viernes, 13 de noviembre de 2009

Viernes de la 25ª semana de Tiempo Ordinario. La esperanza en la gloria del Templo es una visión profética de Jesús que viene a salvarnos, según la confesión de Pedro, su fe: “Tú eres el Mesías de Dios”, que está apoyada en la oración de Jesús y en s

 

 

Lectura de la profecía de Ageo 1, 15b-2,9. El año segundo del reinado de Darlo, el día veintiuno del séptimo mes, vino la palabra del Señor por medio del profeta Ageo: «Di a Zorobabel, hijo de Salatiel, gobernador de Judea, y a Josué, hijo de Josadak, sumo sacerdote, y al resto del pueblo: "¿Quién entre vosotros vive todavía, de los que vieron este templo en su esplendor primitivo? ¿Y qué veis vosotros ahora? ¿No es como si no existiese ante vuestros ojos? ¡Ánimo!, Zorobabel -oráculo del Señor-, ¡Ánimo!, Josué, hijo de Josadak, sumo sacerdote; ¡Ánimo!, pueblo entero -oráculo del Señor-, a la obra, que yo estoy con vosotros -oráculo del Señor de los ejércitos-. La palabra pactada con vosotros cuando salíais de Egipto, y mi espíritu habitan con vosotros: no temáis. Asi dice el Señor de los ejércitos: Todavía un poco más, y agitaré cielo y tierra, mar y continentes. Pondré en movimiento los pueblos; vendrán las riquezas de todo el mundo, y llenaré de gloria este templo -dice el Señor de los ejércitos-. Mía es la plata y mío es el oro -dice el Señor de los ejércitos-. La gloria de este segundo templo será mayor que la del primero -dice el Señor de los ejércitos-; y en este sitio daré la paz -oráculo del Señor de los ejércitos.-"»

 

Salmo 42,1.2.3.4.  R. Espera en Dios, que volverás a alabarlo: «Salud de mi rostro, Dios mío.»

Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra gente sin piedad, sálvame del hombre traidor y malvado.

Tú eres mi Dios y protector, ¿por qué me rechazas?, ¿por qué voy andando sombrío, hostigado por mi enemigo?

Envía tu luz y tu verdad: que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada.

Que yo me acerque al altar de Dios, al Dios de mi alegría; que te dé gracias al son de la citara, Dios, Dios mío.

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas 9,18-22. Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: -«¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos contestaron: -«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.» Él les preguntó: -«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro tomó la palabra y dijo: -«El Mesías de Dios.» Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: -«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.»

 

Comentario: 1.- Ag 2,1-10. Son los dos últimos discursos del profeta. En primer lugar nos encontramos ante una acción simbólica, forma frecuente en la conducta profética. Su mensaje es diáfano: el mal es más contagioso que el bien. No sabemos, sin embargo, a quién se refiere concretamente cuando dice: «Así es este pueblo así es esta nación...» (v 14). ¿Es una alusión a los samaritanos impuros por su sincretismo religioso, o más bien a los propios judíos, impuros por su infidelidad a Yahvé? Sean quienes sean, estos versículos nos manifiestan claramente que Ageo, cuando exhortaba para que el templo fuera reconstruido, no pretendía simplemente que se rehiciese un edificio, sino que se renovase la comunidad yahvista. El profeta defiende una comunidad centrada en el templo, pero esto no quiere decir que tenga una visión puramente cultual de la religión y mucho menos una moral ritualista. Por eso nuestro texto mantiene hoy toda su actualidad. Prepara la doctrina del NT, que presenta al cristiano como el verdadero templo de Dios (1 Cor 3,16s; 6,19) aislado de toda contaminación exterior (2 Cor 6,16s), sin que esto exija una separación de los demás (Jn 17,15; 1 Cor 5,10).

Los versículos 15-19 parecen la continuación de 1,5a y muchos comentaristas los juzgan continuación de este versículo. Presentan la reconstrucción del templo como el principio de una era de prosperidad. Israel había experimentado las consecuencias del abandono del templo; pero, una vez renovadas las obras de reconstrucción, Dios será fiel a la alianza. De nuevo Yahvé «bendecirá» al pueblo. Esta palabra nos recuerda las promesas a los patriarcas. El último discurso del profeta es un oráculo escatológico, formado por una condena de las naciones y una promesa a la dinastía davídica representada por Zorobabel. El sello era un objeto personal usado para firmar documentos y que comportaba a la vez dependencia absoluta e intimidad total con su propietario. La comparación pretende manifestar que Yahvé siente hacia Zorobabel un amor total. Las promesas mesiánicas hechas a la casa de David son transferidas a Zorobabel, que así pasa a ser figura de Cristo. El será el verdadero «siervo» «sello» y "el elegido" que construirá definitivamente el templo espiritual (J. Aragonés Llebaria).

