martes, 17 de enero de 2012

Tiempo ordinario II, miércoles: la nueva Ley es de libertad de los hijos de Dios

Tiempo ordinario II, miércoles: la nueva Ley es de libertad de los hijos de Dios

Primer Libro de Samuel 17,32-33.37.40-51. David dijo a Saúl: "No hay que desanimarse a causa de ese; tu servidor irá a luchar contra el filisteo". Pero Saúl respondió a David: "Tú no puedes batirte con ese filisteo, porque no eres más que un muchacho, y él es un hombre de guerra desde su juventud". Y David añadió: "El Señor, que me ha librado de las garras del león y del oso, también me librará de la mano de ese filisteo". Entonces Saúl dijo a David: "Ve, y que el Señor esté contigo". Luego tomó en la mano su bastón, eligió en el torrente cinco piedras bien lisas, las puso en su bolsa de pastor, en la mochila, y con la honda en la mano avanzó hacia el filisteo. El filisteo se fue acercando poco a poco a David, precedido de su escudero. Y al fijar sus ojos en David, el filisteo lo despreció, porque vio que era apenas un muchacho, de tez clara y de buena presencia. Entonces dijo a David: "¿Soy yo un perro para que vengas a mí armado de palos?". Y maldijo a David invocando a sus dioses. Luego le dijo: "Ven aquí, y daré tu carne a los pájaros del cielo y a los animales del campo". David replicó al filisteo: "Tú avanzas contra mí armado de espada, lanza y jabalina, pero yo voy hacia ti en el nombre del Señor de los ejércitos, el Dios de las huestes de Israel, a quien tú has desafiado. Hoy mismo el Señor te entregará en mis manos; yo te derrotaré, te cortaré la cabeza, y daré tu cadáver y los cadáveres del ejército filisteo a los pájaros del cielo y a los animales del campo. Así toda la tierra sabrá que hay un Dios para Israel. Y toda esta asamblea reconocerá que el Señor da la victoria sin espada ni lanza. Porque esta es una guerra del Señor, y él los entregará en nuestras manos". Cuando el filisteo se puso en movimiento y se acercó cada vez más para enfrentar a David, este enfiló velozmente en dirección al filisteo. En seguida metió la mano en su bolsa, sacó de ella una piedra y la arrojó con la honda, hiriendo al filisteo en la frente. La piedra se le clavó en la frente, y él cayó de bruces contra el suelo. Así venció David al filisteo con la honda y una piedra; le asestó un golpe mortal, sin tener una espada en su mano. David fue corriendo y se paró junto al filisteo; le agarró la espada, se la sacó de la vaina y lo mató, cortándole la cabeza. Al ver que su héroe estaba muerto, los filisteos huyeron.

Salmo 144,1-2.9-10. De David. Bendito sea el Señor, mi Roca, el que adiestra mis brazos para el combate y mis manos para la lucha.
El es mi bienhechor y mi fortaleza, mi baluarte y mi libertador; él es el escudo con que me resguardo, y el que somete los pueblos a mis pies.
Dios mío, yo quiero cantarte un canto nuevo y tocar para ti con el arpa de diez cuerdas, porque tú das la victoria a los reyes y libras a David, tu servidor. Líbrame de la espada maligna.

Texto del Evangelio (Mc 3,1-6): En aquel tiempo, entró Jesús de nuevo en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle. Dice al hombre que tenía la mano seca: «Levántate ahí en medio». Y les dice: «¿es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?». Pero ellos callaban. Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: «extiende la mano». Él la extendió y quedó restablecida su mano. En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra Él para ver cómo eliminarle.

Comentario: 1S 17,32-33.37.40-51. La victoria del joven David contra el gigante Goliat es uno de los episodios bíblicos más populares y se ha convertido en el símbolo de cómo el débil puede humillar a veces al más fuerte. No sabemos bien -porque hay varias versiones en la Biblia- cómo entró David al servicio del rey Saúl, si como un pastor que se da a conocer por este episodio, o ya antes como especialista en aplacar con la música de su arpa los malos humores del rey. Pero lo que el relato subraya es la intervención de Dios en su victoria. La tesis que el autor del libro quiere establecer, como lección para todas las generaciones, la pone en labios de David: «Tú vienes hacia mí armado de espada, lanza y jabalina; yo voy hacia ti en nombre del Señor: hoy te entregará el Señor en mis manos y todo el mundo reconocerá que hay un Dios en Israel y que el Señor da la victoria sin necesidad de espadas ni lanzas». El salmo, como siempre, hace eco a esta primera lectura: «Te cantaré a ti que das la victoria a los reyes y salvas a David tu siervo: bendito el Señor, mi Roca».
