jueves, 17 de diciembre de 2009

Jueves de la 1ª semana de Adviento. Cristo, fundamento para la vida eterna. Que entre un pueblo justo, que observa la lealtad. El que cumple la voluntad del Padre entrará en el reino de los cielos

Jueves de la 1ª semana de Adviento. Cristo, fundamento para la vida eterna. Que entre un pueblo justo, que observa la lealtad. El que cumple la voluntad del Padre entrará en el reino de los cielos

 

Libro de Isaías 26,1-6. Aquel día, se cantará este canto en el país de Judá: «Tenemos una ciudad fuerte, ha puesto para salvarla murallas y baluartes: Abrid las puertas para que entre un pueblo justo, que observa la lealtad; su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en ti. Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la Roca perpetua: doblegó a los habitantes de la altura y a la ciudad elevada; la humilló, la humilló hasta el suelo, la arrojó al polvo, y la pisan los pies, los pies del humilde, las pisadas de los pobres.»

 

Salmo 117,1 y 8-9.19-21.25-27a. R. Bendito el que viene en nombre del Señor.

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes.

Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor: los vencedores entrarán por ella. Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mí salvación.

Señor, danos la salvación; Señor, danos prosperidad. Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor; el Señor es Dios, él nos ilumina.

 

Evangelio según san Mateo 7,21.24-27. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«No todo el que me dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente.»

 

Comentario: 1. Is 26,1-06. "¡Tenemos una ciudad fortificada! ¿Quién podrá derrocarnos?... ¡Somos dueños de la mitad del mundo! ¿Quién podrá igualarnos?" Extensa letanía del orgullo humano, en la que van desfilando los títulos de seguridad, seguidos, como un estribillo, por el eco de las guerras, el clamor de los explotados y la muerte de los oprimidos. Basta que se produzca una inesperada devaluación del oro, y veréis temblar en sus cimientos a esa gente que vive en nuestras ciudades cimentadas sobre arena. ¿Acaso no se escribe la historia sobre la base de las civilizaciones destruidas? Pero el hombre es incorregible, y media un abismo entre nuestros relatos de historia y la Historia vista desde el lado de Dios, en ese Reino inaudito en el que la gente pobre goza de consideración y los humildes rebosan de alegría. "No tenemos aquí ciudad permanente... Nuestra morada está destinada a permanecer eternamente"... ¿Construimos para cien años o construimos para siempre? ¿Cuál es nuestra Jerusalén? ¿La que se jacta de tener muro y antemuro o "la que baja del cielo engalanada como una novia ataviada para su esposo"? ¿Ciudad protegida contra la guerra o ciudad inerme abandonada al amor? ¿Ciudad de los hombres o ciudad de Dios? "Los que confían en el Señor son como el monte Sión", dice otro salmo. Pero un día, Sión fue, a su vez, arrasada... ¡El que pone su confianza en el Señor no morirá jamás! (Mt 7,21.24-27). Hombre, ¿en qué tienes puesta tu confianza? ¿En el dinero, en el poder, en la seguridad...? Sábete que tu derrumbamiento será total. Porque sólo hay un valor seguro, y ese valor se llama "Dios" (com. de Sal Terrae).

Esta profecía de Is. anuncia "la comunidad espiritual", la Iglesia, ciudad fuerte. "Ha puesto para salvarla murallas y baluartes". Tenemos una doble defensa, una defensa que ningún enemigo podría destruir. Debemos dar gracias a Dios por habernos llamado a la Iglesia. La ciudad de Dios, como la llamaba s. Agustín. Ella me revela a Jesús. Me alimenta. Me conforta, cura mis fragilidades. Mis pecados. "Abrid las puertas para que entre un pueblo justo". Yo tengo que abrir cada vez más de par en par las puertas de mi razón, de mi voluntad, de mi corazón, para ir adquiriendo esta justicia y esta fidelidad, que es la que concede el verdadero derecho de ciudadanía en esta ciudad de Dios. ¿Es la Iglesia mi seguridad? ¿De qué modo me apoyo en ella? O bien... ¿me apoyo en mis propias fuerzas, en mis propios juicios, criticando a la Iglesia? Confiad siempre en el Señor. "El que escuche estas palabras mías". Dios es la roca verdadera. Imagen de la solidez de la piedra que Jesús repetirá en el evangelio. El tema de la lucha entre las dos ciudades, Babilonia y Jerusalén, símbolo de la lucha entre el mal y el bien, es constante en la Biblia (Apocalipsis 18,21).

-Aquel día se entonará este cantar en el país de Judá: «¡Ciudad fuerte tenemos!». Ciertamente no se trata de Jerusalén ni de Babilonia consideradas como capitales geográficas. Jesús podrá anunciar incluso la destrucción de Jerusalén. De hecho, esa profecía de Isaías anuncia «la comunidad espiritual», la Iglesia, Ciudad fuerte. Con ello responde a la necesidad profunda de seguridad que habita en todos los hombres. ¿Es la Iglesia mi seguridad? ¿De qué modo me apoyo en ella? o bien... ¿me apoyo en mis propias fuerzas, en mis propios juicios? criticando a la Iglesia...

-Para protegernos, el Señor le ha puesto murallas y antemuro... Hermosa imagen. Doble defensa. Y es Dios quien edifica la muralla. No olvidemos que en aquella época todos los habitantes de Jerusalén -y el mismo Isaías- cada semana tenían noticias alarmantes de la caída de tal o cual ciudad, en el reino del Norte, distante unos cincuenta kilómetros. Considero, también mis propias fragilidades. Y te pido, Señor, que seas mi muralla, la muralla de los míos y de todos los hombres. Protégenos del mal!

