miércoles, 4 de enero de 2012

Navidad: 4 de Enero: llamada a seguir a Jesús, el Cordero de Dios, para participar de su obra

Primera carta del apóstol san Juan 3,7-10. Hijos míos, que nadie os engañe. Quien obra la justicia justo, como él es justo. Quien comete el pecado es del diablo, pues el diablo pe desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo. Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque germen permanece en él, y no puede pecar, porque ha nacido Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano.

Salmo 97,1-2ab.7-8a.8b-9. R. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Cantad al Señor un cántico nuevo, por e ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
Retumbe el mar y cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan; aplaudan los ríos, aclamen los montes.
Al Señor, que llega para regir la tierra. Regirá e orbe con Justicia y los pueblos con rectitud.

Texto del Evangelio (Jn 1,35-42): En aquel tiempo, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: «He ahí el Cordero de Dios». Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: «¿Qué buscáis?». Ellos le respondieron: «Rabbí —que quiere decir, “Maestro”— ¿dónde vives?». Les respondió: «Venid y lo veréis». Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día. Era más o menos la hora décima. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Éste se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías» —que quiere decir, Cristo—. Y le llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas» —que quiere decir, “Piedra”.

Comentario: 1.- 1 Jn 3,7-10. -«Hijos de Dios»... «Hijos del diablo»... Juan acaba de descubrir a los hijos de Dios. Ahora los contrapone a los "hijos del diablo". Esa expresión hace estremecerse. Del mismo modo que se puede vivir «en comunión con Dios», se puede también «vivir con el diablo». Podemos estar unidos a Dios y podemos encadenarnos al mal. Pero no olvidemos que esto no determina ante todo dos categorías de hombres -resultaría demasiado fácil clasificarse en la primera-; en realidad la frontera que separa a los hijos de Dios de los hijos del diablo, pasa por nuestro propio corazón. Por algunos aspectos de mi vida, soy «de Dios» ¡Gracias, Señor!... Por otros, soy «del diablo»... Perdón, Señor! -Mirad como se distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo: 1. El que no practica la justicia, no pertenece a Dios... 2. Tampoco el que no ama a su hermano es de Dios... Dos signos sencillos. Dos criterios. Es nuestro género de vida cotidiano el que nos hace pertenecer a Dios o al Diablo. La justicia. El Amor. Yo me dejo investir por esas dos palabras. Yo miro mi vida bajo esas dos luces: Ser justo... amar... Sin embargo, confío que son muchos los que «pertenecen a Dios». Pienso en todos los gestos de justicia y de amor verdadero, en todos los deseos de justicia y de fraternidad que surgen en el mundo por doquier. Evidentemente, ¡Ahí está Dios!
-Hijitos míos, que nadie os extravíe. Juan se preocupa mucho de preservar a sus cristianos de posibles desviaciones. El mal, el error pueden infiltrarse. Muy pronto empezaron las herejías. Los falsos doctores, los falsos conductores, los falsos profetas existen hoy como siempre existieron. «¡Que nadie os extravíe!»
-Quien vive según la justicia es justo, como El, Jesús, es justo. El punto de referencia es siempre la persona de Jesús. ¿En qué se basa mi juicio?... ¿En un código, en principios, en una moral, en una ideología, en una mentalidad inconsciente, en unos hábitos? «¡Jesús es justo!» Esta debería ser mi referencia constante. Exigencia infinita.
-Quien comete el pecado es del diablo, que ha sido pecador desde el Principio. Precisamente para esto se manifestó el Hijo de Dios, para destruir las obras del Diablo. El mundo es el teatro donde se libra ese gran combate. Jesucristo está en el corazón del mundo, como en la arena, en un cuerpo a cuerpo, luchando contra el pecado. Señor, hazme participar en tu combate. Señor, concédeme lucidez suficiente para descubrir a mi alrededor el pecado del mundo y mi propia participación en él.
-Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque permanece en él la semilla sembrada por Dios: por lo tanto no puede pecar. Hay que entender eso bien. En otros pasajes (1 Juan 1, 8-1O) Juan nos dice que tenemos pecados. ¡Eso es evidente! Aquí Juan afirma que «el hombre nacido de Dios» está colocado en una especie de estado fundamental que no es ya el mal; se trata de esa orientación global que marca la dirección principal de una vida. Gracias, Señor, por esa explicación. A pesar de los desvíos y los resbalones pasajeros, a pesar de las caídas ocasionales, es también mucha verdad, Señor, que te pertenezco y que voy a Ti. «Tu divina simiente permanece en mí» ¡Gracias. Quédate conmigo! (Noel Quesson).