Dios tiene caminos llenos de sorpresas. Un muchacho con unas piedras y una honda, que abate al guerrero más fiero de los enemigos. Podemos interpretar en esta clave tantos momentos de la historia, del AT y del NT y de nuestra vida actual. Dios se sirve a veces explícitamente de lo más débil para conseguir sus planes: y así se ve que no son nuestras fuerzas las que salvan al mundo, sino la misericordia gratuita de Dios. Tendemos a confiar en la técnica, en nuestras habilidades y en los medios materiales, cuanto más modernos mejor. Pero la eficacia en todas nuestras empresas nos la da Dios. Ya nos avisó Jesús: «Sin mí no podéis hacer nada». ¡Cuántas veces los más débiles y humildes, confiados en Dios, han conseguido lo que los fuertes no han podido! También en nuestra lucha contra el mal, que puede parecernos desigual por nuestras escasas fuerzas, Dios es nuestra Roca. Por eso nos enseñó Jesús a rezar: «Líbranos del mal, no nos dejes caer en la tentación».
Los relatos de la infancia de David son bastante elaborados pues vienen de tradiciones diferentes mal yuxtapuestas. Después de haber sido «ungido» como rey en secreto en la granja de su padre Jesé, parece que David fue puesto al servicio de Saúl, «rechazado por Dios», pero no totalmente destronado. En un estilo muy popular del tipo de Tarzán, asistiremos a algunas hazañas de David como jefe de banda en el combate contra los filisteos. Todo el relato está compuesto para poner en evidencia las cualidades excepcionales de David y a la vez el sostén excepcional que Dios le concede.
-El muchachito David, frente al gigante Goliat. Ciertamente es todo el símbolo de la debilidad, frente a la fuerza. La Iglesia tiene, a menudo, la apariencia del muchachito David. La verdad tiene también, a menudo, esa apariencia. Las fuerzas del mal son gigantescas. La Fe es una llamita frágil, expuesta a los fuertes vientos de la historia. En nuestros combates interiores o exteriores, con frecuencia tenemos esta impresión de encontrarnos delante «de cosas que nos rebasan», de estar enfrentados a dificultades insuperables. El muchachito David, ante el gigante más fuerte que él. Evoco algunas situaciones de HOY.
-El rechazo a «la armadura de Saúl». El relato cuenta primero como se trató de proteger a David con la armadura de Saúl; pero no podía caminar: le estaba demasiado grande. Cuando se le dieron «los medios humanos» de poder para que venciera al gigante en su terreno, David no pudo avanzar. Constantemente nosotros quisiéramos poseer una «armadura de Saúl», una seguridad humana, unas fuerzas humanas. Es necesario mucha valentía y mucha Fe para pedir a Dios que «El sea nuestra sola fuerza»... y para desprendernos de nuestras «armaduras».
-Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre del Señor del universo. Esta frase es la clave del relato. Esta historia se contrapone a todas las nociones humanas recibidas y mantenidas de generación en generación respecto a la relación de fuerzas, al sentido del poder, del prestigio, de la fuerza, de la lucha. Es preciso evocar de nuevo el pasaje de san Pablo a los corintios: Dios ha escogido lo necio, lo débil, lo despreciable según el mundo para confundir y derribar lo fuerte. La sabiduría de Dios es locura para la sabiduría de los hombres... Esto es tan sorprendente que no queremos creerlo. La debilidad del muchacho David no era más que una pálida imagen de la debilidad de Jesús en la cruz, «sin espada, ni lanza, ni jabalina», ¡sin ningún poder humano! Para su gran combate, Jesús se presentó totalmente desarmado, desprovisto, desnudo, sin otra arma que su amor. ¡Ah! Señor, cuanto me espanta esa revelación; y sin embargo es la única solución. Danos, Señor, la Fe en tu victoria. «No temáis, yo he vencido al mundo, y el Príncipe de las tinieblas no puede nada contra mí» (Jn 16,11). Mediante la oración, aplico esa Palabra de Dios a todas mis situaciones de debilidad: mis pecados, mis límites... mis dificultades... las debilidades de la Iglesia, y avanzo «en nombre del Señor del universo». Y para mi último combate, el de la muerte, quédate conmigo, Señor. Y desde ahora permanece siempre conmigo (Noel Quesson).