-¡Abrid las puertas! Y entrará la nación justa, la que guarda fidelidad. No solamente los ciudadanos de Jerusalén. Isaias pide a sus conciudadanos que abran su mentalidad, porque la ciudadanía de esta ciudad la crean la "justicia" y la «fidelidad» y no el hecho de pertenecer a una raza o a un país. La puerta está abierta a todos los pueblos, a todos los hombres justos y fieles. En el evangelio resuena esta apertura. ¿Y yo? Tú construyes "la paz" sólidamente, Señor. Los hombres de HOY, más aún que los de épocas precedentes, saben que la guerra es destrucción, desgracia, muerte. Saben también que la paz no es propiedad particular, sino que su suerte se juega en el plan internacional pues toda guerra, incluso local, repercute en el resto de la humanidad. Las enseñanzas del Papa insisten sobre ese tema frecuentemente: ¿cómo es posible tanta indiferencia sobre este asunto? ¿que la masa de los hombres, aunque aspire a la paz, no se comprometa más decididamente en una acción conjunta en favor de la paz? Construir la paz, con Dios. ¡Cuán lejos estamos de ello, Señor! Y esto comienza ya a nivel de nuestras relaciones humanas. Construir la paz con los que viven conmigo.

-Poned vuestra confianza en el Señor, porque en El tenemos una Roca para siempre. La seguridad de las ciudades antiguas se debía, a menudo, a su situación; Jerusalén, por ejemplo, era considerada inexpugnable porque estaba admirablemente situada sobre un espolón rocoso, lugar muy estratégico para la defensa. Los profetas desarrollan el tema: Dios-roca. La verdadera seguridad de una ciudad no procede de sus medios humanos de defensa, sino de su apoyo en Dios: ¡Dios es la roca verdadera! Imagen de la solidez de la piedra, que Jesús repetirá en el evangelio. "Edificar su casa sobre roca"... "Tú eres Pedro, tú eres Roca, y sobre esta piedra, sobre esta Roca, edificaré mi Iglesia".

-El derroca a los que viven en las alturas y humilla la ciudadela inaccesible. Este es el tema complementario: la fragilidad de las seguridades humanas (Noel Quesson).

Por medio de Jesús, Dios se ha hecho cercanía del hombre. Dios jamás ha abandonado a los suyos. Para los Israelitas la Palabra de Dios se ha hecho Ley que los guía; por eso tratan, no sólo de entenderla, sino de cumplirla hasta los más mínimos detalles, y le entonan cantos de alabanza. Para algunos Israelitas más abiertos al Señor, su Palabra también ha tomado cuerpo en los profetas, a quienes escuchan como al mismo Dios y se dejan conducir por Él. Llegada la plenitud de los tiempos la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, no sólo mostrándonos el camino que nos conduce al Padre, sino haciéndose Camino, Verdad y Vida para nosotros. En nuestros días la Palabra se ha hecho Iglesia, no al margen de Jesús, pues lo tiene a Él por Cabeza. A la Iglesia corresponde la responsabilidad de continuar haciendo presente en la historia al Hijo Encarnado, Salvador de todo. Dios así ha querido exaltar a los humildes y humillar hasta el suelo a los poderosos para que sirvan de camino que pisan los pies de los humildes y los pobres. Ojalá y, fortalecidos y guiados por el Espíritu de Dios, nos mantengamos fieles al Señor y seamos, en verdad, la manifestación del Reino de Dios en nuestro mundo, no humillados, sino exaltados a la diestra del Padre por nuestra fe en Cristo Jesús.

Nos encaminamos hacia la ciudad de sólidos cimientos en medio de pruebas, tentaciones y tensiones. Nos encontramos en medio de una sociedad en la que se dan continuas luchas por el poder. La paz muchas veces se deteriora cada vez más en torno nuestro. No podemos hablar con toda lealtad de que reine la justicia entre nosotros. La fidelidad se convierte en apariencia cuando no somos capaces de ser fieles a nuestros propios compromisos, y nos dejamos dominar por la corrupción, buscando nuestros propios intereses. Sin embargo el Señor ha formado a su Iglesia para convertirla en un signo de justicia, de fidelidad y de paz. Y esa Iglesia la vamos conformando cada uno de nosotros, que creemos en Cristo Jesús. Nosotros somos los responsables de hacer que brille, cada vez con mayor claridad, el rostro resplandeciente de Cristo, como único camino de salvación para la humanidad. Si nosotros no vivimos en paz, como hermanos; si no somos fieles a la fe que profesamos en Cristo, si no vivimos en la justicia, difícilmente podremos hacer creíble el Evangelio que anunciamos; difícilmente podremos dar a luz una nueva humanidad en Cristo Jesús.

 

2. Sal 117 Confiemos siempre en el Señor, pues Él nos ama con un amor siempre fiel. Dios ha venido a nosotros, descendiendo desde su cielo, y haciéndose uno como nosotros. A nosotros corresponde abrirle las puertas de nuestro corazón para que ahí se digne morar como en un templo. A pesar de que tal vez el pecado ha manchado nuestra vida, el Señor se acerca a nosotros como poderoso salvador. Él quiere que su victoria sobre el pecado y la muerte sea también victoria nuestra; por eso nos invita a una constante purificación para que su presencia en nosotros realmente se convierta en una bendición y no en motivo de maldición, de destrucción y de muerte. El Señor que se acerca a nosotros viene para convertirse en luz que nos ilumine para dejar de caminar en las tinieblas del pecado y en las sombras de muerte. Dejémonos amar y purificar por Él para que podamos ser signos de la presencia del Señor en el mundo por medio de quienes le viven fieles.

