martes, 9 de febrero de 2010

Miércoles de la semana 4ª: el pecado es el desprecio de Dios, que Jesús experimenta en su vida al ser rechazado, y ahí nos está redimiendo, y reclama

Miércoles de la semana 4ª: el pecado es el desprecio de Dios, que Jesús experimenta en su vida al ser rechazado, y ahí nos está redimiendo, y reclama nuestro amor y conversión
 
Segundo Libro de Samuel 24,2.9-17. El rey dijo a Joab, el jefe del ejército, que estaba con él: "Recorre todas las tribus de Israel, desde Dan hasta Berseba y hagan el censo del pueblo, para que yo sepa el número de la población". Joab presentó al rey las cifras del censo de la población, y resultó que en Israel había 800.000 hombres aptos para el servicio militar, y en Judá 500.000. Pero, después de esto, David sintió remordimiento de haber hecho el recuento de la población, y dijo al Señor: "He pecado gravemente al obrar así. Dígnate ahora, Señor, borrar la falta de tu servidor, porque me he comportado como un necio". A la mañana siguiente, cuando David se levantó, la palabra del Señor había llegado al profeta Gad, el vidente de David, en estos términos: "Ve a decir a David: Así habla el Señor: Te propongo tres cosas. Elige una, y yo la llevaré a cabo". Gad se presentó a David y le llevó la noticia, diciendo: "¿Qué prefieres: soportar tres años de hambre en tu país, o huir tres meses ante la persecución de tu enemigo, o que haya tres días de peste en tu territorio? Piensa y mira bien ahora lo que debo responder al que me envió". David dijo a Gad: "¡Estoy en un grave aprieto! Caigamos más bien en manos del Señor, porque es muy grande su misericordia, antes que caer en manos de los hombres". Entonces el Señor envió la peste a Israel, desde esa mañana hasta el tiempo señalado, y murieron setenta mil hombres del pueblo, desde Dan hasta Berseba. El Angel extendió la mano hacia Jerusalén para exterminarla, pero el Señor se arrepintió del mal que le infligía y dijo al Angel que exterminaba al pueblo: "¡Basta ya! ¡Retira tu mano!". El Angel del Señor estaba junto a la era de Arauná, el jebuseo. Y al ver al Angel que castigaba al pueblo, David dijo al Señor: "¡Yo soy el que he pecado! ¡Soy yo el culpable! Pero estos, las ovejas, ¿qué han hecho? ¡Descarga tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre!".
 
Salmo 32,1-2.5-7. De David. Poema. ¡Feliz el que ha sido absuelto de su pecado y liberado de su falta!
¡Feliz el hombre a quien el Señor no le tiene en cuenta las culpas, y en cuyo espíritu no hay doblez!
Pero yo reconocí mi pecado, no te escondí mi culpa, pensando: "Confesaré mis faltas al Señor". ¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!
Por eso, que todos tus fieles te supliquen en el momento de la angustia; y cuando irrumpan las aguas caudalosas no llegarán hasta ellos.
Tú eres mi refugio, tú me libras de los peligros y me colmas con la alegría de la salvación.
 
Evangelio según San Marcos 6,1-6. Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa". Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
 
Comentario: 1. 2S 24,2.9-17. Ahora nos cuesta entender por qué se considera una falta grave el realizar el censo de una nación: nos parece una medida sencillamente acertada de política social, porque estamos acostumbrados a estadísticas y censos. Pero el libro lo interpreta como pecado y lo señala como culpable de una epidemia de peste que asoló al pueblo de Israel. El mismo David, nada más terminar el censo, tiene que reconocer: «He cometido un grave error». Seguramente porque la medida se podía interpretar como un signo de orgullo, de independencia con respecto a Dios, que es el verdadero Rey, o como excesiva confianza en los medios humanos.
Ya el profeta Samuel, cuando en principio se oponía a nombrar un rey, anunciaba que la monarquía mal entendida iba a ser como una negación práctica de Dios. Además. existía el peligro de absolutización y tiranía por parte del rey, interpretación que también cabe en esta condena del censo de David: jactándose del número de sus guerreros y sus medios humanos, puede caer en el despotismo y el orgullo.