Los que hemos asistido de pequeños a las explicaciones tradicionales de historia sagrada sabíamos de David, sobre todo su victoria sobre Goliat. Con una metodología más pintoresca que teológica, aquel combate singular tomaba más importancia que las promesas mesiánicas hechas por Dios a David, que son en realidad lo que más hay que retener del antepasado de Jesús de Nazaret. Aquella catequesis bíblica pintoresquista vacila cuando la crítica moderna advierte que, según 2 Sm 21,19, no fue David, sino uno de sus soldados, Eljanán, betlemita como él, quien mató a Goliat. Parece, en efecto, que el nombre de Goliat fue añadido posteriormente a los vv 4 y 23, y que la narración primitiva hablaba tan sólo de un filisteo anónimo. Es una lección que hay que recordar, tanto en nuestra lectura personal de las Escrituras como en el momento de transmitirlas a otros: no dejarnos deslumbrar por los detalles concretos y, sin caer tampoco en interpretaciones abusivas y subjetivas, buscar sobre todo la intención teológica de los autores sagrados.
En este episodio la intención del autor no es la de narrarnos una victoria de David, sino una victoria de Yahvé. Es el tema tantas veces reencontrado a lo largo de todos los libros históricos, al igual que en las exhortaciones de los profetas y en muchas plegarias de los salmos, de la fuerza divina manifestada en la debilidad de los instrumentos que él elige. Si Dios lo quiere, un muchacho como David, una mujer como Judit o un pequeño ejército como el de los Macabeos pueden vencer a fuerzas mucho más numerosas. Es Dios quien da la victoria. En la nueva alianza, la victoria de Dios se obtendrá no sólo por la debilidad, sino incluso mediante la derrota: la victoria de la cruz es la del rey que vence y libera a todo su pueblo no matando, sino muriendo. Esto no obstante, la tentación de los antiguos reyes de Israel de poner su confianza no tanto en Yahvé como en las murallas, los ejércitos y las alianzas, reaparece en el pueblo de la nueva alianza cuando para la implantación del reino de Dios nos fiamos más de las riquezas y del poder temporal y de quienes lo detentan que de la fuerza de la palabra y del Espíritu. David, al rechazar la pesada armadura de Saúl, que le agobiaba hasta inmovilizarle, y al salir al encuentro del filisteo con el cayado, la honda y un puñado de lisos quijarros del torrente, se nos aparece como símbolo de la Iglesia, que en nuestros días trata de agilizar sus instituciones y de simplificar los medios usados, a fin de hallar de nuevo el mordiente y la fuerza de penetración en la masa (H. Raguer).
En verdad que Dios no se deja impresionar por el aspecto ni por la gran estatura de las personas. Él nos salva sin usar armas hechas por nuestras manos. Él sólo quiere que confiemos en Él y, en ese momento, su Victoria será nuestra Victoria, pues ¿Quién como Dios? No es la técnica, ni son las armas complicadas las que nos hacen fuertes, sino Dios que, a pesar de nuestras flaquezas, estará siempre con nosotros. Y aunque aparentemente seamos vencidos por nuestros enemigos, Él nos levantará del polvo y hará que volvamos a contemplarlo y a gozar de Él eternamente. En medio de nuestras luchas en contra del pecado, sepamos poner nuestra confianza en Dios, pues, unidos a Cristo, Él no permitirá que seamos vencidos por el mal; más aún, Él nos dice: te basta mi gracia, pues cuando nosotros somos débiles, el Señor es fuerte en nosotros. Confiemos siempre en Él. ¿Acaso tenemos nosotros el poder para vencer a la serpiente antigua o Satanás? Si en nosotros estuviese ese poder, entonces habría sido inútil la Encarnación del Hijo de Dios. El Señor ha venido como Salvador nuestro. Él, mediante su muerte en la cruz ha aplastado la cabeza de nuestro enemigo. A nosotros corresponde confiarnos totalmente en el Señor y vivir, en adelante, como personas que han dejado atrás sus esclavitudes al pecado. Si tenemos la apertura suficiente al Espíritu de Dios en nosotros, entonces, aún cuando nuestra carne sea débil seremos fuertes en el Señor, pues en la fragilidad es cuando se muestra la fuerza que nos viene de Dios.

