sábado, 13 de febrero de 2010

Domingo 6º, ciclo C: ante la vida se abren dos caminos: el mal, que conduce al fracaso y a la destrucción de uno mismo, y el de amor y renuncia que ll

Domingo 6º, ciclo C: ante la vida se abren dos caminos: el mal, que conduce al fracaso y a la destrucción de uno mismo, y el de amor y renuncia que lleva a la felicidad y a Dios, y está hecho vida en Jesús y sus bienaventuranzas.
 
Lectura del libro de Jeremías 17,5-8. Así dice el Señor: «Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.»
 
Salmo responsorial Sal 1,1-2.3.4 y 6. R. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche.
Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin.
No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal.
 
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15,12.16-20. Hermanos: Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no a resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.
 
Lectura del santo evangelio según san Lucas 6, 17. 20-26. En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: - «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacian vuestros padres con los falsos profetas.»
 
Comentario: 1. Jr 17,5-8. De forma similar y sencilla como en el Sal 1 (que es posterior), se hace aquí una contraposición entre los "dos caminos", el que siguen los justos y el de los impíos. Estos son unos necios que ponen su confianza sólo en los hombres y en la debilidad de la carne. Sobre ellos recae la maldición de Dios, su vida es como la de un cardo en el desierto y en la tierra salobre. Y bendice a los que ponen en él toda su confianza: son como árbol plantado junto al arroyo, que da fruto incluso en los años de sequía. En el salmo se compara la vida del impío a la paja que se la lleva el viento. Jeremías recoge la primera máxima sapiencial del c. 17 sobre la retribución con la que el Señor premia a los justos. Podemos ver aquí el peculiar concepto de verdad que tiene la Biblia y que difiere notablemente de la verdad abstracta o la que se dice sobre las cosas. Dios no es la verdad de una frase o una teoría verdadera, sino la verdad misma que existe. Nadie puede vivir de una frase, nadie puede fundar su vida en una verdad abstracta, tampoco puede amarla, ni tiene que morir por ella. En cambio uno puede apoyar su vida en un verdadero amigo, puede amarlo y hasta morir por él. Pero sobre todo puede fundarse en el Dios vivo, en el que no nos falla. Porque Dios es como un río para las raíces de un árbol, o como la roca para los fundamentos de una casa. Adherirse a Dios, a la verdad viva, es creer en él, confiar en él, amarlo sobre todas las cosas. Algo muy distinto a un conocimiento teórico (“Eucaristía 1983”).
-La perfecta contraposición entre los vs. 5-6 y 7-8 (maldición/bendición; cardo estepario/árbol plantado junto al agua; muerte/vida) da unión a esta sección y de ella se sirve el autor para exponernos su pensamiento. Antítesis que nos recuerda las contraposiciones, tan frecuentes en Prov. 10-15, entre sensato e insensato, honrado y malvado, etc. Son pensamientos que pertenecen al acervo de la humanidad, y que expresa aquí el profeta con caracteres de poeta… para poner la confianza en el Señor.
Este pasaje agrupa dos textos diferentes que, por otro lado, no son, probablemente, de manos de Jeremías, sino que pertenecen más bien a la literatura sapiencial. El primero (vv. 5-8) es un salmo que, probablemente, inspiró el Sal 1; el segundo (vv. 9-11) engloba dos proverbios, de los que solo el primero figura en la liturgia de este día. El salmo contrapone el justo al impío en una serie de comparaciones muy sugestivas, como la del árbol. El proverbio, por su parte, insiste sobre la profundidad insospechada del corazón humano, al que solo Dios puede conocer.
El mito antiguo del árbol de la vida (Gén 2, 9) es la base del tema del árbol y de sus frutos. Pero la tradición judía ha depurado este mito pagano haciendo depender la posesión de los frutos del árbol de la actitud moral (Gén 3, 22).
La corriente sapiencial utilizará frecuentemente el árbol de la vida, comprendiendo dentro de esa imagen la vida moral del hombre, productora de los frutos de vida larga y de felicidad (Prov 3,18; 11,30; 13,12; 15,4).
La corriente profética, por su parte, aplicará el tema del árbol y de sus frutos a todo el pueblo, en la medida de su fidelidad a la Alianza (Is 5,1-7; Jer 2,21; Ez 15; 19,10-14; Sal 79/80,9-20) Dios destruirá el árbol que no produce buenos frutos. Otra corriente profética compara al Rey (y también al Mesías) con un árbol (Jue 9, 7-21; Dan 4, 7-9; Ez 31, 8-9). Este cliché, corriente en las literaturas orientales, tiene la ventaja de personalizar el tema y de hacer comprender que el pueblo puede sacar provecho de la vida de uno solo: la vida del rey, tronco central, se comunica, en efecto, a las ramas y a los sarmientos.
Al final de la evolución de esas distintas corrientes el Justo es, a su vez, comparado con un árbol que produce frutos llenos de sabor, mientras que los otros árboles permanecen estériles (Sal 1; 91/92,13-14; Cant 2,1-3; Eclo 24,12-27). Pero se necesita también que ese árbol sea regado por Dios. Ezequiel prevé que la economía escatológica llevará a efecto esa fecundidad del árbol (Ez 47,1-12). Antes de plantar Él mismo su cruz portadora del fruto eterno, Cristo denuncia, efectivamente, el árbol de Israel, que no ha producido frutos (Mt 3,8-10; 21,18-19). Personalizando este tema, Juan hace del mismo Cristo el árbol que produce fruto (Jn 15,1-6) y en el que hay que estar injertado para producir a su vez buen fruto.
Los frutos que podemos producir, injertados en el árbol de vida, que es Cristo, son los "frutos del Espíritu Santo" (Gál 5,5-26; 6,7-8,15-16), es decir, las obras que despiertan en nosotros la presencia de la vida nueva, la pertenencia al Hombre nuevo.
Finalmente, el árbol de vida será plantado definitivamente en el Paraíso, rodeado de todos los árboles portadores de frutos para la eternidad (Ap 2,7; 22,1-2,14,19). (Maertens-Frisque).
 
2. Sal 1. -El camino que conduce a la "felicidad", simbolizado por la imagen del árbol que reverdece...-El otro que conduce a la "nada", simbolizado por la imagen de la "paja que se lleva el viento"... El autor no ha querido hacer una simetría exacta, mecánica. Sería dar demasiada importancia al "mal", al "vacío". Se toma el tiempo necesario (10 renglones de su texto) para detallar "la firmeza" del justo. Y de un plumazo rápido (solamente cinco líneas), sugiere la desaparición del impío. Esto es una obra de arte. Este salmo hacía parte del ritual de la Alianza, y debía cantarse en la fiesta de los Tabernáculos en la cual se renovaba la Alianza. Es un anuncio profético de las "bendiciones" que conlleva la fidelidad y de las "maldiciones" que pesan sobre aquellos que son infieles a la Alianza. Es un texto paralelo a Jeremias 17,5-8. En pocas palabras este salmo primero es verdaderamente el prefacio de todo el libro de los salmos, y el resumen de toda la vida humana: se trata de una gigantesca lucha entre el bien y el mal (concretamente el salmista dice entre los justos y los impíos), esta lucha culminará con la victoria del bien. Aquí se expresa una esperanza, una certeza sobre el éxito del plan de Dios. ¿Tenemos nosotros, igual optimismo sobre el "dinamismo del porvenir"? La era Mesiánica esperada por Israel, es una felicidad, un éxito.
No es mera coincidencia que la primera palabra de la Buena Nueva del Reino de Dios sea la misma de este salmo: "dichosos" "Asherei". El resumen del pensamiento de Jesús son las bienaventuranzas, seguidas en la versión de San Lucas (6,20-26) de maldiciones como en este salmo. Jesús puso a menudo la imagen del "árbol" que da buenos frutos (Mateo 7) que crece en tal forma que las aves del cielo hacen en él sus nidos (Mateo 13,32). Se compara Él mismo con una viña que da su fruto en tiempo oportuno (Juan 15,1). Observemos de paso algunas alusiones sugestivas: la corriente de agua viva que permite al árbol permanecer verde y del cual dirá Jesús que es el Espíritu Santo (Juan 4,14; 7,38). En el sacramento del Bautismo, el agua es también símbolo de vida que renace (Juan 3,5). De igual manera, si bien el salmista nunca pensó en la cruz, hablando del árbol que da su fruto... podemos ciertamente aceptar estas comparaciones que son algo más que simbólicas: en el jardín del paraíso, también, Dios había colocado un "Arbol de Vida" (Gén 2,9; Ap 2,7).
En nuestro mundo moderno, estamos tentados a decir que este salmo es irreal, demasiado bello para ser verdadero. Vemos en efecto, santos que fracasan y malvados que prosperan. Ya Job lo había comprobado. Este es el escándalo de todas las épocas. Jesús, el justo por excelencia, murió en el árbol seco de la cruz, bajo apariencia del fracaso el más radical. Escuchemos sin embargo al sabio que nos habla en este salmo. Habla como hombre de experiencia... y afirma que "cuanto emprende el justo tiene buen fin". Ahora bien, hay que escuchar esta afirmación paradójica, y comprenderla en el nivel de la fe, y no en el nivel de los éxitos materiales inmediatos. Pascal, al finalizar su famoso "Apuestas sobre Dios" nos da la clave del problema... diciendo que el justo es profundamente "dichoso" aún si es probado dolorosamente en su vida, "¿qué perdéis escogiendo a Dios? ¿qué mal os alcanzará si estáis a su lado? Seréis fieles, honestos, humildes, agradecidos, bienhechores, amigos sinceros, veraces. En realidad, no estaréis en medio de placeres apestosos, en la gloria, en las delicias; pero tendréis otra clase de placeres. Os digo que ganaréis en esta vida y que cada paso que avancéis por este camino, veréis con certeza la ganancia, y la nada de aquello que arriesgáis; conoceréis finalmente que habéis apostado por una cosa cierta, infinita, por la cual no habéis dado nada" (Pensamientos de Pascal, 343). Se trata de un pensamiento muy moderno: la "nada", el "absurdo". Muchos autores contemporáneos, mediante reflexiones desilusionadas pronunciadas desde su ateísmo, justifican sin saberlo el pensamiento del antiguo sabio. El filósofo contemporáneo Michel Foucault, con lucidez valiente escribe: "Nietzsche ha encontrado el mundo en que el hombre y Dios se pertenecen mutuamente, en que la muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero y donde la promesa del superhombre significa ante todo la inminencia de la muerte del hombre" (Las palabras y las cosas, pág. 353). Es evidente que el hombre es nada, sin Dios.
