lunes, 12 de diciembre de 2011

Martes de la 3ª semana de Adviento. ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’: somos invitados a vivir como hijos en la obediencia a la voluntad de Dios.

Martes de la 3ª semana de Adviento. ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’: somos invitados a vivir como hijos en la obediencia a la voluntad de Dios. Juan, el precursor, testimonio auténtico, y los pecadores le creyeron

Profecía de Sofonías 3,1-2.9-13. Así dice el Señor: «¡Ay de la ciudad rebelde, manchada y opresora! No obedeció ni escarmentó, no aceptaba la instrucción, no confiaba en el Señor, no se acercaba a su Dios. Entonces daré a los pueblos labios puros, para que invoquen todos el nombre del Señor, para que le sirvan unánimes. Desde más allá de los ríos de Etiopía, mis fieles dispersos me traerán ofrendas. Aquel día no te avergonzarás de las obras con que me ofendiste, porque arrancaré de tu interior tus soberbias bravatas, y no volverás a gloriarte sobre mi monte santo. Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos.»

Salmo 33,2-3.6-7.17-18.19 y 23. R. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias.
Pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias.
El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.

Evangelio según san Mateo 21, 28-32. «Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’.’Y él respondió: ’No quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: ’Voy, Señor’, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» - «El primero» - le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en Él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en Él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en Él.

Comentario: 1.- So 3,1-2.9-13. Estos dos primeros vv. constituyen una queja dolorosa de Dios, al ver que Jerusalén, lejos de oír su voz, de buscarle y arrepentirse con sincera conversión, se ha vuelto ciudad rebelde, manchada, opresora", ciudad materialista. No obedecen... ni aceptan... ni confían... ni se acercan. Es la ausencia de Dios y de lo divino en una sociedad. Es el ateísmo práctico. Por eso, en la última parte del texto, Dios se desborda generosamente en promesas de restauración mesiánica. Y no sólo para Jerusalén, sino para todos los pueblos, a los que dará "labios puros" para que "le invoquen y le sirvan unánimes". Jesús de Nazaret, el Hijo amado del Padre es, al mismo tiempo, el primer hermano de nuestra raza que ha tenido esos labios puros para invocar el nombre del Señor, que ha tenido ese corazón obediente para vivir cumpliendo incondicionalmente la voluntad de Dios. En "aquel día", en la era mesiánica en que nos encontramos, nadie tendrá por qué avergonzarse de sus malas obras pasadas. La razón es todo un evangelio: "porque arrancaré de tu interior..." Los hombres de la era mesiánica están renovados interiormente, transformados en Cristo: "el pueblo pobre y humilde que confiará en el nombre del Señor". Esta pobreza es el abandono activo y confiado en los designios de Dios. El profeta Sofonías escribe un siglo después de Isaías, aproximadamente en el 640. También él anuncia que las desgracias que sobrevendrán a Jerusalén, la purificarán. Y que será el comienzo de una era nueva, que verá la conversión y la afluencia de paganos en el pueblo de Dios: visión mesiánica y universalista.
-¡Ay de Jerusalén!, la ciudad rebelde, impura, opresora. No ha escuchado la voz, no ha aceptado la corrección, no ha puesto su confianza en el Señor... La historia del pueblo escogido es una larga serie de infidelidades: idolatrías, injusticias sociales, hipocresía religiosa. Es tarea de los profetas denunciar ese mal. Sin embargo, Dios continúa trabajando en medio de todo eso. ¡Ambigüedad profunda de toda obra humana! Mezcla de bien y de mal, en el interior mismo del pueblo de Dios. HOY también, en la Iglesia.
