domingo, 18 de abril de 2010

Martes de la segunda semana de Pascua: el amor es vínculo de esta familia de hijos de Dios, con la nueva vida que se fomenta en la consideración de la filiación divina.

Hechos (4,32-37): "En el grupo de los creyentes todos pensaban y
sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio
nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la
resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y Dios los miraba a
todos con mucho agrado. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían
tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a
disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que
necesitaba cada uno. José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé,
que significa Consolado, que era levita y natural de Chipre, tenía un
campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a disposición de los
apóstoles". Es un nuevo resumen de la vida de la primera Iglesia, la
familia de Jesús: vemos cómo se busca la concordia entre los hermanos,
el perdón y la armonía, como luego recordamos en el canto del Ubi
caritas: "cesen las disputas malvadas y los conflictos, para que viva
entre nosotros Cristo Dios", pues ese amor entre los hermanos
manifiesta visiblemente la unidad interna de la Iglesia: "un solo
Señor, una sola fe y un solo bautismo" (Ef 4,5), que con el Papa
contiene la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo.
La renuncia de las riquezas de Bernabé y otros habla del
desprendimiento y sencillez de corazón, y se intuye ahí un sistema
organizado de ayuda a los necesitados, asistencia a los pobres más o
menos institucionalizada en la línea de lo que hoy vemos en "Caritas".
Estas dos cosas que trata aquí Lucas van unidas: amor y
desprendimiento. Jesús decía que no se puede amar a Dios y a las
riquezas, y podríamos añadir que si uno pone el corazón en las cosas,
éstas ejercen un poder de atracción como el anillo de "El Señor de los
anillos", que va tomando nuestra voluntad hasta ser esclavo de esa
idolatría, el "dios don dinero", y entonces no cabe el amor en el
corazón pues el cáncer se ha hecho con todo el espacio. Jesús nos
habló de esto en aquel monte: sea cual sea el lugar donde se encuentra
el «monte de las Bienaventuranzas», éste en realidad se ha de formar
en nuestro corazón, que entonces se distingue por esta paz y esta
belleza, la libertad para servir, libertad para la misión, confianza
extrema en Dios, que se ocupa no sólo de las flores del campo, sino
sobre todo de sus hijos. Esta moda del mundo oriental tiene algo de
bueno: el desapego de lo material, un correctivo para nosotros y
nuestro tiempo, que con el sistema capitalista hemos perdido la
libertad como pájaros que están anjaulados. Hemos de recuperar la
sencillez, y «tener como si no se tuviera». Me decía una persona estos
días que vendió un reloj caro, y le dolía hacerlo aunque tuviera la
ventaja de poder hacer unas compras necesarias. Pero luego vio que se
sentía más libre, pues antes estaba muy pendiente de si se le rayaba o
perdía, y ahora estaba más tranquilo. Va bien tener un "remanente"
para llegar a final de mes, pero no caer en una excesiva preocupación.
No amar las cosas, no poner en ellas el amor que se debe a las
personas, pues una persona que ame «así» las cosas no deja lugar en su
alma para el amor a Dios. Son incompatibles el «apegamiento» a los
bienes y querer al Señor: no podéis servir a Dios y a las riquezas.
Las cosas pueden convertirse en una atadura que impida el perfecto
señorío y la más plena libertad. Ese amor a los bienes llenó de
tristeza al joven rico, que tenía muchas posesiones y estaba muy
apegado a ellas. Un ídolo ocupa entonces el lugar que sólo Dios debe
ocupar. Se trata, en este equilibrio que supone la educación, de no
absolutizar algún aspecto, y vivir la vida en plenitud: "La vida es
corta, viviendo todo falta, muriendo todo sobra" (Lope de Vega).