Frente a este pensamiento desesperado, adquiere todo su valor la esperanza optimista del salmista. Porque, si la existencia del hombre sin Dios no es más que el vacío... con Dios la existencia humana se convierte en fantástica maduración de vida, según la imagen del árbol. Sí, algo está madurando. Y Jesús lo repite con fortaleza. Nuestra tierra dará su fruto. La creación es una formidable fuerza de evolución que va hacia el éxito, el "éxito" de la obra que Dios ha comenzado y que él llevará a feliz término. Estamos lejos de una comprensión mezquina de la palabra "éxito", que hace un momento nos hacía dudar del realismo de este salmo. Se trata de algo muy distinto de lo que comúnmente se llama "retribución temporal": La dicha, el éxito, el de los pobres, de los "anawim"... ¡Bienaventurados los pobres! ¡No se les promete dinero! Se les promete la dicha, y el éxito de su vida en Dios.
Y esta dicha, y este éxito... tú los puedes comenzar desde hoy. ¡Rechaza el contagio del mal! ¡No frecuentes el camino de los injustos! ¡Toma tu evangelio y medítalo cada día, cada noche! Vivir es optar: pues bien, ¡opta por Dios! ¡Medítalo diariamente, cordialmente! La dicha está allí, te lo aseguro. Una dicha que nada podrá jamás vencer. Escuchemos la traducción que hace Claudel de este salmo: "El compañero apestado, la compañía del sarnoso, el libro que huele a grasa, excúsame si prefiero la sugerencia saludable y esta santa confirmación la noche de las proposiciones. ¡Es muy verde! Todo se anima por las lluvias de abril, este árbol en pleno fuego de la combinación, que predica a la hierba en la pradera, y por todas partes, ¡no hay nada tan fresco, tan rosado, y tan dorado, para profetizar a estos frutos del éxito! ¡Todo lo demás, fuera! ¡polvo y más polvo a los ojos! Basta sonarse y todo termina" (Noel Quesson).
Arbol y paja. El árbol está plantado. Hunde sus raíces en la tierra. Se diría que ha hecho alianza con la tierra, que se ha desposado con la tierra de la que recibe alimento y consistencia. Siempre estará en su sitio. Al verle no se pregunta: ¿qué hace? Está y basta. En él estar tiene la razón de su existencia. Ciertamente no está libre del viento, que le azota con furia por todas partes. Pero el árbol «está en pie». Quizá sacudido violentamente, maltratado, mutilado, con alguna rama seca. Pero «está en pie».
La paja no está plantada. Está simplemente sobre la tierra. La tierra es sólo su pista de lanzamiento. Se diría que está allí para estar en otro sitio. Siempre a disposición del viento que se divierte en remolinarla. Tan pronto aquí como allí. Según los caprichos del viento. El hombre, por tanto, puede ser árbol. Es decir, una persona con raíces profundas; pienso en la estupenda expresión de san Pablo: «arraigados y cimentados en amor» (Ef 3, 17). Por eso está en pie. El hombre es una caña, decía Pascal: pero una caña pensante… su pensamiento es débil, porque está condicionado por emociones, como un enamoramiento pasajero, una sugestión del Enemigo, una ira que lo obceca, cualquier cosa que lo aparte de Dios… pero si espera un tiempo y sibre todo espera con esperanza, es decir espera en Dios, aquello se pasa y vuelve la luz… si espera se vuelve fuerte…
Una persona que ha elegido. Que se siente tan libre como para «vincularse» siempre a aquella tierra. Que ha descubierto su propia identidad en la coincidencia de su ser más profundo con una vocación. Esta clase de hombre es capaz de resistir durante mucho tiempo. A pesar de todo. A pesar del viento de la tentación, que llega puntual, como un suceso ordinario, y «probarlo» (y la prueba puede ser, como para san Pedro, la pregunta tonta de una criada curiosa). Para él la fidelidad no es una palabra vacía. Los demás siempre pueden «contar» con él. Y también Dios puede contar a cada momento con él. Su valor no está en lo que hace o en lo que tiene, sino en lo que es. No se avergúenza de meditar, de masticar la palabra de Dios «día y noche». Más aún, «su gozo es la ley del Señor» (v. 2). Le gusta arreglar cuentas con esta ley, aunque estas cuentas sean más bien inquietantes. No es simplemente curioso. Se deja herir y molestar por la verdad.
Está plantado «al borde de la acequia» (v. 3). Jeremías dice una frase aún más expresiva: «hunden sus raíces en profundidad». Reconoce que no se basta a sí mismo. Tiene necesidad de aquel agua, Pues la mayor maldición para un árbol es el secarse. Un árbol seco. Está siempre allí, en pie, en su puesto -observancia, prácticas, limosna, misa del domingo, comportamiento exterior intachable, sentido del deber-; pero es un espectáculo mortificante. Una desolación. Una desilusión para los demás. No corre ya la linfa. Aún ocupa un puesto, pero está «deshabitado», sin vida, sin frescor, inhóspito. La fe reducida a un sistema de verdades áridas.
Con un Señor de quien se sabe que ha resucitado, pero que es solamente una momia ante la que se inclinan otras momias (T. Riebel).
El hombre que no quiere caer en esta maldición se preocupa de establecer un contacto continuo con «la acequia». Oración, silencio, sacramentos, contemplación, liturgia, confrontación constante con la palabra de Dios. Precisamente para conservar el frescor, la espontaneidad, la juventud, la libertad, el gusto por lo nuevo. Para garantizar la sombra, es decir, un reposo reconfortante, un sentido de paz y de confianza a todos los que se nos acercan.
Su contacto con la ley del Señor y con la «acequia» le hace crecer. Continuamente. Pero el hombre puede ser también paja. Nos encontramos de pronto con él. No se sabe de dónde viene ni cómo. Ni siquiera él sabe por qué. Por otra. parte no se plantea muchos porqués. Ligero, superficial, voluble, incierto. Sin verdadera interioridad. Sin profundidad, Sin auténticas relaciones con los demás. A expensas del viento. Dispuesto a enloquecer en el viento de todas las modas.
Incluso, a veces, dispuesto a servir de lecho o soporte a todos los ídolos más despreciables. Los tiranos, los ídolos de siempre, tienen necesidad de la «paja» para poder gobernar. Y desgraciadamente no cuesta mucho trabajo encontrarla en abundancia. Existen demasiados ídolos, demasiados déspotas, demasiados «monstruos» en circulación precisamente porque hay demasiada paja que les sostiene, les protege, les sirve de cabecera.
Gente sin ideas propias, sin convicciones meditadas y vividas, sin iniciativas personales. Incapaz de comprometerse, refractaria a arriesgarse, alérgica a pagar de su bolsillo. Inconstante. Fácilmente arrastrada por entusiasmos y aterrada ante una dificultad mínima. Siempre ocupada en rumiar su propia insatisfacción (¡ya lo creo!). Disponible a todos los compromisos. Preparada para adoptar todos los conformismos, incluso el conformismo del anticonformismo. Equipada para todas las cobardías propias, o también para avalar las cobardías o cubrir las injusticias de los demás.
Incapaz de coherencia; desamparada ante cualquier oportunismo. Su religiosidad es solamente fruto de educación, de ambiente, de rutina o incluso de miedo. Algo que afecta a la fachada, pero que no provoca jamás decisiones personales. Un cesado profesado con la boca, pero desmentido en la conducta. Está sobre todo condenado a la esterilidad. Como la paja. El enemigo de estos hombres-paja es el viento. Si no existiesen ciertas pruebas... si no fuese la naturaleza... el interés, el placer... si Dios no fuese tan exigente..., terminarían por ser fieles. La paja no tiene necesidad de ser castigada. Lleva en sí el propio castigo. Precisamente la maldición de ser sólo paja.
En el juicio los impíos no se levantarán, ni los pecadores en la asamblea de los justos (v. 5).
El día en que el viento del Espíritu rompa las apariencias, quite las máscaras, descubra la inconsistencia de ciertos personajes ficticios, ponga al desnudo el ser, entonces los impíos, los hombres-paja «no se levantarán», pues no tienen centro de gravedad ni raíces. Serán tragados por su vacío. Desaparecerán por su inconsistencia. Se desvanecerán en su irrealidad.
No serán condenados por un amo vengativo; sino que al rechazar el terreno donde habrían podido echar raíces, no podrán 'estar en pie' en la asamblea de quienes están arraigados en Dios (M. Mannati).
La evanescencia del impío, del réprobo, en contraposición al arraigo del justo me parece que es el tema dominante de este salmo. Pero el premio al árbol no es algo venido de fuera. Un árbol bueno, lleno de vitalidad, produce frutos. Esta es su recompensa. Así como para la paja, el castigo consiste en ser sólo paja, del mismo modo para el árbol el premio consiste en ser árbol-que-lleva-frutos.
El árbol realiza su destino de árbol, el destino de los fieles, que no consiste en no sufrir por el viento o la sequía, sino en dar fruto a pesar del viento y de la sequía (T. Riebel).