-Pero yo transformaré los pueblos y purificaré sus labios, para que invoquen todos el nombre del Señor... ¡Allende los ríos de Etiopía, mis hijos dispersos me aportarán ofrendas! Sofonías anuncia la conversión de Egipto y de Etiopía símbolo de países lejanos. Dios dará a los paganos unos "labios puros" dignos de alabar a Dios. Vendrán hasta Jerusalén para «aportar sus ofrendas». El episodio de los magos, venidos de países lejanos es una repetición de esa profecía. Es bastante emocionante oír que el mismo Dios llama a los «paganos» sus «hijos dispersos». Esa fórmula ha sido insertada en las nuevas plegarias eucarísticas. Dios no se olvida de sus hijos... ¡incluso cuando éstos le olvidan! ¿Cuál es mi preocupación misionera? ¿Tengo tendencia a condenar a "los que no conocen a Dios todavía"?, ¿a los «no practicantes»? Aquel día no tendrás ya que avergonzarte de todas tus rebeldías contra mí, porque entonces extirparé de tu seno a todos los orgullosos con su insolencia, y tú no volverás a engreírte en mi monte santo. Esa afluencia de paganos que se dirigen a Jerusalén para adorar a Dios, contribuye a la purificación del pueblo escogido: los arrogantes, los que creían que el monte del templo era un privilegio exclusivo, quedan abatidos. Sí, que hay que librarse de todo exclusivismo y de todo orgullo, ¡sobre todo del orgullo que rechaza a los demás!
-En medio de ti, sólo dejaré subsistir un pueblo pequeño y pobre, que se refugiará en el monte del Señor. En el pueblo renovado, solamente subsisten los humildes y los pobres. Es como un anuncio de lo que sucedió en Belén. Después de anunciar la venida de los paganos -los magos- se anuncia la llegada de los humildes -los pastores-.
-Ese «resto» de Israel no cometerá más injusticias... Renunciará a la mentira... Se apacentarán y reposarán sin que nadie los turbe. La «pobreza espiritual», la que Jesús ha beatificado, ya está aquí. Líbranos, Señor, de todo orgullo, de toda suficiencia, de toda condena, de toda dureza. Haznos pequeños y pobres ante Ti. Consérvanos humildes ante tu paz. ¡La Iglesia, concebida como el "pequeño resto" de los humildes! De los que modestamente encuentran su refugio en el Señor, y no en sus propias fuerzas (Noel Quesson).
Un siglo después de Isaías, y un poco antes de Jeremías, alza su voz el profeta Sofonías, recriminando al pueblo de Judá (el reino del Sur) y advirtiéndole que le pasará lo mismo que antes a Samaria (el reino del Norte): el castigo del destierro. Israel se cree una ciudad rica, poderosa, autosuficiente, y no acepta la voz de Dios. Aunque oficialmente es el pueblo de Dios, de hecho se rebela contra él y se fía sólo de sí misma. Se ha vuelto indiferente, increyente. Ya no cuenta con Dios en sus planes. El profeta les invita a convertirse, a cambiar el estilo de su vida, a abandonar las «soberbias bravatas», a volver a escuchar y alabar a Dios con labios puros, sin engaños: sin prometer una cosa y hacer otra, como va siendo su costumbre. Anuncia también que serán los pobres los que acojan esta invitación, y que Dios tiene planes de construir un nuevo pueblo a partir del «resto de Israel», el «pueblo pobre y humilde», sin maldad ni embustes, que no pondrá su confianza en sus propias fuerzas sino que tendrá la valentía de ponerla en Dios. Se repite la constante de la historia humana que cantará María en su Magnificat: Dios ensalza a los pobres y humildes, y derriba de sus seguridades a los que se creen ricos y poderosos.
Sofonías ve la comunidad de su tiempo dividida en dos; por una parte, los rebeldes que no quieren acercarse a Dios, porque son orgullosos y confían más en las alianzas políticas. Han escuchado la voz de los profetas que los llaman a conversión y no quieren enmendarse. Por otra el pueblo humilde que por ser pobre confía en el Señor.
Este profeta que vivió en los tiempos del rey Josías (rey que despertó grandes esperanzas en el pueblo de Israel, pero fue vencido en combate) combatió el descorazonamiento del pueblo que escandalizado por aquel aparente abandono de Dios, volvió a los pecados religiosos. No es esta, según el profeta, la reacción adecuada. Un pueblo que experimenta su debilidad y su pobreza, encontrará su fortaleza en una vuelta sincera a Dios, reconociéndose pobre y débil ante Él. Este reconocimiento es lo que le hace grato a los ojos de Dios. Tres actitudes describe el profeta Sofonías en su mirada a Israel: La de quienes se muestran rebeldes, opresores, incultos, desconfiados de los hombres y de Dios, y lo desprecian. A éstos los considera el profeta dignos de lástima. La de quienes, percibiendo en lontananza –desde pueblos lejanos- las maravillas de Dios sobre Israel y sus hijos, gozan en la esperanza de que también ellos serán liberados un día por quien tan poderoso y tierno se les muestra. Éstos acudirán con ofrendas al altar del Señor mostrando su gratitud. Y la de quienes, avergonzados de su pasado, llegan a reconsiderar su lamentable estado y actitudes y vuelven a la Casa del Señor de la que nunca debieron alejarse. Estos, humildes, sencillos, arrepentidos, formarán el ‘resto de Israel’ que ya no defraudará a su Señor.
Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Si el pecador se arrepiente y se convierte, tendrá con él la salvación. Por muy grandes que sean los pecados del hombre, Dios le llamará continuamente a la conversión y le ofrecerá el perdón. Por eso, quienes hemos depositado en el Señor nuestra fe y nuestra esperanza hemos de confiar en Él, en su amor, en su bondad, en su misericordia, pues el Señor está siempre dispuesto a quitar de en medio de nosotros el orgullo, la soberbia y cualquier otra clase de maldad. Por eso, si en verdad ha llegado a nosotros la salvación de Dios, hemos de manifestarla mediante nuestras buenas obras, pues mediante ellas expresamos, de un modo externo, nuestro amor fiel a la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros. Por medio de su Hijo Dios nos ofrece su perdón y su paz; ojalá y no despreciemos el don de Dios.
El Señor nos dice por medio del profeta Isaías: "Así como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de haber fecundado la tierra y de hacerla producir frutos abundantes, así será la Palabra que salga de mi boca, no volverá a mí con las manos vacías." Solamente nosotros tenemos el poder de hacer inútil esa Palabra de Dios por cerrarnos en nuestros egoísmos, maldades, miserias y pecados. Entonces la Encarnación del Hijo de Dios, como Salvador nuestro, dejaría de ser eficaz para nosotros, y seríamos dignos de que el Señor nos reprendiera, como hoy lo hace por medio del profeta Sofonías, diciendo: "Ay de la ciudad rebelde y opresora, que no ha escuchado la voz, ni aceptado la corrección; que no ha confiado en el Señor ni vuelto a su Dios." Mas no por eso pensemos que el Señor nos ha abandonado; Él continúa amándonos e invitándonos a volver a Él, rico en misericordia y siempre dispuesto a perdonarnos. Efectivamente, Dios no envió a su propio Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Si el pecador se arrepiente y se convierte, encontrará en Cristo la salvación. Por muy grandes que sean los pecados del hombre, Dios le llama continuamente a la conversión y le ofrece su perdón. Por eso, los que hemos depositado nuestra fe y nuestra esperanza en el Señor, hemos de confiar en Él, en su amor, en su bondad, en su misericordia, pues siempre está dispuesto a quitar de en medio de nosotros el orgullo, la soberbia y cualquier otra clase de maldad. Por eso, si en verdad ha llegado a nosotros la salvación de Dios, manifestémosla mediante nuestras buenas obras, pues sólo por medio de ellas expresamos, de un modo externo, nuestro amor fiel a la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros.
2. Sal. 34 (33). Dios es siempre compasivo y misericordioso para con nosotros. Nuestra vida está en sus manos; esa es nuestra alegría y nuestra paz. Sin embargo no podemos alegrarnos sólo porque el Señor vele por nosotros. Es necesario que dejemos de ser malvados; sólo así podremos vivir nuestra fe sin hipocresías y dar testimonio del Señor, no sólo con nuestras palabras, sino con nuestra vida misma. Dios siempre está dispuesto a escuchar el clamor de los suyos, y a ponerse de su parte como poderoso Defensor. Ojalá y siempre seamos de los suyos porque, además de darle un culto agradable, sepamos escuchar su Palabra, meditarla amorosamente en nuestro corazón, y ponerla en práctica, fortalecidos con su Espíritu Santo. Tratemos no sólo de alegrarnos en el Señor, sino de dejar que el Señor nos convierta en motivo de alegría y de paz para los demás. El Señor ha creado a su Iglesia como signo de cercanía a todo hombre que sufre, para remediar sus males; a los pecadores para llamarlos a la conversión; a los abatidos para consolarlos. Vivamos unidos y confiados plenamente en el Señor; Él jamás nos abandonará; y, aunque todos nos persigan y maldigan, al final el Señor nos llevará sanos y salvos a su Reino celestial. Hagamos la prueba, y veremos qué bueno es el Señor; confiemos en Él y saltaremos de gusto, pues jamás nos sentiremos decepcionados.