2. Sal. 143. Así decía Juan Pablo II: “Acabamos de escuchar la primera parte del salmo 143. Tiene las características de un himno real, entretejido con otros textos bíblicos, para dar vida a una nueva composición de oración (cf Sal 8,5; 17,8-15; 32,2-3; 38,6-7). Quien habla, en primera persona, es el mismo rey davídico, que reconoce el origen divino de sus éxitos. El Señor es presentado con imágenes marciales, según la antigua tradición simbólica. En efecto, aparece como un instructor militar (v 1), un alcázar inexpugnable, un escudo protector, un triunfador (v 2). De esta forma, se quiere exaltar la personalidad de Dios, que se compromete contra el mal de la historia: no es un poder oscuro o una especie de hado, ni un soberano impasible e indiferente respecto de las vicisitudes humanas. Las citas y el tono de esta celebración divina guardan relación con el himno de David que se conserva en el salmo 17 y en el capítulo 22 del segundo libro de Samuel…
El salmo 143… concluye con un breve himno de acción de gracias (cf vv 9-10). Brota de la certeza de que Dios no nos abandonará en la lucha contra el mal. Por eso, el orante entona una melodía acompañándola con su arpa de diez cuerdas, seguro de que el Señor "da la victoria a los reyes y salva a David, su siervo" (9-10). La palabra "consagrado" en hebreo es "Mesías". Por eso, nos hallamos en presencia de un salmo real, que se transforma, ya en el uso litúrgico del antiguo Israel, en un canto mesiánico. Los cristianos lo repetimos teniendo la mirada fija en Cristo, que nos libra de todo mal y nos sostiene en la lucha contra las fuerzas ocultas del mal. En efecto, "nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en las alturas" (Ef 6,12).
Concluyamos, entonces, con una consideración que nos sugiere san Juan Casiano, monje de los siglos IV-V, que vivió en la Galia. En su obra La encarnación del Señor, tomando como punto de partida el versículo 5 de nuestro salmo -"Señor, inclina tu cielo y desciende"-, ve en estas palabras la espera del ingreso de Cristo en el mundo. Y prosigue así: "El salmista suplicaba que (...) el Señor se manifestara en la carne, que apareciera visiblemente en el mundo, que fuera elevado visiblemente a la gloria (cf 1 Tm 3,16) y, finalmente, que los santos pudieran ver, con los ojos del cuerpo, todo lo que habían previsto en el espíritu". Precisamente esto es lo que todo bautizado testimonia con la alegría de la fe.
No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre sea dado todo honor y toda gloria. El Señor es quien fortalece nuestras manos y quien las adiestra para que salgamos victoriosos sobre el pecado y la muerte. Dios siempre estará a nuestro lado como Padre y como amigo, como fortaleza y como refugio; por eso ¿quién podrá sobre nosotros? Sabiendo que la victoria no es nuestra sino de Dios, vivámosle agradecidos y entonémosle himnos de alabanza; hagámoslo no sólo con los labios, sino con una vida intachable que se convierta en una continua alabanza a su Santo Nombre.

3.- Mc 3, 1-6 (ver domingo 9B). *«¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?» Estamos viendo con detalle como Jesús es señor del sábado, pone la ley nueva en recipientes nuevos, en un contexto de filiación sustituyendo la ley del temor por la del amor. “Hoy, Jesús nos enseña que hay que obrar el bien en todo tiempo: no hay un tiempo para hacer el bien y otro para descuidar el amor a los demás. El amor que nos viene de Dios nos conduce a la Ley suprema, que nos dejó Jesús en el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo mismo os he amado» (Jn 13,34). Jesús no deroga ni critica la Ley de Moisés, ya que Él mismo cumple sus preceptos y acude a la sinagoga el sábado; lo que Jesús critica es la interpretación estrecha de la Ley que han hecho los maestros y los fariseos, una interpretación que deja poco lugar a la misericordia.
Jesucristo ha venido a proclamar el Evangelio de la salvación, pero sus adversarios, lejos de dejarse convencer, buscan pretextos contra Él: «Había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle» (Mc 3,1-2). Al mismo tiempo que podemos ver la acción de la gracia, constatamos la dureza del corazón de unos hombres orgullosos que creen tener la verdad de su parte. ¿Experimentaron alegría los fariseos al ver aquel pobre hombre con la salud restablecida? No, todo lo contrario, se obcecaron todavía más, hasta el punto de ir a hacer tratos con los herodianos —sus enemigos naturales— para mirar de perder a Jesús, ¡curiosa alianza!
Con su acción, Jesús libera también el sábado de las cadenas con las cuales lo habían atado los maestros de la Ley y los fariseos, y le restituye su sentido verdadero: día de comunión entre Dios y el hombre, día de liberación de la esclavitud, día de la salvación de las fuerzas del mal. Nos dice san Agustín: «Quien tiene la conciencia en paz, está tranquilo, y esta misma tranquilidad es el sábado del corazón». En Jesucristo, el sábado se abre ya al don del domingo” (Joaquim Meseguer).
