domingo, 25 de diciembre de 2011

Natividad del Señor, 25 de diciembre, Misa del día: hemos de hacernos pequeños, entrar en el Portal, nacer de nuevo…


Natividad del Señor, 25 de diciembre, Misa del día: hemos de hacernos pequeños, entrar en el Portal, nacer de nuevo…

Lectura del Profeta Isaías 52,7-10: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es Rey»!
Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión.
Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén: el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.

Salmo 97,1.2-3ab.3cd-4.5-6: R/. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo; el Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.
Tocad la cítara para el Señor, suenen los instrumentos: con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.

Lectura de la carta a los Hebreos 1,1-6: En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. El es reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado»? O: ¿«Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo»? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios»


Lectura del santo Evangelio según San Juan 1,1-18 (el texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad). En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. [Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.]
La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al inundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella,y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. [Juan da testimonio de él y grita diciendo: -Este es de quien dije: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.]

Comentario: 1. Is 52. 7-10: el poema trata del pueblo deportado, centrándose, en primer lugar, en que éste no puede considerar su actual situación como definitiva. El pueblo, pues, clama a Dios (que parece estar dormido), exigiendo su intervención como en el pasado. El Señor responde infundiendo confianza: él es el omnipotente, el consolador que viene con la liberación. En segundo lugar, el Señor, no obstante, recuerda la desolación en que quedó sumida la ciudad. Jerusalén es la mujer desolada porque sus hijos o han muerto o han marchado al destierro. Pero ahora comienza una nueva etapa: Dios retira la copa de su ira y la pone en los labios de los opresores, porque abusaron de su poder. En tercer lugar, el Señor hace despertar de su letargo a Jerusalén. Se invita a la pobre mujer, a despojarse de sus trajes de luto y a vestirse de gala, porque empieza la liberación. La derrota de Jerusalén fue mal interpretada por los vencedores, creyendo que Dios era incapaz de proteger a su pueblo. En este contexto se insertan los versos que hoy se proclaman. La buena noticia de la salvación se conoce en seguida en Jerusalén.
En un bello sueño poético, Isaías II presenta el final del exilio. La caravana ha partido de Mesopotamia, y el poeta hace ver el momento tan ansiado de la llegada del mensajero, que ya está atravesando las colinas del norte de la ciudad. Una nueva era de paz y libertad comienza: el mensajero trae la buena noticia de la liberación de Israel. A este anuncio se unen los gritos de los vigías que custodian las ruinas de la ciudad. La intervención de Dios no puede dejar a nadie indiferente. Su victoria debe alcanzar a todos los confines de la tierra (“Eucaristía 1989”). Las desgracias han sido un camino hacia la purificación. Hay que despabilar, despertar del mal sueño de la tristeza. Se convertirá de nuevo en la casa de la «presencia esplendorosa» ( = kabod, doxa) del Señor. Y es que el Señor está a punto de llegar. Hay que preparar el camino pues «el Señor está cerca", «vuestro Dios es rey» (40,9-10). El grito lo repiten ahora los centinelas que custodian las murallas semiderruidas de Jerusalén: "Qué hermosos son los pies del heraldo que anuncia la paz" (52,7), de aquel que anuncia la irrupción del reino de Dios. Es hora de despertarse porque el Señor está cerca (“La Biblia día a día”).
Desde el país de exilio, de monte en monte, un mensajero va transmitiendo la voz, el gran anuncio. Este anuncio se sintetiza en: la "paz", que es la plenitud de todos los bienes; la "buena nueva" (en griego, "evangelio"), que es lo que uno tiene ganas de oír para ser feliz, la noticia más esperada; la "victoria", que es la liberación de toda opresión; y finalmente, lo que es la causa de todo: que "tu Dios es rey", él es el que conduce la historia a favor de su pueblo. Escuchar este mensaje es una gran alegría, y lo es más aún cuando los centinelas de la ciudad devastada también se unen a él: el retorno de los exiliados que ya se ven llegar significa que realmente, definitivamente, el Señor vuelve a estar presente en su ciudad. Ver el retorno es ver cara a cara al Señor mismo que vuelve (J. Lligadas).
2. El salmo proclama la Resurrección del Señor, el Reino de Yahwé, a la vista de la plenitud de la revelación: se trata de la victoria de Cristo, autor de nuestra Redención, manifestada en su Misterio Pascual. Su diestra le ha dado la victoria: es decir, para salvarnos por medio de su Muerte y Resurrección, el Señor no necesitó ayuda extraña (s. Hilario). Y esas maravillas de las que habla el salmo -comenta Jerónimo- responden a aquellas otras del Antiguo Testamento. De un modo semejante a como Eliseo (4 Reg 4: 34 ss) se contrajo al postrarse sobre el cadáver del hijo de la viuda -ojos sobre ojos, manos sobre manos, ...- para resucitarle, así también el Señor ha asumido la forma de hombre y se ha contraído para constituirnos en hijos de la Resurrección.
Tanto la Liturgia como la tradición cristiana nos invitan a alabar con un cántico nuevo (v. 1) al Niño de Belén, en quien se manifiesta el amor de Dios Padre en favor de la Iglesia, el nuevo Israel. La alabanza a Cristo, aprendida en la escuela de este salmo, es el fruto de la alegría que suscita su Nacimiento en un corazón admirado y agradecido de sentirse salvado por su Señor, que aparece en la verdad de nuestra misma carne. En un famoso himno navideño de Sedulio (+450), se recogen estas palabras: "No rechaza el pesebre, ni dormir sobre unas pajas; tan solo se conforma con un poco de leche, el mismo que, en su providencia, impide que los pájaros sientan hambre."