-Haz el censo del pueblo para que yo sepa la cifra de la población. Hacia el final de su reinado, el rey David se enorgullece ante la obra de unificación que acaba de realizar. El que había partido de cero está en la cumbre de su gloria: quiere saber el número de sus súbditos... se considera como un rey ordinario y cree poder contar con sus fuerzas humanas. Ese censo es considerado como un pecado, porque manifiesta que David no se apoya ya en Dios. Señor, también nosotros sentimos a menudo esa necesidad de seguridad. Quisiéramos poder contar con nuestros medios humanos. Es muy natural. Y sin embargo sabemos muy bien que Jesús nos ha lanzado a una aventura. «El que salve su vida, la perderá, y el que pierda su vida, la ganará.» «El hijo del hombre no tiene donde reposar su cabeza.» «Si alguien quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo.» Todas esas fórmulas son invitaciones a cortar las amarras y partir con una total confianza... ¡sin cálculo alguno!, ¡sin hacer el censo!
-«He cometido un gran pecado.» Efectivamente: "hizo cuentas", «calculó». Una vez más la grandeza de David se manifiesta en el hecho de saber reconocer sus faltas. Pecador, como todos los hombres, pero lúcido y leal. Concédenos, Señor, esa delicadeza de conciencia para que sepamos confesar enseguida nuestros errores. ¿Qué aspecto de la virtud de la penitencia es más habitual en mi vida: la virtud de la veracidad... de la transparencia ante Dios?
-El profeta Gad propuso entonces a David, en expiación, que eligiera entre tres castigos. Nos concentramos ante una mentalidad bastante primitiva. La expiación compensa el pecado, restablece la balanza. Lo notable es el motivo que da David de su elección. "Estoy en grande angustia. Pero caigamos a manos del Señor, mejor que a manos de los hombres, porque es grande la misericordia del Señor".
-Yo fui quien pequé... Pero éstos ¿qué mal han hecho? David implora al Señor para que el castigo recaiga sobre él y quede salvo el pueblo. Aquí encontramos ya, una de las argumentaciones de san Pablo en la Epístola a los Romanos: la solidaridad... la falta de uno es causa de la desgracia de todos... Pero la oración o la obediencia de uno basta para detener la plaga. A través de este episodio, contemplo, por adelantado, a Jesús que tomó nuestro lugar. ¡Cordero de Dios, que cargó sobre él el pecado del mundo! Mis pecados... ¿Tengo tendencia a "salir adelante" evitando las solidaridades que me llevarían demasiado lejos? o bien, con Cristo, ¿acepto toda mi parte de solidaridad? ¿Me aparto, quizá, de los males que afligen a mis hermanos, buscando, ante todo, mi seguridad? o bien, ¿acepto compartir los riesgos?
-David compró la era de Arauná el jebuseo y levantó allí un altar para el sacrificio. Así termina el Libro de Samuel y la historia de David. Dios ha perdonado. David es agradecido. Compra el terreno donde se levantará pronto el Templo de Jerusalén: una era para la trilla del trigo... (Noel Quesson).
La dramática y aleccionadora historia de la sucesión de David no se acaba con el capítulo 20 de 2 Sm, sino que continúa con 1 Re 1-2, pero al final de 2 Sm, interrumpiendo el hilo de la narración, han sido intercalados como en una especie de apéndice seis documentos o relatos heterogéneos, relativos al reinado de David. Uno de ellos es el del censo de la población, que hoy leemos. El lector moderno, acostumbrado al uso de las estadísticas y de las encuestas, tanto en el campo civil como en el religioso, no acaba de ver que este censo pueda constituir un pecado y que sea castigado tan duramente. Tanto más que, si hay que interpretar al pie de la letra 24,1 («volvió a encolerizarse Yahvé contra Israel, impulsando a David a que hiciera el censo de Israel y de Judá»), parece que la iniciativa partía del mismo Dios. Ya sabemos que es usual en los autores bíblicos atribuir a Dios como causa primera muchas cosas que ocurren, que Dios no sólo no ha hecho directamente, sino que las reprueba o prohíbe positivamente y hasta, como en este caso, las castiga. En todos esos casos hay que entender que, tal vez como castigo por los pecados de un hombre o de todo el pueblo, permite Dios que haga algo que será en daño suyo. En este caso, emprender el censo implicaba una actitud de orgullo ante Dios, que era el único que llevaba el registro de cuantos habían de nacer o de morir. Al menos ésta es la motivación que se busca para la peste que va a afligir al pueblo. La versión paralela, posterior, que leemos en 1 Cr 21,1-5, simplifica las cosas al reemplazar la sugestión divina por la de Satanás.