** Pienso que hemos comentado mucho el señorío de Jesús sobre el sábado, podemos hoy subrayar la libertad que Jesús nos trajo, la nueva ley moral, siguiendo unas palabras de san Josemaría Escrivá sobre la «libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 21).
«Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida» Podemos escoger entre las dos palabras importantes que en realidad cuentan en la vida: libertad o esclavitud del pecado, amor o muerte. «No hay nada como saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos (...) si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36)». El tema de paso de la servidumbre (y el temor) a la libertad (y el amor) es de una gran riqueza, los santos lo han desarrollado con sus vidas, pero también conviene releer sus escritos, que es un modo de acercarnos a sus vidas: Jesús «se ha ido y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rom VIII, 15)» (Es Cristo que pasa, 118).
Es un espíritu de sentirnos hijos de Dios, en el mundo ya no hay temor sino libertad de quien es el “hijo del amo”, estamos “en casa”, sin miedo por el teatro de la sociedad. La libertad personal es, en lo humano, el don más precioso que nos ha hecho el Señor: “qua libertate Christus nos liberavit” (Gal. IV,31). En lo sobrenatural, el mejor don es la gracia, esa ayuda del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, nos fortalece en la lucha interior y nos hace clamar: Abba! ¡Padre! Hay que agradecer al Señor continuamente, hijos míos, estos dones que son manifestación de su bondad y misericordia.
*** Ver ahora algunos puntos sobre esta libertad de los hijos de Dios sería como repasar las virtudes en la perspectiva de la verdad de la filiación divina, el amor de los hijos de Dios, la libertad que Jesús nos ha dado con esa filiación. La fidelidad a nuestra condición como hijos de Dios da al hombre la libertad que permite trabajar por Dios, que permite alzarse en altos vuelos, sin lastres ni miedos de ningún tipo, ni por nuestras miserias ni por dificultades exteriores o vanidades del mundo: «el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Ps XXVI, 1). A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada». Es la libertad de la gloria de los hijos de Dios!, la que nos da la felicidad de servir a Dios con determinación personal, y fruto de la fidelidad al amor de Dios Padre es la alegría, que os gocéis con el gozo mío, y vuestro gozo sea completo . La ley de Cristo es ley de libertad (Sant 2, 12), «lo que importa es ser una nueva creatura. Y sobre cuantos siguieron esta norma, paz y misericordia...» (Gal 6, 15-16); esa energía para obrar en el amor siguiendo el precepto interior en el que consiste la voz del Padre da la más alta libertad interior: los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios; libertad y responsabilidad de hijos de Dios.
Quizá, sin embargo, más que repasar todas esas virtudes, expresadas en la docilidad, fidelidad, dejar hacer a Dios, podemos simplemente observar las dos características principales de esa filiación, que señala el mismo Pablo en el capítulo citado de Romanos 8: la libertad y la gloria (alegría, gozo que son sus formas que aquí en la tierra tenemos de esta gloria, en la esperanza del cielo). Por tanto, libertad y alegría son el termómetro por el que podemos observar nuestra “buena salud” en filiación divina. Sobre la alegría, que ayer ya apuntábamos, como fruto de la salvación, de considerar nuestra filiación, lo dejamos para otro momento; aquí sólo apuntamos que supone dejar que todo nos lleve a un abandono confiado en que lo mejor está por llegar, pues para los que ama Dios, todo es para bien. Entonces, basta dejarse amar por Dios, llenarnos de esa confianza. Para ello, nada mejor que considerar la filiación divina cada día, como decían los Padres: “¡conoce, cristiano, tu dignidad!” Es decir, profundiza día y noche en ella… Es bueno vivir aquella primitiva norma cristiana, de rezar tres veces el padrenuestro cada día, que queda reflejada en la recitación en la Misa, Laudes y Vísperas.
«La libertad personal es, en lo humano, el don más precioso que nos ha hecho el Señor: qua libertate Christus nos liberavit (Gal. IV,31). En lo sobrenatural, el mejor don es la gracia, esa ayuda del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, nos fortalece en la lucha interior y nos hace clamar: Abba! ¡Padre!». La característica de esta libertad es no tener miedo, sentirse “en casa”: «Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían. ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros -aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja- una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna».