«El que ha nacido de Dios no comete pecado». Si ayer nos alegrábamos de la gran afirmación de que somos hijos, hoy la carta de Juan insiste en las consecuencias de esta filiación: el que se sabe hijo de Dios no debe pecar. Se contraponen los hijos de Dios y los hijos del diablo. Los que nacen de Dios y los que nacen del maligno. El criterio para distinguirlos está en su estilo de vida, en sus obras.
«Quien comete el pecado es del diablo», porque el pecado es la marca del maligno, ya desde el principio. Mientras que «el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él: no puede pecar porque ha nacido de Dios». Es totalmente incompatible el pecado con la fe y la comunión con Jesús. ¿Cómo puede reinar en nosotros el pecado si hemos nacido de Dios y su semilla permanece en nosotros? Los nacidos de Dios han de obrar justamente, como él es justo, y como Jesús es el Justo, mientras que «el que no obra la justicia no es de Dios». Añade también el amor al hermano, que será lo que desarrollará en las páginas siguientes de su carta.

2. El salmo 97 habla del triunfo del Señor en su venida final, dice Juan Pablo II: “se trata de un himno al Señor rey del universo y de la historia (cf v 6). Se define como "cántico nuevo" (v 1), que en el lenguaje bíblico significa un canto perfecto, pleno, solemne, acompañado con música de fiesta. En efecto, además del canto coral, se evocan "el son melodioso" de la cítara (cf. v 5), los clarines y las trompetas (cf v 6), pero también una especie de aplauso cósmico (cf v 8). Luego, resuena repetidamente el nombre del "Señor" (seis veces), invocado como "nuestro Dios" (v 3). Por tanto, Dios está en el centro de la escena con toda su majestad, mientras realiza la salvación en la historia y se le espera para "juzgar" al mundo y a los pueblos (cf v 9). El verbo hebreo que indica el "juicio" significa también "regir": por eso, se espera la acción eficaz del Soberano de toda la tierra, que traerá paz y justicia.
El salmo comienza con la proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (cf vv 1-3). Las imágenes de la "diestra" y del "santo brazo" remiten al éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (cf v 1). En cambio, la alianza con el pueblo elegido se recuerda mediante dos grandes perfecciones divinas: "misericordia" y "fidelidad" (cf v 3). Estos signos de salvación se revelan "a las naciones", hasta "los confines de la tierra" (vv 2 y 3), para que la humanidad entera sea atraída hacia Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvífica…
Son cuatro los cantores de este inmenso coro de alabanza. El primero es el mar, con su fragor, que parece actuar de contrabajo continuo en ese himno grandioso (cf v 7). Lo siguen la tierra y el mundo entero (cf vv 4 y 7), con todos sus habitantes, unidos en una armonía solemne. La tercera personificación es la de los ríos, que, al ser considerados como brazos del mar, parecen aplaudir con su flujo rítmico (cf v 8). Por último, vienen las montañas, que parecen danzar de alegría ante el Señor, aun siendo las criaturas más sólidas e imponentes (cf v 8; Sal 28,6; 113,6). Así pues, se trata de un coro colosal, que tiene como única finalidad exaltar al Señor, rey y juez justo. En su parte final, el salmo, como decíamos, presenta a Dios "que llega para regir (juzgar) la tierra (...) con justicia y (...) con rectitud" (Sal 97,9). Esta es la gran esperanza y nuestra invocación: "¡Venga tu reino!", un reino de paz, de justicia y de serenidad, que restablezca la armonía originaria de la creación.
En este salmo, el apóstol san Pablo reconoció con profunda alegría una profecía de la obra de Dios en el misterio de Cristo. San Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su gran carta a los Romanos: en el Evangelio "se ha revelado la justicia de Dios" (cf Rm 1,17), "se ha manifestado" (cf Rm 3,21). La interpretación que hace san Pablo confiere al salmo una mayor plenitud de sentido. Leído desde la perspectiva del Antiguo Testamento, el salmo proclama que Dios salva a su pueblo y que todas las naciones, al contemplarlo, se admiran. En cambio, desde la perspectiva cristiana, Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo contemplan y son invitadas a beneficiarse de esa salvación, ya que el Evangelio "es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego", es decir del pagano (Rm 1,16). Ahora "todos los confines de la tierra" no sólo "han contemplado la salvación de nuestro Dios" (Sal 97,3), sino que la han recibido.
