viernes, 20 de enero de 2012

Tiempo ordinario II, sábado: la fecundidad del sufrimiento por el Reino de los cielos, por causa de salirse de las pautas “del mundo”

Tiempo ordinario II, sábado: la fecundidad del sufrimiento por el Reino de los cielos, por causa de salirse de las pautas “del mundo”

Segundo Libro de Samuel 1,1-4.11-12.19.23-27. Después de la muerte de Saúl, David volvió de derrotar a los amalecitas y permaneció dos días en Siquelag. Al tercer día, llegó un hombre del campamento de Saúl, con la ropa hecha jirones y la cabeza cubierta de polvo. Cuando se presentó ante David, cayó con el rostro en tierra y se postró. "¿De dónde vienes?", le preguntó David. El le respondió: "Me he escapado del campamento de Israel". David añadió: "¿Qué ha sucedido? Cuéntame todo". Entonces él dijo: "La tropa huyó del campo de batalla y muchos del pueblo cayeron en el combate; también murieron Saúl y su hijo Jonatán". Entonces David rasgó sus vestiduras, y lo mismo hicieron todos los hombres que estaban con él. Se lamentaron, lloraron y ayunaron hasta el atardecer por Saúl, por su hijo Jonatán, por el pueblo del Señor y por la casa de Israel, porque habían caído al filo de la espada. "¡Tu esplendor ha sucumbido, Israel, en las alturas de tus montañas! ¡Cómo han caído los héroes! ¡Saúl y Jonatán, amigos tan queridos, inseparables en la vida y en la muerte! Eran más veloces que águilas, más fuertes que leones. Hijas de Israel, lloren por Saúl, el que las vestía de púrpura y de joyas y les prendía alhajas de oro en los vestidos. ¡Cómo han caído los héroes en medio del combate! ¡Ha sucumbido Jonatán en lo alto de tus montañas! ¡Cuánto dolor siento por ti, Jonatán, hermano mío muy querido! Tu amistad era para mí más maravillosa que el amor de las mujeres. ¡Cómo han caído los héroes, cómo han perecido las armas del combate!".

Salmo 80,2-3.5-7. Escucha, Pastor de Israel, tú que guías a José como a un rebaño; tú que tienes el trono sobre los querubines, resplandece ante Efraím, Benjamín y Manasés; reafirma tu poder y ven a salvarnos.
Señor de los ejércitos, ¿hasta cuándo durará tu enojo, a pesar de las súplicas de tu pueblo?
Les diste de comer un pan de lágrimas, les hiciste beber lágrimas a raudales; nos entregaste a las disputas de nuestros vecinos, y nuestros enemigos se burlan de nosotros.

Texto del Evangelio (Mc 3,20-21): En aquel tiempo, Jesús volvió a casa y se aglomeró otra vez la muchedumbre de modo que no podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de Él, pues decían: «Está fuera de sí».

Comentario: 1. 2S 1,1-4.11-12.19.23-27. -El duelo... El dolor de David... Se acaba de anunciar a David que Saúl y su hijo Jonatán han muerto en el combate, en los montes de Gelboé. A pesar de todas las dificultades que le ha ocasionado, David está profundamente conmovido por esta muerte. Lejos de alegrarse por ella -ahora podrá reinar en su lugar- entona una elegía.
-Entonces, tomando David sus vestidos los desgarró, y lo mismo hicieron los hombres que estaban con él. Se lamentaron, lloraron y ayunaron hasta la noche por Saúl y por su hijo Jonatán. La Biblia es un espejo de la humanidad donde se reflejan todos los verdaderos sentimientos humanos. No es necesario poner entre paréntesis ciertos aspectos de nuestras vidas. Nuestra vida entera con nuestras alegrías y nuestras penas es la que ha de desarrollarse y expresarse ante Dios. Señor, te ofrecemos nuestras vidas, nuestras penas. Mira, Señor, nuestras lágrimas y nuestras angustias.
Señor, oye los gemidos de los que sufren. Señor, no cierres los oídos a las lamentaciones de los que están separados.
-Al llegar Jesús junto a la tumba de Lázaro, lloró... Dijeron entonces los judíos: "Ved como lo amaba.» David amaba a Jonatán, y lloró también la muerte de su amigo. Jesús amaba a Lázaro y a Marta y a María, y lloró la muerte de su amigo. Profunda humanidad de Dios. No me avergüenzo de llorar delante de ti, Señor. Tú sabes lo que es esto. «Da, Señor, el descanso eterno a nuestros difuntos.»