¿Qué significa libertad, sino “sentirse en casa”, no tener miedo de nada ni de nadie? «Veritas liberabit vos (Ioh VIII, 32); la verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas». Cornelio Fabro dedicó un largo artículo sobre el sentido profundo de las consecuencias de este espíritu: hacer las cosas “porque me da la gana”, con ese gozo de no sentir la “obligación” en el sentido malo de la palabra, de pérdida de libertad. Sin duda somos falibles, y pecamos, pero el misterio de que Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad indica también el que Él siempre nos abre su intimidad y su gracia misericordiosa, y nos anima a acogernos a esta justicia tan distinta de la humana. La vida es así una aventura de la libertad, que lleva a contemplar esa “impotencia” o vulnerabilidad en el proyecto de salvación divino, que corre el riesgo de nuestro amor, y de ahí nace una correspondencia en lo que llamamos virtudes cristianas, en una vida de libertad-esclavitud del amor cuyo modelo es María (cf. Lc I,38).

De nuevo Jesús quiere manifestar su idea de que la ley del sábado está al servicio del hombre y no al revés. Delante de sus enemigos que espían todas sus actuaciones, cura al hombre del brazo paralítico. Lo hace provocativamente en la sinagoga y en sábado. Pero antes pone a prueba a los presentes: ¿se puede curar a un hombre en sábado? Y ante el silencio de todos, dice Marcos que Jesús les dirigió «una mirada de ira», «dolido de su obstinación». Algunos, al encontrarse con frases de este tipo en el evangelio, tienden a hablar de la «santa ira» de Jesús. Pero aquí no aparece lo de «santa». Sencillamente, Jesús se enfada, se indigna y se pone triste. Porque estas personas, encerradas en su interpretación estricta y exagerada de una ley, son capaces de quedarse mano sobre mano y no ayudar al que lo necesita, con la excusa de que es sábado. ¿Cómo puede querer eso Dios? Al verse puestos en evidencia, los fariseos «se pusieran a planear el modo de acabar con él».
¿Es la ley el valor supremo?, ¿o lo es el bien del hombre y la gloria de Dios? En su lucha contra la mentalidad legalista de los fariseos, ayer nos decía Jesús que «el sábado es para el hombre» y no al revés. Hoy aplica el principio a un caso concreto, contra la interpretación que hacían algunos, más preocupados por una ley minuciosa que del bien de las personas, sobre todo de las que sufren. Cuando Marcos escribe este evangelio, tal vez está en plena discusión en la comunidad primitiva la cuestión de los judaizantes, con su empeño en conservar unas leyes meticulosas de la ley de Moisés.
La ley, sí El legalismo, no. La ley es un valor y una necesidad. Pero detrás de cada ley hay una intención que debe respirar amor y respeto al hombre concreto. Es interesante que el Código de Derecho Canónico, el libro que señala las normas para la vida de la comunidad cristiana, en su último número (1752), hablando del «procedimiento en los recursos administrativos y en la remoción o el traslado de los párrocos», que parece un tema árido, a resolver más bien con leyes canónicas exactas afirme que se haga todo «teniendo en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia». Estas son las últimas palabras de nuestro Código. Detrás de la letra está el espíritu, y el espíritu debe prevalecer sobre la letra. La ley suprema de la Iglesia de Cristo son las personas, la salvación de las personas (J. Aldazábal).
Otra vez, frente a los acuciosos judíos, vuelve Jesús a cuestionar lo que ellos consideraban como "centro" de su fe judía: la Ley. Un sábado hay en la sinagoga un hombre con la mano paralizada. Y aunque sabe que por esto lo acusarán, Jesús hace caso omiso y procede a curarlo.
Al anunciar el Reino Jesús se da cuenta de que el primer enemigo de este Reino es la ley, es tenida como valor supremo, incuestionable, absoluto, que como oprime tanto al hombre termina por destruirlo. Mientras que el Reino propone la reconstrucción del ser humano, desde dentro y desde fuera. En los evangelios se ve simbólicamente que esta reconstrucción va sucediendo gradualmente: una vez en la vista, otra en sus manos o en sus acciones, y del todo cuando resucita a alguien, etc. Para Jesús "dejar de hacer el bien" el sábado, negando una curación a un pobre que la necesita, es pecar. Así, la dinámica del Reino también es exigente: si no reconstruimos, estamos colaborando a la destrucción.
Los que seguimos la dinámica de este Reino que Jesús anuncia, no podemos entrar en la misma dinámica de la ley, la cual considera que con "no hacer el mal" y guardar determinadas normas es suficiente. El Reino exige que se trabaje por la reconstrucción del ser humano, individual y social. Y con su testimonio Jesús nos hace entender que la despreocupación por las personas, como ocurre siempre en todo legalismo, es pecado. Ese pecado, que es el egoísmo, que engendra todas las otras acciones pecaminosas, es lo que Jesús viene a destruir.