Otra dificultad: ¿cómo puede Dios hacer pagar al pueblo un pecado del rey? En todo el AT hay un gran sentido de solidaridad colectiva, de todos los miembros del pueblo escogido entre sí y entre ellos y su jefe. El pueblo se beneficia de la plegaria y de los sacrificios ofrecidos por el rey y sufre las consecuencias de sus pecados. Y, a la inversa, el pueblo ora por el rey, y la infidelidad colectiva arrastrará la caída del reino. Si esto se nos hace difícil de entender es porque, aunque hoy pretende todo el mundo ser socialista, religiosamente son individualistas en extremo. Recordemos el tema de Jesucristo, nuevo Adán: si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán por obra de uno solo (Rom 5).
Los resultados del censo (v 9) son evidentemente hinchados y aún lo son más en 1 Cr 21. Quizá el objetivo de tal censo no radicaba en conocer el número de los súbditos, sino en un puro afán triunfalista. No es ésa la intención que han de tener las estadísticas eclesiales. El buen pastor no cuenta vanidosamente las noventa y nueve ovejas que tiene en el aprisco, sino, y angustiadamente, la que falta en él. Y sale a buscarla (H. Raguer).
Así como por el delito de un solo hombre, Adán, la condenación alcanzó a todos los hombres, así también la fidelidad de uno solo, Jesucristo, lo convirtió a Él en fuente de salvación y de vida para todos los hombres. David, ante la falta cometida, dirá: Yo fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas ¿qué han hecho? El problema de quien ha sido puesto al frente de su pueblo es que Dios lo ha constituido en cabeza de la comunidad; por eso no se puede considerar en su actuar al margen del pueblo que le ha sido confiado. David, escogido por Dios para gobernar al Pueblo de Israel, debería siempre confiar en Dios y no en la fuerza de los hombres. Al hacer el censo está manifestando que quiere estar seguro de poder enfrentar alguna contingencia, algún ataque que pudieran tramar sus enemigos en contra de su pueblo. Muchos pastores en la Iglesia pueden caer en la misma tentación: pensar que podrán llevar adelante la tarea de Evangelización, de santificación de su pueblo en la medida en que tengan los recursos humanos, la planeación necesaria para dedicarse a trabajar, y el censo de las “fuerzas vivas de la Iglesia”. No está mal avenirse con todos estos recursos; pero hemos de saber que, finalmente, el Evangelio que santifica y que salva no tiene su fuerza en nosotros ni en lo que planeemos, sino en Dios ante quien hemos de tener la confianza y la apertura suficiente para escucharle y dejarnos, confiadamente, guiar por Él.
2. Sal 31. Juan Pablo II comentaba: “"Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado". Esta bienaventuranza, con la que comienza el salmo 31, nos hace comprender inmediatamente por qué la tradición cristiana lo incluyó en la serie de los siete salmos penitenciales. Después de la doble bienaventuranza inicial (cf. vv. 1-2), no encontramos una reflexión genérica sobre el pecado y el perdón, sino el testimonio personal de un convertido. La composición del Salmo es, más bien, compleja: después del testimonio personal (cf. vv. 3-5) vienen dos versículos que hablan de peligro, de oración y de salvación (cf. vv. 6-7)…
El pecador, que ya no puede resistir, ha decidido confesar su culpa con una declaración valiente, que parece anticipar la del hijo pródigo de la parábola de Jesús (cf. Lc 15,18). En efecto, ha dicho, con sinceridad de corazón: "Confesaré al Señor mi culpa". Son pocas palabras, pero que brotan de la conciencia; Dios responde a ellas inmediatamente con un perdón generoso (cf. Sal 31,5).
El profeta Jeremías refería esta llamada de Dios: "Vuelve, Israel apóstata, dice el Señor; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso, dice el Señor. No guardo rencor para siempre. Tan sólo reconoce tu culpa, pues has sido infiel al Señor tu Dios" (Jr 3,12-13).
De este modo, delante de "todo fiel" arrepentido y perdonado se abre un horizonte de seguridad, de confianza y de paz, a pesar de las pruebas de la vida (cf. Sal 31,6-7). Puede volver el tiempo de la angustia, pero la crecida de las aguas caudalosas del miedo no prevalecerá, porque el Señor llevará a su fiel a un lugar seguro: "Tú eres mi refugio: me libras del peligro, me rodeas de cantos de liberación" (v. 7).
