del texto (4,2-6). Yahvé volverá a estar con su pueblo como cuando le acompañaba a través del desierto. Se abre una perspectiva de salvación que estimula la fidelidad religiosa del resto íntegramente restaurado después de una prueba purificadora (F. Raurell).
Necesitamos acoger y recibir al Señor que quiere instalarse entre nosotros en esta Navidad. Aunque, como el centurión, podemos exclamar que no somos dignos de que el Señor venga a nosotros por las innumerables muertes que acontecen diariamente en muchos países de nuestro mundo a manos de insurrecciones o de regímenes totalitarios, etc. de los que no hemos de sentirnos ajenos, por la corrupción que reina en tantos estamentos, pero sobre todo, por la injusticia institucionalizada que socava los derechos de las grandes mayorías, los pobres, los sin voz y los menospreciados; estamos seguros de que la salvación que trae Jesús es para todos los que lo acojan con fe. Una voz de esperanza nos trae el profeta Isaías: su visión no es, para nosotros, la de un futuro lejano, porque ya se ha realizado plenamente en Jesús de Nazaret. Marchar por las sendas del Señor, seguir sus caminos, es un reto para nosotros hoy. El armamentismo se ha convertido en uno de los grandes problemas del mundo hoy, pero el profeta anuncia que cuando se acepte la presencia de Dios en medio de nosotros, no habrá más guerras, ninguna nación se alzará contra otra, ni se prepararán para la guerra. Tampoco se necesitarán las armas, y las que ya existen serán cambiadas por instrumentos para la labranza. El ideal de la paz que el Señor, ofrece a quienes confían en él, porque como dice el salmista: "Por amor a mis hermanos diré: la paz contigo". Sólo el amor y la justicia pueden traernos la paz, y en el Niño de Belén Dios se ha hecho persona humana para traernos esa paz tan anhelada.
La desgracia es interpretada como intervención de Dios, una intervención justa desde la concepción de la Alianza: Dios había prometido su favor y el pueblo se había comprometido a la fidelidad; rota una de las partes del trato, el trato (Alianza) quedó sin efecto, por lo que la destrucción de Jerusalén era un hecho. Sin embargo, no todos son tratados de la misma manera. Quedó un resto, un pequeño grupo, el verdadero pueblo de Dios, que se mantuvo fiel a la Alianza. Estos los que sufrieron antes los atropellos de los dirigentes, los que fueron expoliados y ultrajados en sus derechos, los que no contaban para el poder, los excluidos de siempre, que sin embargo no renegaron de Dios. Este grupo es protegido, un toldo caerá sobre ellos mientras que otros recibirán la destrucción. Serán protegidos del calor del caminar bajo el sol abrasador y del temporal que destruirá a los culpables. El resto por fin ve cumplida, para ellos, la Alianza. Han sufrido y no han desesperado, han sido despojados y no renegaron de Dios. Llega el Día de Yavé, día de justicia para todos. Para los destructores, llegará la destrucción; para los excluidos, llegará la protección y el amparo. Muchos que se consideraban del pueblo de Dios, recibirán la sorpresa del castigo, y muchos más, como el mismo centurión del evangelio, serán recibidos bajo la protección amorosa de Dios. Sin duda, un texto de esperanza para el "pequeño resto" (aunque en número sean multitud) de nuestro mundo, que espera la justicia de una vez por todas (servicio bíblico latinoamericano).

2. Luz. Orientación. Paz. Buena perspectiva. Empezamos con anuncios que alimentan nuestra confianza. Podemos cantar, con más razón que los mismos judíos, amantes de Jerusalén, su capital: «qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor». Si a ellos les produce alegría dirigir su mirada a la ciudad bien construida, a nosotros esa ciudad nos recuerda la comunidad eclesial y en definitiva a la Jerusalén del cielo, que encierra ahora todos los valores que Dios ha querido dar a la humanidad por su Hijo Jesús: paz, justicia, seguridad, cobijo. –El Salmo 121 era un canto de los peregrinos que se acercaban a Jerusalén. Allí, en la ciudad, en el templo, el piadoso israelita se ponía en contacto con Dios. Jerusalén es imagen del reino escatológico, al que suben todas las gentes. Por eso, al saber que ese reino viene, nos alegramos también nosotros preparándonos a la solemnidad de Navidad, que es como una pregustación del reino futuro. ¡Qué alegría cuando nos dijeron: vamos a la casa del Señor, a la Iglesia, a la celebración litúrgica! Deseamos que todos los hombres vengan a celebrar con nosotros ese culto, para prepararnos a recibir la salvación que Cristo nos ofrece a todos con su venida.
Así lo comentaba Juan Pablo II: “La oración que acabamos de escuchar y gustar es uno de los más hermosos y apasionados cánticos de las subidas. Se trata del salmo 121, una celebración viva y comunitaria en Jerusalén, la ciudad santa hacia la que suben los peregrinos. En efecto, al inicio, se funden dos momentos vividos por el fiel: el del día en que aceptó la invitación a "ir a la casa del Señor" (v. 1) y el de la gozosa llegada a los "umbrales" de Jerusalén (cf. v. 2). Sus pies ya pisan, por fin, la tierra santa y amada. Precisamente entonces sus labios se abren para elevar un canto de fiesta en honor de Sión, considerada en su profundo significado espiritual…
A ella suben "a celebrar el nombre del Señor" (v. 4) en el lugar que la "ley de Israel" (Dt 12,13-14; 16,16) estableció como único santuario legítimo y perfecto. En Jerusalén hay otra realidad importante, que es también signo de la presencia de Dios en Israel: son "los tribunales de justicia en el palacio de David" (v 5); es decir, en ella gobierna la dinastía davídica, expresión de la acción divina en la historia, que desembocaría en el Mesías (cf 2 S 7,8-16).
Se habla de "los tribunales de justicia en el palacio de David" (v. 5) porque el rey era también el juez supremo. Así, Jerusalén, capital política, era también la sede judicial más alta, donde se resolvían en última instancia las controversias: de ese modo, al salir de Sión, los peregrinos judíos volvían a sus aldeas más justos y pacificados. El Salmo ha trazado, así, un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es fermento de justicia y solidaridad. Tras la comunión con Dios viene necesariamente la comunión de los hermanos entre sí.
Llegamos ahora a la invocación final (cf vv 6-9). Toda ella está marcada por la palabra hebrea shalom, "paz", tradicionalmente considerada como parte del nombre mismo de la ciudad santa: Jerushalajim, interpretada como "ciudad de la paz". Como es sabido, shalom alude a la paz mesiánica, que entraña alegría, prosperidad, bien, abundancia. Más aún, en la despedida que el peregrino dirige al templo, a la "casa del Señor, nuestro Dios", además de la paz se añade el "bien": "te deseo todo bien" (v 9). Así, anticipadamente, se tiene el saludo franciscano: "¡Paz y bien!". Todos tenemos algo de espíritu franciscano. Es un deseo de bendición sobre los fieles que aman la ciudad santa, sobre su realidad física de muros y palacios, en los que late la vida de un pueblo, y sobre todos los hermanos y los amigos. De este modo, Jerusalén se transformará en un hogar de armonía y paz.
Concluyamos nuestra meditación sobre el salmo 121 con la reflexión de uno de los Santos Padres, para los cuales la Jerusalén antigua era signo de otra Jerusalén, también "fundada como ciudad bien compacta". Esta ciudad -recuerda san Gregorio Magno en sus Homilías sobre Ezequiel- "ya tiene aquí un gran edificio en las costumbres de los santos. En un edificio una piedra soporta la otra, porque se pone una piedra sobre otra, y la que soporta a otra es a su vez soportada por otra. Del mismo modo, exactamente así, en la santa Iglesia cada uno soporta al otro y es soportado por el otro. Los más cercanos se sostienen mutuamente, para que por ellos se eleve el edificio de la caridad. Por eso san Pablo recomienda: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo" (Ga 6,2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice: "La caridad es la ley en su plenitud" (Rm 13,10). En efecto, si yo no me esfuerzo por aceptaros a vosotros tal como sois, y vosotros no os esforzáis por aceptarme tal como soy, no puede construirse el edificio de la caridad entre nosotros, que también estamos unidos por amor recíproco y paciente". Y, para completar la imagen, no conviene olvidar que "hay un cimiento que soporta todo el peso del edificio, y es nuestro Redentor; él solo nos soporta a todos tal como somos. De él dice el Apóstol: "Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1 Co 3,11). El cimiento soporta las piedras, y las piedras no lo soportan a él; es decir, nuestro Redentor soporta el peso de todas nuestras culpas, pero en él no hubo ninguna culpa que sea necesario soportar". Así, el gran Papa san Gregorio nos explica lo que significa el Salmo en concreto para la práctica de nuestra vida. Nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz, "soportándonos los unos a los otros" tal como somos; "soportándonos mutuamente" con la gozosa certeza de que el Señor nos "soporta" a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz. Pero también queremos orar por la ciudad de Jerusalén, para que sea cada vez más un lugar de encuentro entre las religiones y los pueblos; para que sea realmente un lugar de paz”.
Vayamos juntos a la Casa del Señor. Démonos la mano y hagamos el camino. La esperanza no defrauda, si tú vienes conmigo y yo voy contigo. Démonos la mano. En los escabrosos senderos de la vida, por más que a muchos ojos esos senderos les parezcan llanos y floridos, nadie se basta a sí mismo para recorrerlos y mostrarse digno, limpio. Somos cañas frágiles y cualquier viento nos doblega si estamos solos en cualquier empeño. Hagamos el camino. Tú y yo, cualquier tú y cualquier yo, por diferentes que seamos, podemos caminar juntos si vamos buscando un ideal de perfección en la justicia, convivencia, solidaridad. Dispongámonos a hacer camino. La esperanza no defrauda, si nos disponemos a dar la mano y a hacer camino. No nos entretengamos en el disfrute de bienes, placeres y conquistas que florecen y mueren en 24 horas. Comprometámonos en la conquista de felicidad, igualdad, justicia, salvación de la belleza del cosmos y de la humanidad, con decisión y sólida esperanza. Si tú vienes conmigo y yo voy contigo. Tú y yo: personas, no palabras al viento; almas agradecidas y abiertas, no sueños de mal dormir; proyectores de futuro esperanzado, no ilusionistas que engañan a los sentidos y a los ingenuos. Si tú estás a mi lado, yo soy más fuerte y arriesgado en hacer el bien. Si yo estoy contigo, mi corazón se dilata y mi mano se alarga cuando tu corazón y tu mano hacen el bien.