Dios es bueno y misericordioso para con todos los que confían en Él. Sabemos que somos frágiles, y que muchas veces podemos ser vencidos por el mal, por el pecado, por nuestra concupiscencia; pues nuestra naturaleza, dañada por el pecado, muchas veces se inclina más al mal que al bien. Por eso la realización del bien en nosotros no depende únicamente de nuestras débiles fuerzas, y de nuestras decisiones personales; es necesaria la gracia de Dios. Sólo así podremos entrar algún día en el Templo Santo de Dios para permanecer con Él eternamente. Confiar en el Señor, confiarle plenamente nuestra vida; unirnos a Cristo Jesús para llegar a ser en Él hijos de Dios, es la única puerta que se nos abre para entrar a unirnos con Dios. Acudamos al Señor, siempre dispuesto a escucharnos y a perdonarnos, pues Él quiere salvarnos, pues ha venido no a condenarnos, sino a llevarnos sanos y salvos a su Reino celestial.

 

3. "Vivamos con justicia y piedad en el tiempo presente, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios" (Antífona de Comunión: Tito 2, 12-13).

 

El Evangelio (Mt 7,21.24-27) nos muestra hoy cómo "Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial". Y nos indica el modo en que hemos de edificar nuestra vida: "Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina»". ¿Es la fe, o son las obras, lo que salva? En nuestro mundo vemos muchas cosas en contraste con lo que indica la Iglesia, la sociedad no es como "tendría que ser", y esto lleva a muchos a soñar tiempos mejores, y sufrir por la condenación de tantas almas, y nos gustaría cambiarlo todo enseguida, aún a costa de la libertad. En la Encíclica sobre "Salvados por la esperanza", Benedicto XVI indica: "el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica. Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza". No está ahí nuestro fundamento: "El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica– « merecer » el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo « merecido », sino siempre un don". Dios nos sigue amando igual, aunque nosotros no nos portemos bien. El corazón de Dios se vuelca en nosotros como hijos suyos, más allá de la realidad concreta de nuestras obras buenas o malas. El otra día un niño, enfadado con su padre, le decía: "¡ya no te quiero!" y el padre le contestaba: "pues yo sí, te seguiré queriendo siempre". Así hace Dios...

Cuantas angustias se han causado, por no explicar bien como es Dios, mostrándolo como "justiciero"... toda justicia divina hay que entenderla desde esta misericordia.

Dicen de un niño que era un desastre, la maestra en lugar de reñirlo se le acercó, él esperaba ya una bofetada, pero ella le dio un beso, y le ayudó. Al cabo de los años, el chico, ya bien situado a la vida, le escribió a la maestra que no había tenido experiencia de los padres, vivía con unos tíos, y "el beso de aquel día fue el primero que recuerda de su vida", que a partir de aquel momento cambió. Eso es lo que hace el amor, nos lleva a la salvación. En una sociedad inmersa dentro del remolino de mejorar el bienestar temporal nos ayuda a verlo todo -el hombre y la creación entera- desde la felicidad última, no solo lo que somos sino sobre todo lo que estamos llamados a ser.

Pienso que nosotros no podemos acoger este don infinito de Dios sino ensanchando nuestro corazón para poderlo llenar según la capacidad, por eso las obras importan, como sigue diciendo el Papa: "No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la « plusvalía » del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como « colaboradores de Dios », han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1 Co 3,9; 1 Ts 3,2)". Como la Escritura hay que leerla en el contexto de su unidad, sabemos que los que creen no quedarán confundidos; todos los que reconocen a Jesús como Salvador y así lo invocan, se salvarán (Romanos 10,9-13). Pero la fe «obra mediante la caridad», que está proyectada a la felicidad de los demás, a trabajar en la construcción del mundo en que vivimos. Por eso, «sed, pues, ejecutores de la palabra y no os conforméis con oírla solamente, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1,22); «la fe, si no tiene obras, está verdaderamente muerta» (2,17); «como el cuerpo sin alma está muerto, así también la fe sin obras está muerte» (2,26). Es lo que el Señor nos dice hoy: «No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (7,21).

Se trata de "escuchar y cumplir; es así como construimos sobre roca y no encima de la arena. ¿Cómo cumplir? Preguntémonos: ¿Dios y el prójimo me llegan a la cabeza —soy creyente por convicción?; en cuanto al bolsillo, ¿comparto mis bienes con criterio de solidaridad?; en lo que se refiere a la cultura, ¿contribuyo a consolidar los valores humanos en mi país?; en el aumento del bien, ¿huyo del pecado de omisión?; en la conducta apostólica, ¿busco la salvación eterna de los que me rodean? En una palabra: ¿soy una persona sensata que, con hechos, edifico la casa de mi vida sobre la roca de Cristo?" (A. Oriol Tataret). Esta es la fundamentación que pedimos hoy en nuestra plegaria: "Tú, Señor, estás cerca, y todos tus caminos son verdad y vida; hace tiempo comprendí que tus preceptos son fuente de vida eterna" (Antífona de entrada; Sal 118, 151-152). Que estos preceptos sean vividos por todos los cristianos, por todos los hombres, y para ello que especialmente los sientan aquellos corazones que alguna vez pensaron en entregarse a Dios y a los demás, esos instrumentos que el Señor necesita para venir a la tierra, y extender el amor. Que esas personas que conocieron de cerca la Verdad, y por flaqueza se apartaron, vuelvan al arado. Y que todo el mundo, todos los hombres de cualquier raza, lengua o religión, participe de esta esperanza de Navidad.