El profeta Ageo sigue animando a los que han vuelto del destierro a que reconstruyan equilibradamente su identidad: sin descuidar los valores religiosos, representados en el templo.

Les recuerda que Dios les ha estado siempre cercano, tanto cuando les liberó de Egipto como ahora, que les ha devuelto de Babilonia. Eso les debe estimular a tener en cuenta la Alianza en su tarea de reedificación. De parte de Dios les dice: "¡Ánimo, pueblo entero: a la obra, que yo estoy con vosotros!"

Más aún: les promete que el futuro todavía será mejor que el pasado: "la gloria de este segundo templo será mayor que la del primero". Este templo será menos esplendoroso que el de Salomón, pero sigue siendo el mejor símbolo de la Alianza entre un Dios cercano y un pueblo que ha prometido vivir según la voluntad de Dios.

Era un momento difícil, como nos cuenta el libro de Esdras, pues los ancianos habían conocido el esplendor de Salomón: "cuando se pusieron los cimientos de este Templo delante de sus ojos, muchos de los sacerdotes, levitas y cabezas de familia ancianos, que habían visto el primer Templo, empezaron a llorar con grandes gemidos" (3,12). Ahora, con la ciudad medio derruida, no había el mismo esplendor… de ahí el tono alentador del profeta: No tendríamos que dejarnos engañar nunca por los agoreros de males, ni vencer por la pereza en nuestra misión de testimonio cristiano. Por una parte, el pesimismo nos seca los ánimos para el trabajo. Y, por otra, como quiera que nos llaman mucho más la atención las cosas inmediatas y visibles, tendemos a descuidar las espirituales. Entonces, lo del pesimismo nos suele venir muy bien de excusa para no poner manos a la obra en la tarea de la evangelización y de la construcción de una sociedad mejor, aunque se trate, como entonces, de reparar paredes ruinosas. Tenemos que escuchar también nosotros las palabras de aliento del profeta Ageo: "ánimo, pueblo entero... no temáis... que Dios está con vosotros y volverá a llenar de gloria este templo". La Iglesia de Jesús tiene futuro. Su Espíritu sigue inspirando y animando. El lenguaje suena a los textos apocalípticos de otros profetas, y también los Padres lo interpretan como un anuncio profético de Cristo y de la Iglesia, como hace S. Cirilo de Alejandría: "La venida de nuestro Salvador en el tiempo fue como la edificación de un templo sobremanera glorioso; este templo, si se compara con el antiguo, es tanto más excelente y preclaro cuanto el culto evangélico de Cristo aventaja al culto de la Ley o cuanto la realidad sobrepasa a sus figuras. Con referencia a ello, creo que puede también afirmarse lo siguiente: El Templo antiguo era uno solo, estaba edificado en un solo lugar y sólo un pueblo podía ofrecer en él sus sacrificios. En cambio, cuando el Unigénito se hizo semejante a nosotros, como el Señor es Dios: él nos ilumina, según dice la Escritura, la tierra se llenó de templos santos y de adoradores innumerables, que veneran sin cesar al Señor, del universo con sus sacrificios espirituales y sus oraciones. Esto es, según mi opinión, lo que anunció Malaquías en nombre de Dios, cuando dijo: Desde el oriente hasta el poniente es grande mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrecerá incienso a mi nombre y una oblación pura.

En verdad, la gloria del nuevo templo, es decir, de la Iglesia, es mucho mayor que la del antiguo. Quienes se desviven y trabajan solícitamente en su edificación obtendrán, como premio del Salvador y don del cielo, al mismo Cristo, que es la paz de todos, por medio de quien tenemos acceso al Padre en un solo Espíritu; así lo declara el mismo Señor, cuando dice: En este sitio daré la paz a cuantos trabajen en la edificación de mi templo. De manera parecida, dice también Cristo en otro lugar: Mi paz os doy. Y Pablo, por su parte, explica en qué consiste esta paz que se da a los que aman, cuando dice: La paz de Dios, que está por encima de todo conocimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. También oraba en este mismo sentido el sabio profeta Isaías, cuando decía: Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. Enriquecidos con la paz de Cristo, fácilmente conservaremos la vida del alma y podremos encaminar nuestra voluntad a la consecución de una vida virtuosa.

Por tanto, podemos decir que se promete la paz a todos los que se consagran a la edificación de este templo, ya sea que su trabajo consista en edificar la Iglesia en el oficio de catequistas de los sagrados misterios, es decir, colocados al frente de la casa de Dios como mistagogos, ya sea que se entreguen a la santificación de sus propias almas, para que resulten piedras vivas y espirituales en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado. Todos estos esfuerzos lograrán, sin duda, su finalidad y quienes actúen de esta forma alcanzarán sin dificultad la salvación de su alma".

