martes, 17 de enero de 2012

Tiempo ordinario II, martes: Jesús, señor del sábado: Jesús, Señor del sábado, es el nuevo Moisés que establece la nueva Ley, verdaderamente para el b

Tiempo ordinario II, martes: Jesús, señor del sábado: Jesús, Señor del sábado, es el nuevo Moisés que establece la nueva Ley, verdaderamente para el bien del hombre

Primer Libro de Samuel 16,1-13. El Señor dijo a Samuel: "¿Hasta cuándo vas a estar lamentándote por Saúl, si yo lo he rechazado para que no reine más sobre Israel? ¡Llena tu frasco de aceite y parte! Yo te envío a Jesé, el de Belén, porque he visto entre sus hijos al que quiero como rey". Samuel respondió" "¿Cómo voy a ir? Si se entera Saúl, me matará". Pero el Señor replicó: "Llevarás contigo una ternera y dirás: 'Vengo a ofrecer un sacrificio al Señor'. Invitarás a Jesé al sacrificio, y yo te indicaré lo que debes hacer: tú me ungirás al que yo te diga". Samuel hizo lo que el Señor le había dicho. Cuando llegó a Belén, los ancianos de la ciudad salieron a su encuentro muy atemorizados, y le dijeron: "¿Vienes en son de paz, vidente?". "Sí, respondió él; vengo a ofrecer un sacrificio al Señor. Purifíquense y vengan conmigo al sacrificio". Luego purificó a Jesé y a sus hijos y los invitó al sacrificio. Cuando ellos se presentaron, Samuel vio a Eliab y pensó: "Seguro que el Señor tiene ante él a su ungido". Pero el Señor dijo a Samuel: "No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón". Jesé llamó a Abinadab y lo hizo pasar delante de Samuel, el cual dijo: "Tampoco a este ha elegido el Señor". Luego hizo pasar a Sammá; pero Samuel dijo: "Tampoco a este ha elegido el Señor". Así Jesé hizo pasar ante Samuel a siete de sus hijos, pero Samuel dijo a Jesé: "El Señor no ha elegido a ninguno de estos". Entonces Samuel preguntó a Jesé: "¿Están aquí todos los muchachos?". El respondió: "Queda todavía el más joven, que ahora está apacentando el rebaño". Samuel dijo a Jesé: "Manda a buscarlos, porque no nos sentaremos a la mesa hasta que llegue aquí". Jesé lo hizo venir: era de tez clara, de hermosos ojos y buena presencia. Entonces el Señor dijo a Samuel: "Levántate y úngelo, porque es este". Samuel tomó el frasco de óleo y lo ungió en presencia de sus hermanos. Y desde aquel día, el espíritu del Señor descendió sobre David. Samuel, por su parte, partió y se fue a Ramá.

Salmo 89,20-22.27-28. Tú hablaste una vez en una visión y dijiste a tus amigos: "Impuse la corona a un valiente, exalté a un guerrero del pueblo.
Encontré a David, mi servidor, y lo ungí con el óleo sagrado, para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga poderoso.
El me dirá: "Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora". Yo lo constituiré mi primogénito, el más alto de los reyes de la tierra.

Texto del Evangelio (Mc 2,23-28): Un sábado, cruzaba Jesús por los sembrados, y sus discípulos empezaron a abrir camino arrancando espigas. Decíanle los fariseos: «Mira ¿por qué hacen en sábado lo que no es lícito?». Él les dice: «¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando tuvo necesidad, y él y los que le acompañaban sintieron hambre, cómo entró en la Casa de Dios, en tiempos del Sumo Sacerdote Abiatar, y comió los panes de la presencia, que sólo a los sacerdotes es lícito comer, y dio también a los que estaban con él?». Y les dijo: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre también es señor del sábado».