-No todo aquel que dice ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos. Sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial. Quiero primero repetirme varias veces esta frase, Señor. Quiero oírla de Tu propia boca, como si Tú me la dijeras hoy. Sin embargo, sé muy bien que tenemos necesidad de orar y que a menudo nos has recomendado también la oración. Sé que no rezo lo suficiente. Pero, en tu espíritu, la "oración" y la "acción" no se oponen. Dices: "No basta rezar..." Pero hay que hacerlo, para que pueda decirse que ello no basta. Ahora es mi momento de oración. Digo "Señor, Señor". Por lo tanto acepto todo lo que me reveles en este texto: Tú me envías de nuevo a mis tareas humanas, a mis responsabilidades de cada día. Se trata de pasar con naturalidad de la "oración" a la "acción". Pausadamente procuro descubrir y contemplar la "voluntad del Padre"... luego voy a "hacer esta voluntad". Lo que interesa a Dios en mi vida no son únicamente mis momentos de oración... sino todos los momentos de mi jornada. ¿Qué esperas de mí, Señor, en el día de hoy?

-Cualquiera que escucha estas mis instrucciones, y las practica.. Es la misma idea: un ritmo de vida esencial en dos tiempos: -Escuchar... -Poner en práctica.. Señor, ayúdame a fin de que te escuche verdaderamente. Concédeme que esté atento a tu voz. Señor, ayúdame; que mi obrar sea verdadero, que mis actos sean conformes a lo que Tú quieres.

-Será semejante a un hombre cuerdo que fundó su casa sobre piedra. Lo que me pasa, Señor, es que no veo toda la importancia que tienen las cosas que llenan mis jornadas. Las hago, una después de otra, porque hay que hacerlas; ¡pero sin valorarlas! Entonces resulta que encuentro esas jornadas muy banales y vacías.

Sin embargo, mis días podrían ser grávidos y sólidos como la roca. ¡Si yo supiera edificarlos siempre sobre tu Palabra, sobre tu querer, sobre ti! Señor, ayúdame a edificar mi vida sobre la roca, sobre ti. ¡Edificar sólidamente! Construir. La humanidad necesita hombres y mujeres sólidos, constructivos que edifiquen lo que es sólido con Dios.

-Pero, cualquiera que oye estas mis instrucciones y no las pone en práctica... Esta palabra debería hacer reflexionar a aquellas personas que dicen "soy creyente... pero no soy practicante..." Es verdad que hay muchas maneras de "practicar": se puede practicar la caridad, la justicia, la plegaria, la bondad... practicar la fe... Pero Jesús parece decirnos que hay que ser honrado, y no contentarse con buenos sentimientos o buenas intenciones: si decimos creer, hay que aplicar la fe a la vida. Hay que aplicar la caridad, si decimos amar. Lo contrario ¡es ser como una "casa edificada sobre la arena"! (Noel Quesson).

Tener una ciudad fuerte, asentada sobre roca, inexpugnable para el enemigo, era una de las condiciones más importantes en la antigüedad para sentirse seguros. Sus murallas y torreones, sus puertas bien guardadas, eran garantía de paz y de victoria.

La imagen le sirve al profeta para anunciar que el pueblo puede confiar en el Señor, nuestro Dios. Él es nuestra muralla y torreón, la roca y la fortaleza de nuestra ciudad. Y a la vez, con él podemos conquistar las ciudades enemigas, por inexpugnables que crean ser.

-¿Babel, Nínive?-, porque la fuerza de Dios no tiene límites. Sólo acertaremos en la vida si ponemos de veras nuestra confianza en él: «mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres» (salmo). Un pueblo que confía en el Señor, que sigue sus mandatos y observa la lealtad, es feliz, «su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en ti». Mientras que los que confían en las murallas de piedra, y se sienten orgullosamente fuertes, se llevarán pronto o tarde un desengaño. Nuestra Roca es Dios. En él está nuestra paz y nuestra seguridad. Él nos llevará a la Jerusalén celestial, la ciudad de la fiesta perpetua.

El evangelio también nos habla de edificar sobre roca. Jesús -al final del sermón de la montaña- nos asegura que está edificando sobre roca, y por tanto su edificio está garantizado, aquél que no sólo oye la Palabra sino que la pone por obra. Edifica sobre arena, y por tanto se expone a un derrumbamiento lastimoso, el que se contenta con oír la Palabra o con clamar en sus oraciones ¡Señor, Señor!

Cuando Jesús compara la oración con las obras, la liturgia con la vida, siempre parece que muestra su preferencia por la vida. Lo que quedan descalificadas son las palabras vacías, el culto no comprometido, sólo exterior.