-¿Cómo han caído los héroes? Para David, Saúl continuaba siendo el (“ungido” del Señor, el rey consagrado por la unción divina. Y es profundamente escandaloso que un hombre elegido por Dios conozca un tal destino. La pregunta queda sin respuesta. "¿Cómo han caído?" La muerte nos deja desamparados siempre. Serán precisos muchos siglos para que la humanidad reconozca, en Jesús, a la vez: -la unción divina, signo de la eleccion irreversible de Dios... -y la muerte escandalosa, signo de la condición humana... Pero, únicamente la resurreccion da la respuesta definitiva. «Espero la resurrección de los muertos, y la vida del mundo futuro». Este es el último artículo del credo y la última respuesta de Dios a nuestros interrogantes.
-Jesús dijo: «Todo está terminado»... luego, bajando la cabeza expiró. En cada una de las misas, "confesamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús.» Por el misterio de tu muerte y de tu resurrección, ayúdanos, Señor. Ayúdanos a no temer demasiado a la muerte. Ayúdanos a pensar en ella alguna vez, no como en un pensamiento sombrío, sino como en una realidad que viene... y que Tú has querido compartir para liberarnos de ella.
-¿Cómo caiste, Jonatán? Tu amistad era delicia para mí. Debemos prepararnos para el reencuentro con los nuestros (Noel Quesson).
No deja de tener una trágica grandeza la figura de Saúl. Pese al resultado negativo de la consulta hecha en Fuendor (lectura de ayer), acepta su destino y va al combate y a la muerte. Derrotado el ejército de Israel, emprende la huida. Cayeron muertos sus tres hijos y, por último, es descubierto él mismo por los arqueros filisteos y malherido. Entonces, para no dejarles la gloria de haberle matado, se lanza él mismo sobre su espada o, según otra tradición también recogida aquí, se hace matar por uno de los suyos.
Había reinado en Israel unos ocho años. Casi desde el principio, poco después de haber sido ungido rey por Samuel, lo vemos ya abrumado por la reprobación divina que Samuel le ha revelado. Encendido de celos contra David, víctima de una depresión o melancolía, no desertó de su puesto, hasta morir, frente a sus soldados, en la batalla de la montaña de Gelboé. Su destino es un misterio. Pero el hecho de que Dios quisiese traspasar el reino a David no prejuzga de ninguna manera la suerte eterna de Saúl. No podemos convertir su reprobación política en una reprobación religiosa.
David, que últimamente había entrado con sus hombres como mercenario al servicio del rey de Gad, se pudo ahorrar el drama de conciencia de tener que combatir al lado de los filisteos contra Saúl, Jonatán y los israelitas. Providencialmente, los oficiales filisteos no se fían de aquella tropa de hebreos y obligan al rey Aquís a despedirlos. David hace ver que le desagrada esa desconfianza, pero está muy contento de ello. En Sicelag, la ciudad fronteriza que Aquís le había designado como residencia para que vigilase las incursiones de la gente del desierto, le llega la noticia del desastre de Gelboé. Su reacción es característica. La muerte de Saúl supone la desaparición del rival político, pero David no sólo no ha combatido con los filisteos contra Saúl, sino que inicia públicamente un gran duelo por su muerte, y al saber que los habitantes de Yabés Galaad se han arriesgado a cobrar los cadáveres de Saúl y sus hijos, profanados por los filisteos, y los han sepultado con honor, les dirige un mensaje de elogio y de bendición (2 Sm 2,4-7). Además, ordena matar al mensajero que esperaba unas buenas albricias por haberle traído, juntamente con la noticia de la muerte de su enemigo, la diadema y el brazalete reales, un mensajero que además decía que él mismo habia rematado a Saúl. David, conjugando una vez más virtud y política, declara crimen digno de muerte matar al rey de Israel, que es lo que él está a punto de ser (H. Raguer).
Tendríamos que revisar nuestro corazón. ¿Somos capaces de sentir este profundo dolor ante la desgracia de los demás? ¿incluso cuando le sucede algo malo a alguien que no nos mira bien? ¿solemos reconocer los valores que tienen los otros y alabarlos en público? Jesús sí, era un hombre que mostraba estos sentimientos de amor y amistad, de tristeza y lágrimas. Lloró por la muerte de su amigo Lázaro: «Ved cómo lo amaba». Lloró por la suerte de Jerusalén, la ciudad que amaba por encima de las demás. Además, ¿no nos enseñó Jesús el perdón a los enemigos? ¿y no nos dio él mismo un ejemplo magnífico en su muerte, perdonando a los que le crucificaban? ¿somos capaces de perdonar, aunque sepamos que hablan mal de nosotros? El ejemplo de David nos estimula a tener sentimientos más nobles en nuestra vida.