Venidos desde los confines de la tierra, los Magos conocieron al Niño Dios. Ellos son los primeros, de entre todas las naciones, a quienes se les revela la misericordia divina: la primera epifanía del Unigénito a los gentiles, que nace de una madre Virgen para salvar al mundo. Una colecta de la liturgia de Adviento sirve para convertir en oración estos sentimientos: "Suban, Señor, a tu presencia nuestras súplicas y colma en tus siervos los deseos de llegar a conocer en plenitud el misterio admirable de la Encarnación de tu Hijo. Que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén."
“Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel” (v. 3). Este versículo, que podría haber inspirado -quizá- el Magníficat, nos sugiere meditar en los sentimientos de María en la Resurrección de su Hijo: "Fuerte en la fe, contempló de antemano el día de la luz y de la vida, en el que, desvanecida la noche de la muerte, el mundo entero saltaría de gozo y la Iglesia naciente, al ver de nuevo a su Señor inmortal, se alegraría entusiasmada" (Colecta de una Misa de la Virgen; cf. Félix Arocena).
El sentido original de los salmos es aquel querido y orado por el pueblo de Israel. Este es un "salmo del reino": una vez al año, en la fiesta de las Tiendas (que recordaban los 40 años del Éxodo de Israel, de peregrinación por el desierto), Jerusalén, en una gran fiesta popular que se notaba no solamente en el Templo, lugar de culto, sino en toda la ciudad, ya que se construían "tiendas" con ramajes por todas partes... Jerusalén festejaba a "su rey". Y la originalidad admirable de este pueblo, es que este "rey" no era un hombre (ya que la dinastía Davídica había desaparecido hacía largo tiempo), sino Dios en persona. Este salmo es una invitación a la fiesta que culminaba en una enorme "ovación" real: "¡Dios reina!", "¡aclamad a vuestro rey, el Señor!" Imaginemos este "Terouah", palabra intraducible, que significa: "grito"... "ovación"... "aclamación". Originalmente, grito de guerra del tiempo en que Yahveh, al frente de los ejércitos de Israel, los conducía a la victoria... Ahora, regocijo general, gritos de alegría, mientras resonaban las trompetas, los roncos sonidos de los cuernos, y los aplausos de la muchedumbre exaltada. ¿Por qué tanta alegría? Seis verbos lo indican: ¡seis "acciones" de Dios! Cinco de ellas están en "pasado" (o más exactamente en "acabado": porque el hebreo no tiene sino dos tiempos de conjugación para los verbos, "el acabado", y el "no acabado"). "El ha hecho maravillas"... "Ha salvado con su mano derecha"... "Ha hecho conocer y revelado su justicia"... "Se acordó de su Hessed"... (Amor-fidelidad que llega a lo más profundo del ser); "El vino-el viene"... Y para terminar, un verbo en tiempo, "no acabado", que se traduce en futuro a falta de un tiempo mejor (ya que esta última acción de Dios está solamente sin terminar aunque comenzada): "El regirá el orbe con Justicia y los pueblos con rectitud"... Observemos la audaz "universalidad" de este pensamiento de Israel. La salvación (justicia-fidelidad-amor) de que ha sido objeto la Casa de Israel... está, efectivamente destinada a "todas las naciones": ¡El Dios que aclama como su único Rey, será un día el rey que gobernará la humanidad entera. Entonces será poca la potencia de nuestros gritos! ¡Será poca toda la naturaleza, el mar, los ríos, las montañas, para "cantar su alegría y aplaudir"!
Lo curioso es que según investigaciones serias, el nacimiento de Jesús coincide con el 25 de diciembre y con esta fiesta del Templo descrita en el párrafo anterior, al que se refiere el Salmo, según cuenta Ratzinger en una meditación sobre el buey y la mula: “Por Navidades nos deseamos de corazón que, en medio del ajetreo en que vivimos actualmente, este tiempo festivo nos regale un poco de contemplación y de alegría, contacto con la bondad de nuestro Dios y, así, nuevos ánimos para seguir adelante. Es por eso que, al comienzo de esta breve reflexión sobre lo que la fiesta de Navidad es capaz de decirnos hoy a nosotros, puede resultarnos útil examinar brevemente el origen de la celebración de Navidad.
El calendario festivo de la Iglesia no se ha desarrollado primero en atención a la Natividad de Jesús sino a partir de la fe en su resurrección. La fiesta primordial de la cristiandad no es, pues, la Navidad, sino la Pascua. En efecto, sólo la resurrección ha fundado la fe cristiana y ha dado origen a la Iglesia. Por eso, ya Ignacio de Antioquía (muerto a más tardar en el año 117 d. C.) designa a los cristianos como aquellos que «no observan ya el sábado, sino que viven según el día del Señor». Ser cristianos significa vivir de forma pascual, basados en la resurrección, la misma que se celebra en la fiesta semanal de Pascua, es decir, el domingo. Quien por primera vez esta bleció que Jesús nació el 25 de diciembre fue con certeza Hipólito de Roma en su comentario al libro de Daniel, escrito aproximadamente en el año 204 d. C. Bo Reicke, exégeta que desarrolló años atrás su actividad académica en Basilea, señaló además el calendario festivo en base al cual en el Evangelio de san Lucas se establece una relación recíproca entre los relatos acerca del nacimiento de Juan el Bautista y aquellos que versan sobre el de Jesús. De allí se seguiría que ya san Lucas presupone en su Evangelio como fecha del nacimiento de Jesús el 25 de diciembre. Ese día se celebraba en aquel tiempo la fiesta de la consagración del templo, instituida por Judas Macabeo en el año 164 a. C. Así, la fecha del nacimiento de Jesús significaría al mismo tiempo que, con él, que amaneció como la luz de Dios en la noche invernal, aconteció verdaderamente una consagración del templo: la llegada de Dios a esta tierra (hasta ahora, esta importante investigación ha tenido poco eco en la investigación litúrgica).
