martes, 9 de febrero de 2010

Tiempo ordinario IV, martes: la misericordia de Dios protege a quien confía en Él, aunque el sabor de la cruz acompaña la vida del hombre… la fe en Je

Tiempo ordinario IV, martes: la misericordia de Dios protege a quien confía en Él, aunque el sabor de la cruz acompaña la vida del hombre… la fe en Jesús hace milagros, continúa haciéndolos con la Eucaristía
 
Segundo Libro de Samuel 18,9-10.14.24-25.30-32.19,1-3. De pronto, Absalón se encontró frente a los servidores de David. Iba montado en un mulo, y este se metió bajo el tupido ramaje de una gran encina, de manera que la cabeza de Absalón quedó enganchada en la encina. Así él quedó colgado entre el cielo y la tierra, mientras el mulo seguía de largo por debajo de él. Al verlo, un hombre avisó a Joab: "¡Acabo de ver a Absalón colgado de una encina!". Entonces Joab replicó: "No voy a perder más tiempo contigo". Y tomando en su mano tres dardos, los clavó en el corazón de Absalón, que estaba todavía vivo en medio de la encina. David estaba sentado entre las dos puertas. El centinela, que había subido a la azotea de la Puerta, encima de la muralla, alzó los ojos y vio a un hombre que corría solo. El centinela lanzó un grito y avisó al rey. El rey dijo: "Si está solo, trae una buena noticia". Mientras el hombre se iba acercando, El rey le ordenó: "Retírate y quédate allí". El se retiró y se quedó de pie. En seguida llegó el cusita y dijo: "¡Que mi señor, el rey, se entere de la buena noticia! El Señor hoy te ha hecho justicia, librándote de todos los que se sublevaron contra ti". El rey preguntó al cusita: "¿Está bien el joven Absalón?". El cusita respondió: "¡Que tengan suerte de ese joven los enemigos de mi señor, el rey, y todos los rebeldes que buscan tu desgracia!". El rey se estremeció, subió a la habitación que estaba arriba de la Puerta y se puso a llorar. Y mientras iba subiendo, decía: "¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Ah, si hubiera muerto yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío!". Entonces avisaron a Joab: "El rey llora y se lamenta por Absalón". La victoria, en aquel día, se convirtió en duelo para todo el pueblo, porque todos habían oído que el rey estaba muy afligido a causa de su hijo.
 
Salmo 86,1-6. Oración de David. Inclina tu oído, Señor, respóndeme, porque soy pobre y miserable; protégeme, porque soy uno de tus fieles, salva a tu servidor que en ti confía. Tú eres mi Dios: ten piedad de mí, Señor, porque te invoco todo el día; reconforta el ánimo de tu servidor, porque a ti, Señor, elevo mi alma. Tú, Señor, eres bueno e indulgente, rico en misericordia con aquellos que te invocan: ¡atiende, Señor, a mi plegaria, escucha la voz de mi súplica!
 
Evangelio según San Marcos 5,21-43: En aquel tiempo, Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a Él mucha gente; Él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva». Y se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía.
Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’». Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad».
Mientras estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo: «Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?». Jesús que oyó lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; solamente ten fe». Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». Y se burlaban de Él. Pero Él después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: «Talitá kum», que quiere decir: «Muchacha, a ti te digo, levántate». La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer.
 
Comentario: 1. 2S 18,9-10.14b.24-25a.30-19,3. De nuevo una escena conmovedora: las lágrimas de David por la muerte de su hijo Absalón. Con astucia y con habilidad militar, el ejército del rey ha logrado derrotar al rebelde y éste muere trágicamente entre los árboles del bosque. Pero lo que podría haber sido una victoria y el final de una rebelión incómoda, llena de dolor a David, que muestra una vez más un gran corazón. Había dado órdenes de respetar la vida de su hijo: pero el capitán Joab aprovechó para saldar viejas cuentas y mató al rebelde. Como había llorado sinceramente por la muerte de Saúl, aunque se había portado tan mal con él, ahora David llora por su hijo. No hay fiesta para celebrar esta triste victoria. Aunque luchaba contra el rebelde, ha seguido queriendo a su hijo y llora por él desconsoladamente: «Hijo mío Absalón, ojalá hubiera muerto yo en vez de ti».