En ese momento, toma la palabra el Señor y promete guiar al pecador ya convertido. En efecto, no basta haber sido purificados; es preciso, luego, avanzar por el camino recto. Por eso, como en el libro de Isaías (cf. Is 30,21), el Señor promete: "Te enseñaré el camino que has de seguir" (Sal 31,8) e invita a la docilidad…
San Pablo, en la carta a los Romanos, se refiere explícitamente al inicio de este salmo para celebrar la gracia liberadora de Cristo (cf. Rm 4,6-8). Podríamos aplicarlo al sacramento de la reconciliación. En él, a la luz del Salmo, se experimenta la conciencia del pecado, a menudo ofuscada en nuestros días, y a la vez la alegría del perdón. En vez del binomio "delito-castigo" tenemos el binomio "delito-perdón", porque el Señor es un Dios "que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado" (Ex 34,7).
San Cirilo de Jerusalén (siglo IV) utilizó el salmo 31 para enseñar a los catecúmenos la profunda renovación del bautismo, purificación radical de todo pecado (Procatequesis n. 15). También él ensalzó, a través de las palabras del salmista, la misericordia divina. Con sus palabras concluimos nuestra catequesis: "Dios es misericordioso y no escatima su perdón. (...) El cúmulo de tus pecados no superará la grandeza de la misericordia de Dios; la gravedad de tus heridas no superará la habilidad del supremo Médico, con tal de que te abandones a él con confianza. Manifiesta al Médico tu enfermedad, y háblale con las palabras que dijo David: "Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado". Así obtendrás que se hagan realidad estas otras palabras: "Tú has perdonado la maldad de mi corazón"" (Le catechesi, Roma 1993, pp. 52-53)”.
David se da cuenta y pide perdón a Dios, como expresa muy bien el salmo. Además, asume toda la culpa y pide a Dios que le castigue a él, y no al pueblo.
En nuestra vida podemos caer en el pecado de la autosuficiencia, del orgullo, de la confianza excesiva en los medios humanos, económicos, estructurales, organizativos, ideológicos. Si los reyes de Israel tenían que considerarse como representantes de Dios y poner en él su confianza, mucho más nosotros, aunque pongamos en marcha todos los medios humanos, no debemos descartar de nuestra vida a Dios, quedándonos en los recursos políticos y técnicos. Ya nos dijo Cristo: «Sin mí no podéis hacer nada». Muchos de nuestros desengaños y frustraciones nos vienen porque ponemos nuestra confianza en los medios humanos, que luego nos fallan estrepitosamente. Una sana desacralización es buena. Los problemas técnicos y políticos tienen soluciones técnicas. Un censo bien hecho ahora no lo interpretamos como desconfianza en Dios. Ni tampoco el poner los medios mejores para la tarea de la evangelización. Pero sí puede haber una desacralización que no es sana, cuando se copian, no tanto las técnicas, sino los criterios y la mentalidad de autosuficiencia.
Una copia de los criterios humanos sería no contar con el Espíritu de Dios para la misión de la comunidad eclesial, sino con nuestros propios dones y técnicas. Jesús nos enseñó a ir por el mundo sin demasiados cálculos, sin demasiadas túnicas ni dineros de repuesto. Él, que no tenía dónde reclinar la cabeza. No son las fuerzas humanas las que dan eficacia a nuestro trabajo. Sino Dios (J. Aldazábal). Dios, nuestro Dios y Padre, siempre espera nuestro retorno cuando nos alejamos para malgastarlo todo hasta quedarnos vergonzosamente desnudos ante Él. A pesar de nuestras grandes miserias, cuando con humildad reconocemos nuestros pecados y volvemos a Él para pedirle perdón, Él no sólo nos perdona, sino que nos reviste de su propio Hijo y nos invita a continuar viviendo en su presencia de un modo digno. Por eso, quienes hemos sido objeto de la misericordia divina, alegrémonos en el Señor y vivamos fieles a su amor. Sólo a partir de haber experimentado el amor misericordioso de Dios, no únicamente glorificaremos su Nombre, sino que podremos ir a los demás como un signo del Evangelio que nos salva, pues llegaremos a ellos contándoles lo misericordioso que ha sido Dios para con nosotros. Así podremos también ayudarles a encontrarse con nuestro Dios y Padre, rico en misericordia para con todos los que lo invocan con amor y con lealtad.