La Navidad de Francisco de Asís: Comoquiera que sea, la fiesta de Navidad sólo adquirió su forma definida en la cristiandad a partir del siglo IV, cuando desplazó a la fiesta romana del sol invicto y enseñó a entender el nacimiento de Cristo como la victoria de la Luz verdadera. El hecho de que, en esta refundición de una fiesta pagana en una solemnidad cristiana, se asumiera no obstante una antigua tradición judeo-cristiana es algo que ha quedado claro a través de las observaciones realizadas por Bo Reicke.
Sin embargo, esa especial calidez humana que en la Navidad nos toca tanto que ha llegado a superar ampliamente la Pascua en el corazón de la cristiandad sólo se desarrolló en la Edad Media. Fue Francisco de Asís el que, a partir de su profundo amor al hombre Jesús, al Dios-con-nosotros, contribuyó a desarrollar esta nueva visión. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, narra en su segunda biografía lo siguiente: «Con preferencia a las demás solemnidades, celebraba con inefable alegría la del nacimiento del niño Jesús,- la llamaba fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana. Representaba en su mente imágenes del niño, que besaba con avidez,- y la compasión hacia el niño, que había penetrado en su corazón, le hacía incluso balbucir palabras de ternura al modo de los niños. Y era este nombre para él como miel y panal en la boca».''
De este espíritu provino después la famosa celebración de Navidad en Greccio, a la que Francisco se sintió impulsado probablemente por su visita a Tierra Santa y al pesebre de Santa María Maggiore, en Roma. Lo que motivaba a Francisco era el anhelo de cercanía, de realidad, el deseo de tener una vivencia muy presente de Belén, de experimentar de forma inmediata la alegría del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar esa alegría a todos sus amigos.
A esa celebración nocturna del pesebre se refiere Celano en la primera biografía de Francisco de una manera que ha conmovido siempre de nuevo a los hombres y que, al mismo tiempo, ha contribuido decisivamente a que se desarrollara la costumbre navideña más hermosa: la de montar «pesebres», «belenes» o «nacimientos». Con toda razón podemos decir que la noche de Greccio regaló a la cristiandad la fiesta de Navidad de una forma totalmente nueva, de modo que la afirmación propia de esta fiesta, su especial calidez y humanidad, la humanidad de nuestro Dios, se comunicó a las almas y dio a la fe una dimensión nueva. La fiesta de la resurrección había orientado nuestra mirada hacia el poder de Dios que vence a la muerte y nos enseña a poner nuestras esperanzas en el mundo futuro. Pero ahora se hacía visible el amor indefenso de Dios, su humildad y su bondad, que se exponen a nosotros en medio de este mundo y nos quieren enseñar en su propia manifestación una nueva forma de vivir y de amar. Tal vez sea útil detenernos aquí por un momento más y preguntarnos: ¿dónde queda Grec-cio, esa aldea que adquirió una importancia tan especial y propia para la historia de la fe? Es una pequeña localidad en el valle de Rieti, en Umbría, no demasiado alejada de Roma en dirección hacia el noreste. Lagos y montañas confieren a esa comarca un encanto especial y una silenciosa belleza que sigue inspirando emoción todavía hoy, especialmente porque casi no se ha visto afectada por el ajetreo del turismo. El convento de Greccio, situado a 638 metros de altura, ha conservado algo de la sencillez de los orígenes: ha seguido siendo siempre modesto como la aldea que se encuentra a sus pies,- el bosque lo rodea como en tiempos del Poverello e invita a quedarse y a contemplar. Celano dice sobre Greccio que Francisco amaba especialmente a los habitantes del paraje por su pobreza y sencillez, que iba a menudo a Greccio para tomarse un descanso, atraído entre otras cosas por una celda de extrema pobreza y apartamiento, en la que podía dedicarse sin ser molestado a la contemplación de las cosas del cielo. Pobreza, sencillez, silencio de los hombres y habla de la creación: tales eran al parecer las impresiones que se relacionaban con ese lugar para el santo de Asís. De ese modo, Greccio pudo convertirse en su Belén e inscribir nuevamente el misterio de Belén en la geografía de las almas.
Pero regresemos a la Navidad de 1223. El terreno en Greccio había sido puesto a disposición del Pobre de Asís por un noble llamado Juan, de quien Celano narra que, a pesar de su gran alcurnia e importante posición, «despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu». Por eso lo amaba Francisco.
De ese Juan dice Celano que, esa noche, le fue concedida una visión maravillosa. Vio recostado y exánime en el pesebre a un niño que se despertó por la cercanía de san Francisco. El autor agrega: «No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados»."
En esa imagen está descrita con toda exactitud la nueva dimensión que Francisco ha regalado a la fiesta de Navidad con su fe, que penetra el corazón y los sentimientos: el descubrimiento de la revelación de Dios contenida precisamente en el Niño Jesús. Justamente así se hizo Dios verdaderamente «Emanuel», Dios con nosotros, de quien no nos separa barrera alguna de alteza o lejanía,- como niño se nos ha hecho tan cercano que, sin temor, podemos tutearlo, tratarlo de tú en la inmediatez del acceso al corazón de niño.