Si Dios nos ha amado tanto, bendigamos su santo Nombre a todas horas. Que nuestra alabanza brote de lo más profundo de nuestro corazón, y se exteriorice tanto con los labios, como con una vida intachable y fiel a su voluntad sobre nosotros. Dios ha vuelto su mirada compasiva y misericordiosa hacia nosotros por medio de su Hijo, que ha salido a nuestro encuentro; escuchemos su voz y pongamos en práctica sus enseñanzas, para que así nos manifestemos constantemente como discípulos fieles y como siervos siempre dispuestos a llevar adelante la Obra de Dios. No confiemos en nuestras débiles fuerzas; no pensemos que la salvación es obra del hombre, pues, más bien, es la obra de Dios en el hombre; por eso pongámonos confiadamente en las manos de Dios y dejémonos conducir por su Espíritu; si hacemos esto saltaremos de gusto, pues el Señor jamás nos decepcionará, sino que estará siempre junto a nosotros e incluso nos librará para siempre de la muerte, pues su Victoria sobre el pecado y la muerte será nuestra victoria.
3.- Mt 21,28-32 (ver domingo 26A). «‘No quiero’, pero después se arrepintió y fue»… Hoy contemplamos al padre que tiene dos hijos y dice al primero: «Hijo, vete hoy a trabajar en la viña» (Mt 21,28). Éste respondió: «‘No quiero’, pero después se arrepintió y fue» (Mt 21, 29). Al segundo le dijo lo mismo. Él le respondió: «Voy, señor»; pero no fue... (cf. Mt 21,30). Lo importante no es decir “sí”, sino “obrar”. Hay un adagio que afirma que «obras son amores y no buenas razones».
En otro momento, Jesús dará la doctrina que enseña esta parábola: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). Como escribió san Agustín, «existen dos voluntades. Tu voluntad debe ser corregida para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida para acomodarse a la tuya». En lengua catalana decimos que un niño “creu” (“cree”), cuando obedece: ¡cree!, es decir, identificamos la obediencia con la fe, con la confianza en lo que nos dicen.
Obediencia viene de “ob-audire”: escuchar con gran atención. Se manifiesta en la oración, en no hacernos “sordos” a la voz del Amor. «Los hombres tendemos a “defendernos”, a apegarnos a nuestro egoísmo. Dios exige que, al obedecer, pongamos en ejercicio la fe. A veces el Señor sugiere su querer como en voz baja, allá en el fondo de la conciencia: y es necesario estar atentos, para distinguir esa voz y serle fieles» (San Josemaría Escrivá). Cumplir la voluntad de Dios es ser santo; obedecer no es ser simplemente una marioneta en manos de otro, sino interiorizar lo que hay que cumplir: y así hacerlo porque “me da la gana”.
Nuestra Madre la Virgen, maestra en la “obediencia de la fe”, nos enseñará el modo de aprender a obedecer la voluntad del Padre.