El tono mesiánico es más claro aún en el v. 7: "vendrán los tesoros de las naciones", que en hebreo es desear, querer, complacerse en esos tesoros, incluso como traduce la Vulgata "vendrá el Deseado de todas las gentes" (J. Aldazábal, Biblia de Navarra). S. Bernardo excamaba: "abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el Deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta".

-El día veintiuno del séptimo mes, la palabra del Señor se dejó oír por medio del profeta Ageo. Estamos en octubre del 520. Después de un largo período de desaliento los repatriados emprendieron la reconstrucción del Templo. Pero muchos permanecen pesimistas. ¡Apenas han pasado dos meses desde que se empezó la obra! Queda tanto trabajo por hacer que entran ganas de cruzarse de brazos. ¡Esta es, a menudo. nuestra situación, Señor! Por lo tanto, toma la palabra, Señor. ¡Haznos de nuevo valientes!

-Les dirás: ¿queda alguno entre vosotros que haya visto este templo en su primitivo esplendor? Y ¿qué es lo que véis ahora? ¿No es como nada, a vuestros ojos? Dios es realista; no nos pide nunca que cerremos los ojos ante las dificultades. Hay que mirar de frente. «¿Quién se acuerda del pasado?» Está ya tan lejos, tan acabado... que costaría encontrar siquiera a un anciano de noventa años que se acordase de haber visto cómo era el Templo de Salomón, el de su infancia. Siendo así las cosas, lo importante es mirar hacia el futuro. Y el profeta se atreve a decir que el nuevo Templo, ahora en sus penosos fundamentos, superará al viejo Templo. Ageo no imaginaba ser tan certero cuando se decía: ese nuevo Templo durará cerca de quinientos años y presidirá uno de los más puros períodos del judaísmo. Es como si HOY Dios nos dijera: "Dejad de mirar a la Iglesia de ayer... ¡Vamos, ánimo! Construid la Iglesia de los siglos futuros".

-Mas ahora, ¡ten ánimo, Zorobabel! ¡Animo, Josué, sumo sacerdote! ¡Animo, pueblo todo de la tierra! ¡A trabajar! Cuán saludable es para nosotros, Señor, oír estas palabras tuyas que resuenan continuamente en nuestra época. Se reconstruye siempre sobre ruinas. En mi oración, evoco mis proyectos, las tareas que esperan al mundo del mañana, la renovación de la Iglesia contemporánea. Pero repítenos, Señor, las razones sólidas que Tú propones a nuestro desánimo.

-Estoy con vosotros, declara el Señor del universo, según la palabra que pacté con vosotros. Primer motivo de aliento. La presencia de Dios, su proximidad. «Dios con nosotros». Si realmente lo creyéramos así, ¿no es verdad que desaparecería toda desesperanza? ¿Podría Dios fracasar? Nada es imposible a Dios. Y ¡Dios se muestra en las situaciones más desesperadas! La resurrección de Jesucristo, surgiendo vivo de la muerte, es la realización más radical de ello. Oro a partir de las situaciones que estimo por el momento «sin salida». Y creo también, Señor, que Tú estás conmigo... con tu Iglesia... con los oprimidos de cualquier clase.

-Mi espíritu se mantiene en medio de vosotros: no temáis. Dentro de muy poco sacudiré el cielo y la tierra, el mar y los continentes. Segundo motivo de aliento: La intervención escatológica de Dios. Encontramos aquí el lenguaje clásico de los apocalipsis, para significar los grandes actos de Dios preparando el «fin de los tiempos». La historia va hacia su fin: todo crece y converge; hasta que «Dios sea todo en todos». El cosmos entero, cielo, tierra, mar, es remodelado para llegar a ser una nueva creación.

-Sacudiré todas las naciones paganas y llenaré el Templo de esplendor. El esplendor futuro de este Templo superará el primero, y en este lugar os haré don de mi paz. Tercer motivo de aliento: La elevación de los pueblos hacia la unidad en Dios (Noel Quesson).