En el Niño Jesús se manifiesta de la forma más patente la indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas porque no quiere conquistar desde lo exterior, sino ganar desde el interior, transformar desde dentro. Si acaso hay algo que puede vencer al hombre, su arrogancia, su violencia y su codicia, es la indefensión del niño. Dios la asumió para sí a fin de vencernos y conducirnos así a nosotros mismos.
No olvidemos aquí que el título de mayor dignidad de Jesucristo es el de «Hijo», Hijo de Dios. La dignidad divina se menciona con una palabra que designa a Jesús corno niño perenne. Su infantilidad se encuentra en una singularísima correspondencia con su divinidad, que es la divinidad del «Hijo». Así, su condición de niño es una indicación del camino por el cual podemos llegar a Dios, a la divinización. Desde allí deben entenderse sus palabras: «Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3).
Quien no haya entendido el misterio de la Navidad no ha entendido lo decisivo de la condición cristiana. Quien no lo haya aceptado, no puede entrar en el reino de los cielos: eso es lo que Francisco quería traer de nuevo a la memoria de la cristiandad de su tiempo y de todo tiempo futuro.
El buey y el asno conocen a su Señor: Respondiendo a la indicación de san Francisco, en la cueva de Greccio estaban en la Nochebuena el buey y el asno. Francisco había dicho al noble Juan: «Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno».
A partir de entonces, el buey y el asno (la mula, diríamos aquí) forman parte de toda representación del nacimiento. Pero ¿de dónde provienen el buey y la mula? Bien es sabido que las historias de Navidad del Nuevo Testamento no hacen referencia alguna a ellos. Si investigamos la cuestión, llegaremos a un asunto importante tanto para las costumbres navideñas en su conjunto como, en general, para toda la piedad navideña y pascual de la Iglesia en la liturgia y en los usos populares.
El buey y la mula no son un mero producto de la imaginación piadosa, sino que se han convertido en acompañantes del acontecimiento de la Navidad en virtud de la fe de la Iglesia en la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En efecto, en Isaías 1,3 dice: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo; Israel no conoce, mi pueblo no entiende».
Los Padres de la Iglesia vieron en esas palabras un discurso profético que preanuncia el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia formada por judíos y gentiles. Ante Dios, todos los hombres, judíos y paganos, eran como bueyes y asnos, sin razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre les abrió los ojos de modo que, ahora, entienden la voz del dueño, la voz de su Señor.
En las representaciones medievales de la Navidad llama siempre la atención que las dos bestias tienen rostros casi humanos al encontrarse e inclinarse con reconocimiento y veneración ante el misterio del Niño. Era lógico, pues ambos animales fueron considerados como la cifra profética detrás de la cual se esconde el misterio de la Iglesia -nuestro misterio, el de quienes somos frente al Eterno como bueyes y asnos a los que en la Nochebuena se les abren los ojos de modo que reconocen en el pesebre a su Señor-.
¿Quién lo reconoció y quién no? Pero ¿lo reconocemos realmente? Al colocar en el pesebre las figuras del buey y del asno tiene que venirnos a la memoria toda la frase de Isaías, que no es sólo un «evangelio» -promesa de conocimiento futuro- sino también juicio sobre la ceguera presente. El buey y el asno conocen, pero «Israel no conoce, mi pueblo no entiende».
¿Quiénes son hoy buey y asno, quiénes «mi pueblo», que no entiende? ¿En qué se reconoce al buey y al asno, en qué a «mi pueblo»? ¿Y por qué se da que la ausencia de razón alcanza conocimiento y la razón es ciega?
Para encontrar una respuesta tenemos que remontarnos una vez más, junto con los Padres de la Iglesia, a la primera Navidad. ¿Quiénes fueron los que no reconocieron al Señor? ¿Y quiénes lo conocieron? ¿Y por qué se dieron así las cosas?
El que no lo reconoció fue Herodes, que no entendió nada cuando le contaron acerca del niño, sino que se encegueció aún más por sus ansias de poder y el correspondiente delirio de persecución (Mt 2,3). La que no lo reconoció fue «toda Jerusalén con él» (ibídem). Los que no lo reconocieron fueron los hombres vestidos con refinamiento (Mt 11,8), la gente fina. Los que no entendieron fueron los eruditos, los conocedores de la Biblia, los especialistas en exégesis de la Escritura, que sabían exactamente cuál era el versículo que correspondía, pero, a pesar de ello, no comprendieron nada (Mt 2,6).
Los que sí lo reconocieron —a diferencia de toda esa gente de renombre- fueron «el buey y el asno»: los pastores, los magos, María y José. ¿Es que acaso podía ser de otro modo? En el establo donde está el Niño Jesús no vive la gente fina: allí viven, justamente, el buey y el asno.
Pero ¿y nosotros? ¿Estamos tan lejos del establo porque somos demasiado finos y sesudos para estar en él? ¿No nos enredamos también nosotros en interpretaciones eruditas de la Biblia, en demostrar la inautenticidad o autenticidad del lugar histórico, al punto de quedarnos ciegos para el mismo Niño y no captar nada de él? ¿No estamos también nosotros demasiado en «Jerusalén», en el palacio, afincados en nosotros mismos, en nuestra arrogancia, en nuestra manía persecutoria, como para poder escuchar por la noche la voz de los ángeles, acudir al pesebre y adorar?
