domingo, 15 de noviembre de 2009

Lunes de la 30ª semana de Tiempo Ordinario. El espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre) nos da vida, nos hace alzar la vista que nos impedía antes mirar al cielo en las cosas de cada día

 

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8,12-17. Hermanos, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.

 

Salmo 67,2 y 4.6-7ab.20-21. R. Nuestro Dios es un Dios que salva.

Se levanta Dios, y se dispersan sus enemigos, huyen de su presencia los que lo odian. En cambio, los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría.

Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece.

Bendito el Señor cada día, Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación. Nuestro Dios es un Dios que salva, el Señor Dios nos hace escapar de la muerte.

 

Evangelio según san Lucas 13,10-17. Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga. Habla una mujer que desde hacia dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: -«Mujer, quedas libre de tu enfermedad.» Le impuso las manos, y en seguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios. Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús habla curado en sábado, dijo a la gente: -«Seis días tenéis para trabajar; venid esos días a que os curen, y no los sábados.» Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo: -«Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado? Y a ésta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no habla que soltarla en sábado?» A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía.

 

Comentario: 1.- Rm 8,12-17. Si vivimos, no "carnalmente", o sea, según los criterios meramente humanos, sino "según el Espíritu", como ya nos empezó a decir Pablo en la lectura del sábado pasado, una de las cosas más hermosas que nos pasará es que nos sentiremos hijos. "Los que se dejan llevar por el Espíritu, esos son hijos de Dios". Recordamos lo que dice san Juan al comienzo de su evangelio: "a los que recibieron la Palabra les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn1,12) y en su carta: "mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios: pues ¡lo somos!" (1 Jn 3,1). Ser hijos significa no vivir en el miedo, como los esclavos, sino en la confianza y en el amor. Ser hijos significa poder decir desde el fondo del corazón, y movidos por el Espíritu: "Abbá, Padre". Significa que somos "herederos de Dios y coherederos con Cristo": hijos en el Hijo, hermanos del Hermano mayor, partícipes de sus sufrimientos, pero también de su glorificación.

b) Una cosa fundamental que tenemos que aprender de Jesús es a sentirnos y a ser hijos. A tener, como él, sentimientos de unión y amor y obediencia y confianza para con Dios. Nuestra relación con Dios podría ser de seres creados por él, que se sienten obligados a adorarle, o de esclavos que le obedecen por miedo al castigo. Pero Jesús nos ha enseñado a llamar a Dios nuestro Padre. Esto es un foco de luz que ilumina y que transforma nuestra existencia, tanto en los días buenos como en los difíciles. El salmo ya nos ofrecía una visión optimista: "Nuestro Dios es un Dios que salva... Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios prepara casa a los desvalidos: bendito sea el Señor cada día". Pero en Cristo, mucho más. Ahí está la raíz de la dignidad de la persona humana, y del respeto que merece todo hombre y toda mujer, también los más alejados e insignificantes. Todos somos hijos. Por tanto, hermanos. Todos valemos mucho a los ojos de Dios, que no nos quiere como esclavos, sino como hijos. ¿Sentimos dentro de nosotros el Espíritu de Dios, el Espíritu de Jesús, que "nos hace gritar: Abbá, Papá"? ¿Pensamos en nuestro futuro como en una herencia gloriosa que nos espera, porque estamos unidos a Cristo, el Señor Resucitado, que nos hará partícipes de su inmensa alegría y de su vida plena? Y si nos sentimos hijos en la casa de Dios, y herederos de sus mejores riquezas, y si cada día rezamos a Dios llamándole "Padre nuestro", ¿por qué ponemos la cara de resignados que ponemos?

En este texto el autor nos habla del binomio "carne-espíritu", insistiendo en la prioridad de la acción de Dios en la santificación del hombre. No son las obras de la "carne" las que nos salvan, sino la presencia del Espíritu en el hombre que le orienta hacia una existencia nueva.