-Pero David no se alegró porque su hijo Absalón había muerto. David acaba de ganar una batalla y se ha dominado una insurrección. Esto podría alegrarle. Pero todo ello se esfuma ante el dolor de haber perdido a su hijo. Los allegados a David, sólo ven la eficacia del resultado: se ha batido al oponente, se ha destruido al usurpador... y van a anunciarlo al rey como una buena noticia. Entonces el rey se estremeció, subió a la estancia alta y rompió a llorar. Decía entre sollozos: «¡Hijo mío, Absalón; hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!» Dolor punzante; se retira solo a su cuarto para llorar. Imagen de Dios. Nuestro Padre celestial, aun cuando somos rebeldes y nos oponemos a El, sigue amándonos. «Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11) Me dispongo a meditar sobre mis propios pecados, para sentir en mí todo el dolor de Dios, toda la misericordia de Dios. Si David ha comprendido tan bien el perdón hacia su hijo, es porque él mismo había experimentado el perdón de Dios. Recuerda que después del homicidio de Urías, el profeta Natán había ido a su palacio, le había revelado su falta... y la superabundancia de la misericordia divina. El contagio de la misericordia divina había comenzado en el corazón de Dios, ¡acaso podrá David ser menos misericordioso! Jesús recordará esta ley: «si no perdonáis vosotros, tampoco Dios os perdonará».¿A quién tengo que perdonar, HOY?
-La victoria, se troco en duelo aquel día para todo el ejército y el pueblo. Poco a poco, el pueblo de Dios llegará a entender que no necesita de técnicas militares para acabar con sus enemigos: el verdadero combate se da «contra las fuerzas del mal que alienan a la humanidad». «Perdonar» es una victoria mayor que «vencer».¿Cuál será mi victoria interior? (Noel Quesson).
El centro de interés de todo este episodio de la guerra civil suscitada por Absalón contra su propio padre es la generosidad de David para con su hijo rebelde. No lo hace por virtud especial alguna, sino porque le quiere extremadamente, por perverso y mal hijo que sea. Yahvé no ha retirado su amor a David pese a su grave pecado; David no retira su amor a Absalón pese al asesinato del primogénito Amnón y la posterior rebeldía. Todos oyen cómo David da orden expresa a sus generales Joab, Abisay e Itay de que no hagan ningún daño a Absalón (18,5). Pero el sanguinario y calculador Joab, que anteriormente había sido amigo y partidario del príncipe Absalón (cf. c. 14), cuando éste nombra a Amasá jefe de sus tropas, se pasa a David y se venga matando a Absalón (18,14) y más tarde a Amasá (20,10), repitiendo lo que había pasado cuando David había aceptado a Abner como general suyo, de acuerdo con aquella política de reconciliación que siempre siguiera. La angustia de David por su hijo Absalón es dramáticamente descrita. Más que el resultado de la batalla, lo que le interesa es saber si ha salido de ella con bien Absalón. Ajimás, que se había adelantado a llevarle la buena nueva de la victoria, no osa comunicarle que Absalón ha muerto. Un segundo mensajero se lo hace saber, y David hace un gran duelo por ello. Mas, en el triste espectáculo de su decrepitud, la bondad parece ser lo último que conserva David. Nunca, ni cuando Saúl lo perseguía a muerte, se nos había aparecido tan impotente como ahora, incapaz de castigar el crimen de Joab. Más aún: Joab le obliga a hacer de tripas corazón y, olvidando el dolor de padre, celebrar la victoria de rey, con la amenaza de que si no se muestra ante los soldados para compartir con ellos la alegría del triunfo, todos le abandonarán (19,6-9).
Tristemente vencedor, David ve volver a él, pidiéndole perdón, a cuantos le habían traicionado, atacado o insultado. A todos perdona, los restablece en sus cargos y bienes. En impresionante contraste con esta amnistía general después de la guerra civil, según 1 Re 2, da David antes de morir unas terribles instrucciones a Salomón, y le encomienda matar a cuantos antes había perdonado. En realidad, según los mejores estudios recientes, se trata de una interpolación posterior. La primitiva historia de la sucesión de David dejaba bien claro que Salomón se había afirmado en el trono gracias a una purga implacable de enemigos políticos; un redactor posterior prosalomónico habría añadido el testamento de David para atribuirle la responsabilidad moral y convertir la crueldad de Salomón en piedad filial y habilidad política.
Mientras David llora por su hijo muerto, el ejército vencedor no se atreve a celebrar el triunfo y entra en la ciudad «a escondidas, como se esconden abochornados los soldados cuando han huido del combate» (19,4). Como dice Valerio Máximo la más vergonzosa de las victorias es la obtenida en una guerra civil (H. Raguer).
2. Sal 85. El salmo pone en labios de David una súplica muy sentida a Dios para que le ayude en este momento de dolor: «Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado».
El buen corazón de David nos recuerda la inmensidad del amor de Dios, que se nos ha manifestado ya en el AT y de modo más pleno en Cristo Jesús, siempre dispuesto a perdonar. Como David no quería la muerte del hijo, por rebelde que fuera, así Dios nos dice: «yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva», y Cristo nos retrata el corazón de Dios describiéndolo como un pastor que se alegra inmensamente cuando encuentra a la oveja descarriada o un padre que celebra una gran fiesta por la vuelta del hijo pródigo.