Así pues, esta noche los rostros del buey y del asno nos miran con ojos interrogativos: mi pueblo no entiende; ¿entiendes tú la voz de tu Señor? Al colocar en el pesebre estas figuras tan familiares deberíamos pedir a Dios que le regale a nuestro corazón la sencillez que descubre en el niño al Señor, como en su día Francisco en Greccio. Entonces podría sucedemos también a nosotros lo que Celano, siguiendo muy de cerca las palabras de san Lucas sobre los pastores de la primera Nochebuena (Lc 2,20), narra acerca de los que participaron en la Nochebuena de Greccio: «todos retornaron a sus casas colmados de alegría»”.
El tercer Domingo de Adviento hemos cantado un canto de Isaías, que proclama los mismos temas y que pudo inspirar este salmo 97: "Dios es quien me salva, tengo confianza, no temo. El Señor es mi refugio y mi fuerza. El es mi salvador. Dad gracias al Señor e invocad su nombre, anunciad a los pueblos las maravillas que El ha hecho: Recordadles que su nombre es sublime. Cantad al Señor. Porque ha hecho maravillas conocidas en toda la tierra. Exultad, dad gritos de alegría: Dios está en medio de vosotros" (Isaías 12). ¡La "venida" de Dios! Israel no podía ni mucho menos adivinar hasta qué punto esto sería cierto. Lo que celebra este canto, es realmente la Navidad, la venida del Hijo de Dios en persona: este salmo 97 se utiliza en la Misa del día de Navidad... Y en la Misa de media noche, encontramos un salmo que tiene exactamente el mismo sentido (salmo 95). ¡La revelación del amor-fiel de Dios! La Encarnación del Verbo es el acontecimiento histórico que hace visible, que "levanta el velo" (significado de la palabra revelar) del amor que Dios tiene a Israel, y que extiende a todos los pueblos, en Jesús. ¡La "Nueva Alianza", la "Nueva Liberación"! Hay que cantar un "canto nuevo, porque Dios renueva su Alianza: la celebración de la "venida" de Dios es un "signo", un "sacramento" que realiza lo que significa. Cuando se aclama a Dios como Rey, no se le confiere la realeza (El lo es desde siempre), sin embargo se "actualiza" esta "realeza" se "urge la venida del reino escatológico". Festejar la Navidad, es en un sentido real, sacramental, "hacer que Dios venga hoy". "¡La salvación que tú preparaste ante todos los pueblos!" Así se expresa Simeón en su canto de alabanza (Lucas 2,30) "Atraeré hacia mí a todos los hombres" (Grita Jesús en proximidad de la Pascua). (Juan 12,32). "¡Jesús había de morir por el pueblo de Israel, y no solamente por él, sino para reunir en uno todos los hijos de Dios que están dispersos!" En expresión de San Juan (11,52). Y esta visión universal, realizada en Cristo, era anunciada en la esperanza de todo un pueblo, que se atrevía a convidar a "toda la tierra", "todas las naciones", "todos los habitantes del mundo" a su propio "Terouah". ¡Una fiesta mundial! ¡Vamos hacia una fiesta en que todos los hombres estarán felices y cantarán todos juntos, el mismo día, el mismo Dios, el mismo amor que los habrá salvado ¡Salvado! Me imagino a Jesús recitando este salmo... Lo recito con El...
Escuchemos a Paul Claudel, que vive a su manera este salmo: "¿Qué canto, oh Dios mío, podemos inventar al compás de nuestro asombro? El ha roto todos los velos. Se ha mostrado. Se ha manifestado tal como es a todo el mundo. La misma caridad, la misma verdad, todo semejante, a lo que quiso con Israel, ¡helo aquí, doquier, brillando a los ojos de todo el mundo! ¡Tierra, estremécete! ¡Que oiga en tus profundidades el grito de todo un pueblo que canta y que llora y que patalea! ¡Adelante, todos los instrumentos! ¡Adelante la cítara y el salmo! ¡Adelante, la trompeta en pleno día con sonido claro, y esta trompeta, la otra, muy bajo, como un hormigueo de trompetas que yo creía escuchar durante la noche! ¡Adelante el mar, para sumirme! ¡Adelante, la redondez de la tierra como un canasto que se sacude! ¡Ríos, aplaudid, y que se alisten las montañas, porque ha llegado el momento en que Dios va a "juzgar" a la tierra! ¡Ha llegado el día del rayo del sol, y de la radiante nivelación de la justicia!".
¡La "justicia"! ¡Un mundo gobernado "según Dios"! ¡Está por venir! ¡Un mundo gobernado según el amor! Está por venir, Dios viene. El Reino de Dios ha comenzado... (Nole Quesson). De ahí el tono del salmo, de experiencia gozosa, de una alegría que produce la actuación salvadora de Dios: el salmista siente admiración, entusiasmo y gratitud por este Dios tan excelso, tan providente, y por esto brota de su corazón la más sincera alabanza. La fe en Dios lleva aneja la alabanza, y la alabanza proviene de la alegría. Los salmos, entre otras muchas otras cosas, nos enseñan también esta verdad y esta actitud de la alabanza gozosa, porque si el hombre alaba a Dios lo hace movido por un corazón admirado y agradecido, inundado de alegría por sentirse amado, salvado y protegido por su Dios. Y esta corriente de exultación gozosa ha continuado en la vida de la Iglesia con el ejemplo de los santos y la proliferación inacabable de expresiones de alabanza: recordemos el "Te Deum", el "Cántico de las creaturas" de san Francisco de Asís. Y sobre todo, la Liturgia de la Iglesia, con su variadísima gama de alabanzas, desde la Plegaria Eucarística hasta la Liturgia de las Horas y tantas y tantas prácticas de piedad cristianas que siguen el mismo camino de alabanza y gratitud a Dios.