a) La primera dimensión de esta existencia es la de hijo de Dios (vv. 14-15). Dios ha dado al hombre su Espíritu para que este acceda a la casa paterna. Por tanto, el hombre no debe dejarse dominar por un espíritu de temor -espíritu normal para quien cree que la benevolencia divina depende de su propio esfuerzo-; se trata simplemente de vivir en unas relaciones filiales que, por sí mismas, ahuyentan el temor. El privilegio del hijo de Dios consiste en poder llamar a Dios Padre (Abba alude, quizá, a la oración del Padre Nuestro, que quizá algunos de los interlocutores de Pablo conocían en arameo: v. 15). El hijo de Dios no tiene que fabricarse una religión en que, como sucede en la religión judía, sería necesario contabilizar los propios esfuerzos ante un Dios-Juez, o, como en la religión pagana, acumular los ritos para ganarse la benevolencia de un Dios-terrible. El cristiano puede llamar Padre a su Dios, con todo lo que esto supone de familiaridad y, sobre todo, de iniciativa misericordiosa por parte de Dios.

b) La segunda dimensión de esta existencia es la de heredero de Dios (v 17). Al ser hijo, el hombre tiene derecho a una vida de familia y dispone de los bienes de la casa. El término "heredero" no debe comprenderse aquí en el sentido moderno (el que dispone de los bienes del padre, después de la muerte de éste), sino en el sentido hebreo de "tomar posesión" (Is 60,21; 61,7; Mt 19,29; 1 Cor 6,9). El pensamiento de Pablo se asocia a la concepción que el Antiguo Testamento se hacia de la herencia, pero la completa al unirla a la idea de la filiación. Los hombres adquieren de ahora en adelante la herencia, en relación con su unión al Hijo por excelencia, el único que goza, efectivamente, de todos los bienes divinos, por su naturaleza. Efectivamente, el hijo de Dios hereda la gloria divina, irradiación de la vida de Dios en la persona de Cristo.

Pero la herencia solo se obtiene mediante el sufrimiento. Se hereda con Cristo si se sufre con El. El sufrimiento conduce a la gloria, no como condición meritoria, sino como signo de vida-en-Cristo, prenda de herencia de la gloria con El.

c) El Espíritu de Dios en nosotros no está simplemente como doctor de verdades; su papel propio es el de mover y animar todo nuestro ser (v 14); tiene, pues, una resonancia ontológica que no puede ser percibida más que en la participación del misterio de la persona misma de Cristo y de su Pascua (v 17). En efecto, la obediencia de Cristo hasta la muerte manifiesta que reconoce depender radicalmente de Dios y que, en esta dependencia, descubre su consistencia propia de criatura abocada al sufrimiento y a la muerte. Pero esta obediencia de la criatura a su condición es al mismo tiempo, en Jesús, la obediencia del Hijo único a su Padre: tiene, pues, una repercusión eterna que, glorificando al hombre, más allá de toda esperanza su aspiración más íntima.

Ahora bien: en el Espíritu, el cristiano, sin renegar de su condición humana y de su dependencia, se encuentra a su vez establecido en la filiación divina y, por consecuencia, capaz de dar a su obediencia una dimensión casi divina que le glorifica a él también. El papel del Espíritu en él es asegurar esta filiación y esta repercusión divina de la obediencia (v 16).

Por tanto, toda la Trinidad actúa en la justificación del hombre: el Padre aporta su amor para hacer de los hombres hijos suyos; el Espíritu viene a cada uno de ellos a dominar su miedo e iniciarlos paulatinamente en un comportamiento filial; finalmente, el Hijo, el único Hijo por naturaleza, el único heredero de derecho, viene a la tierra a hacer de la condición humana y del sufrimiento el camino de acceso a la filiación, revelando así a sus hermanos las condiciones de la herencia.

Según habían anunciado los profetas, el don del Espíritu impregna todos los corazones de un amor filial hacia el Padre y de un amor fraternal hacia todos los hombres. La misma ley adquiere un nuevo aspecto. Deja de ser yugo pesado, porque el hombre ha recibido el Espíritu de los últimos tiempos que le libera del pecado y lo arma para combatir victoriosamente contra las obras de la "carne". Este envío del Espíritu está unido a los sufrimientos y a la resurrección de Cristo; por ser el Hijo de Dios, este hombre respondió perfectamente a la iniciativa del Padre y determinó el envío del Espíritu sobre todos aquellos que Dios llama a ser hijos suyos. De esta manera, el hombre, vivamente unido a Jesucristo en la Iglesia, se convierte en hijo de Dios y participa de los bienes familiares que ofrece la Eucaristía (Maertens-Frisque).