3.- Mc 6,1-6. A partir de aquí, y durante tres capítulos, Marcos nos va a ir presentando cómo reaccionan ante la persona de Jesús sus propios discípulos. Antes habían sido los fariseos y luego el pueblo en general: ahora, los más allegados. De nuevo se ve que Jesús no tiene demasiado éxito entre sus familiares y vecinos de Nazaret. Sí, admiran sus palabras y no dejan de hablar de sus curaciones milagrosas. Pero no aciertan a dar el salto: si es el carpintero, «el hijo de María» y aquí tiene a sus hermanos, ¿cómo se puede explicar lo que hace y lo que dice? «Y desconfiaban de él». No llegaron a dar el paso a la fe: «Jesús se extrañó de su falta de fe». Tal vez si hubiera aparecido como un Mesías más guerrero y político le hubieran aceptado. Se cumple una vez más lo de que «vino a los suyos y los suyos no le recibieron», o como lo expresa Jesús: «nadie es profeta en su tierra». El anciano Simeón lo había dicho a sus padres: que Jesús iba a ser piedra de escándalo y señal de contradicción. Lo de llamar «hermanos» a Santiago, José, Judas y Simón, nos dicen los expertos que en las lenguas semitas puede significar otros grados de parentesco, por ejemplo primos. De dos de ellos nos dirá más adelante Marcos (15,40) quién era su madre, que también se llamaba María.
Equivalentemente, nosotros somos ahora «los de su casa», los más cercanos al Señor, los que celebramos incluso diariamente su Eucaristía y escuchamos su Palabra. ¿Puede hacer «milagros» porque en verdad creemos en él, o se puede extrañar de nuestra falta de fe y no hacer ninguno? ¿no es verdad que algunas veces otras personas más alejadas de la fe nos podrían ganar en generosidad y en entrega? La excesiva familiaridad y la rutina son enemigas del aprecio y del amor. Nos impiden reconocer la voz de Dios en los mil pequeños signos cotidianos de su presencia: en los acontecimientos, en la naturaleza, en los ejemplos de las personas que viven con nosotros, a veces muy sencillas e insignificantes según el mundo, pero ricas en dones espirituales y verdaderos «profetas» de Dios. Tal vez podemos defendernos de tales testimonios como los vecinos de Nazaret, con un simple: «¿pero no es éste el carpintero?», y seguir tranquilamente nuestro camino. ¿Cómo podía hablar Dios a los de Nazaret por medio de un obrero humilde, sin cultura, a quien además conocen desde hace años? ¿cómo puede el «hijo de María» ser el Mesías? Cualquier explicación resulta válida («no está en sus cabales», «está en connivencia con el diablo», «es un fanático»), menos aceptarle a él y su mensaje, porque resulta exigente e incómodo, o sencillamente no entra dentro de su mentalidad. Si le reconocen como el enviado de Dios, tendrán que aceptar también lo que está predicando sobre el Reino, lleno de novedad y compromiso. Es algo parecido a lo que sucede en los que no acaban de aceptar la figura de la Virgen María tal como aparece en las páginas del evangelio, sencilla, mujer de pueblo, sin milagros, experta en dolor, presente en los momentos más críticos y no en los gloriosos y espectaculares. Prefieren milagros y apariciones: mientras que Dios nos habla a través de las cosas de cada día y de las personas más humildes. La figura evangélica de María es la más recia y la más cercana a nuestra vida, si la sabemos leer bien. Cuando somos invitados a celebrar la Eucaristía y participar de la vida de Cristo en la comunión, también hacemos un ejercicio de humildad, al reconocerle presente en esos dos elementos tan sencillos y humanos, el pan y el vino. Pero tenemos su palabra de que en esos frutos de nuestra tierra, los mismos que honran nuestra mesa familiar, nos está dando, desde su existencia de Resucitado, nada menos que su propia vida (J. Aldazábal).
Rechazado… "Vino a su casa y los suyos no le recibieron". Treinta años viviendo en Nazaret, treinta años viviendo en un pueblo apartado de las grandes vías de comunicación, treinta años conviviendo con personas ordinarias, treinta años viviendo como ellos, con ellos, tan corriente como ellos. ¡Treinta años manteniéndose tan semejante a aquella gente que no se notaba diferencia alguna entre él y Santiago, José, Judas o Simón! Treinta años juntos y, a la hora de manifestarse, harán caer sobre él el juicio que, cierto viernes, encontrará un eco dramático. Imposible: Dios no puede estar tan cerca de nosotros. Decididamente, Dios tenía mala suerte. En otro tiempo, cuando en el monte se rodeaba de rayos y truenos, se encontraba Dios demasiado distante. Entonces el pueblo "no tenía fe en su Dios" (Sal 77). Y hoy vuelve a las antiguas tradiciones para decir que eso es una cosa imposible: "Cuando venga el Mesías, ¡nadie podrá decir dónde está!". ¡Estad sobre aviso! Deliberadamente eligió Dios no ser recibido. Está claro que, al perseguir el designio de hacer que venga su Reino a los hombres y adoptar para ello la conducta que le vemos adoptar, Dios jamás pensó hacer sentir el peso de su coacción a una humanidad hundida muy a su pesar. Dios siempre querrá depender de una respuesta dada en libertad. El riesgo que Dios quiso correr en su revelación es proporcional a lo que él estimaba como lo más valioso del hombre: la libre decisión de un corazón que se abandona confiadamente. Sin duda que habrá "Nazaret" enteros que seguirán obstinándose en su rechazo.