Hoy también hay en nuestra sociedad actual, en la que nosotros queremos ser seguidores de Jesús y constructores de su Reino, principios o "valores" que se constituyen en nueva Ley -como la Ley Judía que encontró Jesús-, y se los considera también como algo supremo, absoluto, aunque sacrifique el bien de las personas, tanto de individuos como de grandes mayorías. Son una nueva "Ley" que, como en el caso de la sociedad de Jesús, es presentada como el fundamento incuestionable de la sociedad, ocultando los intereses particulares y de grupo a los que sirve, en desfavor de la gran mayoría de los seres humanos de este final del siglo XX. Los problemas que descubrió Jesús en su sociedad no se acabaron, también hoy están entre nosotros...
Al final, con el anuncio del Reino Jesús pone al descubierto la maldad interior de las autoridades, que se preocupaban más por la ley que por los seres humanos. Esto les derrumba su aparente santidad, porque su pecado queda descubierto. A los dirigentes les quedan dos alternativas: eliminar a Jesús o convertirse. Terminan escogiendo el más fácil para el poder: el crimen.
El concepto de «pecado contra el Espíritu Santo», del que se dice que no se perdonará ni en esta vida ni en la otra, ha atormentado con frecuencia a muchos cristianos sencillos, especialmente a muchos cristianos protestantes. A veces lo confunden con lo que pudiera sugerir el sentido directo de su nombre: una especie de blasfemia o «mal pensamiento» contra el Espíritu Santo, lo cual es especialmente espinoso para los escrupulosos.
En el evangelio está claro el concepto. El «pecado contra el Espíritu Santo» consiste en atribuir al diablo lo que es precisamente acción del Espíritu. Jesús libera al ser humano del poder del demonio, y para él eso es el signo privilegiado de la acción de Dios, por el que Dios nos revela su presencia. Atribuir esta acción de Dios al diablo es convertir lo más sagrado en algo demoníaco: una auténtica blasfemia contra lo más sagrado, una calumnia contra el Espíritu de Dios.
Decir que «no se perdonará ni en esta vida ni en la otra» no es sino una forma hiperbólica de expresar su suprema gravedad, expresión que no puede entrar en contradicción con la misericordia infinita de Dios.
El enfrentamiento de Jesús con los fariseos llega a una especie de climax en el pasaje de Marcos que acabamos de leer: se trata de un hombre disminuido por la parálisis de un brazo, probablemente no puede trabajar, aunque tiene una familia que alimentar. En aquellos tiempos no había seguridad ni asistencia social, ni se adelantaban programas de rehabilitación para los discapacitados. Era un hombre religioso, pues acudía a la sinagoga, seguramente confiaba en Dios, en su Palabra que iba a escuchar con atención y esperanza. El encuentro con Jesús le va a cambiar la vida: recibe la orden de ponerse en medio y asiste al duro enfrentamiento que tiene lugar: por una parte los guardianes del sábado sagrado, que consideran que sanar a alguien ese día, así sea con una simple palabra de mandato, es practicar la medicina, prohibida en día santo. Por otra parte, Jesús, resuelto a romper ese círculo de legalismo ciego que hace que el sábado pese sobre los pobres y los humildes. Hemos escuchado que el hombre del brazo paralizado quedó sano, que Jesús juzgó severamente la dureza de sus contrincantes, incluso, dice el evangelista, que los miró con ira. Y que éstos resolvieron matarlo, y para ello hablaron con los herodianos, tal vez espías o partidarios de la dinastía fundada por el famoso Herodes. Y nosotros ¿qué? ¿Qué partido tomaremos? ¿El del servicio incondicional de los hermanos, o el de la salvaguardia de las leyes, por inútiles e inhumanas que sean? (servicio bíblico latinoamericano).