¡Dichoso el hombre! Es el prólogo de las bienaventuranzas. Con algunos siglos de anticipación sobre el sermón de la montaña, aparece la primera bienaventuranza «Dichoso el hombre...». Se trata de un augurio que posee ya en sí una eficacia, un elemento de bendición. Es Dios quien felicita al hombre. Señor, repito incesantemente el comienzo de este salmo: «dichoso el hombre...». Cien, mil veces. Pero tengo un miedo tremendo a no merecerme estas «felicitaciones». Temo que no sean para mí. Porque no soy árbol. Y quizá ni siquiera paja. Algo intermedio. Un arbusto; eso es, Un arbusto medio seco que ha dejado de crecer. Que no tiene ganas de crecer. Entristecido. Sin energías; sin perspectivas. Condenado a secarse sin frutos. Desde hace tiempo mis raíces se han encogido y ha perdido el contacto con «la acequia». Por ahora «estoy en pie». ¿Pero hasta cuándo? Además es demasiado triste una existencia tan penosa. Fuera. Te autorizo. Arráncame de esta humillante mediocridad y «trasplántame» a tu terreno. junto a tu árbol. Allí sobre «el monte de la calavera». No hace falta leer entre líneas este salmo, más allá de las intenciones del mismo recopilador. No sé dónde encontrar a los justos. A pesar de mi esfuerzo, mí búsqueda es tan desilusionante... En este caso, atención al Justo. Al Justo que es árbol. Que está clavado en el árbol. Para obtener «a su tiempo» el fruto de la salvación. Sé dónde encontrarte, Allí quiero ser trasplantado. Sobre el árido «monte de la calavera». junto a una cruz. No es un terreno demasiado pintoresco ni atrayente. ¡Qué importa! Es «tu» terreno; por tanto puede ser «mi» terreno. Entonces las raíces volverán a alargarse «hacia abajo». Por donde corre un agua un poco oscura. Como sangre (Alessandro Pronzato).
Los dos caminos. El salmo primero viene a ser como la introducción al entero libro de los salmos: Dios muestra al hombre los dos caminos que puede seguir en su vida y le exhorta a seguir el del bien, que lleva a la felicidad. El salterio comienza con este salmo-introducción y termina con el salmo 150, salmo-alabanza, compilación de todas las respuestas del hombre a Dios, hecha de exultación y gratitud. El principio y el fin: como un resumen de la actitud de Dios y del hombre: Dios que habla y el hombre que escucha y obedece alabando al Creador. La finalidad de este salmo sapiencial es, al decir de san Basilio, el animar al estudio de la Ley de Dios. La Ley no la hemos de entender aquí en un sentido jurídico: mandato, precepto, obligación; sino en el sentido que tiene la palabra hebrea "torá" que quiere decir enseñanza, instrucción, revelación: en una palabra, la revelación de Dios al hombre, toda la Escritura inspirada por Dios. Ley, sinónimo de Escritura, de Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Este salmo es una invitación al estudio de la Palabra de Dios contenida en la Biblia para dejarse guiar por ella, para dejarse estructurar por ella. Hoy, en medio de un mundo marcado por tantas corrientes de pensamiento desorientador y corrosivo, de tantas ideologías ateas o anticristianas, debilitado por un ambiente carente de valores cristianos, cómo agradecemos una voz que nos invite a profundizar en el estudio y en la práctica de la palabra de vida y de verdad de la Sagrada Escritura. Es lo que hace el salmo primero, mostrándonos el camino de la felicidad y de la plenitud humana.
Este breve salmo de tan sólo 6 versículos podemos dividirlo en tres partes: a) presentación: la doble actitud del hombre ante su vida (vv.1-2); b) doble comparación ilustrativa: árbol frondoso - paja seca (vv.3-4); c) conclusión: la presencia o ausencia de Dios en el camino elegido (vv.5-6).
a) Presentación. "Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos..." La primera palabra con la que se abre el salmo (y el salterio) es: "dichoso", "feliz". De la misma manera comenzará la nueva enseñanza de Cristo en el Sermón de la montaña: "dichosos", "felices" (Mt 5,3). Palabra que quiere sintetizar lo positivo, lo atractivo, lo profundamente humano del mensaje de Dios a los hombres. Es un grito de alegría, un llamamiento a la felicidad, ¿y qué otra cosa no desea nuestro corazón sino la felicidad? Nuestra religión es la religión del Dios con nosotros, del Dios para nosotros, que nos ama y busca nuestro bien.
Pero, apenas leída la primera palabra optimista, nos encontramos con algo negativo y que puede desconcertar; pasa lo mismo que en las bienaventuranzas: empiezan con esta palabra positiva y sigue luego una lista de realidades a primera vista negativas: los pobres, los que lloran, los perseguidos, los hambrientos... El salmista es un buen pedagogo, sabe lo que hace, y por vía de contraste enumera primero lo negativo para exaltar más lo positivo de que hablará luego. Habla de tres aspectos negativos, tres momentos que indican progresivamente una adhesión siempre más grande al mal. Estos tres aspectos están representados por los verbos y los sujetos de estas frases: -seguir el consejo de los impíos: dejarse llevar, dejarse arrastrar por las insinuaciones del mal, moverse en la atmósfera del mal; -entrar por la senda de los pecadores: caminar por el mal, adentrarse en la maldad; -sentarse en la reunión de los cínicos: participar en la mentalidad perversa, hacerla propia.
Esta progresión eficaz en el movimiento hacia el mal la vemos también en la descripción de los personajes: -los impíos: los que no tienen ninguna relación con Dios, no creen en él ni se interesan por él; lo religioso les viene grande; -los pecadores: los que cometen el mal, los que no tienen para nada en cuenta la ley de Dios; -los cínicos: los que se befan de todo, de todo se burlan, los eternos volterianos que todo lo ridiculizan y desprecian.
Hoy diríamos que aquí están representados todos aquellos que se creen suficientes, que menosprecian los valores del espíritu, que pasan de todos ellos, que arrastran al mal y que pervierten. El camino es resbaladizo: quien se aventura por el camino del mal corre el riesgo de llegar hasta el fin, de pervertirse totalmente.
Pero después de este enunciado negativo aparece el positivo que es a donde va dirigida la enseñanza del salmo. La bienaventuranza va especialmente encaminada hacia el hombre que medita la Ley del Señor, que se complace en ella y la cumple: "Su gozo es la Ley del Señor y medita su Ley día y noche". La Ley, para el salmista, no es ningún peso o carga: es simplemente la voluntad de Dios para que nosotros sepamos conducirnos, orientarnos en nuestra vida y podamos seguir un camino de realización y plenitud. Al decir Ley, en el sentido bíblico, entendemos no sólo la observancia sino también la confianza en la bondad de Dios que ayudará y bendecirá. Eco de la felicidad que proporciona el conocimiento y práctica de la Ley lo encontramos en muchos pasajes de la Escritura: "Somos felices, Israel, porque conocemos lo que a Dios agrada" (Bar 494) "Escucha y guarda todo esto que yo te mando para que seas feliz tú y tus hijos después de ti para siempre, haciendo lo que es recto a los ojos de Yahvé tu Dios" (Dt 12,28). "Estos son los mandamientos. Escúchalos, Israel, y ten mucho cuidado en ponerlos en práctica para que seas feliz y os multipliquéis grandemente" (Dt 6,1-2). "Les di mis leyes y mis mandamientos, y les hice saber mis disposiciones que son vida para quien las cumple" (Ez 20,11).
Dios es el creador del hombre, y sabe qué es lo que le conviene a él y a la comunidad humana. Y si el hombre no obedece y sigue su criterio, no tarda en sentir el efecto de su actuación, y tiene que experimentar aquello del profeta Jeremías: "Reconoce y advierte cuán malo y amargo es para ti haberte separado de Yahvé, tu Dios, y haberte apartado de Yahvé, tu Dios" (Jer 2,19.17). Por todo ello día y noche el salmista medita la Ley: la lee, la repasa, la estudia para conocerla y practicarla. Vale la pena, aunque no fuera sino por interés, el disponerse un camino de paz y de felicidad.
Comparaciones: "Será como un árbol plantado al borde de la acequia..." Ahora pasamos del lenguaje real al figurado. Arbol frondoso al borde de las aguas: imagen realmente sugestiva en el árido Oriente. Da fruto en su sazón, a su tiempo, no defrauda. Mantiene sus hojas siempre verdes, signo de vitalidad y vigor. La imagen ayuda a la comprensión de la doctrina. Pero el salmista pasa de nuevo al lenguaje real: "cuanto emprende tiene buen fin". Cuanto emprende el hombre que teme a Dios no queda a medias o abandonado. Nunca se desanima, sabe esperar, ve la ayuda de Dios, Dios lo lleva y le favorece. Dios es quien actúa en él. De Dios únicamente le viene la fuerza y la alegría para continuar adelante en sus trabajos, por arduos y difíciles que sean. Asi lo vemos en la persona de Josué: "Yo estaré contigo como estuve con Moisés: no te dejaré ni te abandonaré. Esfuérzate y ten buen ánimo porque tú has de introducir a este pueblo a posesionarse de la tierra que a sus padres juré darles. Esfuérzate, pues, y ten gran valor, para cumplir cuidadosamente cuanto Moisés, mi siervo, te ha mandado. No te apartes ni a derecha ni a izquierda para que triunfes en todas tus empresas" (Jos 1,5-7). Esta es la realidad del hombre fiel que describe el salmo: Dios es quien le ayuda y le anima a proseguir en la tarea emprendida, en el camino iniciado. En esto vemos brillar el ejemplo de los santos que llevaron a cabo empresas arduas y humanamente imposibles, pero ellos, confiando en Dios, llevaron a buen fin sus trabajos, sus fundaciones, su apostolado. La otra comparación: "La paja que el viento se lleva", propiamente no hablaría de la paja, útil para tantas cosas: para los animales, la construcción, la combustión, etc, sino del tamo, es decir, de aquella especie de polvillo, restos de la trilla, que permanece en las eras y que es levantado y llevado por el viento sin la más pequeña utilidad. Con esto se nos muestra la sensación de inutilidad y de vaciedad que experimenta una vida sin Dios. Un árbol frondoso y lleno de frutos - el tamo de la era que para nada sirve: doble comparación, sugestiva y acertada, de los dos caminos que sigue el hombre, de las dos conductas de su vida.
Conclusión: "En el juicio los impíos no se levantarán..." El cristiano, con la doctrina del evangelio, puede profundizar más en la verdad de esta proposición: en la justicia de Dios, en el más allá, en la recompensa eterna. El impío no podrá afrontar el juicio de Dios que lo fulminará, lo mismo que su presencia le resulta incómoda y a veces insoportable cuando se halla entre los justos, entre los fieles, entre aquellos que él ha perjudicado u oprimido. San Pablo nos recuerda: "turbación y angustia sobre todo el que hace el mal" (Rm 2,9), "calamidad e infelicidad en todos sus caminos" (Rm 3,16).