No es bueno hacer comparaciones, sino esforzarnos porque lo que hagamos sea lo mejor, aun cuando no alcancemos a realizar lo que otros hicieron en otros tiempos. Ciertamente los Israelitas, vueltos del desierto, no contaban con todos los recursos que David había dejado a su hijo Salomón para la construcción del Templo, que se considera como una de las siete maravillas del tiempo antiguo. Quienes lo conocieron y se entristecieron por su destrucción, ahora, al levantar un nuevo santuario en honor del Señor, comparando lo sencillo de este con el esplendor del primero, pueden decir que es muy poca cosa a sus ojos. Sin embargo, no es lo externo, sino el corazón que busca al Señor para darle culto, aun cuando sea en un lugar muy sencillo, lo que importa; por eso hay que vivir con fidelidad a la alianza pactada con el Señor; entonces Él será Dios-con-nosotros, pues su Espíritu estará con nosotros. Al llegar los tiempos Mesiánicos el Señor, finalmente, será el Dios-con-nosotros; el Dios, cuyo Espíritu habita en nosotros como en un templo, sin importar nuestro porte externo, sino nuestro amor fiel que nos lleve a escuchar su Palabra y a ponerla en práctica. Que otros tiempos fueron mejores en el camino de la fe; que no había tantos desórdenes ni tentaciones como ahora se nos presentan; que era más fácil creer; esto no debe desanimarnos, sino por el contrario, hacernos poner el mejor de nuestros empeños, pues, en medio de un mundo de voces contrarias, el Señor nos concede los medios necesarios para que podamos proclamar su Nombre a todas las naciones; y de este esplendor no podía gozar antes la Iglesia; ojalá y lo aprovechemos para que el Señor sea cada vez más conocido y más amado.

2. Digamos con el salmo que habla del deseo del Templo: "Espera en Dios, que volverás a alabarlo... Envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen". Que nunca sea excusa para nuestra pereza la situación del mundo, por decadente que nos parezca. Cuanto más ruinoso esté, más urgente es nuestro trabajo.

Juan Pablo II comenta: "los salmos 41 y 42 constituyen un único canto, marcado en tres partes por la misma antífona: "¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío" (Sal 41,6.12; 42,5). Estas palabras, en forma de soliloquio, expresan los sentimientos profundos del salmista. Se encuentra lejos de Sión, punto de referencia de su existencia por ser sede privilegiada de la presencia divina y del culto de los fieles. Por eso, siente una soledad hecha de incomprensión e incluso de agresión por parte de los impíos, y agravada por el aislamiento y el silencio de Dios. Sin embargo, el salmista reacciona contra la tristeza con una invitación a la confianza, que se dirige a sí mismo, y con una hermosa afirmación de esperanza: espera poder seguir alabando a Dios, "salud de mi rostro". En el salmo 42, en vez de hablar sólo consigo mismo como en el salmo anterior, el salmista se dirige a Dios y le suplica que lo defienda contra los adversarios. Repitiendo casi literalmente la invocación anunciada en el salmo anterior (cf. Sal 41,10), el orante dirige esta vez efectivamente a Dios su grito desolado: "¿Por qué me rechazas? ¿Por qué voy andando sombrío, hostigado por mi enemigo?" (Sal 42,2).

Con todo, siente ya que el paréntesis oscuro de la lejanía está a punto de cerrarse y expresa la certeza del regreso a Sión para volver al templo de Dios. La ciudad santa ya no es la patria perdida, como acontecía en el lamento del salmo anterior (cf. Sal 41,3-4); ahora es la meta alegre, hacia la cual está en camino. La guía del regreso a Sión será la "verdad" de Dios y su "luz" (cf. Sal 42,3). El Señor mismo será el fin último del viaje. Es invocado como juez y defensor (cf. vv. 1-2). Tres verbos marcan su intervención implorada: "Hazme justicia", "defiende mi causa" y "sálvame" (v. 1). Son como tres estrellas de esperanza, que resplandecen en el cielo tenebroso de la prueba y anuncian la inminente aurora de la salvación. Es significativa la interpretación que san Ambrosio hace de esta experiencia del salmista, aplicándola a Jesús que ora en Getsemaní: "No quiero que te sorprendas de que el profeta diga que su alma estaba turbada, puesto que el mismo Señor Jesús dijo: "Ahora mi alma está turbada". En efecto, quien tomó sobre sí nuestras debilidades, tomó también nuestra sensibilidad, por efecto de la cual estaba triste hasta la muerte, pero no por la muerte. No habría podido provocar tristeza una muerte voluntaria, de la que dependía la felicidad de todos los hombres. (...) Por tanto, estaba triste hasta la muerte, a la espera de que la gracia llegara a cumplirse. Lo demuestra su mismo testimonio, cuando dice de su muerte: "Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!"" (Las Lamentaciones de Job y de David).