En torno a la figura de Juan, el Precursor, y más tarde del mismo Mesías, Cristo Jesús, también hay alternativas de humildad y orgullo, de verdad y mentira. Jesús, con su estilo directo y comprometedor, interpela a sus oyentes para que sean ellos los que decidan: ¿quién de los dos hijos hizo lo que tenía que hacer, el que dijo sí pero no fue, o el que dijo no, pero luego de hecho sí fue a trabajar? Al Bautista le hicieron caso los pobres y humildes, la gente sencilla, los pecadores, los que parecía que decían que no. Los otros, los doctos y los poderosos, los piadosos, parecía que decían que sí, pero no fue sincera su afirmativa. Muchas veces en el evangelio Jesús critica a los «oficialmente buenos» y alaba a los que tienen peor fama, pero en el fondo son buenas personas y cumplen la voluntad de Dios. El fariseo de la parábola no bajó santificado, y el publicano, sí. Los viñadores primeros no merecían tener arrendada la viña, y les fue dada a otros que no eran del pueblo. Los leprosos judíos no volvieron a dar las gracias por la curación, mientras que sí lo hizo el tenido por pecador, el samaritano. Aquí Jesús llega a afirmar, cosa que no gustaría nada a los sacerdotes y fariseos, que «los publicanos y prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios», porque sí creyeron al Bautista. Jesús no nos está invitando a ser pecadores, o a decir que no. Sino a decir sí, pero siendo luego consecuentes con ese sí. Y esto, también en tiempos de Jesús, lo hace mejor el pueblo «pobre, sencillo y humilde» que se está reuniendo en torno a Jesús, siguiendo su invitación: «venid a mí, que soy sencillo y humilde de corazón». Ahora puede pasar lo mismo, y es bueno que recojamos esta llamada a la autocrítica sincera. Nosotros, ante la oferta de salvación por parte de Dios en este Adviento, ¿dónde quedamos retratados? ¿somos de los autosuficientes, que ponen su confianza en sí mismos, de los «buenos» que no necesitan la salvación? ¿o pertenecemos al pueblo pobre y humilde, el resto de Israel de Sofonías, el que acogió el mensaje del Bautista? Tal vez estamos íntimamente orgullosos de que decimos que sí porque somos cristianos de siempre, y practicamos y rezamos y cantamos y llevamos medallas: cosas todas muy buenas. Pero debemos preguntarnos si llevamos a la práctica lo que rezamos y creemos. No sólo si prometemos, sino si cumplimos; no sólo si cuidamos la fachada, sino si la realidad interior y las obras corresponden a nuestras palabras. También entre nosotros puede pasar que los buenos -los sacerdotes, los religiosos, los de misa diaria- seamos poco comprometidos a la hora de la verdad, y que otros no tan «buenos» tengan mejor corazón para ayudar a los demás y estén más disponibles a la hora del trabajo. Que sean menos sofisticados y complicados que nosotros, y que estén de hecho más abiertos a la salvación que Dios les ofrece en este Adviento, a pesar de que tal vez no tienen tantas ayudas de la gracia como nosotros. Esto es incómodo de oír, como lo fueron seguramente las palabras de Jesús para sus contemporáneos. Pero nos hace bien plantearnos a nosotros mismos estas preguntas y contestarlas con sinceridad.
En la misa de estos días, en las invocaciones del acto penitencial, manifestamos claramente nuestra actitud de humilde súplica a Dios desde nuestra existencia débil y pecadora: «tú que viniste al mundo para salvarnos», «tú que viniste a salvar lo que estaba perdido», «luz del mundo, que vienes a iluminar a los que viven en las tinieblas del pecado... Señor, ten piedad». Empezamos la misa con un acto de humildad y de confianza. Y no es por adorno literario, sino porque en verdad somos débiles y pecadores. Sólo el humilde pide perdón y salvación, como decía el salmo de hoy: «los pobres invocan al Señor y él les escucha». El Adviento sólo lo toman en serio los pobres. Los que lo tienen todo, no esperan ni piden nada. Los que se creen santos y perfectos, no piden nunca perdón. Los que lo saben todo, ni preguntan ni necesitan aprender nada (J. Aldazábal).
En tiempo de Jesús, como con Sofonías, el pueblo estaba dividido en dos categorías: los pecadores y los justos, que habían permanecido fieles a la religión oficial. Unos y otros son hijos de Dios. El acento recae no sobre lo que son, sino sobre lo que hacen o dejan de hacer. Especialmente los fariseos se imaginaban que por su fidelidad a la ley merecían la aprobación de Dios, pero en realidad ellos no habían cumplido la voluntad del Padre. Su piedad era vacía, su cumplimiento vano; no practicaban la justicia y despreciaban a los demás pensando ser los únicos justos. Pero Jesús les muestra que no es así. Son los pecadores, que antes rechazaron la voluntad de Dios, los que ahora le obedecen al aceptar primero la predicación de Juan el Bautista y luego la de Jesús. Los publicanos despreciados por los demás judíos, sin embargo, han mostrado más disponibilidad para seguir a Jesús. De hecho uno llegó a ser su discípulo y otro se convirtió. Y las prostitutas, han mostrado frente a Jesús una actitud de conversión y amor. Y los jefes que han visto eso no han querido arrepentirse y seguir a Jesús, sin embargo, son ellos los que no están cumpliendo la voluntad del Padre. A nosotros nos puede suceder lo mismo. Quizás creemos que tenemos derecho a los primeros puestos y en realidad, no tenemos sensibilidad social, ni acogemos a los pobres, ni nos preocupamos por los marginados. Estamos convencidos de que con una religiosidad formalista y ritual nos hemos ganado el reino de los cielos, mientras que otros, a los que rara vez vemos en la Iglesia, quizá sin saberlo, están más cerca del reino porque saben compartir lo poco que tienen, porque tienen un sentido de la justicia más afinado, porque no explotan a los demás.