En cambio el Señor cuida del camino de los justos, su providencia se encarga de ellos, de su camino, de su recompensa final, Dios conoce el camino del justo, es decir, lo ama y favorece, se interesa por él. El camino de los impíos perecerá. Ni siquiera se hace mención de Dios. Quien nunca lo quiso perecerá en su soledad radical y en su tristeza. Dos caminos bien delimitados, claros: el del bien y el del mal. El salmo primero nos lo muestra y nos anima a seguir el camino del bien con el conocimiento de la Ley del Señor y con la vivencia de la misma. Ahí está el bien, la paz y la felicidad (J. M. Vernet).
Comentario de Santo Tomás de Aquino al Salmo 1: “Este Salmo se distingue de todo el resto de la obra, pues no tiene título, sino que es más bien como el título de toda la obra. David compuso los Salmos a la manera del que reza, es decir, no conservando una sola manera, sino según los diversos sentimientos y movimientos del que reza. Por lo tanto, este primer Salmo expresa el sentimiento de un hombre que eleva sus ojos a la situación entera del mundo, y considera cómo algunos avanzan y otros caen. Cristo fue el primero de los bienaventurados, así como Adán lo fue de los malvados. Pero se ha de notar que todos concuerdan en una cosa y difieren en dos. Concuerdan en que todos buscan la felicidad, pero difieren en la manera de dirigirse hacia ella, y al final de esto, en que algunos la alcanzan, y otros no. Así pues, se divide este Salmo en dos partes. En la primera se describe el camino de todos hacia la felicidad. En la segunda se describe el final, allí donde dice: Y será como el árbol, que está plantado a las corrientes etc.
Sobre lo primero hace dos cosas. En primer lugar, se refiere al camino de los malvados, y en segundo lugar al de los buenos, allí donde dice: Sino que en la ley del Señor está su voluntad etc.. Tres cosas se han de considerar en el camino de los malos. En primer lugar su deliberación acerca del pecado, y esto en su pensamiento. En segundo lugar, su consentimiento y ejecución. Y en tercer lugar el inducir a otros a algo semejante, y esto es lo peor. Y por eso indica en primer lugar el consejo de los malvados, allí donde dice: Bienaventurado el hombre etc. Y dice: que no anduvo, pues cuando el hombre delibera, está andando. En segundo lugar indica el consentimiento y la ejecución, diciendo: y en camino de pecadores, es decir, en la operación: "El camino de los impíos es tenebroso, no saben adónde se tropiezan" (Prov 4). No se paró, es decir, consintiendo, y actuando. Y dice de impíos, porque la impiedad es un pecado contra Dios, y de pecadores, contra el prójimo, y en cátedra; y este tercero es inducir a otros a pecar. Así pues, en cátedra como un maestro que enseña a otros a pecar; y por eso dice, de pestilencia, porque la pestilencia es una enfermedad infecciosa. "Hombres pestilentes devastan la ciudad" (Prov 29). Así pues, quien no camina así no es feliz, sino todo al contrario. Pues la felicidad del hombre está en Dios: Feliz el pueblo cuyo Dios es el Señor etc. (Sal 143). Por lo tanto el camino recto a la felicidad es en primer lugar que nos sometamos a Dios, y esto de dos maneras. Primero mediante la voluntad, obedeciendo sus mandatos; y por eso dice: Sino que en la ley del Señor; y esto corresponde de modo especial a Cristo: "He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado" (Jn 8). Y conviene también de modo semejante a toda persona justa. Dice en la ley, por medio del amor, no bajo la ley por temor: "La ley no ha sido puesta para el justo" (1Tim 1). En segundo lugar mediante el entendimiento, meditando constantemente; y por eso dice: y en su ley medita día y noche, es decir, continuamente, o bien a ciertas horas del día y de la noche, o bien tanto en las circunstancias prósperas y en las adversas. Y será como el árbol etc. En esta parte se describe el final de la felicidad: e indica en primer lugar su diversidad; en segundo lugar añade su razón, allí donde dice: Porque conoce el Señor etc. Sobre lo primero hace dos cosas. En primer lugar indica el final de los buenos, y en segundo lugar el de los malos, allí donde dice No así los impíos etc. Acerca del final de los buenos se vale de una comparación; primero la indica, y luego la adapta, allí donde dice: y todo cuanto él hiciere etc. Así pues, toma la comparación del árbol, del que se consideran tres cosas, a saber, el ser plantado, el dar fruto, y el conservarse. Para ser plantado, es necesaria una tierra humedecida por las aguas, pues de otro modo se secaría; y por eso dice: que está plantado a las corrientes de las aguas, es decir, junto a las corrientes de las gracias: "el que cree en mí... de su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7). Y quien tenga sus raíces junto a esta agua fructificará haciendo buenas obras; y esto es lo que sigue: el cual dará su fruto. "Pero el fruto del espíritu es caridad, alegría, paz, y paciencia, generosidad, bondad, fidelidad", etc. (Gál 5). En su tiempo, es decir, sólo cuando es momento de obrar. "Mientras tenemos tiempo, obremos el bien a todos" (Gál 6). Y no se seca. Por el contrario, se conserva. Ciertos árboles se conservan en su substancia, pero no en sus hojas, pero otros se conservan también en sus hojas: así también los justos, por lo que dice: Y su hoja no caerá, es decir, no serán abandonados por Dios ni siquiera en las obras más pequeñas y exteriores. "Pero los justos germinarán como una hoja verde" (Prov 11). Luego cuando dice, Y todo, adapta la comparación: pues los bienaventurados prosperarán en todo, cuando alcancen el fin deseado en todo lo que desean, pues los justos llegarán a la felicidad. Oh Señor, sálvame, oh Señor, dame la prosperidad etc (Sal 117).  
Opuesto es el final de los malvados, que se describe allí donde dice No así etc. Y sobre esto hace dos cosas. En primer lugar hace una comparación, y en segundo lugar la adapta, allí donde dice No se levantará. Pero nota que aquí repite no así y no así dos veces, para una mayor certeza. "Lo que viste por segunda vez, es juicio de firmeza" (Gén 41). O bien, no así obran en el camino, y por eso no así reciben al final. "Recibiste bienes en tu vida, y Lázaro asimismo males: pero ahora éste es consolado, y tú atormentado" (Lc 16). Ahora, son propiamente comparados con el polvo, porque poseen tres características que son contrarias a lo que se ha dicho sobre el hombre justo. Primero que el polvo no se adhiere a la tierra, sino que está en la superficie; el árbol plantado, en cambio, ha echado raíces. Asimismo, el árbol es compacto en sí mismo, y es además húmedo; pero el polvo es en sí mismo dividido, seco y árido, por lo que se dice que los buenos están unidos por la caridad como un árbol: Estableced un día solamente con espesuras, hasta el cornijal del altar (Sal 117); pero los malos están divididos: "Entre los soberbios siempre hay contiendas" (Prov 13). Asimismo, los buenos se adhieren radicalmente en las cosas espirituales y en los bienes divinos, mientras que los malos se sostienen en los bienes exteriores. Asimismo, están sin el agua de la gracia: "Eres polvo etc." (Gén 3). Y por eso toda su malicia pasa. "No perecerá ni un cabello de vuestra cabeza" (Lc 21). Pero sobre estos malos se dice que serán arrojados completamente de la faz, esto es, de los bienes superficiales; el viento, es decir la tribulación, los arroja de la faz de la tierra. "Vi que los que obran la iniquidad, y siembran dolores, y los siegan, han perecido ante el soplo de Dios, y han sido consumidos por el espíritu de su ira" (Job 4). Luego adapta la comparación, allí donde dice, no se levantarán, pues son como el polvo. Pero por el contrario, "es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo" (2Cor 5). Y asimismo, "Todos resucitaremos" (1Cor 15). Ante ello se puede decir que esto puede ser leído de dos maneras. En efecto, se dice que un hombre resucita propiamente en el juicio, cuando su causa es vista favorable por la sentencia del juez. Así pues, éstos no resucitarán, porque no habrá sentencia a su favor en el juicio, sino más bien en contra; por eso otra variante dice: no podrán ponerse de pie. Pero los buenos sí, pues si bien han sido afligidos por el pecado del primer padre, tendrán una sentencia en su favor. Ni los pecadores se congregarán en el concilio de los justos, pues los buenos se congregarán para la vida eterna, en la que no serán admitidos los malvados. O bien dice que esto se entiende acerca de la reparación de la justicia, para la que harán reparación en su propio juicio. "Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados" (1Cor 11). Y sobre esto dice: no se levantarán en el juicio, es decir, propiamente, y sobre esto dice Ef 5: "Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo" (Ef 5). Ahora bien, ciertos hombres son reparados por el consejo de los buenos, pero tampoco de este modo se levantan del pecado los malvados. O los impíos, es decir, los infieles, no se levantarán en el juicio de discusión y de examen, pues según Gregorio algunos serán condenados sin ser juzgados, como por ejemplo los infieles. Algunos no serán juzgados ni serán condenados, es decir, los Apóstoles, y los hombres perfectos. Algunos serán juzgados y serán condenados, es decir, los fieles malos. Así pues los fieles no se levantarán para ser examinados en el juicio de discusión. "Quien no cree, ya está juzgado" (Jn 3). Pero los pecadores no se levantarán en el juicio de los juicios, es decir, para ser juzgados y no condenados. Luego se da la razón por la que éstos no se levantarán en el juicio: Porque conoce etc. Y habla con propiedad: pues cuando alguien sabe que algo está echado a perder, lo repara; pero cuando no lo sabe, no lo repara. Los justos se pierden con la muerte, pero sin embargo Dios los sigue conociendo. "Dios conoce al que le pertenece" (2Tim 2). Los conoce con un conocimiento de aprobación, y por eso son reparados. Pero puesto que no conoce el camino de los impíos con un conocimiento de aprobación, el camino de los impíos perecerá. Anduve errando como una oveja que perece: busca a tu siervo, pues no he olvidado tus mandamientos (Sal 118). Sea su camino tinieblas y resbaladero (Sal 34)”.