Hacia ti, morada Santa, donde habita el Señor de los Señores, se dirigen nuestros pasos. Hacía ti nos encaminamos jubilosos. En ti ya no habrá ni luto, ni llanto, sino gozo y paz en el Señor. Bienaventurados quienes, a pesar de los sufrimientos por los que tuvieron que pasar a causa de su fidelidad al Señor, ahora viven gozosamente en la presencia del Señor. Si el Señor habita en nosotros como en un templo; si nuestro corazón es esa morada santa de Dios, vivamos como portadores de la paz, de la alegría, del amor, de la misericordia, de la justicia y de la santidad. Que quienes se encuentren con nosotros no encuentren un lugar de sufrimiento sino de paz y de amor fraterno y así recibamos bendiciones, y no maldiciones por habernos convertido en unos malvados o en destructores de la alegría y de la paz de los demás.
Ciudad de paz. A eso está llamada a ser la Iglesia de Cristo. Nos alegramos porque muchos trabajan por la paz; esa paz que nace del perdón y de la reconciliación sincera; esa paz que brota de sabernos hermanos; esa paz que no nos eleva sobre los demás para pisotearles sus derechos. Hay muchos signos de amor y de perdón. Hay muchos que se comprometen a trabajar por el bien de los demás sin odios, sin fronteras, sin marginaciones. Pero nos hemos de lamentar de muchos que son generadores de violencia; incapaces de trabajar por el retorno de los malvados al camino del bien, y que, en lugar de salvarlos, los condenan y los asesinan. Los verdaderos creyentes en Cristo no podemos inventarnos un camino de salvación y santificación del mundo al margen de los criterios de Cristo. Él nos dice que nadie tiene amor más grande que aquel que da su vida por los que ama. Y no podemos amar sólo a los que nos aman, o a los que nos hacen el bien; eso hasta los paganos lo hacen. El Señor nos pide amar, incluso, a los que nos hacen el mal, a los que nos maldicen y persiguen, para que lleguemos a ser perfectos, como el Padre Dios es perfecto. Esforcémonos, guiados por el Espíritu Santo y fortalecidos con la Gracia Divina, en ser los primeros constructores de paz. A partir de ese momento la Iglesia se convertirá en un recinto en el que reine la paz en cada casa y en cada corazón, y dará alegría encaminarse a ella para encontrarse con una comunidad de hermanos, que se encaminan jubilosos hacia la Casa eterna del Padre (homiliacatolia.com).
3. Mt 8,5-11. Los evangelios de Adviento, sacados de varios evangelistas, han sido escogidos para que nos den una especie de cuadro de "la espera"... Muchos hombres, antes de Jesús, han esperado, deseado, anhelado un mesías. Jesús ha venido a colmar y purificar está espera. Nosotros esperamos siempre, hoy también, la plena realización de la salvación, de la felicidad, del Reino y millones de otros hombres están igualmente en esta misma espera, a pesar de no haber encontrado a Cristo, ni saber siquiera que existe, ignorando todo lo que El podría aportarles. Nuestra plegaria, en este tiempo de Adviento debe ser una plegaria de "deseo", y una plegaria "misionera". En los evangelios correspondientes a los textos esperanzados de Isaías se subrayará cada día que Jesús de Nazaret es el que lleva a cumplimiento esta espera, purificándola, además, y madurándola hasta los niveles más profundos de la salvación total. Jesús había entrado en Cafarnaum, un centurión del ejército romano salió a su encuentro y le suplicó... No has sido Tú, Señor, quien ha elegido este encuentro, a la entrada de la ciudad. ¡Este hombre se presenta, inesperado, imprevisto... desconocido! Y sin embargo Dios, por su gracia invisible, ya estaba presente en su corazón, para impulsarle a hacer esta gestión. ¡"Un centurión del ejército de ocupación"! Los romanos eran mal vistos en Palestina. Eran paganos y opresores. Se les volvía la cara a su paso. Ahora bien, este pagano desea y está a la espera... ¡Va hacia Jesús! Ayúdame, Señor, a contemplar en la fe ese mundo pagano que me rodea y que está a la espera. -"Señor, mi criado está postrado en mi casa, paralítico, y padece muchísimo". Los paganos, y los que aún no han descubierto la fe, son a menudo mejores que nosotros: este soldado romano tiene una gran delicadeza. Lejos de despreciar a su sirviente, le ama y hace una gestión por él. Señor, ayúdanos a saber descubrir las cualidades humanas, los valores vividos por tantas y diversas personas. Pensando en mi jornada de hoy, y en las personas que voy a encontrar, te doy gracias, Señor, por sus cualidades, fruto de tu gracia.
Los milagros de Jesús son signos de que ya está irrumpiendo el Reino de Dios. La curación del criado -o del hijo- del centurión por parte de Jesús, es un ejemplo de unas personas paganas que reciben la luz. Lo que el profeta había anunciado, lo cumple Jesús. Él es la verdadera Luz, el vástago que esperaba el pueblo de Israel, el Mesías que trae paz y serenidad, la Palabra eficaz y salvadora que Dios dirige a la humanidad. El centurión era pagano. No pertenecía al pueblo elegido. Más aún, era romano y militar: o sea, pertenecía a la nación que dominaba a Israel. Pero tenía buenas cualidades humanas. Era honrado, consecuente, razonable. Se preocupaba de la salud de su criado. En el fondo, ya tenía fe y Dios estaba actuando en él. Su formación militar y disciplinar, aunque no era exactamente la mejor clave para interpretar el estilo de Jesús, se demostró que era un buen punto de partida para la salvación: «Señor, no soy digno», buena expresión de humildad y de confianza. Jesús le alaba por su actitud y su fe: encontró en él más fe que en muchos de Israel. Jesús siempre aprovecha las disposiciones que encuentra en las personas, aunque de momento sean defectuosas. Desde ahí las ayudará a madurar y llegar a lo que él quiere transmitirles en profundidad. -"Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y quedará curado mi criado... ¡Es esta una actitud de Fe! Jesús lo capta al instante. No es una plegaria orgullosa, que exige, que reclama, que quiere forzar la mano. Como empequeñeciéndose, expone su caso. Dame, Señor, esta humildad del centurión: "Señor, yo no soy digno de que Tú entres en mi casa..." -Ni aun en Israel he hallado fe tan grande... Yo os declaro que vendrán muchos gentiles del oriente y del occidente y estarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Jesús ha pensado en todos los que "vendrán", en todos los que están aún a la espera. Para El no hay privilegio de raza ni de cultura. Todos los hombres, de todas partes, están invitados y están en marcha. ¿Tengo un corazón "universal" como Jesús? ¿Un corazón "misionero"? (Noel Quesson).
De la oración colecta: “Concédenos, Señor, Dios nuestro, anhelar de tal manera la llegada de tu Hijo Jesucristo, que cuando llame a nuestras puertas, nos encuentre velando en oración y cantando sus alabanzas”… “¡El Señor está cerca!” Es el grito que la liturgia hace resonar en nuestros oídos de mil modos diferentes, a lo largo de estas semanas preparándonos para la venida del Señor. Pues “Adviento” es preparación para “la venida”: Jesús quiere llegarse a nuestra alma –como nació en Belén- por la gracia, el día de Navidad. Hay un famoso cuadro en la catedral de San Pablo, en Londres, que se paseó por medio mundo, muestra Jesús llamando a nuestra puerta. Cuando fue presentado por el pintor, un asistente le hizo ver que quizá se había olvidado la manecilla de la puerta, por que Jesús pudiera entrar. Pero el autor aprovechó para explicarle que esa puerta, la de nuestro corazón, no tiene picaporte por fuera, sólo se puede abrir por dentro. Por eso, mientras hacemos memoria de nuestra salvación y agradecemos la próxima venida del Hijo de Dios a la tierra, nos preparamos para abrirle la puerta de nuestro corazón, de modo que pueda entrar, aquel que así lo haga –dice la primera lectura, de Isaías- “será llamado santo, así como todo el que está escrito en la vida en Jerusalén”: esta venida está relacionada con la final, venida de Jesús al término del mundo como Juez supremo de vivos y muertos. Y esta preparación –sigue Isaías- “ocurrirá cuando limpiare el Señor las manchas de las hijas de Sión y lavare la sangre de Jerusalén con espíritu de justicia y con espíritu de ardor”. Como canta el salmo, nuestra respuesta ha de ser alegre, decidida: “iremos con alegría a la casa del Señor”, deseando ese día de la salvación, deseando que Jesús venga: “Ven para librarnos, Señor Dios nuestro; muéstranos tu rostro, y seremos salvos” (Aleluya).
Esta es la salvación que proclama el Evangelio, con la fe del Centurión que ruega por su siervo enfermo. “Y le dijo Jesús: ‘yo iré y lo sanaré’. Y respondiendo el centurión, dijo: ‘Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y será sano mi siervo’…” Jesús se emociona con esas palabras: “se maravilló y dijo a los que le seguían: ‘verdaderamente os digo que no he hallado fe tan grande en Israel’”… Cuando en cada Misa recordemos esas palabras antes de comulgar, podemos renovar nuestra fe, y pedir al Señor la curación de nuestra alma, que venga y nos transforme. En ese pasaje, además, podemos responder a la pregunta que el Papa hace en su Encíclica: “¿Es individualista la esperanza cristiana?” Muchos piensan en “salvarse”, como recuerda H. de Lubac: « ¿He encontrado la alegría? No... He encontrado mi alegría. Y esto es algo terriblemente diverso... La alegría de Jesús puede ser personal. Puede pertenecer a una sola persona, y ésta se salva. Está en paz..., ahora y por siempre, pero ella sola. Esta soledad de la alegría no la perturba. Al contrario: ¡Ella es precisamente la elegida! En su bienaventuranza atraviesa felizmente las batallas con una rosa en la mano ». Pero esto no es así, sigue diciendo de Lubac, siguiendo la teología de los Padres: “la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria”, como vemos en el Centurión, que se ocupa de su siervo, como vemos en la lectura de Isaias que habla de una « ciudad » (Sión, Jerusalén) “y, por tanto, de una salvación comunitaria”. El pecado aparece “como la destrucción de la unidad del género humano, como ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la separación, se muestra como expresión de lo que es el pecado en su raíz”. Hoy también aparecen esas nuevas Babeles, multitudes incomunicadas, una agresividad en el ambiente… Entonces, ¿es algo a la ver personal y comunitario, y en qué consiste?
En la Carta a Proba, san Agustín “intenta explicar un poco esta desconocida realidad conocida que vamos buscando”. Buscamos « vida bienaventurada [feliz] ». como expresa tan bien el Salmo 144 [143],15: « Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor ». Y dice Agustín: « Para que podamos formar parte de este pueblo y llegar [...] a vivir con Dios eternamente, ‘‘el precepto tiene por objeto el amor, que brota de un corazón limpio, de una buena conciencia y de una fe sincera'' (1 Tm 1,5) ». La mirada limpia del corazón nos lleva a pensar en los demás, salir de uno mismo con el don de sí, expresión de esa esperanza cierta, esa es la llave que abre la puerta a Jesús Salvador.