Comentario: 1. 1S 16,1-13. Hoy se nos cuenta -en una de las varias versiones que existen en los libros históricos de la época- la elección y unción de David como rey. Samuel recibe el encargo de preparar al sucesor de Saúl, que todavía seguirá un tiempo en su cargo. Empieza la historia de David, «el rey ideal», carismático por excelencia. Uno de los personajes más importantes de todo el AT, junto con Abrahán y Moisés. El que logró la victoria contra los filisteos y la unidad territorial y política de Israel. Lo que más se resalta es que, sea cual sea la intervención que han tenido los hombres y las circunstancias, la de David ha sido una elección hecha por Dios, que es el que guía la historia de su pueblo. Como dice el salmo de hoy, «encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado, para que mi mano esté siempre con él». El fracaso de Saúl se interpreta como castigo de Dios. El éxito de David, como don gratuito de Dios. La simpática -y un tanto novelesca- escena de Samuel en casa de Jesé y su familia nos da a entender, una vez más, que los caminos de Dios no son como los nuestros. Todos hubieran apostado por los hermanos mayores, más fuertes y avezados. Nadie contaba con David. Su padre Jesé por poco se olvida de que existe. Ya iban a empezar a comer sin él. Pero Samuel espera que llegue el más joven y le unge de parte de Dios. En aquel momento «el espíritu del Señor invadió a David». Las bromas de Dios, libre y sorprendente en sus caminos.
También nosotros, muchas veces, juzgamos por apariencias, por valores externos. El mundo de hoy aplaude en sus concursos, en sus campeonatos y en sus medios de comunicación a los fuertes, a los sanos, a los que tienen éxito. Pero Dios aplaude a veces otros valores. De David no vio si era fuerte o no, sino que vio su corazón. Sigue siendo actual para nosotros, si queremos ir consiguiendo la sabiduría de Dios y no la del mundo, el consejo que se le dio a Samuel: «No mires su apariencia ni su gran estatura... la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón». Si siguiéramos esta norma, nos llevaríamos seguramente menos desengaños en la vida. Porque tendemos a poner nuestras ilusiones y nuestra confianza en ídolos humanos y en instituciones efímeras. No acabamos de aprender la lección que nos da Dios, que elige con criterios diversos y que con los medios más pobres y las personas más débiles según el mundo es capaz de hacer cosas grandes. Como dijo la Virgen María: «Ha mirado la pequeñez de su sierva y ha hecho en mí cosas grandes».
La lectura del Antiguo Testamento por desconcertante que sea tiene la ventaja de proporcionarnos unos resúmenes sorprendentes. Si miráramos sólo nuestra historia contemporánea correríamos el riesgo de no ver ciertas verdades importantes: las tenemos demasiado cerca... nos falta mirarlas a una cierta distancia. ¡Sin embargo Saúl, elegido por Dios, debió de reinar diez años! Apenas sabemos por el relato que ha sido proclamado rey (Samuel 10) que ya, en Samuel 15, leemos que ha sido rechazado. Y hoy sabremos quién es el nuevo elegido y cómo lo escogió Dios.
Con todo ello aprendemos una lección esencial que el "pasado" pone en evidencia para nuestro «día de hoy»... El rey no debe jamás olvidar que su realeza le viene del único verdadero Rey... y en cuanto a mí, he de saber que si he recibido unas responsabilidades no es a causa de mis excelencias, sino a fin de que la gracia de Dios sea exaltada en nuestras debilidades.
-El Señor dijo a Samuel: «¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl? Lo he rechazado para que no reine sobre Israel.» No hay que mirar atrás. ¡Avanzad siempre! dice Dios. Tras un desastre nacional no os quedéis en las lamentaciones -el rey Saúl morirá en el combate- ni ante una dificultad colectiva o personal. La vida sigue. Hay que mirar al futuro. Ante Dios oigo esas palabras divinas y las aplico a mi propia vida. ¿Qué es lo que debo emprender?, ¿qué es lo que debo continuar? En los próximos diez años, ¿qué proyecto, qué trabajo, qué responsabilidad esperas, Señor, de mí y de los que de mí dependen?
-Samuel dijo: «¿Cómo voy a ir?» Ciertamente, el profeta duda, tiene miedo. En la Biblia, cada vez que alguien es investido por Dios de una responsabilidad, se constata ese primer reparo. Yo también, Señor, tengo miedo de lo que me pides. San Pablo escribirá: «lo que hay de necio en el mundo, lo ha escogido Dios para confundir a los sabios... Io que hay de débil Dios lo ha escogido... a fin de que ningún mortal se gloríe delante de Dios... Yo mismo, me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso...» (I Cor 1,27; 2,3)
-La elección de David, el hijo menor. El problema de Samuel es dar un sucesor al rey Saúl, en una época difícil de la historia de las doce tribus. Humanamente se esperaría una elección racional y segura... un hombre maduro, fuerte y experimentado. Pero he ahí que Dios envía a su profeta a casa de un sencillo campesino de Belén y hace que desfilen los siete hijos mayores, los más gallardos y más fuertes, los que parecían designados por adelantado. Pero no son éstos los que Dios ha elegido. «¿No quedan ya más muchachos?» Sí, aquel en quien nadie pensaba: David, el más pequeño, el pequeño David, sólo capaz de guardar el rebaño en las colinas de Belén.