¿Tenemos nosotros un corazón así? ¿sabemos perdonar a los que nos ofenden (o creemos que nos ofenden), o incluso nos persiguen? ¿cuánto tiempo dura el rencor en nuestro corazón?-La insurrección de Absalón condujo a la victoria de David. La página leída ayer nos mostró al rey David acosado por su hijo y por sus enemigos: era el momento del fracaso duro. Hoy es el momento de la victoria: el rebelde es vencido, David podrá entrar en su capital, Jerusalén. Meditemos primero sobre ese hecho; el fracaso, la debilidad no contrarrestan el plan de Dios. Dios puede lograr su fin, incluso sirviéndose de apariencias contrarias. Toda la historia de la salvación es buena prueba de ello. Medito sobre mis propios fracasos. Trato de comprenderlos a la luz del misterio de la cruz. «Nosotros predicamos un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles... Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres y la debilidad divina, más fuerte que la fortaleza de los hombres... Lo débil del mundo es lo que Dios ha escogido, para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios...» (1 Cor 1,22-29). Pablo también pedía a Dios, como nosotros, como David ser liberado de sus debilidades: «El Señor me declaró, "mi gracia te basta"... "porque mi poder se muestra perfecto en la flaqueza"». (II Cor 12,9-10).
Tu, Señor, eres bueno e indulgente, rico en amor con los que te invocan; Yahweh, presta oído a mi plegaria, atiende a la voz de mi súplica. Nosotros no tenemos mérito alguno para llegar ante Dios exigentes ante lo que queramos pedirle, conforme a nuestras necesidades. Sólo su amor, lleno de misericordia, le hace inclinarse ante nosotros para compadecerse de nosotros, perdonarnos y levantarnos de nuestras miserias. Por eso cuando lo invocamos no damos como razones, para ser escuchados, nuestras buenas obras, pues toda bondad procede de Dios. Llegamos ante Él, humildes y confiados en que no nos tratará conforme a nuestros pecados, sino conforme a su infinita misericordia. Y Dios siempre será bondadoso con nosotros, pues nos tiene como hijos suyos por nuestra fe y nuestra comunión de vida con su Hijo, Cristo Jesús.
3. Hoy se nos cuentan dos milagros de Jesús intercalados el uno en el otro: cuando va camino de la casa de Jairo a sanar a su hija -que mientras tanto ya ha muerto- cura a la mujer que padece flujos de sangre. Son dos escenas muy expresivas del poder salvador de Jesús. Ha llegado el Reino prometido. Está ya actuando la fuerza de Dios, que a la vez se encuentra con la fe que tienen estas personas en Jesús. El jefe de la sinagoga le pide que cure a su hija. En efecto, la cogió de la mano y la resucitó, ante el asombro de todos. La escena termina con un detalle bien humano: «y les dijo que dieran de comer a la niña».
La mujer enferma no se atreve a pedir: se acerca disimuladamente y le toca el borde del manto. Jesús «notó que había salido fuerza de él» y luego dirigió unas palabras amables a la mujer a la que acababa de curar.
En las dos ocasiones Jesús apela a la fe, no quiere que las curaciones se consideren como algo mágico: «hija, tu fe te ha curado», «no temas, basta que tengas fe».
Jesús, el Señor, sigue curando y resucitando. Como entonces, en tierras de Palestina, sigue enfrentándose ahora con dos realidades importantes: la enfermedad y la muerte.
Lo hace a través de la Iglesia y sus sacramentos. El Catecismo de la Iglesia, inspirándose en esta escena evangélica, presenta los sacramentos «como fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo siempre vivo y vivificante»: el Bautismo o la Reconciliación o la Unción de enfermos son fuerzas que emanan para nosotros del Señor Resucitado que está presente en ellos a través del ministerio de la Iglesia. Son también acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia y «las obras maestras de Dios en la nueva y eterna Alianza» (CEC 1116).
Todo dependerá de si tenemos fe. La acción salvadora de Cristo está siempre en acto.
Pero no actúa mágica o automáticamente. También a nosotros nos dice: «No temas, basta que tengas fe». Tal vez nos falta esta fe de Jairo o de la mujer enferma para acercarnos a Jesús y pedirle humilde y confiadamente que nos cure.
Ante las dos realidades que tanto nos preocupan, la Iglesia debe anunciar la respuesta positiva de Cristo. La enfermedad, como experiencia de debilidad. y la muerte, como el gran interrogante, tienen en Cristo, no una solución del enigma, pero sí un sentido profundo. Dios nos tiene destinados a la salud y a la vida. Eso se nos ha revelado en Cristo Jesús. Y sigue en pie la promesa de Jesús, sobre todo para los que celebramos su Eucaristía: «El que cree en mi, aunque muera, vivirá; el que me come tiene vida eterna».
Para la pastoral de los sacramentos puede ser útil recordar el proceso de la buena mujer que se acerca a Jesús. Ella, que por padecer flujos de sangre es considerada «impura» y está marginada por la sociedad, sólo quiere una cosa: poder tocar el manto de Jesús. ¿Es una actitud en que mezcla su fe con un poco de superstición? Pero Jesús no la rechaza porque esté mal preparada. Convierte el gesto en un encuentro humano y personal, la atiende a pesar de que todos la consideran «impura» y le concede su curación.