Desde esta perspectiva, Orígenes, escritor cristiano del siglo III, en un texto recogido después por san Jerónimo, interpreta el "cántico nuevo" del salmo como una celebración anticipada de la novedad cristiana del Redentor crucificado. Por eso, sigamos su comentario, que entrelaza el cántico del salmista con el anuncio evangélico: "Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado, algo hasta entonces inaudito. Una realidad nueva debe tener un cántico nuevo. "Cantad al Señor un cántico nuevo". En realidad, el que sufrió la pasión es un hombre; pero vosotros cantad al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero salvó como Dios". Prosigue Orígenes: Cristo "hizo milagros en medio de los judíos: curó paralíticos, limpió leprosos, resucitó muertos. Pero también otros profetas lo hicieron. Multiplicó unos pocos panes en un número enorme, y dio de comer a un pueblo innumerable. Pero también Eliseo lo hizo. Entonces, ¿qué hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre, para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado, para elevarnos hasta el cielo"”.

3. A. Comentario mío de 2008. “¿Es éste el cordero de Dios?”, quizá sería la pregunta que dirigieron a Juan Bautista los discípulos que él previamente había preparado para seguir a Jesús: Andrés y Juan, Pedro y Santiago. Son de Galilea, y están aprendiendo al lado del maestro Juan, en Judea, como de campamento, lejos de su tierra. Jesús llama por entero su atención, nos lo imaginamos –como lo pinta la NASA, en sus estudios sobre la sábana santa- alto, de 1.75-1.80 m.; unos 80 kg. de peso, largo cabello, espalda ancha, andar firme y seguro. "Maestro, ¿dónde vives?" Le preguntan. "Venid conmigo y así vosotros mismos lo veréis", y van con el galileo, hechizados por su presencia, están a gusto, con sus corazones que arden en ideales, en encontrar la verdad, un amor para dar la vida. Se acuerdan de la hora: “hacia las cuatro de la tarde”… Comenzarían un diálogo maravilloso, como indicaba Juan Pablo II para todo diálogo: "descubro también que mi persona se enriquece por medio de la conversación. Porque poseer sólidas convicciones es hermoso; pero más hermoso todavía es poderlas comunicar y verlas compartidas y apreciadas por otros"; cuando este diálogo afecta a las cosas nucleares, es más rico aún, como dirá más tarde Jesús (Mt 12, 35): "el hombre de bien, de su buen fondo saca cosas buenas; y el hombre malo, de su mal fondo saca cosas malas". Vemos en este Evangelio la formación del primer núcleo de discípulos, del que el Señor dará una llamada como apóstoles para confiarles la Iglesia más tarde.
Hoy también hay muchos que van sin rumbo, buscando la verdad, lo indicaba Benedicto XVI: «hay personas que se comprometen con la paz y con el bien de la comunidad, a pesar de que no comparten la fe bíblica, a pesar de que no conocen la esperanza de la Ciudad eterna a la que nosotros aspiramos. Tienen una chispa de deseo de lo desconocido, de lo más grande, del trascendente, de una auténtica redención». Siguiendo a San Agustín, ante el cual aparece un mundo también pagano, añade: “Dios no permitirá que perezcan con Babilonia, al estar predestinados para ser ciudadanos de Jerusalén… Si se dedican con conciencia pura a estas tareas». Para esto ha venido Dios a la tierra como Cordero: “quiere que todos los hombres se salven y que lleguen al conocimiento de la verdad”, como dice Pablo. Queda mucho trabajo, y para ello el Señor sigue llamando: “venid y veréis”… A los que tenemos fe, ser fieles va unido a la llamada al apostolado. La Iglesia es misionera, como se ha recordado estos días. Y la eficacia llega a todos, en una solidaridad nueva traída por Cristo.
Pío IX en 1854 dijo que los que ignoran la verdadera religión, cuando su ignorancia es invencible, no son culpables de este hecho ante los ojos de Dios; y añadió en 1863: «Es sabido que los que observan con celo la ley natural y sus preceptos esculpidos por Dios en el corazón de todo hombre, pueden alcanzar la vida eterna si están dispuestos a obedecer a Dios y si conducen una vida recta». Quizá hoy muchos están apartados de la fe por una cierta desilusión, resentimientos, condicionamientos culturales y sociales… Jesús ha venido a quitar el pecado, a ofrecer la salvación a todos. A los que no conocen, para que conozcan. La doctora Morali, citando «Lumen Gentium» 16 (los que «buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna») subraya en el texto que esa búsqueda del bien, el empeño y la voluntad de llevarlo son efectos de la acción de la gracia. Jesús está implicado en cada persona, unido a ella; de manera que «la divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta». Y ser apóstol es ayudar como instrumentos divinos a que este camino sea más fácil, como dice «Ad Gentes» (n. 7) sobre la necesidad de la fe: «Pues aunque el Señor puede conducir por caminos que Él sabe a los hombres, que ignoran el Evangelio inculpablemente, a la fe, sin la cual es imposible agradarle, la Iglesia tiene el deber, a la par que el derecho sagrado de evangelizar».