Oración de un hombre con suerte. «¡Dichoso el hombre cuyo gozo es la ley del Señor!» Tengo suerte, Señor, y lo sé. Tengo la suerte de conocerte, de conocer tus caminos, tu voluntad, tu Ley. La vida tiene sentido para mí, porque te conozco a ti, porque sé que este mundo difícil tiene una razón de ser, que hay una mano cariñosa que me sostiene, un corazón amigo que piensa en mí, y una presencia de eternidad día y noche dentro de mí. Conozco mi camino, porque te conozco a ti, y tú eres el Camino. El pensar en eso me hace caer en la cuenta de la suerte que tengo de conocerte y de vivir contigo. Veo tal confusión a mi alrededor, Señor, tanta oscuridad y tanta duda y tal desorientación en la vida de gentes con las que trato, y en escritos que leo, que yo mismo a veces dudo y me confundo y me quedo ciego en la oscuridad de un mundo que no ve. La gente habla de sus vidas sin rumbo, de su falta de dirección, de seguridad, de certeza, de su sentirse a la deriva en un viaje que no sabe de dónde viene ni a dónde va, del vacío en su vida, de las sombras, de la nada. Todo eso me toca a mi de cerca, porque todo lo que sufre un hombre o una mujer lo sufro yo con solidaridad fraterna en la familia de la que tú eres Padre.
Mucha gente es en verdad «paja que arrebata el viento», colgados tristemente de los caprichos de la brisa, de las exigencias de una sociedad competitiva, de las tormentas de sus propios deseos. Son incapaces de dirigir su propio curso y definir sus propias vidas. Tal es la enfermedad del hombre moderno y, según aprendo en tu Palabra, Señor, era también la enfermedad del hombre en la antigüedad cuando se escribió el primer Salmo. También aprendo allí el remedio que es tu palabra, tu voluntad, tu ley. La fe en ti es lo que da dirección y sentido y fuerza y firmeza. Sólo tú puedes dar tranquilidad al corazón del hombre, luz a su mente y dirección a sus pasos. Sólo tú puedes dar estabilidad en un mundo que se tambalea.
En ti encuentro las raíces que dan firmeza a mi vida. Tú me haces sentirme como «un árbol plantado al borde de las aguas». Siento la corriente de tu gracia que me riega el alma y el cuerpo, hace florecer mi capacidad de pensar y de amar y convierte mis deseos en fruto cuando llega la estación y el sol de tu presencia bendice los campos que tú mismo has sembrado.
Necesito seguridad, Señor, en medio de este mundo amenazador en que vivo, y tu ley, que es tu voluntad y tu amor y tu presencia, es mi seguridad. Te doy gracias, Señor, como el árbol se las da al agua y a la tierra. ¡Que nunca «se marchiten mis hojas», Señor! (Carlos G. Vallés).
3. 1 Co 15,12-16,20. -Aunque no conocemos bien las motivaciones profundas y las razones de los que negaban la resurrección de los muertos que predicaba Pablo, parece que se trata, una vez más, de tendencias espiritualistas como las que propugnaban los gnósticos. El desprecio del cuerpo que tenían estos espiritualistas no les permitía creer en la resurrección de la carne. La sorprendente réplica de Pablo sólo se comprende desde la fe en la resurrección de Jesús y en lo que este hecho significa para los creyentes. Porque no se trata sólo de un hecho excepcional y aislado, que concierna únicamente al destino de Jesús de Nazaret, sino de un hecho de salvación universal: Jesús es "el primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29), el primer nacido de entre los muertos o el primero que resucita. De ahí que el sentido y la eficacia de su resurrección se ha de manifestar todavía cuando llegue la resurrección de todos los muertos. El que no cree con la esperanza de resucitar no cree ya en la resurrección de Jesús, que es el contenido esencial del evangelio, y su fe carece de fundamento (“Eucaristía 1983”).
-Este pasaje tiene el claro objeto de combatir las doctrinas equivocadas (v.12) que, sobre la resurrección de los muertos, circulaban entre los corintios. Pablo rebate con energía esta desviación de los primeros cristianos porque, si así fuera, no solamente la fe de los cristianos se habría malogrado (v.2), sino que incluso Pablo mismo sería un impostor y su mensaje un engaño (v.15). Casi se puede decir que lo que da seguridad sobre la esperanza futura es que Dios resucita a todos los salvados, incluido y como primero el mismo Jesucristo. Si el cristiano no resucita es que tampoco Cristo ha resucitado. Por eso mismo la certeza de la resurrección es, si cabe, mayor. Esta es la única vez que Pablo argumenta de este modo. Consuelo para el creyente y seguridad para el que se ha fiado de Dios. Para el apóstol lo que hace que el pecado no tenga ya sentido, lo que constituye el triunfo sobre la muerte radical es la resurrección de Cristo. Si éste no ha resucitado, el pecado permanece aún entre los hombres, y, en consecuencia, la perdición: el cristiano se encuentra abocado al fracaso radical (v.18). La vida del resucitado (cf. Rom 7,4) fundamenta la vida futura del creyente y, por lo mismo, le es posible al que cree vivir en la esperanza de que el mal y la muerte han sido fundamentalmente vencidas por la cruz de Jesús y su resurrección.
De ahí también que toda su lucha contra la muerte tenga valor; que toda superación de la limitación del hombre tenga relación con la resurrección. La esperanza cristiana fundamentada en la muerte de Cristo y en su resurrección no se agota con el quehacer cristiano diario, con la posible superación de la limitación que conlleva el ser hombre. La resurrección de Cristo empuja también al creyente hacia un tipo de vida escatológica, superior y más total: la vida de la resurrección. El problema que maneja este pasaje de la primera carta a los corintios es, en el fondo, el de la resurrección de los que ya han muerto, puesto que para el hombre helenístico es un problema insoluble. De ahí que hayan surgido teorías en las primeras comunidades (bautismo de un vivo en favor de un muerto no bautizado) que pretenden subsanar la inseguridad que produce el morir y el no saber qué hay más allá de la muerte. Pablo lo dice con energía: la muerte y resurrección de Cristo fundamentan la resurrección de los que han muerto. O dicho de otro modo: el creyente sabe que esta realidad actual no agota toda la realidad existente; sabe que es posible vivir otro tipo de vida diferente a éste, pero tan real y tan verdadero como éste. Todo ello porque Dios resucita a los que mueren y porque Cristo fue el primer resucitado de todos. Confianza, seguridad y certeza es la herencia del resucitado (“Eucaristía 1977”).
-Prosiguiendo el tema de la Resurrección, comenzado anteriormente en la carta, San Pablo lo desarrolla desde otro punto de vista. Tras recordar brevemente el testimonio de la Resurrección, pasa a la exposición de los efectos salvadores de ella. Su perspectiva es dogmático-salvífica y no apologética. El problema de los corintios no era aceptar la Resurrección de Cristo, sino que ese hecho tuviera incidencia sobre la existencia humana. Dicho de otro modo, que la Resurrección hiciera que los creyentes en Cristo tuvieran vida nueva. San Pablo insiste en la conexión entre Cristo resucitado y el creyente en El. Parte de la aceptación del hecho de la Resurrección y argumenta así: negar la vida nueva de los creyentes es negar la Resurrección. Ahora bien, esto no es posible, pues Cristo resucitó realmente. Luego es preciso aceptar que los muertos viven y viven en sentido total, como el propio resucitado, más allá de los lazos del pecado y la muerte (cfr Rom 6,6-11 y 8,2). La Resurrección de Cristo es no sólo algo que le afecta a El, sino extiende su efecto a los creyentes, los coloca en la situación nueva. Y la muerte no destruye esa situación, sino precisamente hace vivirla más plenamente.
El presupuesto paulino de esta forma de pensar es la unión total entre Cristo y el cristiano. No puede negarse la consecuencia en el hombre de los sucesos de Cristo, sin negar al mismo tiempo esos mismo sucesos. Porque lo de Jesús está en función de su efecto salvador. Cristo es el primero en tiempo y en importancia.
De lo dicho se desprende que la frase "si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe", ha de entenderse en sentido principalmente salvífico. La Resurrección no sólo prueba que Jesús tenía razón, sino causa la vida, coloca al hombre en una nueva situación. Hay, pues, razones de esperanza vital, real, presente. El cristiano ya está en este camino. No puede decirse solamente en sentido apologético, sino total. Ciertamente esta predicación puede resultar chocante. ¿Cuándo no ha suscitado escándalo este mensaje? También en los primero tiempos (cfr Hech 17,32: Pablo en Atenas). Pero renunciar a ella o disimularla es renuncia a lo típicamente propio del anuncio del Señor (Dabar 1983).
La resurreción de los cuerpos se les hacia un tanto difícil a más de un corintio (v. 12). Probablemente no dudaban de la resurrección de Cristo, pero negaban todo nexo entre el acontecimiento de Pascua y la resurrección general de los cuerpos. Cabe pensar que esos corintios eran, o bien discípulos de judíos saduceos, que negaban la resurrección (Mt. 22, 23), o bien personas de tendencia platónica para las que no había necesidad alguna de encontrar en el más allá un cuerpo, que lo único que podría hacer sería obstaculizar el goce de la felicidad espiritual esperada.
La argumentación de Pablo discurre en dos planos complementarios. Por otra parte, si Cristo ha resucitado, está claro que también nosotros estamos llamados a la misma resurreción, por el simple hecho de que poseemos la misma naturaleza que El (v. 20). Por otra parte, la resurreción de Cristo no puede comprenderse sino en función de la de todos los hombres, y no a la inversa (vv. 13-18). Que exista un nexo interno entre ambas resurrecciones, eso no lo ve Pablo, puesto que se sitúa no en el plano filosófico, sino en el plano de la salvación. Afirma que si los muertos no resucitan, esto probaría que Cristo no consiguió salvar a la humanidad. La salvación implica efectivamente la victoria sobre la muerte corporal.