Ahora, en la continuación del salmo 42, ante los ojos del salmista está a punto de aparecer la solución tan anhelada: el regreso al manantial de la vida y de la comunión con Dios. La "verdad", o sea, la fidelidad amorosa del Señor, y la "luz", es decir, la revelación de su benevolencia, se representan como mensajeras que Dios mismo enviará del cielo para tomar de la mano al fiel y llevarlo a la meta deseada (cf. Sal 42,3). Es muy elocuente la secuencia de las etapas de acercamiento a Sión y a su centro espiritual. Primero aparece "el monte santo", la colina donde se levantan el templo y la ciudadela de David. Luego entra en el campo "la morada", es decir, el santuario de Sión, con todos los diversos espacios y edificios que lo componen. Por último, viene "el altar de Dios", la sede de los sacrificios y del culto oficial de todo el pueblo. La meta última y decisiva es el Dios de la alegría, el abrazo, la intimidad recuperada con él, antes lejano y silencioso.

En ese momento todo se transforma en canto, alegría y fiesta (cf. v. 4). En el original hebraico se habla del "Dios que es alegría de mi júbilo". Se trata de un modo semítico de hablar para expresar el superlativo: el salmista quiere subrayar que el Señor es la fuente de toda felicidad, la alegría suprema, la plenitud de la paz. La traducción griega de los Setenta recurrió, al parecer, a un término arameo equivalente, que indica la juventud, y tradujo: "al Dios que alegra mi juventud", introduciendo así la idea de la lozanía y la intensidad de la alegría que da el Señor. Por eso, el Salterio latino de la Vulgata, que es traducción del griego, dice: "ad Deum qui laetificat juventutem meam". De esta forma el salmo se rezaba al pie del altar, en la anterior liturgia eucarística, como invocación de introducción al encuentro con el Señor.

El lamento inicial de la antífona de los salmos 41-42 resuena por última vez al final (cf. Sal 42,5). El orante no ha llegado aún al templo de Dios; todavía se halla en la oscuridad de la prueba; pero ya brilla ante sus ojos la luz del encuentro futuro, y sus labios ya gustan el tono del canto de alegría. En este momento la llamada está más marcada por la esperanza. En efecto, san Agustín, comentando nuestro salmo, observa: "Espera en Dios, responderá a su alma aquel que por ella está turbado. (...) Mientras tanto, vive en la esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza; pero, si esperamos lo que no vemos, por la paciencia esperamos (cf. Rm 8,24-25)". Entonces el salmo se transforma en la oración del que es peregrino en la tierra y se halla aún en contacto con el mal y el sufrimiento, pero tiene la certeza de que la meta de la historia no es un abismo de muerte, sino el encuentro salvífico con Dios. Esta certeza es aún más fuerte para los cristianos, a los que la carta a los Hebreos proclama: "Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de la nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel" (Hb 12,22-24).

La luz y la verdad del v 3 están personificadas, "luz" en el sentido de amor y salvación, "verdad" en el de fidelidad y justicia. El salmista piensa en el futuro: espera la alegría que le produce la contemplación de la presencia de Dios en el templo, su alabanza; entretanto sabe que Dios es su fuerza (cf J. Escrivá, Cristo que pasa, 80). El alma espera en el Señor (v 5; cf Catecismo, 1115 con cita de S. León). Son palabras que preparan la recepción de la Eucaristía…

3.- Lc 9, 18-22 (ver paralelo Mt 16,13-19). En un primer momento, Cristo quiere obtener una confesión de los Doce sobre su mesianidad. Por boca de Pedro, los apóstoles llegan a confesarla, después de haber descartado las demás hipótesis posibles. Pero esta mesianidad es equívoca en la medida, en que entraña, en el espíritu de los contemporáneos, la idea del restablecimiento del Reino por la violencia y por un juicio de las naciones. En la versión de Lucas aparece la nota de la oración de Jesús. Vamos a ir de la mano de Juan Pablo II, en la carta del nuevo milenio, a adentrarnos –con alguna nota del pasaje de Mt- en este misterio del conocimiento del Redentor: "En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Ésta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún -¡y cuánto!- de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero que no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, ¡Jesús es muy distinto! Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf. ibíd.). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas » (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14)".

  También Cristo impone antes que nada el silencio a los suyos, sugiriéndoles que no habrá mesianidad sino a través de la muerte y la resurrección. En un momento dado de su ministerio Jesús ha tomado, pues, conciencia de las modalidades en las que iba a ejercerse su mesianidad y ha hecho compartir esta convicción a los suyos. Se advertirá que esta luz le ha sido dada (v. 18) en el curso de un tiempo de oración. En su deseo de responder lo más perfectamente posible a la voluntad de Dios, Jesús quiere que su mesianidad no tenga nada de político ni de desquite (cf. Mt 8, 4-10), sino que sea toda de dulzura y de perdón. Esta opción no es fácil de tomar ni de mantener. Numerosas oposiciones se dirigen contra Jesús, y este no tarda en darse cuenta de que tal elección le conducirá a la muerte (v. 22).