 

¿Cómo estamos construyendo nosotros el edificio de nuestra casa, de nuestra persona, de nuestro futuro? ¿cómo edificamos nuestra familia, nuestra comunidad, nuestra Iglesia y sociedad? La imagen de las dos lecturas es clara y nos interpela en este Adviento, para que reorientemos claramente nuestra vida. Si en la construcción de nuestra propia personalidad o de la comunidad nos fiamos de nuestras propias fuerzas, o de unas instituciones, o unas estructuras, o unas doctrinas, nos exponemos a la ruina. Es como si una amistad se basa en el interés, o un matrimonio se apoya sólo en un amor romántico, o una espiritualidad se deja dirigir por la moda o el gusto personal, o una vocación sacerdotal o religiosa no se fundamenta en valores de fe profunda. Eso sería construir sobre arena. La casa puede que parezca de momento hermosa y bien construida, pero es puro cartón, que al menor viento se hunde.

b) Debemos construir sobre la Palabra de Dios escuchada y aceptada como criterio de vida. Seguramente todos tenemos ya experiencia, y nuestra propia historia ya nos va enseñando la verdad del aviso de Isaías y de Jesús. Porque buscamos seguridades humanas, o nos dejamos encandilar por mesianismos fugaces que siempre nos fallan. Como tantas personas que no creen de veras en Dios, y se refugian en los horóscopos o en las religiones orientales o en las sectas o en los varios mesías falsos que se cruzan en su camino. El único fundamento que no falla y da solidez a lo que intentamos construir es Dios. Seremos buenos arquitectos si en la programación de nuestra vida volvemos continuamente nuestra mirada hacia él y hacia su Palabra, y nos preguntamos cuál es su proyecto de vida, cuál es su voluntad, manifestada en Cristo Jesús, y obramos en consecuencia. Si no sólo decimos oraciones y cantos bonitos, ¡Señor, Señor!, sino que nuestra oración nos compromete y estimula a lo largo de la jornada. Si no nos contentamos con escuchar la Palabra, sino que nos esforzamos porque sea el criterio de nuestro obrar. Entonces sí que serán sólidos los cimientos y las murallas y las puertas de la ciudad o de la casa que edificamos.

c) Tenemos un modelo admirable, sobre todo estos días de Adviento, en María, la Madre de Jesús. Ella fue una mujer de fe, totalmente disponible ante Dios, que edificó su vida sobre la roca de la Palabra. Que ante el anuncio de la misión que Dios le encomendaba, respondió con una frase que fue la consigna de toda su vida, y que debería ser también la nuestra: «hágase en mí según tu Palabra». Es nuestra maestra en la obediencia a la Palabra (J. Aldazábal).

Una de las afirmaciones del sermón de la montaña que más nos puede cuestionar es la del texto que acabamos de leer: "No todo el que dice Señor, Señor entra en el Reino de los cielos". Las prácticas religiosas entre nosotros están, muchas veces, llenas de repeticiones de palabras que no trascienden al compromiso de vida cristiana. Pero el Señor nos exhorta: "No basta decirme 'Señor, Señor' para entrar en el Reino de Dios, no; hay que poner por obra el designio de mi Padre del cielo" (v. 21). Hay que hacer notar que al destacar al "Padre del cielo" (cfr. Mt 6, 9b en el Padrenuestro que está ubicado en el sermón del monte), Jesús no quiere discípulos que cultiven sólo una relación con él, sino seguidores que, unidos a él trabajen por cambiar la situación de la humanidad, cumpliendo así la voluntad de su Padre. Al final de la vida nadie podrá aducir en su favor el devoto reconocimiento de Jesús, llamándolo Señor, o alegando su activismo religioso (profetizar, expulsar demonios), si se ha apartado de las exigencias fundamentales del Reino, si sus obras no nacieron del amor, si no contribuyeron a cumplir el designio del Padre.

Termina el sermón del monte con una parábola en la que se contraponen el hombre sabio que edifica su casa sobre cimientos firmes y el que la edifica sobre arena; ellos representan a los, que han escuchado la palabras de Jesús y han hecho de estas palabras el modelo de su vida están en capacidad de sostenerse a pesar de los embates de las persecuciones, han edificado su vida con bases firmes, las exigencias del Reino sintetizadas en las bienaventuranzas. Pero también existen otros que no ponen en práctica lo escuchado; su vida está perdida desde el momento en que no se comprometen con las exigencias de Jesús.

Una empresa difícil es la propuesta del Reino, pero nada podemos temer si confiamos en el Señor; él es la roca segura, y quien se acerca a él está firme y mantiene la paz (servicio bíblico latinoamericano).

El otro día leía una pasaje de un libro: "Misioneros claretianos en China". Un anciano misionero narra sus recuerdos ya lejanos y entre ellos cuenta cómo un día llegó a su remota misión un joven misionero al que sacaban enfermo de una aldea del interior donde todavía se encontraba aprendiendo la lengua china, ya que solamente llevaba un año en la misión. Oigamos su conversación:

- "Agustín, me dijo, esto se acaba. Yo presiento que me voy. Y me pregunto, si ha merecido la pena venir a China para acabar tan pronto y sin haber evangelizado casi nada.

- Sí ha merecido la pena, le contesté: ahora puedes contar en tu vida con el no pequeño sacrificio de haber dejado a los tuyos en lejanas tierras, por amor a Dios y por amor a las almas. ¿O es que no te costó nada dejar a los tuyos?

- Sí, me costó mucho, muchísimo. Pero, ¡qué pena!, no he podido dar casi nada a los demás.

- Eso no es verdad, le contesté. Les estás dando mucho. Les estás dando tu juventud, tus dolores, tus ilusiones, tu conformidad a la voluntad del Señor... Es mucho lo que les has dado y les estás dando".

Pocos días después aquella vida se apagaba definitivamente para la tierra. Tenía 27 años de edad. Su cuerpo sigue reposando en una pequeña tumba solitaria en un lugar de la inmensa e remota China.

Vuestro hermano en la fe, Vicente.