Tertuliano afirmaba: «alma naturaliter christiana» [el alma es naturalmente cristiana]. Este anhelo está inscrito en el corazón de la persona, somos imagen de Dios en Jesucristo, que es la Imagen de Dios. Con la Encarnación, Jesús se ha unido en cierto modo a cada persona, nos decía Juan Pablo II, está a nuestro lado en el camino de la vida, como en el camino de Emaus, y para ello nos pide colaboración, pues él actúa de una manera especial con el bautismo y los otros medios que perfeccionan a lo largo de su vida al cristiano.
* Para ello Jesús entra en esta historia, la expresión de cordero indica también que entra en las tentaciones de Moisés, como dice Ratzinger: “como Moisés, ofreció el sagrado canje: ser borrado del libro de la vida para salvar a su pueblo. De este modo, Jesús será el Cordero de Dios que carga sobre sí los pecados del mundo, el nuevo Moisés que está verdaderamente «en el seno del Padre» y, cara a cara con El, nos lo revela. El es verdadera fuente de agua viva en los desiertos del mundo; El, que no sólo habla, sino que es la palabra de la vida: camino, verdad y vida. Desde lo alto de la cruz, nos da la nueva alianza. Con la resurrección, el verdadero Moisés entra en la Tierra Prometida, cerrada para Moisés, y con la llave de la cruz nos abre las puertas del Paraíso.
Jesús, por tanto, asume y concentra en sí toda la historia de Israel. Esta historia es su historia: Moisés y Elías no sólo hablaron con El, sino de El. Convertirse al Señor es entrar en la historia de la salvación, volver con Jesús a los orígenes, a la cumbre del Sinaí, rehacer el camino de Moisés y de Elías, que es la vía que conduce hacia Jesús y hacia el Padre, tal como nos la describe Gregorio de Nisa en su Ascensus Moysis”.
Esto se ve en las tentaciones de Jesús; ser Cordero quiere decir también participar “en las tentaciones de su pueblo y del mundo, sobrellevar nuestra miseria, vencer al enemigo y abrirnos así el camino que lleva a la Tierra Prometida”. De una manera especial es modelo del sacerdote: “mantenerse en primera línea, expuesto a las tentaciones y a las necesidades de una época concreta, soportar el sufrimiento de la fe en un determinado tiempo, con los demás y para los demás”. En las épocas de crisis en el campo de las ideas o de la vida social o política, “es normal que los sacerdotes y los religiosos sientan su impacto antes incluso que los laicos; arraigados en la firmeza y en el sufrimiento de su fe y de su oración, deben ellos construir el camino del Señor en los nuevos desiertos de la historia. El camino de Moisés y de Elías se repite siempre, y así la vida humana entra en todo tiempo en la única senda y en la única historia del Señor Jesús”.
** Todo ello está presente en ese primer encuentro de Jesús con los que serán “suyos”. Fray Josep Mª Massana, al contemplar esta escena, señala aquella pregunta de los jóvenes: «‘Maestro, ¿dónde vives?’. Les respondió: ‘Venid y lo veréis’» . “Van, y lo contemplan escuchándolo. Y conviven con Él aquel atardecer, aquella noche. Es la hora de la intimidad y de las confidencias. La hora del amor compartido. Se quedan con Él hasta el día siguiente, cuando el sol se alza por encima del mundo.
Encendidos con la llama de aquel «Sol que viene del cielo, para iluminar a los que yacen en las tinieblas» (cf. Lc 1,78-79), marchan a irradiarlo. Enardecidos, sienten la necesidad de comunicar lo que han contemplado y vivido a los primeros que encuentran a su paso: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Los santos también lo han hecho así. San Francisco, herido de amor, iba por las calles y plazas, por las villas y bosques gritando: «El Amor no está siendo amado».
Lo esencial en la vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, ir y ver dónde se aloja, estar con Él y compartir. Y, después, anunciarlo. Es el camino y el proceso que han seguido los discípulos y los santos. Es nuestro camino”.