Cabe imaginarse el drama de conciencia de Cristo: se sabe encargado de cumplir con una vocación mesiánica, entiende que ha de cumplirla en la dulzura y con medios pobres y se da cuenta de que no podrá conducir a buen término su obra al intervenir la muerte antes de su realización. ¿Entonces? Sin duda Dios quiere que sea más allá de la muerte cuando Jesús complete con éxito su misión mesiánica. ¡Dios no le abandonará, sin duda, en la muerte! De esta manera Cristo llega a pensar en su resurrección y a proclamarla (v. 22).

Lucas muestra a Cristo en oración cada vez que va a tomar una decisión importante o va a comprometerse en una nueva etapa de su misión (cf. Lc 3, 21; 6, 12; 9, 29; 11, 1; 22, 31-39). Lucas es, en este caso, el único que menciona la oración de Cristo (v. 18) antes de obtener la profesión de fe en los suyos y de anunciarles su Pasión. Así cabe pensar, como en cada una de las demás circunstancias mencionadas por Lucas, que Jesús reza por el cumplimiento de su misión, cuyos contornos no ve más que en la oscuridad. No basta explicar esta actitud de oración en Jesús por el deseo único de dar ejemplo a sus apóstoles. Jesús no ora simplemente con fines edificantes. Si reza es porque realmente el objeto de su oración no le parece cierto: los teólogos que atribuyen a Jesús un conocimiento perfecto del futuro no pueden dar un contenido real a la oración implorante de Jesús: no se reza para que la ley de la gravedad produzca sus efectos.

Si Jesús reza es que el futuro, como es el caso de todo hombre, no está en sus manos, y que la incertidumbre sobre lo que va a pasar reina en su conciencia. La voluntad humana, que es la suya, no tiene en sí misma el poder de realizar su misión; también El pide a Dios luz y ayuda.

La oración de Jesús, es, pues real: significa que El afronta el misterio de la muerte que se perfila en el horizonte de su ministerio en la oscuridad de la conciencia y del saber humanos.

Si la oración de Jesús demuestra la realidad de su humanidad, no deja de ser un signo de su divinidad. La oración es, en efecto, imposible para el hombre, ya que no es un discurso que se dirige a Dios como un objeto. Tiene a Dios por sujeto, que conoce esta profundidad en nosotros que debemos obtener para orar, pero que no podemos alcanzar si no es con la ayuda de su Espíritu (Rom 8, 26-27). Que Jesús pueda reunir en su oración la profundidad de su persona, donde se establece su vocación mesiánica es el índice de que dispone del Espíritu de su Padre (Maertens-Frisque).

¿Quién es Jesús? Inquieto por el revuelo suscitado en su provincia por aquel hombre, Herodes plantea la cuestión. Es verdad que no es un miembro de la Iglesia, pero su pregunta encuentra eco en el corazón de los discípulos. También ellos se interrogan: ¿quién es ese Jesús en quien han puesto su fe? Pedro responde: "El Mesías de Dios". Pero con ello no todo queda resuelto, ya que la fe no se limita a una adhesión intelectual, sino que suscita un compromiso personal. ¿Quién es ese Jesús por el que yo me comprometo? El evangelio responde con el anuncio de la pasión. Jesús es el hombre nuevo, totalmente entregado a la voluntad del Padre: tiene que llegar hasta el fondo el compromiso tomado en la sinagoga de Nazaret. Para Jesús, obedecer es ser hijo, sin condiciones. "¿Quién soy yo para ti?". Para ti, no para la gente. Para ti, personalmente, por encima de las respuestas hecha. Una pregunta delicada. Nos gustaría hacérsela a otros, pero vacilamos. ¿No vas a encerrarme en una definición demasiado rápida, a darme un nombre que apenas comprendes o malentiendes, a reducir el misterio de mi riqueza, del que quizá ni siquiera yo conozco toda su profundidad? Me responderás:"Tú eres mi hijo..., mi amigo..., mi dueño..., mi amor...". Y lo soy. Pero soy también algo más, otra cosa distinta.... Sí, es difícil conocer al otro sin herirle. "¿Quién soy yo para vosotros?" Jesús se arriesga a interrogarnos. Las respuestas abundan. Se han escrito libros enteros para darlas. ¿Jesús? Un profeta asesinado, el Sagrado Corazón, verdadero Dios y verdadero hombre, super-star... Jesús impone silencio... Es difícil conocer a Dios sin herirle. Jesús estaba en oración cuando planteó esta cuestión. En la verdad de su ser y de su existencia, El puede decir que conoce a Dios. "¡Padre, Abbá!". Puede decir ese nombre sin herir a Dios, porque El se deja herir por ese nombre: "¡Padre, hágase tu voluntad!". En el Calvario Jesús mostrará hasta dónde le ha llevado su respuesta. En la hora de su pasión será cuando pueda decir de verdad: "Padre, les he dado a conocer tu nombre". Conocer a Dios es una pasión; un amor inmenso y un profundo sufrimiento a la vez. Conocer a Dios es una vocación, una llamada: "El que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo". Hacerse discípulo es una cuestión de opción y de obediencia.