Así decía Juan Pablo II: “Se trata de un himno al Señor, rey del universo y de la historia (cf. v.6). Es definido como un «cántico nuevo» (v. 1), que en el lenguaje bíblico significa un cántico perfecto, rebosante, solemne, acompañado por música festiva. Además del canto del coro, de hecho, se evoca el sonido melodioso de la cítara (v.5), la trompeta y el son del cuerno (v.6), así como una especie de aplauso cósmico (v.8). Además, incesantemente resuena el nombre del «Señor» (seis veces), invocado como «nuestro Dios» (v.3)... El Salmo se abre con la proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (vv.1-3). Las imágenes de la «diestra» y del «brazo santo» se refieren al Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (v.1). La alianza con el pueblo de la elección es recordada a través de dos grandes perfecciones divinas: «amor» y «fidelidad» (v.3). Estos signos de salvación son revelados «a las naciones» y a «los confines de la tierra» (vv.2-3) para que toda la humanidad sea atraída por Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvadora. La acogida reservada al Señor que interviene en la historia está marcada por una alabanza común: además de la orquesta y de los cantos del templo de Sión (vv.5-6), participa también el universo, que constituye una especie de templo cósmico... En este Salmo, el apóstol Pablo reconoció con profunda alegría una profecía de la obra del misterio de Cristo. Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su gran carta a los Romanos: en el Evangelio «la justicia de Dios se ha revelado» (Cf. Rom 1,17), «se ha manifestado» (3,21). La interpretación de Pablo confiere al Salmo una mayor plenitud de sentido. Leído en la perspectiva del Antiguo Testamento, el Salmo proclama que Dios salva a su pueblo y que todas las naciones, al verlo, quedan admiradas. Sin embargo, en la perspectiva cristiana, Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo ven y son invitadas a aprovecharse de esta salvación, dado que el Evangelio «es potencia de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego», es decir el pagano (1,16). Ahora «los confines de la tierra» no sólo «han contemplado la victoria de nuestro Dios» (Salmo 97, 3), sino que la han recibido. En esta perspectiva, Orígenes, escritor cristiano del siglo III, en un texto citado después por san Jerónimo, interpreta el «cántico nuevo» del Salmo como una celebración anticipada dela novedad cristiana del Redentor crucificado. Escuchemos entonces su comentario que mezcla el canto del salmista con el anuncio evangélico. «Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado -algo que nunca antes se había escuchado-. A una nueva realidad le debe corresponder un cántico nuevo. “Cantad al Señor un cántico nuevo». Quien sufrió la pasión en realidad es un hombre; pero vosotros cantáis al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero redimió como Dios”. Orígenes continúa: Cristo “hizo milagros en medio de los judíos: curó a paralíticos, purificó a leprosos, resucitó muertos. Pero también lo hicieron otros profetas. Multiplicó los panes en gran número y dio de comer a un innumerable pueblo. Pero también lo hizo Eliseo. Entonces, ¿qué es lo que hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado para elevarnos hasta el cielo»”.
3. Hb 1,1-6: La encarnación es una nueva revelación de la Palabra, superior a las precedentes. La palabra creadora y salvadora tiene en Cristo su centro. Creación e historia encuentran sentido en él. La palabra hecha carne se convierte en voz que suplica al Padre, en boca de nuestra naturaleza, para gritar a Dios la necesidad que el hombre tiene de salvación y redención (Pere Franquesa). La exhortación a los "Hebreos" comienza con una solemne afirmación: el Dios de nuestros padres ha hablado. Dios se manifiesta, se da a conocer por su palabra. El soplo de Dios, su Espíritu, se hace sonido. Antaño, en la voz de los profetas. Ahora, en esta etapa final, en la encarnación, muerte y exaltación de su Hijo. Esta es la palabra eterna del Padre, hecha hombre, la manifestación luminosa de la gloria del Padre y la impronta de su ser. Las distintas manera con que Dios se reveló antes se han unificado en Cristo, han llegado a plenitud en la venida de quien es mayor que cualquier profeta. Quien ve a Jesús ve a Dios. Cristo nos revela el misterio de Dios. Por eso, la entrada del Hijo en la historia de los hombres lleva los tiempos a "su plenitud". El Hijo, la suprema y definitiva manifestación de Dios al mundo, es Jesús de Nazaret. La afirmación de que él ha heredado un "nombre" superior a los ángeles introduce el tema de la primera parte de esta carta: Jesús, Hijo de Dios y hermano de los hombres (“Eucaristía 1988”).