-Porque Dios no ve las cosas al modo de los hombres... el Señor mira el corazón. Debo detenerme a escuchar esta Palabra. Y contemplar detenidamente también la escena de la ¡«elección del más débil»! ¡Qué misterio! Es ya el misterio de Jesús nacido, débil, en ese mismo lugar: Belén. Y, a pesar de ello, nosotros continuamos elaborando unos criterios en nombre de los cuales un hombre podría pretender el ejercicio de responsabilidades: el derecho de primogenitura, la pertenencia a una dinastía o a una familia particular, los méritos, la experiencia de los años... Los designios de Dios no son los de los hombres. Libertad absoluta de Dios. Ayúdame, Señor, a no ser más que un pobre instrumento en tus fuertes manos (Noel Quesson).
Dentro del grupo de tradiciones de distintas procedencias recopiladas en estos capítulos, leemos hoy el relato de la unción de David. En lo que atañe al hilo de los acontecimientos tal como históricamente debieron de suceder, habrá que dar confianza más bien a otras narraciones, según las cuales David fue ungido rey primeramente por los hombres de Judá (2 Sm 2) y más tarde por los ancianos de Israel (2 Sm 5). El presente relato, nacido probablemente en ambientes proféticos, da una visión más teológica que rigurosamente histórica del traspaso de la monarquía de Saúl a David. Pero eso no significa que no sea una perspectiva real: únicamente que, en lugar de los hechos externos, trata de iluminar aquello que pasa en el corazón de los hombres y en el corazón de Dios. Esta unción profética, que se mantiene oculta (Eliab, el hermano mayor de David, desconoce la unción de éste cuando se enfrenta con Goliat: 17,28), recuerda la unción secreta de Saúl por el propio Samuel (10,1). Dios interviene por medio de sus profetas en la historia de los hombres y la conduce según desea, sin que, por otra parte, esta intervención estorbe la libertad de los hombres. Si el pueblo libremente aclama por rey a Saúl o David es porque previamente Dios, en su impenetrable designio, los había ya escogido, y esta elección divina está simbolizada por la unción con el óleo sagrado. "Desde aquel momento (de la unción) invadió a David el espíritu de Yahvé (que se había retirado de Saúl)" (v 13).
Todos estos textos nos hablan de la libre iniciativa de Dios en la dirección de la historia de su pueblo. La gran novedad es que, a diferencia de Saúl, la elección de David será irrevocable. Pero esta irrevocabilidad será también un don inmerecido, que brota de la misericordia gratuita del corazón de Dios. El lector se preguntará por qué Saúl, de quien conocemos solamente dos faltas no demasiado graves (véase el comentario de ayer), fue rechazado, mientras que David, del cual la historia sagrada cuenta pecados muy graves, no sólo es perdonado, sino que se le nombra repetidas veces «hombre según el deseo de Yahvé», y es propuesto como un modelo para sus sucesores. En primer lugar, David no es elegido por sus méritos, ni por ellos conservó el favor del Señor. Por tanto, no podemos pedir a Dios la razón de su generosidad porque nos podría responder, como el amo de la viña a los jornaleros que murmuraban contra él: "¿No puedo hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O ves tú con malos ojos que yo sea generoso?" (Mt 20,15). En segundo lugar, cuando Samuel reprende a Saúl, busca éste excusas, mientras que cuando Natán echa en cara a David su crimen, David responde inmediatamente: «¡He pecado!» (2 Sm 12,13) (H. Raguer).