Los sacerdotes, y también los laicos que actúan como equipos animadores de la vida sacramental de la comunidad cristiana, tendrían que aprender esta actitud de Jesús Buen Pastor, que con amable acogida y pedagogía evangelizadora, ayuda a todos a encontrarse con la salvación de Dios, estén o no al principio bien preparados (J. Aldazábal).
*Jesús había regresado con sus discípulos a la orilla occidental del lago de Genezaret, sirviéndose del mismo bote desde el que había predicado a las gentes (5, 1) y con el que había hecho la travesía cuando ocurrió lo de la tempestad calmada (4, 36). Mateo nos dice que el desembarco fue en Cafarnaún, la "ciudad de Jesús" (esto es, la que había elegido como plataforma de su actividad evangelizadora; Mt 9, 1; cfr. 4, 13). Llegó Jesús en barca desde la otra orilla del lago, y mucha gente se reunía a su lado, se quedó cerca del agua, quizá sería el puerto de Carfarnaum, cuando vinieron a verle de todas partes de Galilea. La noticia corre y la multitud adelanta al Señor, que había venido en barca, "se dice que vendrá..." pasarían la voz entre el gentío, e iba llegando un gran número de enfermos. Se comentan en la espera las curaciones milagrosas que ha hecho Jesús a tantos de lugar. Podemos inventarnos la escena con la imaginación: "Confía, que él puede curarte”, va diciendo un amigo al otro, “yo tenía todo el cuerpo cubierto de lepra, y ahora estoy completamente limpio... él puede todo". Una mujer que estaba por allá sentada pregunta discretamente: "¿como lo hizo?" Ella era tímida, y no puede acercarse a Jesús porque tiene una enfermedad de pérdidas de sangre que era considerada una "impureza legal", y estaba prohibido acercarse o tocar a una mujer en estas circunstancias. Ha de idear un plan audaz…
Le dice el leproso que él estaba muy preocupado, y cuando oyó hablar de que Jesús pasaba cerca de la cueva de los leprosos, pensó “iré a él aunque me maten” y así lo hizo: fue a encontrarlo luego que lo vio, y le gritó: “¡Jesús, hijo de David, apiádate de mí...!” y –sigue contando-: “cuál fue mi sorpresa cuando se me acercó, y yo repitiendo: ‘¡Jesús, ven, no te vayas, acuérdate de mí...!' y me miró, y le dije ‘Jesús, si quieres puedes curarme,' y me dijo '¿lo crees?' y yo: ‘Si, tú puedes curarme', y entonces me dijo: 'quiero, ¡queda limpio'. No puedo explicar lo que sentí, noté una sensación nueva en mi cuerpo, de limpio, y me comencé a tocar la cara y estaba como la de un niño, y los ojos, y la boca, y lloré de alegría, y me eché a los pies de Jesús y él se dejaba, y después me dijo: 've, preséntate a los sacerdotes', y he ido corriendo, y ahora vuelvo, para agradecérselo."  
La mujer “mira que mira” y no sabía si se atrevería... fue entonces cuando llegó Jesús, llega la barca, la de Pedro, y la gente va amontonándose porque llega el maestro. Le hacen preguntas: "¿qué debemos hacer por ser buenos?", y él, como siempre, los adoctrina. Habla de la nueva moral: "habéis sentido que debéis volver ojo por ojo y diente por diente, pero yo os digo que no volvéis mal por mal, si te dan una bofetada a la mejilla derecha, pon la izquierda, y si hay quien te pida que hagas un kilómetro, ve con él aún otro más. Si te piden la túnica, déjales también el mantel. Dad a quien os pida, y no os hagáis los sordos, a quienes os pidan un favor. No os preocupáis por la vida, ni vayáis estresados, mirad los pájaros del cielo, mirad los lirios del campo; si se preocupa de ellos Dios, no pensará mucho más en vosotros? Sabe muy bien de lo que tenéis necesidad. Pedís y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. ¿Quién de vosotros, si un hijo le pide pan, le da una piedra? Pues si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuanto más vuestro Padre del cielo se las dará a quien se las pida!” Jesús va hablando del cielo, y del amor a los hombres.
Llega un hombre famoso, el jefe de la sinagoga, y angustiado le dice: "maestro, mi hija se está muriendo, ven a imponerle las manos para que se ponga bien y no se muera", y se pusieron en camino. Entonces, de pronto, la mujer de las pérdidas, que se había quedado pensando en aquello de "quien pide, recibe, quien busca, encuentra”... pensó: “Dios sabe muy bien de qué tengo necesidad", y hace su plan: "si pudiera tocarle la ropa que trae, me pondré buena", y va por detrás y sin pensarlo más, toca la orla del vestido de Jesús. Y tan buen punto lo tocó, se le paró la hemorragia, y así el mal había desaparecido, sintió el cuerpo lleno de vida. Entonces fue cuando el Señor dice: "¿quien me ha tocado?" y ella, llena de vergüenza pero contenta y feliz, responde: “he sido yo, Señor”, y dice Jesús: "tu fe te ha salvado, vete en paz".