-No somos deudores de la carne. Si vivís según la carne, moriréis; pero si, por el Espíritu, hacéis morir los desórdenes del hombre pecador, viviréis. Pablo nos ha presentado la salvación en Jesucristo como una «liberación» de la muerte, del pecado y de la Ley. Pero es una «liberación» que hay que ir completando sin cesar. Encontramos aquí la comparación habitual en san Pablo, entre la «carne» y el «espíritu». La carne, para san Pablo, no es principalmente el cuerpo humano, es el «hombre entero cuando se ha apartado de la mirada de Dios»... Resumiendo y en líneas generales, cada vez que en los textos de san Pablo encontramos la palabra "carne", podríamos reemplazarla por «el hombre sin Dios». El espíritu es precisamente lo contrario, no es el alma solamente, es el hombre entero en cuanto que animado por Dios.

-Todos aquellos que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, éstos son «Hijos de Dios»... «Dejarse conducir»... "Dejarse conducir"... ¡por Dios! He ahí lo que reemplaza totalmente a la Ley. He ahí lo que mata toda actitud demasiado moralizante, incluso la del «hombre sin Dios» para quien el único ideal, y es normal, consiste en evitar el mal y hacer el bien. Para el cristiano ya no hay Ley, basta «dejarse conducir por el Espíritu de Dios». ¡Es una inmensa simplificación de la moral! Pero esto no es nada fácil, en absoluto. Pues no se acaba nunca. Se pasa de una «regla», con la cual se puede «estar en regla» cuando se ha cumplido -y ¡ya está!-... a un amor de Alguien, con el cual siempre se puede avanzar más.

-El Espíritu que habéis recibido no hace de vosotros unos "esclavos" llenos de miedo... Es un Espíritu que os hace «hijos»... Pasar a unos sentimientos filiales con Dios. ¡Desterrar el miedo! No con un espíritu de esclavitud, sino con un espíritu de filiación, de adopción. La palabra «adopción» puede ayudarnos a reflexionar. En el caso de la adopción de un niño, la tradición judía hablaba de «hijo de su bondad», la palabra subraya el aspecto de cosa escogida, de elección de amor, del que adopta un niño. Señor, así es como Tú nos amas, como una madre ama a su hijo. Señor, es así como Tú nos conoces, como cuidas de nosotros, como los padres cuidan de su hijo. Señor, es así como Tú esperas de nosotros el afecto y no el miedo. Ayúdanos a no considerar jamás nuestra vida cristiana y las renuncias que ésta comporta, como las cadenas que arrastra un esclavo. Tú esperas de nosotros la alegre decisión de un hombre libre, de un niño que obedece contento a sus padres muy amados. Un hombre que te obedeciera solamente por miedo, no te interesa, Señor.

-Empujados por este Espíritu, clamamos al Padre llamándole: Abba: «Padre». Ese término hebreo usado por san Pablo voluntariamente, es la palabra familiar de los niños pequeños judíos de la época: «¡papá!». Ese término no fue nunca usado en la Biblia, ni en el vocabulario religioso del judaísmo, ¡es una invención de Jesús! Fue el primero que se atrevió a emplear ese término familiar y cariñoso para hablar de Dios. Es la palabra usada al comienzo del «Padrenuestro". Tenemos que detenernos sobre esta palabra. Repetirla sin cesar. Sólo este nombre puede «alimentar» toda una oración. Es lo que hacía santa Teresa de Jesús.

-El Espíritu Santo mismo se une a nuestro "espíritu" para decirnos que somos sus hijos, sus herederos. Experiencia de la presencia mística del Espíritu en nuestro espíritu (Noel Quesson).

Quienes creemos en Cristo tenemos la esperanza cierta de que lograremos la plenitud que en este mundo no podemos alcanzar. Somos frágiles; y, por desgracia, muchas veces hemos actuado conforme a nuestros desórdenes egoístas. Sin embargo Dios no nos ha abandonado, sino que nos ha comunicado su Espíritu Santo para que venga en nuestro auxilio. Mediante Él vemos a Dios no como esclavos, sino como hijos suyos; gemimos como los niños desprotegidos y en peligro y llamamos cariñosa y confiadamente a Dios con el nombre de Abba (= Papi, Papito). La presencia del Espíritu de Dios en nosotros nos lleva a vivir confiados en Dios y a actuar bajos sus inspiraciones. Por eso estamos ciertos de que, en medio de las luchas y tentaciones de esta vida, mientras no nos dejemos dominar por el mal y el pecado, nuestro destino no será la muerte, sino el llegar a ser herederos de Dios, junto con Cristo, participando de su misma Gloria. Por eso, abramos nuestro corazón al Señor; dejemos que el Espíritu Santo haga su morada en nosotros; dejémonos conducir por Él de tal forma que, siendo fieles al Señor, Él permanezca en nosotros y nosotros en Él. Entonces será nuestra la plenitud en Dios; entonces heredaremos aquellos bienes que Dios ha reservado para los que Él ha llamado a la existencia para hacerlos partícipes de su Vida eterna.