Los "padres" son los antepasados del pueblo de Israel, es decir, las generaciones pasadas (cf 3, 8; 8,9). Los cristianos, aun los de origen pagano, están unidos al verdadero Israel por Jesús, continuador de la promesa (cf Rom 4, 16-18). El hecho de Jesús entronca al creyente con el querer salvador de Dios. La encarnación nos sitúa en la órbita de la posible conexión con Dios. La "etapa final" es el tiempo propicio, el tiempo de la intervención divina (cf Ez 38, 16; Dan 2, 28; Rom 16, 26). Este tiempo está ahora presente porque Jesús lo ha inaugurado para siempre (cf Hech 2, 17; 1 Cor 10, 11). Certeza para todo el que cree. A los profetas, denominados a veces en el AT como "servidores" (Jer 7, 25), sucede un último mensajero que es el Hijo (cf Mc 12 2-6). Para el creyente en Jesús ha dejado de tener interés cualquier "dios" que no sea el "Dios de Jesús". Así es: nuestro único camino para llegar a Dios es el del hombre Jesús, sus palabras y sus hechos, toda su vida. En el Hijo la promesa hecha a los "padres" tiene cumplimiento final. Es el descendiente privilegiado de los patriarcas (cf Gn 15, 3-4) y de David (Sal 2,8) al que se le prometió el reino universal (cf Dan 2, 44). El que Jesús sea heredero es lo que da ánimo y esperanza a los que le seguimos. Un día, efectivamente, la herencia será también cosa nuestra.
V. 3:Estas expresiones parecen inspirarse en la Sabiduría (Sab 7, 25-26). Para expresar la relación entre el Hijo y Dios, el autor escoge las palabras más fuertes. La palabra de este Jesús, cuyo nacimiento conmemoramos, es lo que sostendrá a generaciones de creyentes. El hombre define la posición de la persona y su dignidad respecto a los demás. Para definir la posición del Hijo, su intervención en la historia, el autor lo compara a los "ángeles" que, según la mentalidad del tiempo, eran los que más cerca estaban de Dios. Jesús es más que ellos ya que es Hijo, ya que contiene en sí mismo ese germen que se desarrollará plenamente el día de su exaltación. Es algo fuera de lo común el que también el creyente, por la mediación de Jesús, participe en este formidable proceso de filiación (“Eucaristía 1987”).
4. Jn 1. 1-18: El prólogo del evangelio de Jn es un himno solemne -en siete estrofas de estructura semita- al Logos, al Verbo, revelación del Padre en Cristo. En este prólogo están ya presentes los grandes temas del evangelio: el Verbo, la vida, la luz, la gloria, la verdad. Y las fuertes contraposiciones: Luz-tinieblas; Dios-mundo; fe-incredulidad. Dos veces resuena la voz del testigo: Juan Bautista. Las tesis que presenta son las mismas que las del evangelio. La idea de fondo es la plenitud de la revelación que nos ha traído el Verbo. Ha salido del Padre y se ha hecho hombre. También de la Sabiduría se dice que estaba en Dios (Pr 8. 30), pero la sabiduría era una personificación literaria. La Palabra en cambio, es una persona, es Dios, es la última palabra que Dios ha pronunciado (Hb 1. 3). En la Palabra hay vida y la vida era luz. Luz que brilla en las tinieblas. La llegada de Jesús divide la historia en dos partes. Tinieblas antes de Jesús, luz después de él y nos coloca en una alternativa: ser hijos de la luz o hijos de las tinieblas. Jesús es la luz verdadera no tanto en contraste con Juan sino con el A.T. Es la luz verdadera porque en él se cumplen las promesas. La Palabra se hizo carne. Así clarifica que la revelación definitiva de Dios no es una sombra, un sueño, una ilusión sino una realidad tangible. Juan lo reafirma en el prólogo de su primera carta. Ha venido para acampar entre nosotros. Este ha sido siempre el modo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Desde la revelación en el Sinaí, Dios ha estado en medio de su pueblo. La tienda primero, el templo después, fueron los modos de presencia. Ahora esta presencia se ha hecho real y viva con la vida del hombre. La encarnación es el primer momento de esta morada de Dios entre los hombres y tendrá su realización plena en la resurrección (P. Franquesa).
El prólogo del evangelio de Juan es un himno cristiano que proviene, probablemente, de los círculos joaneos y que ha sido adaptado para servir de presentación a la narración evangélica de los diversos pasos de la Palabra encarnada. Esta Palabra viene a identificarse no sólo con Jesús, sino con la acción de Jesús. Esta personificación, con ribetes sapienciales, viene a mostrar la capacidad que tiene de dar vida y orientación a todo hombre que se acerca a ella (8, 12). De verdad que el misterio de la encarnación es, en el fondo, el misterio del hombre entero. Los judíos no han comprendido la realidad de Jesús. O lo que es igual: la antigua economía es incapaz de comprender la realidad nueva que es Jesús. Por tanto, la conclusión se impone: es preciso abandonar toda estructura que imposibilita la comprensión de Jesús. Falló el intento de querer aprisionar la luz -que es Jesús- dentro del sistema religioso judío (7,34). La Palabra de Dios, sabiduría desde siempre, se mueve dentro de la máxima libertad. Solamente el que comprende esto es capaz de construir una fe libre. La realidad de la presencia de Dios ha comenzado a incidir históricamente en los hombres con el comienzo de la vida de Jesús: este suceso constituye el momento decisivo de la historia de la salvación; lo testimonian los cristianos. La palabra "carne" designa en Juan todo lo que constituye la debilidad humana, todo lo que conduce a la muerte como limitación del hombre. La encarnación no es ninguna apariencia: por la experiencia de nuestro ser de hombres es como hemos de acercarnos a Dios, a Jesús (“Eucaristía 1989”). Desde el momento de la venida del Hijo al mundo en la debilidad de la "carne", realiza la presencia de Dios entre los hombres. El cuerpo de Jesús se convierte, por su muerte y su resurreción, en el templo de la presencia de Dios. El es la verdad y la vida de Dios hecha carne. Ama, cura, perdona. Vive y sufre como un hombre entre los hombres. Todos pueden verlo y oírlo. Todos pueden creer en él, ver su luz, beber su agua, comer su pan, participar de su plenitud de gracia y de verdad. La comunidad cristiana lee solemnemente el prólogo del evangelio de Juan en la fiesta del nacimiento del Señor. Se trata de proclamar la misericordia y fidelidad de Dios, su gracia, que se han hecho realidad en Jesús. Que Dios no actúa mediante favores pasajeros y limitados, sino con el don permanente y total del Hijo hecho hombre que se llama Jesús, el Cristo (“Eucaristía 1988”).