B. Comentario que tomo de textos de mercaba.org en 2010. Jn 1,35-42 (ver domingo 2B). -Juan Bautista, fijando su vista sobre Jesús que pasaba... dijo: He aquí el Cordero de Dios. Fijar los ojos en Jesús. Impregnarme de esta contemplación.
-Los dos discípulos que oyeron esta Palabra, siguieron a Jesús. Me imagino esta escena. Jesús va por un sendero. Dos hombres se deciden a seguirle, tímidamente, con el corazón saltante... Es el primer encuentro. ¿Qué va a hacer Jesús? ¿Qué pensará? Por el momento basta "seguirle".
-Volvióse Jesús a ellos, viendo que le seguían y les dijo: "¿Qué buscáis?" Primera palabra de Jesús. Se da cuenta de que le buscan... El les hace una pregunta. "Maestro (Rabí) ¿dónde moras?" Buscar. Seguir. Quedarse con. Tres actitudes esenciales. ¿Busco yo a Dios? ¿Le sigo? ¿Me quedo con El?
-"Venid y ved" Es una respuesta a su deseo. Respetuosa con su libertad. "Venid a ver".
-Y permanecieron con El aquel día. Era como las cuatro de la tarde. Juan lo recuerda con precisión. Anota la hora. Esto es normal, pues era su primera conversación con Jesús ¿Qué se dijeron? Ambos debieron de contarle su vida, sus deseos, sus asuntos. El, debió de decirles sus proyectos, sus propios deseos.
-Era Andrés uno de los dos... Encontró luego a su hermano Simón y le dijo: "Hemos hallado al Mesías". Andrés condujo a su hermano a Jesús. La aventura divina, se realiza en las relaciones humanas: Juan y Andrés eran amigos, pertenecían al mismo equipo de pesca sobre el lago (Lucas, 5, 10)... Además estaban unidos por el mismo ideal, en torno a Juan Bautista que habían seguido primero. Y he aquí que ahora también los lazos de la sangre entran en juego: Andrés conduce a su hermano Simón. Es pues un grupo natural el que se halla "embarcado" en la aventura apostólica: cuatro hombres que se conocían, Andrés, Simón, Juan, Santiago. Una vocación no nace en las nubes: todo un contexto humano la favorece o la estorba. Trataré de estar más atento a los fenómenos de grupos, a las comunidades naturales, a la solidaridad que enlaza a las gentes. La buena nueva del evangelio no atañe a individuos aislados, sino a personas, en relación con otras... y es por medio de esas relaciones que se propaga un cierto encuentro con Jesús. Crear lazos. ¿Cuál es mi ambiente, mi comunidad real? Vivir en primer lugar, en mí, los lazos naturales. ¿Qué personas se relacionan conmigo? No vivir solo. Participar. Estar con. Desarrollar las amistades.
-Jesús, fijando la vista en Simón, dijo: "Tú eres Simón el hijo de Juan; tú serás llamado "Cefas", que quiere decir Pedro. Importancia del "nombre" entre los semitas... Jesús cambia el nombre de uno de los que formaban ese grupo de amigos. Es un tomar, un contar con él, un confiarle un papel a desempeñar: piedra, roca. Si toda vocación divina arraiga en lo humano, como acabamos de constatar, continúa siendo, no obstante, una llamada de Dios, una iniciativa divina. A través de nuestras relaciones humanas, si sabemos mirarlas en profundidad, con fe, veremos que se juega allí un designio de Dios: no es por azar que he encontrado a tal persona, que trabajo o habito cerca de "tal"; Dios cuenta con ello, y El tiene algo que ver en este encuentro o en estas relaciones (Noel Quesson).
El testimonio que Juan el Bautista ha dado de Jesús hace que algunos de sus discípulos pasen a seguir al Mesías. Que era lo que quería Juan: «que yo mengüe y que él crezca». Seguimos leyendo la primera página del ministerio mesiánico de Jesús. Andrés y el otro discípulo le siguen, le preguntan dónde vive, conviven con él ese día, y así serán luego testigos suyos y la Buena Noticia se irá difundiendo. Andrés corre a decírselo a su hermano Simón: «hemos encontrado al Mesías», y propicia de este modo el primer encuentro de Simón con Jesús, que le mira fijamente y le anuncia ya que su verdadero nombre va a ser Cefas, Piedra. Pedro.