Inconscientemente, el cristiano moderno se vería fácilmente impulsado a razonar como los corintios. Admite sin mayores reparos, a título apologético, la resurrección de Cristo como un milagro extraordinario que ratifica la misión y la doctrina de Jesús, pero no acierta a ver tan claro por qué esa resurrección supone la suya y la de todos los hombres. Encuentra, además, alguna dificultad en admitir que este cuerpo enterrado y descompuesto pueda recobrar la vida, porque el cristiano disocia fácilmente el alma del cuerpo, en nombre de una filosofía griega dicotómica tradicional y que tiene que hacer un esfuerzo para creer en la unidad de la persona humana.
La contraposición entre los corintios y San Pablo a propósito de la resurrección se basa, por lo demás, en gran parte sobre dos conceptos antropológicos diferentes: el dualismo griego que separa el alma del cuerpo hasta atribuir a la primera una existencia cuasi autónoma y el concepto unitario judío según el cual el cuerpo y el alma, juntos, constituyen la persona humana (Maertens-Frisque).
S. Agustín comenta: “La lectura del evangelio nos llenó de pánico, pues se refería al último día (Mt 24,4). Pero tal pánico engendra seguridad, en cuanto que movidos por él, nos ponemos en guardia y puestos en guardia, conseguimos esa seguridad. Como una seguridad precipitada nos empuja al temor, así la preocupación que nace del orden engendra seguridad. Se nos atemoriza para que no amemos la vida presente, caduca, inconstante y pasajera, como si no existiera otra. Si en verdad no existe otra, amemos ésta. Si no hay otra son más felices que nosotros los que hoy han corrido al anfiteatro. Pues ¿qué dice el Apóstol? Si nosotros ponemos nuestra esperanza en Cristo pensando sólo en esta vida, somos los más desdichados de todos los hombres (1 Cor 15,19). Existe, por tanto, otra vida.
Que cada cual interrogue a Cristo en su fe. ¡Pero la fe está dormida! Con razón fluctúas, pues Cristo está dormido en tu nave. Jesús dormía en la nave y, por eso, zozobraba ésta entre las aguas y la gran tempestad. Vacila el corazón cuando Cristo está dormido en él. Pero Cristo siempre está despierto. ¿Qué significa, entonces, que Cristo duerme? Que duerme tu fe. ¿Por qué te turbas aún en la tempestad de tu duda? Despierta a Cristo, despierta la fe. Contempla la vida futura con los ojos de la fe por la que creíste y por la que fuiste marcado con la señal de aquel que vivió esta vida para mostrarte hasta qué punto ha de ser despreciada la que amas tú y ha de esperarse aquella en que no creías. Luego, si despiertas la fe y diriges tus ojos a las realidades últimas, al siglo futuro, en el que gozaremos después de la segunda venida del Señor, una vez concluido el juicio y entregado el reino de los cielos a los santos; si piensas en aquella vida y en la actividad tranquila que allí habrá y sobre la que os he hablado muchas veces, amadísimos, no fluctuará nuestra actividad, la actividad serena llena de dulzura, sin molestia alguna, sin cansancio ni fatiga, sin nube que la perturbe.
¿Cuál será nuestra actividad? Alabar a Dios; amarlo y alabarlo; alabarlo con amor y amarlo entre alabanzas. Dichosos los que habitan en tu casa: te alabarán por los siglos de los siglos (Sal 83,5). ¿Por qué, sino porque te amarán por los siglos de los siglos? ¿Por qué, sino porque te verán en los siglos de los siglos? Y este ver a Dios, hermanos míos, ¡qué espectáculo será! Contemplan los hombres a un cazador de fieras y encuentran en ello su gozo. ¡Ay de ellos, desgraciados, si no se corrigen! Quienes tanto disfrutan al ver a un cazador, se llenarán de tristeza cuando vean al Salvador. ¿Habrá gente más desdichada que aquellos a quienes el Salvador no sirva de salvación? Nada tiene de extraño que el Dios Salvador no sirva de salvación para aquellos cuyo único gozo consiste en ver el combate de un hombre. Nosotros, en cambio, hermanos, si nos contamos entre sus miembros, si suspiramos por él, si somos perseverantes, lo veremos y nos gozaremos en él.
Aquella ciudad será para ciudadanos completamente purificados; no será admitido ningún sedicioso o perturbador. El mismo enemigo que, lleno de envidia intenta impedir que lleguemos a esa patria, allí no podrá tender asechanzas a ninguno, pues ni siquiera se le permitirá entrar. Si ya ahora está excluido del corazón de los creyentes, ¡cuánto más lo estará de la ciudad de los vivientes! ¿Qué cosa será, hermanos míos, qué cosa será -os ruego- el estar en aquella ciudad, si el simple hablar de ella procura gozo? Para esa vida futura debemos preparar nuestros corazones, y todo el que prepara el corazón para ella desprecia la presente en su totalidad. El desprecio de ésta permite esperar con confianza el día que el Señor nos mandó esperar llenándonos de pánico” (Comentario al salmo 147,3).
4. Lc 6,17.20-26 (cf Todos los santos y Domingo 4º, A). Jesús dirige su palabra a los discípulos, pero su enseñanza concierne a todos. En su auditorio hay de todo. Mateo trae ocho bienaventuranzas (Mt 5.3-12), Lucas cuatro; pero añade, en contrapartida, otras cuatro amenazas. Todas se refieren al único camino  que conduce al reino de Dios. Es interesante hacer notar cómo Lucas habla únicamente de los "pobres", de los  "hambrientos", de los que "lloran", sin añadir calificativo alguno, mientras que Mateo nos  habla de los "pobres de espíritu" o de los que "tienen hambre y sed de justicia". El texto de  Mateo se refiere a los hombres que se tienen a sí mismos por pobres delante de Dios y lo  esperan todo de él, sin confiar en su propia autosuficiencia. Y aunque este significado  puede salvaguardarse también en el texto de Lucas, puesto que el reino de los cielos y no  la riqueza es la esperanza y la dicha de los pobres no cabe duda que subraya la pobreza  como una situación objetiva favorable y hasta necesaria, aunque no suficientemente, para  llegar al reino de Dios.
Jesús dirige expresamente esta bienaventuranza a los que van a ser sus testigos, a los  que van a ser perseguidos "por causa del Hijo del hombre" (Cfr. Mt 5,10-12): "Dichosos  vosotros..." Los discípulos de Jesús, los que le siguen, padecerán por su causa, pero  participarán también de su gloria y de la gloria de los profetas. Lo específico de los  cristianos no es ser pobre o estar con los pobres, no es luchar por la justicia o construir la  paz, sino dar testimonio de Cristo. Para éstos, además de las otras bienaventuranza que  comparten con los pobres, hay una bienaventuranza específica.
El evangelio es anuncio y denuncia al mismo tiempo, bendición y maldición, buena y mala  noticia. No es imparcial. No lo puede ser en un mundo dividido por la injusticia. Por eso  Jesús no bendice a unos sin maldecir a los otros. Pero la maldición o la amenaza que hace  a los ricos y a los autosuficientes es, ante todo una advertencia severa y una exhortación  para que se conviertan.
Porque si siguen siendo ricos, a pesar de la pobreza de los pobres y a costa de éstos, su  situación es injusta a todas luces y es desesperada en vistas a lo que importa, al reino de  Dios.
También esta cuarta amenaza se dirige expresamente a sus discípulos. Los que le  siguen y han de ser sus testigos no deberán alegrarse si se ven rodeados de una nube de  aduladores, sino todo lo contrario. Porque si buscan los halagos caerán en los errores de  los falsos profetas, de aquellos que sólo predican lo que el mundo quiere escuchar y  traicionan el evangelio (“Eucaristía 1983”).
Las bienaventuranzas no son prometidas a quienes son pobres porque son pobres, y las  maldiciones no se dirigen contra los ricos porque son ricos. De hecho, Jesús elogia a los  pobres que viven en dos mundos a la vez: el presente y la escatología, y amenaza a los  ricos que no viven más que en un solo mundo, el que encadena casi inevitablemente a  quien lleva una vida confortable.
El rico es el que se da tan pronto por satisfecho con lo que posee que no realiza el viaje  hacia la profundidad de su ser, a lo que, por otra parte, nada le llama: un determinado  orden social rico y superindustrializado, una determinada institución eclesiástica  superasegurada de verdades y de derecho.
El pobre no posee más que su soledad, pero la vive con ese valor de ser que le lleva a  las profundidades de su ser, allí donde se vislumbra otro mundo. Solitario en ese orden, es  rico en la participación de este otro orden, participa ya en las victorias y de su proximidad.  Es el revelador de este otro mundo que viene penosamente, a través de gracias y  desgracias, éxitos y fracasos, victorias y traiciones (Maertens-Frisque).
San Agustín comenta: “La solemnidad de la santa virgen (Inés) que dio testimonio de Cristo y mereció que Cristo lo diera de ella, virgen públicamente martirizada y ocultamente coronada, nos invita a hablar a vuestra caridad de aquella exhortación que poco ha nos hacía el Señor en el evangelio, exponiendo los muchos modos de llegar a la vida feliz, cosa que todos desean. No puede encontrarse, en efecto, quien no quiera ser feliz. Pero ¡ojalá que los hombres que tan vivamente desean la recompensa no rehusaran la tarea que conduce a ella! ¿Quién hay que no corra con alegría cuando se le dice: «Vas a ser feliz»? Mas ha de oír también de buen grado lo que se dice a continuación: «Si esto hicieres». No se rehúya el combate si se ama el premio. Enardézcase el ánimo a ejecutar alegremente la tarea ante la recomendación de la recompensa. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que pedimos vendrá después. Lo que se nos ordena hacer con vistas a lo que vendrá después, hemos de realizarlo ahora.
Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos como los galardones evangélicos. Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. El reino de los cielos será tuyo más tarde; ahora sé pobre de espíritu.
¿Quieres que sea tuyo el reino de los cielos más tarde? Considera de quién eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu... El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11).
Pon atención a lo que sigue: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Ya estás pensando en poseer las tierra. ¡Cuidado, no seas poseído por ella! La poseerás si eres manso; de lo contrario, serás poseído. Al escuchar el premio que se te propone: el poseer la tierra, no abras el saco de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido cualquier vecino. No te engañe el pensamiento. Poseerás verdaderamente la tierra cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto consiste el ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en lo bueno que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en lo malo que sufras no te desagrade él, sino tú a ti mismo. No es poco agradarle a él, desagradándote a ti mismo, pues agradándote a ti le desagradarías a él.