Yo no juzgo como juzga el hombre, dice el Señor. El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones. Y no es que en nuestro corazón haya algún mérito para que el Señor recompense lo que nosotros hacemos. A pesar de que conoce nuestras miserias, Él nos ama de un modo gratuito, porque así lo ha decidido Él. Lo único que espera de nosotros es que tengamos un corazón dispuesto a dejarse moldear por Él, como el barro tierno en manos del alfarero. Ante una voluntad que se entrega a Dios y le dice con lealtad: Hágase en mí según tu Palabra, Dios tomará nuestra vida en sus manos y, sacándonos de detrás de las ovejas, o levantándonos de nuestras miserias y pecados, podrá, si es su voluntad, ponernos al frente de su Pueblo, pues a Dios le agrada más la obediencia que miles de holocaustos y sacrificios. David, amado por Dios, será un símbolo de quien, a pesar de sus grandes miserias, siempre estará dispuesto a volver a Dios con un corazón arrepentido y, dispuesto también, a iniciar un nuevo camino bajo la fidelidad a Dios. Cristo, Hijo de Dios e Hijo de David, será para nosotros el motivo de nuestra santificación porque su alimento era hacer la voluntad de su Padre celestial. Ese es el mismo camino que se espera de quienes creemos en Cristo.

2. Sal. 88. Dios fue quien eligió al rey (v 20), lo ungió (21) y le prometió fuerza frente a sus enemigos (vv 22-24) y un reino desde el Mediterráneo al Éufrateses y al Tigris (vv 25-26). Le hizo además la promesa de una relación paterno-filial con Él y de un linaje perpetuo (vv 27-39). San Juan en el libro del Ap aplica a Jesús resucitado las palabras del v 28 al llamarle “primogénito de los muertos”, “el Príncipe de los reyes de la tierra” (Ap 1,5; cf Biblia de Navarra). Y se fija especialmente la tradición cristiana en Cristo al recitar el v27: “aquí, aquel que se encarnó en virtud de la economía divina llama a Dios su propio padre: ‘subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios’ (Jn 20,17). Porque es de Él de quien habla el profeta, porque, profetizando acerca del niño engendrado, le llama ‘Dios fuerte, padre del mundo venidero’ (Is 9,6)” (S. Atanasio). Dios, siempre fiel a sus promesas; su amor hacia los suyos jamás dará marcha atrás, pues lo que Dios da jamás lo retira. Él escogió a David como siervo suyo; lo ungió y, poniéndolo al frente del Pueblo, Dios siempre estuvo de su lado. Por eso David, con toda lealtad, puede llamar Padre a Dios; podrá invocar a Dios pues Él estará siempre dispuesto a protegerlo y a defenderlo de sus enemigos. ¿Habrá amor más grande hacia David, que el que Dios le ha manifestado? A nosotros, por medio de Cristo, Dios nos ha amado hasta el extremo. Desde Cristo Dios no sólo es llamado Padre nuestro, sino que en verdad lo tenemos por nuestro Padre. Cuando nos acercamos a pedirle perdón Él nos recibe y nos vuelve a enviar como testigos de su amor y de su misericordia. Por eso aprendamos a no luchar contra las fuerzas del mal con nuestros propios recursos, pues saldríamos vencidos. Pongámonos en manos de Dios y hagamos nuestra la Victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte. Aprendamos a dejarnos guiar, no por nuestros caprichos ni por nuestras pasiones desordenadas, sino por el Espíritu de Dios, que nos ha ungido y nos ha hecho hijos de Dios, por nuestra unión a Cristo, habitando en nosotros como en un templo.
Se nos habla de la elección de la persona a la que es otorgada la promesa (vv. 19, 20). David era el rey según la elección de Dios, lo mismo que Cristo, por lo que ambos son llamados reyes de Dios (2:6). David era poderoso. Dios le enalteció y ordenó a Samuel que le ungiese. Pero esto se aplica mejor a Cristo, pues: 1. Él es poderoso, capaz de efectuar una salvación completa. 2. Como David, también Él fue escogido del pueblo (v. 19c), pues participó de nuestra carne y de nuestra sangre (He. 2:14). 3. Dios lo ha hallado; es decir, es un salvador provisto por Dios (Jn. 3:16). 4. Como a David (v. 20b), Dios lo ha ungido también a él (Is. 61:1) y le ha constituido sacerdote, profeta y rey, le ha investido de todo poder y autoridad, y le ha resucitado de entre los muertos y lo ha sentado a su diestra. Él es el Ungido por excelencia (hebreo, Mesías; griego. Cristo).
III. Las promesas hechas a su escogido: a David como tipo, y a Cristo como el antitipo:
1. Con referencia a él mismo, como rey y siervo de Dios, se le promete aquí: (A) Que Dios estaría con él y le fortalecería en sus empresas (v. 21): «Mi mano le sostendrá siempre, nunca le faltará mi apoyo, y mi brazo lo fortalecerá a fin de que pueda superar todas las dificultades.»