2. Sal. 67. El Señor es nuestro Dios; Él es nuestro Rey y nosotros le pertenecemos, porque Él nos escogió por suyos. Por eso Él velará siempre por nosotros y nos dará su auxilio, pues nuestra pobreza y nuestros dolores no le son indiferentes. Aun cuando nuestros enemigos nos haya llevado demasiado lejos, el Señor nos buscará y nos llevará en sus alas para salvarnos, pues Él es nuestro Salvador y no enemigo a la puerta. Por eso, alabemos su santo Nombre, porque su Misericordia es eterna. Que nuestra alabanza la elevemos no sólo en el Lugar Sagrado, sino en cada momento de nuestra vida siendo un signo del amor misericordioso del Señor para los pobres y los desvalidos.

3.- Lc 13,10-17. En su camino hacia Jerusalén, Jesús realiza otro gesto de "curación en sábado", sanando milagrosamente a una mujer encorvada que no se podía enderezar. Parece como si Jesús provocara escenas como la presente, que realiza en sábado: quiere mostrar que la fuerza curativa de Dios ya está presente y actúa eficazmente en el mundo. Llama "hipócritas" a los que se escandalizan de que él haya hecho este gesto en sábado, cuando ellos sí se permitían ayudar a un animal propio llevándolo a abrevar, aunque fuera en sábado. ¡Cuánto más no se podrá ayudar a esta pobre mujer, "que es hija de Abrahán" y que desde hace diez y ocho años "Satanás tiene atada"!

Jesús se dedica a curar, a salvar, a transmitir vida. El sábado -para nosotros, con mayor razón, el domingo- es el día semanal que recuerda a los creyentes la victoria de Dios contra todo mal y toda esclavitud. Nos enseña que la caridad con las personas es superior a muchas otras cosas: sobre todo a unas leyes exageradas que nos hemos inventado nosotros mismos, y que invocamos oportunamente cuando no queremos gastar nuestro tiempo en beneficio de los demás. Con los muchos "trabajos" que no se podían hacer en sábado, las escuelas más rigoristas de la época lo habían convertido, no en un día de liberación y alegría, sino de preocupación escrupulosa. Se puede ser esclavo también de una ley mal entendida. Jesús se opone a este legalismo exagerado. Pensemos si también nosotros necesitamos que nos recuerden que "no es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre", si en vez de predicar y practicar una religión de hijos la hemos convertido en un ritualismo de esclavos. En el día de domingo, además de participar en la celebración eucarística, que ciertamente es el punto culminante de la jornada, ¿ayudamos a enderezarse a las personas que están agobiadas por diversos males? Podríamos proponernos hacer cada domingo algún acto de caridad, tener un detalle para con algún enfermo o anciano, hacer una llamada telefónica amable, escribir una carta, visitar a algún pariente que tenemos abandonado, "desatar" a alguien al que tal vez nosotros mismos hemos "atado" con nuestros juicios o nuestro trato despectivo (J. Aldazábal).

-Un sábado, Jesús enseñaba en una sinagoga. Había allí una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu. Andaba muy encorvada sin poderse enderezar del todo. Una vez más, Lucas es el único que relata ese favor de Jesús a una mujer. De nuevo se pone de manifiesto la misericordia de Jesús hacia los pobres. Esta vez se trata de una persona que no puede enderezarse para mantenerse en la posición normal y digna de "estar en pie". Qué desgracia verse reducido a mirar siempre al suelo, sin poder contemplar las caras de sus interlocutores, sin posibilidad de mirar hacia arriba. Un símbolo de la humanidad "cautiva".

-Al verla la llamó Jesús y le dijo "Mujer, quedas libre de tu enfermedad". Le impuso las manos, y en el acto la mujer se enderezó. Contemplo esa escena: Jesús "de pie" junto a esa mujer "enferma". Antes de que ella le hiciera petición alguna, Jesús toma la iniciativa: pone las manos sobre la espalda encorvada, y al instante le queda enderezada ¡Señor, enderézanos! ¡Señor endereza a todos los que van siempre inclinados hacia el suelo!