Salmo (93/92,l-2.5): "El Señor reina, vestido de majestad, el Señor,
vestido y ceñido de poder. / Así está firme el orbe y no vacila. Tu
trono está firme desde siempre, y tú eres eterno. / Tus mandatos son
fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días
sin término": realeza de Dios, Él reina sobre todo el mundo y su trono
es firme y eterno. Este reinado es punto central en la predicación de
Jesús, ya se manifestó con su vida, es un reino eterno y universal, y
con su Cruz y resurrección establece la Iglesia, que recuerda todo
esto en la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo con la que se cierra
el año litúrgico. Es un reinado que ya Dios estableció con la
creación, luego esta realeza se ejercita al dar una Ley al pueblo
escogido, y su presencia en el Templo, profecía también de esa Ley
nueva y Templo del Espíritu y vida que se nos invita a tener en
nuestro corazón.
Evangelio (Juan 3,5a.7b-l5): "En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
-«Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su
ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que
ha nacido del Espíritu.» Nicodemo le preguntó: - «¿Cómo puede suceder
eso?» Le contestó Jesús: - « Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo
entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos
visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis
cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del
cielo? Porque nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el
Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el
desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo
el que cree en Él tenga vida eterna.»" Jesús con Nicodemo: ayer
comenzó, y continúa los días siguientes. Se centra en el don de la
vida eterna para todo el que cree en Jesús como enviado e Hijo de
Dios. La plenitud de la vida, en todo hombre, se adquiere no por el
cumplimiento de la ley, sino por la capacidad de amar. Nicodemo es un
representante judío, observante y maestro de la ley, que espera un
Mesías del orden, un maestro capaz de explicar la ley e inculcar su
práctica, para llegar así a construir el hombre y la sociedad. Jesús
nos llama a la vida plena, en el amor a Dios y a los hermanos, no por
la observancia de la ley, sino por la capacidad de amar. (Emilio
Gómez).
b) Esta vida nueva como hijos de Dios se resume en el Evangelio, que a
su vez se puede expresar en tres cosas: todo lo que es Jesús vivo está
en la Eucaristía, lo que enseñó con esta vida como camino para vivir
auténticamente está en las Bienaventuranzas, y todo lo que necesitamos
y rezamos está en la oración que nos enseñó, y cuyo principio ahora
comentaremos: "Padre nuestro, que estás en el cielo". Con la
invocación «Padre» está resumido este compendio de todo el Evangelio,
que es la oración que Jesús nos enseñó. Reinhold Schneider -como
también Joaquim Jeremias-, nos dice que es un gran consuelo poder
llamar a Dios con este nombre, Padre, "papá", como dice un niño: "En
una sola palabra como ésta se contiene toda la historia de la
redención. Podemos decir Padre porque el Hijo es nuestro hermano y nos
ha revelado al Padre; porque gracias a Cristo hemos vuelto a ser hijos
de Dios». Pero el hombre de hoy no percibe inmediatamente el gran
consuelo de la palabra «padre», pues muchas veces la experiencia del
padre o no se tiene, o se ve oscurecida por las deficiencias de los
padres.
Comentaba Benedicto XVI: "Por eso, a partir de Jesús, lo primero que
tenemos que aprender es qué significa precisamente la palabra «padre».
En la predicación de Jesús el Padre aparece como fuente de todo bien,
como la medida del hombre recto («perfecto»)…
Lucas especifica las «cosas buenas» que da el Padre cuando dice: «...
¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes
se lo piden?» Esto quiere decir: el don de Dios es Dios mismo. La
«cosa buena» que nos da es Él mismo. En este punto resulta
sorprendentemente claro que lo verdaderamente importante en la oración
no es esto o aquello, sino que Dios se nos quiere dar. Este es el don
de todos los dones, lo «único necesario». La oración es un camino para
purificar poco a poco nuestros deseos, corregirlos e ir sabiendo lo
que necesitamos de verdad: a Dios y a su Espíritu.
Cuando el Señor enseña a conocer la naturaleza de Dios Padre a partir
del amor a los enemigos y a encontrar en eso la propia «perfección»,
para así convertirnos también nosotros en «hijos», entonces resulta
perfectamente manifiesta la relación entre Padre e Hijo. Se hace
patente que en el espejo de la figura de Jesús reconocemos quién es y
cómo es Dios: a través del Hijo encontramos al Padre. «El que me ve a
mí, ve al Padre», dice Jesús en el Cenáculo ante la petición de
Felipe: «Muéstranos al Padre». «Señor, muéstranos al Padre», le
decimos constantemente a Jesús, y la respuesta, una y otra vez, es el
Hijo: a través de Él, sólo a través de Él, aprendemos a conocer al
Padre. Y así resulta evidente el criterio de la verdadera paternidad.