Este Adviento ha empezado como un tiempo de gracia para todos, los cercanos y los alejados. Adviento y Navidad son un pregón de confianza. Dios quiere salvar a todos, sea cual sea su estado anímico, su historia personal o comunitaria. En medio del desconcierto general de la sociedad, él quiere orientar a todas las personas de buena voluntad y señalarles los caminos de la verdadera salvación. El faro es -debe ser- ahora la Iglesia, la comunidad de Jesús, si en verdad sabe anunciar al mundo la Buena Noticia de su Evangelio.
Hoy también, muchas personas, aunque nos parezcan alejadas, muestran como el centurión buenos sentimientos. Tienen buen corazón. ¿Sucederá también este año que esas personas tal vez respondan mejor a la salvación de Jesús que nosotros? ¿estarán más dispuestas a pedirle la salvación, porque sienten su necesidad, mientras que nosotros no la sentimos con la misma urgencia? ¿tendrá que decir otra vez Jesús que ha encontrado más fe en esas personas de peor fama pero mejores sentimientos que entre los cristianos «buenos»? ¿Vendrán de Oriente y Occidente -o sea, de ámbitos que nosotros no esperaríamos, porque estamos un poco encerrados en nuestros círculos oficialmente buenos- personas que celebrarán mejor la Navidad que nosotros? ¿O nos creemos ya santos, merecedores de los dones de Dios?
Si en nuestra vida decidimos bajar la espada y no atacar a nadie, estamos dando testimonio de que los tiempos mesiánicos ya han llegado. Bienaventurados los que obran la paz. Los que trabajan para que haya más justicia en este mundo y se vayan corrigiendo las graves situaciones de injusticia, son los que mejor celebrarán el Adviento. No es que Jesús vaya a hacer milagros, sino que seremos nosotros, sus seguidores, los que trabajemos por llevar a cabo su programa de justicia y de paz.
Cuando seamos hoy invitados a la comunión, podemos decir con la misma humilde confianza del centurión que no somos dignos de que Cristo Jesús venga a nuestra casa, y le pediremos que él mismo nos prepare para que su Cuerpo y su Sangre sean en verdad alimento de vida eterna para nosotros, y una Navidad anticipada (J. Aldazábal).
Comienza el ADVIENTO. Un tiempo que nos invita a estar abiertos a la Palabra, para que el día de Navidad esta Palabra se haga carne en cada uno de nosotros. Esta Palabra que puede despertar en nosotros múltiples sensaciones dormidas. Hoy nos invita a la ADMIRACIÓN. "Jesús se quedó admirado", nos dice el evangelio. Es la única ocasión en que vemos a Jesús admirándose. Hasta ahora habíamos visto cómo era Él el que despertaba la admiración de sus conciudadanos. Recordemos cómo su padre y su madre estaban admirados de las cosas que se decían de Él. O cómo los discípulos se quedaron admirados al verle secar la higuera o mandar a los vientos. O cómo dejó admirados a fariseos y herodianos cuando respondió a su pregunta de si era lícito pagar el tributo al César. O cómo dejaba a todos admirados de su inteligencia y de sus respuestas, a pesar de ser hijo de José. O cómo en el colmo de su admiración decían: "todo lo ha hecho bien".
Pero en esta ocasión es el Maestro el que se admira. Y es un pagano, un militar, el que consigue despertar su admiración. No es ninguno de sus discípulos, no es ningún acontecimiento espectacular, no es ningún superdotado. ¿Qué es lo que hace que Jesús se admire? La fe. La fe es lo único capaz de despertar su más profunda admiración. Y también la nuestra. Porque la fe es un milagro. Cuántas veces hemos visto a gente sencilla sufrir en silencio acontecimientos que ni el más fuerte y dotado hubiera sido capaz de soportar sin lamentarse. Cuántas veces les hemos envidiado por esa fortaleza, por esa seguridad, por esa pacífica aceptación. Y es que son los más humildes y sencillos los únicos capaces de ver en cada acontecimiento la mano de Dios. Los únicos capaces de creer en la presencia de Dios en los acontecimientos de cada día. Los únicos capaces de creer en la omnipotencia de Dios. Como el centurión.
Algún día necesitarás de esa fe. Quizá hoy mismo ya la necesitas. Porque hace falta tener fe para creer que, a pesar de los rumores de guerra y de violencia, al final un niño conseguirá forjar arados de las espadas y podaderas de las lanzas. Si lo creemos puede que también nosotros dejemos admirado a Jesús. Vuestro hermano en la fe, Vicente.
Mateo nos presenta en el Evangelio a un centurión en Cafarnaún, la aldea de pescadores, a orilla del lago de Genesaret, que Jesús había convertido en el epicentro de su actividad. El centurión era un militar de bajo grado que comandaba una patrulla de unos 100 soldados. Debía ser un romano o un mercenario, en todo caso un pagano. El centurión ruega por un criado suyo enfermo de parálisis, y cuando Jesús propone ir a curarlo el centurión le dice algo admirable: que simplemente dé una orden de curación y su criado sanará, que él nos es digno de que Jesús entre en su casa, que como mandan los oficiales del ejército y sus órdenes se cumplen, con cuánta más razón se cumplirá la palabra de Cristo. Tan admirable es la respuesta que Jesús la alaba y anuncia la entrada en el reino de muchos paganos, gracias a su fe. Y tan admirable es que seguimos repitiéndola cada vez que celebramos la eucaristía: confesamos nuestra indignidad para que Jesús venga a nosotros en el pan consagrado, le pedimos que pronuncie sobre nosotros la palabra solemne y todopoderosa de salvación. Somos los descendientes de los paganos que nos disponemos con fe a celebrar el nacimiento del Mesías.
Es que el adviento es un tiempo de fe, de adhesión incondicional a la enseñanza de Jesús, de humilde expectativa de su venida a nosotros, sabiendo que para nada somos dignos de su visita. Un tiempo de intensa oración, tan intensa y confiada como la del centurión, pidiendo a Cristo que venga a curar nuestra parálisis, la enfermedad mortal que nos impide ponernos a servir a los hermanos, por egoísmo e indiferencia. Que se avive nuestra fe en este tiempo de preparación para la gran celebración de Navidad; ésta será la mejor luz con que adornemos el pesebre, el mejor regalo que podamos dar a los demás, el de testimoniarles nuestra fe en la omnipotente palabra de Jesús (J. Mateos-F. Camacho).
Yo iré y lo curaré. Jesús, ¡cuántas ganas tienes de hacer el bien! Hay una persona con dolores muy fuertes y ese dolor te remueve. Pero, ¿no sabías que el criado del centurión estaba enfermo antes de que te lo dijera su amo? ¿Por qué no habías ido antes? ¿No había más gente sufriendo dolores fuertes en Cafarnaúm? Jesús, empiezo a prepararme para tu nacimiento y veo que desde Belén hasta la Cruz no rehuyes el dolor ni el sufrimiento: ni el tuyo ni el de los tuyos. José no encuentra sitio en la posada; Herodes os persigue; María sufre cuando te «pierdes» en el Templo. Podías haber evitado todo, pero no lo haces. ¿Por qué? Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas. Jesús, no evitas el sufrimiento sino el pecado. María es concebida sin pecado. Tú te hiciste igual al hombre en todo menos en el pecado. Perdonas los pecados al paralítico antes de curarle de su enfermedad: tus pecados te son perdonado . ¿No será que el sufrimiento no es un mal, y en cambio el pecado sí? Si quiero prepararme bien para tu venida, debo empezar por rechazar el pecado con todas mis fuerzas.
Lázaro resucitó porque oyó la voz de Dios: y enseguida quiso salir de aquel estado. Si no hubiera «querido» moverse, habría muerto de nuevo. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios; tener siempre esperanza en Dios; amar siempre a Dios.... que nunca nos abandona, aunque estemos podridos como Lázaro. En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y por eso, Jesús, puedes hacer el milagro. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios. Jesús, quiero moverme, quiero salir de este estado mortecino o muerto en el que me encuentro. Quiero oír tu voz, tu llamada, y salir del mundo de mis miserias, de mis egoísmos, de mis envidias, de mis planes y proyectos personales en los que no cabe Dios ni los demás. Mi alma yace quizá un poco paralítica porque no tiene fuerza para vencer la comodidad, la vanidad, la sensualidad, el egoísmo. Yo iré y lo curaré. Jesús, vas a venir al mundo para salvarme, pero aún no soy digno de que entres en mi casa. Quiero prepararme bien. Quiero aprender a amarte. Y veo que lo primero que debo hacer es limpiarme, rechazar el pecado de verdad, empezando por acudir al sacramento de la confesión. Jesús, vas a venir al mundo para salvar a todos los hombres. No sólo a los de Israel: muchos de Oriente y Occidente vendrán y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos. No haces grupitos, buscas a todos: sabios y menos sabios, ricos y pobres, sanos y enfermos. Has venido a salvar a todos y por eso de todos esperas una respuesta. Que sepa responder con fe -con mi vida de cristiano- a esa muestra tan grande de amor que es tu Encarnación: la demostración más clara de que Tú no me abandonas.
Prepararnos para recibir a Jesús. Cada día que transcurre es un paso más hacia la celebración del nacimiento del Redentor y, por lo tanto, un motivo grande de alegría. Junto a esa alegría, es inevitable que nos sintamos cada vez más indignos de recibir al Señor. Toda preparación debe parecernos poca, y toda delicadeza insuficiente para recibir a Jesús. Si alguna vez nos sentimos fríos o físicamente desganados no por eso vamos a dejar de comulgar. Procuraremos salir de ese estado ejercitando más la fe, la esperanza y el amor. Y si se tratara de tibieza o de rutina, está en nuestras manos removerlas, pues contamos con la ayuda de la gracia. Nosotros, al pensar en el Señor que nos espera, podemos cantar llenos de gozo en lo más íntimo de nuestra alma: ¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor! (Salmo 121,1-2). El Señor también se alegra cuando ve nuestro esfuerzo para recibirlo con una gran dignidad y amor.
El Evangelio de la Misa (Mt 8,5-13) nos trae las palabras de un centurión del ejército romano que han servido para la preparación inmediata de la Comunión a los cristianos de todos los tiempos: Domine, non sum dignus –Señor, yo no soy digno. La fe, la humildad y la delicadeza se unen en el alma de este hombre: la Iglesia nos invita no sólo a repetir sus palabras como preparación para recibir a Jesús cuando viene a nosotros en la Sagrada Comunión, sino a imitar las disposiciones de su alma.
Prepararnos para recibir al Señor en la Comunión significa en primer lugar recibirle en gracia. Cometería un sacrilegio quien fuera a comulgar en pecado mortal. Hemos de preparar esmeradamente el alma y el cuerpo: deseo de purificación, luchar por vivir en presencia de Dios durante el día, cumplir lo mejor posible nuestros deberes cotidianos, llenar la jornada de actos de desagravio, de acciones de gracias y comuniones espirituales. Junto a estas disposiciones interiores, y como su necesaria manifestación, están las del cuerpo: el ayuno prescrito por la iglesia, las posturas, el modo de vestir, etc. , que son signos de respeto y reverencia. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a comulgar “con aquella pureza, humildad y devoción” con que Ella recibió a Jesús en su seno bendito, “con el espíritu y fervor de los santos”, aunque nos sintamos indignos y poca cosa (Francisco Fernández Carvajal).