2. Sal. 79. El salmo apunta hacia otra lección. En situaciones catastróficas para el pueblo, el salmista nos invita a poner nuestra confianza en Dios, «que guía a José como un rebaño», que conduce nuestra historia. Y con valentía se atreve a interpelarle: «despierta tu poder y ven a salvarnos», «¿hasta cuándo estarás airado, mientras tu pueblo te suplica?», «que brille tu rostro y nos salve».
Cuando se cierna el dolor sobre nuestra propia vida no podemos vivir como los que no tienen esperanza. Podrán abandonarnos todos; podría, tal vez, nuestra madre olvidarse de nosotros; Dios, en cambio, jamás se olvidará de nosotros. A Él podemos acudir confiados, sabiendo que es nuestro Padre, lleno de amor y de ternura por sus hijos. Dios nos ama; Él siempre quiere el bien para nosotros. Si alguna desgracia nos ha sucedido por culpa nuestra, es tiempo de recapacitar y de volver a Dios, rico en misericordia para cuantos con sinceridad lo invocan. Y Dios tendrá compasión de su pueblo. Roguémosle al Señor que no nos deje ser nosotros los causantes de las desgracias, del dolor, del llanto de los demás; sino que seamos motivo de paz, de gozo y de esperanza para todos.

3.- Mc 3,20-21. El evangelio de hoy es bien corto y un tanto paradójico. Sus mismos familiares no comprenden a Jesús y dicen que «no está en sus cabales», porque no se toma tiempo ni para comer. Ciertamente no lo tiene fácil el nuevo Profeta. Las gentes le aplauden por interés. Los apóstoles le siguen pero no le comprenden en profundidad. Los enemigos le acechan continuamente y le interpretan todo mal. Ahora, su clan familiar -primos, allegados, vecinos- tampoco le entienden. Además de su ritmo de trabajo, les deben haber asustado las afirmaciones tan sorprendentes que hace, perdonando pecados y actuando contra instituciones tan sagradas como el sábado. Se cumple lo que dice Juan en el prólogo de su evangelio: «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron». Algunos le aplaudieron mientras duró lo de multiplicar los panes. Pero luego se sumaron al coro de los que gritaban «crucifícale». Entre estos familiares críticos, no nos cabe en la cabeza que pudiera estar también su madre, María, la que, según Lucas, «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» y a la que ya desde el principio pudo alabar su prima Isabel: «dichosa tú, porque has creído». Pero a Jesús le dolería ciertamente esta cerrazón de sus paisanos y familiares.
También en el mundo de hoy podemos observar toda una gama diferente de reacciones ante Cristo. Más o menos como entonces. Desde el entusiasmo superficial hasta la oposición radical y displicente. Pero, más que las opiniones de los demás, nos debe interesar cuál es nuestra postura personal ante Cristo: ¿le seguimos de verdad, o sólo decimos que le seguimos, porque llevamos su nombre y estamos bautizados en él? Seguirle es aceptar lo que él dice: no sólo lo que va de acuerdo con nuestra línea, sino también lo que va en contra de las apetencias de este mundo o de nuestros gustos. Si es el Maestro y Profeta que Dios nos ha enviado, tenemos que tomarle en serio a él, como Persona, y lo que nos enseña. Y eso tiene que ir iluminando y cambiando nuestra vida. Podemos recordar además otro aspecto de este evangelio: que también nosotros podemos ser objeto de malas interpretaciones por llevar en medio de este mundo una vida cristiana, que muchas veces puede despertar persecuciones o bien sonrisas irónicas. Eso nos puede pasar entre desconocidos y también en nuestros círculos más cercanos, incluidos los familiares. Deberíamos seguir nuestro camino de fe cristiana con convicción, dando testimonio a pesar de las contradicciones. Como hizo Cristo Jesús. Con libertad interior (J. Aldazábal).