(B) Que saldría victorioso de todos sus enemigos (vv. 22,23): «No lo sorprenderá el enemigo, etc.» Cristo salió fiador de nuestras deudas y, por eso. Satanás y la muerte pensaron que podían hacer presa en Él; pero Cristo satisfizo las demandas de la justicia de Dios y, así, no pudieron sus enemigos sorprenderle: «Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí» (Jn. 14:30b). «Sino que quebrantaré delante de Él a sus enemigos» (v. 23); el príncipe de este mundo será arrojado, los principados y poderes serán despojados y Cristo será la muerte de la muerte misma, y la destrucción del sepulcro (Os. 13:14; 1 Co. 15:55).
(C) «Mi verdad (lit. mi fidelidad) y mi misericordia estarán con Él» (v. 24). Estuvieron con David y están con Cristo, pues Dios hizo buenas todas sus promesas a Él. Pero eso no es todo: La misericordia y la fidelidad de Dios, esto es, su gracia y su verdad, nos vienen con Cristo (Jn. 1:14 y ss.); y todas las promesas de Dios son en Él Sí y Amén (2 Co. 1:20). Así que todo pobre pecador que espere el beneficio de la misericordia y de la fidelidad de Dios, ha de saber que están en Cristo y a Él debe apelar para conseguirlas (v. 28): «Para siempre le conservaré mi misericordia; en el canal de la mediación de Cristo correrán para siempre todos los arroyos de la bondad divina para con nosotros.^Y, así como la misericordia de Dios fluye hasta nosotros por medio de El, también por medio de Él es firme la promesa de Dios a nosotros: «y mi pacto con Él será estable» (v. 28b), tanto el pacto de la redención hecho con Él (2 Co. 5:19), como el pacto de la gracia hecho en Él (Ef. 1:4 y ss.; 2:5-10)...
(E) Que llamará a Dios su Padre, y Dios le tendrá por hijo, le nombrará su primogénito (vv. 26,27); como llamó a su pueblo (Ex. 4:22), llama también a su rey y, con él, al antitipo: Cristo. Esto es una alusión a las palabras del mensaje de Natán que se referían a Salomón (pues también él era tipo de Cristo, lo mismo que David): «Yo le seré por Padre y él me será por Hijo» (2 S. 7:14), y así la relación será mutua y reconocida por ambas partes: «Él me invocará diciendo: Mi padre eres tú» (v. 26). Así lo hizo Cristo, en los días de su vida mortal, cuando clamó a Él con clamor y lágrimas en Getsemaní, y así nos enseñó a nosotros a dirigirnos a Dios: «Padre nuestro, etc.» Es asimismo prerrogativa de Cristo ser el primogénito de toda creación (Col. 1:15) y, como tal, el heredero de todo (He. 1:2, 6).

3. * “Hoy como ayer, Jesús se las ha de tener con los fariseos, que han deformado la Ley de Moisés, quedándose en las pequeñeces y olvidándose del espíritu que la informa. Los fariseos, en efecto, acusan a los discípulos de Jesús de violar el sábado (cf. Mc 2,24). Según su casuística agobiante, arrancar espigas equivale a “segar”, y trillar significa “batir”: estas tareas del campo —y una cuarentena más que podríamos añadir— estaban prohibidas en sábado, día de descanso. Como ya sabemos, los panes de la ofrenda de los que nos habla el Evangelio, eran doce panes que se colocaban cada semana en la mesa del santuario, como un homenaje de las doce tribus de Israel a su Dios y Señor.
La actitud de Abiatar es la misma que hoy nos enseña Jesús: los preceptos de la Ley que tienen menos importancia han de ceder ante los mayores; un precepto ceremonial debe ceder ante un precepto de ley natural; el precepto del reposo del sábado no está, pues, por encima de las elementales necesidades de subsistencia. El Concilio Vaticano II, inspirándose en la perícopa que comentamos, y para subrayar que la persona ha de estar por encima de las cuestiones económicas y sociales, dice: «El orden social y su progresivo desarrollo se han de subordinar en todo momento al bien de la persona, porque el orden de las cosas se ha de someter al orden de las personas, y no al revés. El mismo Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado (cf. Mc 2,27)».