Este es ciertamente uno de los pasajes más desconcertantes e hirientes. Para el creyente piadoso resultan un tanto contradictorias las palabras de Jesús. Perfectamente le pueden nacer inquietudes como éstas: ¿acaso un proscrito o una mujer de mala vida ir delante de las personas que siempre han sido religiosas? Esta misma pregunta se hicieron los contemporáneos de Jesús al ver cómo el Maestro se codeaba con la más baja ralea de la sociedad. En nuestros esquemas mentales, que no difieren mucho de los de los contemporáneos de Jesús, no cabe otro orden que el establecido por las instancias sociales reconocidas por un Estado, una religión y cierto conjunto de costumbres. Más allá de estos parámetros, lo que aparezca está por fuera de la ley y es despreciable. Pues bien, Jesús se saltó todas esas instancias y mediaciones con su enseñanza y conducta. Lo que Jesús hizo con los proscritos, los marginados y los despreciados no nació de una ocurrencia irreverente. La conducta de Jesús fue fruto de su fe, de su especial relación con Dios como Padre. El comprendió rápidamente que la ordenación del mundo, tal como estaba en su momento, no correspondía a un ideal divino sino que era fruto del capricho humano. Y, además, que era necesario saltarse las instancias institucionales para favorecer a los seres humanos relegados por las estructuras discriminadoras injustas. Por su fe en el ser humano y en Dios desafió a las autoridades y defendió el derecho de los pobres y los discriminados. Lo que dijo de las prostitutas y los pecadores (que "los precederán en el Reino de los cielos") se refería a la condición de estas personas que, en medio de sus inmensas limitaciones, son capaces de vivir valores del Reino que la sociedad tan rígidamente organizada no está en condiciones de asumir.
El reconocimiento del poder de Dios no depende del lugar que se ocupe en la comunidad. Cuando un grupo, o un individuo, se ha "instalado" en su vida religiosa, considera que toda la revelación pasa necesariamente por él. Es por eso por lo que las autoridades a las que se siguió dirigiendo Jesús no solamente no comprendieron el problema de la autoridad de Jesús, sino que tampoco fueron capaces de responder al llamado del padre a trabajar en su viña. La parábola de este día es necesario leerla desde ese trasfondo. Cada elemento tiene su significado y muy fácil descubrirlo: el padre de los hijos es Dios, el hijo que responde afirmativamente al principio y que luego no acude al pedido del trabajo es el pueblo de Israel, mientras que el hijo que en un principio no acepta el trabajo pero que luego se compromete con la viña de su padre son los que ingresan a la comunidad eclesial, provenientes tanto del judaísmo como del paganismo. Ahora bien, es importante comprender qué quiere decir Mateo. El evangelista necesita justificar la separación de su comunidad luego de las persecuciones a las cuales fueron sometidos los primeros cristianos. Es por eso por lo que su evangelio está cargado de relatos de conflictos entre Jesús y los fariseos. Esto nos sirve para no descalificar de plano a todo el pueblo judío (hay quienes aprovechan estos textos para sus propagandas neo-nazis). Desde esta perspectiva, quien no fue a trabajar a la viña es porque ha desoído al Padre, porque se ha asentado en una seguridad propia en lugar de escuchar la voz de Dios. Y esto no es porque pertenezca sin más al pueblo judío, porque inmediatamente la parábola concluye que entrarán al Reino de los Cielos los publicanos (o los de afuera) y los pecadores (es decir, los de adentro). De quienes participan del pueblo, ingresarán al Reino los pecadores, o mejor dicho, aquellos que eran excluidos arbitrariamente por estas autoridades, o quienes, por haber pecado en verdad, no recibían remisión y eran igualmente excluidos. Por lo tanto, según esta parábola, solamente aquellos que se sepan dependientes de Dios, que se sepan necesitados, que no confíen en sus fuerzas únicamente, quienes no vivan en el individualismo y el voluntarismo, llegarán al Reino. Estos son los pobres de Yavé, los anawim de los cuales habla Sofonías, los que el Señor se ha separado para manifestar su poder y su salvación.