Jesús pondera hoy la fe de este hombre que no pertenece al pueblo de Israel, pero de un hombre que cree sin ver, de una hombre que está seguro que el “rabí” tiene poder para hacer lo que le está pidiendo. Este es el tiempo de fe que es capaz de mover montañas. Sería bueno que al iniciar este tiempo de Adviento nosotros nos preguntamos si VERDADERAMENTE creemos en la palabra de Jesús. Muchos cristianos dicen creer pero, esperan constantemente signos, señales manifestaciones sensibles de lo que dicen creer. Creer, es la seguridad de lo que no se ve. ¿Podríamos decir que nuestra fe es como la de este centurión? ¿Cuál es tu actitud para lo que lees en la Biblia? (Ernesto María Caro).
Ayer, en la celebración de la Eucarística estás palabras del centurión, que repetimos antes de acercarnos a comulgar, quemaban todo mi cuerpo. Sentía un fuego especial ardiendo en todo mi ser. “Señor, yo no soy digna de que entres en mi casa, pero di una palabra y yo sanaré”. Cerraba los ojos y disfrutaba de esta frase, esperando para oír la palabra que me devolviera la dignidad de hija de Dios que en cada momento, a causa de mi testarudez, pierdo, o yo creo que pierdo. El centurión pronuncia estas palabras al oír que Jesús se dispone a ir personalmente a curar a su siervo. El no se siente digno, pero está seguro de que con tan sólo Jesús decir una palabra, su siervo sanará. Él confía en que sólo una palabra basta. Él cree en quien puede decir esta palabra. Ante tanta demostración de fe, Jesús queda admirado. Todavía mi fe no es tan profunda como la del centurión. Todavía no oigo esa palabra que necesito para sanar. Todavía estoy dando vueltas y vueltas en mi interior. Mi mente no está en paz. Quiere controlar demasiado. Se encierra demasiado. Señor: abre mis oídos y mi corazón para oír tu palabra y saber que me sanarás. Dios nos bendice, Miosotis.
La salvación que Dios nos ofrece en su Hijo, hecho uno de nosotros por obra del Espíritu Santo en el seno de María virgen, no está limitada a un pueblo o grupo. Dios quiere que todos los hombres se salven. Lo único que Dios espera de nosotros es que creamos en Aquel que Él nos ha enviado. Conocemos nuestras miserias y sabemos que a veces nuestro corazón está más sucio que aquel pesebre en el que fue recostado el niño Jesús. No somos dignos de que el Señor venga a nosotros. Tal vez, como Pedro, tengamos que decir: Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador. Pero el Señor quiere hacer su morada en nosotros. No espera que nosotros hagamos algo, sino sólo que le dejemos hacer su obra en nosotros. Él se encargará de lo demás. Si depositamos nuestra fe en Él, a pesar de que pareciera imposible darle un nuevo rumbo a nuestra vida y a nuestra historia, Él, permaneciendo en medio de nosotros, podrá decirnos: Anda, que te suceda conforme has creído. Dios se ha hecho cercanía a nosotros. Más aún, ha hecho su morada en nosotros, indignos y pecadores. Dejémosle que nos sane de las heridas que el pecado ha dejado en nosotros, para que renovados, hechos criaturas nuevas en Él, podamos no sólo reconocerlo como Señor en nuestra vida, sino amarlo amando a nuestro prójimo como Dios lo ha hecho con nosotros. Entonces la presencia del Señor en el mundo continuará hasta el final del tiempo, con todo su poder salvador, por medio de su Iglesia. En esta Eucaristía el Señor sale a nuestro encuentro para ofrecernos su salvación. Él es quien ha tomado la iniciativa de buscarnos hasta encontrarnos para invitarnos a recibir su perdón y a participar de su Vida. A Él no le importan nuestras miserias y pecado pasados, pues Él, al crearnos, no nos llamó para que fuésemos condenados, sino para que vivamos con Él eternamente. A pesar de que no formábamos parte del pueblo elegido, Dios ha querido sentarnos a su mesa, y alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre de su propio Hijo. El Señor se ha hecho siervo de todos pues, mediante la entrega de su propia vida, nos purifica para presentarnos, resplandecientes por el amor, ante su Padre Dios. El Señor no quiere que caminemos más en tinieblas, sino que, llenos de su Vida y de su Espíritu, por la participación en nosotros de Aquel que es la Luz, seamos también nosotros luz bajo la cual caminen todas las naciones y reciban la instrucción que les muestre el camino que les conduzca a su unión con Dios. El Señor, a pesar de nuestra indignidad, ha hecho su morada en nosotros. Él, desde su Iglesia continúa instruyendo en el camino del bien a todos los hombres. Por eso no podemos convertir la Comunidad de creyentes en Cristo en ocasión de escándalo o tropiezo para los demás. Entre nosotros deben estrecharse día a día nuestras relaciones fraternas, de tal forma que, como consecuencia de ello, podamos ser constructores de paz. Jamás podemos rechazar a quienes, a tientas buscan al Señor, pues es a ellos, especialmente a quienes les hemos de hacer cercano al Señor. Y ¿Cómo les anunciaríamos el Evangelio, cuando en lugar de manifestarles el amor y la misericordia de Dios, les criticáramos y persiguiéramos? Si queremos ser dignos de que el Señor habite en nosotros no sólo debemos dejarnos amar por Dios, sino que, desde ese amor hemos de amar a todos, de tal forma que, no sólo con nuestras palabras, sino con nuestras obras y nuestra vida, experimenten la bondad y la misericordia de Aquel que llega a ellos mediante quienes vivimos en unión con Él. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de una verdadera conversión, para que, llevando una vida digna, preparemos la llegada del Señor al corazón de todos los hombres, de tal forma que algún día todos nos sentemos a la mesa del Señor en su Reino eterno. Amén (www.homiliacatolica.com).
En la película “Los Otros” los niños tienen una enfermedad que les impide estar bajo la luz del sol. Bajo el cuidado de su madre están siempre en las tinieblas- las tinieblas de la muerte- sin saber que existen otros. Su mundo es triste, lúgubre, oscuro pero completo. La madre consigue que no haga falta más, no existen otros. Su mundo no es ideal pero no se quieren asomar a la realidad del mundo que sólo intuyen, pero que puede acabar con el idílico amor egoísta de esa madre por sus hijos. Un mundo en que los otros son sólo sombras que pueden acabar con lo nuestro.
“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” estas palabras que decimos todos los días en la Eucaristía, justo antes de recibir en nuestra vida al Rey de Reyes y después que el sacerdote nos repita el anuncio de Juan Bautista “Este es el Cordero de Dios”, se inspiran en las palabras del Centurión del Evangelio de hoy.
No es sólo una frase acertada. Un centurión mandaba sobre cien hombres. Además de ellos tenía sus criados y sirvientes. La “Oficina de defensa del soldado” era una idea que haría morir de risa al Cesar , y no hablemos de los sindicatos que eran, sencillamente, impensables. La provincia de Galilea- lejos de la madre Roma- no era el mejor destino del mundo para dedicarse a la buena vida y relajarse en las termas. A pesar de todos los problemas “objetivos” que harían que cualquier buen soldado quisiera salir de esa mala vida y centrar en esa meta todos sus esfuerzos, nos encontramos con este centurión. Un hombre exigente, sabía mandar: “Le digo a uno “Ve” y va y a otro “Ven” y viene.” Pero a la vez sabía estar pendiente de los que le habían encomendado. Un criado paralítico en aquel entonces tenía menos futuro que un bocadillo de panceta en un congreso de anoréxicos. Lo habitual en aquel tiempo hubiera sido no preocuparse por él, ni tan siquiera enterarse demasiado de su existencia, sustituirlo por otro y aquí paz y después gloria. Sin embargo, este centurión no solamente sabe de la existencia de ese criado, sabe que sufre y no duda en acercarse a aquél del que ha oído que puede hacer algo para rogarle (menuda indignidad, rebajarse así ante un judío) que le curase. Pero es que además “sigue afinando”: piensa que ese judío en casa de un romano contraería impureza y por ello le evita el tener que ir bajo su techo. No te extrañe lo que ocurre después: el Señor se queda admirado y mira más allá, al reino de los cielos. Contempla el día del Reino de Dios, pon buena cara a esos “muchos de oriente y occidente” y descubre que no son “los otros”, son los hijos e hijas de Dios y de nuestra madre la Virgen, que están ahora a tu lado- aunque a veces nos molesten- y que con ellos, por la misericordia de Dios, cantarás: “Vamos alegres a la Casa del Señor” (Archimadrid). Hay muchos hombres y mujeres que sin el rótulo de cristianos realizan mayores y mejores obras que las que nosotros realizamos y a lo mejor tienen una fe mucho más profunda y madura que la nuestra. Esas personas son las que en definitiva están haciendo posible que la realidad del reino brille todavía en un mundo marcado por odios, violencia, egoísmos... Una buena preparación para celebrar este año la Navidad podría ser revisar profundamente la calidad de nuestra fe a la luz de la convicción de que la visita de Dios es un hecho constante, y que esa visita exige de nosotros unas actitudes que vayan más de acuerdo con nuestra fe (Fray Nelson).
Una perspectiva universal. Es interesante ver que nuestros alimentos pueden separarnos, nuestros gustos pueden apartarnos, nuestras preferencias pueden levantar barreras, mientras que los dolores, las necesidades y el hambre nos reúnen. Un judío con hambre padece algo muy semejante a un pagano con hambre; un musulmán enfermo tiene un rostro muy parecido a un ateo enfermo; un budista cansado no camina muy distinto de un protestante cansado. Reconozcámoslo, de manos de la Biblia: nuestras apetencias nos pueden separar, pero las indigencias nos pueden unir. La unidad, pues, no viene por vía de consensos o negociaciones sino por vía de descubrir nuestras miserias.
Esa es precisamente la grandeza del mensaje de Cristo. Nuestro Señor ha centrado todo su mensaje y toda su vida en la atención de las miserias físicas y espirituales del ser humano. Por eso él, sin dejar de ser localizable en el tiempo y el espacio, trasciende con su amor eficaz y con su servicio maravilloso al tiempo y el espacio. Es lo que él mismo anuncia en el evangelio que oímos hoy: "vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del Reino de los cielos" (Mt 8,11). ¡Qué distancia insalvable parecía separar a este centurión romano de aquellos judíos celosos de sus observancias legales! Mas el dolor de él ante la enfermedad de su amigo es un dolor que puede darse en cualquier cultura, raza o lengua. Al abrir una puerta en su corazón para atender al dolor como tal Jesús se hace universal; Jesús inaugura un modo fantástico de amar que va más allá de las fronteras siempre estrechas de las razas, etnias e incluso de las religiones.