San Agustín nos dice: «Ama y haz lo que quieras». ¿Lo hemos entendido bien, o todavía la obsesión por aquello que es secundario ahoga el amor que hay que poner en todo lo que hacemos? Trabajar, perdonar, corregir, ir a misa los domingos, cuidar a los enfermos, cumplir los mandamientos..., ¿lo hacemos porque toca o por amor de Dios? Ojalá que estas consideraciones nos ayuden a vivificar todas nuestras obras con el amor que el Señor ha puesto en nuestros corazones, precisamente para que le podamos amar a Él” (Ignasi Fabregat).
** Ratzinger cita un texto de Neusner, diálogo hipotético entre “el judío creyente” con Jesús, para ver lo que significaba el sábado para Israel y entender así lo que está en juego en esta disputa. En el relato de la creación, se dice que Dios descansó el séptimo día. «En ese día celebramos la creación (…) No trabajar en sábado significa algo más que cumplir escrupulosamente un rito. Es un modo de imitar a Dios». Por tanto, del sábado forma parte no sólo el aspecto negativo de no realizar actividades externas, sino también lo positivo del «descanso», que implica además una dimensión espacial: «Para respetar el sábado hay que quedarse en casa. No basta con abstenerse de realizar cualquier tipo de trabajo, también hay que descansar, restablecer en un día de la semana el círculo de la familia y el hogar, cada uno en su casa y en su sitio». El sábado no es sólo un asunto de religiosidad individual, sino el núcleo de un orden social: «Ese día convierte al Israel eterno en lo que es, en el pueblo que, al igual que Dios después de la creación, descansa al séptimo día de su creación». Es un tema actual, pues ante tanto afán de consumir “podríamos reflexionar sobre lo saludable que sería también para nuestra sociedad actual que las familias pasaran un día juntas, que la casa se convirtiera en hogar y realización de la comunión en el descanso de Dios”.
En ese diálogo entre Jesús e Israel, que es también actual, “el tema del «descanso» como elemento constitutivo del sábado permite a Neusner ponerse en relación con el grito de júbilo de Jesús, que en el Evangelio de Mateo precede a la narración de la recogida de espigas por parte de los discípulos. Es el llamado grito de júbilo mesiánico, que comienza: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla...» (Mt 11,25-30). En nuestra interpretación habitual, éstos aparecen como dos textos evangélicos muy diferentes entre sí: uno habla de la divinidad de Jesús, el otro de la disputa en torno al sábado. Neusner deja claro que ambos textos están estrechamente relacionados, pues en los dos casos se trata del misterio de Jesús, del «Hijo del hombre», del «Hijo» por excelencia.
Las frases inmediatamente precedentes a la narración sobre el sábado son: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30). Generalmente estas palabras son interpretadas desde la idea del Jesús liberal, es decir, desde un punto de vista moralista: la interpretación liberal de la Ley que hace Jesús facilita la vida frente al «legalismo judío». Sin embargo, en la práctica, esta lectura no resulta muy convincente, pues seguir a Jesús no resulta cómodo, y además Jesús nunca dijo nada parecido. ¿Pero entonces qué?
Neusner nos muestra que no se trata de una forma de moralismo, sino de un texto de alto contenido teológico, o digámoslo con mayor exactitud, de un texto cristológico. A través del tema del descanso, y el que está relacionado con el de la fatiga y la opresión, el texto se conecta con la cuestión del sábado. El descanso del que se trata ahora tiene que ver con Jesús. Las enseñanzas de Jesús sobre el sábado aparecen ahora en perfecta consonancia con este grito de júbilo y con las palabras del Hijo del hombre como señor del sábado. Neusner resume del siguiente modo el contenido de toda la cuestión: «Mi yugo es ligero, yo os doy descanso. El Hijo del hombre es el verdadero señor del sábado. Pues el Hijo del hombre es ahora el sábado de Israel; es nuestro modo de comportarnos como Dios» (p. 72).
Ahora Neusner puede decir con más claridad que antes: «¡No es de extrañar, por tanto, que el Hijo del hombre sea señor del sábado! No es porque haya interpretado de un modo liberal las restricciones del sábado... Jesús no fue simplemente un rabino reformador que quería hacer la vida "más fácil" a los hombres... No, aquí no se trata de aligerar una carga... Está en juego la reivindicación de autoridad por parte de Jesús.»(p. 71). «Ahora Jesús está en la montaña y ocupa el lugar de la Torá» (p. 73). El diálogo del judío observante con Jesús llega aquí al punto decisivo. Ahora, desde su exquisito respeto, el rabino no pregunta directamente a Jesús, sino que se dirige al discípulo de Jesús: «"¿Es realmente cierto que tu maestro, el Hijo del hombre, es el señor del sábado?". Y como lo hacía antes, vuelvo a preguntar: "Tu maestro ¿es Dios?"» (p. 74).