Para Jesús, son las ‘obras’, no las ‘palabras’, las que van hablando de nuestro espíritu auténtico, lo que definen a una persona. Se cuenta que en una ocasión, la hermana pequeña de santo Tomás de Aquino le preguntó: –“¿Tomás, qué tengo yo que hacer para ser santa?”–. Ella esperaba una respuesta muy profunda y complicada, pero el santo le respondió: “Hermanita, para ser santa basta querer”. ¡Sí!, querer. Pero querer con todas las fuerzas y con toda la voluntad. Es decir, que no es suficiente con un “quisiera”. La persona que “quiere” puede hacer maravillas; pero el que se queda con el “quisiera” es sólo un soñador o un idealista incoherente. Éste es el caso del segundo hijo: él “hubiese querido” obedecer, pero nunca lo hizo. Aquí el refrán popular vuelve a tener la razón: “del dicho al hecho hay mucho trecho”. Por eso, nuestro Señor nos dijo un día que “no todo el que me dice ‘¡Señor, Señor!’ se salvará, sino el que hace la voluntad de mi Padre del cielo”. Palabras muy sencillas y escuetas, pero muy claras y exigentes. Y nosotros, ¿cuál de estos dos hijos somos? (Clemente González).
Tú eres mi hijo: yo te he engendrado hoy (Salmo II), leemos en la Antífona de la Primera Misa de Navidad. “El adverbio hoy habla de la eternidad, el hoy de la Santísima e inefable Trinidad” (Juan Pablo II, Audiencia general). Precisamente por esto los judíos querían matar a Jesús, porque llamaba a Dios su Padre (Juan 5, 18). Suyo en sentido totalmente literal: El Niño que nacerá en Belén es el Hijo de Dios, Unigénito, consustancial al Padre, eterno, con su propia naturaleza divina y la naturaleza humana asumida en el seno virginal de María. Cuando esta Navidad le veamos inerme en los brazos de María no olvidemos que es Dios hecho Hombre por amor a cada uno de nosotros, y haremos un acto de fe profundo y agradecido, y adoraremos la Humanidad Santísima del Señor.
Jesús nos vino del Padre (Juan 6, 29). Pero nos nació de una mujer. El Espíritu Santo ha querido mostrarnos (Mateo 1, 1-25) cómo el Mesías se ha entroncado en una familia y en un pueblo, y a través de él en toda la humanidad. María le dio a Jesús, en su seno, su propia sangre: sangre de Adán, de Farés, de Salomón. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado misteriosamente, no hecho, por el Padre desde toda la eternidad. De este Niño depende toda nuestra existencia: en la tierra y en el Cielo. Y quiere que le tratemos con una amistad y una confianza únicas. Se hace pequeño para que no temamos acerarnos a Él.
Nuestra vida debe ser una continua imitación de la vida de Jesús aquí en la tierra. Él, este Jesús (Hechos 2, 32), Dios hecho Hombre, es nuestro Modelo en todas las virtudes. No hay en nosotros un solo pensamiento o sentimiento bueno que Él no pueda hacer suyo, no existe ningún pensamiento o sentimiento suyo que no debamos nosotros esforzarnos en asimilar. Jesús amó profundamente todo lo verdaderamente humano: el trabajo, la amistad, la familia; especialmente a los hombres con sus defectos y miserias. Su Humanidad Santísima es nuestro camino hacia la Trinidad. Jesús nos enseña con su ejemplo cómo hemos de servir y ayudar a quienes nos rodean; la caridad es amar como yo os he amado (Juan 13, 34). Para imitar al Señor hemos de conocerlo, hay que “mirarse en Él” (J. Escrivá de Balaguer). La lectura y meditación del Evangelio nos facilitarán contemplar a Jesús Niño en la gruta de Belén, rodeado de María y José. Aprenderemos grandes lecciones de desprendimiento, de humildad y de preocupación por los demás. El Santo Evangelio nos ayudará a hacer de nuestra vida un reflejo de la vida de Jesús (Francisco Fernández Carvajal). Llucià Pou Sabaté

0 comentarios:

Publicar un comentario