Cuenta un misionero en la India que acompañó a una familia de hindúes y les expuso en el copón del sagrario, en adoración eucarística. Uno de los jóvenes se acercó y tocó el copón, mientras él miraba asombrado pero optó –viendo el respeto con que lo hacía- por dejarle hacer. Luego volvió a donde estaban los otros y le preguntó si le podía mostrar la Eucaristía. El sacerdote respondió que era como papel de fumar, muy fino en forma de pan, que no lo entendería. El chico dijo entonces que cuando se acercó le pidió le curara de un tumor, en la cabeza, grande como una fruta, y que al tocarlo se había curado. Efectivamente, se fijó el sacerdote que ya no tenía el bulto, y pensó en la fe que teníamos los católicos en la Eucaristía, y en la que tenía aquel hindú...
Nosotros también podemos tocar Jesús, con los sacramentos, el manto de Cristo son los sacramentos, tocar quiere decir creer. La tímida audacia de la hemorroísa debe servirnos para tocar a Jesús, que está esperándonos en la Misa, y espera que nos acerquemos confiadamente.
Muestran los dos curados de hoy una gran fe. Esa mujer “arranca” su curación de aquel mal que arrastraba tanto tiempo. Un caso imposible fue el de la hija de Jairo, jefe de la sinagoga. “Mi hija está en las últimas”, y mientras iban le dicen “no molestes al maestro, tu hija ha muerto”. Pero Jesús le dice: «No temas, solamente ten fe» (Mc 5,36). Jesús, contra toda esperanza: “no tengas miedo, basta que creas y ella vivirá”, y luego ante ella manda: “talita cumi”, levántate y anda, y cuando se alzó ante la sorpresa de todos, añade: “dadle de comer, que tiene hambre”. Jesús nos dirá muchas veces: “si tuvierais un poco de fe…”, haríais maravillas. La fe no va sola, va de la mano de la humildad. La hemorroísa cree y es humilde, se acerca por detrás a tocar el vestido de Jesús, nosotros tenemos más que un mantel, y podemos transformarnos en Jesús en la comunión, y Él puede curarnos de todas nuestras debilidades. Porque “Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad” (San Josemaría Escrivá). La Eucaristía edifica la Iglesia (así empieza la Encíclica de Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucaristia”). Crece la Iglesia en la participación del memorial de Jesús, hay una influencia causal de la Humanidad Santísima de Je´sus por la Eucaristía, que vivifica a toda persona y todos los que se salvan son por los frutos de la Misa. Ahí nos desligamos de las ataduras de espacio y tiempo y nos trasladamos a la cúspide del calvario.... “Adoro te devote latens deitas”, cantamos a ese amor que juega al escondite, que se oculta, que late bajo estas especies, pero que nos da vida pues sin Él no tiene sentido la vida, sería anodina, sin trascendencia. La presencia del amado es una necesidad de amor: estar juntos, y así buscamos la presencia de Jesús en la Eucaristía, especialmente en la comunión que es cuando se da nuestra incorporación a Cristo, que ya fuer por el bautismo pero ahora se da de un modo sumo. Ahí Jesús nos recibe, nos dice: “mira que estoy a la porta i llamo”... “el que me coma vivirá por mí”. Es un estar con Jesús, y Él con nosotros, para poder exclamar con el Apóstol: “No soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”.
El valor de la Misa es inmenso, como dice Vandeur: “una sola gota de la Preciosa Sangre contenida en el cáliz podría bastar para obtenernos gracias cuya eficacia ni siquiera podemos sospechar; bastaría para salvar millones de mundos más culpables que el nuestro, y para hacer más santos que cuantos pueda poseer el paraíso”. Y el Cura de Ars: “todas las obras buenas juntas no pueden compararse con el sacrificio de la Misa, pues son obras de hombres, mientras que la Misa es obra de Dios”. La Eucaristía tiene un valor infinito, pero nuestra participación es según las posibilidades, las disposiciones: si vamos con un gran recipiente acogeremos más gracia de Dios, según la capacidad de nuestro corazón; como decía Santo Tomás: “pues en la satisfacción se mira más el afecto del que ofrece que el valor de la oblación -fue el Señor quien dijo de la viuda que echó dos céntimos que ‘había echado más que ninguno-, aunque esta oblación sea suficiente de suyo para satisfacer por toda la pena, se satisface sólo por quienes se ofrece o por quienes la ofrecen en la medida de la devoción que tienen, y no por toda la pena”.
“Cuando participamos de la Eucaristía -dice San Cirilo de Jerusalén- experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos conforma con Cristo, como sucede en el bautismo, sin que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús”.