Con ello se pone al descubierto el auténtico núcleo del conflicto. Jesús se ve a sí mismo como la Torá, como la palabra de Dios en persona. El grandioso Prólogo del Evangelio de Juan —«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios»— no dice otra cosa que lo que dice el Jesús del Sermón de la Montaña y el Jesús de los Evangelios sinópticos. El Jesús del cuarto Evangelio y el Jesús de los Evangelios sinópticos es la misma e idéntica persona: el verdadero Jesús «histórico».
El núcleo de las disputas sobre el sábado es la cuestión sobre el Hijo del hombre, la cuestión referente a Jesucristo mismo. Volvemos a ver cuánto se equivocaban Harnack y la exégesis liberal que le siguió con la idea de que en el Evangelio de Jesús no tiene cabida el Hijo, no tiene cabida Cristo: en realidad, Él es siempre su centro”.
*** Al igual que vimos hace días que Jesús tocó el leproso para curarlo, algo que estaba sumamente prohibido y hacía impuro al que cometía tal delito, ahora se vuelve a saltar otro mandamiento inventado por el pueblo judío, referente al sábado. En estos primeros días después de Navidad, y antes de proclamar de un modo solemne el mensaje de Jesús, hemos observado su plan de salvación: escoge a sus apóstoles para continuar su obra en el mundo, y extiende su misericordia poniendo la ley del amor al servicio de las personas, por encima de la ley escrita que ahoga cuando está privada de este espíritu. Ayer hablaba de la alegría de estar con el esposo en lugar de la ley del ayuno, hoy comer cuando está prohibido. Diríamos que Jesús abre las puertas de la religión a una vida auténticamente vivida, sin miedo a vivir, sin esconderse del mundo, aunque no es conformarse a él pues veremos que le cuesta la muerte la cuestión del sábado, pues no le mataron por predicar más laxitud, sino por ponerse en lugar de Dios, por eso le crucificaron, por mostrarse como quien era, el Mesías.
Ante las críticas actuales de si era un invento de la Iglesia, el cuerpo de doctrina que atribuimos a Jesús, podemos responder que nuestra religión no es religión de un libro, pues es en la Tradición por donde nos ha llegado el Evangelio: es una religión del Espíritu Santo en la Tradición viva de la Iglesia que ahora vemos en su primitiva formación, y los primeros cristianos murieron por el Evangelio como también Jesús, no se muere por una mentira. Además, la interpretación liberal de que Jesús fue un hombre bueno luego mitificado cae por su peso, como bien dijo hace medio siglo Romano Guardini: si no se cree que Jesús es Dios podría considerarse un loco o un mentiroso, pero la locura no es correlativa a su magnífica doctrina de lógica impecable, doctrina como nunca hubo, y culmen de sabiduría humana; y la sublimidad de su vida que entrega hasta la muerte no es tampoco la que corresponde a un malvado. Jesús culmina la revelación con la ley que vemos proclamar con sus primeras palabras estos días, y su vida la transmite su cuerpo místico, y esto constituye la Tradición que hemos recibido, y en la que vamos profundizando de la mano del Espíritu de Dios, de ese Señor de la historia del mundo, y de ese microcosmos que somos cada uno de nosotros, con todas nuestras circunstancias… A Jesús le interesan las personas, le interesamos nosotros, y esta prioridad marca su Evangelio. También orienta nuestro pensamiento, nos dice: ¡no seáis esclavos del sábado, de ninguna norma! Ama y haz lo que quieras… es el reino de la libertad del amor…
Ayer el motivo del altercado fue el ayuno. Hoy, una institución intocable del pueblo de Israel: el sábado. El recoger espigas era una de las treinta y nueve formas de violar el sábado, según las interpretaciones exageradas que algunas escuelas de los fariseos hacían de la ley. ¿Es lógico criticar que en sábado se tomen unas espigas y se coman? Jesús aplica un principio fundamental para todas las leyes: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». Trae como argumento la escena en que David come y da de comer a sus soldados hambrientos los «panes presentados», de alguna manera sagrados. Una cosa es obedecer a la ley de Dios y otra, caer en una casuística tan caprichosa que incluso pasa por encima del bien del hombre. El hombre está siempre en el centro de la doctrina de Jesús. La ley del sábado había sido dada precisamente a favor de la libertad y de la alegría del hombre (cf. Deuteronomio 5,12-15). Además Jesús lanza valientemente una de aquellas afirmaciones suyas que tan nerviosos ponían a sus enemigos: «El Hijo del Hombre es señor también del sábado». No es que Jesús haya venido a abolir la ley, pero sí a darle pleno sentido. Si todo hombre es superior al sábado, mucho más el Hijo del Hombre, el Mesías.