-Y empezó a alabar a Dios. La escucho y procuro imaginar lo que dice. Lucas es el especialista de la alabanza y constata a menudo que la gente prorrumpe en alabanzas cuando es testigo de una maravilla divina (Lc 2,20; 5,25; 7,16;17,15-18,18.43; 19,37; Hch 4,21; 3,8-9). A lo largo de toda esa narración se descubre un nuevo sentido del sábado: pasa a ser el día del Señor Jesús, el día de la nueva dignidad de los hijos e hijas de Dios. Es el día de la alabanza, de la "eucaristía", de la acción de gracias a Dios. La misa, ¿es para mí, una acción de gracias? ¿Cuáles son mis motivos de alabar a Dios?

-Intervino el jefe de la sinagoga indignado porque Jesús había curado en sábado: "¡Hay seis días de trabajo! ¡Venid esos días a que os curen, y no los sábados!" El Señor replicó: "¡Hipócritas! Cualquiera de vosotros, aunque sea sábado, desata del pesebre el buey o el asno, y lo lleva a abrevar..." Jesús apela al buen sentido popular. La Ley ha de ser siempre humana. Y ella proponía el "descanso del sábado" precisamente por consideraciones de orden absolutamente humanitario y social, teniendo en cuenta a los empleados de la casa y aun al ganado: "El séptimo día descansarás, para que reposen tu buey y tu asno y tengan un respiro el hijo de tu sierva y el forastero" (Dt 5,14; Ex 23,12). Efectivamente, Señor, nuestro mundo de hoy tiene mucha necesidad de "respirar", de tomarse un descanso. Ayúdanos a restituir ese sentido a cada uno de nuestros domingos. Día de alegría. Día en el que se acaba la Creación, el "séptimo día", el día del gran reposo de Dios (Gn 2,14) Y ¿sabemos procurar para los demás, a nuestro alrededor, ese espacio de "respiro" y de libertad? Domingo, día de liberación, día de la redención de Jesús, día de "salvación".

-Y a ésta, que es hija de Abraham, y que Satán ató hace ya dieciocho años, ¿no había que soltarla de sus cadenas...? Líbranos, Señor, de todas nuestras cadenas, de todas nuestras esclavitudes.

-Según iba diciendo esto se abochornaban sus adversarios, mientras toda la gente se alegraba de tantos portentos como hacía. Haz que seamos sencillos, como la gente que sabe "maravillarse". ¡Que jamás no falle una ocasión de maravillarme de ti! (Noel Quesson).

Quiero fijarme especialmente en el caso de la mujer encorvada. Es todo un símbolo. Una mujer encorvada hacía tanto tiempo; una mujer que no puede enderezarse ni levantar su cabeza al cielo; una mujer que lleva un peso encima que no puede soportar; una mujer cansada y oprimida; una mujer hundida y aplastada; una mujer que ha recibido en sus espaldas palos incontables; una mujer que se agacha para que otros pasen, que, como describía el profeta exílico, «a ti misma te decían: póstrate para que pasemos, y tú pusiste tu espalda como suelo y como calle de los que pasaban» (Is 51,23). Es todo un símbolo del antiguo pueblo de Dios. Es un símbolo de todas las mujeres, excesivamente vejadas, en la historia Es un símbolo de todos los que soportan pesos intolerables, de cualquier tipo que sean. Puede que sean más de lo que nos parece, aunque sus espaldas no se curven materialmente. He ahí a hombres y mujeres curvados por el peso del hambre y de la pobreza. Hombres y mujeres curvados por el peso de los hijos y las preocupaciones familiares. Hombres y mujeres curvados por el peso de los trabajos y los desvelos. Hombres y mujeres curvados por el esfuerzo y la lucha de la vida. Hombres y mujeres curvados por la incomprensión y la soledad. Hombres y mujeres curvados por el vicio y los apegos. Hombres y mujeres curvados por los recuerdos y los remordimientos, por los fracasos y las tristezas. Hombres y mujeres curvados por la falta de salud y por los años.