Así como la hemorroísa percibió instantáneamente su curación con ocasión de tocar el borde del manto de Jesús, “gracias a la fuerza que había salido de Él”; así también, los frutos de la santificación que brotan del Cuerpo de Cristo, se nos aplican por medio de acciones litúrgicas. El Espíritu Santo mantiene esa cohesión real entre celebración y dispensación del ministerio. Por esto “se pide al sacerdote que aprenda a no estorbar la presencia de Cristo en él, especialmente en aquellos momentos en los que realiza el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre y cuando, en nombre de Dios, en la Confesión sacramental auricular y secreta, perdona los pecados”, decía san Josemaría, y añadía: “Cuando yo era niño, no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente. Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor”. Antes, al pie del altar para empezar la Misa, decía el sacerdote: “introibo ad altare Dei”, i contestaban: “ad Deum qui lætificat iuventutem meam” (Ps. 42, 4). Es la juventud del amor, del que se participa en la Misa. En estos encuentros con Jesús, hay que no tener prisa para amar! Insertado en medio de la escena de la fe en la resurrección, está la presencia silenciosa de la hemorroísa: "¡Si alcanzara a tocar tan sólo su vestido!" Nosotros también podemos insistir: “Si yo alcanzase a recibir su palabra -la palabra de la Sagrada Escritura, que es la voz del Señor presente en la celebración litúrgica- con un corazón creyente, si yo fuese digno de comulgar su sagrado cuerpo sacrificado!...” Esto deberíamos pensar ahora. ¿Será menor el cuerpo que el vestido? ¡No está la salud más cerca de aquel que forma con el Señor un solo espíritu, una sola vida, un solo cuerpo, que de aquel que le toca únicamente por el exterior?
** El hilo narrativo lo configura el desplazamiento hasta la casa de Jairo, y el episodio le sirve a Marcos para profundizar en el tema de la fe en Jesús. Vemos cómo se reconoce en Jesús la soberanía y majestad. El propio Jesús le invita a tener fe en él. Es un contexto que nos mueve a pensar en nuestra fe, si es suficientemente formada a través de la oración y del estudio, de la formación y de la apertura del alma (Alberto Benito). El Maestro toma consigo únicamente a los tres discípulos que serían también los testigos de su transfiguración (9, 2) y de su agonía en Getsemaní (14, 33).
Al llegar, ve las plañideras que lloran por oficio y que para eso han sido contratadas. Esto explica que se rían después al oír a Jesús que la niña estaba dormida. La resurrección de la niña acontece por el poder de la palabra de Jesús que Marcos ha conservado en original arameo. Jesús se manifiesta como señor de la vida y de la muerte.
Todos los milagros que se refieren a resurrecciones no son más que la proclamación de que en Jesús y por Jesús la vida triunfa sobre la muerte. Si Jesús establece esa ley es para evitar que sus paisanos confundan el sentido de su mesianismo y caigan en falsos triunfalismos (Emiliana Löhr). Jesús quiere decir que para él y para el poder de Dios esta muerte no significa más que un sueño ligero. Así lo dice también hablando de Lázaro: "Nuestro amigo Lázaro está dormido, pero voy a despertarlo" (Jn 11, 11). Son los dos milagros de resurrección: La muerte para Dios no es un poder insuperable. Es delgada la pared que separa la muerte de la vida. Eso la gente no lo entiende, y se burlan neciamente de él. Las cosas tienen un aspecto muy distinto ante la mirada de Dios y ante la experiencia del hombre. Sólo si nos ejercitamos en ver con la mirada de Dios, nos formamos el verdadero concepto. Entonces la muerte también pierde su carácter horripilante.
La escena adquiere tintes de solemnidad: sólo están los tres discípulos que participan de los grandes momentos (transfiguraci6n, Getsemaní); Jesús entra en la casa transmitiendo seguridad y dominio de la situación; el evangelista conserva las palabras en arameo, dándoles, por tanto, un fuerte valor simbólico; Jesús actúa con gran sencillez (habla como si aquello no tuviera importancia: "La niña no está muerta..."; se limita a dar la mano a la niña y a decir una palabra nada retórica...), signo de su fuerza y su poder. Y todo el conjunto se convierte en afirmación de la fuerza salvadora de Jesús que libera al hombre sin ninguna barrera, y llama a la confianza en esta liberación (Josep Lligadas).
La hija de Jairo, aquella niña, que estaba muerta y Jesús le dijo: “niña, levántate y anda”, y resucitó; también nosotros resucitamos cada vez que pedimos perdón, en aquel momento cambiamos la historia, hemos arreglado lo que se había roto, cuando hacemos las paces ya es como si no hubiera pasado. Es bueno que digamos: “Ayúdame Jesús, voy a procurar rezar, y cada día una resurrección, cada día volver a empezar”.