También nosotros podemos caer en unas interpretaciones tan meticulosas de la ley que lleguemos a olvidar el amor. La «letra» puede matar al «espíritu». La ley es buena y necesaria. La ley es, en realidad, el camino para llevar a la práctica el amor. Pero por eso mismo no debe ser absolutizada. El sábado -para nosotros el domingo- está pensado para el bien del hombre. Es un día en que nos encontramos con Dios, con la comunidad, con la naturaleza y con nosotros mismos. El descanso es un gesto profético que nos hace bien a todos, para huir de la esclavitud del trabajo o de la carrera consumista. El día del Señor también es día del hombre, con la Eucaristía como momento privilegiado. Pero tampoco nosotros debemos absolutizar el «cumplimiento» del domingo hasta perder de vista, por una exagerada casuística, su espíritu y su intención humana y cristiana. Debemos ver en el domingo sus «valores» más que el «precepto», aunque también éste exista y siga vigente. Las cosas no son importantes porque están mandadas. Están mandadas porque representan valores importantes para la persona y la comunidad. Es interesante el lenguaje con que el Código de Derecho Canónico (1983) expresa ahora el precepto del descanso dominical, por encima de la casuística de antes sobre las horas y las clases de trabajo: «El domingo los fieles tienen obligación de participar en la Misa y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (c. 1247). El Código se preocupa del bien espiritual de los cristianos y también de su alegría y de su salud mental y corporal. Tendríamos que saber distinguir lo que es principal y lo que es secundario. La Iglesia debería referirlo todo -también sus normas- a Cristo, la verdadera norma y la ley plena del cristiano (J. Aldazábal).
Elredo de Rielvaux (1110-1167) monje cisterciense inglés (Espejo de la caridad, III, 3,4,6) habla de “El Señor del sábado”, y dice así: “Cuando el hombre se aleja de la barahúnda exterior, se recoge en el secreto de su corazón, cierra la puerta a la multitud de vanidades ruidosas, cuando se aparta de sus tesoros, cuando ya no queda en él nada agitado o desordenado, cuando sus afanes cesan, nada le constriñe, al contrario: cuando todo en el hombre es serenidad, armonía, paz, tranquilidad, y cuando todos sus pequeños pensamientos, palabras y acciones sonríen como se sonríe al padre de familia que está reunida en paz, entonces nace en su corazón, de repente, una maravillosa seguridad. De esta seguridad viene un gozo extraordinario, y de este gozo brota un canto de alegría que se convierte en alabanza de Dios tanto más ferviente cuanto más conciencia se tiene que todo bien nos viene dado de parte de Dios.
Esta es la gozosa celebración del sábado que viene precedida de los seis días en que se realizan las obras. Primero hay que sudar en el cumplimiento de nuestras tareas y obras buenas para luego poder reposar en la paz de nuestra conciencia... En este sábado el alma gusta “cuán bueno es Jesús” (cf Sal 33)”.
La verdad, a los fariseos no les importaba transgredir la ley, sin embrago la sabían usar muy bien para su propio beneficio, habían olvidado que la ley nunca puede ser más importante que la caridad. Siguiendo este principio, el último código del Derecho Canónico que rige a la Iglesia reza así: “la salvación de las almas es la ley suprema de la Iglesia” (C 1752), y en función de esta norma se rigen las normas... No podemos vivir sin leyes que nos ayuden a normar y a dirigir nuestras vidas. Desde nuestra propia casa hasta las últimas instituciones necesitan de leyes, sin embargo quienes están encargados de la aplicación de éstas, deben tener siempre en cuenta el “espíritu” que las ha inspirado y que en última instancia es el bien de los individuos y de la comunidad. Aquellos a los que Dios nos ha puesto al cuidado de la observancia de la ley (padres, administradores, gobernantes, etc.) debemos tener siempre cuidado de no usarla para beneficio particular sino para el bien de los hermanos (Ernesto María Caro).

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