-Jesús entra en una casa, y allí, de nuevo, acude la muchedumbre... Al principio de su vida pública, ya hemos visto a Jesús suscitar el entusiasmo de las gentes sencillas. ¡Marcos presenta a menudo a Jesús acosado por la muchedumbre! ¡La muchedumbre! ¡La multitud! Es una de las características del evangelio. Jesús, ni únicamente, ni principalmente, no se puso en contacto con personas individuales: son muchedumbres numerosas las que le rodean, al principio. Estas irán disminuyendo a medida que Jesús vaya presentando exigencias más precisas, y misterios más difíciles de admitir. Las muchedumbres de hoy... ¿qué hacen?, ¿qué desean? ¿Estamos atentos a los grandes movimientos colectivos que levantan a masas enteras? -Tanto que no podían ni comer. Jesús, totalmente entregado a su tarea. Jesús, absorbido por su trabajo misionero. Jesús, no tiene tiempo ni para comer. Jesús, "hombre comido" por las gentes. Jesús no tiene tiempo ni de pensar en Sí mismo. Contemplo detenidamente todas esas cosas. Nos quejamos a menudo de no tener tiempo de hacer tal o cual cosa y creemos que esto es una característica de nuestro siglo XX. Pues bien, Jesús vivió todo esto, esta sohrecarga, esta carrera contra el tiempo, cuando no se llega a todo lo que hay que hacer, cuando uno se siente hundido por el trabajo y las preocupaciones. Gracias, Señor, por haber vivido esta experiencia de nuestra condición humana. Ayúdanos a salir adelante en nuestras tareas. Ayúdanos a guardar el equilibrio. Ayúdanos a saber encontrar tiempo para hacer lo esencial. Ayúdanos a saber encontrar tiempo... para la oración, por ejemplo.
-Oyendo esto sus familiares, salieron para llevárselo, pues decían: "¡Está fuera de Sí!" He aquí lo que se decía en familia. "¡Está loco!" Evidentemente, la imagen que ahora daba, ¡era tan diferente de la que había dado durante los treinta años tranquilos en su pueblo! Va a meternos en líos. Se temen represalias de las autoridades. Si la cosa va mal puede repercutir en nosotros... Saben muy bien que los fariseos y los herodianos estaban de acuerdo para suprimirlo. Los "adversarios" de Jesús son de dos tipos: -en primer lugar su parentela (Mc 3, 20-21) que quiere recuperarle, tenerle. -y luego los escribas (Mc 3,22-30) que le acusan de estar "poseído del demonio". Inmediatamente, Jesús pondrá las cosas en su punto: su verdadera parentela, su verdadera familia, no es la de la sangre, sino la de la Fe (Mc 3, 31-35). ¿Cómo reaccionamos, cuando vemos que ciertos miembros de nuestras comunidades toman actitudes más comprometidas, más arriesgadas? También nosotros, ¿consideramos "poco razonables", ciertas decisiones proféticas de la Iglesia de hoy? En la gran mutación del mundo, ¿no es conveniente, conservar fría la cabeza... y hacer a la vez algunas locuras? (Noel Quesson).
El relato de Marcos empieza con un dato sorprendente: los parientes de Jesús, al oír que él se estaba volviendo loco, resuelven ir por él. La locura era signo de posesión diabólica. Calificar de loco a alguien ha sido siempre una buena forma de excluirlo, anularlo y condenarlo. Con Jesús quisieron aplicar también esta táctica. Si sus enemigos tuvieran éxito en ella, la figura de Jesús se derrumbaría por sí misma. Por eso, ante el comentario callejero de la locura de Jesús, era natural que reaccionara su familia, afectada por el problema. Había que disuadir a Jesús de esa Causa que anunciaba y que sólo traía riesgos (posiblemente un apedreamiento, ya que la locura era considerada posesión diabólica).
En el caso de Jesús, seguir el dictamen de la familia significaba abandonar la Causa del Reino. Y no siempre la familia es la que mejor comprende el proyecto radical de uno de sus miembros. La propuesta del Reino, en efecto, iba muy lejos. Implicaba una comunidad no basada en la carne y en la sangre, sino cimentada en los valores del amor y de la justicia. La igualdad, la solidaridad y la fraternidad universal significaban romper con el modelo de familia tradicional. Había que sentirse hermano del que hasta entonces era considerado excluido, impuro, forastero, enemigo, pecador... Por eso Jesús no podía estar de acuerdo con sus parientes que, dejándose llevar de la calificación de loco que le daban sus enemigos, trataban de retirarlo de su misión. El evangelista no excluye a la madre de Jesús de este episodio. Pero Jesús hizo lo que la Causa del Reino le pedía: rechazó la acusación de loco o demoníaco, tampoco se plegó al paternalismo familiar (lo que hubiera significado una negación de la causa de la justicia), y dejó bien establecido -como lección permanente para el futuro- que el modelo de fraternidad del Reino está por encima y va más allá de cualquier lazo familiar, y establece algo más duradero, menos vulnerable: un amor abrasado que se basa en la justicia y la lleva a su plenitud (servicio bíblico latinoamericano).