Después del milagro de la "tempestad calmada" y el del "endemoniado liberado"... vamos hoy a oír el relato de otros dos milagros estrechamente imbricados y ligados uno a otro: asistimos a una especie de crescendo, a una progresión en la Fe de los discípulos para quienes son estos gestos... El lector es llevado por san Marcos a creer en el poder de la resurrección de Jesús:
-poder sobre los elementos de la naturaleza (la tempestad en el mar).
-poder sobre los "espíritus inmundos" del hombre pagano (¡en Gerasa!)
-poder sobre la enfermedad (la hemorragia de la mujer)...
-poder sobre la muerte (resurrección de la hijita de Jairo)...
-Una mujer que padecía flujo de sangre (HEMORROISA) desde hacía doce años... vino entre la muchedumbre por detrás, y tocó su vestido... Al punto, se secó la fuente de la sangre, y sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal...
Por de pronto, podría decir de esto que fue una curación robada: esta mujer busca esconderse, se avergüenza de su enfermedad, que por otra parte la pone en estado de "impureza legal" según la Ley judía (Lv 15,25). En tocar el vestido de Jesús, ha hecho algo prohibido, tabú. Nos cuesta hoy imaginar de qué modo Cristo ha liberado a los hombres de cantidad de miedos ancestrales, transmitidos de generación en generación por los antepasados y por las costumbres y las leyes.¡Señor, libéranos!, ¡libéranos de nuestros miedos!
-La mujer, llena de temor y temblorosa se postró a sus pies...
Sí, es esto, se siente culpable porque ha infringido una Ley del Levítico, una ley de su pueblo.
Constantemente veremos a Jesús tomar en consideración a los marginados, a los rechazados, a los "dejados de lado" por la Ley... o a los que se sienten rechazados por sus semejantes.
Gracias, Señor, por este amor que tú tienes a todos, sin excepción. ¿Cual es mi actitud?
-"¿Quién ha tocado mis vestidos?"... "Hija mía, tu Fe te ha salvado. Vete en paz y seas curada de tu mal." Jesús mismo provocó la confesión. Decididamente quiso que esta mujer que se escondía saliera del anonimato. La obliga a darse a conocer para que entre en relación personal con él. La hace pasar de la creencia mágica, algo elemental, -"si yo toco su vestido..."-, a una fe verdadera -"ella le contó toda la verdad..." La fe es una relación personal con Jesús. Entonces, Jesús "vuelve a darle", por así decir, la curación que había "robado". ¿No tengo yo también, alguna vez, la tentación de situarme delante de Dios, como ante una magia pagana: como uno que quiere aprovecharse de Dios, forzar la mano a Dios, poner la mano sobre El?
-En este momento llegaron de la casa de Jairo para anunciarle: "Tu hija ha muerto. ¿Por qué molestar ya al maestro?" La fe de Jairo, y de los discípulos que viven estos acontecimientos en directo es puesta a prueba por la incredulidad de los que les rodean: "¿Por qué molestar...?" Sí, lo que Jairo pedía, está ya fuera de lugar. Su hijita no está solo enferma sino muerta: Será necesario que la Fe dé un salto suplementario a lo desconocido.
-"¡No temas! ¡Ten solo Fe!"... La niña no ha muerto, duerme. Jesús mismo viene en ayuda de su Fe. Pero la incredulidad continúa alrededor de Jesús: "todos se burlaban de El" cuando dijo que dormía. Por otra parte, esta fórmula no puede comprenderse en toda su profundidad sino después de la resurrección de Jesús. Sí, con Cristo, la muerte ya no es totalmente muerte, es un sueño antes de un despertar (Noel Quesson).
Hoy el Evangelio nos presenta dos milagros de Jesús que nos hablan de la fe de dos personas bien distintas. Tanto Jairo —uno de los jefes de la sinagoga— como aquella mujer enferma muestran una gran fe: Jairo está seguro de que Jesús puede curar a su hija, mientras que aquella buena mujer confía en que un mínimo de contacto con la ropa de Jesús será suficiente para liberarla de una enfermedad muy grave. Y Jesús, porque son personas de fe, les concede el favor que habían ido a buscar.
La primera fue ella, aquella que pensaba que no era digna de que Jesús le dedicara tiempo, la que no se atrevía a molestar al Maestro ni a aquellos judíos tan influyentes. Sin hacer ruido, se acerca y, tocando la borla del manto de Jesús, “arranca” su curación y ella enseguida lo nota en su cuerpo. Pero Jesús, que sabe lo que ha pasado, no la quiere dejar marchar sin dirigirle unas palabras: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad» (Mc 5,34).
A Jairo, Jesús le pide una fe todavía más grande. Como ya Dios había hecho con Abraham en el Antiguo Testamento, pedirá una fe contra toda esperanza, la fe de las cosas imposibles. Le comunicaron a Jairo la terrible noticia de que su hijita acababa de morir. Nos podemos imaginar el gran dolor que le invadiría en aquel momento, y quizá la tentación de la desesperación. Y Jesús, que lo había oído, le dice: «No temas, solamente ten fe» (Mc 5,36). Y como aquellos patriarcas antiguos, creyendo contra toda esperanza, vio cómo Jesús devolvía la vida a su amada hija (Francesc Perarnau Cañellas).