En la lectura de hoy, Mateo pone en labios de Jesús la imagen de la roca que ya nos había presentado Isaías. Se trata del final del llamado "sermón de la montaña", cuando Jesús urge a sus discípulos a apropiarse de sus palabras poniéndolas en práctica. No basta confesar en el culto que Jesús es el Señor. Hay que manifestarlo en la vida cumpliendo la voluntad del Padre celestial, que se expresa plena y definitivamente en las palabras de Jesús. Dice el Señor que el que así obra es como si construyera su casa sobre la roca, de la cual hablamos ya a propósito de la 1ª lectura. Lo contrario, ser entusiastas en el culto, y de labios para fuera, pero no realizar las palabras de Jesús, es cometer la estupidez de construir una casa sin cimientos. Esto se aplica a cada individuo, a cada uno de los discípulos que escuchan las enseñanzas del maestro; pero puede aplicarse también a cada comunidad cristiana, a la Iglesia en general. Sólo durarán, en medio de las turbulentas corrientes de la historia, aquellas comunidades que pongan firmemente los cimientos en la roca de la palabra de Jesús.

Así como la imagen de la barca, también la imagen de la roca representa a la Iglesia. Imagen de seguridad y de confianza, siempre y cuando estén asentadas en la docilidad y obediencia a la Palabra de Dios. En el mismo evangelio de Mateo oímos que Jesús promete a Pedro constituirlo en "piedra", en roca sobre la cual construirá su Iglesia (16,18), contra la cual no prevalecerán los poderes del mal y de la muerte. No porque la iglesia haya sido perfecta, sin defecto, sino porque a pesar de sus pecados, el Señor la ha mantenido firmemente asentada, como "signo universal de salvación", sobre la roca de los apóstoles, en medio de las encontradas corrientes de la historia.

Nosotros, los cristianos de este tercer milenio, somos ahora los responsables de mantener la fidelidad de la iglesia a su Señor. Para que ella pueda seguir cumpliendo su misión de manifestar la salvación de Dios a todos los seres humanos (J. Mateos-F. Camacho).

Dios nos ha enviado su Palabra, que se ha hecho uno de nosotros, no para que vuelva al cielo con las manos vacías, sino para que, haciendo la voluntad de quien le Envió, nos libere de la esclavitud del Pecado, y nos haga hijos de Dios y participantes de su Gloria. No podemos conformarnos con escuchar la Palabra de Dios a la ligera. No basta con rezar para salvarse, pues no todo el que llame a Jesús Señor se salvará, sino sólo el que cumpla la voluntad de su Padre, que está en los cielos. La cercanía del Señor a nosotros no es sólo para que nos alegremos con Él, sino para que vivamos un auténtico compromiso de fe con Él, de tal forma que toda nuestra vida se edifique en Él; y que, por tanto, seamos en el mundo un verdadero reflejo del amor que Dios nos ha manifestado por medio de su Hijo. Cuando el Señor vuelva, nuestro amor en Él debe estar tan enraizado, que podamos mantenernos firmes ante Él; pues si sólo le llamamos Señor con los labios mientras nuestras obras eran inicuas, al final lo único que sucederá es que nos derrumbemos irremediablemente. Pero, mientras aún es de día, dejemos que el Señor haga su obra de salvación en nosotros para que lleguemos a ser dignos hijos de Dios tanto con nuestras palabras, como con nuestras obras y toda nuestra vida misma.

En la Eucaristía el Señor dirige a nosotros su Palabra, y nos manifiesta que no hemos de amar sólo con los labios, sino con la vida misma que se entrega en favor de los demás para liberarlos de sus esclavitudes. El Señor mismo ha entregado su vida por nosotros. Esta entrega en un amor hasta el extremo por nosotros es lo que nos reúne en torno a Él en estos momentos. Así Dios se manifiesta para nosotros como el Camino que hemos de seguir quienes creemos en Él y queremos serle fieles. Por eso, la Eucaristía no sólo es un acto litúrgico con el que damos culto a Dios, sino que es también todo un compromiso para nosotros que, al unir nuestra vida a Cristo, junto con Él tomamos nuestra cruz de cada día, dispuestos a amar a nuestro prójimo hasta el extremo, con tal de que también Él participe de la vida y del amor que Dios nos manifestó en su Hijo Jesús.

En el Padre nuestro, que recitamos durante la Eucaristía, nos comprometemos a hacer la voluntad de Dios como la ha realizado su propio Hijo, en un compromiso de totalidad de amor hacia su Padre y hacia nosotros. No podemos decir que hacemos la voluntad de Dios cuando llamamos a Jesús: Señor, Señor. No podemos decir que al final podamos decirle a Dios que hicimos lo que nos pidió porque nos sentamos a su mesa y le oímos predicar por nuestras plazas, y porque en su nombre hicimos curaciones y expulsamos demonios. No pensemos que alguien es santo porque realiza todas esas obras. No vayamos a quedarnos con la mano tapando nuestra boca, llenos de admiración cuando veamos a todos esos santos falsos condenados eternamente. Quien ha asentado firmemente su vida en Cristo como en roca firme debe hacer suyas las bienaventuranzas con las que empieza el sermón del monte, y que nos llevan a realizar las obras de misericordia con las que culminará el juicio sobre la humanidad, cuando el Señor nos diga: porque lo que hicieron o dejaron de hacer al más insignificante de mis hermanos, a mí me lo hicieron, o a mí me lo dejaron de hacer. Asentar nuestra vida en Cristo debe hacernos hombres firmes que pasan siempre haciendo el bien; y que no dan marcha atrás en esa realización a pesar de ser perseguidos y asesinados por defender los derechos de sus hermanos y por trabajar por una mayor justicia social. Cristo nos pide no sólo una fe de rodillas en su presencia, no sólo una fe de mera palabrería, sino una fe que, alimentada por la oración e iluminada por la meditación profunda de la Palabra de Dios, se transforma en obras de salvación para todos. El Señor, que se acerca a nosotros, desea que le abramos las puertas de nuestra vida para que, conducidos por Él, aprendamos a amar a nuestro prójimo con el mismo amor con que nosotros hemos sido amados por Dios.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica, para ser así, no sólo discípulos fieles de Jesús, sino, en el mismo Cristo, hijos amados del Padre. Amén (www.homiliacatolica.com).