El Padrenuestro no proyecta una imagen humana en el cielo, sino que
nos muestra a partir del cielo —desde Jesús— cómo deberíamos y cómo
podemos llegar a ser hombres. Pero ahora debemos observar aún mejor
para darnos cuenta de que, según el mensaje de Jesús, el hecho de que
Dios sea Padre tiene para nosotros dos dimensiones: por un lado, Dios
es ante todo nuestro Padre puesto que es nuestro Creador. Y, si nos ha
creado, le pertenecemos: el ser como tal procede de Él y, por ello, es
bueno, porque es participación de Dios. Esto vale especialmente para
el ser humano. El Salmo 33, 15 dice en su traducción latina: «Él
modeló cada corazón y comprende todas sus acciones». La idea de que
Dios ha creado a cada ser humano forma parte de la imagen bíblica del
hombre. Cada hombre, individualmente y por sí mismo, es querido por
Dios. Él conoce a cada uno. En este sentido, en virtud de la creación,
el ser humano es ya de un modo especial «hijo» de Dios. Dios es su
verdadero Padre: que el hombre sea imagen de Dios es otra forma de
expresar esta idea.
Esto nos lleva a la segunda dimensión de Dios como Padre. Cristo es de
modo único «imagen de Dios». Basándose en esto, los Padres de la
Iglesia dicen que Dios, cuando creó al hombre «a su imagen», estaba
prefigurando a Cristo y creó al hombre según la imagen del «nuevo
Adán», del Hombre que es la medida de la humanidad. Pero, sobre todo,
Jesús es «el Hijo» en sentido propio, es de la misma sustancia del
Padre. Nos quiere acoger a todos en su ser hombre y, de este modo, en
su ser Hijo, en la total pertenencia a Dios.
Así, la filiación se convierte en un concepto dinámico: todavía no
somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y
más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser
hijos equivale a seguir a Jesús. La palabra Padre aplicada a Dios
comporta un llamamiento para nosotros: a vivir como «hijo» e «hija».
«Todo lo mío es tuyo», dice Jesús al Padre en la oración sacerdotal, y
lo mismo le dice el padre al hermano mayor en la parábola del hijo
pródigo. La palabra «Padre» nos invita a vivir siendo conscientes de
esto. Así se supera también el afán de la falsa emancipación que
había al comienzo de la historia del pecado de la humanidad. Adán, en
efecto, ante las palabras de la serpiente, quería él mismo ser dios y
no necesitar más de Dios. Es evidente que «ser hijo» no significa
dependencia, sino permanecer en esa relación de amor que sustenta la
existencia humana y le da sentido y grandeza.
Por último queda aún una pregunta: ¿es Dios también madre? Se ha
comparado el amor de Dios con el amor de una madre: «Como a un niño a
quien su madre consuela, así os consolaré Yo». «¿Puede una madre
olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas?