Hoy vemos cómo los propios de la parentela de Jesús se atreven a decir de Él que «está fuera de sí» (Mc 3,21). Una vez más, se cumple el antiguo proverbio de que «un profeta sólo en su patria y en su casa carece de prestigio» (Mt 13,57). Ni que decir tiene que esta lamentación no “salpica” a María Santísima, porque desde el primero hasta el último momento —cuando ella se encontraba al pie de la Cruz— se mantuvo sólidamente firme en la fe y confianza hacia su Hijo.
Ahora bien, ¿y nosotros? ¡Hagamos examen! ¿Cuántas personas que viven a nuestro lado, que les tenemos a nuestro alcance, son luz para nuestras vidas, y nosotros...? No nos es necesario ir muy lejos: pensemos en el Papa Juan Pablo II: ¿cuánta gente le sigue, y... al mismo tiempo, cuántos le interpretan como un “tozudo-anticuado”, celoso de su “poder”? ¿Es posible que Jesús —dos mil años después— todavía siga en la Cruz por nuestra salvación, y que nosotros, desde abajo, continuemos diciéndole «baja y creeremos en ti» (cf. Mc 15,32)?
¡O a la inversa! Si nos esforzamos por configurarnos con Cristo, nuestra presencia no resultará neutra para quienes interaccionan con nosotros por motivos de parentesco, trabajo, etc. Es más, a algunos les resultará molesta, porque les seremos un reclamo de conciencia. ¡Bien garantizado lo tenemos!: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Mediante sus burlas esconderán su miedo; mediante sus descalificaciones harán una mala defensa de su “poltronería”.
¿Cuántas veces nos tachan a los católicos de ser “exagerados”? Les hemos de responder que no lo somos, porque en cuestiones de amor es imposible exagerar. Pero sí que es verdad que somos “radicales”, porque el amor es así de “totalizante”: «o todo, o nada»; «o el amor mata al yo, o el yo mata al amor».
Es por esto que el Santo Padre nos ha hablado de “radicalismo evangélico” y de “no tener miedo”: «En la causa del Reino no hay tiempo para mirar atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza» (Juan Pablo II) (Antoni Carol Hostench).
Beata Teresa de Calcuta (1910-1997) fundadora de las Misioneras de la Caridad en su obra “Il n’y a pas de plus grand amour” (Lattès l997 pag 90) dice de “Jesús, un hombre que se deja “comer”. Cuando Jesús vino a este mundo lo amó hasta tal extremo que dio la vida por él. Vino para satisfacer nuestra hambre de Dios. ¿Cómo lo hizo? El se convirtió en Pan de Vida. Se hizo pequeño, frágil, desarmado por nosotros. Las migajas de pan son tan pequeñas que incluso un bebé puede mascarlas, incluso un moribundo puede tragarlas. Jesús se convierte en pan de vida para apaciguar nuestra hambre de Dios, nuestra hambre de amor.
No creo que nosotros habríamos sido capaces de amar a Dios si Jesús no hubiese venido a ser uno de nosotros. Ha venido a ser uno como nosotros, excepto en el pecado, para hacernos capaces de amar a Dios. Creados a imagen de Dios hemos sido creados para amar, porque Dios es amor. Por su pasión, Jesús nos ha enseñado cómo podemos perdonar por amor, cómo podemos olvidar con humildad. ¡Encuentra a Jesús y encontrarás la paz!”