Hoy Cafarnaún es nuestra ciudad y nuestro pueblo, donde hay personas enfermas, conocidas unas, anónimas otras, frecuentemente olvidadas a causa del ritmo frenético que caracteriza a la vida actual: cargados de trabajo, vamos corriendo sin parar y sin pensar en aquellos que, por razón de su enfermedad o de otra circunstancia, quedan al margen y no pueden seguir este ritmo. Sin embargo, Jesús nos dirá un día: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El gran pensador Blaise Pascal recoge esta idea cuando afirma que «Jesucristo, en sus fieles, se encuentra en la agonía de Getsemaní hasta el final de los tiempos». El centurión de Cafarnaún no se olvida de su criado postrado en el lecho, porque lo ama. A pesar de ser más poderoso y de tener más autoridad que su siervo, el centurión agradece todos sus años de servicio y le tiene un gran aprecio. Por esto, movido por el amor, se dirige a Jesús, y en la presencia del Salvador hace una extraordinaria confesión de fe, recogida por la liturgia Eucarística: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa: di una sola palabra y mi criado quedará curado» (Mt 8,8). Esta confesión se fundamenta en la esperanza; brota de la confianza puesta en Jesucristo, y a la vez también de su sentimiento de indignidad personal, que le ayuda a reconocer su propia pobreza. Sólo nos podemos acercar a Jesucristo con una actitud humilde, como la del centurión. Así podremos vivir la esperanza del Adviento: esperanza de salvación y de vida, de reconciliación y de paz. Solamente puede esperar aquel que reconoce su pobreza y es capaz de darse cuenta de que el sentido de su vida no está en él mismo, sino en Dios, poniéndose en las manos del Señor. Acerquémonos con confianza a Cristo y, a la vez, hagamos nuestra la oración del centurión (Joaquim Meseguer).
Contemplamos el dolor, la enfermedad, la pobreza, el sufrimiento de muchos hermanos nuestros. Hay enfermedades que marginan y confinan a quienes las padecen, como si fueran unos malditos, unos parias a los que no deba uno acercarse por temor a contaminarse. Pero no faltan signos de un servicio hecho, siempre con gran amor, a aquellos que han sido despreciados; son gentes de las que nuestro mundo no ha sido digno de recibirlas, pero que se acercaron a nosotros como signo de una Realidad de amor que está más allá de nuestros ojos humanos. Aunque no faltan aquellos que tratan de apagar la vida de los que consideran como una carga familiar y social, de la que hay que deshacerse lo más pronto posible mediante la eutanasia, o marginándolos en lugares lejos de la familia y de la sociedad. El Señor nos quiere en camino para curar las heridas de la enfermedad, del pecado, de la desesperanza, de la soledad, de la marginación, del desprecio. No hemos sido enviados a apagar la fe y la esperanza de los demás, sino a acercarnos a ellos para sentarlos a nuestra mesa, con la misma dignidad a la que todos tenemos derecho, hasta que, algún día, todos seamos dignos de entrar en la Casa eterna del Padre. Hoy el Señor nos reúne en torno a su Mesa para alimentarnos con el Pan de Vida. Nos reúne sin distinción alguna, pues para Él todos tenemos el mismo valor, ya que sus criterios son muy distintos a nuestros criterios mundanos. En Cristo encontramos la reconciliación, la paz y una auténtica vida fraterna. Nuestras reuniones sagradas han de provocar a todos a participar en ellas, no tanto por acciones externas que sean atractivas, pero huecas de fe, sino porque aquí sea posible encontrarse con una comunidad de hermanos, que acogen a todos con gran amor y se preocupan de ellos, especialmente cuando, incluso los suyos, los ha despreciado y abandonado. No somos dignos de estar en la casa del Señor, pero Él quiere sanar las heridas que en nosotros ha abierto el pecado y el egoísmo. Por eso, los que participamos de la Eucaristía, hemos de abrir nuestros corazones a la acción salvadora de Dios; y, libres de nuestras opresiones, nos hemos de poner al servicio de nuestro prójimo para hacerle siempre el bien, amándole como Cristo nos ha amado a nosotros. No cerremos los ojos ante el dolor, ante el sufrimiento, ante el abandono, ante la pobreza, ante las injusticias de que han sido víctimas muchas personas. El Señor quiere que su Iglesia sea portadora de paz. Esa paz que se gana a brazo partido; esa paz que reclama incluso nuestra propia sangre. Ante una humanidad deteriorada por la maldad, pongámonos inmediatamente en camino para dedicarnos a trabajar, con todos los medios posibles a nuestro alcance, para crear una humanidad más sana, más justa, más fraterna y más en paz. No seamos portadores de violencia. Trabajemos conforme a los criterios del Evangelio de Cristo, el cual nos dice que no ha venido a condenarnos, sino a salvarnos. La Iglesia es el vástago del Señor del que se esperan frutos de salvación y no de condenación, ni de destrucción, ni de muerte. Vivamos comprometidos en hacer siempre el bien a todos, de tal forma que en verdad pueda resplandecer, con toda claridad, el Rostro salvador de Cristo Jesús en su Iglesia. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de trabajar constantemente en la construcción entre nosotros del Reino de Dios, como un signo de unidad y de paz en el mundo entero. Amén (homiliacatolica.com).
«Mirad al Señor que viene» (entrada: Jer,31,10; Is 35,4). Pedimos al Señor permanecer alertas a la venida de su Hijo, para que, cuando llegue y llame a la puerta, nos encuentre velando y cantando sus alabanzas (colecta). Las oraciones de ofertorio y postcomunión son las mismas del Domingo anterior.
–Mateo 8,5-11: ¿Quién soy yo para que entres en mi casa? San Agustín ha comentado unas cinco veces este pasaje evangélico. Una de ellas dice: «Cuando se leyó el Evangelio, escuchamos la alabanza de nuestra fe, que se manifiesta en la humildad. Cuando Jesús prometió que iría a la casa del Centurión para curar a su criado, respondió aquel: “¡No soy digno!”... Y declarándose indigno, se hizo digno; digno de que Cristo entrase no en las paredes de su casa, sino en las de su corazón. Pero no lo hubiese dicho con tanta fe y humildad, si no llevase ya en el corazón a Aquel que temía entrase en su casa. En efecto, no sería gran dicha el que el Señor Jesús entrase en el interior de su casa, si no se hallase en su corazón» (Sermón 62, 1, en Cartago hacia el 399). Y el mismo San Agustín: «¿Qué cosa pensáis alabó [Jesús] en la fe de este hombre? La humildad: “¡No soy digno!”… Eso alabó y, porque eso alabó, ésa fue la puerta por la que entró. La humildad del Centurión era la puerta para que el Señor entrase para poseer más plenamente a quien ya poseía» (Sermón 62,A,2). La humildad es una de las virtudes más propias del Adviento, pues nada nos abre tanto como ella a la venida del Salvador. A ella nos exhorta San Bernardo: «Mirad la grandeza del Señor que entra en el mundo, el Hijo del Altísimo... y hecho carne, es colocado en un pobre pesebre... Y amad la humildad, que es el fundamento y la guarda de todas las virtudes... Viendo a Dios tan empequeñecido ¿habrá algo más indigno que la pretensión del hombre de engrandecerse a sí mismo sobre la tierra?» (Sermón en Natividad del Señor 1,1; citado por Manuel Garrido Bonaño).

viernes, 21 de enero de 2011

Lunes de la 2ª semana: Jesús es el Salvador, anunciado por todos los profetas: “el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca”…

Hebreos 1: 1 – 6: 1 Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; 2 en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; 3 el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, 4 con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más les supera en el nombre que ha heredado. 5 En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré para él Padre, y él será para mi Hijo? 6 Y nuevamente al introducir a su Primogénito en el mundo dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios.

Salmo 97: 1 - 2, 6 - 7, 9: 1 ¡Reina Yahveh! ¡La tierra exulte, alégrense las islas numerosas! 2 Nube y Bruma densa en torno a él, Justicia y Derecho, la base de su trono. 6 los cielos anuncian su justicia, y todos los pueblos ven su gloria. 7 ¡Se avergüenzan los que sirven a los ídolos, los que se glorían de vanidades; se postran ante él todos los dioses! 9 Porque tú eres Yahveh, el Altísimo sobre toda la tierra, muy por encima de los dioses todos.

Marcos 1: 14 – 20: 14 Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: 15 «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva.» 16 Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. 17 Jesús les dijo: «Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres.» 18 Al instante, dejando las redes, le siguieron. 19 Caminando un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca arreglando las redes; 20 y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él.

Comentario: 1.- Hb 1, 1-6 (ver Navidad, 2ª lect.). La Epístola a los Hebreos, más que una carta de san Pablo como las otras, es como un «sermón», de una extraordinaria densidad humana y teológica. Además su lectura requiere un esfuerzo pues, destinada sin duda a judíos conversos, alude a ritos de sacrificio de animales y a una interpretación simbólica de la Biblia... todo lo cual puede desorientar a un lector moderno. Para no extraviarse es preciso entrar en la dialéctica del autor y dejarse guiar por comentarios de tipo exegético. Ya la primera frase anuncia el tema que será tratado: el Antiguo Testamento anuncia y prefigura a Cristo. Jesús es la palabra última de Dios, su Palabra definitiva. Este «aletazo» que de golpe nos conduce a las cimas del misterio de Cristo, nos recuerda el prólogo de san Juan: «todo fue hecho por El, y sin él nada se hizo» (Juan 1, 3). Cuán lejos estamos de las actuales tentativas reductoras, que querrían simplificar a Jesús de Nazaret reduciéndolo al Hombre perfecto, el superhombre, el mito de esto o de aquello.
El hijo de María, el muchacho carpintero de Nazaret, el hombre sensible a los sufrimientos del pueblo sencillo, el amigo fiel que llora la muerte de los que ama... ¡sí! Pero también el Hijo de Dios, Luz de luz, Resplandor de la Gloria de Dios, impronta perfecta del Ser de Dios.
-El Hijo que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad divina, en las alturas. Las imágenes se acumulan para afirmar la divinidad de Jesús:
*. Como Dios, es Creador, y mantiene en la existencia a todas las cosas. En efecto, la creación no está terminada. La palabra todopoderosa de Jesús está terminando la humanidad.
**. Es salvador y purificador, como sólo Dios puede ser. «¿Quién puede perdonar los pecados?» (Mc 2, 7).
***. Está asociado a la Gloria, a la Majestad. Con una superioridad sobre los ángeles. Toda la siguiente demostración tiende a afirmar esta supremacía. El judaísmo de aquel tiempo veía "ángeles" por todas partes. Para respetar la grandeza y la invisibilidad de Dios, se había multiplicado esos «mediadores», esos intermediarios. El hombre de hoy se ha procurado otros "protectores": la ciencia, la técnica, el progreso. ¿Sabemos reconocer la supremacía de Cristo sobre todo esto? (Noel Quesson).