Entonces Jesús se aleja extrañado. Lacerante extrañeza de la que nos habla Marcos; extrañeza de un amor ofrecido sin deseo alguno de herir ni de ser gravoso; un amor ofrecido para alegrar y para liberar, sufriendo por no ser recibido. Jesús se aleja; pero lo hace pare recorrer otras aldeas. Y es que el Amor no logra resignarse ante el rechazo (com., Sal terrae).
Los judíos dan a Jesús el nombre de "hijo de María" (v.3), lo que es un juego de palabras que deja suponer un nacimiento ilegítimo, o virginal para la fe. Mateo, que se preocupó precisamente de justificar la paternidad "davídica" de José, ha retocado el texto de Marcos para quitarle el carácter ofensivo (Mt 13-55). Aunque se admitiesen las relaciones entre los prometidos, los comentarios sobre un nacimiento prematuro corrían por Nazaret. María tuvo que sufrir burlas de éstas (cf. el sentido que hay que dar tal vez a Lc 2, 35) y muchas veces evitó entrar en Nazaret, o se ausentó durante largo tiempo, precisamente en la época de su embarazo (Lc 1, 56; Mt 2, 21-22). Ser madre del Mesías no es un privilegio: María aprende a llevar el oprobio como Jesús aprendió a llevar la cruz.
c) Marcos añade al proverbio citado por Cristo (v. 4) para explicar la incomprensión que le rodea, una alusión concreta a la falta de fe de "su parentela" (cf. Jn 4, 44). La fe no se adquiere por atavismo o por herencia. La oposición latente de los evangelistas y especialmente de Marcos a la familia de Jesús (Mc 3, 20-35; Lc 11, 27-28) puede explicarse partiendo de las tensiones que se daban en la comunidad primitiva entre partidarios de un concepto dinástico de la sucesión según la carne": Santiago, hermano, del Señor) y partidarios de un concepto carismático (sucesión "según el Espíritu": los apóstoles).
Siempre que critica a la familia de Cristo, Marcos hace alusión, inmediatamente después, a la misión de los Doce (aquí: Mc 6, 7-13 y también Mc 3, 13-19) como para contraponer mejor los dos medios y los dos conceptos del Reino (Maertens-Frisque).
-Jesús volvió a "su patria", siguiéndole los discípulos. Llegado el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. He aquí pues a Jesús de nuevo en Nazaret. La costumbre quería que se invitase a un hombre a leer y comentar la Escritura. El jefe de la sinagoga confía este papel a Jesús, el antiguo carpintero del pueblo. Marcos no nos dice cual fue el tema de la homilía que hizo Jesús este día, pero señala solamente el asombro y la incredulidad de los oyentes.
-El numeroso auditorio se maravillaba diciendo: "¿De dónde le vienen a este tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada, y cómo se hacen por su mano tales milagros? ¿No es acaso el carpintero? ¿El hijo de María y el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?" Y se escandalizaban de El. Marcos da la lista de los primos y primas de Jesús. A la moda oriental, les llama "hermanos" y "hermanas". Jesús vuelve a encontrarse pues en su medio ambiente y en su familia. Como Marcos ya nos ha hecho notar (Mc 3, 20-25), Jesús es mal visto por ellos. Pero, más netamente que entonces, tiene una nueva familia: sus discípulos, los que escuchan la Palabra de Dios, los que tienen fe en El.
-Jesús les decía "Ningún profeta es tenido en poco, sino en su patria y entre sus parientes y en su familia." Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de que a algunos enfermos les impuso las manos y los curó. Esta imposibilidad de hacer milagros, no viene de que no tenga ya poder para ello... sino que se relaciona con la falta de Fe. El milagro supone la Fe. Pero no se trata de una condición, como si la confianza del enfermo condicionara el éxito de su curación. De hecho, es que el milagro ya no tendría ninguna significación: La fe es necesaria para comprenderlo, para recibirlo.