Dos grandes lecciones de fe para nosotros. Desde las páginas del Evangelio, Jairo y la mujer que sufría hemorragias, juntamente con tantos otros, nos hablan de la necesidad de tener una fe inconmovible. Podemos hacer nuestra aquella bonita exclamación evangélica: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad» (Mc 9,24).
San Ambrosio (hacia 340-397) obispo de Milán, doctor de la Iglesia, en el Tratado sobre Lc (6,58-61; SC 45, pag. 249) dice: ““¡A ti te lo digo, levántate!” Antes de resucitar a un muerto, para suscitar la fe de la gente, Jesús comienza por curar a la mujer aquejada de flujo de sangre. Este flujo cesa para nuestra instrucción: cuando Jesús se acerca a la mujer, ésta ya queda curada. Lo mismo, para creer en nuestra vida eterna celebramos la resurrección temporal del Señor que siguió a su pasión...
Los criados de Jairo que le dicen “no molestes al Maestro”, no creen en la resurrección anunciada en la Ley y realizada en el evangelio. Así, Jesús lleva consigo a poco testigos de la resurrección que va a realizar: en un principio no ha sido la multitud que ha creído en la resurrección. La gente se mofaba de Jesús cuando declara: “La niña no está muerta, duerme.” Los que no creen se mofan. Que lloren, pues, a sus muertos los que creen que están muertos. Cuando se cree en la resurrección, no se ve en la muerte un final sino un descanso...
Y Jesús, tomando a la niña de la mano, la cura; luego les dice que le den de comer. Es un testimonio de la vida para que nadie se crea que es cuestión de una ilusión sino que es la realidad. ¡Feliz la niña a quien la Sabiduría toma de la mano! ¡Quiera Dios que nos tome también de la mano en nuestras acciones. ¡Que la Justicia lleve mi mano; que el Verbo de Dios la tenga, que me introduzca en su intimidad y aparta mi espíritu de todo error y me salve! ¡Que me dé de comer el pan del cielo, el Verbo de Dios. Esta Sabiduría que ha puesto sobre el altar los alimentos del cuerpo y de la sangre del Hijo de Dios ha declarado: “Venid a comer de mi pan, bebed del vino que he mezclado!” (Pr 9,5)”.
Comuniones espirituales. El Evangelio de la Misa (Mc, 5,21-43) nos relata la curación de una mujer que había gastado toda su fortuna en médicos sin éxito alguno: solamente alargó la mano y tocó el borde del manto de Jesús, y quedó curada. También nosotros necesitamos cada día el contacto con Cristo, porque es mucha nuestra debilidad y muchas nuestras debilidades. Y al recibirlo en la Comunión sacramental se realiza este encuentro con Él: un torrente de gracia nos inunda de alegría, nos da la firmeza de seguir adelante, y causa el asombro de los ángeles. La amistad creciente con Cristo nos impulsa a desear que llegue el momento de la Comunión, para unirnos íntimamente con Él. Le buscamos con la diligencia de la mujer enferma del Evangelio, con todos los medios a nuestro alcance, especialmente con el empeño por apartar todo pecado venial deliberado y toda falta consciente de amor a Dios.
El vivo deseo de comulgar, señal de fe y de amor, nos conducirá a realizar muchas comuniones espirituales. Durante el día, en medio del trabajo o de la calle, en cualquier ocupación. Prolongan los frutos de la Comunión eucarística, prepara la siguiente y nos ayuda a desagraviar al Señor. Es posible hacerlo a cualquier hora porque consiste en una acto de amor. Podemos decir: Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos. Acudamos hoy a nuestro Ángel Custodio para que nos recuerde frecuentemente la presencia cercana de Cristo en los sagrarios, y que nos consiga gracias abundantes para que cada día sean mayores nuestros deseos de recibir a Jesús, y mayor nuestro amor, de modo particular en esos minutos en los que permanece sacramentalmente en nuestro corazón.
Por nuestra parte, debemos esforzarnos en acercarnos a Cristo con la fe de aquella mujer, con su humildad, con aquellos deseos de querer sanar de los males que nos aquejan. La Comunión no es un premio a la virtud, son alimento para los débiles y necesitados; para nosotros. La Iglesia nos pide apartar la rutina, la tibieza y la Confesión frecuente, y que no comulguemos jamás con sombra alguna de pecado grave. Ante las faltas leves, el Señor nos pide el arrepentimiento y el deseo de evitarlas. Asimismo, el amor nos llevará a expresar a nuestra gratitud al Jesús después de la Comunión por haberse dignado venir a nuestro corazón. Nuestro Ángel nos ayudará a expresarle esa gratitud (Francisco Fernández Carvajal).
 
 
 

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