Jesús presenta la diferencia entre edificar cimentado en la roca firme que es él o en lo pasajero, que es el mundo. Quién edifica sobre la roca firme, que es Jesús, cumpliendo la voluntad del Padre y lo acepta como su Salvador, en los momentos de turbulencias, confía, pues sabe claramente en quién ha puesto su confianza. No así quien ha edificado sobre la arena, sobre lo que hoy se ve, pero mañana quién sabe. Este evangelio me lleva a reflexionar sobre quién están construido, no solo mis proyectos, sino también mis valores, mis creencias, mis esperanza. Muchas veces me dejo confundir porque veo que algunas personas han edificado maravillas. Deslumbrantes ante nuestros ojos. Pero, como dice un poema de González Vuelta, "lo que parecía fondo seguro, no era más que un juego de luces en el agua". Luego puedo darme cuenta que, ante las dificultades, ante los "va y ven" de la vida sucumbe totalmente. Se derrumban. Sólo me cuesta mirar un poco a mí alrededor y darme cuenta de eso. Permítenos, Señor, que este tiempo de Adviento podamos usarlo para cimentar claramente nuestra fe en ti. Afianzar nuestra espera en ti. Dios nos bendice, Miosotis.

Vino a cumplir la voluntad del padre. La vida de una persona se puede edificar sobre muy diferentes cimientos: sobre roca, sobre barro, sobre humo, sobre aire... El cristiano sólo tiene un fundamento firme en el que apoyarse con seguridad: el Señor es la Roca permanente (Isaías, 26, 5). Nuestra vida sólo puede ser edificada sobre Cristo mismo, nuestra única esperanza y fundamento. Y esto quiere decir en primer lugar, que procuramos identificar nuestra voluntad con la suya. No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi padre que está en los cielos, leemos en el Evangelio de la Misa. La voluntad de Dios es la brújula que nos indica el camino que nos lleva a Él, y es al mismo tiempo, el sendero de nuestra propia felicidad. El  cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios es a la vez, la cima de toda santidad. El Señor nos la muestra a través de los Mandamientos, de las indicaciones de la Iglesia, y de las obligaciones que conlleva nuestra vocación y estado.

La voluntad de Dios se nos manifiesta también a través de aquellas personas a quienes debemos obediencia, y a través de los consejos recibidos en  la dirección espiritual. La obediencia no tiene fundamento último en las cualidades del que manda. Jesús superaba infinitamente –era Dios- a María y a José, y les obedecía (Lucas 2, 51). Cristo obedece por amor, por cumplir la voluntad del Padre, y hemos de considerar que el Señor se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Filipenses 2, 8). Nosotros para obedecer debemos ser humildes, pues el espíritu de obediencia no cabe en un alma dominada por la soberbia. La humildad da paz y alegría para realizar lo mandado hasta en los menores detalles. En el apostolado, la obediencia se hace indispensable: "Dios no necesita de nuestros trabajos, sino de nuestra obediencia" (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo).

La voluntad de Dios también se manifiesta en aquellas cosas que Él permite y que no resultan como esperábamos, o son incluso totalmente contrarias a lo que deseábamos o habíamos pedido con insistencia en la oración. Es el momento de aumentar nuestra oración y fijarnos mejor en Jesucristo. Especialmente cuando nos resulten  muy duros y difíciles los acontecimientos: la enfermedad, la muerte de un ser querido, el dolor de los que más queremos. "Dios sabe más" El Señor nos consolará de todos nuestros pesares y quedarán santificados. Todo contribuye al bien de los que aman a Dios (Rm 8,28). Pidámosle a la Virgen que en todo momento nos identifiquemos con la voluntad del Padre.

Decía S. Teresa de Jesús, sobre  "No basta con decir 'Señor, Señor'... hay que hacer la voluntad del Padre": ....decir que dejaremos nuestra voluntad en otra parece muy fácil, hasta que, probándose, se entiende es la cosa más recia que se puede hacer, si se cumple como se ha de cumplir...que sabe el Señor lo que puede sufrir cada uno, y a quien ve con fuerza no se detiene en cumplir en él su voluntad.

Pues quiéroos avisar y acordar qué es su voluntad. No hayáis miedo sea daros riquezas ni deleites ni honras ni todas estas cosas de acá; no os quiere tan poco y tiene en mucho lo que le dais, y quiéreoslo pagar bien, pues os da su reino aun viviendo." (Viendo lo que el Padre dio a su Hijo)...Pues veis aquí, hijas, a quien más amaba lo que dio, por donde se entiende cuál es su voluntad. Así que éstos son sus dones en este mundo. Da conforme al amor que nos tiene: a los que ama más, da de estos dones más; a los que menos, menos, y conforme al ánimo que ve en cada uno y el amor que tiene a Su Majestad. A quien le amare mucho, verá que puede padecer mucho por El; al que amare poco, poco. Tengo yo para mí, que la medida del poder llevar gran cruz o pequeña, es la del amor. Así que, hermanas, si le tenéis, procurad no sean palabras de cumplimiento las que decís a tan gran Señor, sino esforzaos a pasar lo que Su Majestad quisiere...Porque sin dar nuestra voluntad del todo al Señor para que haga en todo lo que nos toca conforme a ella, nunca deja beber de ella (fuente del agua viva).