-Y se admiraba de la "incredulidad" de aquellas gentes. He aquí a Jesús frente al problema de la incredulidad. Tenemos a veces la impresión de que es un fenómeno moderno: ahora bien, Jesús se encontró confrontado también a la incredulidad. Tenemos a veces la impresión de que la incredulidad proviene de una falta de la Iglesia -"ya no se enseña religión... ya no se hace catequesis"- ahora bien cuando Jesús en persona enseñaba, y en su propio pueblo, no lograba hacerse comprender, ¡Qué misterio! Con toda la calidad de su palabra, se encontraba delante de gentes que no tenían Fe. ¡Cuántos padres hoy se encuentran ante el mismo fenómeno, por parte de su propios hijos! Pues bien, recordemos que el mismo Jesús ha tenido incrédulos en su propia familia! Señor, quiero hacer mi oración a partir de aquí.
-Se admiraba... Sí, Jesús está sorprendido, extrañado de esta incredulidad. Fue ya su reacción, en el lago, con sus discípulos, durante la tempestad: "¿por qué tenéis tanto miedo?, ¿todavía no tenéis fe?" Tu "admiración", tu extrañeza, Señor, me hacen bien: me manifiestan al menos que tú estás seguro, Señor, de lo que enseñas, de lo que Tú eres... Estimo esta seguridad, esta "sabiduría que te ha sido dada", como decían tus compatriotas de Nazaret. Pero, Señor, te lo ruego humildemente, comprende nuestras incredulidades, nuestras dificultades para creer: ¡va muy lejos la Fe! Llega hasta tener que reconocer que tú tienes el poder de resucitar a los muertos. Y es natural que digamos a veces también "por qué molestar aún al maestro, por la niña muerta. Gracias, Señor. Es difícil... pero quiero creer en Ti (Noel Quesson).
En Nazaret todos conocen a Jesús. Le conocen por su oficio y por la familia a la que pertenece, como a todo el mundo: es el artesano, el hijo de María. También le llaman el hijo del artesano: el Señor siguió el oficio de quien hizo de padre suyo aquí en la tierra. Los habitantes de Nazaret sólo ven en el Señor lo que habían observado durante 30 años: la normalidad más completa, y les cuesta descubrir al Mesías detrás de esa “normalidad” (Mc 6,1-6). La Virgen también tuvo la misma ocupación de cualquier ama de casa de su tiempo. Los trabajos que se realizaban en el pequeño taller eran los propios del oficio, en que se hacía un poco de todo en servicio de los demás: ¡Nada de cruces de madera como presentan unos grabados piadosos! Tampoco importaban del cielo las maderas, sino de los bosques vecinos. La vida de Jesús en Nazaret, nos ayuda a examinar si nuestra vida corriente, llena de trabajo y de normalidad, es camino de santidad, como lo fue la de la Sagrada Familia.
Jesús hizo su trabajo en Nazaret con perfección humana, acabándolo en sus detalles, con competencia profesional. Por eso, ahora, cuando vuelve a su ciudad, es conocido como el artesano, su oficio. Nuestro examen personal ante el Señor, versará frecuentemente sobre esas tareas que nos ocupan: hemos de realizar el trabajo a conciencia, haciendo rendir el tiempo; sin dejarnos dominar por la pereza; mantener la ilusión por mejorar cada día nuestra competencia profesional; cuidar los detalles; abrazar con amor la Cruz, la fatiga de cada día. El trabajo, cualquier trabajo noble hecho a conciencia, nos hace partícipes de la Creación y corredentores con Cristo. Los años de Nazaret son el libro abierto donde aprendemos a santificar lo de cada día, donde podemos ejercitar las virtudes sobrenaturales y las humanas (Pablo VI, Discurso a la Asociación de Juristas católicos).
El cristiano, al ser otro Cristo por el Bautismo, ha de convertir sus quehaceres humanos rectos en tarea de corredención. Nuestro trabajo, unido al de Jesús, aunque según el juicio de los hombres sea pequeño y parezca de poca importancia, adquiere un valor inconmensurable. El mismo cansancio, consecuencia del pecado original, adquiere un nuevo sentido. San José enseñó su oficio a Jesús. Acudamos hoy al Santo Patriarca para pedirle que nos enseñe a trabajar bien y a amar nuestro quehacer. Si amamos nuestro trabajo, lo realizaremos bien, y podremos convertirlo en tarea redentora, al ofrecerlo a Dios (Francisco Fernández Carvajal).