¿Quién se ha vuelto loco? Jesús cumple su Misión con una fidelidad amorosa a la voluntad de su Padre Dios. Él no busca el poder temporal, pues su Reino no es de este mundo. Su entrega no es primero un sí y luego un no. Su compromiso es total y, de un modo consciente, Él sabe que camina hacia la entrega de su propia vida por nosotros. A esos extremos lleva el amor verdadero. Pero la gente quería llevárselo para hacerlo rey. Quien no ha entendido el camino del Evangelio puede querer aprovecharse de Él para lograr sus propios intereses mundanos. ¿No será esto último una verdadera locura? Cristo no vino para que vivamos como los gobernantes de este mundo, sino como los siervos que son capaces de dar su vida por aquellos a quienes fueron enviados a servir. Dios espera de su Iglesia una verdadera lealtad al Evangelio y a la Gracia que se le ha confiado. Quien sólo aprovecha su fe para ocupar puestos, incluso dentro de la Iglesia, y olvidarse del servicio que se ha de dar a los demás para conducirlos a Cristo a costa, incluso, de la entrega de la propia vida, podemos decir que es el que ha quedado embrutecido por el poder y que sus sueños, al margen del servicio que Cristo nos ha enseñado, le han vuelto loco.
En esta Eucaristía celebramos la Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Pareciera que el Señor hubiera sido derrotado por las fuerzas del mal. Sin embargo, en Cristo la muerte no tiene la última palabra, sino la vida. Él se ha levantado victorioso sobre la serpiente antigua o Satanás. Y Cristo nos hace partícipes de su Victoria cuando entramos en comunión de vida con Él. Por eso la participación en la Eucaristía es para nosotros todo un compromiso de fidelidad al camino que Cristo nos ha mostrado. No podemos inventarnos caminos que nos hagan sólo proclamadores del Evangelio con las palabras, contemplando el sufrimiento de los demás mientras nosotros llevamos una vida de poltronería. Cristo nos quiere totalmente comprometidos en la salvación integral de aquellos a quienes hemos sido enviados. Por eso, junto con Cristo sepamos entregar nuestra vida para que todos tengan vida, no por nosotros, sino por la Fuerza santificadora, que es el Espíritu Santo que habita en la Iglesia de Cristo.
Quienes amamos a Cristo, quienes escuchamos su voz y nos comprometemos a vivir conforme a su Evangelio podremos tal vez ser tildados de locos, de ilusos, de soñadores. Sin embargo sólo quien en verdad vive unido a Dios y comprometido en la salvación de todas las personas podrá hacer suyo el camino de Cristo, no quedándose en una utilización del Evangelio para el propio provecho, sino que sabrá salir al encuentro de los pecadores para hacerles cercano el perdón y el amor de Dios; y sabrá salir al encuentro del hombre que sufre para manifestarle la misericordia divina no sólo con palabras, sino con obras que le ayuden a recobrar la vida con mayor dignidad. Ojalá y no nos dejemos dominar por intenciones torcidas que nos lleven a buscar dignidades o aplausos humanos. Dios espera de nosotros una vida de fe totalmente comprometida con el Evangelio. Seamos esa Iglesia del Señor que vive no para servirse del Evangelio, sino para estar al servicio del Evangelio hasta sus últimas consecuencias.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar a Dios haciendo nuestra la Misión que le confió a su Hijo Jesús; y amar a nuestro prójimo no sólo para hablarle de Dios, sino para manifestárselo desde una vida convertida en un signo del amor, de la misericordia y de la cercanía de Dios para todos los hombres. Amén (www.homiliacatolica.com).

* Jesús no se deja llevar por el éxito fácil, la moda, su afán no es tener buena imagen, y los suyos malinterpretan su dedicación a la gente, incluso lo “ningunean” como se dice ahora, usan su familiaridad para hacer ver que no es nadie, que no tiene categoría, hasta ahí la envidia, que anticipa la pasión. Luego, en la proclamación del Reino y de las Bienaventuranzas, ya explicará esta “lógica de la cruz”, que es la lógica del seguimiento de Jesús: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Nos llamarán fanáticos, exagerados, locos, retrógradas y radicales al mismo tiempo…
Jesús está plenamente dedicado a la predicación del Reino. Su vida se identifica con su misión, y lo que luego enseñará como bienaventuranzas es lo que va descubriendo en su corazón, la vida tiene alegrías y penas, como comprobaron María y José con la matanza de Herodes, y antes con la “duda” de José. Él comienza a tener esa idea, en su conciencia de niño, desde la estancia en Egipto. El poder del demonio, que quiere la muerte del hombre y especialmente contrariar la misión de Jesús, provoca muertes alrededor de Jesús, y eso le duele mucho. También provoca que se opongan los parientes a su vocación, llamándole loco, y eso le duele mucho más que si lo hicieran los desconocidos, como indicó más tarde ante la traición de un amigo, de Judas. Sabe que ha de pasar así, como anunció Isaías y lo dirá más de una vez: «Eso ocurrió para que se cumpliera lo que los profetas habían anunciado...” (Mt 21, 5; cf. Jn 12, 15). Pero le duele. Vemos a Jesús dolido, por el desprecio de sus parientes. Queremos respetar el dolor de Jesús, que sin embargo permanece firme, fiel a su misión.