La Navidad -el Dios hecho hombre- nos ha traído la gran noticia de que somos hijos en el Hijo, y hermanos los unos de los otros. Pero también nos recuerda que los hijos deben abandonar el estilo del mundo o del diablo, renunciar al pecado y vivir como vivió Jesús. Si en días anteriores las lecturas nos invitaban con una metáfora a vivir en la luz, ahora más directamente nos dicen que desterremos el pecado de nuestra vida. El pecado no hace falta que sean fallos enormes y escandalosos. También son pecado las pequeñas infidelidades en nuestra vida de cada día, nuestra pobre generosidad, la poca claridad en nuestro estilo de vida. Navidad nos invita a un mayor amor en nuestro seguimiento de Jesús. Empezamos el año con un programa ambicioso. No quiere decir que nunca más pecaremos, sino que nuestra actitud no puede ser de conformidad con el pecado. Que debemos rechazarlo y desear vivir como Cristo, en la luz y en la santidad de Dios. Por desgracia todos tenemos la experiencia del pecado en nosotros mismos, que siempre de alguna manera es negación de Dios, ruptura con el hermano y daño contra nuestra propia persona, porque nos debilita y oscurece. Cuando en nuestras opciones prevalece el pecado, por dejadez propia o por tentación del ambiente que nos rodea, no estamos siendo hijos de Dios.
Fallamos a su amor. La Plegaria Eucarística IV del Misal describe el pecado de nuestros primeros padres así: «cuando por desobediencia perdió tu amistad...». Y al contrario: cuando renunciamos a nuestros intereses e instintos para seguir a Cristo, entonces sí estamos actuando como hijos, y estamos celebrando bien la Navidad. En la bendición solemne de la Navidad el presidente nos desea esta gracia: «el Dios de bondad infinita que disipó las tinieblas del mundo con la encarnación de su Hijo... aleje de vosotros las tinieblas del pecado y alumbre vuestros corazones con la luz de la gracia».
Como los discípulos del Bautista en el evangelio, los cristianos somos llamados, a seguir a Cristo Jesús. Seguir es ver, experimentar, estar con, convivir con Jesús, conocer su voz, imitar su género de vida, y dar así testimonio de él ante todos. Ese «venid y veréis» ha debido ser para nosotros la experiencia de la Navidad, si la estamos celebrando bien. ¿Salimos de ella más convencidos de que vale la pena ser seguidores y apóstoles de Jesús?, ¿tenemos dentro una buena noticia para comunicar?, ¿la transmitiremos a otros, como Andrés a su hermano Pedro?
La Eucaristía la celebramos con una humilde conciencia de que somos pecadores. Al inicio de la misa decimos a veces la hermosa oración penitencial: «yo confieso... por mi culpa, por mi culpa». Reconocemos que somos débiles pero le pedimos a Dios su ayuda y su perdón. En el Padrenuestro pedimos cada día: «mas líbranos del mal», que también puede significar «mas líbranos del maligno». Y somos invitados a la comunión asegurándonos que el Señor que se ha querido hacer nuestro alimento es ese Jesús que vino para «quitar el pecado del mundo» (J. Aldazábal).
San Agustín, que fue un discípulo y un maestro en el arte de la búsqueda, nos enseñó que sólo buscamos aquello que previamente nos ha atraído. Toda búsqueda nace de una seducción inicial. Busca quien se siente interiormente llamado. Si hoy nos cuesta buscar con ahínco, tal vez sea porque hemos cerrado las fuentes de la seducción. ¿Dónde experimentamos la seducción de Jesús?
A menudo, en el seno de la iglesia, se oyen voces que hablan de la pérdida de atracción. Se dice que las misas no son "atractivas" para los jóvenes. Muchos piensan que ser religioso o sacerdote ha dejado de atraer. Y así otras muchas cosas. ¿Qué es lo que hace que una realidad sea atractiva o atrayente? ¡Su magnetismo, su fuerza de gravedad! Una realidad es atractiva cuando nos arrastra hacia el fondo de nosotros mismos, no cuando nos aleja de él. Jesús debió de resultar extraordinariamente atractivo porque su sola mirada era una invitación a vivir en verdad. Y, claro, cuando uno se sitúa en ese nivel, inmediatamente comienza a hacer preguntas y a buscar. Creo que sólo así podemos comprender bien por qué las primeras palabras de Jesús son una pregunta (gonzalo@claret.org).