2. Sal. 97 (96). Dios es el Creador de todo. Él ha venido como poderoso Salvador nuestro para liberarnos de la esclavitud al pecado y a la muerte. Él se ha levantado victorioso sobre la serpiente antigua, o Satanás. Por eso nos hemos de alegrar en el Señor, y hemos de vivir pregonando su justicia desde una vida recta. Muchas veces, por desgracia, nos hemos creado falsos dioses y les hemos entregado nuestro corazón. Así, hemos pensado que nuestra paz, nuestra seguridad y nuestra plena realización se basarían en cosas pasajeras, o en vernos protegidos por amuletos, o en la acumulación de bienes pasajeros. No faltará quien, incluso, haya centrado su seguridad en verse protegido por los poderosos de este mundo. Sin embargo lo pasajero puede, finalmente, dejarnos con las manos vacías y nuestra fe y esperanza derrumbadas. Sólo el Señor, nuestro Dios, es digno de crédito. Él jamás abandona ni defrauda a los que en Él confían. Sin embargo aceptar vivir confiados en Él nos ha de llevar a vivir conforme a su Palabra, a ser rectos de corazón, a proceder en la justicia y el derecho, pues no podemos decir que confiamos en el Señor mientras no vayamos, realmente tras las huellas de amor, de santidad, de justicia y de paz que Dios nos ha marcado por medio de su Hijo Jesús, Señor y Rey nuestro, que ha venido a nosotros para convertirse en el Camino que nos conduzca al Padre, y a nuestra plena realización en Él.
3.- Mc 1, 14-20 (ver domingo 3). 3.- Mc 1,14-20 (ver domingo 03b). A. Comentario mío de 2008: * Caridad, oración y ayuno, son las armas espirituales para combatir el mal, que se nos recuerdan en Cuaresma, pero quiere la Iglesia proponernos ya en la primera semana del tiempo ordinario este Evangelio de llamada a la conversión, para que empecemos con buen pie. Joan Costa señalaba: “Hoy, el Evangelio nos invita a la conversión. «Convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). Convertirse, ¿a qué?; mejor sería decir, ¿a quién? ¡A Cristo! Así lo expresó: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37).
Convertirse significa acoger agradecidos el don de la fe y hacerlo operativo por la caridad. Convertirse quiere decir reconocer a Cristo como único señor y rey de nuestros corazones, de los que puede disponer. Convertirse implica descubrir a Cristo en todos los acontecimientos de la historia humana, también de la nuestra personal, a sabiendas de que Él es el origen, el centro y el fin de toda la historia, y que por Él todo ha sido redimido y en Él alcanza su plenitud. Convertirse supone vivir de esperanza, porque Él ha vencido el pecado, al maligno y la muerte, y la Eucaristía es la garantía.
Convertirse comporta amar a Nuestro Señor por encima de todo aquí en la tierra, con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas. Convertirse presupone entregarle nuestro entendimiento y nuestra voluntad, de tal manera que nuestro comportamiento haga realidad el lema episcopal del Santo Padre, Juan Pablo II, Totus tuus, es decir, Todo tuyo, Dios mío; y todo es: tiempo, cualidades, bienes, ilusiones, proyectos, salud, familia, trabajo, descanso, todo. Convertirse requiere, entonces, amar la voluntad de Dios en Cristo por encima de todo y gozar, agradecidos, de todo lo que acontece de parte de Dios, incluso contradicciones, humillaciones, enfermedades, y descubrirlas como tesoros que nos permiten manifestar más plenamente nuestro amor a Dios: ¡si Tú lo quieres así, yo también lo quiero!
Convertirse pide, así, como los apóstoles Simón, Andrés, Jaime y Juan, dejar «inmediatamente las redes» e irse con Él (cf. Mc 1,18), una vez oída su voz. Convertirse es que Cristo lo sea todo en nosotros”.
** Antes de pasar a la llamada que Jesús hace a seguirle, miraremos con más detenimiento la necesidad de conversión: ¿qué tiene que ver con la dignidad de la persona y con la conciencia de pecado? La necesidad de redención es fácil de intuir o de creer siguiendo la revelación, pero difícil de entender. El pecado existe, es un mal: ofensa a Dios y destrucción de la vocación del hombre. ¿Hace daño a Dios? No, pero la gloria de Dios es la felicidad del hombre, y Dios “sufre” cuando nos hacemos daño, cuando estamos tristes porque le hemos abandonado (estamos hechos para el amor de Dios, y no encontramos la plenitud fuera del amor, que es caer en el pecado, que es egoísmo). El pecado es ofensa a Dios, nos desvía de Él y por tanto nos “pierde”, maltrata nuestra dignidad y perturba la convivencia (después de alzar el puño contra Dios con la soberbia del primer pecado de Adán, la rebelión contra Dios, el segundo pecado del mundo es Caín que mata a Abel: cuando no hay padre, los hermanos se matan: cf. Catecismo, 1849-1850). Pero después del primer pecado (Gen 3, 15) Dios promete la salvación. Más tarde, Abraham (s. XX-XIX a. C.) dispone las cosas para su plan redentor, primero con la liberación de la esclavitud de Egipto, elección de Israel y alianzas, cuidado amoroso y envío de los Patriarcas y Profetas, hasta Jesús, pues el hombre no puede salvarse solo, y la situación de pecado personal genera el pecado social con sus estructuras de pecado como vemos en la historia.
La llamada primera es a la conversión. La santidad no es una cuestión mágica, como dándole a un botón, mirar hacia oriente y decir una formulita… Jesús nos dice que ha venido a salvar a los pecadores, y que prefiere un corazón contrito y humillado. Esto significa reconocer nuestra situación de pecado, y dejarnos conquistar por el divino alfarero que para hacer su obra maestra necesita que seamos dúctiles, que nos dejemos transformar, convertir. (Tomo prestados unos apuntes como base de los siguientes comentarios).
Ya en el Antiguo Testamento vemos este diálogo entre el hombre, que tiene momentos buenos y otros llenos de infidelidad, y la fidelidad de Dios por contraste (Gen 8, 21-22; 9, 11). Después del diluvio se establece una alianza con el arco iris para que el hombre pueda recordar siempre que Dios no olvida su promesa, que su perdón es para siempre. Los profetas y las prácticas penitenciales van recordando la necesidad que tiene el hombre de continua conversión, para recibir este perdón (cf. Os 14, 2; Ez 18,21; Jer 26, 3). De modo excepcional esta conversión está recogida en el Salmo 50 que la Iglesia proclama todos los viernes en su liturgia de las horas. Los ritos que el pueblo de Israel dedica a la petición de perdón (Num 16, 6-15; Jue 10,10-16; 1 Rey 8,33-40.46-51) están también cargados de llamadas a la penitencia y ayunos (Joel 1-2; Is 22,12) y estas prácticas penitenciales cobran más conciencia después de la cautividad (Esd 9,5-15; Dan 9,4-19…).
En el Nuevo Testamento, la llamada a la conversión está presente desde el comienzo de la proclamación de la buena nueva, como hemos visto al comentar la predicación de San Juan Bautista, que con ella preparó la venida del Mesías: "Yo soy la voz que clama en el desierto: enderezad el camino del Señor, como dijo Isaías. (Jn. 1, 23). Sus palabras eran claras y fuertes. San Lucas narra esta predicación y cómo animaba a compartir con los demás lo que se posee, a no exigir más de lo que marca la justicia en los negocios, a no ser violentos, ni denunciar falsamente a nadie (cfr. Lc. 3, 1-18) Para conseguir vivir sin pecado proponía el bautismo de agua y la penitencia. Sin embargo, siempre insistió en que estos medios eran insuficientes, pues él era sólo el precursor: "Yo os bautizo con agua para la penitencia; pero el que viene detrás de mí es más poderoso que yo. No soy digno de llevarle las sandalias; él os bautizará en el Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era; reunirá su trigo en el granero, y la paja la quemará en un fuego inextinguible" (Mt. 3. 11-12). Cuando Jesús fue a bautizarse al Jordán, le dijo: "Yo necesito ser bautizado por ti, y ¿tú vienes a mí?" (Mt. 3, 14) Más adelante dirá de Jesús: "He aquí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo" (Jn. 1, 29). Cuando sus discípulos le dejan para seguir a Jesús, se llenó de alegría, añadiendo: "Conviene que El crezca y yo disminuya" (Jn. 3, 30).
Ahora ya hemos vivido el Bautismo del Señor, sabemos en esta primera predicación de Jesús que todo comienza con la conversión: "se han cumplido los tiempos y se acerca el Reino de Dios; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc. 1, 15; cf. Mc 6, 12). Se trata de volver a nacer, "hacerse como niños" o "nacer de nuevo", como dirá a Nicodemo (cfr. Jn. 3, 4). Jesús recuerda los castigos si no se convierten: “Yo os digo que si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis” (Lc 13, 3-5; cf. Mt 11, 20-24; Lc 10, 13-16; 11, 29-32). Dentro de pocos días, al conmemorar el inicio de la Cuaresma, tendremos que volver sobre ello, y completar el cuadro.
*** Vemos también en este Evangelio dos de las características principales de la llamada de Jesús a los discípulos (en otros sitios correlativos veremos completados los aspectos). Hay que decir que no es la primera llamada, que leímos la semana pasada, sino otra más personal, para ser de los discípulos que le siguen más de cerca. Luego veremos también quizá otra llamada, la del colegio apostólico. No sé si hay dos o tres llamadas a los discípulos, por parte de Jesús, o bien si es la vida una continua llamada, en la que vemos algunos aspectos más relevantes como estos, cuando Jesús llama a algunos y estos le siguen. Seguiré un esquema desarrollado que leí (firmaba JJU):
a) La llamada es iniciativa de Jesús. No es encargada a una tercera persona, aunque haya mediaciones como la que vimos hace días de Felipe que busca Natanael. Ahora, la realiza personalmente el mismo Jesús en virtud de su poder mesiánico. A veces, alguno quiere seguirlo por propia iniciativa pero es invitado a tomar otro camino (cf. Mc 5,18-20): “No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo a vosotros”, dirá más tarde (Jn 15,16). Nadie se hace a sí mismo discípulo. Es Jesús el que los hace. El seguimiento no es conquista, sino un ser conquistado. Así lo experimentó Pablo: “No es que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo [a Cristo], habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús” (Fil 3,12). Por esta misma razón, la vocación al seguimiento culmina con la transformación existencial que da lugar a un nuevo yo: “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
Esta iniciativa por parte de Jesús es indicada en los Evangelios con tres verbos. Dos de ellos se refieren a lo que él hace: ‘pasa’ al lado de los que luego le seguirán y los ‘ve’. Entonces vemos la llamada explícita: Jesús les dijo: ‘Venid conmigo’, o simplemente, ‘sígue-me’. Como veremos en el Evangelio de mañana, esto causará estupor: está diciendo que sigamos no una doctrina, sino a Él. «Llamando». Después de ‘ver’ aparece la llamada explícita, que es también un mandato: “Venid conmigo”, “sígueme”. Estas expresiones indican la relación de cercanía y la intimidad con Jesús que deben caracterizar la vida del discípulo.