** ¿Es posible llamar bienaventurada a la aflicción? Indica Benedicto XVI: “Hay dos tipos de aflicción: una, que ha perdido la esperanza, que ya no confía en el amor y la verdad, y por ello abate y destruye al hombre por dentro; pero también existe la aflicción provocada por la conmoción ante la verdad y que lleva al hombre a la conversión, a oponerse al mal. Esta tristeza regenera, porque enseña a los hombres a esperar y amar de nuevo. Un ejemplo de la primera aflicción es Judas, quien —profundamente abatido por su caída— pierde la esperanza y lleno de desesperación se ahorca. Un ejemplo del segundo tipo de aflicción es Pedro que, conmovido ante la mirada del Señor, prorrumpe en un llanto salvador: las lágrimas labran la tierra de su alma. Comienza de nuevo y se transforma en un hombre nuevo.
Este tipo positivo de aflicción, que se convierte en fuerza para combatir el poder del mal, queda reflejado de modo impresionante en Ezequiel 9,4. Seis hombres reciben el encargo de castigar a Jerusalén, el país que estaba cubierto de sangre, la ciudad llena de violencia (cf. 9, 9). Pero antes, un hombre vestido de lino debe trazar una «tau» (una especie de cruz) en la frente de los «hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen en la ciudad» (9, 4), y los marcados quedan excluidos del castigo. Son personas que no siguen la manada, que no se dejan llevar por el espíritu gregario para participar en una injusticia que se ha convertido en algo normal, sino que sufren por ello. Aunque no está en sus manos cambiar la situación en su conjunto, se enfrentan al dominio del mal mediante la resistencia pasiva del sufrimiento: la aflicción que pone límites al poder del mal.
La tradición nos ha dejado otro ejemplo de aflicción salvadora: María, al pie de la cruz junto con su hermana, la esposa de Cleofás, y con María Magdalena y Juan. En un mundo plagado de crueldad, de cinismo o de connivencia provocada por el miedo, encontramos de nuevo —como en la visión de Ezequiel— un pequeño grupo de personas que se mantienen fieles; no pueden cambiar la desgracia, pero compartiendo el sufrimiento se ponen del lado del condenado, y con su amor compartido se ponen del lado de Dios, que es Amor. Este sufrimiento compartido nos hace pensar en las palabras sublimes de san Bernardo de Claraval en su comentario al Cantar de los Cantares (Serm. 26, n.5): «impassibilis est Deus, sed non incompassibilis», Dios no puede padecer, pero puede compadecerse. A los pies de la cruz de Jesús es donde mejor se entienden estas palabras: «Dichosos los afligidos, porque ellos serán consolados». Quien no endurece su corazón ante el dolor, ante la necesidad de los demás, quien no abre su alma al mal, sino que sufre bajo su opresión, dando razón así a la verdad, a Dios, ése abre la ventana del mundo de par en par para que entre la luz. A estos afligidos se les promete la gran consolación. En este sentido, la segunda Bienaventuranza guarda una estrecha relación con la octava: «Dichosos los perseguidos a causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos».
La aflicción de la que habla el Señor es el inconformismo con el mal, una forma de oponerse a lo que hacen todos y que se le impone al individuo como pauta de comportamiento. El mundo no soporta este tipo de resistencia, exige colaboracionismo. Esta aflicción le parece como una denuncia que se opone al aturdimiento de las conciencias, y lo es realmente. Por eso los afligidos son perseguidos a causa de la justicia. A los afligidos se les promete consuelo, a los perseguidos, el Reino de Dios; es la misma promesa que se hace a los pobres de espíritu. Las dos promesas son muy afines: el Reino de Dios, vivir bajo la protección del poder de Dios y cobijado en su amor, éste es el verdadero consuelo.
Y a la inversa: sólo entonces será consolado el que sufre; cuando ninguna violencia homicida pueda ya amenazar a los hombres de este mundo que no tienen poder, sólo entonces se secarán sus lágrimas completamente; el consuelo será total sólo cuando también el sufrimiento incomprendido del pasado reciba la luz de Dios y adquiera por su bondad un significado de reconciliación; el verdadero consuelo se manifestará sólo cuando «el último enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26), sea aniquilado con todos sus cómplices. Así, la palabra sobre el consuelo nos ayuda a entender lo que significa el «Reino de Dios» (de los cielos) y, viceversa, el «Reino de Dios» nos da una idea del tipo de consuelo que el Señor tiene reservado a todos los que están afligidos o sufren en este mundo.