Pero ahora viene la reacción de Cristo. Al ver a esta mujer, no lo aguanta. Ni siquiera espera que ella le pida nada, como en los otros milagros. Tampoco le importa a Jesús que sea o no sea sábado. Eso era una muleta más. Jesús la llamó, la impuso las manos y la levantó. Es también un gesto simbólico. Dios no nos quiere encorvados y afligidos. Dios no nos quiere oprimidos y esclavizados, ni caídos ni acobardados, ni deprimidos ni postrados. El nos quiere libres. El nos quiere erectos. El nos quiere en pie En pie significa libertad, confianza, transcendencia. Dios no ha creado al hombre para que viva de rodillas, sino para que viva con dignidad, para que sea libre y creador. Por eso, uno de los imperativos que más se repiten en la historia de la salvación es el «levántate». Dios es «el que endereza a los que ya se doblan», «el que levanta de la miseria al pobre», «el que levanta del polvo al desvalido» (cf 1S 2,8; Sal 107,41; Sal 113,7...). Por eso Dios mismo intervino para liberar a su pueblo del peso de la dura esclavitud.

-¡Levántate! Y por eso se nos acerca el mismo Dios en Cristo Jesús: para quitarnos todas las cargas y los yugos: "Venid a mí...» (Mt 11,28). Y extiende su mano para levantar a los que están postrados, con el imperativo: «Levántate», sea a la suegra de Pedro (Mc 1,30-31), sea a la hija de Jairo (Mc 5,41 = Talita Kum), sea a la mujer encorvada. Levántate. A Dios le gusta vernos de pie. En este sentido, la Iglesia prohibía en los primeros siglos que la liturgia del domingo se celebrara de rodillas, signo de postración; de pie, que era signo de libertad y alegría. Pues así debemos ir por la vida, porque para el cristiano siempre y todo es una fiesta. Hoy quiere el Señor levantarnos también a nosotros. No quiere que vayamos por la vida agobiados y encorvados. Pongamos todas nuestras cargas en el señor, sean materiales, sean espirituales. Si hay alguna fuerza que te oprime y de la que no eres capaz de liberarte, di a Cristo que extienda su mano sobre ti y diga con fuerza su palabra: "KUM, levántate" (Caritas).

Lucas es el evangelista que destaca la relación profunda que había entre Jesús y las mujeres que se cruzaron en su camino de liberación. Cita varias veces aquellos encuentros en los que Jesús rompía una y otra vez las leyes humanas injustas que se imponían a la dignidad de la mujer en tiempos de Jesús. Libremente, el Salvador les hablaba en público, las rescataba de sus dolencias y de su marginación, les permitía ser discípulas, dialogaba con ellas, se dejaba tocar, las miraba fijamente, las acogía con cariño y les auxiliaba en sus problemas y sufrimientos. Jesús rompió las estructuras opresoras contra la mujer exponiéndose a ser condenado por los fariseos y los escribas, que lo indisponían ante el Sanedrín y los Sacerdotes del Templo. Nos refiere este hermoso pasaje, como Jesús recobra la salud y la dignidad de la mujer que va encorvada por la vida, cargando con los errores de una sociedad opresora y excluyente, que la limita en sus posibilidades de realizarse como persona humana, con la dignidad de hija de Dios. Lucas nos invita a reflexionar sobre la situación de la mujer hoy, de nuestras madres, hermanas, cuñadas, hijas, amigas y no conocidas, personas de igual dignidad que el varón, con sus propias características y manera de ser que luchan por recuperar tantos siglos de opresión. Pero, todavía hoy, muchos de los movimientos que inician las mujeres son también manipulados por los hombres para no permitirles su plenitud como personas. La mujer, como la tierra, engendra vida, la cuida, la nutre con su propio ser y por ella está dispuesta a arriesgarlo todo (servicio bíblico latinoamericano).

En su camino hacia Jerusalén, Jesús entra a una sinagoga, como era su costumbre hacerlo los Sábados. El Sábado, día del descanso, hace vivir a los Israelitas por anticipado el Día del Señor, en que estaremos con Él eternamente; Día de YHWH que se simboliza en el Año de Gracia del Señor, en que todo retorna a su legítimo dueño. Y Jesús, que ha inaugurado este tiempo favorable para nosotros, ha venido a liberarnos de los lazos de nuestra esclavitud al pecado para que, hecho hijos de Dios, volvamos a Aquel que nos creó y que nos recibe como un padre recibe a sus hijos. En la proclamación del Evangelio de la misericordia divina para todos los hombres, en la invitación a la conversión, en la lucha a favor del Reino para que todos lleguen a ser hijos de Dios, no podemos darnos días de descanso. No podemos quedarnos sólo mirando al cielo; es necesario trabajar para que en nuestro mundo desaparezcan los signos de pecado y de muerte. Y en esta obra que el Señor nos ha confiado nos hemos de empeñar a tiempo y destiempo, para que todos lleguen al conocimiento de Dios y le amen; y amándolo amen a su prójimo dejando de destruirlo y, más bien, le ayuden a recobrar su dignidad de hijo de Dios en Cristo Jesús.