En la lectura evangélica Juan Bautista vuelve a llamar a Jesús "cordero de Dios", y los dos discípulos que lo acompañan comprenden el mensaje: se van si guiendo a Jesús. Es un hermoso relato de vocación, Jesús se da cuenta de que lo siguen y les pregunta "¿qué buscan?". Todos buscamos algo, máxime si vamos tras Je sús, y hemos de responderle como los discípulos de Juan, que ahora comienzan a ser sus discípulos: "¿Maestro, dónde vives?". Porque se trata de vivir con Jesús, de estar con Él, de llegar a conocerle íntimamente, hasta descubrir quién es, qué quiere de noso tros, cuál es la enseñanza que nos trae.
El evangelista nos dice que los discípulos vieron dónde vivía Jesús y que se quedaron con Él ese día. En el evangelio de Juan las palabras tienen siempre un significado secreto, misterioso, una especie de do ble sentido. "Ver" dónde vive Jesús significa mucho más que conocer su dirección; "quedarse" con El, es mucho más que pasar un rato conversando de cualquier cosa. Ver dónde vive Jesús y quedarse con Él es hacer una profunda experiencia de discipulado, es estar sentado a sus pies bebiendo sus palabras, aco giendo su enseñanza, dejándose iluminar por su luz. Hasta el punto de quedar transformado en verdadero discípulo suyo, no ya de Juan Bautista. La prueba de esta transformación es que el discípulo llama a otros discípulos; quien ya sabe don de vive Jesús y se ha quedado con El, quiere llamar a otros a seguirle también. Como lo hace Andrés, lleno de júbilo, con su hermano Simón: "¡hemos encontra do al Mesías!" (Juan Mateos).
Hoy, el Evangelio nos recuerda las circunstancias de la vocación de los primeros discípulos de Jesús. Para prepararse ante la venida del Mesías, Juan y su compañero Andrés habían escuchado y seguido durante un tiempo al Bautista. Un buen día, éste señala a Jesús con el dedo, llamándolo Cordero de Dios. Inmediatamente, Juan y Andrés lo entienden: ¡el Mesías esperado es Él! Y, dejando al Bautista, empiezan a seguir a Jesús. Jesús oye los pasos tras Él. Se gira y fija la mirada en los que le seguían. Las miradas se cruzan entre Jesús y aquellos hombres sencillos. Éstos quedan prendados. Esta mirada remueve sus corazones y sienten el deseo de estar con Él: «Dónde vives?» (Jn 1,38), le preguntan. «Venid y lo veréis» (Jn 1,39), les responde Jesús. Los invita a ir con Él y a mirar, contemplar. Van, y lo contemplan escuchándolo. Y conviven con Él aquel atardecer, aquella noche. Es la hora de la intimidad y de las confidencias. La hora del amor compartido. Se quedan con Él hasta el día siguiente, cuando el sol se alza por encima del mundo. Encendidos con la llama de aquel «Sol que viene del cielo, para iluminar a los que yacen en las tinieblas» (cf. Lc 1,78-79), marchan a irradiarlo. Enardecidos, sienten la necesidad de comunicar lo que han contemplado y vivido a los primeros que encuentran a su paso: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Los santos también lo han hecho así. San Francisco, herido de amor, iba por las calles y plazas, por las villas y bosques gritando: «El Amor no está siendo amado». Lo esencial en la vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, ir y ver dónde se aloja, estar con Él y compartir. Y, después, anunciarlo. Es el camino y el proceso que han seguido los discípulos y los santos. Es nuestro camino (Josep Mª Massana).
“Es tan manso como un cordero”, solemos decir con cierta frecuencia. Y, en efecto, el cordero es como el símbolo de la mansedumbre, de la bondad y de la paz. Es un animalito inocuo y totalmente indefenso; más aún, cuando es todavía pequeño, nos despierta sentimientos de viva simpatía por su candor e inocencia. Pues Jesucristo nuestro Señor no rehusó adjudicarse a sí mismo el título de “Cordero de Dios”. Es verdad que fue Juan Bautista el que se lo aplicó, pero Jesús no lo rechaza. Es más, lo acepta de buen grado.
Fue el Papa san Sergio I quien introdujo el “Agnus Dei” en el rito de la Misa, justo antes de la Comunión. Y, desde entonces, todos los fieles cristianos recordamos diariamente aquellas palabras del Bautista: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Desde los primerísimos siglos de la Iglesia, la imagen del cordero ha sido un símbolo tradicional en la iconografía y en la liturgia católica. Con frecuencia lo vemos grabado o pintado en los lugares y objetos de culto, bordado en los ornamentos sagrados o esculpido en el arte sacro. Pronto esta figura, junto con la del pez, fue un signo común entre los cristianos. Y, para comprenderlo mejor, tratemos de ver brevemente la rica simbología bíblica que está detrás.