Presta atención a la tercera bienaventuranza: Dichosos los que lloran, porque serán consolados. El llanto significa la tarea; la consolación, la recompensa. En efecto, ¿qué consuelos reciben los que lloran en la carne? Consuelos molestos y temibles. El que llora encuentra consuelo allí donde teme volver a llorar. A un padre, por ejemplo, le causa tristeza la pérdida de un hijo, y alegría el nacimiento de otro; perdió aquél, recibió éste; el primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto, encuentra consuelo. Verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que nunca se perderá ya. Quienes lloran ahora por ser peregrinos, luego se gozarán de ser consolados.
Pasemos a lo que viene en cuarto lugar, tarea y recompensa: Dichosos quienes tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ansias saciarte. ¿Con qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez hecha la digestión, aunque hayas comido lo suficiente, volverás a sentir hambre. Y quien bebiere -dijo Jesús- de este agua, volverá a sentir sed (Jn 4,13). El medicamento que se aplica a la herida, si ésta sana, ya no produce dolor; el remedio, en cambio, con que se ataca al hambre, es decir, el alimento, se aplica como alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Día a día se aplica el remedio de la saciedad, pero no sana la herida de la debilidad. Sintamos, pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados con aquello de lo que ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior, pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy -dijo Jesús- el pan que ha bajado del cielo (Jn 6,41). He aquí el pan adecuado al que tiene hambre. Desea también la bebida correspondiente: En ti se halla la fuente de la vida (Sal 35,10).
Pon atención a lo que sigue: Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Hazla y se te hará; hazla tú con otro para que se te haga contigo, pues abundas y escaseas. Oyes que un mendigo, hombre también, te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Te piden a ti y pides tú también. Lo que hagas con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios.
Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Éste es el fin de nuestro amor: fin con que llegamos a la perfección no fin con el que nos acabamos. Se acaba el alimento, se acaba el vestido; el alimento se acaba porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye su tejedura. Una y otra cosa se acaban, pero un fin es de consunción, otro de perfección. Todo lo que obramos, lo que obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguemos a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más. ¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? O ¿qué le puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verlo y ardemos por conseguirlo. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.
Prepara tu corazón para llegar a ver. Hablando a lo carnal, ¿cómo es que deseas la salida del sol, teniendo los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, la luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento. No se te permitirá ver con el corazón impuro lo que no se ve sino con el corazón puro. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Pues dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿Cuántas veces ha repetido la palabra dichosos? ¿Qué cosas producen esa felicidad? ¿Cuáles son las obras, los deberes, los méritos, los premios? Hasta ahora en ninguna bienaventuranza se ha dicho porque ellos verán a Dios... Hemos llegado a los limpios de corazón: a ellos se les prometió la visión de Dios. Y no sin motivo, pues allí están los ojos con que se ve a Dios. Hablando de ellos dice el apóstol Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón (Ef 1,18). Al presente, motivo a la debilidad, esos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la realidad misma” (Sermón 53,1-6).
-Un solo evangelio: Pero esto no quiere decir que el evangelio de Jesús sea una buena  noticia para todos. Es buena noticia para los pobres, porque los pobres son los  evangelizados. Pero es mala noticia para los ricos que no se dejan evangelizar, que  persisten en su riqueza y en su dureza de corazón en un mundo lleno de pobres y  desigualdades injustas. Por eso el texto de las bienaventuranzas, según S. Lucas, se  presenta acompañado inmediatamente por el de las malaventuranzas. El mismo Jesús que  dice: "¡Dichosos, los pobres!", es el que añade a continuación: "¡Ay de vosotros, los ricos!".  Porque no puede olvidarse ni de unos ni de otros, porque no hay unos sin los otros y  porque quiere la salvación de todos.
Los ricos y poderosos de este mundo siempre han necesitado una religión que les  bendiga. Porque no basta con ser ricos para seguir siendo ricos, si no se obtiene además la  justificación de la riqueza. Por eso siempre ha habido una religión inventada para estos menesteres o un abuso de la religión para justificar ideológicamente la riqueza o el poder.  Incluso se ha llegado a ver en las riquezas y en el éxito de los negocios una señal de las  bendiciones divinas y como un signo de predestinación. Pero sin llegar a esos extremos, lo  cierto es que la iglesia se ha avenido con frecuencia a sacralizar con sus bendiciones un  orden construido por los ricos y los señores de este mundo. Sin embargo, Jesús no ha  confiado a la iglesia ninguna bienaventuranza ni bendición alguna para los ricos.
¿Podría decirse, al menos, que puesto que la iglesia de Jesús no tiene para los ricos y  para los poderosos de este mundo ninguna bendición, los dejará tranquilos y abandonados  de la mano de Dios? Nada de eso. La iglesia ha recibido el encargo de anunciar a todos su  evangelio. Los que no quieren escucharlo como buena noticia, tendrán que oírlo como  denuncia de sus injusticias.
-"Dichosos los pobres": ¿Cuál es la dicha de los pobres que proclama Jesús? No es su  pobreza, sino el reino de Dios y la tierra que les ha sido prometido. Tampoco es la riqueza  de los ricos. Jesús no pronuncia palabras de resignación para que los pobres sigan siendo  pobres, para que los que lloran sigan llorando sin esperanza, o para que los que sufren  gocen masoquístamente con su sufrimiento. Menos aún predica la revancha o el cambio de  la tortilla, de modo que los pobres lleguen a ser ricos a costa de los ricos que pasarían a  ser pobres.
La pobreza no es exactamente una virtud en la que hay que  permanecer, no es un bien que no se debe abandonar. Es una situación en la que, sin  embargo, resulta más fácil escuchar y creer en el evangelio. Esa es la ventaja no el mérito,  de los pobres, y por eso Jesús les llama dichosos en vistas al reino y a su evangelio. La  pobreza es también una actitud -"pobres de espíritu"- de desprendimiento y de generosidad, los que adoptan esa actitud ya están en la línea del reinado de Dios que se acerca. Estos  son los que comparten todo lo que tienen, los que saben dar la vida y lo que es menos que  la vida, los que construyen la fraternidad.
Jesús no se limitó a llamar dichosos a los pobres, sino que entró en solidaridad con ellos  y, entre todos ellos, fue el más dichoso, el Bendito del Padre. Fue pobre, no tuvo donde  descansar la cabeza ni donde caerse muerto. Murió en una cruz. Pero resucitó y puso en  pie la esperanza de todos los pobres de la tierra.
-"Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres": Todas las bienaventuranzas las  pronuncia Jesús, sin distinción alguna, para los pobres, para los hambrientos, para los que  lloran..., sin que se refiriera sólo a sus discípulos. De modo que éstos, si quieren compartir  la dicha de ser pobres, deberán entrar en comunión y solidaridad con los pobres y no al  contrario. Sin embargo, Jesús reservó una bienaventuranza y una promesa para aquellos, exclusivamente para aquellos, que padecieran el odio y la persecución del mundo por su  causa, para aquellos que fueran sus testigos. También reservó una amenaza y una  malaventuranza para sus discípulos si en vez de ser objeto de difamación y persecución  son objeto de aplauso y todo el mundo habla bien de ellos. Porque esto seria una prueba  de que se habrían apartado ya de su evangelio y de la solidaridad con los pobres y  marginados de la tierra, que es con los que deben estar.
No quiere decir esto que los cristianos debamos considerarnos felices y fieles al  evangelio precisamente y sólo cuando alguien nos odia y nos persigue. Por desgracia,  también se nos puede odiar porque no somos como Dios manda y el evangelio que  predicamos nos exige. Ningún profeta, ningún testigo del evangelio, lo tiene fácil en un  mundo lleno de injusticias, puesto que tiene que denunciar la injusticia en todas partes. Pero nadie puede considerarse ya un profeta y un testigo de Cristo porque otros hablen  mal de él y lo persigan. En toda situación de conflicto nuestra obligación es examinar a  fondo nuestras conductas. Si nos persiguen sin motivo alguno o sólo porque somos  cristianos y hemos abrazado el evangelio y la causa de los pobres, podemos considerarnos dichosos. Pero si no es así, seremos doblemente desgraciados (“Eucaristía 1983”).
La oración colecta dice: “Señor, tú que te complaces en habitar en los rectos y sencillos de corazón; concédenos vivir por tu gracia de tal manera que merezcamos tenerte siempre con nosotros”. ¿Quién dudará de la afirmación que representa la primera carta de esta oración colecta? ¿Quién no ha sentido resonar en su corazón cristiano la melodía hermosa y grave a la vez de las Bienaventuranzas, al escuchar estas palabras de nuestra liturgia dominical? Sí, el hombre que mantiene su vida en vigilante atención para que el ladrón de la soberbia y de la autosuficiencia no le robe su tesoro más precioso, ése, es un verdadero sacramento de nuestro Señor, el cual se hizo pobre para enriquecernos a todos. La humildad de corazón, labraba no sin esfuerzo por parte de cada uno, y con el auxilio imprescindible de la gracia de Dios, forma los cimientos sobre los que se levanta y se construye el Cristo en nosotros. Los autores espirituales clásicos dedicaron muchísimas páginas a combatir la soberbia y a alimentar el deseo de la sencillez y de la humildad en los cristianos. De éso hace mucho, y seguro que los tiempos nos reclaman una nueva insistencia aquí. Recobrarse uno mismo en la humildad es el mejor servicio que podemos hacernos, es abrir la puerta principal al Espíritu, ese Espíritu que huye de lo "sabios" y es amigo de los pobres y sencillos de corazón, de los que aman rectitud y aborrecen la tortuosidad y el engaño sistemático e interesado. "Excava en ti el cimiento de la humildad, y así llegarás a la altura de caridad", dice san Agustín. Y para que comprendamos más exactamente qué quiere decir, el santo obispo de Hipona afirma al hablar de la humildad: "No se te dice que seas menos de lo que eres; lo que se te dice es que conozcas lo que eres". He aquí nuestra oración de hoy. Que el Señor nos conceda conocer lo que somos, para que con un corazón sediento de humildad, Dios sea para nosotros la fuente de agua viva donde saciar nuestra sed de caridad (Jaume González Padrós).