-Dios no es un ser lejano. Es un Dios que habla, y su Palabra es entrañablemente cercana. Se ha hecho un niño y ha nacido en Belén. Antes, durante siglos, había hablado por medio de profetas y había enviado Ángeles como mensajeros. Pero ahora nos ha hablado de otra manera: nos ha enviado a su Hijo. Y el Hijo es superior a todos los profetas y a los Ángeles. (Es lo que nos dice el autor de la carta a los Hebreos). Y es también lo que llena de entusiasmo a S. Juan, en el prólogo de su evangelio, la solemne página que acabamos de escuchar: la Palabra estaba junto a Dios -la palabra era Dios, y la Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. La Palabra, ya lo sabemos, se llama Cristo Jesús, el hijo de Dios, que desde la primera Navidad es también hijo de los hombres. Dios nos ha dirigido su Palabra. Si entre nosotros puede tener tanta transcendencia el dirigirnos o no la palabra unos a otros, si nuestra palabra de amistad, de interés o de amor, puede significar tanto ¿qué sería esa Palabra de Dios, su propio Hijo que ha querido hacerse uno de nuestra raza y está para siempre entre nosotros? No, no es el nuestro un Dios mudo y lejano, es un Dios cercano y que nos habla y su Palabra se llama de una vez por todas Jesús. Y desde entonces siempre es Navidad porque siempre está esa Palabra de Dios dirigida vitalmente a nosotros, en señal de amistad y de alianza. Este es el misterio de la Navidad que hoy nos recuerda la liturgia y vuelve a llenarnos de alegría. Una palabra hecha persona, que es el Hijo mismo de Dios y por el cual Dios nos acepta también a nosotros como hijos. Acojamos a Cristo, el Hijo de Dios y Hermano nuestro; que no se pueda decir de nosotros lo que Juan ha dicho de los judíos: "al mudo vino y el mudo no le conoció; vino a su casa y los suyos no le recibieron". Por este Jesús, el Salvador, el mundo tiene esperanza. El futuro es siempre más prometedor que el presente. Porque él es para siempre, y sin retractación posible,. Dios con nosotros.
En la Eucaristía -que los cristianos repetimos sobre todo el domingo, el día del Señor- se nos hace presente de un modo sacramental y se nos da como alimento el mismo Jesús que nació en Belén hace veinte siglos, y el mismo Jesús que vendrá al final de los tiempos como Señor Glorioso y Juez de la historia. En cada Eucaristía entramos en comunión con Él. Cada Eucaristía es como la Navidad, la Pascua y la Venida final, condensadas para nosotros, con toda la gracia y la salvación que el Hijo de Dios ha querido traer a nuestras vidas (J. Aldazábal).
Empieza el tiempo de navidad, un nuevo "tiempo fuerte", después de las cuatro semanas de Adviento: hasta la fiesta del Bautismo del Señor, celebramos los cristianos la Manifestación del Salvador. Se tendrá que notar en el modo de la celebración: cantos, tono festivo, potenciación del Gloria cantado, etc. Sería una pena que de alguno de nosotros se tuviera que decir lo que Jn escribe en su prólogo: "vino a su casa y los suyos no le recibieron". O lo que le pasó ya muy sintomáticamente a la pareja José y María, que andaba buscando una casa para dar a luz: no tenían sitio en la posada para ellos. A veces nosotros estamos tan llenos de cosas, de problemas y de valores intrascendentes, que no tenemos sitio para Dios en nuestra vida. Y celebrar Navidad debería significar hacer sitio al amor de Dios que se nos ha manifestado en Cristo Jesús. Con todas las consecuencias. Tenemos delante ejemplos estimulantes: María y José, que acogen a su hijo. Los pastores, que corren a adorar al recién nacido, le reconocen como el Mesías, y cuentan sus alabanzas. En concreto María, que "conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón": la mejor Maestra, también de la Navidad. Entonces sí: "a los que le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios", que es el fruto de una Navidad bien celebrada: nacer con Cristo y ser hijos con él (J. Aldazábal). Navidad es algo más que un estado de ánimo consolador. En este día, en esta santa noche, se trata del Niño, del único Niño. Del Hijo de Dios que se hizo hombre, de su nacimiento. Todo lo demás o vive de ello o bien muere y se convierte en ilusión. Navidad quiere decir: Él ha llegado, ha hecho clara la noche. Ha hecho de la noche de nuestra oscuridad, de nuestra ignorancia, de la noche de nuestra angustia y desesperación una noche de Dios, una santa noche. Eso quiere decir Navidad. El momento en que esto sucedió, realmente y por todos los tiempos, debe seguir siendo realidad, a través de esta fiesta, en nuestro corazón y en nuestro espíritu (Karl Rahner). "Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón, estarás perdido para el más allá: habrás nacido en vano" (Angelus Silesius). Llucià Pou Sabaté

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