El Señor nos ha convocado a esta Eucaristía para que, junto con Él, estemos como hijos en el Hijo en torno a su Padre Dios. Reconocemos que somos pecadores; pero también confiamos en la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonarnos. Venimos con recta intención, de tal forma que nos acercamos al Señor conscientes de nuestra fragilidad, pero dispuestos a dejarnos fortalecer por su Espíritu para que, al volver a nuestra vida ordinaria, no vayamos nuevamente a cometer maldades e injusticias, sino a convertirnos en un signo cada vez más claro de Él en medio de nuestros hermanos. Queremos, por tanto, vivir en comunión de vida con el Señor, no sólo cuando le damos culto en el Lugar Sagrado, sino siempre, en cualquier lugar en que se desarrolle nuestra existencia; y no sólo con los labios sino con nuestra obras y nuestra vida misma le daremos culto. Por eso le pedimos que, al darnos su vida y confiarnos la misión de llevar su Evangelio a todos, nos fortalezca con la presencia de su Espíritu en nosotros.

Demos testimonio, guiados por el Espíritu Santo, de que somos hijos de Dios. Hay muchas esclavitudes que han atado muchas conciencias. No sólo nos preocuparemos de hace llegar la salvación y el consuelo a los pobres, a los enfermos, a los tristes. Es necesario atacar el mal de raíz. Hemos de abrir los ojos ante quienes son los causantes de esos males e injusticias, para proclamarles con valentía la salvación que Dios ofrece a todos. Cuando realmente el hombre deje que Cristo le desate de sus egoísmos, de sus injusticias, de sus esclavitudes a lo pasajero y le ayude a velar por los intereses de su prójimo, tendremos una esperanza más firme de que el amor fraterno que nos une bajo un sólo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre se estará haciendo realidad entre nosotros, y de que en verdad el Reino de Dios ha llegado a nosotros.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda ser constantes en la proclamación de su Evangelio. Que lo proclamemos con las palabras, pero también con el testimonio de una vida intachable, fortalecidos e impulsados por la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).

Mirar al cielo. En el Evangelio de San Lucas (13, 10-17) nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en la sinagoga, según era su costumbre, y curó a una mujer que había estado encorvada por dieciocho años, sin poder enderezarse de ningún modo. El jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado: no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana del alma y de cuerpo, y con su alma pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta mujer postrada por largo tiempo. La mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo, y a las gentes, y al mundo. Nosotros también estamos muy necesitados de la misericordia del Señor, y la consideración de estas escenas del Evangelio nos llevará a confiar más en Él y a imitarle en su misericordia en el trato con los que nos rodean y nunca pasaremos indiferentes ante su dolor o su desgracia. "Así encontró el Señor a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho años: no se podía erguir (Lucas 13, 11). Como ella -comenta San Agustín- son los que tienen su corazón en la tierra". Muchos pasan la vida entera mirando a la tierra, atados por la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (1 Juan 2, 16). La concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues sólo lo verán los limpios de corazón (Mt 5,8). La concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, nos lleva a no valorar sino lo que se puede tocar: los ojos se quedan pegados a las cosas terrenas, y por lo tanto, no pueden descubrir las realidades sobrenaturales y llevan a juzgar todas las circunstancias sólo con visión humana. Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si continuamente suplicamos al Señor que siempre nos ayude a levantar nuestra mirada hacia Él. Cuando, mediante la fe, tenemos la capacidad de mirar a Dios, comprendemos la verdad de la existencia: el sentido de los acontecimientos, la razón de la cruz, el valor sobrenatural de nuestro trabajo, y cualquier circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe una eficacia sobrenatural. El cristiano adquiere una particular grandeza de alma cuando tiene el hábito de referir a Dios las realidades humanas y los sucesos, grandes o pequeños, de su vida corriente. Acudamos a la misericordia del Señor para que nos conceda ese don vivir de fe, para andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, en Él, en Jesús (Francisco Fernández Carvajal).

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