H. Küng en su libro sobre el judaísmo (Madrid, Trotta, 1993) ilustra bien la sensibilidad que tienen algunos judíos actuales: Eugene Borowitz cita un caso especialmente significativo, apasionadamente discutido en el Estado de Israel, y que, una vez más, tiene sobre todo que ver con el precepto sabático: a un judío que intentaba ayudar a un no judío gravemente herido en un accidente de tráfico, le fue negado el uso del teléfono en casa de un judío ortodoxo. ¿Por qué? ¡Porque era sábado! Ciertamente, puede quebrantarse el precepto del sábado cuando va en ello la vida o la muerte, pero con una condición: "que se trate de un judío, y no de un infiel" (p. 456). Esta historia conecta con la de Marcos. Parece que, en el caso referido por Borowitz, al menos se puede atender al compatriota judío en una situación que no cabe aplazar para el día siguiente. En el episodio de Marcos, claro que se podía diferir para otro día la curación, como tuvo la oportunidad de recordarlo, en otro relato, un jefe de sinagoga. Y tampoco postergaban para el primer día de la semana la labor de sacar una bestia de carga que hubiera caído en un pozo. En cambio, una especie de entumecimiento mental y, según Marcos, una verdadera dureza de corazón, incapacitaba a aquellos hombres para ver el sentido del sábado. ¿En qué consiste la santidad del sábado? ¿No es el día que Dios bendijo y llenó con su presencia? Ante la disyuntiva que Jesús propone, sus adversarios pueden responder: "no hay que hacer el mal, no hay que destruir la vida: eso es pecar contra la santidad de Dios. En cuanto a hacer el bien, ¿a qué tantas prisas? En cierto modo, podemos decir que el sábado es el día de la interrupción del obrar". Pero cabe alegar: "Entonces, ¿en qué consiste la santidad del sábado? ¿No acabamos convirtiéndolo en un día moralmente neutro, salvíficamente vacío, teologalmente desustanciado?" (Pablo Largo).
Todos los seres humanos, en una mayor o menor medida estamos enfermos. Tenemos heridas, carencias, situaciones pasadas, presentes, que marcan nuestras vidas de una forma o de otra. De cada una de ellas Jesús quiere sanarnos, quiere liberarnos. En el Evangelio de Hoy Jesús nos dice que hará, hasta lo que no está bien visto a los ojos del mundo para salvarnos.
El vino a este mundo por cada uno de nosotros y no quiere que ninguno perezcamos y quedemos fuera de la dicha que disfrutaremos en la vida eterna. Él sana a esta persona en sábado, día prohibido según la Ley para realizar cualquier acción, fuera buena o mala. Jesús pone de manifiesto que él tiene poder para salvar vidas en cualquier circunstancia. En muchas ocasiones vemos que alguien está pasando por algo, pasó por algo o que tiene una situación de vida que a nuestros ojos resulta escandalosa e igual que los fariseos andamos al acecho para juzgar y condenar. No comprendemos que es parte de la travesía espiritual que cada persona tiene que pasar. Sin embargo, hoy Jesús me dice que él tiene poder para hacer cualquier cosa, por muy absurda que parezca para salvarnos.
Señor te pido que me llenes de tu misericordia para ver tu mano sanadora y liberadora en tantas situaciones que desde mi pequeño mundo no apruebo. Toma mi limitación humana para así acoger a mis hermanas y hermanos que pasan por diferentes situaciones en los que tu simplemente le estás purificando, sanando, liberando (Miosotis).
Hoy, Jesús nos enseña que hay que obrar el bien en todo tiempo: no hay un tiempo para hacer el bien y otro para descuidar el amor a los demás. El amor que nos viene de Dios nos conduce a la Ley suprema, que nos dejó Jesús en el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo mismo os he amado» (Jn 13,34). Jesús no deroga ni critica la Ley de Moisés, ya que Él mismo cumple sus preceptos y acude a la sinagoga el sábado; lo que Jesús critica es la interpretación estrecha de la Ley que han hecho los maestros y los fariseos, una interpretación que deja poco lugar a la misericordia.
Jesucristo ha venido a proclamar el Evangelio de la salvación, pero sus adversarios, lejos de dejarse convencer, buscan pretextos contra Él: «Había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle» (Mc 3,1-2). Al mismo tiempo que podemos ver la acción de la gracia, constatamos la dureza del corazón de unos hombres orgullosos que creen tener la verdad de su parte. ¿Experimentaron alegría los fariseos al ver aquel pobre hombre con la salud restablecida? No, todo lo contrario, se obcecaron todavía más, hasta el punto de ir a hacer tratos con los herodianos —sus enemigos naturales— para mirar de perder a Jesús, ¡curiosa alianza!
Con su acción, Jesús libera también el sábado de las cadenas con las cuales lo habían atado los maestros de la Ley y los fariseos, y le restituye su sentido verdadero: día de comunión entre Dios y el hombre, día de liberación de la esclavitud, día de la salvación de las fuerzas del mal. Nos dice san Agustín: «Quien tiene la conciencia en paz, está tranquilo, y esta misma tranquilidad es el sábado del corazón». En Jesucristo, el sábado se abre ya al don del domingo (Joaquim Meseguer García).

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