Qué son y qué no son las bienaventuranzas. El sermón de la montaña -encabezado por la proclamación solemne de las bienaventuranzas- no es un código jurídico, ni tampoco, propiamente hablando, una lista de normas morales: se trata, en cambio, del anuncio gozoso de las condiciones que hacen posible el seguimiento del camino del Reino de Dios, trazado por Jesús.
Dicho de otro modo: el sermón de la montaña no constituye el resumen de las normas legales y éticas que rigen la vida cristiana, sino que es, sencillamente, la proclamación de las consecuencias -exigentes y liberadoras al mismo tiempo- de la fe cristiana cuando se vive de veras. Sin ánimo de sentar cátedra ni hacer un análisis exhaustivo, vamos a intentar desenmascarar algunas falsas concepciones de las bienaventuranzas; vamos a tratar de ver qué no son las bienaventuranzas.
-Frecuentemente se han considerado las bienaventuranzas como las pautas de vida del cristiano, como el camino para seguir a Cristo; ni Cristo las presenta como tales, pues simplemente hace una relación de quiénes son dichosos, ni podemos nosotros interpretarlo así, puesto que en ellas para nada se habla de seguimiento de Cristo. A Jesús no se le sigue simplemente llorando, porque hay muchos que lloran y eso no significa que le sigan a él; ni basta con ser pobres, pues hay muchos pobres de quienes no se pueden decir en absoluto que sigan a Cristo, etc.
-Tampoco se pueden entender las bienaventuranzas como el código de ética cristiana, o como los mandamientos de la nueva ley. Cristo no dio más que un mandato, el del amor; y las bienaventuranzas, repito, no son más que una relación de quiénes son dichosos; ni siquiera tienen la forma gramatical de unos mandatos.
-Las bienaventuranzas no son un seguro para la felicidad, ni indican el camino a seguir para alcanzar la felicidad, ni son una bendición que cause la felicidad, ni son, tampoco, un seguro para la salvación; nos demuestra la experiencia que cientos de personas sufren, lloran, pasan hambre... y no son felices. Las bienaventuranzas no aseguran al pobre que, por el simple hecho de serlo, sea feliz -la experiencia nos lo demuestra. Esa pobreza ha de tener un por qué que la explique y le dé sentido.
-Mucho menos se puede decir que sean un consuelo, una anestesia contra los males del mundo; ésta sería una solución alienante para tales males o problemas -en realidad ni siquiera sería solución-; sería una salida esclavizadora, impropia del estilo de Jesús. Las bienaventuranzas, entendidas como bálsamo serían, en realidad, verdadero opio en manos de los poderosos.
Es importante observar que lo que se declara bienaventurado son las personas y no las situaciones. La observación es importante porque ello significa que las bienaventuranzas no convalidan o consagran situaciones sociológicas de injusticia y dolor, sino que alaban a personas activas, a personas que llevan adelante una tarea dolorosa o que han hecho una opción dolorosa. En la segunda parte de cada bienaventuranza, Jesús promete en nombre de Dios a todas estas personas un final a su sufrimiento y dolor.
En definitiva, las bienaventuranzas no son algo anterior a un encuentro con Cristo, algo que nos acerque a él, etc., sino todo lo contrario: las bienaventuranzas son algo «a posteriori» de un encuentro personal con Cristo. No son otra cosa que la nueva realidad de los que han optado por Cristo. Las bienaventuranzas no son sino algo que sucede después de haberse decidido por Jesús, lo que uno se va a encontrar en su vida después de dar un sí a Cristo.
Quien se ha encontrado con Cristo y se ha definido a favor de él no tiene más remedio que optar por un cierto estilo de vida. Y quien no opta por tal estilo de vida -que no es otro que el mismo estilo de Jesús- es que o no se ha encontrado real y personalmente con Cristo o que habiéndose encontrado con él, lo ha rechazado. Cristo no engaña; en repetidas ocasiones avisa que, quien quiera seguirle, está llamado a amar de modo definitivo a los demás; y amar implica darse, y darse es renunciar a sí mismo; por eso, quien opta por Cristo acaba siendo pobre, porque no le queda más remedio; y acaba sufriendo, porque el amor que debía existir entre todos los hombres aún no es una realidad; y acaba llorando, teniendo misericordia, trabajando por la paz, siendo limpio de corazón, pasando hambre y sed de justicia...
Esta es la realidad de las bienaventuranzas: que no son otra cosa que la nueva realidad de los que han optado por Cristo. Las bienaventuranzas no son sino algo que sucede después de haberse decidido por Jesús, lo que uno se va a encontrar en su vida después de dar un sí a Cristo. Por eso es dichoso el pobre: porque su pobreza es fruto de una opción por Jesús. Quien llora porque se le ha muerto su madre no es bienaventurado; todos lloran cuando pasan tal trance. Quien llora porque el seguir a Jesús le hace comprender cosas que hacen llorar, quien llega a llorar como efecto de seguir a Cristo, ese es dichoso. Y así con todas las bienaventuranzas. Lo primero es, pues, la decisión por Cristo; y luego, por haber hecho tal opción, seremos dichosos. Y si lo intentamos al revés no conseguiremos nada. La dicha no puede venir por sí sola sino, únicamente, como fruto de nuestra decisión en favor de seguir a Cristo.
El ámbito de las bienaventuranzas es religioso. Es decir, presuponen una toma de posición previa por Jesús y por el reinado de Dios. Jesús se dirige exclusivamente a los que han tomado posición por él y por el Reino (=a los discípulos). Esta toma de posición previa le lleva al discípulo a adoptar posturas concretas. Estas posturas le colocan unas veces en situaciones penosas y otras en actividades cuya realización comporta una serie de dificultades. Tanto en unos casos como en otros el discípulo puede llegar a experimentar el desánimo, la tentación de mandarlo todo a paseo o puede incluso «quemarse». Es aquí, ante estas posibilidades muy humanas, donde interviene Jesús y le dice al discípulo: «No te desanimes. No eres ningún desgraciado. Todo lo contrario: eres un bienaventurado. Eres tú quien está construyendo el Reino y llegará un día en que esto aparezca con toda claridad». La perspectiva de futuro que Jesús introduce no es una evasión; es, sencillamente, la certeza que necesita el luchador de que su lucha no es una quimera, la certeza de que su lucha vale la pena porque efectivamente lleva a un termino glorioso.
Es difícil comentar este precioso pasaje pues nos parece que no hemos entendido nada de las bienaventuranzas (yo, al menos, no las he entendido) y que resulta muy arriesgado intentar comprenderlas. Es una página inquietante, pues decimos que queremos vivir este retrato de Jesús pero en realidad vamos detrás de otros modelos… Buena jugada nos hizo Cristo con las bienaventuranzas; no hay que ver más que las elucubraciones mentales que se han hecho para aguar su contenido. Y se comprende, porque, tomadas directamente, es algo de locos… en la Eucaristía podemos meternos algo en este misterio de amor… que es ya para esta vida.  Hay una bendición descendente y una bendición ascendente, que se emparenta con la eucaristía o acción de gracias (p.ej. Lc 1,68: "Bendito sea el Señor, Dios de Israel..."). Nuestra plegaria eucarística es al propio tiempo bendición ascendente, que alaba al Padre, y descendente, que consagra las ofrendas. La maldición propiamente dicha (hebreo arur, griego epikatáratos, latín maledictus) es una palabra también eficaz pero destructora, que realiza aquello con que amenaza (p.ej., Mt 21,18-19=Mc 11,12-14.20-21; la higuera estéril, maldecida por Jesús se seca). La bienaventuranza (hebreo astrá, griego makarios, latín beatus) es una congratulación por la felicidad que ya existe, o que viene. En el lenguaje popular primitivo era una forma de cumplimentar a alguien, como cuando nosotros decimos "¡enhorabuena!", o "¡te felicito!".
Un ejemplo curioso es el de 1 R 10,8, en que la reina de Saba, para elogiar la sabiduría de Salomón, felicita a sus cortesanos: "Dichosos tus dignatarios, que están siempre ante ti escuchando tu sabiduría!"; o aquel delicado elogio a Jesús, a través de una felicitación a su madre (Lc 11,27). El lenguaje religioso tomó esta forma literaria popular y la convirtió en fórmula hímnica (se celebra a Dios proclamando dichosos al pueblo que él ha escogido, los fieles que le sirven y los piadosos que ponen en él su confianza); o también en una forma de bendición sacerdotal dirigida a los fieles que acudían al templo. Antiguas formas de bendición fueron utilizadas más adelante como conclusión de un mensaje escatológico o de un canto apocalíptico. Finalmente, las bienaventuranzas pasaron al lenguaje sapiencial (especialmente en los salmos) para hacer el elogio de las ventajas que procura la sabiduría y de los beneficios que provienen de vivir según las enseñanzas de los sabios. pero aunque muchas bienaventuranzas se encuentran en salmos sapienciales (22 sobre 36, o sea el 61 por ciento de las bienaventuranzas del A.T.) es porque los salmos recogen textos litúrgicos más antiguos; son los sabios los que, en más de un caso, han sido influenciados por los salmistas, y no al revés (en este análisis seguimos, contra la opinión más habitual, las investigaciones de E. Lipinski).
La antítesis de la bienaventuranza es la conminación, amenaza o ay (hebreo hoi, griego ouai, latín vae), que a menudo, más que expresar el deseo de que se produzca una desgracia, es un anuncio profético, que no pocas veces implica una exhortación a convertirse para escapar del mal amenazado, o a escarmentar viendo el mal que ha caído sobre una persona o un pueblo (como en los "ayes" de Jesús contra las ciudades impenitentes de Galilea, a las que recuerda la suerte de Tiro, Sidón y Sodoma: Mt 11,20-24). De este modo, estas formas literarias se prestan a un uso parenético o moral, para inculcar un juicio de valores, recomendar un estilo de vida y, en definitiva, indicar las condiciones para entrar en el Reino de Dios (Hilari Raguer).
 
 
 

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