San Agustín (354-430) obispo de Hipona (África del Norte) doctor de la Iglesia, ante la pregunta ¿"No es este el hijo del carpintero? Dice: “Si el orgullo nos ha hecho salir, que la humildad nos haga entrar... Como el médico, después de haber establecido un diagnóstico, trata el mal en su causa, tú, cura la raíz del mal, cura el orgullo; entonces ya no habrá mal alguno en ti. Para curar tu orgullo, el Hijo de Dios se ha abajado, se ha hecho humilde. ¿Porqué enorgullecerte? Para ti, Dios se ha hecho humilde. Talvez te avergonzarías imitando la humildad de un hombre; imita por lo menos la humildad de Dios. El Hijo de Dios se humilló haciéndose hombre. Se te pide que seas humilde, no que te hagas animal. Dios se ha hecho hombre. Tú, hombre, conoce que eres hombre. Toda tu humildad consiste en conocer quien eres.
Escucha a Dios que te enseña la humildad: “Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado.” (Jn 6, 38) He venido, humilde, a enseñar la humildad, como maestro de humildad. Aquel que viene a mí se hace uno conmigo; se hace humilde. El que se adhiere a mí será humilde. No hará su voluntad sino la de Dios. Y no será echado fuera (Jn 6,37) como cuando era orgulloso”.
¿Qué significa Jesús en nuestra vida? ¿Hemos respondido suficientemente a aquel requerimiento del Señor: Para ustedes quién soy yo? Porque podría suceder que sólo buscáramos a Jesús como a un taumaturgo, o como a un resuélvelo todo cuando tenemos algún problema. Para los paisanos de Jesús, Él no pasó de ser el hijo del carpintero y el hermano de los parientes que vivían en su tierra. Cuando uno bloquea así la fe en Jesús para no obligarse totalmente con su Evangelio, tal vez le busquemos cuando haya necesidad de hacerlo porque se nos complicó la vida, pero jamás lo buscaremos para comprometernos con Él, para entrar en comunión de Vida con Él y para convertirnos en testigos suyos no sólo mediante nuestras palabras, sino mediante una vida recta en todos los aspectos. Por eso tratemos de dar respuesta a esta pregunta: ¿Qué me lleva a encontrarme con Cristo?
Tal vez muchas veces hemos puesto nuestra confianza en las cosas pasajeras o en nuestras propias fuerzas para darle sentido a nuestra vida, para superar aquellas esclavitudes al mal que nos oprimen. Pero, al final, hemos quedado tirados en el mismo lugar. Cuando nos presentamos ante el Señor de todo con un corazón humilde y le pedimos que nos perdone y que sea misericordioso con nosotros Él nos perdona y nos vuelve a recibir como a hijos suyos. Este momento realiza precisamente este encuentro entre Dios y nosotros; y es la manifestación del amor que Él nos ha tenido siempre, a pesar de nuestras traiciones a su amor. Dejémonos amar por Dios y dejemos que Él haga su morada definitiva en nosotros para poder, en adelante, caminar como hijos suyos.
Sin embargo este compromiso, que ha de ser vivido hasta sus últimas consecuencias, no quedará exento de múltiples tentaciones que quisieran que diésemos marcha atrás en él. No sólo nos podrán asaltar las dudas, no sólo estará al acecho el desánimo; también las personas que nos conocen, nuestros familiares y amigos querrán que dejemos este camino que, con la gracia de Dios, hemos iniciado. No faltará quien, conociendo nuestro pasado, tal vez un poco, o un demasiado oscuro, se burle de nosotros, nos critique y trate de desanimar a los demás para que no vayan al Señor por medio nuestro. Sin embargo no actuamos a nombre propio; es Cristo quien, amándonos, nos eligió y nos envió para que, en su Nombre, llevemos a cabo su obra de salvación en el mundo. Por eso debemos afianzarnos, cimentarnos fuertemente en Cristo, de tal forma que aunque las grandes aguas choquen en contra nuestra, jamás puedan derrumbar nuestra fe en el Señor. Dios nos quiere testigos suyos ante gobernadores y reyes, ante ricos y pobres, ante familiares, amigos y desconocidos, ante justos y pecadores, puesto que hasta los mismos ángeles nos contemplan. Por eso jamás demos marcha atrás en la fidelidad a la Misión que el Señor nos ha confiado, sabiendo que nuestra recompensa no es la aprobación ni el aplauso humanos, sino sólo Dios que nos ama y nos encamina hacia su Gloria eterna.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivirle fieles en todo aquello que nos ha confiado. Sólo así podremos algún día alegrarnos eternamente en el Señor, ahí donde ya no habrán persecuciones, ni dolor, ni muerte, sino gozo y paz en Aquel que siempre nos ha amado. Amén (www.homiliacatolica.com).
 

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