b) La llamada es personal. Jesús no llama a multitudes o grupos. Su llamada se dirige siempre a personas concretas, y su llamada es intransferible. Jesús se muestra en todo momento atento a las personas, incluso cuando tiene delante una muchedumbre: “A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba” (Lc 4,40). A lo largo de su ministerio público, Jesús llama y trata de manera distinta a personas distintas, especialmente a los apóstoles. La relación de Jesús con cada uno es diferente, y a cada uno dice cosas diferentes (Pedro, Juan, Natanael, Tomás, Judas, etc.).

B. Textos tomados de mercaba.org (2010). Durante las nueve primeras semanas del año hacemos la lectura continua del evangelio según san Marcos, el primero que se puso por escrito y el más corto de los evangelios. Los trece primeros versículos, que no leemos aquí, porque se leyeron durante los domingos precedentes, relatan muy brevemente la "predicación de Juan Bautista", "el bautismo de Jesús" y "el retiro preliminar de Jesús en el desierto, donde fue tentado"... Se podría decir, por tanto, que Marcos es el inventor de ese género literario tan provechoso que se llama «evangelio»: no es tanto historia, ni novela, sino «buena noticia». Pudo ser escrito en los años 60, o, si hacemos caso de los papiros descubiertos en el Qumran, incluso antes. Con un estilo sencillo, concreto y popular, Marcos va a ir haciendo pasar ante nuestros ojos los hechos y palabras de Jesús: con más relieve los hechos que las palabras. Marcos no nos aporta, por ejemplo, tantos discursos de Jesús como Mateo o tantas parábolas como Lucas. Le interesa más la persona que la doctrina. En sus páginas está presente Jesús, con su historia palpitante, sus reacciones, sus miradas, sus sentimientos de afecto o de ira. Lo que quiere Marcos, y lo dice desde el principio, es presentarnos «el evangelio de Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios» (Mc 1,1). Hacia el final del libro pondrá en labios del centurión las mismas palabras: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Además de leer cada año el evangelio de Marcos en los días feriales de estas nueve semanas, también lo proclamamos en los domingos de cada tres años: 1997, 2000, 2003... La página que escuchamos hoy nos narra el comienzo del ministerio de Jesús en Galilea, que ocupará varios capítulos. En los versículos anteriores (Mc 1,1-13) nos hablaba de Juan el Precursor y del bautismo de Jesús en el Jordán. Son pasajes que leímos en el tiempo de Adviento y Navidad. El mensaje que Marcos pone en labios de Jesús es sencillo pero lleno de consecuencias: ha llegado la hora (en griego, «kairós»), las promesas del AT se empiezan a cumplir, está cerca el Reino de Dios, convertíos y creed la Buena Noticia: la Buena Noticia que tiene que cambiar nuestra actitud ante la vida. En seguida empieza ya a llamar a discípulos: hoy a cuatro, dos parejas de hermanos. El relato es bien escueto. Sólo aporta dos detalles: que es Jesús el que llama y que los llamados le siguen inmediatamente, formando ya un grupo en torno suyo.
Somos invitados a escuchar a Jesús, nuestro auténtico Maestro, a lo largo de todo el año, y a seguirle en su camino. Nuestro primer «evangelio de cabecera» en los días entre semana será Marcos. Es la escuela de Jesús, el Evangelizador verdadero. Somos invitados a «convertirnos», o sea, a ir aceptando en nuestras vidas la mentalidad de Jesús. Si creyéramos de veras, como aquellos cuatro discípulos, la Buena Noticia que Jesús nos anuncia también a nosotros, ¿no tendría que cambiar más nuestro estilo de vida? ¿no se nos tendría que notar que hemos encontrado al Maestro auténtico? «Convertíos y creed en la Buena Noticia». Convertirse significa cambiar, abandonar un camino y seguir el que debe ser, el de Jesús. El Miércoles de Ceniza escuchamos, mientras se nos impone la ceniza, la doble consigna de la conversión (porque somos polvo) y de la fe (creer en el evangelio de Jesús). El mensaje de Jesús es radical: no nos puede dejar indiferentes. «Lo dejaron todo y le siguieron». Buena disposición la de aquellos pescadores. A veces los lazos de parentesco (son hermanos) o sociales (los cuatro son pescadores) tienen también su influencia en la vocación y en el seguimiento. Luego irán madurando, pero ya desde ahora manifiestan una fe y una entrega muy meritorias. «Lo dejaron todo y le siguieron». No es un maestro que enseña sentado en su cátedra. Es un maestro que camina por delante. Sus discípulos no son tanto los que aprenden cosas de él, sino los que le siguen, los que caminan con él. Es más importante la persona que la doctrina. Marcos no nos revela tanto qué es lo que enseñaba Jesús -aunque también lo dirá- sino quién es Jesús y qué significa seguirle. «Convertíos y creed la Buena Noticia». «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (J. Aldazábal).
-Después que Juan fue preso, Jesús marchó a Galilea, predicando la "buena nueva" de Dios. Jesús humildemente sigue la predicación de Juan. Le ha dejado llegar hasta el final de su misión de precursor. A su desaparición, le llega a Jesús el turno de entrar en escena. ¿Sé yo dejar su lugar a los demás? Juan Bautista fue pues "detenido", y encarcelado. En esta situación dramática -la "buena nueva" es un estorbo y los portavoces de Dios son mal vistos- es cuando Jesús comienza: ya puede prever lo que le esperará dentro de algunos meses.
-Decía "Los tiempos se han cumplido... y el Reino de Dios está cerca... Arrepentíos... y creed en la "buena nueva..." Voy a meditar pausadamente sobre estas cuatro palabras. Jesús desde el principio se considera ser el término de todo el Antiguo Testamento. El tiempo fijado por Dios para cumplir sus promesas ha llegado. Una nueva era comienza. Abraham, Moisés, David, los Profetas... no eran más que una preparación: "Yo llego... cumplo... termino... Pretensión exorbitante. Se ha creído a veces poder soslayar la cuestión engorrosa que suscita la personalidad de Jesús, tratando de suprimir los milagros o de explicarlos humanamente. De hecho la conciencia que posee Jesús de su vinculación privilegiada con Dios está presente en todas las páginas del evangelio. Si se rehúsa admitir la divinidad de Jesús, no sólo se tendrán que romper algunas páginas molestas... toda la trama del evangelio quedaría rota.
"El Reino de Dios está cercano". Yo introduzco la humanidad en este reino. Es a partir de mí que este reino tan esperado va a comenzar por fin. "Convertíos". Cambiad de vida. Es urgente. "Creed en "la buena nueva." Sí, lo que acabo de deciros es bueno, ¡es una alegre nueva!
-Caminando a orillas del mar de Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés... Algo más allá vio a Santiago y a su hermano Juan... Marcos no intenta darnos una biografía real. Sabemos por el evangelio según san Juan que Jesús había ya encontrado esos mismos hombres a orillas del Jordán. Pero aquí Marcos quiere decirnos toda la importancia que, para Jesús, tienen los "discípulos". Todavía no hemos visto a Jesús ante las muchedumbres, ni ante personas precisas... Estamos sólo en el versículo 16 del evangelio... y he aquí que Jesús se rodea de cuatro hombres, que no van a dejarle más, y que veremos siempre a su alrededor. Son éstos más importantes para El que el entusiasmo de las gentes; es ya la Iglesia que se va preparando.
-Venid... Seguidme... Yo os haré pescadores de hombres. Decididamente, este joven "rabí" se impone de entrada. ¿Quién es para tener tales pretensiones y tales exigencias? Parece saber muy bien lo que quiere. Por el momento no será un "maestro" intelectual reuniendo auditores para ir pensando con El... No, hay que seguirle para una acción, hay que trabajar en su obra, hay que ayudar a salvar a la humanidad (Noel Quesson).
Juan Pablo II, en su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, nos ha propuesto un nuevo haz de misterios: los luminosos. Justamente estos misterios nos invitan a que no demos un salto mortal de los gozosos a los dolorosos. Nada de saltos; vayamos paso a paso recorriendo la historia vivida por Jesús desde Galilea hasta Jerusalén, recordando las palabras de Mateo: “País de Zabulón y de Neftalí, Galilea de los gentiles. A los que habitaban en tinieblas una luz les brilló”. Es bueno que nuestra contemplación se detenga en la claridad que irradia toda la manifestación de Jesús. Después de quedar deslumbrados por el fogonazo de la Navidad y antes de asomarnos a la tiniebla casi impenetrable del Gólgota y a la gloria del sepulcro vacío, acerquémonos a la luz amiga que nos llega desde las palabras del maestro, desde los milagros del carismático, desde las acciones simbólicas del profeta, desde las revelaciones del Hijo.
En realidad, tal es el camino que ha recorrido la cristología en los últimos decenios. Antes se tendía a pasar del estudio del misterio del Verbo encarnado al de la obra de la Redención, con algún interludio sobre la santidad, la ciencia y la conciencia de Jesús. Se sobrevolaba su ministerio. Sin embargo, para no caer en un mito extraño del Salvador necesitamos aferrarnos a la peripecia concreta vivida por Jesús. En ella se nos revelan los misterios del Reino, la misma verdad de Jesús y el rostro de Dios Padre. En el anuncio de la llegada del Señorío de Dios, en la llamada a la conversión, en la cercanía de Jesús a sufrientes y marginados, en la mesa compartida (“la esencia del cristianismo es comer juntos”, nos ha dicho un docto exégeta alemán), en el trato con las mujeres y los pequeños, y en tantas cosas más lo de Dios cobra un perfil concretísimo que nos liberará de falsas proyecciones. ¡Atentos, pues, a este tiempo ordinario y a su gracia cotidiana! (Pablo Largo: pldomizgil@hotmail.com).
Los primeros discípulos de Jesús no pertenecían a la clase sacerdotal que controlaba el templo, ni al grupo de los fariseos o letrados (devotos de turno o teólogos juristas), ni a los saduceos, que conforma­ban la aristocracia terrateniente. Provenían de Galilea, una región mal vista por la ortodoxia judía («Galilea de los gentiles» o de los paganos, la llamaban), llena de gente descreída y propensa a revoluciones desestabilizadoras del «orden establecido». A la «gente de bien» de entonces no les parecería el lugar más adecuado para elegir a los futuros «pescadores de personas». Jesús comienza llamando a dos parejas de hermanos, pues el reino de Dios o comunidad cristiana será una comunidad de iguales. Y los invita a seguirlo, para entregarles su Espíritu, como Elías invitó a Elíseo en el libro primero de los Reyes (Re 19,20s). Cuando reciban el Espíritu (el amor universal de Dios) quedarán capacitados para ser «pescadores de seres humanos», o lo que es igual, para llamar a to­dos, sin distinción de personas, a formar parte de la comunidad cristiana, que -hoy como ayer- debe ser una alternativa de sociedad o una sociedad alternati­va dentro de este viejo mundo que tiene por Dios al dinero. (J. Mateos-F. Camacho).