El profeta Jeremías, perseguido por sus enemigos por predicar en el nombre de Dios, se compara a sí mismo como “a un cordero llevado al matadero” (Jer 11,19). Poco más tarde, el profeta Isaías retoma esta misma imagen en el famoso cuarto canto del Siervo de Yahvé, que debe morir por los pecados del mundo y que no abre la boca para protestar, a pesar de todas las injurias e injusticias que se cometen contra él, manso e indefenso como un “cordero llevado al matadero” (Is 53,7). En el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra que el eunuco de Etiopía iba leyendo este texto en su carroza y que el apóstol Felipe le explicó quién era ese Siervo doliente de Yahvé descrito por el profeta: Jesús, nuestro Mesías, que nos redimió con los dolores y quebrantos de su pasión.
Pero, además, el tema del cordero se remonta hasta la época de Moisés y a la liberación de Israel de manos del faraón. El libro del Éxodo nos narra que, cuando Dios decidió liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, ordenó que cada familia sacrificase un cordero sin defecto, macho, de un año, que lo comiesen por la noche y que con su sangre untaran las jambas de las puertas en donde se encontraban. Con este gesto fueron salvados todos los israelitas de la plaga exterminadora que asoló aquella noche al país de Egipto, matando a todos sus primogénitos (Ex 12,1-14). Unos días más tarde, en el monte Sinaí, Dios consumía su alianza con Israel sellando su pacto con la sangre del cordero pascual (Ex 24,1-11). Es entonces cuando Israel queda convertido en el pueblo de la alianza, de la propiedad de Dios, en pueblo sacerdotal, elegido y consagrado a Dios con un vínculo del todo singular (Ex 19,5-6).
En el Nuevo Testamento, la tradición cristiana ha visto en el cordero, con toda razón, la imagen de Cristo mismo. San Pablo, escribiendo a los fieles de Corinto, les dice que les transmite una tradición que él, a su vez, ha recibido y procede de manos del Señor: “Que el Señor Jesús, en la noche que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Y lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía’. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (I Cor 11,23-26).
Cristo, “nuestro Cordero pascual, ha sido inmolado”, decía Pablo a la comunidad de Corinto (I Cor 5,7). Y Pedro, en su primera epístola, invitaba a los fieles a recordar que “habían sido rescatados de su vano vivir no con oro o plata, que son bienes corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha” (I Pe 1,18-19).
Y también en el libro del Apocalipsis encontraremos esta imagen en diversos momentos. Aparece con tonos solemnes y dramáticos un cordero, como degollado, rodeado de los cuatro vivientes y de los veinticuatro ancianos, y es el único capaz de presentarse ante el trono de la Majestad de Dios y abrir los sellos del libro sagrado. Entonces todos los ancianos y miles y miles de la corte celestial se postran delante del cordero para tributarle honor, gloria y adoración por los siglos (Ap 5,2-9.13).
Y al final del Apocalipsis –que es también la conclusión de toda la Biblia— se nos presentan, en todo su espendor y belleza, las bodas místicas del Cordero con su Iglesia, que aparece toda hermosa y ricamente ataviada, como una novia que se engalana para su esposo (Ap 19, 6-9;21, 9).
A esta luz, el símbolo del cordero se nos ha llenado de sentido y de una riqueza teológica y espiritual fuera de serie. Ese cordero pascual es Jesucristo mismo. Es el verdadero cordero que quita el pecado del mundo, el Cordero pascual de nuestra redención, que se inmoló como sacrificio perfecto en su Sangre e instituyó como sacramento la noche del Jueves Santo. Así, su Iglesia puede celebrar todos los días, en la Santa Misa y en los demás sacramentos, el memorial de la pasión, muerte y gloriosa resurrección del Señor, para prolongar su presencia entre nosotros y su acción salvadora hasta el final de los tiempos.
Gracias a esto, hoy todos los católicos del mundo repetimos diariamente en el santo sacrificio eucarístico esas mismas palabras, por labios del sacerdote: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. ¡Dichosos los invitados al banquete del Señor!”.
Ojalá que, a partir de hoy, cada vez que digamos estas palabras, lo hagamos con todo el fervor de nuestra fe, de nuestro amor y adoración, pidiendo a Dios por la salvación de toda la humanidad. ¡Éstos son los deseos de Jesucristo, el gran Cordero y Pastor de nuestras almas! (Sergio Córdova). Llucià Pou Sabaté

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