Jesús, tu enseñanza de hoy es clara: la santidad no consiste en decir cosas o en oír palabras, sino en hacer; y, en concreto, en hacer la voluntad de Dios. El camino del Reino de los cielos es la obediencia a la voluntad de Dios, no el repetir su nombre [12]. He de poner en práctica lo que me has dicho en el Evangelio, y también lo que me vas comunicando en estos ratos de conversación contigo, y durante todo el día a través de mil circunstancias.

 

Jesús, ¿qué quieres que haga? Esta es la gran pregunta que he de ir contestando día a día. Ayúdame a no excusarme; no quiero cumplir a medias lo que veo que Tú me pides. Uno de los cauces por los que me muestras tu voluntad es la dirección espiritual: que me deje ayudar, que me muestre como soy y que sepa ser dócil a los consejos que me den para mejorar en mi vida espiritual. En esta primera semana de Adviento -tiempo de preparación para tu nacimiento en Belén- recuerdo aquellas palabras tuyas: porque he bajado del Cielo no para hacer m¡ voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Quiero imitarte, Jesús, quiero seguirte. Por eso debo olvidarme de mis caprichos y buscar qué esperas hoy de mi día para aprovecharlo bien, para vivirlo según tu voluntad.

 

No caigas en un círculo vicioso: tú piensas: cuando se arregle esto así o del otro modo seré muy generoso con mi Dios. ¿Acaso Jesús no estará esperando que seas generoso sin reservas para arreglar Él las cosas mejor de lo que te imaginas? Propósito firme, lógica consecuencia: en cada instante de cada día trataré de cumplir con generosidad la Voluntad de Dios [Camino 776].

 

A veces me engaño tontamente: «ahora no puedo», «ahora no tengo tiempo», «cuando lo vea más claro, entonces me decidiré a hacer esto o lo otro». Jesús, ¿por qué no empiezo haciendo tu voluntad y entonces lo veré más claro? ¿Por qué no me fío un poco más de Ti cuando me pides algo? Es como un círculo vicioso: no hago más por Ti porque no te quiero lo suficiente; pero si no hago nada primero, no va a crecer mi amor hacia Ti. Porque ese amor no crece al decir: Señor, Señor, sino al hacer tu voluntad. No puedo, por tanto, excusarme pensando por ejemplo: no voy más a misa porque no lo siento. ¿No hará falta ir más a misa, precisamente para irme enamorando más de Ti, para «sentirte» más? Jesús, quiero poner en práctica cada día con generosidad lo que veo que Tú quieres que haga: con ganas o con menos ganas. Así estaré seguro, como la casa edificada sobre roca: Cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó. Cuando soy generoso contigo, Tú me das fortaleza para sufrir las contrariedades de la vida, los desalientos, los cansancios. Porque la firme decisión de hacer tu voluntad es como una roca compacta, inamovible, sobre la que se puede apoyar el edificio de la santidad; en cambio, las buenas intenciones, las palabras, los sentimentalismos, los deseos maravillosos, son como la casa edificada sobre arena, que no tiene solidez y se derrumba ante la primera dificultad (Pablo Cardona).

«Tú, Señor, estás cerca y todos tus mandatos son estables. Hace tiempo comprendí tus preceptos, porque Tú existes desde siempre» (Sal 118,151-152). En la oración colecta (Gelasiano), pedimos al Señor que despierte nuestros corazones y que los mueva a preparar los caminos de su Hijo; que su amor y su perdón apresuren la salvación que retardan nuestros pecados. Ansiamos la venida del Señor, pero nos vemos faltos de fuerza y de mérito. Solo en el Señor tenemos puesta nuestra confianza. Comunión: Para ello llevemos ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios (Tit 2,12-13). El verdadero discípulo cumple la voluntad de Dios. El discípulo fiel del Señor escucha la palabra y la pone en práctica. Cristo nos guía para que realicemos la voluntad del Padre. No nos basta con decir: Señor, Señor, si no cumplimos la voluntad de Dios. Comenta San Agustín: «Hermanos míos: Venís con entusiasmo a escuchar la palabra: no os engañéis a vosotros mismos, fallando a la hora de cumplir lo que escuchasteis. Pensad que si es hermoso escucharla, ¡cuánto más lo será llevarla a la práctica! Si no la escuchas, si no pones interés en escucharla, nada edificas. Pero, si la escuchas y no la llevas a la práctica, edificas una ruina […] Quien la escucha y no la pone en práctica, edifica sobre arena; y edifica sobre la roca quien la escucha y la pone en práctica. Y quien ni siquiera la escucha, no edifica ni sobre la roca ni sobre la arena […] Si no edificas te quedarás sin techo donde cobijarte… Por tanto, si malo es para ti edificar sobre arena, malo es también no edificar nada; solo queda como bueno edificar sobre la roca» (Sermón 79, 8-9, en Cartago, antes del 409). El Dios-Fortaleza, llega a ser Dios-Roca, fundamento sobre el que nos toca a nosotros construir. La vida contemplativa y la vida activa son necesarias para todos y cada uno. Sin el fundamento –vida interior, alimentada por la Palabra de Dios– no se puede construir, lo mismo que una vida de piedad, sin la práctica efectiva de las virtudes, es estéril. Sin Dios, sin Cristo, nada podemos hacer. Cristo viene a enseñarnos a construir el edificio de nuestra santidad. Escuchémoslo en las celebraciones litúrgicas (Manuel Garrido).

 

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