Pues aunque ella se olvide, Yo no te olvidaré». El misterio del amor
maternal de Dios aparece reflejado de un modo especialmente conmovedor
en el término hebreo rahamim, que originalmente significa «seno
materno», pero después se usará para designar el con-padecer de Dios
con el hombre, la misericordia de Dios. En el Antiguo Testamento se
hace referencia con frecuencia a órganos del cuerpo humano para
designar actitudes fundamentales del hombre o sentimientos de Dios,
como aún hoy en día se dice «corazón» o «cerebro» para expresar algún
aspecto de nuestra existencia. De este modo, el Antiguo Testamento no
describe las actitudes fundamentales de la existencia de un modo
abstracto, sino con el lenguaje de imágenes tomadas del cuerpo. El
seno materno es la expresión más concreta del íntimo entrelazarse de
dos existencias y de las atenciones a la criatura débil y dependiente
que, en cuerpo y alma, vive totalmente custodiada en el seno de la
madre. El lenguaje figurado del cuerpo nos permite comprender los
sentimientos de Dios hacia el hombre de un modo más profundo de lo que
permitiría cualquier lenguaje conceptual". Y decimos Padre "nuestro"
porque formamos "la familia de Jesús", a la que todos los hombres
están llamados, ser todos "familia", y Jesús nos da la clave de ese
amor: prójimo son todos, y la regla de oro es amar a Dios sobre todas
las cosas, y a los demás como a uno mismo. Pero también hemos de
aprender de oriente, a no amar las cosas, pues se cae en esclavitud de
idolatría (no se puede ser amigo de Dios y las riquezas). ¿Y cómo he
de amarme, es decir hay que ser algo "egoístas"? Cuando me miro al
espejo sin relación a los demás, me neurotizo, quizá sirve esta
consideración: sólo nos conocemos cuando nos damos, es al mirarme con
los ojos que me miran cuando sé quien soy.
Pero volvemos al final de la consideración de Ratzinger: "A partir de
este «nuestro» entendemos también la segunda parte de la invocación:
«... que estás en el cielo». Con estas palabras no situamos a Dios
Padre en una lejana galaxia, sino que afirmamos que nosotros, aun
teniendo padres terrenos diversos, procedemos todos de un único Padre,
que es la medida y el origen de toda paternidad. «Por eso doblo las
rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo
y en la tierra», dice san Pablo. Como trasfondo, escuchamos las
palabras del Señor: «No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra,
porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo». La paternidad de Dios
es más real que la paternidad humana, porque en última instancia
nuestro ser viene de Él; porque Él nos ha pensado y querido desde la
eternidad; porque es Él quien nos da la auténtica, la eterna casa del
Padre. Y si la paternidad terrenal separa, la celestial une: cielo
significa, pues, esa otra altura de Dios de la que todos venimos y
hacia la que todos debemos encaminarnos. La paternidad «en los cielos»
nos remite a ese «nosotros» más grande que supera toda frontera,
derriba todos los muros y crea la paz".
Esta nueva vida, con una comunión en fraternidad basada en la clara
conciencia de la filiación divina, que empapa todo el Evangelio, da
unidad a todo lo que hacemos y ofrece al hombre una respuesta
exhaustiva a sus preguntas. La Iglesia, para ayudarnos nos propuso
desde el comienzo la norma de rezar tres veces el Padrenuestro cada
día (queda la costumbre en las tres oraciones de la Misa, laudes y
vísperas), para ir subiendo poco a poco a las almas a comprender la
llamada divina, y ser contemplativos. El misterio de nuestra filiación
en Cristo tiene muchas perspectivas: la elevación de la naturaleza
humana y la divinización del cristiano, inhabitación de la Santísima
Trinidad y acción del Espíritu Santo en el alma del justo, la
configuración con Cristo... pero quiero subrayar la fuerza que tiene
el conocimiento operativo–sapiencial de esta verdad, fruto de su
consideración. Se trata de una toma de conciencia de filiación divina
fomentada con su consideración frecuente: de ahí proviene un modo de
vivir con serenidad, alegría... un nuevo modo de conocer y de amar,
según Dios, que perfecciona el nuestro, que comprende todas las
virtudes y los dones: audacia, gratitud y magnanimidad; de ahí surge
una lucha ascética confiada, el sentido de la penitencia unida a la
alegría, en un espíritu de conversión de los hijos de Dios; humildad y
«endiosamiento»; una juventud del alma que proviene del amor y que
lleva –con sentido deportivo– a una esperanza: «todo es para bien»....
San Josemaría Escrivá desarrolló con su vida y su impulso espiritual
un modo de vivir la filiación divina –que se ha analizado en diversas
perspectivas – y que estalla en una espiritualidad que surge de ese
amor filial: "Niño audaz, grita: ¡Qué amor el de Teresa! —¡Qué celo el
de Xavier! —¡Qué varón más admirable San Pablo! —¡Ah, Jesús, pues yo…
te quiero más que Pablo, Xavier y Teresa!".

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