Es un opción. Será discípulo el hombre que se haya visto tocado en su corazón por una palabra que lo desborda. La vocación es una prueba, ya que la llamada quema como una urgencia, es radical como un juicio. Ser discípulo es abrirse a una pregunta, dejarse cuestionar. Sin más seguridad que la gracia para salir vencedor de la prueba.

Y es una obediencia. Será discípulo aquel que se entusiasme con el don recibido. A todos los que tienen sed de Dios, del Dios de vida, Jesús les da su Espíritu: por el bautismo nos hemos revestido de Cristo; nosotros le pertenecemos. Nuestra vocación es una iniciación. Conocer a Dios será siempre un nuevo nacimiento. Pedro no podrá decir de verdad el nombre de Jesús más que después de su negación y de la Pascua: "Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo". Aquel día, en vez de imponerle silencio, Jesús le alentará en su vocación de afianzar a sus hermanos. "¿Quién soy yo..?". ¿Quién nos dirá, pues, el nombre de Dios, sino la herida que El mismo ha abierto en nuestro corazón con el deseo de conocerle? (Dios cada dia, Sal terrae).

-Un día, mientras Jesús estaba orando en un lugar solitario, estaban con El los discípulos... Jesús se pone en oración siempre que va a suceder algo importante, cada vez que un viraje decisivo asoma en su vida humana. Estamos siempre tentados de no tomarnos en serio esa oración, porque más o menos decimos: "pero, vamos a ver, era el Hijo de Dios ¿qué necesidad tenía de orar?..." O bien minimizamos la densidad de esa oración, reduciéndola a ser sólo un modelo para nosotros: "Jesús oró para enseñar a sus discípulos a hacerlo..." En fin nos aventuramos a refugiarnos en la "visión beatifica" y decimos: "siendo Hijo de Dios vivía continua y fácilmente en la contemplación íntima de su Padre, estaba en constante oración... Ahora bien, los momentos en los que Lucas afirma que Jesús oró, son, evidentemente, todos ellos momentos de gran tensión humana: la oración de Jesús era, humanamente, una oración real... pedía efectivamente la ayuda de su Padre a fin de tener la fuerza humana necesaria para poder realizar su misión... no representaba una farsa, realmente buscaba luz y valor.

-Les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy Yo?" Contestaron ellos: "Juan Bautista. Otros, en cambio, que Elías, y otros un profeta de los antiguos, que ha resucitado." Encontramos de nuevo los mismos fenómenos de opinión pública.

-Jesús les preguntó; "Y vosotros, ¿quién decís que soy?" Jesús les pide una respuesta personal. ¡Hay que tomar posición! Pues no basta ir repitiendo las opiniones oídas, si uno no se compromete personalmente. Jesús oró en primer lugar por esto: se encontraba ante la incertidumbre respecto de sus amigos. ¿Lo seguirían verdaderamente? ¿Vacilarían solamente, no dirían "ni sí ni no", como tantos contemporáneos?

-Pedro contestó: "El Mesías de Dios." Se podría traducir por: "el Ungido de Dios", "el Cristo de Dios". Esto era lo que Jesús había ya afirmado al principio de su ministerio, cuando leyó, en la sinagoga de Nazaret, el pasaje de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha conferido la unción para llevar la buena nueva a los pobres" (Lc 4, 18). Ahora Pedro, después de estar un año viviendo con Jesús, lo reconoce en nombre de los Doce. Sobre Jesús, sobre su persona, sobre su identidad profunda, sólo podemos atenernos a lo que El nos ha revelado de sí mismo. Señor, dinos "quién eres". Y concédenos tener plena confianza en ti.

-Pero Jesús les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Lo hemos visto en San Marcos, los sueños populares sobre el Mesías eran demasiado políticos y revanchistas. Jesús no quería representar el papel de Mesías potente y victorioso. Pide que no se diga que El es el Mesías... antes de la Pasión y Resurrección. Y nosotros, ¿qué papel pedimos a Jesús? ¿Estamos dispuestos a seguirlo desinteresadamente?

-Y añadió: "Es preciso que el Hijo del hombre padezca mucho, sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los letrados, sea ejecutado y resucite al tercer día." Jesús ha rezado también por todo esto: siendo consciente de que iba a desempeñar ese papel de "mesías sufriente" veía perfilarse su muerte sobre el horizonte de su juventud. Si habló de ello este día, inmediatamente después de la profesión de Fe de Pedro fue porque lo había estado pensando más en la oración que precedió al diálogo. En fin, probablemente Jesús oró también para que sus apóstoles no se quedaran demasiado vacilantes ante ese anuncio dramático. Señor, que esté seguro de que continúas orando por nosotros, para que nuestra Fe no vacile. Gracias (Noel Quesson).