Una de las actitudes que han hecho que el cristianismo no haya llegado todavía a todos los corazones como es el deseo de Dios, es la indecisión en el seguimiento del Señor. Todos estamos muy ocupados con nuestras cosas y nuestros pensamientos. Y la verdad que lo que hacemos es importante, sin embargo cuando el Señor nos llama no hay lugar para las demoras, ni para las excusas. Y este llamado no es sólo al seguimiento apostólico, como sería el caso de los sacerdotes o religiosos o religiosas, es un llamado general para vivir con “prontitud” el mensaje del Evangelio: ¡Ven y sígueme! Será el mismo llamado para todos, apóstoles y seglares. A la voz del Maestro hay que dejarlo todo y ponerse en camino con él. Pedro , Andrés, Santiago y Juan dejaron “de inmediato” lo que estaban haciendo: Nosotros ¿cuándo? (Ernesto María Caro).
San Ireneo de Lión (hacia 130-208) obispo, teólogo y mártir, en Contra las herejías,4 14 habla de que Dios Los llama porque los ama, dice así: “El Padre nos recomienda vivir en seguimiento del Verbo, no porque tuviera necesidad de nuestro servicio sino para procurarnos la salvación. Porque, seguir al Salvador es tener parte en la salvación, como seguir a la luz es tener parte en la luz. No son los hombres que hacen resplandecer la luz sino que son ellos los iluminados, hechos resplandecientes por la luz. Los hombres nada pueden añadir a la luz, sino que la luz los ilumina y los enriquece.
Así es con el servicio que rendimos a Dios. Dios no tiene necesidad de nuestro servicio y nada le añade a su gloria. Pero aquellos que le sirven y le siguen reciben de Dios la vida, la incorruptibilidad y la gloria eterna. Si Dios invita a los hombres a vivir en su servicio es para poder otorgarnos sus beneficios, ya que él es bueno y misericordioso con todos. Dios no necesita nada; en cambio el hombre necesita de la comunión con Dios. La gloria del hombre consiste en que persevere en el servicio de Dios.
Por esto dijo el Señor a los apóstoles: “No me elegisteis vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros” (Jn 15,16). Con ello indica que no somos nosotros los que le glorificamos con nuestro servicio, sino que por haber seguido al Hijo de Dios, somos glorificados por él... Dios concede sus bienes a los que le sirven porque le sirven. Pero no recibe de ellos ningún beneficio ya que él es perfecto en si mismo y sin carencia de ninguna clase. Nos llama porque nos ama”.
Ha concluido la misión y el ministerio de Juan Bautista. Jesús inicia el anuncio del Evangelio. Él es el Evangelio viviente del Padre. Ante Él hay que aprender a confrontar la propia vida para dejar a un lado aquellas actitudes o criterios que nos impidan aceptarlo en nuestra existencia. Creer en el Evangelio significa aceptar a Jesús como el Enviado del Padre para liberarnos de nuestras esclavitudes al mal. Pero no basta con escuchar a Jesús y aceptar su salvación en nosotros. Debemos convertirnos en testigos suyos, uniéndonos a la misión que el Padre Dios le confió. Hay que echar las redes para pescar hombres para Dios; y si las redes están rotas hay que remendarlas para que queden preparadas para la pesca. Ante el seguimiento de Cristo no puede haber impedimentos de barcas o familia. Dios nos quiere con un amor hacia su Hijo muy por encima de la familia o de las cosas materiales. Quien siga esclavo de lo pasajero o de la familia podría llegar a utilizar la fe para negociar con ella. Y el Señor nos quiere leales a nuestro compromiso con Él, libres de intenciones torcidas en la proclamación de su santo Nombre (www.homiliacatolica.com).
Se acabó el tiempo de Navidad. Hoy añadimos: comenzamos el tiempo ordinario. El título del comentario de hoy no hace referencia a este hecho (aunque ciertamente es un alivio el volver a la vida común y saber qué día es domingo, lunes o viernes y no tener semanas con fin de semana entre medias). El verdadero alivio viene al escuchar a Jesús en el evangelio de hoy: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres” e inmediatamente le siguieron. Podría haber dicho el Señor: “Apuntaros a unas clases de teología”, “leer mis obras completas”, “Voy a haceros un examen de aptitud”, “Seguro que no sois capaces de hacer esto o lo otro” o poner un anuncio en el “Jerusalem Press” buscando seguidores. Pero no, el Señor no hace nada de eso, predica públicamente y llama a los que quiere y los llama a seguirle y Él será su escuela, su vida su libro de texto, sus palabras el examen que les hará convertirse, el Espíritu Santo su maestro. Nuestra vida es ésta, seguir a Cristo. ¿A dónde? A donde nos lleve. Cada día es una apasionante aventura en la que caminamos siguiendo a Cristo. Tu casa, tu lugar de trabajo, la calle, el transporte público…, cualquier momento del día podemos vivir acompañados de Cristo que es el que nos ha llamado. Simón, Andrés, Santiago y Juan siguieron a Jesús, se marcharon con Él, sin imaginar por un momento qué sería de su vida y de su destino. Si nosotros entendemos el tiempo ordinario, la vida de cada día, como rutina aburrida es que no seguimos a Cristo, nos hemos quedado remendando las redes y sólo tendremos noticias lejanas de un tal Jesús que camina por el mundo predicando cosas que no entendemos demasiado. ¿Es posible que tú sigas hoy a Cristo?. Por supuesto, Dios no busca a los más capacitados, busca a todos, a ti también, si eres capaz de caminar tras de Él. Nos puede parecer que somos estériles como Ana y que otros se reirán de nosotros si vivimos siguiendo a Cristo o incluso se “ensañen con nosotros” como hacía Fenina. Podremos pensar que los frutos realmente importantes serán “producir” “consumir” “ser efectivos”… pero seguir a Cristo “vale más que diez hijos” y Dios que no nos deja de su mano nos hará dar fruto si somos fieles a encontrarle cada día en cada acontecimiento, en cada situación. Podrá parecerte que dejas atrás muchas cosas que el mundo te ofrece, pero estarás ganando el mundo entero al que puede dirigir hacia su creador y redentor. Mira una imagen de la Virgen que tengas cerca (un cuadro, una estampa, una medalla) y dile a María, nuestra madre: “Ayúdame a seguir a Jesús cada día, que no me distraiga de Él con tantas cosas, que aprenda a caminar detrás de Cristo en su Iglesia y a no dejar de preguntarme ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? y no deje de responderle: con mi vida fiel y humilde de seguidor de Cristo, de pescador de hombres” (Archimadrid).
Juan ha sido entregado. Jesús entregará su vida por nosotros; nadie se la quita, Él la entrega porque quiere y porque nos ama. Se retira a Galilea, desde donde subirá a Jerusalén, y de ahí a su glorificación a la diestra del Padre Dios. Toda su vida será un amor convertido en servicio, hecho cercanía a nosotros. Él conoce nuestros pecados y lo frágil de nuestra naturaleza; pero jamás ha dejado de amarnos. Él continúa llamándonos constantemente al arrepentimiento, pues su Reino debe anidar en nuestros corazones. No ha venido a buscarnos sólo para que de un modo esporádico estemos con Él. Él nos quiere tras sus huellas, hasta que lleguemos, junto con Él, a la Gloria del Padre. Se acerca a nosotros en nuestra propia realidad, pues desde ella hemos de darle una respuesta, y colaborar en la construcción de su Reino entre nosotros. A los que estaban pescando les indica que serán pescadores de hombres. A los que remiendan las redes los llama para que vayan con Él y colaboren en la restauración de la naturaleza que ha sido deteriorada por el pecado. Dios no nos separará de nuestras actividades diarias; sin embargo hemos de dar testimonio de Él, siendo constructores de su Reino, que es justicia y paz; y siendo constructores de una vida cada vez más fraterna, brotada del amor, en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra existencia. Así, sin esclavitudes a lo pasajero, podremos decir que realmente vamos tras las huellas de Cristo trabajando para ganar a todos para Él, hasta que juntos y unidos a Él lleguemos a la posesión de la Gloria que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre.
El Señor nos ha llamado, pasando junto a nosotros, para que colaboremos en su proyecto de salvación. Él ha bajado hasta nuestras galileas, hasta nuestros dolores, sufrimientos, angustias, pobrezas y vejaciones. Él ha llegado hasta nosotros, porque nos ama y porque quiere anunciarnos la buena noticia del amor de Dios por nosotros. Él nos quiere santos, como Él es Santo, para que podamos permanecer con Él eternamente. Y para eso no sólo nos manifiesta su voluntad mediante su Palabra salvadora, sino que entrega su vida para el perdón de nuestros pecados, y para darnos nueva vida mediante su gloriosa resurrección y la participación de su Espíritu Santo. Este es el Misterio de comunión con el Señor que no sólo estamos celebrando, sino en el que participamos haciendo nuestra la vida y la misión del Hijo de Dios, convertido en el Verbo encarnado y redentor. Si en verdad lo amamos vayamos tras sus huellas, y colaboremos para hacer llegar su salvación hasta el último rincón de la tierra. Reconocemos que somos pecadores. Somos la Iglesia de Dios, que peregrina hacia la Patria eterna. Iglesia siempre necesitada de conversión y del perdón de Dios. Amados por Él; perdonados en su Hijo; llenos de su Espíritu Santo. No sólo hemos de ir tras las huellas de Cristo para llegar a ser santos como Dios es Santo. El seguimiento del Señor nos ha de identificar cada día más con Él, haciendo que su Palabra tome carne en nosotros; pero al mismo tiempo procurando convertirnos en testigos del amor del Padre en cualquier circunstancia en que se desarrolle nuestra vida, pues es ahí donde hemos de hacer un fuerte llamado a la conversión, de tal forma que seamos constructores de un mundo más justo, más en paz, más solidario y más fraterno. No podemos trabajar por la salvación de nuestro prójimo y continuar con las redes de maldad en nuestra mano. No podemos decir que realmente creemos en Cristo cuando continuamos destruyendo a nuestro prójimo, o cuando nosotros mismos nos convertimos en ocasión de pecado para él. Dios no sólo nos llama hijos suyos, sino que nos tiene como hijos suyos en verdad. Vivamos con lealtad ese amor que el Padre Dios nos ha tenido, de tal forma que, por medio de su Iglesia, su Hijo continúe hablando a toda la humanidad para caminar, junto con ella, a la posesión de los bienes definitivos (Homiliacatolica.com). Llucià Pou Sabaté