Llegados hasta aquí, debemos añadir algo más: para Mateo, para sus lectores y oyentes, la expresión «los perseguidos a causa de la justicia» tenía un significado profético. Para ellos se trataba de una alusión previa que el Señor hizo sobre la situación de la Iglesia en que estaban viviendo. Se había convertido en una Iglesia perseguida, perseguida «a causa de la justicia». En el lenguaje del Antiguo Testamento «justicia» expresa la fidelidad a la Torá, la fidelidad a la palabra de Dios, como habían reclamado siempre los profetas. Se trata del perseverar en la vía recta indicada por Dios, cuyo núcleo esta formado por los Diez Mandamientos. En el Nuevo Testamento, el concepto equivalente al de justicia en el Antiguo Testamento es el de la «fe»: el creyente es el «justo», el que sigue los caminos de Dios (cf. Sal 1; Jr 17, 5-8). Pues la fe es caminar con Cristo, en el cual se cumple toda la Ley; ella nos une a la justicia de Cristo mismo.
Los hombres perseguidos a causa de la justicia son los que viven de la justicia de Dios, de la fe. Como la aspiración del hombre tiende siempre a emanciparse de la voluntad de Dios y a seguirse sólo a sí mismo, la fe aparecerá siempre como algo que se contrapone al «mundo» —a los poderes dominantes en cada momento—, y por eso habrá persecución a causa de la justicia en todos los periodos de la historia. A la Iglesia perseguida de todos los tiempos se le dirige esta palabra de consuelo. En su falta de poder y en su sufrimiento, la Iglesia es consciente de que se encuentra allí donde llega el Reino de Dios”.
*** El fundamento es cristológico: “Cristo crucificado es el justo perseguido del que hablan las profecías del Antiguo Testamento, especialmente los cantos del siervo de Dios, y del que también Platón había tenido ya una vaga intuición (La república, II 361e-362a). Y así, Cristo mismo es la llegada del Reino de Dios. La Bienaventuranza supone una invitación a seguir al Crucificado, dirigida tanto al individuo como a la Iglesia en su conjunto”. Jesús promete alegría, júbilo, una gran recompensa a los que por causa suya sean insultados, perseguidos o calumniados de cualquier modo (cf. Mt 5,11). Está en relación con la otra “norma” del Camino: «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados» (Mt 5, 6). “Esta palabra es profundamente afín a la que se refiere a los afligidos que serán consolados: de la misma manera que en aquella reciben una promesa los que no se doblegan a la dictadura de las opiniones y costumbres dominantes, sino que se resisten en el sufrimiento, también aquí se trata de personas que miran en torno a sí en busca de lo que es grande, de la verdadera justicia, del bien verdadero. Para la tradición, esta actitud se encuentra resumida en una expresión que se halla en un estrato del Libro de Daniel. Allí se describe a Daniel como vir desideriorum, el hombre de deseos (9,23 Vlg). La mirada se dirige a las personas que no se conforman con la realidad existente ni sofocan la inquietud del corazón, esa inquietud que remite al hombre a algo más grande y lo impulsa a emprender un camino interior, como los Magos de Oriente que buscan a Jesús, la estrella que muestra el camino hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Son personas con una sensibilidad interior que les permite oír y ver las señales sutiles que Dios envía al mundo y que así quebrantan la dictadura de lo acostumbrado”.
Son los santos humildes en los que la Antigua Alianza se abre hacia la Nueva y se transforma en ella. Son Zacarías e Isabel, María y José, en Simeón y Ana. Son los doce Apóstoles. “Edith Stein dijo en cierta ocasión que quien busca con sinceridad y apasionadamente la verdad está en el camino de Cristo. De esas personas habla la Bienaventuranza, de esa hambre y esa sed que son dichosas porque llevan a los hombres a Dios, a Cristo, y por eso abren el mundo al Reino de Dios”. Esto amplía los términos del texto de hoy, pero está en germen. Gracias al sufrimiento de los justos, la justicia del Reino, la salvación, llega a muchos, a la inmensidad de la humanidad, es la fecundidad de las Bienaventuranzas.

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