Nosotros, los del siglo XXI, vivimos en la época de la exploración espacial, de la macro y microfísica, y de la física atómica. El hombre es cada vez más dominador del universo; pero ya no tiene la ingenuidad del científico del siglo XIX; las leyes físicas aparentemente poseídas quedan falsadas con cualquier nuevo e inesperado descubrimiento. Sigue habiendo quien califique la maravilla cósmica o humana de "chiripa de la naturaleza"; ya no funcionan apodícticamente los silogismos de "a Dios por la ciencia", y la secularidad y autonomía humana en el dominio del universo es legítima. Pero el dotado de espíritu poético tiene la suerte de trascender las fórmulas físicas; y el creyente, además de ver las cosas, ve a través de ellas, percibe la inabarcable huella de Dios en ellas (Severiano Blanco). Hay algo misterioso en el Evangelio de hoy que nos hace entrever que la fe de Pedro y la nuestra tiene algo que ver con aquella oración de Jesús… La escena del evangelio de hoy está enmarcada en un contexto de oración. Estaba orando a solas: Basta saber que Jesús cultivaba la soledad, para comprender que es bueno hacer lo mismo, y que en ello se encuentra un tesoro…

¿Quién es Jesús para nosotros? No podemos responder a esa pregunta con palabras magistrales nacidas del estudio. Nuestra respuesta debe ser muy sencilla; nacida de la vida, de lo que realmente hemos experimentado de Él; de cómo le hemos permitido entrar en nuestra vida y darle un cambio a nuestro ser y actuar; o, por desgracia, de cómo lo hemos ignorado o, peor, aún, de cómo lo hemos expulsado de nuestra vida para poder llevar una existencia conforme a nuestros caprichos e inclinaciones equivocadas. Cuando el Señor nos dice: Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los anciano, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día, nos está dando a conocer qué somos nosotros para Él; ante Él valemos el precio de su sangre, de su muerte, de su resurrección. Él nos ama de tal manera que ha salido a nuestro encuentro para ofrecernos el perdón y darnos la oportunidad de participar de su Gloria a la diestra de su Padre. El quiere, así, que seamos sus amigos y hermanos, de su misma sangre, disfrutando de la misma herencia que le corresponde como Hijo. Ojalá y el Señor también signifique mucho en nuestra existencia, y aceptando en nosotros su Vida, y dejándonos guiar por su Espíritu no sólo digamos que Él es el Mesías, el Hijo de Dios Vivo, el Salvador, sino que esa realidad de fe nos ayude a darle un nuevo sentido a nuestra existencia y a convertirnos en testigos de su amor en medio de nuestros hermanos.

El Señor nos manifiesta su amor hasta el extremo en este Memorial de su Pascua; Él sigue amándonos y confiando en nosotros; Él continúa llamándonos para que estemos con Él en este momento de soledad, convertido en momento de soledad sonora por estar en un diálogo de amor con Él. Así como Jesús se retiró con sus discípulos a un lugar solitario a orar, así ahora estamos solos con Él para que en un encuentro personal podamos responder a su cuestionamiento sobre lo que Él significa en nuestra vida. Este momento de encuentro entre Dios y nosotros no puede reducirse a un desgranar oraciones por costumbre; es el momento de tomar conciencia de lo que Dios es en nuestra vida y de lo que nosotros somos para Dios.

Abramos todo nuestro ser para que en Él habite el Señor; entonces será posible esa Comunión de Vida entre Él y nosotros; y nuestro volver a la vida ordinaria será un ir como criaturas renovadas que podrán manifestar su fe viviendo a la altura de hijos de Dios y esforzándose para que el Reino de Dios se haga realidad en medio de las actividades de los hombres, reinando la paz, la justicia, la bondad, la fraternidad, la alegría, la solidaridad. Entonces, en verdad, no sólo habremos venido a visitar a Cristo, sino que Él irá con nosotros e impulsará nuestra vida para que trabajemos de tal forma que no sólo anunciemos su Evangelio con los labios, sino que nosotros mismos nos convirtamos en una Buena Noticia del amor salvador de Dios para todos los pueblos.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir nuestra fe en Cristo como un esfuerzo constante que nos lleve a hacer de nuestro mundo un signo verdadero del Reino del amor, de la justicia y de la paz que Dios nos ha ofrecido en Cristo Jesús, Señor nuestro. Amén ( www.homiliacatolica.com).

 

 

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